Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti;
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Aldo ahumada Chu Han |
Sócrates – Querefon – Critias – Carmides
Sócrates
Habiendo llegado la víspera de la llegada del ejército de Potidea, tuve singular placer, después de tan larga ausencia, en volver a ver los sitios que habitualmente frecuentaba. Entré en la palestra de Taureas{1}, frente por frente del templo del Pórtico real, y encontré allí una numerosa reunión, compuesta de gente conocida y desconocida. Desde que me vieron, como no me esperaban, todos me saludaron de lejos. Pero Querefon, tan loco como siempre, se lanza en medio de sus amigos, corre hacia mí, y tomándome por la mano:
—¡Oh Sócrates! dijo, ¿cómo has librado en la batalla?
Poco antes de mi partida del ejército había tenido lugar un combate bajo los muros de Potidea, y acababan de tener la noticia.
—Como ves, le respondí.
—Nos han contado, replicó, que el combate había sido de los más empeñados, y que habían perecido en él muchos conocidos.
—Os han dicho la verdad. [210]
—¿Asististe a la acción?
—Allí estuve.
—Ven a sentarte, dijo, y haznos la historia de ella, porque ignoramos completamente los detalles.
En el acto, llevándome consigo, me hizo sentar al lado de Critias, hijo de Callescrus. Me senté, saludé a Critias y a los demás, y procuré satisfacer su curiosidad sobre el ejército, teniendo que responder a mil preguntas.
Terminada esta conversación, les pregunté a mi vez qué era de la filosofía, y si entre los jóvenes se habían distinguido algunos por su saber o su belleza, o por ambas cosas. Entonces Critias, dirigiendo sus miradas hacia la puerta y viendo entrar algunos jóvenes en tono de broma, y detrás un enjambre de ellos:
—Respecto a la belleza, dijo, vas a saber, Sócrates, en este mismo acto todo lo que hay. Esos que ves que acaban de entrar son los precursores y los amantes del que, a lo menos por ahora, pasa por el más hermoso. Imagino que no está lejos, y no tardará en entrar.
—¿Quién es, y de quién es hijo?
—Le conoces, dijo, pero no se le contaba aún entre los jóvenes que figuraban cuando marchaste; es Carmides, hijo de mi tío Glaucon y primo mío.
—Sí. ¡por Júpiter! le conozco; en aquel tiempo, aunque muy joven, no parecía mal; hoy debe ser adulto y bien formado.
—Ahora mismo, dijo, vas a juzgar de su talle y disposición.
Cuando pronunciaba estas palabras, Carmides entró.
—No es a mí, querido amigo, a quien es preciso consultar en esta materia, y si he de decir la verdad, soy la peor piedra de toque para decidir sobre la belleza de los jóvenes; en su edad no hay uno que no me parezca hermoso.
Indudablemente me pareció admirable por sus [211] proporciones y su figura, y advertí que todos los demás jóvenes estaban enamorados de él, como lo mostraban la turbación y emoción que noté en ellos cuando Carmides entró. Entre los que le seguían venía más de un amante. Que esto sucediera a hombres como nosotros, nada tendría de particular; pero observé que entre los jóvenes no había uno que no tuviera fijos los ojos en él, no precisamente los más jóvenes, sino todos, y le contemplaban como un ídolo.
Entonces Querefon, interpelándome, dijo:
—¿Qué te parece de este joven, Sócrates? ¿No tiene hermosa fisonomía?
—Muy hermosa, respondí yo.
—Sin embargo, replicó él, si se despojase de sus vestidos, no te fijarías en su fisonomía; tan bellas son en general las formas de su cuerpo.
Todos repitieron las palabras de Querefon.
—¡Por Hércules! dije yo entonces, me habláis de un hombre irresistible, si por cima de todo esto posee una cosa muy pequeña.
—¿Cuál es? dijo Critias.
—Que la naturaleza, repliqué yo, le haya tratado con la misma generosidad respecto del alma; y creo que así sucederá, puesto que este joven es de tu familia.
—Pues tiene un alma muy bella y muy buena, me respondió.
—¿Y por qué, repliqué yo, no pondremos primero en evidencia su alma, y no la contemplaremos antes que su cuerpo? En la edad en que se halla, ¿está en posición de sostener dignamente una conversación?
—Perfectamente, dijo Critias, porque ha nacido filósofo; y si hemos de creer a él y a todos los demás, es también poeta.
—Talento que os es hereditario, mi querido Critias, y que lo debéis a vuestro parentesco con Solón. ¿Pero qué [212] esperas para darme a conocer a este joven y llamarle aquí? Aun cuando fuese más joven, ningún inconveniente tendría en conversar con nosotros delante de ti, su primo y tutor.
—Lo que dices es muy justo; vamos a llamarle.
Dirigiéndose al mismo tiempo hacia un sirviente:
—Esclavo, dijo, llama a Carmides, y dile que quiero que consulte con un médico sobre la indisposición de que me habló estos días.
