Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti;
|
Patricio de Azcárate Argumento de Carmides. |
Nada menos complicado que este diálogo. Marcha muy llanamente a un objeto muy sencillo. Un análisis rápido va a demostrarlo. Habiendo llegado la víspera, de Potidea, Sócrates entra en la palestra de Taureas, y encuentra allí a sus amigos Querefon, Critias y otros, les da nuevas del ejército y pregunta a qué altura se halla la filosofía. Se le presenta Carmides, niño cuando su partida, y que era ya un joven formado y admirablemente hermoso; y se empeña la conversación primero con Carmides y después con Critias. Carmides es hermoso; se dice que también es sabio, y él no está lejos de creerlo. Pero si es sabio, tiene el convencimiento de serlo, y si tiene el convencimiento, se halla en estado de definir la sabiduría. ¿Qué es por lo tanto la sabiduría? La mesura, responde Carmides. —No, dice Sócrates, porque la sabiduría es inseparable de la belleza, y no es bello andar, leer, aprender, tocar la lira, luchar, deliberar y hacer cualquiera otra cosa con mesura, es decir, con lentitud. Es el pudor. —Tampoco, porque la sabiduría es siempre buena, y el pudor es algunas veces malo, testigo el verso de Homero: el pudor no cuadra al indigente. En tal caso, la sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio. —Tampoco, y antes por lo contrario sería una verdadera locura exigir que cada uno escriba sólo su nombre y no el de otros, que teja él mismo su vestido, [204] que arregle su calzado, que lave su camisa, y que no haga nada por nadie, ni reciba nada de nadie. En este momento, Critias, impaciente al ver tratar tan ligeramente una definición que pudo sugerir al joven Carmides, entra en lid y acaba por verse batido a su vez. Por lo pronto se propone escapar de las sutilezas de Sócrates, valiéndose de una sutil distinción entre hacer una cosa y trabajar en una cosa, y se ve bien presto conducido, casi sin advertirlo, a sustituir la fórmula: hacer el bien, a la otra fórmula: hacer lo que nos es propio. Hacer el bien, he aquí la sabiduría. ¿Es eso cierto? pregunta Sócrates. ¿El que obra ciegamente, haga lo que quiera, es sabio? ¿Ser sabio no es por lo contrario saber lo que se hace, lo que se quiere, lo que se piensa, lo que uno es, en una palabra, saberse a sí mismo? Critias, siempre dispuesto a pronunciarse decidido sostenedor de la verdad, y también a abandonar una opinión por otra, exclama en este sentido: «sí, la sabiduría es verdaderamente la ciencia de sí mismo, y no hay duda que así lo ha entendido el Dios de Delfos.» Aquí comienza una larga y sofística discusión, que llena la segunda mitad del diálogo. Sócrates establece: primero, que la ciencia de sí mismo es imposible; segundo, que es inútil; de donde se sigue, que tal ciencia de sí mismo no es la sabiduría. ¿Qué es la ciencia de sí mismo? Una ciencia, en la que aquello que sabe (el sujeto) se confunde con aquello que es sabido (el objeto); por consiguiente, la ciencia de la ciencia; por consiguiente, la ciencia de la ciencia y de la ignorancia. ¿Y no comprendéis que esta concepción de una ciencia de la ciencia y de la ignorancia es esencialmente contradictoria? Esto equivale a decir que existe una vista de la vista y de lo que no es visto, la cual no ve nada de lo que es colorado; un oído del oído y de lo que no es oído, el cual no oye nada de lo que es sonoro; [205] un sentido de los sentidos y de lo que no son sentidos, el cual no siente nada de lo que es sensible; un deseo que no es el deseo del placer; una voluntad, que no quiere ningún bien, pero se quiere a sí misma y aun a lo que no es voluntad; un amor que no ama ningún género de belleza, pero se ama a sí mismo y ama a lo que no es amor; un temor, que sin temer ningún peligro, se teme a sí mismo y a lo que no es temor; una opinión, que sin ser la opinión de nada, es opinión de sí misma y de lo que no es opinión. Por otra parte, fijaros bien en lo que voy a decir. Lo propio de una ciencia de la ciencia sería referirse exclusivamente a sí mismo como sujeto, y universalmente a todas las cosas como