Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti;
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Patricio de Azcárate Argumento de Critón. |
Sócrates, que en la Apología sólo pudo mantenerse filósofo a condición de divorciarse de la Constitución religiosa de Atenas, se rehace y convierte en este diálogo, por una especie de compensación, en un ciudadano inflexible en la obediencia a las leyes de la república. Someterse a las leyes es una obligación absoluta; es el deber. Tal es el objeto de este diálogo. Los amigos de Sócrates, después de haber ganado al alcaide de la cárcel donde esperaba el día de su muerte, le enviaron uno de ellos, Critón, para que le suplicara encarecidamente que salvara su vida por la fuga. Todas las razones que puede inspirar una ardiente amistad para ahogar los escrúpulos de un alma recta. Critón las hizo valer con la más afectuosa insistencia. Pero la tierna solicitud que resalta en su lenguaje, disfraza, sin atenuarla, la debilidad de los motivos de que se inspira comúnmente, en de circunstancias críticas, la acomodaticia probidad del vulgo. Así lo entendió Sócrates. A los lamentos de Critón, en razón del deshonor y de desesperación que amargaban a sus amigos, la suerte que estaba reservada a sus hijos condenados a la orfandad, él opuso esta inevitable alternativa: ¿la fuga es justa o injusta? Porque es preciso resolverse en todos los casos, no por razones de amistad, de interés, de opinión; sino por razones de justicia. Pero la justicia le prohíbe fugarse, porque sería desobedecer las leyes, acto injusto en sí mismo, ejemplo funesto al buen orden público, ingratitud, [90] en fin, para con estas leyes que han presidido como madres y nodrizas a su nacimiento, a su juventud y a su educación. Existe un compromiso tácito entre el ciudadano y las leyes; éstas, protegiéndole, tienen derecho a su respeto. Nadie ignora este pacto; ninguno puede sustraerse á él; ninguno se libra, violándole, de los remordimientos de su conciencia, cualquiera que sea el rodeo que haya tomado para engañarse a sí mismo. Tal es la inflexible doctrina, por la que Sócrates, destruyendo piedra por piedra el frágil edificio de la moral de Critón, que es la moral del pueblo, prefiere a su salud el cumplimiento riguroso de su deber. ¿Podría ser de otra manera? ¡Qué contradicción resultaría si el mismo hombre que antes, en la plaza pública, a presencia de sus jueces, se había regocijado de su muerte como del mayor bien que podía sucederle, hubiera renegado, fugándose, de ese valor y de esas sublimes esperanzas del día de su proceso! Sócrates, el más sabio de los hombres, se convertiría en un cobarde y mal ciudadano. Critón mismo se vio reducido al silencio por la firme razón de su maestro, quien le despide con estas admirables palabras: «Sigamos el camino que Dios nos ha trazado. Dios es el deber mismo, porque es su origen: realizar su deber es inspirarse en Dios.» {Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate, tomo primero, Madrid 1871, páginas 89-90.} |
El Estatuto Real de 1834. |
El Estatuto Real fue promulgado en España el 10 de abril de 1834 por la regente María Cristina de Borbón a modo de carta otorgada, como la que rigió en Francia la Monarquía de Luis XVIII, por la que se creaban unas nuevas Cortes a medio camino entre las Cortes estamentales y las modernas, ya que estaban integradas por un Estamento de Próceres (o Cámara Alta, a imitación de la Cámara de los Lores británica), cuyos miembros no eran elegidos, sino que eran designados por la Corona entre la nobleza y los poseedores de una gran fortuna; y un Estamento de Procuradores (o Cámara Baja, a imitación también de la Cámara de los Comunes británica), cuyos miembros eran elegidos mediante un sufragio muy restringido que incluía a poco más de 16.000 personas, sobre una población de 12 millones de habitantes. No era una Constitución, entre otras razones, porque no emanaba de la soberanía nacional sino de la soberanía del rey absoluto que autolimitaba sus poderes por propia voluntad, siguiendo el modelo de la monarquía restaurada en Francia después de Napoleón con Luis XVIII. "No había nada parecido a una declaración de derechos y libertades ni apenas otra cosa que no fuera la mera convocatoria de Cortes. La propia terminología empleada (estamentos en vez de cámaras, procuradores en vez de diputados) denotaba una voluntad explícita de situar el régimen del Estatuto lejos de la tradición constitucional del liberalismo español". Contexto histórico Francisco Martínez de la Rosa en un cuadro conservado en el Ateneo de Madrid. A la muerte de Fernando VII en septiembre de 1833, su esposa, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias accedió al trono en calidad de Regente ante la minoría de edad de la futura reina Isabel II. Se encontró enfrentada al hermano del rey fallecido, Carlos María Isidro de Borbón, que no reconoció la derogación de la Ley Sálica, que impedía a las mujeres acceder al trono de España por la Pragmática Sanción de 1789 de Carlos IV y ratificada y promulgada por el propio Fernando VII en marzo de 1830 y que llevaría al enfrentamiento bélico entre los pretendientes a la Corona, conocido como la Primera Guerra Carlista. María Cristina de Borbón confirmó en su puesto al frente del gabinete al absolutista "reformista" Cea Bermúdez para que continuara con la política del despotismo ilustrado y evitar así los cambios políticos profundos que pusieran fin al poder absoluto del rey y al "orden tradicional". Sin embargo, pronto se hizo evidente que con meras reformas administrativas no se iba a poder hacer frente a la amenaza del carlismo (y la de los liberales retornados de exilio), a causa, entre otras razones, del déficit creciente de la Hacienda y el consiguiente aumento de la deuda pública. Así, María Cristina, el 15 de enero de 1834, sustituyó a Cea Bermúdez por el liberal "moderado" Francisco Martínez de la Rosa, quien mantuvo al absolutista "reformista" Javier de Burgos al frente del Ministerio de Fomento. El proyecto del gobierno de Martínez de la Rosa, apoyado por Javier de Burgos, fue iniciar una controlada transición política que, en palabras del también moderado Marqués de Miraflores, consistía en «seguir el camino de las reformas empezadas, pero sin tratar lo más mínimo de variación de las formas de gobierno». De esa forma se pretendía resolver la contradicción existente en el bando "cristino": que una monarquía absoluta buscara el apoyo de los liberales que pretendían transformarla en una monarquía constitucional. La pieza maestra de esa estrategia reformista fue la promulgación del "Estatuto Real" en abril de 1834.