Y dirigiéndose a mí:
—Hace algún tiempo, dijo, que tiene la cabeza pesada al levantarse de la cama. ¿Qué inconveniente hay en indicar que conoces un remedio a los males de cabeza?
—Ninguno, con tal que venga.
—Va a venir.
Así sucedió. Carmides vino, y dio ocasión a una escena divertida. Cada uno de nosotros, que estábamos sentados, empujó a su vecino, estrechándole para hacer sitio y conseguir que Carmides se sentara a su lado, resultando de estos empujes individuales, que los dos que estaban a los extremos del banco, el uno tuvo que levantarse y el otro cayó en tierra. Sin embargo, Carmides se adelantó y se sentó entre Critias y yo. Pero entonces, ¡oh amigo mío! me sentí todo turbado y perdí repentinamente aquella serenidad de antes, con la que contaba para conversar sin esfuerzo con él. Después Critias le dijo que era yo el que sabía un remedio; él volvió hacia mí sus ojos como para interrogarme, echándome una mirada que no me es posible describir, y todos cuantos estaban en la Palestra se apuraron a colocarse en círculo alrededor de nosotros. En este momento, querido mío, mi mirada penetró por entre los pliegues de su túnica, se enardecieron mis sentidos, y en mi trasporte comprendí hasta qué punto Cidias es inteligente en amor, cuando hablando de un bello joven, y dirigiéndose a un tercero, le dice: No vayas, [213] inocente gamo, a presentarte al león, si no quieres que te despedace. En cuanto mí, me he creído cogido entre sus dientes. Sin embargo, como me preguntó si sabía un remedio para el mal de cabeza, le respondí, no sin dificultad, que sabía uno.
—¿Qué remedio es? me dijo.
Le respondí que mi remedio consistía en cierta yerba, pero que era preciso añadir ciertas palabras mágicas; que pronunciando las palabras y tomando el remedio al mismo tiempo se recobraba enteramente la salud; pero que por el contrario las yerbas sin las palabras no tenían ningún efecto. Pero él dijo:
—Voy, pues, a escribir las palabras que tú vas a decirme.
—¿Las diré a petición tuya o sin ella?
—A mi ruego, Sócrates, replicó riéndose.
—Sea así; ¿pero sabes mi nombre?
—Sería una falta en mí el ignorarlo, dijo; en el círculo de jóvenes casi eres tú el principal objeto de nuestras conversaciones, y respecto a mí mismo, recuerdo bien haberte visto, siendo niño, muchas veces en compañía de mi querido Critias.
—Perfectamente, repliqué yo; seré más libre para explicar en qué consisten estas palabras mágicas, porque no sabía cómo hacerte comprender su virtud. Es tal su poder, que no curan sólo los males de cabeza. Quizá has oído hablar de médicos hábiles. Si se les consulta sobre males de ojos, dicen que no pueden emprender sólo la cura de ojos, y que para curarlos tienen que extender su tratamiento a la cabeza entera; en igual forma imaginar que se puede curar la cabeza sola despreciando el resto del cuerpo, es una necedad. Razonando de esta manera, tratan el cuerpo entero y se esfuerzan en cuidar y sanar la parte con el todo. ¿No crees tú que es así como hablan y como pasan las cosas? [214]
—Es verdad, respondió.
—¿Y tú apruebas esta manera de hablar y razonar?
—No puedo menos, dijo.
Viendo a Carmides de acuerdo conmigo, más animado, poco a poco recobré mi serenidad y advertí que rehacía mis fuerzas. Entonces le dije:
—El mismo razonamiento puede hacerse con ocasión de nuestras palabras mágicas. Yo las aprendí allá en el ejército de uno de estos médicos tráceos, discípulos de Zamolxis{2}, que pasan por tener el poder de hacer a los hombres inmortales. Este tráceo declaraba que los médicos griegos tienen cien veces razón para hablar, como yo les hice hablar antes; pero añadía: «Zamolxis, nuestro rey, y por añadidura un Dios, pretende que si no debe emprenderse la cura de los ojos sin la cabeza, ni la cabeza sin el cuerpo, tampoco debe tratarse del cuerpo sin el alma; y que si muchas enfermedades se resisten a los esfuerzos de los médicos griegos, procede de que desconocen el todo, del que por el contrario debe tenerse el mayor cuidado; porque yendo mal el todo, es imposible que la parte vaya bien.» Del alma, decía este médico, parten todos los males y todos los bienes del cuerpo y del hombre en general, e influye sobre todo lo demás, como la cabeza sobre los ojos. El alma es la que debe ocupar nuestros primeros cuidados, y los más asiduos, si queremos que la cabeza y el cuerpo entero estén en buen estado{3}.
«Querido mío, añadía, se trata al alma. valiéndose de ciertas palabras mágicas. Estas palabras mágicas son los bellos discursos. Gracias a estos bellos discursos, la [215] sabiduría toma raíz en las almas, y, una vez arraigada y viva, nada más fácil que procurar la salud a la cabeza y a todo el cuerpo.» Enseñándome el remedio y las palabras, «acuérdate, me dijo, de no dejarte sorprender para no curar a nadie la cabeza con este remedio, si desde luego él no te ha entregado el alma para que la cures con estas palabras; porque hoy día, añadía, es un error de la mayor parte de los hombres el creer que se puede ser médico de una parte sin serlo de otra.» Me recomendó mucho que no cediera a las instancias de ningún hombre, por rico, por noble, por hermoso que fuese, y que no obrase jamás de otra manera. Yo lo he jurado, estoy obligado a obedecer, y obedeceré infaliblemente. Con respecto a ti, siguiendo las recomendaciones del extranjero, si quieres entregarme desde luego el alma para que yo la hechice con las palabras mágicas del tráceo, curaré tu cabeza con el remedio. Si no, yo no puedo hacer nada por ti, mi querido Carmides.»
Apenas Critias me oyó hablar de esta manera, cuando exclamó:
—¡Qué fortuna es para este joven, Sócrates, tener el mal de cabeza, si al curarse ve la necesidad de perfeccionar igualmente su espíritu! Te diré, sin embargo, que Carmides me parece superior a los jóvenes de su edad, no sólo por la belleza de las formas, sino también por esa cosa misma por la que tú has llegado a saber las palabras mágicas; porque tú quieres hablar de la sabiduría, ¿no es verdad?
—Precisamente.
—Has de saber, replicó, que a los ojos de todos es incontestablemente el más sabio entre sus compañeros, y que en todo lo demás no es inferior a ninguno de la edad que él tiene.
—Ciertamente, dije entonces, es justo, ¡oh Carmides! que sobresalgas entre los demás por todas estas [216] cualidades; porque no creo que ninguno de nosotros, remontando hasta nuestros abuelos, pueda presentar con probabilidad dos familias capaces de producir por su alianza un renuevo más precioso ni más noble que aquellas de las que tú desciendes. Anacreonte, Solón y los demás poetas han celebrado a porfía la familia de tu padre que se liga a Critias, hijo de Dropido, diciendo lo mucho que ha sobresalido por su belleza y su virtud y por todas las demás ventajas que constituyen la felicidad. Por la de tu madre sucede lo mismo. Jamás se conoció en el continente un hombre, ni más hermoso, ni mejor que tu tío Pirilampo, embajador que fue ya cerca del gran rey, ya cerca de otros príncipes del continente. Esta familia no cede en nada a la precedente. Con tales antepasados tú no puedes menos de ser el primero de todos. Por esta parte de belleza que se ofrece a la vista, querido hijo de Glaucon, no has degenerado de tus abuelos; y si en cuanto a sabiduría y a otras cualidades análogas estás dotado en los términos manifestados por Critias, entonces, mi querido Carmides, declaro que tu madre ha echado al mundo un dichoso mortal. Entendámonos, pues. Si estás ya en posesión de la sabiduría, como lo pretende mi querido Critias; si eres suficientemente sabio, nada tienes que ver con las palabras mágicas de Zamolxis o de Abaris, el hiperbólico{4}, y debo en este instante enseñarte el remedio para el mal de cabeza; pero si por el contrario piensas tener aún algo que aprender, es preciso que yo te hechice antes de hacerte conocer el remedio. A ti toca decirme si participas de la opinión de Critias, si crees tu sabiduría completa o aún incompleta.
Carmides se ruborizó al pronto, y pareció más hermoso, porque la modestia cuadraba bien a su edad [217] juvenil; después dijo con cierta dignidad, que no le era fácil responder en el acto sí o no a semejante pregunta. Porque, añadió, si niego que soy sabio, me acuso a mí mismo, lo que no es razonable; y además doy un mentís a Critias y a muchos otros que me creen sabio, a lo que parece. En el caso contrario, hago yo mismo mi elogio, lo que no es menos inconveniente. Yo no sé qué responder.
Entonces yo le dije: hablas bien, Carmides, y he aquí en consecuencia cuál es mi dictamen. Es que examinaremos juntos, si tú posees o no la cualidad en cuestión; de esta manera evitaremos, tú el decir palabras que te costarían demasiado, y yo el curarte sin haber examinado antes si tienes necesidad del remedio. Si esto te place, emprenderé contigo este examen. Si no, dejémoslo en este estado.
Carmides
Eso me agrada cuanto es posible, y te suplico, que veas cuál es la mejor manera de proceder a esta indagación.
Sócrates
He aquí el mejor método, en mi opinión, para proceder al examen. Evidentemente, si posees la sabiduría, eres capaz de formar juicio sobre ella, porque residiendo en ti, si de hecho reside, es una necesidad que se haga sentir interiormente, y haciéndose sentir, no puedes menos de formarte una opinión sobre la naturaleza y caracteres de la sabiduría; ¿no lo crees así?