objeto; sería por lo tanto más que ella misma, y menos que ella misma, doble absurdo. En fin, esta relación de una cosa a sí, que nosotros no observamos en ninguna parte, ¿qué hombre se atreverla a afirmar que la concibe claramente? La ciencia de la ciencia y de la ignorancia, es decir, la ciencia de sí mismo, no parece posible; y si la suponemos posible, tampoco es útil. En efecto, esta ciencia nos enseña que nosotros sabemos o que no sabemos, que los demás saben o que no saben; pero no nos enseña lo que nosotros sabemos y lo que no sabemos; lo que los demás saben y lo que no saben. Este último conocimiento nos sería sin duda muy ventajoso, puesto que nos permitiría hacer precisamente lo que estamos en estado de hacer, confiando lo demás a los hombres entendidos; en cuanto al primero, es de hecho vana y estéril y de ningún uso en el gobierno de los negocios privados, como en el de los públicos. Pero hay más. En el acto mismo en que la ciencia de la ciencia y de la ignorancia nos enseñase lo que sabemos y lo que no sabemos, lo que los demás saben y no saben, no se seguiría, como con demasiada ligereza hemos concedido, que pueda verdaderamente contribuir a nuestra felicidad. Esto es más bien un [206] privilegio de la ciencia del bien y del mal. He aquí la ciencia útil; y como la ciencia de la ciencia y de la ignorancia no es esta ciencia, es claro que no es útil. En resumen, la sabiduría no es la mesura, ni el pudor, ni la atención para hacer lo que nos es propio, ni la práctica del bien, ni la ciencia de sí mismo: he aquí lo que nos dice el Carmides. Pues entonces ¿qué es?; esto es lo que no nos dice. La razón es, porque el verdadero objeto de este diálogo no es definir la sabiduría, sino convencer a Carmides (es decir a los jóvenes en general) que no es tan instruido como cree serlo, para que de este modo nazca en su alma, con una justa desconfianza, el saludable deseo de indagar y buscar la verdad. Conclusión toda práctica, de un interés superior, y que Platón ha puesto en acción, si puede decirse así, al final de este diálogo, presentándonos a Carmides modesto y resuelto a someterse a los encantos de Sócrates. En nuestra opinión, si se quiere formar una idea exacta del Carmides y del objeto que Platón se propuso, es preciso tener en cuenta el método de Sócrates, y presentarlo en toda su verdad. Su método comprende la ironía, de que se sirve Sócrates como de un arma para herir a los sofistas, y el arte de amamantar el espíritu de los jóvenes. En lo que no se han fijado bastante es, que en este arte hay dos partes muy distintas; en la primera conduce a la duda por la refutación; en la segunda conduce al conocimiento por la inducción. Por lo pronto es preciso dudar; porque ¿cómo podrán tenerse nociones exactas si no se las busca? y ¿cómo se las busca, si se cree saberlo todo? Este es en general el error de la juventud: contentarse con semiverdades y creer conocer lo que no conoce; sobre todo, este era el de la juventud ateniense en la época de Sócrates y de Platón, viciada como estaba por los sofistas. Cuando Sócrates se dirigía a un joven, su primer cuidado era probarle su ignorancia, interrogándole [207] hábilmente y arrancándole esta confesión: yo no sé nada. Saber que no se sabe; he aquí la disposición intelectual, sin la que no es posible aprender verdaderamente; y el primer esfuerzo de dicho arte era crear esta convicción. Y ahora bien, ¿no es este el objeto del Carmides? ¿No representa muy fielmente el primer momento de este arte? ¿No es esto lo que le da sentido y seriedad, y lo que constituye su interés y su mérito? Pero por haberle traducido, no es cosa de que nos alucinemos sobre su verdadero valor. Su defecto no consiste en no haber concluido, porque bastante conclusión es el despertar en el alma de los lectores jóvenes la desconfianza de sí mismos, condición de todo examen e indagación, sin los cuales no hay conocimiento sólido, ni ciencia digna de este nombre; de lo que le acusaremos es de abusar del doble sentido de las palabras; de refutar cosas que no merecen ser refutadas y otras que no deben