La casa de Karl Marx. |
(en alemán, Karl-Marx-Haus) es una casa museo situada en Tréveris (Renania-Palatinado, Alemania). En ella nació, en 1818,Karl Marx, el padre del comunismo y del socialismo modernos. En la actualidad, es un museo dedicado a la vida y obra de Marx y a la historia del comunismo. Historia. La casa permaneció inadvertida hasta 1904, cuando el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) trató de adquirirla, cosa que consiguió en 1928. Tras el ascenso al poder del Partido Nazi en 1933, el inmueble fue confiscado y reconvertido en una imprenta. El 5 de mayo de 1947, la casa abrió sus puertas como un museo consagrado a la vida y obra de Karl Marx. En 1968 fue integrada a la Fundación Friedrich Ebert, estrechamente ligada al SPD. El 14 de marzo de 1983, con ocasión del centenario de la muerte de Marx, el museo volvió a abrir tras un año de obras de renovación que lo ampliaron a tres pisos. En 2005, la Casa de Karl Marx volvió a cerrar por tres meses. A la reinauguración, ocurrida el 9 de junio, asistieron personalidades tales como Anke Fuchs, Franz Müntefering, Kurt Beck y Helmut Schröer. En la actualidad, la exposición también incluye la historia del comunismo en la Unión Soviética, China, Europa Central y Europa del Este. La Casa de Karl Marx recibe a unos 32.000 visitantes un año, de los que un tercio son turistas chinos. La casa fue construida alrededor del año 1550 y en el año 1727 en la Brückengasse 664 (hoy Brückenstraße 10) presumiblemente en nombre del consejo de cámara de Kurtrierischen Johann Wilhelm Jakob Polch, incluidos los edificios más antiguos, que cambiaron significativamente. Karl Marx nació 5 de mayo de 1818 como el tercer hijo del abogado judío Heinrich Marx y y esposa judía Henriette Marx (* 1788, † 1863). La familia vivía allí desde el 1 de abril de 1818 en arriendo. Tréveris (en alemán: Trier) es una ciudad alemana del estado de Renania-Palatinado, ubicada en la ribera derecha del río Mosela, cerca de la frontera con Luxemburgo. Tiene 100 000 habitantes aproximadamente. |
200 años nacimiento Karl Marx. |
La completa irrelevancia de Karl Marx a 200 años de su nacimiento. 28 octubre, 2018 En los últimos meses, y en un intento por encontrar un ancla intelectual, cierta izquierda ha tratado de reivindicar la imagen de Karl Marx. Los 200 años de su natalicio -nació el 5 de mayo de 1818, en Tréveris- son una excusa perfecta para organizar simposios y publicar nuevos fascículos sobre el filósofo alemán. Teóricos marginales, profesores de universidades de tercer nivel y activistas de antaño dictan conferencias que combinan trivialidades con frases herméticas de imposible comprensión. Como Vladimir y Estragón, en «Esperando a Godot» de Samuel Becket, esperan con ansiedad el arribo de algo que nunca llega: la crisis terminal del capitalismo. La verdad es que Marx es hoy día completamente irrelevante. Su teoría sobre el devenir histórico resultó ser mecánica y falsa. Su predicción sobre el estancamiento y desaparición del capitalismo no fue más que un volador de luces. Su teoría del valor es tan pueril como alambicada. Su aseveración de que el motor de la historia es la lucha de clases es desmentida todos los días por feministas, medioambientalistas, animalistas, fanáticos religiosos, y otros grupos que están convencidos de que son ellos quienes determinan el devenir. En un libro reciente titulado «¿Por qué Marx tenía razón?» el inglés Terry Eagleton intentó convencer a sus lectores de que, a pesar de todo, Marx estaba en lo correcto. Este opúsculo, que se lee como el ensayo de un universitario primerizo, está organizado en torno a lo que el autor considera las diez críticas injustas a Marx. La idea de Eagleton es demostrar que, si uno escarba lo suficiente, no puede sino concluir que Marx tenía bastante razón. Pero resulta que ninguno de los 10 capítulos de este libro -cada uno se aboca a una crítica- es convincente. El autor hace largas disquisiciones sobre literatura (su campo de especialización), picotea ejemplos históricos y repite clichés. Algunas de las críticas al pensamiento marxista que Eagleton intenta refutar, sin éxito, son: el marxismo hace algún sentido teórico, pero su aplicación real siempre termina en tiranías. El marxismo tiene una visión mecánica y determinista de la historia. El marxismo es ingenuo y no considera las verdaderas características del ser humano. El marxismo es una doctrina materialista, obsesionada con el conflicto de clases, fomenta acciones violentas y destructivas, y quiere eliminar las organizaciones democráticas de la sociedad civil. El marxismo es una doctrina economicista, y no toma en cuenta aspectos centrales de la vida, como el arte y la religión (curiosamente, esta es la misma crítica que frecuentemente se le hace al «neoliberalismo»). Quizás una de las creencias más equivocadas entre los marxistas es que Marx fue el primer pensador que entendió que la tasa de ganancia del capital es decreciente: mientras más capital se acumula, menor es su retorno. Este hecho tendría dos efectos fatales: los incentivos para acumular capital disminuirían y los capitalistas se verían obligados a imponer condiciones cada vez más paupérrimas entre los obreros, para así mantener su tasa de ganancias. Ambos hechos contribuirían al derrumbe inevitable del capitalismo. Pero nada de ello ha sucedido. Al contrario: la acumulación capitalista continúa a un ritmo más que saludable, y en los últimos 30 años los niveles de vida de millones de personas en el mundo emergente -en Chile, China e India, entre otros- han mejorado enormemente. Además, y como todo estudiante de Economía sabe, las teorías de rendimiento decreciente del capital se originaron con Adam Smith y David Ricardo, y suponen que «todo lo demás» -fuerza de trabajo y, especialmente, tecnología- se mantienen constantes, algo que nunca sucede en el mundo real. Es cierto que los ciclos económicos continúan, pero de ahí a la desaparición del sistema capitalista hay un abismo. Pero, la razón central por la que el marxismo es hoy irrelevante como doctrina económica es su absoluta incapacidad por contestar preguntas importantes de políticas públicas. Por ejemplo, es incapaz de responder qué impuestos son más eficientes si se quiere recaudar una cierta cantidad de dinero. La respuesta tiene que ver con «elasticidades» y fue desarrollada por Frank Ramsey, un discípulo de Wittgenstein y Keynes, en la década de 1920. Otra pregunta de políticas públicas particularmente relevante hoy en día, ante la que el marxismo queda perplejo es: cuál debe ser la respuesta óptima en un país como Chile ante una guerra comercial entre las grandes potencias mundiales. De lo anterior no se concluye que Marx no deba enseñarse. Al contrario, es menester darle el lugar que amerita en la historia del pensamiento económico, y comparar sus análisis con los de Smith, Ricardo y Mill. De hecho, creo que todo universitario chileno debiera mirar en YouTube la magnífica conferencia que Carlos Peña dictó en el CEP en agosto de este año. Pero, el verdadero enigma es cómo se explica que durante la segunda mitad del siglo XX tantas personas inteligentes -Jean Paul Sartre, se me viene a la mente- abrazaran una doctrina con tan escaso poder predictivo. Una conjetura es que este ascendente sobre intelectuales, y especialmente entre los jóvenes, se debió a la ausencia de una alternativa comprensiva que emanara desde la tradición liberal. Es verdad que Hayek y los monetaristas de Chicago tenían programas coherentes, pero nunca lograron presentarlos con la simpleza del arco narrativo marxista. El avance tecnológico del que tanto habló Marx destruyó a la URSS y a los otros países donde sus ideas se habían puesto en marcha. Con ellos murió el marxismo como doctrina relevante. Hoy es, a lo más, materia de estudio en los cursos de Historia del pensamiento. Mi predicción es que incluso en ese ámbito, y como dice el tango, ya pronto una sombra será. (El Mercurio) Sebastián Edwards |
puerta al infierno |
The 'SOBRSure' Proactively Detects Alcohol In Drivers' Systems. SOBRsafe, una empresa especializada en proporcionar soluciones futuristas de detección de alcohol que utilizan tecnologías innovadoras que incluyen conectividad en la nube y protocolos de verificación de identidad táctil, ha lanzado una pulsera de control de alcohol que detecta de forma proactiva si el usuario tiene alcohol en su organismo mientras conduce. La pulsera de control de alcohol "SOBRsure" funciona junto con una aplicación complementaria para teléfonos inteligentes que se puede utilizar para alertar a los padres y profesionales de la salud si se detecta alcohol en el organismo del usuario. El dispositivo también está integrado con tecnología GPS para un seguimiento preciso de la ubicación, mientras que su sistema principal de control de alcohol es continuo y no necesita ser habilitado o deshabilitado. Con usuarios potenciales que van desde conductores adolescentes hasta camioneros de larga distancia y personas que se recuperan del abuso del alcohol, "SOBRsure" es encomiable por su capacidad de ofrecer un control de alcohol no invasivo y confiable en un paquete elegante y con estilo. Temas de tendencia 1. Tecnología de monitoreo de alcohol: las soluciones futuristas que utilizan tecnologías innovadoras, incluida la conectividad en la nube y los protocolos de verificación de identidad táctil, están transformando la forma en que se detecta el alcohol. 2. Monitoreo no invasivo: El desarrollo de dispositivos de monitoreo de alcohol que sean no invasivos y discretos está ganando terreno en el mercado. 3. Integración de la tecnología GPS: la integración de la tecnología GPS en los dispositivos de monitoreo de alcohol está mejorando las capacidades de seguimiento de la ubicación y mejorando la funcionalidad general. Implicaciones para la industria 1. Industria automotriz: Las pulseras de monitoreo de alcohol tienen el potencial de revolucionar la industria automotriz al brindar una solución proactiva para detectar alcohol en los sistemas de los conductores. 2. Industria de la salud: la industria de la salud puede verse impactada positivamente por las pulseras de monitoreo de alcohol, ya que permiten a los profesionales de la salud monitorear los niveles de alcohol de forma remota y brindar intervenciones oportunas. 3. Industria de seguridad y protección: la industria de seguridad y protección puede beneficiarse de la integración de pulseras de monitoreo de alcohol con tecnología GPS para mejorar el monitoreo y la aplicación de las leyes relacionadas con el alcohol. |
Debate entre historiadores: «Realidad y mito de la Primera República Española» |
La Primera República española fue el régimen político vigente en España desde su proclamación por las Cortes, el 11 de febrero de 1873, hasta el 29 de diciembre de 1874, cuando el pronunciamiento del general Martínez Campos dio lugar a la restauración de la monarquía borbónica. Marcado por tres conflictos armados simultáneos (la guerra de los Diez Años cubana, la tercera guerra carlista y la sublevación cantonal) y por divisiones internas, el primer intento republicano en la historia de España fue una experiencia corta, caracterizada por la inestabilidad política: en sus primeros once meses se sucedieron cuatro presidentes del Poder Ejecutivo, todos ellos del Partido Republicano Federal, hasta que el golpe de Estado del general Pavía del 3 de enero de 1874 puso fin a la república federal, proclamada en junio de 1873, y dio paso a la instauración de una república unitaria bajo la dictadura del general Serrano, líder del conservador Partido Constitucional; a su vez interrumpida por el pronunciamiento de Martínez Campos en diciembre de 1874. La Primera República se enmarcaría dentro del Sexenio Democrático, comenzando con la Revolución de 1868, la cual dio paso al reinado de Amadeo I de Saboya; a este, le siguió la república, y terminó con el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto. Según Manuel Suárez Cortina, la Primera República «fue un ensayo, frustrado, de recomponer sobre nuevos supuestos políticos, morales y territoriales el Estado y la nación españoles surgidos de la revolución liberal en las décadas treinta y cuarenta». En ese sentido «el proyecto republicano expresaba las aspiraciones de unas clases populares que rechazaban de plano ese diseño social e institucional». «República significaba democracia, laicismo, descentralización, cultura cívica frente a la militar, aspiraciones sociales de las clases populares frente al dominio de las clases medias y altas, religación entre ética y política frente al pragmatismo e imposición del orden por el modelo moderado», añade Suárez Cortina. Suárez Cortina también ha destacado que la República tuvo que enfrentarse a «tres dificultades difícilmente salvables para un régimen en construcción. Dos conflictos heredados, la guerra en Cuba, y el levantamiento carlista,… y uno surgido en las entrañas de la República, la revolución cantonal... El efecto combinado de estos tres referentes ―guerras colonial, carlista y cantonal― fue la debilidad de un régimen que no logró estabilizarse y que ni siquiera se constitucionalizó… acentuada, además, por el aislamiento internacional ―solo EE. UU. y Suiza reconocieron la República―… [y] la creciente oposición de un sector del ejército, cada vez más alejado de los dirigentes republicanos, que a menudo conspiraba con los radicales y que de forma creciente adquiría más protagonismo ante la persistencia de los conflictos militares…». (Suiza y Estados Unidos reconocerán a la república de manera temprana, después se unirán otros países). Por otro lado, este historiador ha señalado que «la república llegó más por el agotamiento de la monarquía [de Amadeo I] que por la propia fuerza política de los republicanos». Lo que no significa que el republicanismo federal careciera de implantación en el país. Ester García Moscardó ha afirmado que «el mito de la república sin republicanos es insostenible» ya que la movilización política de los republicanos federales «fue extraordinaria y demostraron su eficacia a la hora de difundir un discurso antimonárquico y soberanista... En medio de una dinámica política muy acelerada, el mito de La Federal crecía al ritmo que aumentaban las expectativas populares respecto de la democracia republicana». El historiador José María Jover dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia a la «República de 1873», que fue ampliado y reeditado en 1991 con el título Realidad y mito de la Primera República. En este estudio, se propuso analizar la visión estereotipada y deformada que se tenía de la Primera República, que él circunscribía al año 1873. Según Jover, la «intensa actividad mitificadora» de lo que había sucedido la inició Emilio Castelar con el discurso que pronunció en las Cortes el 30 de julio de 1873, solo dos semanas después de que Pi y Margall fuera sustituido por Salmerón. De hecho, del discurso se hizo un folleto con doscientos mil ejemplares de tirada, una cantidad extraordinaria para la época. En él, Castelar equiparaba la rebelión cantonal al «socialismo» y a la «Comuna de París», y lo calificaba de movimiento «separatista» —«una amenaza insensata a la integridad de la Patria, al porvenir de la libertad»—, además de contraponer la condición de español y la condición de cantonal. Continuador de la visión de Castelar fue el republicano «moderado» Manuel de la Revilla quien consideraba el federalismo como algo absurdo en «naciones ya constituidas» y que respondió al libro de Pi y Margall Las nacionalidades alegando que la puesta en práctica del pacto federal solo traería «la ruina y la deshonra de la nación». ¿Y cómo se daría este pueblo esa organización? Este pueblo, que ni como nación sabe gobernarse a sí mismo, ¿cómo ha de constituirse federalmente? ¿Cómo han de ser Estados esos atrasados y bárbaros municipios, devorados por el caciquismo, hundidos en la ignorancia, desgarrados por odios de localidad, ineptos por completo para el gobierno? El federalismo sería en España la más espantosa anarquía, sería la ruina y la deshonra de la nación. Paradójicamente el propio Francisco Pi y Margall también contribuyó a esta visión negativa de la La Federal de 1873 intentando defenderse de las acusaciones que se habían vertido contra él de connivencia con los cantonales durante el corto periodo de tiempo en que había ejercido la presidencia del Poder Ejecutivo. En los Apuntes de 1874 se refirió a las «masas republicanas poseídas de una exaltación calenturienta» y a «las locuras de los cantonales» y culpó a los diputados «intransigentes» de haber provocado la división de los republicanos —«buscaron diferencias esenciales donde no las había ni era posible que las hubiese, y se dieron hasta por satisfechos y orgullosos cuando vieron dividida... la cámara»—. Pero Pi y Margall también dirigió sus críticas hacia sus dos sucesores al frente del Poder Ejecutivo, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar, especialmente hacia este último, y, sobre todo, a los «partidos enemigos de la república». Disparándose por un lado los insurrectos, cometiendo atropellos bárbaros, como el bombardeo de Almería y de Alicante; por otro, el gobierno, dictando el no menos bárbaro decreto de piratería, relevando de una manera indecorosa a los generales Ripoll y Velarde [nombrados por Pi], y empleando el obús y el mortero contra la ciudad de Valencia; y hubo aquí exaltación de pasiones, allí enfriamiento en las ideas, más allá de rencores y odios, y por encima de todo, la gritería de los partidos enemigos de la república, que al paso que precipitaban al poder por el camino de la violencia, presentaban a los ojos del país las locuras de los cantonales, como la realización de los principios y las aspiraciones del federalismo. Los sectores conservadores, por su parte, ya habían identificado el proyecto de una república democrática federal con el «socialismo», influidos por la experiencia de la Comuna de París. El diario La Época achacó el creciente apoyo social que estaba encontrando a «los manejos de enemigos de nuestra patria»: Los incendiarios, que corresponden a la clase de pobres obreros ilusos a quienes se ha llenado la cabeza de utopías irrealizables o el corazón de rencores y saña, concluyen por perderlo todo, siendo siempre tan segura, por lo menos, su propia ruina como la de los capitalistas; pero los extranjeros que han inspirado los crímenes no creen haber perdido su tiempo ni su trabajo reduciendo a la miseria y manchando con la infamia de delitos atroces a obreros españoles. Entre los conservadores la persona que más se distinguió en su ataque a la República (Federal) fue Marcelino Menéndez y Pelayo, quien en su Historia de los heterodoxos españoles escribió:
Los rasgos característicos de la imagen de la «República del 73» que legaron a la posteridad estos autores, según Jover, «se corresponden con otros tantos aspectos reales de la situación histórica de referencia, si bien deformados por una visión antagónica»: Así, el federalismo se convierte en «separatismo» (Castelar, Menéndez Pelayo); la neutralidad religiosa del Estado es expresada como «irreligión» y como «ruptura de la unidad católica», si bien coadyuvan a ello las sectarias medidas anticlericales, no específicas del 73, adoptadas en determinados puntos de Cataluña y Andalucía (Coloma, Menéndez Pelayo); el predominio del poder civil —sobre todo bajo las presidencias de Figueras y Pi— es traducido como «crisis de autoridad» en relación con el «desorden» existente en la España levantina y meridional y que curiosamente parecerá merecer más duros dicterios que la sangrienta guerra civil encendida en el norte (Bermejo, Menéndez Pelayo...); el formidable aliento popular del Sexenio, y específicamente del 73, será manifestación de «desorden», de «anarquía», de «ineducación», de «tiranía de la plebe» (Bermejo, Coloma, Pereda); la vinculación ética de actitudes y comportamientos políticos será presentada, bien como coartada de pequeñas ambiciones o resentimientos sociales («intereses bastardos»: Pereda), bien como manifestación de un idealismo ajeno a la realidad y, por tanto, de eficacia negativa; la vigorosa proyección utópica del 73 será asignada por su nombre —«utopías»—, sin bien dando a esta palabra la significación vulgar de ensueño irrealizable, sin valor de futuro y ajeno a la razón y al sentido común (Revilla); las actitudes críticas y reformistas ante las formas de propiedad establecidas y sacralizadas tras el proceso desamortizador recibirán, por tímidas que sean, un solo nombre vitando, que evoca los fantasmas de la Comuna de París: «socialismo» (Castelar). En fin, la misma forma de Estado propia del 73, la república, ganará una nueva acepción en el el lenguaje coloquial, como si la venerable palabra clásica fuera obligada a recoger y simbolizar el conjunto de contravalores acumulados sobre la frustrada experiencia del 73. En efecto, la edición de 1970 del Diccionario de la Lengua Española de la Academia nos trae esta séptima acepción: «lugar donde reina el desorden por exceso de libertades». En 1911 el escritor Benito Pérez Galdós, entonces ardiente republicano, dedicó sus dos últimos Episodios Nacionales a la Primera República y se centró en los políticos de 1873 «que no estuvieron a la altura de su misión. Carecieron de energía y realismo, de conciencia de su más imperiosa obligación ciudadana; anduvieron sobrados de ingenuidad e idealismo para defender y consolidar el nuevo régimen». Esta percepción era compartida por la mayoría de los republicanos, aunque «con ello, contribuyeron, sin buscarlo, a los discursos que deslegitimaban la república per se, no solo la del 73». Por su parte «los sectores conservadores y reaccionarios mantuvieron unas visiones bastante constantes —más o menos tremendistas— acerca de aquella forma de gobierno marcada por la anarquía, el caos y el desmembramiento de la nación». Cuando se produjo el advenimiento de la Segunda República Española, «los republicanos de 1931» miraron más al futuro que al pasado y no se preocuparon en revisar los «mitos del 73» con lo que el «carácter utópico de la primera experiencia republicana quedó reforzado». Julián Besteiro, presidente de las Cortes republicanas, les advirtió a los diputados que «los ideales absolutos de perfección, por ser tan perfectos, tienen grandes inconvenientes y grandes imperfecciones». Este componente utópico apareció en la novela publicada en 1935 por Ramón J. Sender con el título Míster Witt en el cantón. Preguntado Mr. Witt por el cónsul británico sobre qué creía que harían las masas «si las dejaran hacer», aquel «respondió sin dudar: Una sociedad idílica. Una especie de paraíso terrenal antes del pecado». En 2002 el historiador L. Santiago Díez Cano, de la Universidad de Salamanca, constataba que en la historiografía sobre la Primera República ―«un ensayo de democracia sin monarquía», la denominaba― seguía prevaleciendo un «fuerte sesgo interpretativo»: el de «un fracaso poco menos que anunciado», el de «una época convulsa, anárquica, utópica y caótica». Según esta interpretación «lo sucedido en el 73 sólo cabía en el terreno de lo utópico y este carácter utópico lo que hacía era reforzar la idea de la inevitabilidad del fracaso». En cuanto a la atribución de responsabilidades del «fracaso» la opinión era prácticamente unánime: correspondía a los propios republicanos federales y dentro de éstos a los «intransigentes» porque fueron ellos los que encabezaron la rebelión cantonal del verano de 1873 que fue la que hundió definitivamente a la República ―consignando además el «pecado original» de la misma: que había sido traída «por los monárquicos», de lo que se infería que había carecido de apoyo popular―. Sin embargo, frente a esta visión «en términos puramente de fracaso» Díez Cano citaba varios estudios locales y sectoriales que «abren otras perspectivas de entendimiento». «No es que vayamos a establecer conclusiones radicalmente opuestas a las que ya tenemos, pero sí podemos entender mejor el desarrollo del republicanismo en 1873 y apreciar asimismo mejor los rasgos de continuidad con el período siguiente», concluía Díez Cano. En 2021 Alejandro Nieto publicaba La Primera República Española. La Asamblea Nacional: febrero-mayo de 1873 que reproducía el «sesgo interpretativo» que había denunciado Díez Cano diecinueve años antes. En efecto, según Nieto, «la Primera República fue una experiencia política frustrada (como la Segunda, sesenta años más tarde, aunque por diferentes motivos)» ―«todo se arruinó en unos meses y del caos resultante no surgió nada», pág. 100―. La responsabilidad del fracaso corresponde por entero, según Nieto, a los propios republicanos que «dilapidaron en unos meses un poder que había caído en sus manos cuando menos lo esperaban» (págs. IX-X). El juicio de Nieto sobre los líderes republicanos es inapelable: eran «intelectuales o agitadores de masas que para mejor llegar al pueblo usaban y abusaban de un lenguaje romántico populista, incluso demagógico, en todo caso apasionado, en el que apenas puedan encontrarse algunos granos de razón y coherencia» (pág. 22); eran «utópicos en su afán de imaginar sistemas y establecer regímenes ideales a los que imputaban toda clase de bondades sin molestarse en contrastarles [sic] con la realidad» (pág. 41). También es implacable a la hora de juzgar las ideas que defendían: «La doctrina federal era… más que una doctrina era una fe que se profesaba con los ojos cerrados sin preocuparse demasiado por su contenido, que en el fondo importaba poco» (pág. 29); era «una utopía, una ilusión apasionada, pero hueca, que terminaría siendo abandonada por sus más conspicuos representantes, salvo Pi naturalmente», que «predicaba con tenacidad apostólica y no retrocedió nunca un solo paso» (págs. 12, 38-39). Por otro lado, la República también fracasó porque le faltó «una decidida colaboración del pueblo» (pág. 76). «Cuando la realidad del movimiento cantonalista en Cartagena y Andalucía se impuso, los españoles abrieron los ojos y la República cayó por sí sola»(pág. 59). La conclusión de Nieto es que la República ―que «fue una república mítica que nunca consiguió hacerse realidad ni entrar en el campo de la razón», pág. 59― no cayó a causa del golpe de Pavía ―Nieto minimiza su importancia: se trató de «un pelotón de corteses bayonetas» (pág. 59)― sino que se «suicidó» (pág.90). No la «destruyeron sus enemigos exteriores ―los monárquicos carlistas y alfonsinos― sino que se destrozaron mutuamente ellos mismos [los dos bandos republicanos: “benevolentes” e “intransigentes”]» (pág. 32). Su destino estaba sellado desde el principio. «La república se había cerrado el futuro en un laberinto de contradicciones insuperables» (pág. 92), concluye Nieto. Dos años después, 2023, Jorge Vilches publicaba La Primera República Española (1873-1874). De la utopía al caos342 que como su subtítulo indica sigue la misma línea interpretativa de Alejandro Nieto. Según Vilches, «la Primera República fue un caos» (pág. 563) debido a que «La Federal se constituyó, propagó y defendió como una utopía política» (págs. 135). En realidad, según este historiador, los republicanos federales no pretendían instaurar un régimen democrático porque «la República federal no se concebía como una forma de Estado, sino como la revolución de un partido contra el resto de España. El proceso político solo era aceptable si el resultado era la victoria de La Federal» (pág. 176). Al igual que Nieto, Vilches también considera que la República estaba destinada al fracaso: «La Federal, la utopía revolucionaria, visionaria y mesiánica,… hizo imposible la República» (pág. 484). Y al igual que Nieto también minimiza el golpe de Pavía. En realidad, «Pavía dio el golpe del 3 de enero para consolidar la República en un gobierno de conciliación» y evitar así que se formara uno que diera «a los cantonales la victoria que no habían conseguido en el campo de batalla ni en la legalidad» (págs. 444; 477). Una interpretación completamente diferente, en la que se cuestiona la visión de «caos y anarquía» dominante sobre la Primera República, es la que ofrecía ese mismo año de 2023, ciento cincuenta aniversario de su proclamación, Florencia Peyrou en su libro La Primera República. Auge y destrucción de una experiencia democrática, en el que se proponía abordar el estudio de la Primera República «desde una perspectiva diferente a la del fracaso». «Nunca conoceremos los caminos que se podrían haber ido abriendo de no ser por el golpe de Estado de Martínez Campos, que terminó con la experiencia republicana y que debe ser considerado como responsable último de este resultado», advierte Peyrou. Según esta historiadora, «la Primera República española cayó por un cúmulo de circunstancias: España estaba afrontando en ese momento dos complicados conflictos bélicos [la tercera guerra carlista y la guerra de Cuba] que suponían una sangría de hombres y dinero, y la agitación social que se produjo a lo largo de 1873, culminando en las revoluciones cantonales, no hicieron sino agravar la situación... Las divisiones entre los mismos republicanos fueron importantes...». |
Francisco Serrano y Domínguez. Biografía. Serrano y Domínguez, Francisco. Duque de la Torre (I), conde de San Antonio. San Fernando (Cádiz), 17.X.1810 – Madrid, 26.XI.1885. Regente del Reino, militar y político. Perteneció a la ilustre familia andaluza de los Serrano de la provincia de Jaén, a cuyo primer antepasado, Íñigo Serrano, caballero de Baeza, el rey Fernando III, el Santo, concedió en el año 1248 tierras en los pueblos de Arjona y Arjonilla (Jaén), por su ayuda en la conquista de aquella zona a los musulmanes. Su padre, Francisco Serrano Cuenca, militar destacado, participó activamente en la Guerra de la Independencia. A causa de sus ideas liberales, fue perseguido por Fernando VII y a la muerte de éste, alcanzó el grado de mariscal de campo y ocupó el cargo de ministro del Tribunal Supremo de Guerra y Marina. Su madre, Isabel Domínguez y Guevara, natural de Marbella (Málaga), descendía de una familia ilustre, cuyo fundador Garci-Pérez de Vargas colaboró también con el rey Fernando III, el Santo en la conquista de Carmona (Sevilla) y otros puntos de la provincia de Sevilla. Serrano fue ante todo militar. Su Hoja de Servicios es una de las más brillantes de cuantos militares ha tenido España. Ya desde niño sintió especial inclinación hacia la carrera de las armas, por lo que ésta se inició muy tempranamente. Pero antes, por deseo de su padre, a los seis años fue enviado a estudiar Humanidades al prestigioso Colegio de Vergara (Guipúzcoa), de inspiración ilustrada. A los nueve años, ingresó en el Colegio Militar de Valencia donde permaneció tres años hasta que pasó al Regimiento de Lanceros de Castilla, y posteriormente al Regimiento de Caballería de Sagunto, en el que comenzó a recibir su formación militar como cadete, obteniendo el grado de alférez, a los quince años, en diciembre de 1825. Se distinguió en el cumplimiento de sus deberes y estuvo muy bien considerado por sus jefes. Sin embargo, a causa de las ideas liberales de su padre, recayó sobre él la acusación de ser liberal, pasando a la situación de “indefinido” durante tres años, hasta 1828, y posteriormente a la de “ilimitado” hasta 1830, en que fue “purificado”. Solicitó entonces plaza en el Cuerpo de Carabineros de Costas y Fronteras, siendo nombrado subteniente y destinado a Málaga, permaneciendo en este servicio hasta el año 1832. Deseoso de avanzar en su carrera militar, en 1833 ingresó en el Regimiento de Coraceros de la Guardia Real de Caballería, siendo nombrado portaestandarte de dicho regimiento. Tras la muerte del rey Fernando VII y el comienzo de la Primera Guerra Carlista, se inició la “época de gran soldado” de Serrano, consolidándose su prestigio militar a lo largo de los siete años que duró la guerra, pues la comenzó siendo subteniente y la finalizó ascendiendo a mariscal de campo. Nada más iniciarse la guerra carlista, Serrano pidió ser destinado al Ejército del Norte del que era general en jefe Francisco Espoz y Mina, quien le nombró su ayudante de campo. También estaba destinado a este mismo ejército el joven capitán de infantería Leopoldo O’Donnell, surgiendo entre ambos una gran amistad que con el paso de los años se haría muy sólida. Durante el tiempo en que Serrano estuvo a las órdenes de Espoz y Mina en el Ejército del Norte, se distinguió en cuantas acciones le fueron encomendadas, siendo la más destacada la de la Meseta de Larrainzar (Navarra) que le valió el ascenso a capitán en julio de 1835. Al ser nombrado Espoz y Mina general en jefe del Ejército de Cataluña, reclamó a Serrano de nuevo como su ayudante de campo, que en este destino se destacó en varias misiones importantes por las que obtuvo el grado de comandante en agosto de 1836. A principios del año 1837, Serrano fue destinado al Ejército de Cataluña, con el que logró varias victorias sobre los carlistas, siendo la más destacada la acción de Calaf (Barcelona). En el mes de julio, pasó al Ejército del Centro a las órdenes directas del general Oráa y participó en importantes acciones militares, siendo la de Arcos de la Cantera (Cuenca) la que le valió el ascenso a teniente coronel y la obtención de la Cruz Laureada de San Fernando. Durante el año 1838, continuó en el Ejército del Centro actuando en numerosas acciones, destacándose entre ellas la Expedición de Tortosa contra el general Cabrera. Por todos los méritos acumulados a lo largo de este año, Serrano fue ascendido a coronel y obtuvo en propiedad el mando del Regimiento de Caballería de Cataluña, Sexto de Ligeros, con el cual logró victorias de gran entidad, por las que se le concedió la Cruz de 1.ª Clase de San Fernando, alcanzándole el final de la guerra carlista mientras mandaba este regimiento. A pesar de que en agosto de 1839 se firmó el Convenio de Vergara, que puso fin a la Guerra de los Siete Años, la resistencia carlista continuó en el Bajo Aragón al mando del general Cabrera. En febrero de 1840, Serrano pasó al Ejército de Cataluña y por decisión del general Espartero se le confió el mando de la Segunda Brigada de la División Expedicionaria del Ejército del Norte. Al frente de ella obtuvo varias victorias importantes, entre las que destacaron las de Peracamps y Llovera (Lérida), siendo recompensado con la Cruz de Tercera Clase de San Fernando. Al caer herido el general Azpíroz, que mandaba la División Expedicionaria, se le encargó el mando de esta división, con la que logró derrotar a los carlistas recuperando una vasta zona de la provincia de Lérida y persiguiéndoles hasta hacerles salir de la Península por el Valle de Andorra. Estas acciones le valieron para ser ascendido a brigadier. El año 1840 finalizó para Serrano con su ascenso a mariscal de campo, concedido en diciembre —según consta en su Hoja de Servicios—, en recompensa de los méritos contraídos en las operaciones militares realizadas en Aragón y Cataluña durante ese año. Finalizada la Guerra Carlista, Serrano entró en la política militando en el Partido Progresista. Una de sus primeras actuaciones como diputado fue votar a favor de la candidatura única del general Espartero como Regente del Reino en mayo de 1841. Sin embargo, entre Espartero y Serrano se fue abriendo una profunda brecha a causa de las tendencias dictatoriales del duque de la Victoria, su personalismo político y la dureza mostrada ante los fusilamientos del general Diego de León y sus compañeros, después del rapto fallido el 7 de octubre de 1841, de la reina Isabel II y de su hermana la infanta Luisa Fernanda, niñas de once y nueve años respectivamente. Distanciado del Regente, Serrano se unió a otros significativos progresistas que también se habían separado del duque de la Victoria: Joaquín María López, Salustiano Olózaga y Manuel Cortina. Cuando Espartero pidió a Joaquín María López —tras ofrecérselo a Cortina y Olózaga y éstos negarse a ello—, que formara Gobierno, Serrano —a la sazón vicepresidente del Congreso de los Diputados—, ocupó en él la cartera de la Guerra. Con este cargo se asentaba en la política siendo a los treinta y tres años ministro por primera vez. Pero el bombardeo desde Montjuic de la Ciudad Condal ordenado por Espartero en diciembre de 1842, la disolución de las Cortes por éste en enero de 1843 y su rechazo a todas las propuestas planteadas por el gobierno López en mayo de 1843, causaron la ruptura total de Serrano con Espartero y la de todos los miembros del gobierno López que presentó en pleno su dimisión. Pocos días después, España entera se levantó contra el duque de la Victoria. Serrano, apoyado por algunos progresistas —sobre todo por Manuel Cortina—, que querían que el Partido Progresista capitanease el movimiento revolucionario antes de que llegasen de Francia los militares moderados emigrados, se puso al frente de la revolución que liquidó la Regencia de Espartero. Investido ministro universal en junio de 1843, reinstaló al gobierno López —que gobernó como Gobierno Provisional—, y lanzó un Manifiesto al país por el que se destituía al Regente (Barcelona, junio de 1843). Tras el “encuentro” de Torrejón de Ardoz (Madrid, 22 de julio de 1843), entre las tropas leales a Espartero, mandadas por el general Seoane, y las de los sublevados, que mandaba el general Narváez, finalmente el duque de la Victoria tuvo que abandonar España el 30 de julio de 1843. El reconstruido gabinete López —en el que Serrano continuó siendo ministro de la Guerra—, siguió gobernando hasta que en octubre se convocaron Cortes. Éstas decidieron adelantar la mayoría de edad de la reina Isabel II que comenzó su reinado personal a los trece años el 8 de noviembre de 1843. Ese mismo día terminó el Gobierno Provisional que presidía Joaquín María López, cesando también Serrano en su cargo de ministro de la Guerra. Por los servicios prestados durante el Ministerio Universal, Serrano fue ascendido a teniente general y se le concedió la Gran Cruz de la Real Orden de San Fernando. Instalados los moderados en el poder, Serrano militó en el Partido Puritano —ala izquierda del moderantismo—, tras su ruptura con los progresistas a causa de graves diferencias con Olózaga. Es la época de la “privanza” de Serrano con la Reina: situación que él mismo renunció a utilizar como instrumento de poder, cuando entendió necesario dar paso a Narváez en momentos de grave crisis institucional, actitud no comprendida por los puritanos que le aplicaron el ofensivo apelativo de “Judas de Arjonilla”. En octubre de 1847 fue nombrado capitán general de Granada, ocupando este cargo hasta agosto de 1848. Durante este tiempo, se le encargó mandar una expedición a las Islas Chafarinas. En ellas, Serrano obtuvo un gran éxito militar que le fue recompensado con la Gran Cruz de Carlos III. Tras cesar en la Capitanía General de Granada, solicitó permiso para retirarse a sus tierras de Arjona, en Jaén, apartándose por un tiempo de la política. Meses después, viajó a Moscú y a Berlín para estudiar la organización militar rusa y prusiana. Ante la descomposición de la Década Moderada, Serrano se unió a O’Donnell en 1854. Suscribió el Manifiesto de Manzanares, redactado por Cánovas, haciendo la propuesta —finalmente aceptada por O´Donnell y Cánovas— de que figurase en él la reaparición de la Milicia Nacional como forma de obtener el apoyo de los progresistas al pronunciamiento de O´Donnell. Durante el “Bienio Progresista” —los dos años de forzada convivencia entre el conde de Lucena y el duque de la Victoria—, Serrano ocupó el cargo de director general de Artillería, y se afilió a la Unión Liberal de O’Donnell en septiembre de 1854. Ascendido a capitán general, O’Donnell le nombró capitán general de Madrid y miembro de la Junta de Defensa Permanente del Reino. Desde estos cargos, Serrano colaboró estrechamente con O’Donnell sofocando los violentos sucesos de julio de 1856, que pusieron fin al Bienio Progresista. En agosto de 1856, el general Serrano fue nombrado embajador de España en París. Se inició así una difícil gestión diplomática que tuvo que resolver con habilidad y tacto, al enfrentarse a negocios de Estado muy delicados relacionados con la ambiciosa política exterior de Napoleón III, empeñado en ejercer un papel hegemónico en la Europa de la época y en injerir en los asuntos de España. Por ello, llegó a proponer a Serrano que gestionase con el Gobierno español —cuyo presidente era entonces el duque de Valencia—, por un lado, la cesión de las islas de Mallorca o Menorca a Francia a cambio de la ayuda de ésta en la conquista para España de todo el imperio marroquí y, por otro, la venta de Cuba a los Estados Unidos. Finalizada su gestión como embajador en junio de 1857, fue felicitado por la reina Isabel II por las cualidades demostradas como embajador, que habían evitado un grave problema diplomático y logrado mantener las buenas relaciones entre ambos países. Durante el “Gobierno largo” de la Unión Liberal (denominado Quinquenio Unionista, 1858-1863), Serrano continuó colaborando muy de cerca con O’Donnell, quien en septiembre de 1859 le nombró gobernador-capitán general de la isla de Cuba. Gobernar Cuba no era empresa fácil, para lo que se necesitaba un tacto especial, tanto por los incipientes gérmenes separatistas que iban en aumento cada día en la isla, como por el desbarajuste administrativo que existía en ella. Por ello, O’Donnell pensó que Serrano era la persona más adecuada para gobernarla. En efecto, durante los tres años que Serrano estuvo al frente de Cuba, su gestión fue muy positiva —enturbiada sólo por el asunto de la intervención de España en México, error que le llevó a enfrentarse abiertamente con la acertada decisión de no intervenir del general Prim—, pues supo conjugar la autoridad de su cargo con un trato humano y cortés, que hasta entonces nunca había sido utilizado por los capitanes generales que le habían precedido. Serrano llevó a cabo en la isla una política conciliadora, escuchó atentamente a todos en sus planteamientos y fomentó la participación, por vez primera, de los cubanos en la Administración de Cuba. Al finalizar su mandato, por su positiva gestión fue recompensado por la reina Isabel II con el título de duque de la Torre con Grandeza de España. A su regreso a España en enero de 1863, no olvidó Serrano los problemas y las inquietudes de Cuba. Influyó decisivamente en la creación del Ministerio de Ultramar independiente del Ministerio de la Guerra, al contrario de como hasta entonces había funcionado. Durante los años siguientes, desde su escaño de senador intentó resolver los dos temas de Cuba que él juzgaba prioritarios: las concesiones a los cubanos y acabar con la trata de negros. Y finalmente, presentó un Informe al Ministro de Ultramar, en el que analizaba en profundidad todos los problemas cubanos insistiendo en que resolverlos no era una cuestión de partido sino una cuestión de “decoro nacional”. En enero de 1863, Serrano fue nombrado por O’Donnell ministro de Estado, cargo que ocupó pocos meses, a causa de la última crisis del “Gobierno largo” del duque de Tetuán, quien presentó su dimisión a la Reina en marzo. La caída de O’Donnell y la Unión Liberal supuso el inicio del ocaso del reinado de Isabel II, en significativo contraste con el Quinquenio Unionista que habían marcado el cénit de su reinado, tanto a nivel político como económico y social. Tras los Gobiernos moderados del marqués de Miraflores, Lorenzo Arrazola y Alejandro Mon, el duque de Valencia, fue llamado de nuevo a gobernar. La cadena de errores de los gobiernos moderados culminada con los sangrientos sucesos de la Noche de San Daniel el 10 de abril de 1865, precipitaron la caída de Narváez. La Reina entonces volvió a contar con O’Donnell. Pero a partir del otoño de 1865 la situación pre-revolucionaria era palpable y en plano inclinado conduciría a la Revolución de 1868. El punto de partida lo había marcado la Noche de San Daniel, seguida por varias intentonas progresistas, siendo la más importante la sublevación del general Prim en Villarejo de Salvanés el 3 de enero de 1866, desembocando finalmente en la sublevación de los sargentos del Cuartel de San Gil el 22 de junio de 1866. En esta jornada, Serrano nombrado por O’Donnell capitán general de Castilla la Nueva, volvió a dar prueba de su valor y resolución, pues a riesgo de su propia vida contribuyó muy eficazmente a vencer la insurrección de los sargentos sublevados, siendo recompensado por ello con la concesión del Toisón de Oro. A pesar de haberse sofocado con éxito la sublevación del 22 de junio de 1866, la Reina volvió a prescindir de O’Donnell llamando a gobernar de nuevo a Narváez. Esta ingratitud mostrada hacia el duque de Tetuán, fue la causa de que en el verano de 1866, éste se exiliase voluntariamente a Francia y de que a partir de ese momento Serrano quebrantase su adhesión a Isabel II.
Muerto O’Donnell el 5 de noviembre de 1867, Serrano pasó a ser el jefe de la Unión Liberal. Fue la época de sus grandes decisiones: se sumó al Pacto de Ostende para terminar con los “obstáculos tradicionales”, entró en la conspiración contra el trono de Isabel II —lo que le valió el destierro a Canarias junto a otros militares unionistas—, y finalmente tomó parte con el general Prim y el almirante Topete en el gran pronunciamiento antiisabelino de 1868, iniciado en la bahía de Cádiz y materializado en el Manifiesto ¡Viva España con honra! Vencedor del ejército fiel a Isabel II —mandado por el general Manuel Pavía y Lacy, marqués de Novaliches—, en la batalla de Alcolea el 28 de septiembre de 1868, fue investido jefe del Gobierno Provisional el 9 de octubre de 1868 y finalmente elegido regente del Reino con tratamiento de Alteza, por votación de las Cortes Constituyentes el 15 de junio de 1869, cargo que ocupó hasta el 2 de enero de 1871, mientras se buscaba un nuevo rey para los españoles. A los cincuenta y ocho años, Serrano llegó a la cumbre de su carrera política convirtiéndose —como jefe del Estado— en uno de los protagonistas básicos del Sexenio Revolucionario (1868-1874). Al llegar a España, el rey Amadeo I llamó a gobernar a Serrano dos veces: en enero de 1871, tras el asesinato del general Prim, y en mayo de 1872, después de la dimisión de Sagasta. Sin embargo, Amadeo de Saboya y el general Serrano no llegaron a entenderse, pues Amadeo I había sido la gran solución política de Prim, pero no la de los unionistas con el duque de la Torre a la cabeza. Ante el incremento tomado por el carlismo, Serrano fue nombrado en abril de 1872, general en jefe de todo el Ejército del Norte (distritos militares de Vascongadas, Navarra, Aragón y Burgos), partiendo en esa fecha a luchar contra las tropas del Pretendiente (el autoproclamado Carlos VII), derrotando a sus fuerzas en Oroquieta (Navarra) y firmando el Convenio de Amorebieta (Vizcaya) el 24 de mayo de 1872, que aunque fue muy combatido en las Cortes por Ruiz Zorrilla y Martos, y criticado por la prensa de oposición al Gobierno de Sagasta, fue firmado por el general Serrano con la intención de contribuir al proceso de pacificación de las provincias del Norte, frustrado proceso de pacificación que no pudo paralizar la guerra carlista. Tras la abdicación de Amadeo I y la proclamación de la I República en febrero de 1873, el puesto relevante que ocupó el duque de la Torre desde la Revolución de 1868, le hizo mantener su prestigio como un último y posible recurso de cualquier movimiento restaurador. La propia reina destronada, Isabel II, ya desde junio de 1872, había iniciado un acercamiento a Serrano para lograr los planes restauradores alfonsinos. Pero, así como durante el reinado de Amadeo I, Serrano no logró jugar el papel de centro estabilizador que hubiera podido consolidar el trono de Amadeo, tampoco dio paso a la Restauración de Alfonso XII, influido sobre todo por su ambiciosa esposa la duquesa de la Torre y por su círculo más íntimo del que formaban parte su ayudante el marqués de Ahumada y su sobrino el general López Domínguez, todos opuestos a la restauración de Alfonso XII. Después de tomar parte con Martos, Becerra, el marqués del Duero, Topete y otros militares y políticos en la conspiración contra la República, en abril de 1873, Serrano tuvo que salir de España y refugiarse en Biarritz (Francia), que se convirtió en uno de los centros de conspiración de antirrepublicanos y alfonsinos. El fracaso de la Primera República y el golpe del general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque, colocaron a Serrano en la Presidencia del Poder Ejecutivo de la República en enero de 1874, iniciándose un régimen presidencialista indefinido y sin representación parlamentaria que precipitó el éxito de la causa alfonsina. A comienzos de diciembre de 1874, con motivo del nuevo recrudecimiento del carlismo, Serrano, jefe del Estado y presidente del Gobierno, decidió desgajar ambos cargos y designó al general Zabala presidente del Gobierno para poder incorporarse él al frente del Norte y luchar contra los carlistas. La marcha de Serrano al frente del Norte impidió que se llevase a cabo el plebiscito que estaba proyectado y la convocatoria de Cortes necesaria tras la disolución de las Constituyentes. Intentando liberar Pamplona —que había quedado sitiada por las tropas del Pretendiente—, le sorprendió en Tudela (Navarra) el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto (Valencia) y la Restauración de Alfonso XII. El 31 de diciembre de 1874, Serrano cesó como presidente del Poder Ejecutivo de la República y como general en jefe de los Ejércitos de operaciones del Norte, pasando al día siguiente a Francia. Fue el final de su protagonismo político. Restaurada la monarquía de los Borbones, el duque de la Torre permaneció en Biarritz voluntariamente retirado de la política. En marzo de 1875, regresó a Madrid siendo su primera actuación ponerse al servicio del nuevo Rey reconociendo así la Restauración de Alfonso XII. A finales del verano de 1882, fundó el Partido de la Izquierda Dinástica, cuyo lema fue definido claramente por Serrano: la Constitución de 1869, lo que explicó su ruptura con Sagasta —a pesar de la antigua y sólida amistad de ambos forjada en los días difíciles del destronamiento de Isabel II—, a causa esencialmente del acatamiento de los fusionistas a la Constitución de 1876. A finales de 1882, fue elegido presidente del Senado y en noviembre de 1883 fue nombrado embajador de España en Francia por segunda vez, cargo que nuevamente desempeñó con gran habilidad, pues tuvo que hacer frente a la conspiración de Ruiz Zorrilla exiliado en París. De vuelta a España, los últimos años del general Serrano fueron tristes a consecuencia de los graves disgustos provocados por el desgraciado matrimonio de su hijo Francisco. Murió en Madrid, el día 26 de noviembre de 1885, al día siguiente de haber fallecido el rey Alfonso XII. Serrano había casado en 1850, a los cuarenta años, con su prima hermana Antonia Micaela Domínguez y Borrell, bellísima cubana de diecinueve años, hija de los condes de San Antonio, título que ella heredó. Ambiciosa y frívola, tuvo un ascendiente muy grande sobre su esposo, tanto en lo personal como en lo político. Del matrimonio nacieron cinco hijos: Concepción, Francisco, Josefa, Ventura y Leopoldo. Francisco, el primer varón, heredó el título de II duque de la Torre y conde de San Antonio, pero al no tener hijos de su desafortunado matrimonio con Mercedes Martínez de Campos, ambos títulos pasaron a su hermana Concepción, primogénita de Serrano, a través de la cual ha continuado la sucesión al ducado de la Torre. Concepción Serrano se casó con José María Martínez de Campos, segundo conde de Santovenia. Estos fueron los padres de Carlos Martínez de Campos y Serrano, III duque de la Torre, ilustre militar y académico de la Real Academia de la Historia, quien casó con María Josefa Muñoz y Roca Tallada, hija de los condes de la Viñaza. De este matrimonio nació Leopoldo Martínez de Campos Muñoz, IV duque de la Torre, quien contrajo matrimonio con Mercedes Carulla, y el hijo de ambos, Carlos Martínez de Campos y Carulla es el actual V duque de la Torre, casado con Cristina Montenegro. El general Serrano, gracias a su acreditado valor personal, estuvo muy considerado en el Ejército, y por su afabilidad y llaneza se granjeó muchas simpatías. Hombre de talante positivo y conciliador, el importante papel que desarrolló a lo largo de cuarenta y cinco años de actividad militar y política le hizo ser el “hombre de las crisis”, de “las situaciones límite”, siendo requerido en situaciones extremas que supo resolver con gran capacidad política, lo que le llevó a ocupar muchos de los cargos más por razón de su educación castrense —en que prevalecía su sentido del honor, del deber y del servicio— que por la ambición personal que tanto se le ha atribuido. El general Serrano, además de haber sido regente del Reino, capitán general, presidente del Gobierno Provisional, presidente del Poder Ejecutivo de la República, ministro Universal, presidente del Gobierno, gobernador de Cuba, presidente del Senado, vicepresidente del Congreso de los Diputados, embajador de España en París, ministro de la Guerra, ministro de Estado, director general de Artillería, jefe del Partido de la Unión Liberal desde 1867, y fundador y jefe del Partido de la Izquierda Dinástica, fue Grande de España y estuvo en posesión del Toisón de Oro y de todas las condecoraciones y distinciones tanto civiles como militares españolas y extranjeras de su época. Obras de ~: Informe presentado por el Excmo. Sr. Capitán General Duque de la Torre al Ministro de Ultramar, Madrid, Biblioteca Universal Económica, 1868. Bibl.: M. Ibo Alfaro, Fisonomía de las Constituyentes: El General Serrano, Madrid, Larxé, 1869; Historia de la Interinidad Española, Madrid, Est. Tip. M. 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Ortuzar Castañer, El General Serrano. El hombre y el político, Madrid, Arpegio, 2023, 2 vols. [vol. I, (1810-1863) y vol. II (1863-1885)]. |
Domínguez y Borrell, Antonia M ª Micaela. Duquesa de la Torre (I), condesa de San Antonio (II). La Habana (Cuba), 13.VI.1831. Biarritz (Francia), 5.I.1917. Hija primogénita de la ilustre familia Domínguez Borrell. Su padre, D. Miguel Domínguez y Guevara-Vasconcelos, natural de Marbella (Málaga), fue I conde de San Antonio, (título otorgado por la reina Isabel II el 18 de junio de 1847 con el vizcondado de Casa Domínguez), mariscal de Campo de los Ejércitos Nacionales, gentilhombre de Cámara de Carlos III, senador, caballero de la Real Orden de Carlos III, ministro de la Guerra y gobernador militar de Trinidad (Cuba), y le fueron concedidas por acciones de guerra varias condecoraciones entre ellas: la Gran Cruz de la R. O. de Carlos III y la Gran Cruz de la R. O. de San Hermenegildo. Su madre, D ª Isabel Borrell Lemus, natural de Trinidad (Cuba), descendía de los marqueses de Guaímaro y estaba en posesión de la banda de la R. O. de Maria Luisa. Su antepasado Pablo Borrell Soler, fundador de la familia Borrell en Cuba, sirvió fielmente a la Monarquía española durante treinta y seis años y fue alcalde de la ciudad de Trinidad. Al finalizar el mandato como gobernador militar de Trinidad, el padre de Antonia Micaela fue trasladado a España, pasando a residir con su familia en Madrid. En esta ciudad, Antonia Micaela contrajo matrimonio el 29 de septiembre de 1850, con su primo hermano Francisco Serrano Domínguez, teniente general de los Ejércitos Nacionales y senador del Reino. El matrimonio, desigual en edad, ella tenía diecinueve años mientras su esposo iba a cumplir los cuarenta, fue muy del agrado de toda la familia pues favorecía a ambos cónyuges, ya que si la novia aportaba una interesante dote económica, Francisco Serrano, -que ya había sido en 1843 ministro Universal y ministro de la Guerra-, además de la aportación en metálico y de las fincas rústicas y urbanas que poseía en Jaén y Madrid, en el momento de la boda era teniente general de los Ejércitos Nacionales y senador del Reino, y tenía por delante una brillante carrera militar y política, llegando a ser: capitán general, ministro de Estado, embajador plenipotenciario de España en Francia, capitán general-gobernador de la isla de Cuba, presidente del Gobierno, regente del Reino, presidente del Poder Ejecutivo de la República, jefe del Partido Unión Liberal a partir de 1867 y jefe del Partido Unión Dinástica en 1882. La belleza y elegancia de Antonia Micaela, cautivaron desde un principio a su esposo, sobre el que ella tuvo gran ascendiente durante toda su vida y Serrano, profundamente enamorado, no frenó a tiempo la ambición de su esposa que más de una vez se inmiscuyó en sus asuntos de carácter político para los que no estaba preparada. Tras el nombramiento del general Serrano como embajador extraordinario y plenipotenciario de España en Francia en septiembre de 1856, el matrimonio se instaló en París. En esta ciudad, Antonia Micaela con su exótica belleza y su innata elegancia, conquistó a la Corte de las Tullerías, recibiendo toda clase de cortesías del emperador Napoleón III y de su esposa la emperatriz Eugenia, siendo invitada por éstos no sólo a todos los actos oficiales a los que tenía que asistir en calidad de esposa del embajador de España, sino a las veladas privadas que los emperadores de Francia organizaban para sus amigos más íntimos. A lo largo de toda su vida Antonia Micaela recordó muy gratamente aquella estancia en París que la había permitido relacionarse con tan ilustres personajes los cuales la habían colmado de atenciones. En septiembre de 1859 el general Serrano fue nombrado capitán general- gobernador de la Isla de Cuba. Esto permitió a Antonia Micaela regresar a su tierra natal con su esposo, donde fueron recibidos con todo tipo de consideraciones por la alta sociedad cubana encabezada por el marqués de Guaímaro, tío de Antonia Micaela. Durante el tiempo en que residió en Cuba en calidad de esposa del gobernador, Antonia Micaela con su fortuna personal costeó varias obras benéficas, destacando la Escuela de Párvulos de la Casa de Beneficencia de La Habana. La excelente labor política realizada por el general Serrano como gobernador de Cuba a lo largo de tres años (septiembre de 1859 a enero de 1863), fue recompensada por la reina Isabel II con la concesión del ducado de la Torre con Grandeza de España, en enero de 1862. De este modo el general Serrano pasó a ser el I duque de la Torre y Antonia Micaela, la I duquesa de la Torre consorte, título que añadió al de II condesa de San Antonio que había heredado a la muerte de su padre, el I conde de San Antonio, en febrero de 1858. Terminada la Revolución de 1868 que condujo al destronamiento de Isabel II, las Cortes Constituyentes eligieron al general Serrano regente del Reino, con tratamiento de alteza (15 de junio de 1869). Con este nombramiento el duque de la Torre llegaba a la cima de su carrera y la duquesa de la Torre se convertía, como esposa del regente, en la primera dama de España. A partir de entonces se agudizó la ambición de la duquesa de la Torre y el ascendiente sobre su esposo. Finalizada la Regencia de Serrano e iniciado el reinado de Amadeo I (1871-1873), Antonia Micaela mostró su hostilidad hacia éste y su esposa la reina Mª Victoria, negándose a aceptar el cargo de camarera mayor ofrecido gentilmente por la reina. La duquesa de la Torre, que durante el año y medio en que su esposo había sido regente del Reino había tenido el tratamiento de alteza, consideró que se rebajaba si aceptaba ser camarera mayor de la esposa de D. Amadeo. Después de este desaire vinieron otros más graves culminados con la negativa de los duques de la Torre a acceder a la petición del rey Amadeo y de la reina Mª Victoria, de que fuesen los padrinos de bautismo de su tercer hijo, el príncipe Luis Amadeo, nacido en España, (29 de enero de 1873), durante el corto reinado de su padre. Con la abdicación de Amadeo I y la proclamación de la Iª República (febrero 1873), de la que, tras el golpe del general Manuel Pavía, Serrano se convirtió en presidente del Poder Ejecutivo (enero a diciembre de 1874), la ambición de la duquesa de la Torre llegó a su punto culminante influyendo en su esposo para que se mantuviese indefinidamente en el poder. El puesto relevante que había ocupado el general Serrano desde la Revolución de 1868, le había hecho mantener su prestigio como último y posible recurso de cualquier movimiento restaurador. La propia reina destronada, Isabel II, en 1872 había iniciado un acercamiento a él para lograr los planes restauradores alfonsinos. Pero la duquesa de la Torre, que manifestaba abiertamente su anti-alfonsismo, hizo cuanto estuvo en su mano para evitar que su esposo diese paso a la Restauración de Alfonso XII. Consumado el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto (Valencia), que restauraba a los Borbones en el Trono en la persona de Alfonso XII, Serrano se exilió a Biarritz (Francia) reuniéndose con él la duquesa y sus hijos. Toda la familia permaneció allí, hasta que en el mes de marzo de 1875 regresaron a España, mostrando al fin Serrano su adhesión a Alfonso XII. En noviembre de 1883 fue nombrado embajador de España en París, cargo que desempeñó hasta febrero de 1884. Era la segunda vez que el duque de la Torre se ocupaba de esta embajada. De nuevo fue a París acompañado por su esposa. Pero en esta ocasión la duquesa de la Torre vivió una experiencia muy diferente a la de su primera estancia en París, pues a causa de su altivez exigiendo ser tratada, no como la esposa del embajador de España, sino como la esposa del ex regente del Reino y del ex presidente del Poder Ejecutivo de la República, no encontró en los medios políticos y diplomáticos de la República Francesa las deferencias de viejos tiempos. Muerto su esposo (26 de novembre de 1885), la duquesa de la Torre residió en Madrid en su palacete de la calle Villanueva, su residencia habitual. Pero su situación era difícil por el vacío que le hacía la alta sociedad alfonsina, por lo que tras la muerte de su hija Ventura en 1890 se trasladó a Francia, pasando largas temporadas del invierno en su residencia de los Campos Elíseos de París y el verano en su hotel Villa Ventura de Biarritz. Durante los últimos años de su vida, la duquesa de la Torre, residió casi permanentemente el Biarritz, por la benignidad de su clima y por los recuerdos que allí quedaban del Segundo Imperio, pues al ser la playa de Biarritz la favorita de la emperatriz Eugenia, -quien en 1855 se hizo construir allí el bello palacio Villa Eugenia, hoy convertido en L´Hôtel du Palais-, toda la alta sociedad parisina se daba cita en ella. Al atardecer, todos los días se veía pasear a la duquesa de la Torre por l´Avenue de L´Impératrice, tocada con una mantilla blanca de encaje y resguardada de la humedad del ambiente marino con un chal de Cachemira, caminando a sus 83 años con la misma distinción con la que paseó por los salones de las Tullerías, cuando era la esposa del Embajador de España. Murió a los 86 años, el 5 de enero de 1917, en Biarritz, en cuyo Cementerio Sabaou está enterrada, junto a sus hijas Conchita, condesa de Santovenia y Josefa, princesa Kostchoubey, y a su yerno el Conde de Santovenia. Antonia Micaela Domínguez y Francisco Serrano tuvieron cinco hijos: Mª de la Concepción, Francisco, Mª Josefa, Ventura y Leopoldo. Para los cinco la duquesa de la Torre planeó buenos casamientos. Mª de la Concepción Serrano y Domínguez, la primogénita, nació en La Habana (Cuba), en 1860, durante el mandato de su padre como gobernador de la isla de Cuba. En 1880, a la edad de veinte años, contrajo matrimonio en París con el rico cubano José M.