Carmides
Así lo creo.
Sócrates
Y lo que piensas, sabiendo el griego, puedes expresarlo tal como está en tu espíritu?
Carmides
Quizá. [218]
Sócrates
Para que sepamos si la sabiduría reside en ti o no, dinos: ¿qué es la sabiduría en tu opinión?
Al pronto Carmides dudó, y estuvo indeciso si responder o no. Sin embargo, concluyó por decir, que la sabiduría le parecía consistir en hacer todas las cosas con moderación y medida; en andar, hablar, obrar en todo de esta manera; en una palabra, añadió, la sabiduría es, a mi juicio, una cierta medida.
Sócrates
¿Eso es cierto? Se dice comúnmente, querido Carmides, que los que proceden con medida son sabios; ¿pero hay razón para decirlo? Examinémoslo. Dime, la sabiduría, ¿se la cuenta entre las cosas bellas?
Carmides
Sí.
Sócrates
¿Y qué es más bello para un maestro de escuela, escribir ligero o con medida?
Carmides
Escribir ligero.
Sócrates
¿Leer ligero o con lentitud?
Carmides
Ligero.
Sócrates
Y tocar la lira con soltura y luchar con agilidad ¿no es más bello que hacer todas estas cosas con mesura y lentitud?
Carmides
Sí.
Sócrates
¡Y qué! En el pugilato y en los combates de todos géneros, ¿no sucede lo mismo? [219]
Carmides
Absolutamente.
Sócrates
El salto, la carrera y todos los ejercicios del cuerpo, ¿no son bellos cuando se ejecutan con agilidad y ligereza, y feos cuando se ejecutan con pesadez, embarazo y mesura?
Carmides
Así parece.
Sócrates
Resulta, pues, que, por lo menos en lo relativo al cuerpo, no es la mesura, sino la velocidad y agilidad, las que son bellas; ¿no es así?
Carmides
Sin duda.
Sócrates
¿Pero la sabiduría es bella?
Carmides
Sí.
Sócrates
Luego, por lo menos, en lo que concierne al cuerpo, no es la mesura o medida, sino la velocidad la que constituye la sabiduría, puesto que la sabiduría es una cosa bella.
Carmides
Eso es muy probable.
Sócrates
¿Pero qué? cuál es más bello, ¿la facilidad o la dificultad en aprender?
Carmides
La facilidad.
Sócrates
¿Pero la facilidad en aprender consiste en aprender pronto, y la dificultad en aprender con mesura y lentitud?
Carmides
Sí. [220]
Sócrates
¿Y no es más bello, y en alto grado, instruir a uno con prontitud, que con mesura y lentitud?
Carmides
Sí.
Sócrates
¿En la reminiscencia y en el recuerdo, la mesura y la lentitud son más bellas, o bien lo son la fuerza y la rapidez?
Carmides
Son la fuerza y la rapidez.
Sócrates
¿Una comprensión fácil no consiste en un ejercicio rápido del alma y no en la mesura?
Carmides
Es cierto.
Sócrates
Por consiguiente, cuando se trata de comprender las lecciones de un maestro, sea de lenguas, sea de música, sea de cualquiera otra cosa, no es la gran mesura, sino la gran velocidad, la que es verdaderamente bella.
Carmides
Sí.
Sócrates
Luego, mi querido Carmides, en todo lo que concierne al alma, ¿la agilidad y la velocidad parecen más bellas que la lentitud y la mesura?
Carmides
Es muy probable.
Sócrates
De donde se sigue, razonando como hasta aquí, que la sabiduría no es la mesura, ni una vida mesurada es una vida sabia, siendo la sabiduría inseparable de la belleza. Porque no hay medio de negarlo; las acciones mesuradas nunca, o salvas bien pocas excepciones, nos [221] parecen, en el curso de la vida, más bellas que las que se realizan con energía y rapidez. Y aun cuando, querido mío, las acciones más bellas por la mesura que por la fuerza y la rapidez fuesen más numerosas que las otras, no por esto se tendría derecho a decir, que la sabiduría consiste más bien en obrar con mesura, que con fuerza y rapidez, ya sea andando, ya leyendo, ya haciendo cualquiera otra cosa; ni que una vida mesurada es más sabia que una vida sin mesura, porque al cabo hemos reconocido, que la sabiduría se refiere a la belleza, y hemos reconocido también que la rapidez no es menos bella que la mesura.
Carmides
Lo que dices, Sócrates, me parece de hecho justo.
Sócrates
Pues bien, mi querido Carmides, fíjate atentamente en ti mismo; considera en lo que te has convertido bajo el imperio de la sabiduría; y cuál debe ser ésta, para haberte hecho sabio; y, condensando en seguida tus ideas, di claramente y como hombre de corazón lo que es la sabiduría en tu opinión.