serlo; de refutar sin refutar, superficialmente y en apariencia; en fin, de no ir al fondo de cosa alguna. Sobre todo, le echaremos en cara el haber amontonado una nube de sutilezas, haciéndolas recaer sobre la ciencia de nuestra alma, que es la ciencia por excelencia. Esto no es más que un juego, como lo ha visto y lo ha dicho muy oportunamente M. Cousin; y ninguna necesidad había de esto, ni de correr el riesgo de comprometer sin motivos una verdad capital, querida de la escuela socrática y de todos los verdaderos filósofos, cualquiera que sea su escuela. ¿Quiere decir esto que el Carmides sea indigno de Platón o no sea de Platón? De ninguna manera. El águila no se cierne siempre sobre las nubes, algunas veces descansa en las cimas de una roca, o desciende al llano. Todas las obras de un maestro no son necesariamente obras magistrales; y no vemos por qué Platón no ha podido escribir un día, como por desahogo, un diálogo de menos mérito. {Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate, tomo primero, Madrid 1871, páginas 203-207.} |
Donald Trump. |
Actualidad Trump 2.0, balada de Nueva York, |
Eugenio Blanco 9 noviembre 2024 Boris Vitvitskiy, un acérrimo seguidor de Trump con nombre de espía soviético, llegó a Nueva York la noche de las elecciones conduciendo un Tesla Cybertruck. Aparcó al lado de la Torre Trump y sacó unos botes de spray para que todo el que quisiera dejara un mensaje o hiciera un grafiti en el coche comercial que más se parece al Batmóvil. Boris estaba en una nube viendo cómo alrededor de su coche se arremolinaban extraños y turistas para dejar un mensaje en la carrocería del vehículo. “Vengo de Indiana y quería estar en Nueva York la noche de las elecciones para celebrar con todo el mundo la victoria de Trump”, relataba. De vez en cuando, en medio de los festejos, se ponía a promocionar su página personal de nutrición. “La dieta del león es la única solución para estar siempre sano: solo hay que comer carne roja y beber agua”, decía a cualquiera que se detuviera un rato con él. La gente, finalmente, le saludaba, se hacía el último selfie y proseguía su camino por la Quinta Avenida para fotografiar la próxima excentricidad: en este caso un cómico disfrazado de Trump, que dirigía el tráfico de la avenida más famosa del mundo mientras chocaba violentamente la mano de los viandantes y hacía espasmos autoritarios. Donald Trump había ganado las elecciones en Estados Unidos y Nueva York amanecía con las pilas cargadas, como siempre irrevocable, con su ritmo caótico marcando el paso de la vida. Delirio en Times Square. Times Square era una coctelera de emociones enfáticas y variadas. Simpatizantes eufóricos de Trump, más o menos ataviados con banderas y gorras de Make America Great Again, se fundían con el paisaje ecléctico del centro de Nueva York. “Es verdad que pensaba que iba a estar más ajustado”, decía Graham, un neoyorquino que había votado a Biden en 2020 mientras ondeaba una bandera americana, “pero los Demócratas han pecado de arrogancia y cada vez están más alejados de los problemas de la gente de verdad”. Esta afirmación representaba el sentir de los aficionados más reflexivos de Trump: “Los precios se han disparado, las calles cada vez son más inseguras, en el día a día simplemente todo parece más difícil”, argumentaba Rosalind, una empleada de una aseguradora de New Jersey. Mientras las conversaciones y los festejos se sucedían, los turistas lanzaban fotografías. Las pantallas combinaban información política con toda clase de anuncios comerciales. Una actriz disfrazada de Marilyn Monroe filmaba un comercial. Justo detrás de ella aparecía un hombre que protestaba con una pancarta que decía «Evitemos la III Guerra Mundial«. Se le notaba cansado. Llevaba mucho tiempo recorriendo las calles con el mensaje, pero no cejaba en su empeño de buscar conversación con quien quisiera escucharlo. Como Boris, sí, pero a la inversa. “Llevo aquí desde antes de la votación. Ayer estuve todo el tiempo diciendo que nadie votase a Trump por los riesgos que trae consigo. Hoy, que ya sabemos que