ª Martínez de Campos, II conde de Santovenia . El hijo de este matrimonio, Carlos Martínez de Campos y Serrano, -capitán general y académico de la Real Academia de la Historia-, fue quien continuó la sucesión del ducado de la Torre y del condado de San Antonio, convirtiéndose en III duque de la Torre y IV conde de San Antonio, al morir sin descendencia su tío Francisco Serrano y Domínguez, hermano de su madre, quien como primer hijo varón de Serrano y Antonia Micaela, fue II duque de la Torre y III conde de San Antonio, título cedido por su madre en 1881. Francisco, también nació en La Habana (Cuba), dos años después de su hermana, en 1862. Fue el hijo predilecto de Antonia Micaela, quien lo educó sobreprotegiéndole y mimándole en exceso. Militar como su padre, su fracasado matrimonio con Mercedes Martínez de Campos, hermana del Conde de Santovenia, causó terribles disgustos que precipitaron la enfermedad y muerte del general Serrano y minó la salud de la duquesa de la Torre. M.ª Josefa Serrano y Domínguez, la tercera hija, nació en Madrid en 1863. En 1883, a los veinte años, se casó en París con el príncipe ruso Vasili Kotschoubey, oficial de la Guardia del Zar. De este matrimonio nació un hijo, Sergio, que siguió la carrera de las armas igual que su padre. Falleció en 1909, a la edad de veinticinco años, en el sanatorio para tuberculosos de Leysin (Suiza). Ventura Serrano y Domínguez, la cuarta hija, nació también en Madrid en 1864. Enferma desde niña, a los dieciocho años se agudizó tanto su enfermedad, que los médicos le prohibieron salir de casa obligándola a guardar reposo absoluto. La duquesa de la Torre, el general Serrano ya había fallecido, queriendo evitar a su hija una depresión nerviosa, buscó distraerla dentro de su propia casa, para lo cual levantó dentro de su palacete de la calle Villanueva, un pequeño teatro, Teatro Ventura, para que en él con un grupo de amigos representara obras de teatro a las que ella era muy aficionada. Entre estos amigos destacaba el joven Fernando Díaz de Mendoza y Aguado, heredero de los marqueses de Fontanar. En seguida, entre Ventura y Fernando surgió una fuerte amistad que terminó en matrimonio, realizado en abril de 1888 en Madrid. De este matrimonio nació un hijo, Fernando, al que Ventura no pudo ver crecer, pues víctima de la enfermedad que padecía desde niña, murió el 23 de abril de 1890 a los veinticuatro años. Leopoldo Serrano y Domínguez, el menor de los hijos, nació en Madrid en 1868. Como su padre y su hermano Francisco fue militar. Ocupó el cargo de gobernador civil de Madrid y además fue senador y diputado. Contrajo matrimonio en 1891 con María Gayangos y Díez de Bulnes, hija de los marqueses de Monte Olivar. Este matrimonio no tuvo hijos. Se conservan dos bellos retratos de la duquesa de la Torre. El primero fue realizado en 1857, en Saint Cloud (Francia), por el pintor Winterhalter, retratista de la emperatriz Eugenia, durante la estancia en París de Antonia Micaela con motivo del nombramiento de su esposo como Embajador de España en Francia por primera vez. Es un precioso retrato al óleo, de medio cuerpo, que la representa ataviada como el personaje de Rosina de la ópera El Barbero de Sevilla de Rossini, disfraz que la duquesa lució en un baile de disfraces en las Tullerías. Desgraciadamente, desde 1931, se desconoce el paradero de este importante retrato. El segundo retrato fue pintado por Antonio Gisbert entre finales de 1870 y principios de 1871, siendo Antonia Micaela la esposa del regente del Reino. Gisbert, en este retrato al óleo de cuerpo entero, supo captar magistralmente la belleza y la elegancia de la duquesa de la Torre. Este cuadro en la actualidad es propiedad del V duque de la Torre, Carlos Martínez de Campos y Carulla . Obras de ~: Choses Vraies, París, Librería de la Nouvelle Revue, 1892. Bibl.: I. Bermejo, La estafeta de Palacio. (Historia del último reinado. Cartas trascendentales al rey Amadeo), Madrid, Imprenta de R. Labajos, 1871; Benalúa, conde de, Memorias, Madrid, 1924; J. Ezquerra del Bayo y L. Pérez Bueno, Mujeres españolas del Siglo XIX, Madrid, Imprenta Julio Cosano, 1924; Lema, marques de, De la Revolución a la Restauración, Madrid, Voluntad, 1927; W. Ramírez de Villa-Urrutia (marqués de Villa-Urrutia), EL General Serrano, Duque de la Torre, Madrid, Espasa Calpe, 1929; C. Benoist, Canovas. La Restauration renovatrice, París, 1930. M. Izquierdo Hernández, Historia Clínica de la Restauración, Madrid, Editorial Plus Ultra, 1946, M. Fernández Almagro, Historia política de la España contemporánea, Madrid, Pegaso, 1956; M. Espadas Burgos, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Madrid, CSIC, 1975; T. Ortúzar Castañer, El General Serrano, Duque de la Torre. El hombre y el político. Madrid, Ministerio de Defensa, Secretaría Técnica, diciembre 2000; J. L. Comellas, F. Martínez Gallego, T. Ortuzar Castañer, Á. Martín Poveda y G. Rueda, Los generales de Isabel II, Madrid, Ediciones 19, febrero 2016; T. Ortuzar Castañer, El General Serrano. Biografía breve, Madrid, Ediciones 19, 2016; La Duquesa de la Torre. Mariscala Serrano. 1832-1917, Barcelona, Editorial Arpegio, 2019; El general Serrano, duque de la Torre. El hombre y el político, Barcelona Arpegio, 2023 (2 vols.). |
Sexenio Democrático. |
Se conoce como Sexenio Democrático o Sexenio Revolucionario al periodo de la historia contemporánea de España transcurrido desde el triunfo de la Revolución de septiembre de 1868 hasta el pronunciamiento de diciembre de 1874, que supuso el inicio de la etapa conocida como Restauración borbónica. El Sexenio suele dividirse en tres (o cuatro) etapas: la primera, la del Gobierno provisional de 1868-1871; la segunda, el reinado de Amadeo I (1871-1873); la tercera, la Primera República Española, proclamada tras la renuncia al trono del rey Amadeo de Saboya en febrero de 1873. A su vez, esta se divide entre el período de la República federal, a la que pone fin el golpe de Pavía de enero de 1874, y la República unitaria —también conocida como la dictadura de Serrano—, que se cierra con el pronunciamiento en diciembre de 1874 en Sagunto del general Arsenio Martínez Campos en favor de la restauración de la Monarquía borbónica en la persona del hijo de Isabel II: Alfonso XII. En la actividad política de estos años se advierte la participación de cuatro bloques políticos: los unionistas, encabezados por el general Serrano; los progresistas, encabezados por el general Prim y, tras su asesinato, por Práxedes Mateo Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla; los demócratas monárquicos llamados «cimbrios», encabezados por Cristino Martos y Nicolás María Rivero; y los republicanos federales, cuyos líderes eran Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar. Además, hay que contar con el Partido Moderado, decantado cada vez más hacia las posiciones de los alfonsinos dirigidos por Antonio Cánovas del Castillo; con los carlistas, que desencadenarán en 1872 la tercera guerra carlista para intentar poner en el trono al pretendiente Carlos VII; así como con los independentistas cubanos, lo que dará lugar tras el Grito de Yara a la guerra de los Diez Años. |
Caricatura de Tomás Padró publicada en La Flaca en 1874 titulada "De Alcolea a Sagunto. Pasando por diversos puntos...". Muestra las diversas etapas que se vivieron en España desde la Revolución de 1868 ("Alcolea") hasta el pronunciamiento de Martínez Campos ("Sagunto"), para volver finalmente al principio: la restauración en diciembre de 1874 de la monarquía de los Borbones destronada en septiembre de 1868. Aparecen de izquierda a derecha: los tres militares que encabezaron la "Revolución Gloriosa" (los generales Prim y Serrano y el almirante Topete, este ondeando la bandera de España con el lema "Viva España con honra"); el regente Serrano; el rey Amadeo I (a sus pies asoman sus cabezas Manuel Ruiz Zorrilla y Cristino Martos); los cuatro presidentes del Poder Ejecutivo de la Primera República Española (Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar); el general Manuel Pavía cuyo golpe de Estado dio paso a la República unitaria de 1874 (aparece la silueta de Sagasta); y finalmente, asomando su cabeza tras el escudo monárquico, el general Martínez Campos. |
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