Origen de la norma. El artículo primero, que trae razón de la norma con la que pretende sustanciarse el Estatuto, no hace mención a la Constitución de 1812 sino a la Nueva Recopilación, evitando así pronunciarse sobre la validez de aquella, y efectúa una convocatoria de las Cortes que se constituirán por Próceres de la Nación y Procuradores del Reino. Este es el primero de los equilibrios con los que se pretende contentar tanto a los partidarios del absolutismo como a los liberales. Características. Aprobado por Real Decreto, el Estatuto se convierte en una carta otorgada donde la Corona, fundándose en un poder absoluto, delega funciones en otros órganos del Estado. Por ello el conjunto de poderes (poder legislativo y poder ejecutivo) están en manos del soberano. Desde algunas posiciones se ha querido sustentar la característica de que el Estatuto de 1834 avanzaba un paso al compartir la soberanía nacional entre el Rey y las Cortes, si bien el artículo 24 y el 30 dejan claro que la convocatoria y disolución corresponde al Monarca, no pueden deliberar sobre asunto alguno que el Rey no les haya sometido a juicio (artículo 31) y la aprobación de las leyes siempre requerirá la sanción real sin que deba justificar las razones para no hacerlo (artículo 33). Por otra parte, el sistema de sufragio censitario concede el derecho a voto a unos 16.000 votantes, todos varones, menos del 0,15 por cien de la población, rechazando una de las aspiraciones de los liberales: la extensión del cuerpo electoral. Órganos institucionales. Las Cortes se establecen por un sistema bicameral formadas por los Estamentos de Próceres, como cámara alta, formado por Grandes de España y electos del Rey, de carácter vitalicio, y el de Procuradores (cámara baja), elegidos por un número reducido de poseedores de rentas altas. El Estatuto no contemplaba el sistema electoral y se remitía a leyes posteriores de diverso signo: la primera (de 1834) estableció el sufragio indirecto y censitario y la segunda (de 1836) regula un sistema de elección directa y sufragio censitario y capacitario. Las Cortes estaban a medio camino entre una asamblea consultiva y una legislativa. No tenían capacidad auto-normativa, pues el Reglamento de ambas Cámaras debía ser aprobado por la Reina Gobernadora previo dictamen del Consejo del Reino y del Consejo de Ministros. Además, se preveían constantes interferencias del Rey en el funcionamiento de las Cortes, lo que impedía el principio de autonomía parlamentaria. Al Rey se le concedía un conjunto desorbitado de facultades:
Se configura el poder ejecutivo delegado por el monarca en el presidente del Consejo de Ministros, el Gobierno y los Ministros. Aparece un incipiente proto-sistema de parlamentarismo al necesitar la doble confianza, del Rey y las Cortes, para gobernar y la aparición de la llamada cuestión de confianza. La conveniencia de la norma. El Estatuto Real es considerado por algunos como una norma necesaria en un periodo de convulsión y transición donde se precisaba un acuerdo entre las distintas facciones políticas presentes en España. Pero esas mismas tensiones lo convirtieron en un texto de breve aplicación hasta la llegada de la Constitución de 1837. Cuando en el Palacio de la Granja de San Ildefonso se produce la sublevación de los Sargentos el 13 de agosto de 1836 la norma es derogada y se restaura la Constitución de 1812. |
Real Decreto. Deseando restablecer en su fuerza y vigor las leyes fundamentales de la Monarquía; con el fin de que se lleve a cumplido efecto lo que sabiamente previenen para el caso en que ascienda al Trono un Monarca menor de edad; y ansiosa de labrar sobre un cimiento sólido y permanente la prosperidad y gloria de esta Nación magnánima; he venido en mandar, en nombre de mi excelsa Hija Doña Isabel II, y después de haber oído el dictamen del Consejo de Gobierno y del de Ministros, que se guarde, cumpla y observe, promulgándose con la solemnidad debida el precedente Estatuto Real para la convocación de las Cortes Generales del Reino. Tendréislo entendido, y dispondréis lo necesario a su cumplimiento. -Está rubricado de la Real mano. En Aranjuez, a 10 de abril de 1834.-A D. Francisco Martínez de la Rosa, Presidente del Consejo de Ministros. Estatuto Real para la Convocación de las Cortes Generales del Reino. Título I: De la convocación de las Cortes generales del Reino Art. 1. Con arreglo a lo que previene la ley 5ª., título XV, parte 2ª., y las leyes 1ª. y 2ª., título VII, libro VI, de la Nueva Recopilación, S.M. la Reina Gobernadora, en nombre de su excelsa hija Doña Isabel II, ha resuelto convocar las Cortes generales del Reino. Art. 2. Las Cortes generales se compondrán de los Estamentos: el de Próceres del Reino y el de Procuradores del Reino. Título II: Del Estamento de Próceres del Reino Art. 3. El Estamento de Próceres del Reino se compondrá: 1º. De MM.RR. Arzobispos y reverendos Obispos. 2º. De grandes de España. 3º. De títulos de Castilla. 4º. De un número indeterminado de españoles, elevados en dignidad e ilustres por sus servicios en las varias carreras, y que sean o hayan sido Secretarios del Despacho, Procuradores del Reino, consejeros de Estado, Embajadores o ministros plenipotenciarios, generales de mar o de tierra, o Ministros de los Tribunales Supremos. 5º. De los propietarios territoriales o dueños de fábricas, manufacturas o establecimientos mercantiles que reúnan a su mérito personal y a sus circunstancias relevantes el poseer una renta anual de 60.000 reales y el haber sido anteriormente Procuradores del Reino. 6º. De los que en la enseñanza pública, o cultivando las ciencias o las letras, hayan adquirido gran renombre y celebridad, con tal que disfruten una renta anual de 60.000 reales, ya provenga de bienes propios, ya de sueldo cobrado del Erario. Art. 4. Bastará ser Arzobispo u Obispo electo auxiliar para poder ser elegido en clase de tal y tomar asiento en el Estamento de Próceres del Reino. Art. 5. Todos los Grandes de España son miembros natos del Estamento de Próceres del Reino, y tomarán asiento en él, con tal que reúnan las condiciones siguientes: 1ª. Tener veinticinco años cumplidos. 2ª. Estar en posesión de la grandeza y tenerla por derecho propio. 3ª. Acreditar que disfruten una renta anual de 200.000 reales. 4ª. No tener sujetos los bienes a ningún género de intervención. 5ª. No hallarse procesado criminalmente. 6ª. No ser súbditos de otra potencia. Art. 6. La dignidad de Prócer del Reino es hereditaria en los Grandes de España. Art. 7. El Rey elige y nombra los demás Próceres del Reino, cuya dignidad es vitalicia. Art. 8. Los títulos de Castilla que fueren nombrados Próceres del Reino, deberán justificar que reúnen las condiciones siguiente: 1ª. Ser mayor de veinticinco años. 2ª. Estar en posesión del título de Castilla, y tenerlo por derecho propio. 3ª. Disfrutar una renta anual de 80.000 reales. 4ª. No tener sujetos los bienes a ningún género de intervención. 5ª. No hallarse procesado criminalmente. 6º. No ser súbditos de otra potencia. Art. 9. El número de Próceres del Reino es ilimitado. Art. 10. La dignidad de Prócer del Reino se pierde únicamente por incapacidad legal, en virtud de sentencia por la que se haya impuesto pena infamatoria. Art. 11. El reglamento determinará todo lo concerniente al régimen interior y al modo de deliberar del Estamento de Próceres del Reino. Art. 12. El Rey elegirá de entre los Próceres del Reino, cada vez que se congreguen las Cortes, a los que hayan de ejercer durante aquella reunión los cargos de Presidente y Vicepresidente de dicho Estamento. Título III: Del Estamento de Procuradores del Reino. Art. 13. El Estamento de Procuradores del Reino se compondrá de las personas que se nombren con arreglo a la ley de elecciones. Art. 14. Para ser Procurador del Reino se requiere: 1º. Ser natural de estos Reinos o hijo de padres españoles. 2º. Tener treinta años cumplidos. 3º. Estar en posesión de una renta propia anual de 12.000 reales. 4º. Haber nacido en la provincia que de nombre, o haber residido en ella durante los dos últimos años, o poseer en ella algún predio rústico o urbano, o capital de censo que reditúen la mitad de la renta necesaria para ser Procurador del Reino. En el caso de que un mismo individuo haya sido elegido Procurador a Cortés por más de una provincia, tendrá el derecho de optar entre las que le hubieran nombrado. Art. 15. No podrán ser Procuradores del Reino: 1º. Los que se hallen procesados criminalmente. 2º. Los que hayan sido condenados por un Tribunal a pena infamatoria. 3º. Los que tengan alguna incapacidad física notoria y de naturaleza perpetua. 4º. Los negociantes que estén declarados en quiebra o que hayan suspendidos sus pagos. 5º. Los propietarios que tengan intervenidos sus bienes. 6º. Los deudores a los fondos públicos en calidad de segundos contribuyentes. Art. 16. Los Procuradores del Reino obrarán con sujeción a los poderes que se les hayan expedido al tiempo de su nombramiento, en los términos que prefije la Real convocatoria. Art. 17. La duración de los poderes de los Procuradores del Reino será de tres años, a menos que antes de este plazo haya el Rey disuelto las Cortes. Art. 18. Cuando se proceda a nuevas elecciones, bien sea por haber caducado los poderes, bien porque el Rey haya disuelto las Cortes, los que hayan sido últimamente Procuradores del Reino podrán ser reelegidos, con tal que continúen teniendo las condiciones que para ello requieran las leyes. Título IV: De la Reunión del Estamento de Procuradores del Reino. Art. 19. Los Procuradores del Reino se reunirán en el pueblo designado por la Real convocatoria para celebrarse las Cortes. Art. 20. El Reglamento de las Cortes determinará la forma y reglas que hayan de observarse para la presentación y examen de los poderes. Art. 21. Luego que estén aprobados los poderes de los Procuradores del Reino, procederán a elegir cinco, de entre ellos mismos, para que el Rey designe los dos que han de ejercer los cargos de Presidente y Vicepresidente. Art. 22. El Presidente y Vicepresidente del Estamento de Procuradores del Reino cesarán en sus funciones cuando el Rey suspenda o disuelva las Cortes. Art. 23. El reglamento prefijará todo lo concerniente al régimen interior y al modo de deliberar del Estamento de Procuradores del Reino. Título V: Disposiciones generales. Art. 24. Al Rey toca exclusivamente convocar, suspender y disolver las Cortes. Art. 25. Las Cortes se reunirán, en virtud de Real convocatoria, en el pueblo y en el día que aquélla señalare. Art. 26. El Rey abrirá y cerrará las Cortes, bien en persona, o bien autorizando para ello a los Secretarios del Despacho, por un decreto especial refrendado por el Presidente del Consejo de Ministros. Art. 27. Con arreglo a la ley 5ª., título XV, partida 2ª., se convocarán Cortes generales después de la muerte del Rey, para que jure su sucesor la observancia de las leyes, y reciba de las Cortes el debido juramento de fidelidad y obediencia. Art. 28. Igualmente se convocarán las Cortes generales del Reino, en virtud de la citada ley, cuando el Príncipe o Princesa que haya heredado la Corona sea menor de edad. Art. 29. En el caso expresado en el artículo precedente, los guardadores del Rey niño jurarán en las Cortes velar lealmente en custodia del Príncipe y no violar las leyes del Estado, recibiendo de los Próceres y de los Procuradores del Reino el debido juramento de fidelidad y obediencia. Art. 30. Con arreglo a la ley 2ª., título VII, libro VI, de la Nueva Recopilación se convocarán las Cortes del Reino cuando ocurra algún negocio arduo, cuya gravedad, a juicio del Rey, exija consultarlas. Art. 31. Las Cortes no podrán deliberar sobre ningún asunto que no se haya sometido expresamente a su examen en virtud de un decreto Real. Art. 32. Queda, sin embargo, expedido el derecho que siempre han ejercido las Cortes de elevar peticiones al Rey, haciéndolo del modo y forma que se prefijará en el reglamento. Art. 33. Para la formación de las leyes se requiere la aprobación de uno y otro Estamento y la sanción del Rey. Art. 34. Con arreglo a la ley 1ª., título VII, libro VI, de la Nueva Recopilación, no se exigirán tributos ni contribuciones de ninguna clase sin que a propuesta del Rey los hayan votado las Cortes. Art. 35. Las contribuciones no podrán imponerse, cuando más sino por término de dos años; antes de cuyo plazo deberán votarse de nuevo por las Cortes. Art. 36. Antes de votar las Cortes las contribuciones que hayan de imponerse, se les presentará por los respectivos Secretarios del Despacho una exposición, en que se manifieste el estado que tengan los varios ramos de la Administración pública, debiendo después el Ministro de Hacienda presentar a las Cortes el presupuesto de gastos y de los medios de satisfacerlos. Art. 37. El Rey suspenderá las Cortes en virtud de un decreto refrendado por el Presidente del Consejo de Ministros, y en cuanto se lea aquél, se separarán uno y otro Estamento, sin poder volver a reunirse, ni tomar ninguna deliberación ni acuerdo. Art. 38. En el caso que el Rey suspendiere las Cortes, no volverán éstas a reunirse sino en virtud de una nueva convocatoria. Art. 39. El día que ésta señalare para volver a reunirse las Cortes, concurrirán a ella los mismos Procuradores del Reino, a menos que se haya cumplido el término de los tres años que deben dudar sus poderes. Art. 40. Cuando el Rey disuelva las Cortes, habrá de hacerlo en persona o por medio de un decreto, refrendado por el Presidente del Consejo de Ministros. Art. 41. En uno y otro caso de separarán inmediatamente ambos Estamentos. Art. 42. Anunciada de orden del Rey la disolución de las Cortes, el Estamento de Próceres del Reino no podrá volver a reunirse ni tomar resolución ni acuerdo, hasta que en virtud de nueva convocatoria vuelvan a juntarse las Cortes. Art. 43. Cuando de orden del Rey se disuelvan las Cortes, quedan anulados en el mismo acto los poderes de los Procuradores del Reino. Todo lo que hicieren o determinaren después, es nulo de derecho. Art. 44. Si hubiesen sido disueltas las Cortes, habrán de reunirse otras antes del término de un año. Art. 45. Siempre que se convoquen Cortes, se convocará a un mismo tiempo a uno y otro Estamento. Art. 46. No podrá estar reunido un Estamento sin que lo esté igualmente el otro. Art. 47. Cada Estamento celebrará sus sesiones en recinto separado. Art. 48. Las sesiones de uno y otro Estamento serán publicas, excepto en los casos que señalare el reglamento. Art. 49. Así los Próceres como los Procuradores del Reino, serán inviolables por las opiniones y votos que dieren en desempeño de su encargo. Art. 50. El Reglamento de las Cortes determinará las relaciones de uno y otro Estamento, ya recíprocamente entre sí, ya respecto del Gobierno. Aranjuez, 10 de Abril de 1834. -Francisco Martínez de la Rosa. —Nicolás María Garelly. —Antonio Remón Zarco del Valle. —José Vázquez Figueroa. —José de Imaz. —Javier de Burgos. |
Autores del estatuto real. |
Francisco de Paula Martínez de la Rosa y Berdejo. Biografía. Martínez de la Rosa y Berdejo, Francisco de Paula. Granada, 10.III.1787 – Madrid, 7.II.1862. Político y literato. Sus padres fueron “personas distinguidas, de lo más ilustre y notable de la ciudad”, creciendo en un hogar de “comerciantes y terratenientes”. Inició sus estudios en el afamado colegio privado dirigido por Cristóbal de Urbina, de quien conservaría ulteriormente agradecida y afectuosa memoria, continuándolos, en régimen privado, con la enseñanza de las Humanidades a cargo de José Garci Pérez de Vargas, reputado catedrático de Latín. A continuación, con apenas doce años, se matriculaba en el colegio de San Miguel y en la Facultad de Letras de la Universidad de su ciudad natal, que, en las postrimerías del siglo XVIII, no atravesaba una coyuntura roborante, alicaído su antiguo fulgor y postrados sus claustros y aulas. Ello no obstante, evidenciada una singular capacidad para el estudio de las Matemáticas y Filosofía, a los quince años, después de una etapa de duro trabajo, era ya maestro y licenciado en Artes, granjeándose un sólido y bien acreditado prestigio entre compañeros y profesores. De ahí que antes de obtener el grado de bachiller en Leyes en abril de 1803, regentara a partir de octubre de 1802 una cátedra de Filosofía. Logrado el doctorado en Derecho en abril de 1804, justamente un año más tarde fue designado catedrático propietario de una cátedra de Ética, a edad sorprendentemente temprana aun dentro de las costumbres de la alma máter de la época. Entregado por completo al estudio y al trabajo intelectual en un medio provinciano en el que era difícil conectar con el espíritu de la última fase de la Ilustración, sobrevino la crisis nacional que le catapultaría al principal escenario político e ideológico de la España fernandina. Opuesto desde el primer momento, como toda su familia, al gobierno josefino, se daría a conocer en todo el país por un poema sobre los sitios de Zaragoza, premiado de inmediato por la Junta Central y publicado en 1810 en Inglaterra. Su estancia gaditana en los meses finales de 1809 e iniciales de 1810 le abrió las puertas de la elite que se aprestaba a forjar en la ciudad de Hércules un nuevo sistema de convivencia y articulación social afín a su ideario y moderado carácter. Con la intención de ahondar en el conocimiento de las instituciones político-sociales más admiradas por gran parte de la minoría dirigente “patriótica”, las inglesas, se avecindaría durante un año en Gran Bretaña, dando a la estampa varios artículos en el célebre periódico del exclérigo sevillano Blanco White, El Español, origen en alguna ocasión de posteriores estudios de alto velamen, según confesión propia. Retornado a Cádiz y frente a la imposibilidad de formar parte por razones de edad del primer parlamento español contemporáneo, logró un empleo bien remunerado en la Comisión de Libertad de Imprenta, órgano de capital trascendencia en el momento así como de intenso trabajo. Éste, sin embargo, le permitiría cierto vagar para tejer en su insomne taller literario obras tales como el Bosquejo Histórico de la Guerra de las Comunidad y La Viuda de Padilla, muy a tono con el pensamiento que impulsaba la acción de las primeras generaciones del Nuevo Régimen. En tan decisiva tesitura personal y colectiva situará el Galdós de los Episodios Nacionales su irrupción en la gran Historia del país:
En septiembre de 1813, al celebrarse las elecciones para las Cortes Ordinarias que sustituyeran a las Extraordinarias que redactaran y promulgaran la Constitución de 1812, Martínez de la Rosa trocó el comercio con las musas y la labor burocrática por la participación en las tareas parlamentarias. Intensa y destacada fue, desde luego, la del diputado granadino en los discursos y escritos que establecieron la doctrina y el programa a que habría de avenirse el Rey si deseaba mostrar su fidelidad a la obra doceañista y al sacrificio del pueblo inmolado en la defensa de una Monarquía constitucional, según lo fijado en marzo de 1812. Receloso de los verdaderos propósitos regios y refractario a cualquier extremismo, esta primera experiencia parlamentaria descubriría ya el núcleo esencial de su universo doctrinal y los talentos oratorios puestos al servicio de su despliegue en una Asamblea legislativa. Aprisionado en Madrid el 11 de mayo de 1814 por dicho protagonismo y creencias, padeció severo pero literariamente fecundo destierro en el Peñón de la Gomera por espacio de un sexenio. Traducciones de su querido Horacio, poesías, comedias —La niña en casa y La madre en la máscara—, tragedias —Marayma— y escritos de varia lección testimonian de la sorprendente actividad intelectual del escritor granadino durante un período vertebrador de su personalidad literaria, en el que, sin renuncia traumática del pensamiento ilustrado que ahormara su juventud, recibiría y haría suya la sensibilidad e ideología románticas. Vuelto a la Península a raíz del triunfo del pronunciamiento de Riego, fue elegido en junio de 1820 por sus coterráneos como miembro de la primera legislatura del Trienio. Desde su inauguración su figura destacó como uno de los jefes de fila del sector moderado de las Cortes, afanoso en conciliar tradición y progreso, el aura y ascendiente de la vieja Monarquía con los principios de la soberanía popular y las ansias de libertad, herencia irrenunciable del legado revolucionario para “un espíritu del siglo”. Como en su inicial y fugaz travesía parlamentaria del bienio 1813-1814, también ahora su indiscutida autoridad la aquistó mediante un agotador esfuerzo en las comisiones y plenos del órgano legislativo, con intervenciones tan asiduas como exhaustivas en los asuntos de más variada temática: docente, eclesiástica, castrense, económica, jurídica... No sorprende así que al comenzar las sesiones de la segunda legislatura del Trienio —febrero de 1822— su nombre fuese coreado en diversos ambientes como el más idóneo para impedir, desde la presidencia del Gobierno, el escoramiento del país hacia los extremismos a que semejaban abocarlo unas tendencias maximalistas den creciente e irrefrenable predicamento. Reacio, empero, a asumir tan difícil misión, cedería finalmente a insistentes peticiones y el 28 del citado mes constituía un gabinete, colmado de competencia y sensatez, que no habría de tardar en entrar en colisión con los partidarios del radicalismo desenfrenado y los fanáticos del absolutismo. Pese al bloqueo que los primeros sometieron en el parlamento a su gestión y programa, el gobierno pudo implementar algunas de sus grandes líneas en materia económica y administrativa; aumentando la contribución fiscal cara a una reactivación de las obras públicas, diseñando una reforma a largo plazo del texto la Carta Magna gaditana tendente a reforzar el poder ejecutivo e introduciendo una segunda Cámara, conforme al modelo británico tan querido por el gobernante andaluz; y desarrollando finalmente una enérgica política de salvaguarda del orden público cara a motines, asonadas, partidas y guerrillas, sin olvidar la presencia en una escena internacional configurada en torno a la mayor aplicación que recibieran nunca los postulados de la Santa Alianza. La posición avant la lettre centrista del gabinete, calificada de yerma y claudicante por sus polarizados y contrapuestos adversarios, saltó por los aires el 7 de julio de 1822, con motivo de la sublevación de los regimientos de la Guardia Real, alentados subrepticia y alevosamente por el mismo Monarca. La digna postura adoptada por todos los integrantes de aquél —objeto de un auténtico secuestro en las estancias palatinas por los propios servidores del Rey— le impelió a su resuelta dimisión —5 de agosto de 1822—, frustrado el pronunciamiento, a pesar de la voluntad en contrario del Soberano, medroso frente a un recambio radical, como así sucediera. Exiliado en la primavera de 1823, la indeficiente protección francesa propició su arraigo en la capital del Exágono, después de un prolongado y deslumbrador viaje por Italia y con varias escapadas a Suiza y la baja Alemania. Nuevamente, el paisaje del destierro estimuló su vena creadora. En plenitud de todos sus dones de artista y pensador, tanto la crítica doctrinal y el ensayo como la poesía, el teatro y la narración recibieron un cultivo intensivo de la pluma infatigable del autor de El Espíritu del siglo. Considerado acertadamente por Carlos Seco Serrano tan voluminoso y desconocido tratado ideológico-filosófico como una de las grandes obras del pensamiento español contemporáneo, comparable por su robustez arquitectónica, fuerza mental y vigor conclusivo con los de mayor gálibo del ochocientos, en sus densas páginas se halla toda una teoría del régimen y la sociedad liberales desde las perspectivas del juste milieu, consagradas en la literatura de los doctrinarios franceses, muy próximos a sus gustos y sensibilidad. Los celos infundados o el marido en la chimenea, La boda y el duelo, Edipo, Abén Humeya o La conjuración de Venecia hablan igualmente con alta voz del laborar afanoso que en todos los terrenos literarios llevara a cabo con pulsión y estro de permanente y poderosa secuencia el ilustre exiliado, al paso que sorbía por todos los poros de su ánimo el trepidante movimiento desplegado por el romanticismo de mayor influencia en las letras europeas. Templado su espíritu por la dura y doble prueba de la adversidad de la expatriación, cristalizado ya definitivamente su orbe político e ideológico, a la husma incesable de encontrar la solución definitiva del problema en que se debatían los hombres de su misma prosapia y linaje: ¿cómo conciliar el orden con la libertad?, el reclamo de la tierra natal le haría aprovechar la primera oportunidad para el regreso. Éste tuvo lugar en los postreros días de 1831. Establecido en su ciudad natal a poco de haber conocido ésta los dramáticos sucesos del proceso y ejecución de Mariana Pineda, su actividad quedaría reducida al ámbito familiar, produciéndole el reencuentro con la atmósfera y sociedad granadinas una honda remoción de su mundo afectivo y poético, empujándolo a nuevas empresas literarias. Reencontrado con Madrid en mayo de 1833, cuando la capital ardía en las fiestas que preparaban la jura de la princesa Isabel como futura reina de España, de acuerdo con la Pragmática Sanción de 30 de marzo de 1830, atisbó con precisión la agonía del reinado fernandino, aprestándose a una nueva andadura en su carrera política, torpedeada por antiguos correligionarios y sedicentes amigos, afanados en su orillamiento. Apenas un semestre más tarde, el 15 de enero de 1834 el prohombre granadino volvía a ocupar la presidencia del Consejo de Ministros, desempeñándola por espacio de año y medio en un país envuelto ya en la primera de sus cruentas guerras civiles contemporáneas. De forma, pues, que, en una personalidad de su temperamento y mentalidad, el anhelo angustioso de paz mediante la instauración de un sistema político de convivencia que primase la conciliación y el consenso se convertiría en la piedra angular de su afán gobernante. Tan honda aspiración se plasmó, según es bien sabido, en el Estatuto Real de mediados de abril del primer año de su mandato ministerial. Sin duda basado en más de un aspecto en el régimen de la Carta vigente en la Francia de la Restauración borbónica y muy estudiado y conocido por él, el texto mencionado, sin embargo, no responderá a sus mismas premisas ni albergará iguales intenciones, inspirándose en su contexto general en la filosofía política inglesa, conforme al pensamiento acariciado por el prócer granadino desde su estadía juvenil en el Reino Unido. La Cámara de Procuradores hará así los oficios del Congreso de los Diputados elegidos por rigurosa y de los Próceres, constituida por los Grandes y dignidades del reino, ejercerá en la práctica de Cámara Alta, con arreglo a una idea axial del universo doctrinal del autor de “El espíritu del siglo”. Éste se verá, en su deseo último, encarnado en el Estatuto en franca e inteligente alianza con la tradición viva del país, recogiendo así igualmente los ecos del más ilustre miembro de la familia política y doctrinal en cuyo surco se alinea el prohombre andaluz: Jovellanos. “La gran diferencia con la carta francesa —escribirá L. Díez del Corral— es que la Corona no concede en España como en el caso de Francia [...] la constitución de un organismo político nuevo que ponga en ejercicio determinadas facultades concedidas. A diferencia de las Cámaras francesa, las Cortes españolas no tienen su origen en el Rey; éste las encuentra formadas por el curso de la historia y no hace, al convocarlas, sino reconocer un poder ya existente, sólo que en suspenso por el uso, y al reorganizarlas se limita a adaptar a las circunstancias cambiantes algo cuya esencia permanece” (L. Díez del Corral, 1945: 514). En el frecuente maridaje de literatura y política característico de la era romántica, el Estatuto se promulgaría al tiempo en que se estrenaba con gran aplauso en Madrid La Conjuración de Venecia, uniendo por un instante su autor la gloria literaria con la política. La cúspide de ésta vendría dada en el mismo mes de abril con la firma —el día 22— en Londres de la Cuádruple Alianza, que significaba en buena parte el fin del aislacionismo hispano tras la guerra de la Independencia y el consiguiente incardinamiento de la España isabelina en el núcleo duro del liberalismo europeo, permitiendo de inmediato conjurar el peligro que para el consolidamiento de la regencia de María Cristina representaba la presencia en Portugal del pretendiente Carlos, expulsado del vecino país tras la exitosa expedición comandada por Rodil en aquella misma primavera de 1834. Con todo, este estado de gracia del gabinete del político granadino habría de pasar pronto. Los sucesivos fracasos en el frente militar por terminar con el conflicto fratricida, su impericia y desmaña en lograr un acuerdo de mínimos con una Santa Sede maniatada por el reducto granítico de la santa Alianza —los Imperios ruso y austríaco-, y la crecida de la embestida anticlerical animada por las logias y los círculos maximalistas de un progresismo para el que nunca el gobernante andaluz fuera criatura grata, condujeron finalmente a su abandono del poder, en el que también representaría un destacado papel su negativa a enfeudarse en el terreno bélico al eje París-Londres. En medio de una violencia que había alcanzado su pleamar con las execrables matanzas de frailes de Madrid y la que, con grave peligro de su propia vida, enrostró gallardamente “Rosita, la pastelera” —inicuo remoquete puesto por los periodistas y la plebe enemiga de su centrismo, aludiendo a una supuesto y falsa delicuescencia personal e ideológica—, el segundo primer ministro de la reina gobernadora María Cristina presentó a ésta su dimisión irrevocable —7 de junio de 1835—. El más independiente de sus colaboradores en el gabinete y acaso también el más esperanzado e identificado con su proyecto, el general marqués de las Amarillas, escribiría, con caracteres un punto tahitianos, quizá el más desinteresado y cabal juicio de su actuación y personalidad: “Jamás ocupó la silla del primer Ministerio español hombre de más pura intención, de más ilustrado y cuerdo amor a la libertad, de mayores talentos, de más afables maneras; hasta sus enemigos le oían con gusto cuando desde los escaños ministeriales dejaba correr el torrente de su elocuencia, florido sí, pero lleno de ciencia, de erudición y de cordura. Convengo en que como hombre de estado, habrá podido incurrir en algunas faltas, que hará juzgado demasiado a los demás por sí propio, y que una nacionalidad llevada al exceso le habrá llevado a desdeñar el único medio de salvación posible en el tiempo en que gobernó; pero ¿cuál es el político que puesto en iguales circunstancias, ocupando su propia silla, hubiera errado menos, y dado más resultado? Fácil es de regir un Estado desde el fondo de un despacho, o desde la mesa de un café, pero regirlo en el hecho y regirlo en la revolución es obra más que difícil, es imposible. Don Francisco Martínez de la Rosa contuvo el torrente revolucionario más tiempo del que podía esperarse y cuando dejó de oponerle su probidad, su amor al bien, su integridad, sus virtudes todas, pronto rompió los diques que le quedaron y, trastornándolos con violencia, se despeñó por todas partes. No será necesario recurrir a la imparcial posteridad para que se haga de este benemérito ciudadano el aprecio que se merece; la revolución lo ha reprobado, pero el genio de la verdadera libertad lo eleva sobre sus conciudadanos y le ofrece el aprecio y el respeto de los hombres de bien. Si Martínez de la Rosa no es como político un grande hombre, es bajo todos los aspectos un hombre poco común, y como orador, como literato, como patriota, como hombre de bien, honra al país que le vio nacer” (P. A. Girón, marqués de las Amarilla, 1978-1981, III: 107-108). Vocación, responsabilidad y una indudable querencia por permanecer en el centro de las decisiones determinaron la continuidad de la acción pública del prohombre granadino en el primer plano de los acontecimientos políticos. Figura capital en la conformación del partido moderado ejerció el liderazgo sobre algunas de sus esferas, erigiéndose en uno de sus principales oráculos en la tribuna parlamentaria y en la prensa y sirviendo de modelo y guía para la porción juvenil quizá más ilustrada del partido. La regencia esparterista le obligó a su segundo exilio, transcurrido esta vez íntegramente en París, dedicado casi con exclusividad a tareas intelectuales —avance decisivo de la obra encetada tiempo atrás El espíritu del siglo—. No por ello, claro es, dejó de observar con atención el curso de la monarquía Luis Felipe y de su admirado Guizot, en cuyo sistema veía encarnado su desideratum político. Y justamente en diciembre de 1843, después de su retorno a España en septiembre del mismo año, sería nombrado embajador ante la monarquía orleanista, con suma complacencia de las personalidades susomentadas. Comenzaba a echar ya algún fruto su labor cuando en septiembre de 1844 su coterráneo Narváez le reclamaba para rectorar la más importante cartera en la primera remodelación de su primer gobierno. Pero más que como ministro de Estado, actuó como el miembro del gabinete más comprometido en la redacción de la Carta Magna de 1845, uno de los textos constitucionales de mayor trascendencia en la historia española contemporánea, conforme es harto sabido. Acaso no fue ésta la mejor hora de su larga trayectoria política, debido a la impaciencia banderiza que aboliría una constitución como la muy notable de 1837 en pleno rodaje y llena aún de virtualidades. No obstante la censurable actitud del moderantismo —con Martínez de la Rosa a la cabeza, desde luego—, el texto del 45 satisfizo gran número de los anhelos doctrinarios del político andaluz, sin decantarse por ello hacia un reaccionarismo estéril y antiliberal. Durante esta etapa, su gestión más profesional y atenida al contexto de su cartera estribó en la tentativa de reanudar las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, rotas desde los comienzos de la guerra civil. Aprovechándose de su conocimiento del secretario de Estado, cardenal Lambruschini, antiguo nuncio en Francia, dio instrucciones al sevillano Castillo y Ayensa para la firma de un Concordato que sustituyera al de 1753, rechazando finalmente el texto acordado por el plenipotenciario español, por no responder a las directrices que le dictara su superior desde Madrid. Terminada la etapa inicial del narvaízmo en el poder en febrero de 1846 después de haber echado todas las bases del período denominado “década moderada”, otra vez se produjo su vuelta a París como representante de Isabel II ante la monarquía burguesa de Luis Felipe, embajada mantenida hasta diciembre del mismo año, llena toda ella por la enmarañada y delicada cuestión de los “matrimonios reales”, en cuya tramitación alcanzó el granadino el virtuosismo en el arte de la diplomacia, evitando el desaire y enojo del Monarca francés ante sus frustradas expectativas de casar a la Reina con su hijo Antonio. Designado en noviembre de 1847 agente de Preces en Roma no llegaría a la Urbe sino en julio de 1848, cuando la fase “liberal” del flamante pontificado del joven Papa Mastai se encontraba en su fastigio, tramutado casi sin solución de continuidad en el no menos famoso tournant de Pío IX tras el asesinato de su primer ministro, el conde Peregrino Rossi, en noviembre del mismo año. Como en la más inflamada de sus narraciones o reconstrucciones históricas parto de su incesable pluma, el diplomático español vivió junto al Papa la más novelesca aventura en su huida de la Ciudad Eterna y en las múltiples peripecias que desembocarían en su regreso triunfal a Roma en abril de 1850, siendo en todos estos sucesos Martínez de la Rosa un verdadero deus ex machina. Retornado a España a finales de 1850 aún tuvo tiempo de participar de modo sobresaliente en la crisis que provocó la caída del tercer gabinete Narváez, a consecuencia de un célebre discurso parlamentario de Donoso, contestado por Martínez de la Rosa en su calidad de presidente de la Comisión de Presupuestos del Congreso enero de 1851. Desde esta fecha hasta su última experiencia ministerial en 1857, ocupó por elección a menudo masiva la presidencia de la Cámara Baja, con la lógica excepción de las Cortes Constituyentes del bienio progresista. Ministro de Estado y Ultramar en el gabinete dirigido por el marino sevillano Francisco Armero —del 26 de octubre de 1857 al 14 de enero de 1858—, su actividad se limitó a restablecer un clima de buen entendimiento con Roma y a inspirar su presidente un vasto plan reformador que no halló oportunidad de materializarse. A finales de noviembre de 1857, tuvo lugar el nacimiento de su hija natural Francisca Petra Martínez de la Rosa Gaye, reconocida como tal. Reincorporado a la vicepresidencia del Consejo de Estado, cargo que ostentara durante varios decenios, el período de la Unión Liberal lo recuperaría para la presidencia del Congreso de los Diputados en las varias legislaturas del odonellismo, en cuya última le alcanzaría la muerte. Miembro de las Reales Academias Española y de la Historia, poseyó el Toisón de Oro, varias condecoraciones pontificias y francesas y casi todas las nacionales. Obras de ~: Los zelos infundados, o el marido en la chimenea: comedia original en dos actos, Madrid, Imprenta de Repullés, 1803; Carta al buen patriota disimulado en Sevilla, gramática por excelencia, Cádiz. Imprenta del Estado Mayor General, 1811; “La revolución actual de España”, en El Español, 7-8 (1813); Lo que puede un empleo: comedia en dos actos en prosa, Madrid, Imprenta que fue de García, 1814; La revolución actual de España, Madrid, Imprenta que fue de García, 1814; La viuda de Padilla: tragedia en cinco actos, Valencia, Imprenta de Domingo y Mompié, 1820; Memoría leída a las Cortes en la sesión pública de 3 de marzo de 1822 por el Sr. Secretario del Despacho de Estado, impresa de orden de los mismos, Madrid, Imprenta Nacional, 1822; Edipo: tragedia original en cinco actos, Barcelona, Juan Francisco Piferrer, 1829; Traducción de la epístola de Horacio a los Pisones sobre el Arte Poético, París, Julio Didot, 1829; Efectos del mal ejemplo y la madre descuidada, Barcelona, Imprenta Juan Francisco Piferrer, 1830; Morayma. Tragedia original en cinco actos, Barcelona, Juan Francisco Piferrer, 1830; Zaragoza: poema, Londres, R. y J. E. Taylor, 1843; Hernán Pérez del Pulgar, Madrid, García Enciso, 1955; Obras Completas de Martínez de la Rosa, intr. de C. Seco Serrano, Madrid, Atlas, 1962, 8 ts.; Obras dramáticas, Madrid, Espasa Calpe, 1964; La conjuración de Venecia, Barcelona, Orbis, 1984. Bibl.: J. de Burgos, Anales del reinado de Isabel II, Madrid, Imprenta Mellado, 1850-1851, 6 vols.; J. Sarrailh, Martínez de la Rosa: Un homme d’Etat espagnol (1787-1862), Paris, 1930; L. de Sosa, Martínez de la Rosa, Madrid, Espasa Calpe, 1930; L. Díez del Corral, El liberalismo doctrinario, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1945; B. Pérez Galdós, Obras Completas. Episodios Nacionales. Cádiz, El liberalismo doctrinario, ed. de F. C. Sáinz de Robles, Madrid, Aguilar, 1950; J. L. Comellas, El Trienio Constitucional, Pamplona, Eunsa, 1963; J. Tomas de Villarroya, El sistema político del Estatuto Real (1834-1836), Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1968; P. Ojeda Escudero, El justo medio: Neoclasicismo y Romanticismo en la obra dramática de Martínez de la Rosa, Burgos, Universidad, 1978; P. A. Girón, marqués de las Amarillas, Recuerdos (1778-1837), intr. de F. Suárez, ed. y notas de A. M.ª Berazaluce, Pamplona, Eunsa, 1978-1981, 3 vols.; J. Tomás de Villarroya, Breve historia del constitucionalismo español, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1985; J. M. Cuenca Toribio, Parlamentarismo y antiparlamentarismo en España, Madrid, Congreso de los Diputados, 1995; A. Nieto García, Los primeros pasos del Estado constitucional: historia administrativa de la Regencia de María Cristina de Borbón, Barcelona, Editorial Ariel, 1996; P. Ojeda Escudero, El justo medio: Neoclasicismo en la obra dramática de Martínez de la Rosa, Burgos, Universidad, 1997; J. L. Comellas, Isabel II. Una reina y un reinado, Barcelona, Editorial Ariel, 1999; J. Gay Armenteros, Javier de Burgos, Granada, Servicio de Publicaciones de la Universidad, 1999; C. S eco Serrano, Historia del conservadurismo español. Una línea política integradora en el siglo xix, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 2000; G. Rueda Hernanz, Isabel II, Madrid, Arlanza Ediciones, 2001; J. M. Cuenca Toribio, Ocho claves de la historia española contemporánea, Madrid, Ediciones Encuentro, 2003; B. Pellistrandi, Un discours national? La Real Academia de la Historia entre science et politique (1847-1897), Madrid, Casa de Velázquez, 2004, págs. 402-403; P. P érez de la Blanca Sales, Martínez de la Rosa y sus tiempos, Barcelona, Editorial Ariel, 2005. |
Órdenes. Reino de España Caballero de la Orden del Toisón de Oro. Caballero gran cruz de la Orden de Carlos III. Extranjeras Caballero de la Suprema Orden de Cristo. (Reino de Portugal) Caballero gran cruz de la Orden de la Legión de Honor.(Reino de Francia) Caballero gran cruz de la Orden del Redentor. (Reino de Grecia) Caballero gran cruz de la Orden de la Cruz del Sur. (Imperio del Brasil) Caballero gran cruz de la Orden del León Neerlandés. (Reino de los Países Bajos) Caballero gran cruz de la Orden de Pio IX. (Estados Pontificios) Caballero de la Orden de San Jenaro. (Reino de las Dos Sicilias) Caballero de la Orden de San Fernando del Mérito. (Reino de las Dos Sicilias) Caballero gran cruz de la Orden de los Santos Mauricio y Lázaro. (Reino de Cerdeña) Caballero de la Orden de la Gloria. (Imperio Otomano) Obras. Dramas La viuda de Padilla (1812, Cádiz) Lo que puede un empleo (1812, Cádiz) Comedia satírica. La niña en casa y la madre en la máscara (1815) Los celos infundados o el marido en la chimenea (1824) Morayma (1815) Tragedia. (1.ª ed. París, Didot, 1829) Edipo (1829) La conjuración de Venecia (1830) Aben Humeya o la rebelión de los moriscos (1836) La boda y el duelo (1839) El español en Venecia o La cabeza encantada, comedia. Amor de padre, drama histórico. (1849) Novelas históricas Hernán Pérez del Pulgar, el de las hazañas. Bosquejo histórico. (Madrid, Imprenta de Jordán, 1834). Doña Isabel de Solís, reyna de Granada. (1837) Lírica Zaragoza: poema, Londres 1811. Poesías. Madrid, 1833 Poética, Tortosa 1843 Ensayos Espíritu del siglo. (1835, 1836, 1838) Bosquejo histórico de la política de España en tiempos de la dinastía austriaca. Madrid 1856 La moralidad como norma de las acciones humanas. Madrid, 1856 Educación Libro de los niños, primera edición 1839. |
Nicolás María Garelly Battifora.
Biografía Garelly Battifora, Nicolás María. Valencia, 9.IX.1777 – Madrid, 12.II.1850. Catedrático de Derecho, jurista, político liberal moderado y secretario de Gracia y Justicia, presidente del Tribunal Supremo. Hijo de Carlos Francisco Garelly, nacido en Génova, y de María Francisca Battifora, también de padre genovés, tuvo siete hermanos. Perteneciente a una familia numerosa acomodada y con grandes dotes para los estudios, obtuvo a los quince años el grado de bachiller en Filosofía y en 1796 el de Leyes. En 1802 ya era doctor en Cánones y Leyes en la clase de “candidato”, creada en la Universidad de Valencia exclusivamente para quienes aspiraban a obtener una cátedra, tras la realización de exigentes ejercicios, que superó con algunas complicaciones. También se recibió de abogado en Valencia ese mismo año. En 1804, sus méritos eran conocidos en la Corte, por lo que fue agregado, por Real Orden, a la comisión presidida por Juan de la Reguera Valdelomar para preparar la Novísima Recopilación de las Leyes de España. En dicha comisión realizó trabajos meramente formales de corrección. Sin embargo, en aquellos momentos ya era partidario de la codificación, por lo que criticó abiertamente el plan de esta obra, a la que calificó de “monumento histórico”, aunque ya muy desfasado en aquellos años. Regresó a Valencia en 1806 para presentarse a los ejercicios que le permitieron ganar la cátedra perpetua de Leyes, con “honor de pavordía”, que hasta su fallecimiento había desempeñado Juan Sala. El privilegio de pavorde era característico de la Universidad valenciana. Lo disfrutaban algunos catedráticos de Teología, Cánones o Derecho Civil y consistía en tener asiento en el coro, tras los canónigos, quedando autorizados al uso de hábitos canonicales. A dicha cátedra concurrió con la recomendación del propio Monarca, trasladada por el secretario de Gracia y Justicia, José Caballero, como recompensa por sus trabajos en la elaboración de la Novísima Recopilación. En 1807 regresó a la Corte para continuar con los trabajos de la comisión recopiladora, de la que llegó a ser “prosecreatrio” con Reguera en febrero de 1808. En aquellos días se ocupó de la elaboración de índices —que él afirmaba haberlos trabajado “de mi sola mano”—, así como los suplementos histórico-legales de dicha recopilación, momento en el que le sorprendió la ocupación francesa. El hecho de que no regresara a Valencia inmediatamente fue mal visto en la Universidad, que además financiaba la comisión, e incluso hizo recelar a algunos compañeros de claustro de su conversión al partido afrancesado. Él se rebeló por escrito contra aquella acusación: “Esto es el colmo de la calumnia [...] en la tiranía de Godoy, ni en la francesa manché mis pies, mis manos, mi lengua, ni mi pluma”. En abril de 1809, Garelly no había regresado aún a Valencia y continuaban las diligencias del expediente que se le había abierto por la Universidad. Dicho expediente pasó al Claustro con dictamen de los pavordes en su contra, pero no llegó a concluirse pues, al poco tiempo, Garelly regresó al ejercicio de la cátedra. Durante la Guerra de la Independencia su vida no fue nada fácil. Estuvo vinculado a la Junta de Valencia. Sin embargo, protagonizó algunos enfrentamientos en dicha Junta con su superior, el general Bessencourt, por los que fue encarcelado con otros compañeros, primero en la prisión del castillo de Peñíscola y luego en la del castillo de Bellver. Posteriormente fue puesto en libertad por orden de las Cortes de Cádiz, pero al poco de su regreso, a finales de 1811, Valencia fue ocupada por los franceses, por lo que el mariscal Suchet, tras fracasar en su intento de atraerle para el partido afrancesado, lo volvió a encarcelar en Peñíscola, prisión que esta vez durará hasta la retirada de los franceses. Por otra parte, al suprimirse la Inquisición, por Decreto de 22 de febrero de 1813, Garelly promovió una felicitación pública del claustro de profesores de la Universidad a las Cortes de Cádiz. Felicitación que inmediatamente se publicó con el título Exposición de la universidad de Valencia, dando gracias al soberano congreso por haber abolido la Inquisición (Cádiz y Valencia, 1813). Al restaurarse el absolutismo, dicha felicitación le trajo algunos contratiempos, pues abierto un expediente a la Universidad por los hechos, Garelly no sólo no renegó de la misma, junto con otros cinco claustrales —frente a ocho favorables—, sino que en un voto particular aceptó la responsabilidad de su redacción, aunque no la de su impresión ni difusión. Entretanto, fue autorizado por las Cortes de Cádiz para introducir en la Universidad de Valencia la enseñanza de la Constitución, de acuerdo con su artículo 368. Tales enseñanzas fueron abiertas al público, pues propugnaba una Constitución para todos y no sólo para los juristas. Estas lecciones únicamente las pudo impartir en 1813 y continuaron hasta el día anterior a conocerse en Valencia el Real Decreto de 4 de mayo de 1814, que derogaba toda la legislación de las Cortes. Años más tarde, reinició sus enseñanzas al comienzo del Trienio Liberal, pero por poco tiempo, pues fue elegido diputado por Valencia en las Cortes abiertas en Madrid el 9 de julio de 1820. Como parlamentario trabajó en la reforma del clero regular, oponiéndose a la supresión de los monasterios y apoyando la obra de los padres escolapios, de quienes había recibido la primera instrucción. De esta forma consiguió, con otros diputados, que bajo la calificación de “santuarios célebres”, se preservaran algunos monasterios —entre otros, El Escorial—, pues en lo que respecta a las cuestiones eclesiásticas siempre consideró que había mucho que reformar en la Iglesia, pero mucho más que respetar y conservar. También tuvo una actitud moderada en la discusión sobre las sociedades patrióticas. Sin embrago, perteneció a la sociedad secreta francmasónica El Anillo de Oro, conocida como los Amigos de la Constitución o Sociedad Constitucional. Dicha sociedad, de corte moderado, había sido organizada en 1821 por Francisco Martínez de la Rosa y José María Queipo de Llano, conde de Toreno, y a ella también perteneció Francisco Javier de Burgos. Sin embargo, su actuación más destacada de aquella legislatura liberal fue la participación en la comisión de siete diputados (con Cano Manuel, Silves, Cuesta, San Miguel, Hinojosa y Navarro), creada el 22 de agosto de 1820, para elaborar un código civil en aplicación del mandato igualitario del artículo 258 de la Constitución de 1812, relativo a que los mismos códigos debían regir en toda la Monarquía. Dicha comisión llegó a elaborar un proyecto amplio y ambicioso de código, del que se llegó a concluir el título preliminar y los dos primeros libros, en cuatrocientos setenta y seis artículos. Proyecto no exento de originalidad, aunque de lógica influencia francesa, presentado por el propio Garelly a las Cortes el 19 de junio de 1821, lo que prueba que fue la cabeza de aquella comisión. Se trata de un proyecto singular con una amplísima delimitación del Derecho Civil, que aspiraba a integrar en el mismo incluso la regulación de cuestiones de Derecho Público, que desarrollaban la propia Constitución, tales como derechos y obligaciones de los españoles en general, o materias administrativas, internacionales y procedimentales. Sin embargo, la labor de Garelly en aquellas Cortes no se redujo a este proyecto de Código Civil de 1821, pues intervino también en otros importantes proyectos legislativos. Integrado en los círculos de poder madrileños, el 27 de febrero de 1822 fue nombrado por Martínez de la Rosa secretario de Gracia y Justicia. En el ejercicio de dicho ministerio continuó su oposición al proyecto de ley sobre señoríos, ya incorporados por el Decreto de 1811, que pretendía ampliar los derechos nacionales sobre los mismos, y tramitó la promulgación del primer Código español, el Penal, de 9 de julio de 1822. En lo que se refiere a las relaciones con la Iglesia, comenzó a propugnar la celebración de un nuevo concordato con la Santa Sede, que permitiera resolver las grandes diferencias abiertas con el Gobierno liberal español embarcado en aquel proceso revolucionario. Por unos pocos días —del 11 al 23 de julio— presidió el Gabinete interino que se formó tras la dimisión de Martínez de la Rosa, motivada por el fracaso del motín de la Guardia Real y los sucesos del 7 de julio. Dicho Gobierno fue sustituido por otro presidido por el general Evaristo San Miguel. De aquel momento data una descripción de Garelly recogida por Gregorio González Azaola, en las Condiciones y semblanzas de los diputados a Cortes para la legislatura de 1820 y 1821, que proporciona una descripción suya, de la que, ciertamente, no sale muy bien parado, aunque, sin duda, tampoco ayudaba que estuviera escrita por un adversario político: “Ve mucho y de bien lejos, pero de cerca usa anteojos de oro. Tiene vasta y muy buena lectura, erudición, talento, sutileza, memoria, pero carece de locución y desprecia las formas oratorias, y a fe que lo yerra. Habla difuso y se explica confuso; pero esto es a veces por conveniencia o por temor a errar, más bien que por encontrar dificultad u oscuridad para poner en claro la controversia. Nada bien y nada entre dos aguas, y el que nada así nunca o rara vez se ahoga. Tiene aire y apellido como italiano aclimatado en España, y con la pintita de valenciano ha salido finito, rubito, modosito y bajito”. En efecto, parece que su carácter “arrebatado en sus mocedades y aún algo alborotador” que le atribuye Alcalá Galiano en sus Memorias, dio paso a una acusada moderación contemporizadora. De ahí que las conocidas coplas que acusaban a Martínez de la Rosa de “pastelero” continuaban calificando a Garelly de “charlatán”: “Rosita es un pastelero / Garelly un chacharón”. En cualquier caso, también son muchos quienes, como Javier de Burgos, lo estimaban como hombre excepcionalmente preparado como jurista, honrado, religioso y severo en sus costumbres. Tuvo dificultades con el nuevo Gobierno de San Miguel, que depuraba responsabilidades por aquellos sucesos, y después del golpe que trajo la restauración del absolutismo en 1823, se refugió durante un año en Daimiel. Posteriormente regresó a Valencia, donde falleció su esposa, María de la Asunción Ten de Arista. Durante su anterior período como ministro debió de ganarse la confianza de Fernando VII, como lo demuestra el hecho de que le nombrara en su testamento vocal suplente del Consejo de Gobierno para la menor edad de su hija Isabel II, convirtiéndose en vocal propietario el 24 de noviembre de 1834, por defunción del titular José María Puig, y como tal también en consejero de Estado, según Decreto de 28 de febrero de dicho año Tras la muerte de Fernando VII en 1833, de nuevo ocupará la Secretaría de Gracia y Justicia en el Gabinete presidido por su gran amigo Martínez de la Rosa, el 15 de enero de 1834, en sustitución de Álvaro Gómez Becerra. Durante su mandato se elaboró el Estatuto Real, carta constitucional sancionada el 10 de abril de 1834, a imitación de la Charte francesa de 1814. Se trata de una norma constitucional otorgada por el Gobierno que, entre otras cosas, estableció un sistema bicameral y presidencia del Consejo de Ministros independiente de la Secretaría de Estado. También disfrutó de la confianza de la Reina Regente, pues entre el 19 de julio y el 15 de diciembre de 1834 fue el único ministro residente en los reales sitios de la Granja, Riofrío y El Pardo, durante la epidemia del cólera asiático que obligó al traslado de la Corte. La actividad de Garelly como ministro de Gracia y Justicia en este período de pocos meses fue excepcionalmente productiva. Creó una junta de arreglo del clero, moderó la amplitud de la jurisdicción militar, creó comisiones encargadas de redactar el Código Civil y el de Procedimiento Judicial, ordenó revisar el Código de Comercio de 1829, de Sainz de Andino, para adaptarlo al proyecto de Código Civil, así como otra comisión para la reforma del Código Penal de 1822. También, durante su mandato, se firmó el Decreto de 15 de julio de 1834, por el que la Inquisición quedaba definitivamente abolida, e igualmente aparece, junto con Javier de Burgos, como impulsor de la reforma de los Consejos, órganos administrativos con suprema jurisdicción, que venían funcionando a lo largo de todo el Antiguo Régimen y resultaban, por ello, incompatibles con el principio constitucional de la división de poderes. Así, por varios decretos, fechados todos el 24 de marzo —pocos días antes de sancionarse el Estatuto Real—, se extinguieron los Consejos de Castilla e Indias, con sus respectivas Cámaras, y crearon el Tribunal Supremo de España e Indias. Suprimieron también los Consejos de Guerra y Hacienda, y establecieron el Tribunal Supremo de Guerra y Marina y de Extranjería, y el Tribunal Supremo de Hacienda. Además, con estos decretos se reformó el Consejo de Órdenes y se creó el Consejo Real de España e Indias, como órgano asesor del poder ejecutivo. Sin embargo, su mayor obra fue la reforma de la planta territorial de la Administración de justicia, de tal forma que puede considerársele como uno de los fundadores de la moderna organización judicial española. Por otra parte, además de la creación del Tribunal Supremo de España e Indias, también realizó una nueva distribución judicial del territorio nacional en audiencias y juzgados, por Decreto aprobado el 26 de enero de 1834, a los pocos días de su llegada al ministerio. Reforma que se adaptaba a la nueva distribución del territorio en provincias realizada por Javier de Burgos de 1833. Se trataba así de facilitar el acceso de los pueblos a los tribunales superiores, mejorar la fiscalización de los jueces por los magistrados superiores y acelerar el despacho de las causas criminales. De esta forma, el territorio nacional fue dividido en quince audiencias, con el nombre de la capital de provincia de su sede, excepto la de Pamplona que continuó con la denominación de Consejo Real de Navarra. Posteriormente, otro Decreto de 21 de abril de 1834 procedió a la subdivisión de las provincias en partidos judiciales, que al mismo tiempo lo fueron electorales. En este ministerio, Garelly también se ocupó de elaborar distintos informes sobre las actividades del pretendiente Carlos María Isidro, tras su entrada en España, y sobre los movimientos de sus seguidores y partidas carlistas, según testimonia en la Exposición presentada a S. M. la Reina Gobernadora por el Secretario del despacho de Gracia y Justicia y manda pasar por R. O. a las Cortes Generales del Reino (sobre conducta del Príncipe Carlos María Isidro de Borbón desde su entrada en España), presentada el mismo año de 1834. El Ministerio de Gracia y Justicia lo desempeñó hasta el 17 de febrero del año siguiente, cuando fue sustituido por Juan de la Dehesa. También desempeñó interinamente el de Fomento, desde que Javier de Burgos dimitió tras llevar a cabo las grandes reformas administrativas de 1834, y hasta el nombramiento de Altamira como nuevo ministro de Fomento. Precisamente, Javier de Burgos, político inteligente y no dado al elogio ajeno, presentó a Garelly como hombre hábil en su profesión, versado en los negocios públicos, desinteresado, religioso y severo en sus costumbres. En 1840, tras la salida de la Reina Regente, Garelly reclamó para el Consejo de Gobierno creado por Fernando VII en su testamento la tutela de Isabel II, alegando la voluntad del testador, pretensión a la que Espartero, evidentemente, no hizo caso. Figuró en la propuesta para la presidencia del Tribunal Supremo en 1838 con los mismos votos que el presidente electo Pinofiel. Propuesto de nuevo para dicho cargo, vacante por dimisión de José María Calatrava Peinado, fue elegido presidente de este alto tribunal el 15 de diciembre de 1843, bajo el ejercicio de la presidencia del Gobierno por Luis González Bravo. Cargo que desempeñó hasta su fallecimiento el, 12 de febrero de 1850. También actuó como senador en la legislatura de 1834-1835, dentro del grupo de próceres del reino; en la de 1843-1844 fue senador por la provincia de Valencia; en la de 1844-1845, por la provincia de Palencia, y finalmente en 1845-1846 fue designado senador vitalicio. Obtuvo, entre otras condecoraciones, la Gran Cruz de Carlos III, y en la apertura judicial del año 1845 lució por primera vez el Gran Collar de la Justicia, ideado para el presidente del Tribunal Supremo, por el subsecretario de Gracia y Justicia Manuel Ortiz de Zúñiga. No parece que publicara ninguno de sus muchos trabajos de investigación ni material docente. No obstante, alguno de sus biógrafos sí se refiere a ciertos trabajos impresos en latín, así como que emprendió dos grandes tratados, uno en latín y otro en castellano, sobre historia legal de España en sus períodos romano, godo, islámico y medieval, donde trataba cada texto legal minuciosamente, con su origen, autores, momento de promulgación, derogación total o parcial, ediciones y sus comentaristas más importantes. En cambio sí se conservan editados, al menos, sus Discursos pronunciados en la apertura de los años judiciales de 1844, 1845, 1846 y 1847. Obras de ~: Discurso pronunciado el día 2 de enero de 1844 en la apertura del Tribunal Supremo de Justicia por [...] D. Nicolás María Garelly, Madrid, Imprenta Nacional, 1844; Discurso pronunciado el día 2 de enero de 1845 en la apertura del Tribunal Supremo de Justicia por [...] D. Nicolás María Garelly, Madrid, Imprenta Nacional, 1845; Discurso pronunciado el día 2 de enero de 1846 en la apertura del Tribunal Supremo de Justicia por [...] D. Nicolás María Garelly, Madrid, Imprenta Nacional, 1846; Discurso pronunciado el día 2 de enero de 1847 en la apertura del Tribunal Supremo de Justicia por [...] D. Nicolás María Garelly, Madrid, Imprenta Nacional, 1847. Fuentes y bibl.: Archivo del Congreso de los Diputados, Serie documentación electoral, 6 n.º 30; Archivo del Senado, exps. personales, HIS-0185-07. G. González Azaola, Condiciones y semblanzas de los diputados a Cortes para la legislatura de 1820 y 1821, Madrid, Imprenta de D. Juan Ramos, 1821; F. Álvarez, D. Nicolás María Garelly, Madrid, [1840]; M. Peset Reig, “Análisis y concordancias del proyecto de código civil de 1821”, en Anuarios de Derecho Civil (Madrid), t. XVIII, fasc. I (enero-marzo de 1975), págs. 29-100; “La enseñanza de la Constitución de 1812”, en Universidad de Valencia, Estudios sobre la Constitución española de 1978, Valencia, Facultad de Derecho- Secretariado de Publicaciones de la Universidad, 1980, págs. 515-528; J. F. Lasso Gaite, El Ministerio de Justicia. Su imagen histórica (1714-1981), Madrid, J. F. Lasso, 1984; M. Peset Reig, “El catedrático valenciano Nicolás María Garelli se defiende ante la Inquisición”, en M.ª C. I glesias, C. Moya y L. Rodríguez Zúñiga (comps.), Homenaje a José Antonio Maravall, vol. III, Madrid, Instituto de Investigaciones Sociológicas, 1986, págs. 207-220; C. Álvarez Alonso, “Garelly, Nicolás María”, en M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España. 4. Diccionario Biográfico, Madrid, Alianza Editorial, 1991; P. García Trobat, “El catedrático Nicolás M.ª Garelly y la Novísima Recopilación”, en VV. AA., Aulas y Saberes. VI Congreso Internacional de Historia de las Universidades Hispánicas. Valencia, diciembre 1999, vol. I, Valencia, Servicio de Publicaciones de la Universidad, 2003, págs. 445- 462; J. Calvo González, “Garelly Battifora, Nicolás María”, en M. J. Peláez (ed. y coord.), Diccionario crítico de juristas españoles, portugueses y latinoamericanos (hispanos, brasileños, quebequenses y restantes francófonos) [hasta 2005], vol. I, Málaga, Universidad, Cátedra de Historia del Derecho y de las Instituciones, 2005, págs. 363-364. |
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