será presidente, les pido a todos que no dejemos que nadie pierda la cabeza”. Había algo nihilista en su tono de voz. Por un momento, Times Square parecía más una escena de un sueño que una porción de la realidad. Una mujer lloraba abrazada a su pareja, un hombre con una bandera y una gorra de Trump. Ella había apoyado a Harris y se consolaba en el hombro de su novio, que había optado por el republicano. Toda una catarsis. “No se preocupen, esta noche volveremos a dormir juntos”, decía a los curiosos y a las cámaras que presenciaban la escena. Un par de hombres ponían serpientes en el cuello de los turistas para fotografiarlos. Periodistas repasaban las notas y se atusaban el pelo antes de entrar en directo. Bicicletas con carrozas cruzaban las calles al ritmo ensordecedor de Empire State of Mind, de JAY-Z y Alicia Keys. Un grupo de cuatro mujeres trans publicitaban una marca de ropa interior con el lema «Fashion is Freedom» y atendían a algunos redactores dando su visión sobre la reciente victoria del candidato republicano: “No sabemos ahora mismo si es más fuerte nuestra inquietud o más fuerte nuestro dolor”. La encrucijada de Harlem. En la jornada post-electoral en Harlem todavía se recordaba a Quincy Jones en el Teatro Apollo. La gente entraba y salía con sus coladas de una lavandería de toldo amarillo en el boulevard de Malcolm X. En la esquina, dos amigos jugaban frenéticamente partidas rápidas de ajedrez y no querían ni oír hablar de política. Muchísimas paredes del barrio tenían murales y propaganda electoral en favor de Harris. En muchos carteles, Kamala compartía espacio con Obama o Martin Luther King. En uno de esos carteles, alguien había pegado sobre la sonrisa de la vicepresidenta una pegatina de Make America Again. Algo así como una metáfora. Y es que, sorprendentemente, pese a ganar claramente el voto de la comunidad negra, Harris no ha podido capitalizar sus orígenes étnicos y ha perdido apoyo respecto a Biden en 2020 en la comunidad. “Por aquí será difícil encontrar a alguien que te reconozca que ha votado a Trump”, comentaba Sondra Buron, una mujer jubilada que esperaba el autobús en el boulevard Frederick Douglass, “yo simplemente no puedo entender que volvamos a tener un presidente que nos trata claramente con ese paternalismo hiriente”. Be Kind. Be Well. Be Safe. Be Love. Estas frases, diseñadas con neones de colores, marcan la entrada a Harlem en la calle 125, entre Lexington y Park Avenue, donde se encuentra una de las manzanas más decadentes de Nueva York. Pero aquí, poca gente puede ser amable. Poca gente está bien. Y, mucho menos, poca gente está segura. La potente crisis del fentanilo ha tomado estas calles. La escena era tremenda. Personas sin hogar pidiendo un dólar de manera agónica; hombres tendidos en cualquier escorzo, sin manta ni protección; esquinas repletas de basura; miradas desesperadas; policías tensos custodiando las bocas de metro y las esquinas. Para ellos, el día post-electoral era solo otro día más de dolor. En 2022 las cifras de muertos por la crisis superaron las 100.000 personas en Estados Unidos. Es complicado asumir en su clara dimensión el problema, pero valga esta información como reflejo. Para que las muertes vayan descendiendo, el Gobierno ha tomado la medida radical de inundar espacios públicos con Narcan, un medicamento compuesto de naloxona que cualquier vecino puede administrar a una persona en sobredosis, previa formación de 15 minutos en alguna librería pública. Para los adictos que viven y mueren en estas calles, aunque su situación ha sido mencionada directa e indirectamente en muchos discursos de campaña, sea para reforzar los mensajes de seguridad, de inmigración o de salud pública, tristemente, importaba muy poco quién hubiera ganado. Más expectación que shock en Columbia. Muy pocas cuadras al sur, en una realidad diametralmente opuesta, muchos estudiantes de Columbia salían del metro con la prisa habitual para no llegar tarde a sus clases. Robert y Martha desayunaban en un café del alto Broadway antes de empezar las clases. Robert, de Oregón, llevaba