Y él, después de haber reflexionado y examinado resueltamente la cosa en sí mismo, dijo:
—Me parece, que lo propio de la sabiduría es producir el rubor, hacer al hombre modesto y vergonzoso; la sabiduría es, pues, el pudor.
Sócrates
Sea; ¿no confesaste antes que la sabiduría era una cosa bella?
Carmides
Sin duda.
Sócrates
¿Y los hombres sabios son buenos igualmente?
Carmides
Sí. [222]
Sócrates
¿Es buena una cosa que no produce lo bueno?
Carmides
No, ciertamente.
Sócrates
La sabiduría no es sólo una cosa bella, sino una cosa buena.
Carmides
Así me parece.
Sócrates
¡Pero qué! ¿no crees que Homero ha tenido razón en decir: el pudor no es bueno al indigente?{5}
Carmides
Verdaderamente sí.
Sócrates
¿Pero entonces el pudor es bueno y no es bueno a la vez?
Carmides
Así parece.
Sócrates
Pero la sabiduría es buena, puesto que hace buenos a los que la poseen, sin hacerlos jamás malos.
Carmides
A mi parecer, es como dices.
Sócrates
Luego la sabiduría no es pudor, puesto que es esencialmente buena, y que el pudor tan pronto es bueno, tan pronto malo.
Carmides
Bien dicho, Sócrates, a mi parecer. Pero veamos, si te place, esta otra definición de la sabiduría. Me acordé hace un momento haber oído decir que la sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio. Examina, pues, si el autor de estas palabras te parece haber hablado bien. [223]
Sócrates
¡Picaruelo! ¿es Critias o algún otro filósofo el que te ha sugerido esa idea?
Critias
Algún otro seguramente, porque a mí no lo ha oído.
Carmides
¡Ah! ¿qué importa, Sócrates, de quién lo he oído?
Sócrates
De ninguna manera importa, porque, regla general, no hay que examinar quién ha dicho esto o aquello, sino si está bien dicho.
Carmides
Perfectamente.
Sócrates
Pero, ¡por Júpiter! si descubrimos lo que esto significa, no me sorprenderé poco; es un verdadero enigma.
Carmides
¿Por qué?
Sócrates
Porque no ha reflexionado en el sentido de las palabras el que ha dicho que la sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio. Veamos; ¿piensas que el maestro de escuela no hace nada cuando lee o escribe?
Carmides
Nada de eso.
Sócrates
¿Pero crees que se limita a leer o a escribir su propio nombre? ¿no os instruye a vosotros, jóvenes, no os hade escribir los nombres de vuestros enemigos lo mismo que los vuestros y los de vuestros amigos?
Carmides
Así es la verdad.
Sócrates
¿Y obrando de esa manera erais unos insensatos? [224]
Carmides
Nada de eso.
Sócrates
Sin embargo, vosotros no hacíais sólo lo que os era propio, si es que leer y escribir es hacer alguna cosa.
Carmides
Ciertamente es hacer alguna cosa.
Sócrates
Y curar, querido mío, construir, tejer y ejecutar cualquier obra en cualquier arte, es sin duda alguna cosa.
Carmides
Seguramente.
Sócrates
¡Pero qué! te parecería bien administrada la ciudad, en la que la ley ordenase a cada ciudadano tejer y lavar sus ropas, hacer su calzado, su vendaje, sus frascos de perfumes y todo lo demás, de suerte que sin echar mano a lo que no le perteneciera, amoldase e hiciese por sí mismo todo lo que le fuese propio?
Carmides
Ese no es mi dictamen.
Sócrates
Sin embargo, si fuese gobernada sabiamente, ¿sería bien administrada?
Carmides
Necesariamente.
Sócrates
¿Luego la sabiduría no consiste en hacer todas estas cosas, ni en hacer lo que nos es propio?
Carmides
No, evidentemente.
Sócrates
Luego hablaba enigmáticamente, como yo dije antes, el que decía que la sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio; porque no podía ser tan sencillo que lo entendiera [225] como nosotros. ¿O quizá estas palabras son de un insensato?
Carmides
Nada de eso; son de un hombre que me parecía de hecho un sabio.
Sócrates
Nada más cierto entonces que ha querido proponerte un enigma, porque es muy difícil en verdad saber lo que significan estas palabras: hacer lo que nos es propio.
Carmides
Quizá.
Sócrates
Veamos, ¿qué es hacer lo que nos es propio? ¿Puedes decírmelo?
Carmides
Yo no sé nada, ¡por Júpiter! Pero no sería imposible que el que ha hablado de esta manera se comprendiese a sí mismo.
Al decir esto, se sonreía y dirigía sus miradas hacia Critias, que estaba visiblemente en brasas hacía rato. Deseoso de aparecer ventajosamente delante de Carmides y de todos los que allí estaban, se había contenido hasta entonces, haciendo un sacrificio; pero en este momento no era ya dueño de sí mismo. Entonces vi en claro que no me había engañado, conjeturando que Critias era el autor de la última respuesta de Carmides con motivo de la sabiduría. En cuanto a éste, poco empeñado en defender esta definición, y queriendo dejarlo a cargo del que la había inventado, aguijoneaba a Critias, afectando mirarle como un hombre reducido al silencio. Este no pudiendo sufrir más, y no menos colérico contra el joven que un poeta contra el actor que desempeña mal su papel, dirigiéndole una mirada, exclamó:
—Crees, Carmides, que porque tú no sabes lo que pensaba aquel que ha dicho que la sabiduría consiste en hacer [226] lo que nos es propio, ¿crees, repito, que él no lo supiera?
Sócrates
¡Ah! mi querido Critias, es extraño que tan tierno joven ignore estas cosas? Tú, por el contrario, estás en edad de saberlas, sobre todo después de tus muchos estudios. Si eres de dictamen que la sabiduría es lo que él decía, y si te consideras con fuerza para explicar esta proposición, tendré mucho gusto en examinarla contigo, para ver si es verdadera o falsa.
Critias
Sí, ciertamente soy de este dictamen, y me considero con fuerzas para defenderlo.
Sócrates
Muy bien. Pero veamos, ¿me concedes lo que antes dije: que todos los artífices trabajan en alguna cosa?
Critias
Sin dudar.
Sócrates
¿Y te parece que trabajan únicamente en las cosas que les son propias o bien en las que conciernen a otros?
Critias
También en las que conciernen a otros.
Sócrates
Son sabios, aun cuando no trabajen únicamente en lo que les es propio.
Critias
¿Y qué significa eso?
Sócrates
Para mí nada. Pero, mira, si esto no significa nada para el que, después de haber sentado que la sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio, reconoce en seguida y tiene por sabios igualmente los que hacen lo que concierne a otros.
Critias
¡Pero qué! ¿he reconocido, por sabios a los que hacen [227] lo que concierne a los demás, o los que trabajan en este sentido?
Sócrates
Veamos; ¿es que hay diferencia a tus ojos entre hacer una cosa y trabajar en ella?
Critias
Sí, verdaderamente la hay, y no hay que confundir los términos trabajar y ocuparse. He aprendido de Hesiodo esto: ninguna ocupación es deshonrosa{6}. Si por ocuparse y hacer hubiera entendido las cosas de que tú hablabas antes, ¿crees que hubiera querido decir, no es vergonzoso para nadie coser sus zapatos, vender escabeche o estar despachando en una tienda? No, Sócrates, no; sino que él sin duda ha creído, que una cosa es hacer y ocuparse y otra es trabajar; y que puede haber algo de vergonzoso en un trabajo sin relación con lo bello, lo que nunca sucede con la ocupación. Trabajar en vista de lo bello y de lo útil, he aquí lo que llama ocuparse; y los trabajos de este género son para él ocupaciones y actos. Estos son los únicos que considera como propios; todo lo que nos es dañoso nos es extraño. En este sentido, no lo dudes, es como Hesiodo, y con él todo hombre de buen juicio, llama sabio al que hace lo que es propio.
Sócrates
¡Oh Critias! desde tus primeras palabras sospeché, que por lo que nos es propio, lo que nos concierne, querías decir el bien, y por acción el trabajo de los hombres de bien; porque he oído a Prodico hacer mil y mil distinciones entre las palabras{7}. Sea así; da a las palabras el sentido que te agrade; me basta que las definas al tiempo de emplearlas. Volvamos ahora a nuestra indagación y respóndeme claramente: ¿hacer el bien o [228] trabajar en él, o como quieras llamarlo, lo que tú llamas sabiduría?
Critias
Sin duda.
Sócrates
¿Sabio es el que hace el bien, no el que hace el mal?
Critias
Tú mismo, querido mío, ¿no eres de mi dictamen?
Sócrates
No importa; lo que tenemos que examinar, no es lo que yo pienso, sino lo que tú dices.
Critias
Pues bien; el que no hace el bien sino que hace el mal, declaro que no es sabio; al que no hace el mal sino el bien, le declaro sabio. La práctica del bien; he aquí precisamente cómo defino la sabiduría.
Sócrates
Podrá suceder que tengas razón; sin embargo, una cosa me llama la atención, y es, que admites que un hombre pueda ser sabio y no saber que lo es.
Critias
No hay tal; de ninguna manera admito eso.
Sócrates
¿No has dicho antes, que los artífices pueden muy bien trabajar en las cosas que conciernen a otros y ser sabios?
Critias
Ya lo he dicho; ¿pero qué significa esto?
Sócrates
Nada, pero respóndeme; ¿el médico que cura a un enfermo te parece que obra con utilidad para sí mismo y para el enfermo?
Critias
Sí, ciertamente. [229]
Sócrates
Conduciéndose de esta manera, ¿se conduce convenientemente?
Critias
Sí.
Sócrates
Y el que se conduce convenientemente ¿no es sabio?
Critias
Lo es.
Sócrates
Pero es necesario, que el médico sepa si sus remedios tienen o no tienen un efecto útil; ¿y el obrero debe saber si sacará o no sacará provecho de su trabajo?
Critias
Quizá no.
Sócrates
Sucede algunas veces que un médico hace unas cosas útiles y otras dañosas sin saber lo que hace. Sin embargo, según tú, cuando obra útilmente obra sabiamente; ¿no es esto lo que decías?
Critias
Sí.
Sócrates
Luego, al parecer, puesto que obra algunas veces útilmente, obra sabiamente, es sabio; y sin embargo, él no se conoce, no sabe que es sabio.
Critias
Pero no, Sócrates, eso no es posible. Si crees que mis palabras conducen necesariamente a esta consecuencia, prefiero retirarlas, quiero más confesar sin rubor que me he expresado inexactamente, que conceder que se pueda ser sabio sin conocerse a sí mismo. No estoy distante de definir la sabiduría el conocimiento de sí mismo, y de hecho soy de la opinión del que colocó en el templo de Delfos una inscripción de este género. Esta inscripción es, a mi [230] parecer, el saludo que el Dios dirige a los que entran, en lugar de la fórmula ordinaria: ¡sed dichoso!; creyendo al parecer que este saludo no es conveniente, y que a los hombres debe desearse, no la felicidad, sino la sabiduría. He aquí en qué términos tan diferentes de los nuestros habla el Dios a los que entran en su templo, y yo comprendo bien el pensamiento del autor de la inscripción. Sed sabio, dice a todo el que llega; lenguaje un poco enigmático, como el de un adivino. Conócete a ti mismo y sé sabio es la misma cosa, por lo menos así lo pensamos la inscripción y yo. Pero puede verse en esto una diferencia, y es el caso de los que han grabado inscripciones más recientes: nada en demasía; date en caución y no estás lejos de tu ruina. Han tomado la sentencia: conócete a ti mismo, por un consejo, y no por el saludo del Dios a los que entran. Y queriendo hacer ver, que también ellos eran capaces de dar útiles consejos, han grabado estas máximas sobre los muros del edificio. He aquí, Sócrates, a donde tiende este discurso. Todo lo que precede te lo abandono. Quizá la razón está de tu parte; quizá de la mía. En todo caso, nada de sólido hemos dicho. Pero ahora estoy resuelto a sostenerme con razones, si no me concedes que la sabiduría consiste en conocerse a sí mismo.
Sócrates
Pero, mi querido Critias, obras conmigo como si tuviese la pretensión de saber las cosas sobre que interrogo, y como si yo no tuviese más que querer, para ser de tu dictamen. Dios me libre de que así suceda. Yo busco de buena fe la verdad contigo; hasta ahora la ignoro. Cuando haya examinado la proposición nueva que presentas, te diré claramente si soy o no de tu dictamen, pero dame tiempo para hacer este examen.
Critias
Hazlo. [231]
Sócrates
Comienzo. Si la sabiduría consiste en conocer alguna cosa, evidentemente es una ciencia y la ciencia de alguna cosa. ¿No es así?
Critias
Es una ciencia, la de sí mismo.
Sócrates
Y la medicina, ¿es la ciencia de lo que es sano?
Critias
Sin duda.
Sócrates
Y si me preguntases: la medicina, esta ciencia de lo que es sano, ¿en qué nos es útil y qué bien nos procura; yo te respondería: un bien que no es poco precioso; nos da la salud, lo que es un magnífico resultado. Creo que me concedes esto.
Critias
Lo concedo.
Sócrates
Y si me preguntases: la arquitectura, que es la ciencia de construir, qué bien nos procura; yo te respondería, las casas. Lo mismo respecto de las demás artes. Tú que dices que la sabiduría es la ciencia de sí mismo, estás en el caso de responder al que te pregunte: Critias, la sabiduría, que es la ciencia de sí mismo, ¿qué bien nos procura que sea excelente y digno de su nombre? Vamos, habla.
Critias
Pero, Sócrates, tú no razonas con exactitud. La sabiduría no es semejante a las otras ciencias; éstas no son semejantes entre sí, y tú supones en tu razonamiento que todas se parecen. Veamos; dime dónde encontraremos los productos de la aritmética y geometría; como vemos en una casa el producto de la arquitectura y en un vestido el producto del arte de tejer, y así en una multitud de otros efectos, producto de una multitud de otras artes? ¿Puedes [232] mostrarme los resultados de estas dos ciencias? Pero no, tú no puedes.
Sócrates
Es cierto; pero puedo por lo menos mostrarte de qué objeto cada una de estas ciencias es la ciencia, objeto bien diferente de la ciencia misma. Así es, que la aritmética es la ciencia del par y del impar, de sus propiedades y de sus relaciones. ¿No es así?
Critias
Sin duda.
Sócrates
¿Y el par y el impar difieren de la aritmética misma?
Critias
No puede ser de otra manera.
Sócrates
Y la estática es la ciencia de lo pesado y de lo ligero; lo pesado y lo ligero difieren de la estática misma. ¿No lo crees así?
Critias
Lo creo.
Sócrates
Pues bien; dime, ¿cuál es el objeto de la ciencia de la sabiduría, que sea distinto de la sabiduría misma?
Critias
Veamos el punto en que estamos, Sócrates. De cuestión en cuestión acabas de hacer ver que la sabiduría es de otra naturaleza que las otras ciencias, y a pesar de eso te obstinas en buscar su semejanza con ellas. Esta semejanza no existe; pues mientras que todas las demás ciencias son ciencias de un objeto particular y no del todo de ellas mismas, sólo la sabiduría es la ciencia de otras ciencias y de sí misma. Esta distinción no puede ocultársete, y creo que haces ahora lo que declarabas antes no querer hacer; te propones sólo combatirme y refutarme, sin fijarte en el fondo de las cosas. [233]
Sócrates
¡Pero qué! ¿puedes creer, que si yo te estrecho con mis preguntas, sea por otro motivo que por el que me obligaría a dirigirme a mí mismo y examinar mis palabras; quiero decir, el temor de engañarme pensando saber lo que yo no sabría? No, te lo aseguro; sólo un objeto he tenido: ilustrar la materia de esta discusión; primero, por mi propio interés, y quizá también por el de algunos amigos. Porque ¿no es un provecho común para todos los hombres, que la verdad sea conocida en todas las cosas?
Critias
Seguramente, Sócrates.
Sócrates
Ánimo, pues, amigo mío; responde a mis preguntas, según tu propio juicio, sin inquietarte, si es Critias o Sócrates el que lleva la mejor parte; aplica todo tu espíritu al objeto que nos ocupa, y que sea una sola cosa la que te preocupe: la conclusión a que nos conducirán nuestros razonamientos.
Critias
Así lo quiero, porque lo que me propones me parece muy razonable.
Sócrates
Habla y dime lo que piensas de la sabiduría.
Critias
Pienso, que, única entre todas las demás ciencias, la sabiduría es la ciencia de sí misma y de todas las demás ciencias.
Sócrates
Luego ¿será también la ciencia de la ignorancia, si lo es de la ciencia?
Critias
Sin duda. [234]
Sócrates
Por consiguiente, sólo el sabio se conocerá a sí mismo, y estará en posición de juzgar de lo que sabe y de lo que no sabe. En igual forma, sólo el sabio es capaz de reconocer, respecto a los demás, lo que cada uno sabe creyendo saberlo, como igualmente lo que cada uno cree saber, no sabiéndolo. Ningún otro puede hacer otro tanto. En una palabra, ser sabio, la sabiduría, el conocimiento de sí mismo, todo se reduce a saber lo que se sabe y lo que no se sabe. ¿No piensas tú lo mismo?
Critias
Sí.
Sócrates
Te llamo otra vez la atención, y con esta serán tres, número que está consagrado al Dios libertador, para que examinemos, como si comenzáramos esta indagación, primero, si es posible o no saber que una persona sabe lo que sabe y no sabe lo que no sabe; en seguida, suponiendo esto posible, qué utilidad puede resultar en saberlo{8}.
Critias
Sí, examinémoslo.
Sócrates
Pues bien, mi querido Critias, mira si en esta indagación eres más afortunado que yo, porque yo me veo sumamente embarazado. ¿Te explicaré este conflicto mío?
Critias
Con gusto.
Sócrates
¿Y cómo no tengo de verme embarazada, si lo que has dicho es una verdad, es decir, si existe una cierta ciencia, que no es la ciencia de ninguna otra cosa más que de sí [235] misma y de las otras ciencias, y que además es la ciencia de la ignorancia?
Critias
Pues todo eso es verdad.
Sócrates
Mira, querido mío, que sentamos por base una idea absurda; considérala aplicada a otros objetos, y te parecerá, estoy seguro de ello, perfectamente irracional.
Critias
¿Cómo puede suceder eso y en qué objetos?
Sócrates
He aquí. ¿Concibes una vista, que no viese ninguna de las cosas que ven las demás vistas, pero que sea la vista de sí misma y de las demás vistas, y hasta de lo que no es visto? ¿Concibes una vista, que no viese el color, a pesar de ser vista, pero que se viese ella misma y las demás vistas? ¿Crees que semejante vista existe?
Critias
No, ¡por Júpiter!
Sócrates
¿Concibes un oído, que no oyese ninguna voz, pero que se oyese a sí mismo y a los otros oídos, y hasta lo que no es oído?
Critias
Tampoco.
Sócrates
Considerando todos los sentidos a la vez, ¿te parece posible que haya uno que sea el sentido de si mismo y de los otros sentidos, pero que no sienta nada de lo que los otros sentidos sienten?
Critias
No, ciertamente.
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