un par de años viviendo en Nueva York y era muy crítico con Harris. “Los Demócratas sabían que presentaban una candidata muy floja”. Martha, terminándose el café, discrepaba: “Vista las circunstancias y el tiempo que ha tenido, yo creo que ha dado la cara y ha hecho una campaña muy digna”. Al cabo de un rato, cambiaron de tema y empezaron a quejarse del deadline que había marcado su profesor de Historia Contemporánea. En un banco de granito al lado del departamento de Ciencia Política, Robert Shapiro, con más de cuatro décadas impartiendo clases en Columbia y exdirector del mismo departamento, intentaba no caer en el dramatismo. “Hemos aprendido que no podemos pensar demasiado a Trump”, reflexionaba hablando con voz muy templada. “Es verdad que tenemos un alto nivel de polarización y de violencia política en la sociedad, pero hemos tenido unas elecciones muy pacíficas y que se han resuelto rápidamente, así que cualquier sombra de insurrección ya sabemos que no ocurrirá”. En un momento turbulento, la gran pregunta es qué hará ahora Trump con el enorme capital político que le ha dado la sociedad americana. “Cuando he intentado ser optimista con Trump, no he solido tener éxito”, sonreía levemente Shapiro, “lo que es innegable que en su discurso de investidura tiene una gran oportunidad para empezar a unir a los americanos y hacer algo muy diferente de lo que hizo en 2020.” ¿Algo que le inquiete especialmente al profesor? “Sería muy preocupante que Trump, como ha dicho en campaña, amnistiase a los asaltantes del Capitolio que están en la cárcel con sentencias firmes”. Una performance en Brooklyn Alguien sin duda obsesionado por la polarización en la política estadounidense es el artista y profesor de Brooklyn Brandon Woolf. Por eso pensó en un performance que concienciara a sus vecinos de lo importante que era volver a escucharse. Durante todo el mes antes de las elecciones se plantó con una vieja máquina de coser Singer enfrente de la Public Brooklyn Library. Todo el que quería podía ir con sus prendas rotas para zurcirlas. “No tenía idea de coser y eso en parte era lo interesante de la experiencia: aprender juntos a hacer una cosa complicada, como lo es reparar nuestra democracia”, explicaba, todavía digiriendo el resultado electoral. Brandon explicaba que su máquina de coser era como las instituciones en Estados Unidos, “seguramente un poco viejas, un poco anquilosadas, pero que si uno quiere hacerlas funcionar todavía pueden hacer un buen trabajo”, decía con énfasis, para momentos después quedarse pensativo, “aunque ahora no sé si nuestra ropa tiene más agujeros que antes”. Era noviembre en Nueva York y el termómetro no bajaba de 20 grados. En un edificio al lado de Union Square había un letrero luminoso con una cuenta atrás que marcaba la lucha contra el cambio climático. En Lee Avenue los rabinos conversaban mientras sus tirabuzones se balanceaban. Un grupo de escolares jugaba al béisbol en Central Park. Wall Street subía con fuerza impulsada por la elección de Trump. En el barrio hipster de Nolita los garitos empezaban a llenarse. Nueva York, nada menos, con su ritmo caótico marcando el paso de la vida. La librería donde Brandon hizo la performance está al lado de Park Slope, el mítico barrio donde vivió y escribió su obra Paul Auster. En sus calles muchos vecinos sacaban a pasear a sus perros y concedían un rictus reflexivo. En una frutería del barrio una mujer de unos cincuenta años seleccionaba las ciruelas con cautela, “dulces para que pase el disgusto”, concedía. Park Slope. Las calles de los intelectuales. De la élite cultural. Las librerías mostraban las novedades literarias y un jugoso programa de recitales y actividades. En cualquier momento parecía que iba a aparecer por ahí Harry Brightman, el cínico personaje de Brooklyn Follies, con un pañuelo en la americana y moviendo la cabeza con desaprobación y elegancia. El ambiente era delicado e hipnótico. La misma casa de ladrillo rojo donde residió Paul Auster parecía una casa encantada. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario