Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti;
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Platón El primer Alcibiades o de la naturaleza humana II |
Alcibiades Quizá digas verdad. Sócrates ¡Oh! no, no, mi querido Alcibiades; no debes pensar sino en superar a un Midias, tan entendido en la cría de codornices y a otros de este jaez, que se inmiscuyen en la gobernación de la república, descubriendo aún, como dirían ciertas mujerzuelas, la larga cabellera de esclavos{9} que llevan en su alma, y que con su lenguaje bárbaro, lejos de gobernarla, han llegado a corromper la ciudad por medio de sus cobardes adulaciones. He aquí las gentes que debes proponernos por modelos, sin pensar en ti mismo, sin pensar en instruirte; y de esta manera irás y sostendrás los combates que te esperan, sin haberte ejercitado jamás, sin haber hecho ningún preparativo; y en tal estado te pondrás a la cabeza de los atenienses. Alcibiades Todo lo que me dices, Sócrates, lo tengo por verdadero; sin embargo, me imagino que los generales de Lacedemonia y el rey de Persia son como los demás. Sócrates. ¡Ah, mi querido Alcibiades; fíjate un poco, te lo suplico, en esa opinión! Alcibiades ¿Cómo? [159] Sócrates Primeramente, ¿cuál de estas dos cosas te daría más cuidado: formarte de estos hombres una idea que te les haga temibles, o tomarlos por hombres de quienes nada tienes que temer? Alcibiades Sin dudar, prefiero formar una gran idea de ellos. Sócrates ¿Crees que será un mal para ti el tener cuidado de ti mismo? Alcibiades Por lo contrario, estoy persuadido de que sería un gran bien. Sócrates De esa manera la opinión que has formado de tus enemigos es ya un gran mal. Alcibiades Lo confieso. Sócrates Además es falsa, y puedo hacértelo ver. Alcibiades ¿Cómo? Sócrates Qué hombres piensas que son los mejores, ¿los de alto, o los de bajo nacimiento? Alcibiades Los de alto nacimiento, evidentemente. Sócrates Y los que a este gran nacimiento han unido una buena educación, ¿no crees que tienen todo lo necesario para la perfección de la virtud? Alcibiades Eso es indudable. Sócrates Comparando, pues, nuestra condición a la suya, [160] veamos en primer lugar, si los reyes de Lacedemonia y el rey de Persia son de nacimiento inferior al nuestro. ¿No sabemos que los primeros descienden de Hércules, y los últimos de Aquemenes y que Hércules y Aquemenes descienden de Júpiter? Alcibiades Y mi familia, Sócrates, ¿no desciende de Eurisaces y Eurisaces no remonta hasta Júpiter? Sócrates Y la mía, mi querido Alcibiades, ya que lo tomas por ese rumbo, ¿no desciende de Dédalo, y Dédalo no nos lleva hasta Vulcano, hijo de Júpiter? Pero la diferencia que hay entre ellos y nosotros es, que remontan hasta Júpiter por una gradación continua de reyes sin ninguna interrupción; los unos han sido reyes de Argos y de Lacedemonia, y los otros siempre han reinado en Persia y han poseído muchas veces el Asia, como sucede en este momento; en lugar de que nuestros abuelos no han sido más que simples particulares como nosotros. Si te vieses precisado a dar explicación a Artaxerxes, hijo de Xerxes, de tus antepasados, y de Salamina la patria de Eurisaces, o de Egina la de Eaco, más antigua aún, ¿qué objeto de risa no sería para él? Así como estamos precisados a darnos por vencidos en punto a nacimiento, veamos si no somos tan inferiores en punto a educación. ¿No te han dicho nunca las grandes ventajas que tienen en esto los reyes de Lacedemonia, cuyas mujeres son guardadas por los Éforos, para asegurarse, cuanto es posible, de que no darán a luz más que reyes de la raza de Hércules? Y el rey de Persia está en este concepto tan por cima de los reyes de Lacedemonia, que jamás se ha sospechado que la reina pueda dar a luz un príncipe que no sea hijo del rey, y por esta razón jamás se ha guardado, siendo su única guarda el temor. En el nacimiento del primogénito, que debe suceder en la corona, todos los pueblos de este gran [161] imperio celebran con festejos este día, y posteriormente todos los años se solemniza el día con sacrificios solemnes en todas las provincias del Asia; en lugar de que cuando nosotros nacemos, mi querido Alcibiades, se nos puede aplicar el dicho del poeta cómico: apenas nuestros vecinos se aperciben de ello. El tal niño es educado, no por una nodriza de bajo nacimiento, sino por los más virtuosos eunucos de la corte, que tienen cuidado de formar y amoldar su cuerpo para que tenga el talle más hermoso posible, y cuyo empleo da una consideración muy alta. Cuando tiene siete años, le pone a cargo de escuderos, y entra ya a ejercitar la caza. A los catorce se le entrega a los preceptores del rey, que son cuatro señores escogidos, los más estimados de toda la Persia, y se procura que estén en el vigor de la edad; el uno pasa por el más sabio, el otro por el más justo, el tercero por el más templado y el cuarto por el más valiente. El primero le enseña la magia de Zoroastro, hijo de Ormuzd; es decir, la religión y todo el culto de los dioses, y le enseña igualmente todos los deberes de buen rey. El segundo le enseña a decir siempre la verdad, aunque sea contra sí mismo. El tercero le enseña a no dejarse jamás vencer por sus pasiones, a fin de que se mantenga siempre libre y rey, teniendo siempre imperio sobre sí mismo. El cuarto le acostumbra a ser intrépido, y le enseña a no temer nada; porque si teme, es esclavo. En vez de todo esto, dime tú, ¿qué preceptor has tenido? Pericles te abandonó en manos de Zopiro, esclavo de Tracia, que era incapaz de otro empleo a causa de su ancianidad. Te referiría todo el curso de la educación de tus adversarios si no fuese tarea larga, pero la muestra que acabo de darte creo sea bastante para que puedas juzgar de lo demás. Nadie ha tenido más cuidado de tu nacimiento que del de cualquiera otro ateniense, ni nadie cuida de tu educación, a menos que tengas [162] algún amigo que se interese en ello. Si atiendes a las riquezas de los persas, a la magnificencia de sus trajes, al prodigioso gasto que hacen en perfumes y esencias, a la multitud de esclavos de que se ven rodeados, a todo su lujo y delicadeza, te ruborizarías al verte tan por bajo de ellos. ¿Quieres echar una mirada sobre la templanza de los lacedemonios, su modestia, su desembarazo, su dulzura, su magnanimidad, su igualdad de espíritu en todos los accidentes de la vida, sobre su valor, su firmeza, su paciencia en los trabajos, su noble emulación, su amor a la gloria? en todas estas cualidades tú eres un niño cotejado con ellos. Si quieres que miremos a las riquezas, porque creas tener por este lado alguna ventaja, voy a hablarte de ellas para hacerte conocer quién eres tú. No hay ninguna comparación entre nosotros y los lacedemonios, pues son ellos infinitamente más ricos. ¿Se atrevería ninguno de nosotros a comparar nuestras tierras con las de Esparta y de Mesena, que son mucho más extensas y mejores, y que mantienen un número infinito de esclavos sin contar los ilotas? Añade los caballos y los demás ganados que moran en los pastos de Mesena. Pero dejo esto aparte para hablarte sólo del oro y de la plata; toda la Grecia reunida tiene menos que Lacedemonia sola, porque hace tiempo el dinero de toda la Grecia y muchas veces el de los bárbaros entra en Lacedemonia y no sale jamás; y como la zorra dijo al león en las fábulas de Esopo: veo muy bien los pasos del dinero que entra en Lacedemonia, pero no veo los del que sale. También es cierto que los particulares son más ricos en Lacedemonia que en todo el resto de la Grecia, y que el rey es allí más rico que todos los particulares; porque además de los grandes bienes que tiene como suyos propios, se le pasa una cantidad considerable. Pero si la riqueza de los lacedemonios aparece tan grande cotejada con la del resto de la Grecia, no es [163] nada para con la del rey de Persia. He oído decir a un hombre digno de fe, que había sido uno de los embajadores cerca de este príncipe, que había hecho una gran jornada por un país bellísimo y fertilísimo, que los naturales llamaban la cintura de la Reina; que en otra jornada pasó por otro país que se llamaba el velo de la Reina, y que había otras grandes y fértiles provincias destinadas únicamente a suministrar los trajes de la reina, cada una de las cuales llevaba el nombre de la prenda de ropaje que tenía que suministrar. De manera, que si alguno fuese a decir a la esposa de Jerjes, a Amestris madre del rey: hay en Atenas un hombre, que, en todo lo que tiene, sólo cuenta con trescientos arpentas, poco más o menos, de tierra que posee en el pueblo de Erquies, y es hijo de Dinomaca, cuyo equipo, menaje y joyas apenas valen cincuenta minas, y este hombre se prepara para hacer la guerra a Artagerjes. ¡Cuál sería al pronto su sorpresa, al ver la audacia de este hombre, que quiere atacar al gran rey Artagerjes!... ¿Qué crees que pensaría? Sin duda diría: este hombre funda seguramente el triunfo de semejante empresa en su aplicación, en su gran habilidad, porque estas son las únicas cosas que aprecian los griegos. Pero cuando se le dijese: este Alcibiades es un joven que no tiene veinte años, sin ninguna clase de experiencia, y tan presuntuoso, que cuando su amigo le hizo ver que debe ante todas cosas tener cuidado de sí, trabajar, meditar, ejercitarse, y que sólo después de esto podrá hacer la guerra al gran rey, no quiere creer nada, y dice, que tal como es, se considera con el mérito necesario para ello. Creo que la sorpresa de la reina sería mucho mayor, y nos preguntaría: ¿en qué se fía ese joven? y si nosotros le respondiéramos: en su belleza, en su talle, en su riqueza y en las dotes de su espíritu, ¿no es cierto que nos tendría por locos, si fijaba su atención en la superioridad [164] de estos datos respecto de ella misma? Pero sin subir tan alto, creo, que Lampito, hija de Leoliquidas, mujer de Arquidamo y madre de Agis, que son todos de casta real en Lacedemonia, no se sorprendería menos, si se le dijese, que mal educado como has sido, deseas ponerte a la cabeza de los atenienses para hacer la guerra a su hijo. ¡Ah! ¿y no sería una vergüenza, que mujeres, y mujeres de nuestros enemigos, sepan mejor que nosotros mismos las cualidades que deberíamos tener para hacerles la guerra? Así, mi querido Alcibiades, sigue mis consejos, y obedece al precepto que está escrito en el frontispicio del templo de Delfos: Conócete a ti mismo, porque los enemigos con quienes te las has de haber son tales, como yo los represento y no como tú te imaginas. El único medio de vencerlos es la aplicación y la habilidad; si renuncias a estas cualidades necesarias, renuncia también a la gloria fuera y dentro de tu país, gloria a que has aspirado con más ardor que otro alguno. Alcibiades Puedes explicarme, Sócrates, ¿cuál es el cuidado que debo tomar de mí mismo? porque me hablas, lo confieso, con más sinceridad que ningún otro. Sócrates Sin duda puedo hacerlo; pero no es esto útil a ti sólo. Juntos debemos buscar los medios de hacernos mejores, que yo no tengo menos necesidad que tú, yo que sobre ti tengo sólo una ventaja. Alcibiades ¿Cuál es esa ventaja? Sócrates Que mi tutor es mejor y más sabio que Pericles, que es el tuyo. Alcibiades ¿Quién es ese tutor? [165] Sócrates El Dios que hasta hoy no me ha permitido hablarte; siguiendo sus aspiraciones, sólo mediando yo puedes conseguir la gloria, como antes te dije. Alcibiades ¿Te burlas, Sócrates? Sócrates Quizá; pero siempre es una verdad que tenemos una necesidad muy grande de mirar por nosotros mismos, como la tienen todos los hombres, y nosotros dos más que ninguno. Alcibiades Sí, Sócrates, cuando menos por lo que a mí toca. Sócrates Y lo mismo me sucede a mí. Alcibiades ¿Qué haremos, pues? Sócrates Este es el momento, querido mío, en que es preciso quitar la pereza y la desidia. Alcibiades Convengo en ello. Sócrates Veamos y examinemos juntos lo que intentamos. Dime, ¿no queremos hacernos muy buenos? Alcibiades Sí. Sócrates ¿En qué clase de virtud? Alcibiades En la virtud que constituye la bondad del hombre. Sócrates ¿Y quién es el hombre bueno? Alcibiades El que lo es para los negocios. [166] Sócrates ¿Para qué negocios? ¿Para los de equitación? Alcibiades No. Sócrates Porque eso corresponde a los picadores. Alcibiades Sí. Sócrates ¿En los de la marina? Alcibiades Tampoco. Sócrates Porque eso corresponde a los pilotos. Alcibiades Sí. Sócrates ¿Pues en qué negocios? Alcibiades En los negocios que ocupan a nuestros mejores atenienses. Sócrates ¿Qué entiendes por nuestros mejores atenienses? ¿Son los hábiles o los inhábiles? Alcibiades Los hábiles. Sócrates ¿Por lo tanto, según tú, cuando es hábil uno para una cosa, es bueno para la cosa misma? Alcibiades Sí. Sócrates ¿Y los inhábiles no son en manera alguna buenos? Alcibiades Sin duda. [167] Sócrates Un zapatero tiene toda la habilidad para hacer zapatos; ¿es bueno para esto? Alcibiades Muy bueno. Sócrates ¿Pero es inhábil para hacer trajes? Alcibiades Sí. Sócrates Por consiguiente es un mal sastre. Alcibiades Sin dificultad. Sócrates Este mismo hombre, por lo tanto, ¿es bueno y malo? Alcibiades Así me lo parece. Sócrates Se sigue de este principio, que aquellos que tú llamas buenos son igualmente malos. Alcibiades No es eso lo que yo quiero decir. Sócrates Pues entonces ¿qué entiendes por hombres buenos? Alcibiades Entiendo los que saben gobernar. Sócrates ¿Gobernar, qué? ¿caballos? Alcibiades No. Sócrates ¿Hombres? Alcibiades Sí. [168] Sócrates ¿Los enfermos? No. ¿Los pilotos? Tampoco. ¿Los labradores? Tampoco. Sócrates Pues, ¿quiénes? ¿Los que hacen algo, o los que no hacen nada? Alcibiades Los que hacen alguna cosa. Sócrates ¿Quiénes son? ¿Qué? Trata de explicarte y de hacérmelo comprender. Alcibiades Los que viven en sociedad y se sirven los unos a los otros, como los que vivimos en las ciudades. Sócrates Según tú, es gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres. Alcibiades Así lo entiendo. Sócrates ¿Es gobernar a los contramaestres que se sirven de los marineros? Alcibiades No. Sócrates Porque eso pertenece a los pilotos. [169] Alcibiades Sí. Sócrates ¿Es gobernar a los tocadores de flauta que se sirven de músicos y danzantes? Alcibiades Tampoco. Sócrates Porque eso pertenece a los maestros de capilla. Alcibiades Es cierto. Sócrates Entonces ¿qué entiendes por gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres? Alcibiades Entiendo mandar a hombres que viven juntos bajo las mismas leyes y el mismo gobierno. Sócrates ¿Y qué arte es ese que enseña a mandarlos? Si te preguntase, cuál es el arte que enseña a mandar a todos los marineros de un mismo buque, ¿qué me responderías? Alcibiades Que es el arte de los pilotos. Sócrates Y si te preguntase, ¿cuál es el arte que enseña a mandar a los músicos y danzantes? Alcibiades Yo te respondería que es el arte de los maestros de capilla. Sócrates ¿Cómo llamas este arte que enseña a mandar a los que forman un mismo cuerpo de Estado? Alcibiades El arte de aconsejar bien, Sócrates [170] ¡Cómo! ¿El arte de los pilotos es el arte de dar malos consejos? Alcibiades No. Sócrates ¿No se proponen darlos buenos? Alcibiades Seguramente, por el bien de los que se hallan embarcados. Sócrates Dices muy bien. ¿Pero de qué buenos consejos hablas, y qué es a lo que tienden? Alcibiades Tienden a conservar y mejorar la gobernación. Sócrates ¿Pero qué es lo que conserva los Estados? ¿Qué cosa es esa cuya presencia o ausencia sostiene la sociedad? Si tú me preguntaras, qué es lo que un cuerpo debe tener o no tener para mantenerse sano y en buen estado, yo te respondería sobre la marcha, que debe tener la salud y no tener la enfermedad. ¿No lo crees tú como yo? Alcibiades Lo mismo que tú. Sócrates Y si me preguntases lo mismo sobre el ojo respondería igualmente, que está bien cuando tiene buena vista, y mal cuando tiene ceguera; sobre los oídos lo mismo, que están bien cuando tienen todo lo que necesitan para oír, sin ninguna disposición para la sordera. Alcibiades Eso es cierto. Sócrates Y en un Estado, ¿qué es lo que debe haber o no haber para que se halle en la mejor situación posible? [171] Alcibiades Me parece, Sócrates, que es preciso que la amistad reine entre los ciudadanos, y que se destierren entre ellos el odio y la división. Sócrates ¿Qué llamas amistad? ¿es la concordia o la discordia? Alcibiades La concordia seguramente. Sócrates ¿Cuál es el arte que hace que los Estados concuerden, por ejemplo, sobre los números? Alcibiades Es la aritmética. Sócrates ¿Es un arte en el que concuerdan entre sí los particulares? Alcibiades Sí. Sócrates ¿Y cada uno consigo mismo? Alcibiades Sin dificultad. Sócrates ¿Y cómo llamas al arte que hace que cada uno concuerde consigo mismo siempre sobre la magnitud de un pie o de un codo? ¿no es el arte de medir? Alcibiades Sí, sin duda. Sócrates Y los Estados y los particulares ¿se ponen de acuerdo por medio de este arte? Alcibiades Sí. Sócrates ¿No sucede lo mismo sobre los pesos? [172] Alcibiades Lo mismo. Sócrates ¿Y cuál es la concordia de que hablas? ¿en qué consiste y qué arte es el que la da a conocer? ¿la de un Estado es la misma que hace que un particular se ponga de acuerdo consigo mismo y con los demás? Alcibiades Me parece que es la misma. Sócrates ¿Cuál es? no desistas de responderme, e instrúyeme por caridad. Alcibiades Creo que es esta amistad y esta concordia que hacen que un padre y una madre estén bien con sus hijos, un hermano con su hermano, una mujer con su marido. Sócrates ¿Crees que un marido puede estar de acuerdo con su mujer sobre obras de lana que ella entiende perfectamente y que él no entiende? Alcibiades No, sin duda. Sócrates Es imposible, porque es una obra de mujer. Alcibiades Sí. Sócrates ¿Es posible que una mujer pueda estar de acuerdo con su marido en materia de armas, cuando no sabe lo que son? Alcibiades No. Sócrates Me podrías responder que sólo es acomodado al talento del hombre. [173] Alcibiades Es cierto. Sócrates ¿Convienes en que hay ciencias que están destinadas a las mujeres, y otras que están reservadas a los hombres? Alcibiades ¿Quién puede negarlo? Sócrates Sobre todas estas ciencias no es posible que las mujeres estén de acuerdo con sus maridos. Alcibiades Eso es cierto. Sócrates Por consiguiente no habrá amistad, puesto que la amistad no es más que la concordia. Alcibiades Soy de tu opinión. Sócrates Y así cuando una mujer haga lo que debe hacer, ¿no será amada por su marido? Alcibiades No me parece. Sócrates Y cuando un marido haga lo que debe hacer, ¿no será amado por su mujer? Alcibiades No. Sócrates ¿Luego los Estados, en los que hace cada uno lo que debe hacer, no estarán bien gobernados? Alcibiades Me parece que sí, Sócrates. Sócrates ¿Qué es lo que dices? ¿Será bien gobernado un Estado sin que la amistad reine en él? ¿No hemos convenido en [174] que por la amistad un Estado está bien regido, y que en otro caso todo es desorden y confusión? Alcibiades Pero me parece, sin embargo, que es esto mismo lo que produce la amistad; que cada uno haga lo que debe hacer. Sócrates Hace un momento decías lo contrario; pero es preciso que te hagas entender. ¿Cómo dices ahora que la concordia bien establecida produce la amistad? ¡Ah! ¿puede haber concordia sobre negocios que los unos saben y los otros no saben? Alcibiades Eso es imposible. Sócrates Cuando cada uno hace lo que debe hacer, hace lo que es justo o lo que es injusto? Alcibiades ¡Vaya una pregunta! cada uno hace lo que es justo. Sócrates De aquí se sigue, que en el acto mismo en que todos los ciudadanos hacen lo que es justo, no pueden sin embargo amarse. Alcibiades La consecuencia parece necesaria. Sócrates ¿Cuál es, pues, esta amistad o esta concordia que puede hacernos hábiles y capaces de dar buenos consejos, para que entremos así en el número de los que llamas tú buenos ciudadanos? Porque no puedo comprender, ni lo que es, ni en quién se encuentra; porque tan pronto se la encuentra en ciertas personas, tan pronto no se la encuentra ya, como se ve por tus palabras. Alcibiades Te juro, Sócrates, por todos los dioses, que yo mismo [175] no sé lo que me digo, y que corro gran riesgo de estar dentro de algún tiempo en muy mal estado, sin apercibirme de ello. Sócrates No te desanimes, Alcibiades; si te apercibieses de este estado a los cincuenta años, te sería difícil poner remedio y tener cuidado de ti mismo; pero en la edad en que tú estás, es justamente el tiempo oportuno de sentir tu mal. Alcibiades Y cuando uno siente el mal ¿qué deberá hacer? Sócrates Sólo hace falta, Alcibiades, responder a algunas preguntas; si lo haces, espero que, con la ayuda de Dios, tú y yo nos haremos mejores que somos, por lo menos si damos fe a mi profecía. Alcibiades Si sólo consiste en responder, el éxito es seguro. Sócrates Veamos pues. Qué es tener cuidado de sí mismo? no sea que cuando creamos tener más cuidado de nosotros mismos, nos suceda muchas veces, que, sin apercibirnos, sea otra cosa muy distinta la que llame nuestra atención. ¿Qué es preciso hacer para tener cuidado de sí mismo? ¿Tiene un hombre cuidado de sí cuando le tiene de las cosas que son suyas? Alcibiades Así me parece. Sócrates ¿Cómo? un hombre tiene cuidado de sus pies, cuando le tiene de las cosas que son para sus pies? Alcibiades No te entiendo. Sócrates ¿No conoces nada que esté únicamente hecho para la [176] mano? Las sortijas para qué parte del cuerpo están hechas? no son para los dedos? Alcibiades Sin duda. Sócrates ¿Los zapatos no están hechos también para los pies? Alcibiades Seguramente. Sócrates Tenemos cuidado de nuestros pies cuando le tenemos de nuestros zapatos? Alcibiades Aún no te entiendo, Sócrates Sócrates ¡Pero qué! ¿no has dicho, Alcibiades, que se toma cuidado por las cosas? Alcibiades Sí. Sócrates ¿Y hacer una cosa mejor no es tomar cuidado por ella? Alcibiades Sí. Sócrates ¿Cuál es el arte que hace los zapatos mejores? Alcibiades El arte del zapatero. Sócrates ¿Por medio del arte del zapatero es como tenemos cuidado de nuestros zapatos? Alcibiades Sí. Sócrates Es por el arte del zapatero por el que nosotros tenemos cuidado de nuestros pies, o es por el arte que hace nuestros pies mejores? [177] Alcibiades Es por este último arte sin duda. Sócrates ¿No hacemos nuestros pies mejores por el mismo arte que hace todo nuestro cuerpo mejor? Alcibiades Sí. Sócrates ¿Y este arte no es la gimnástica? Alcibiades Seguramente. Sócrates ¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestros pies, y por el arte del zapatero tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestros pies? Alcibiades Sin duda. Sócrates Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestras manos, y por el arte del joyero tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestras manos? Alcibiades Sí. Sócrates ¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestro cuerpo, y por el arte del tejedor y todas las demás artes tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestros cuerpos? Alcibiades Es indudable. Sócrates Y por consiguiente ¿el arte por el que tenemos cuidado de nosotros no es el mismo, que aquel por el que tenemos cuidado de las cosas que son para nosotros? Alcibiades Así lo creo. [178] Sócrates Se sigue de aquí, que cuando tienes cuidado de las cosas que son tuyas, no tienes cuidado de ti mismo. Alcibiades Eso es cierto. Sócrates ¿Porque no es el mismo arte por el que un hombre tiene cuidado de sí mismo y lo tiene de las cosas destinadas para sí mismo? Alcibiades Lo confieso. Sócrates ¿Cuál, pues, es el arte, por el que tenemos cuidado de nosotros mismos? Alcibiades No puedo decírtelo. Sócrates Estamos convenidos ya en que no es ninguno por el que podemos mejorar las cosas que son nuestras, sino que es aquel por el que podemos hacernos nosotros mismos mejores. Alcibiades Eso es cierto. Sócrates ¿Pero podemos conocer el arte de hacer zapatos, si no sabemos antes lo que es un zapato? Alcibiades No. Sócrates ¿Y el arte de engastar sortijas, si no sabemos antes lo que es una sortija? Alcibiades Es claro. Sócrates ¿Qué medio tenemos de conocer el arte que nos hace [179] mejores a nosotros mismos, si no sabemos antes lo que somos nosotros mismos? Alcibiades Es absolutamente imposible. Sócrates ¿Pero es una cosa fácil conocerse a sí mismo, y fue un ignorante el que inscribió este precepto a las puertas del templo de Apolo en Delfos? ¿O es una cosa muy difícil que no es dado a todos los hombres conseguir? Alcibiades Para mí, Sócrates, he creído con la mayor evidencia, que es dado a todos los hombres conseguirlo; pero también que ofrece gran dificultad. |
El vanidoso ateniense con dos caras al que un día se le terminó la buena estrella. La Nación, Argentina 30 de mayo de 2024 Alcibíades Había dos caras en Alcibíades Había dos caras en Alcibíades. Una luminosa, en la que se destacaba su talento, y otra oscura, en la que emergía su deslealtad. Ambas se alternaron a lo largo de su vida, llevándolo hasta el pedestal de los grandes militares y políticos del Siglo de Oro ateniense, pero también hundiéndolo en repetidos exilios que lo acompañaron hasta su muerte. Alcibíades Clinias Escambónidas, tal su nombre compleo, nació en una familia aristocrática de Atenas, en el 450 antes de Cristo (a.C.). Al morir su padre, cuando él tenía solo cinco años, pasó al cuidado de su tío, que era nada menos que el eximio político, jurista y orador Pericles, el gobernante más importante de la Grecia Clásica. Desde temprana edad mostró su carácter y su afán de salirse con la suya de cualquier modo. Una anécdota lo pinta de cuerpo entero, tanto en su acción como en su retórica. Se cuenta que un día se trenzó con otro chico en una pelea callejera en la que perdía el que caía primero al suelo; Alcibíades estaba a punto de caer cuando le mordió la mano a su rival y logró tirarlo . Furioso, el derrotado le enrostró: "Ah, muerdes como un gatito". A lo que él respondió:
Ya en su juventud, Alcibíades siguió sin aceptar que las cosas no fueran como él quería. Un día estaba jugando a los dados en la calle con otros jóvenes atenienses y justo cuando estaba a punto de tirar apareció un carruaje con gran traqueteo. Quisquilloso, él le ordenó al conductor que parara, pero el hombre lo ignoró y siguió adelante. Entonces, él se tiró en medio del camino y desafió al conductor a que lo atropellara, cosa que, por supuesto, éste no quiso hacer y el joven aristócrata se salió una vez más con la suya. Busto del político y estratego militar griego Alcibíades Cuando llegó a la adultez, todo el mundo hablaba de él en la ciudad. Según lo describió el gran historiador y filósofo Plutarco, era rico, tenía una casa espléndida y vestía con ropa lujosa. Muchas personas lo seguían y lo adulaban, con la ilusión de recibir sus favores y regalos. Hacía cosas extravagantes todo el tiempo, amaba la notoriedad y los atenienses hacían correr de boca en boca sus aventuras. Al igual que el mítico héroe griego Aquiles, no concebía una vida sin gloria. Todos se desvivían por tener su favor, pero lo que él quería era estar en compañía de Sócrates, uno de los más grandes exponentes de la filosofía universal, de quien fue discípulo. Mucho se ha escrito sobre el efecto que la belleza de Alcibíades causó en su maestro y de cómo, cuando este finalmente se le insinuó amorosamente, solo recibió su rechazo. Agustín Saade, profesor de la Universidad de Buenos Aires que dicta la asignatura Historia Antigua II, comentó que, según lo que relata Ateneo de Náucratis en El banquete de los eruditos , Alcibíades poseía una belleza poco común que resaltaba su preeminencia en cualquier lugar donde estaba y jamás pasaba inadvertido.
La personalidad de Alcibíades es una de las más complejas de la Grecia Antigua. Así lo definió en su libro El ateniense el escritor Pedro Santamaría: " Los textos describen a Alcibíades como un político ejemplar, pero también como un demagogo ; como un hombre perfecto, rico y extremadamente agraciado, generoso, valiente, ambicioso, promiscuo, sacrílego, pero celoso de su legado como ateniense. Embaucador, camaleónico, encantador, cínico, inteligente, orgulloso, violento, culto… admirado y despreciado, deseado y temido a partes iguales por sus conciudadanos ". Entre sus virtudes pronto se destacó la de gran guerrero. Saade explica que en la Atenas del siglo V a.C. ser hoplita era un deber político y la solidaridad entre ciudadanos era el valor máximo que aspiraba todo polites griego, sobre todo si era rico, como era el caso de Alcibíades . "Por esto, podemos decir siguiendo a Cicerón que, al menos hasta los treinta años, Alcibíades era un ciudadano ateniense modélico, demostrando buenas dotes de oratoria en la asamblea y una muy aceptable experiencia militar en los primeros años de la Guerra del Peloponeso", relató el académico. Formado en la retórica por las mentes más brillantes de su tiempo, Alcibíades se convirtió en uno de los políticos más importantes de Atenas. Varios años antes ya había probado su habilidad en la guerra, participando en las batallas de Potidea y Delios. Unió sus dones como orador a sus dones como soldado y comenzó a hacer campaña en favor de volver a luchar contra Esparta -la famosa guerra del Peloponeso, que enfrentaba a estas dos ciudades principales de Grecia, estaba en una tregua, luego de la firma de la Paz de Nicias-. Daba discursos todo el tiempo a la multitud diciéndole lo grandiosa que era Atenas y las victorias que obtendría si volvía a la guerra. Su voz tuvo eco, se volvió a desatar el conflicto y él, ya como general y gran estratego, ganó renombre, logró varias triunfos y conquistó ciudades. Así que, cuando los atenienses se dispusieron a conquistar Sicilia, él era capitan de 140 naves, más de 5000 soldados de arqueros y honderos. Pese a que compartía -muy a su pesar- el mando con Nicias y Lámaco, se sentía dueño del mundo. Aquel niño que había perdido a su padre cuando tenía cinco años y se había criado al abrigo de su tío, el gran Pericles, era ahora uno de los atenienses más encumbrados, gozaba de la admiración de la gente, había demostrado su genialidad como estratego y tenía un poder inconmensurable. Si conquistaba Sicilia, como ya imaginaba, no tendría límite alguno. Pero las cosas, esta vez, no salieron como él esperaba. Cabezas cortadas Durante los preparativos para la expedición a Sicilia, aparecieron mutilados por toda Atenas los los hermai -cabezas del dios Hermes sobre un plinto con un falo-. Esto ya de por sí fue tomado como un mal presagio para la campaña que se avecinaba; pero además de eso, varios enemigos de Alcibíades lo culparon a él por ese acto sacrílego . En contra del pedido del acusado, que pretendía ser juzgado rápidamente para poder marchar tranquilo a su misión, se pospuso el juicio y se lo obligó a zarpar con el caso sin resolver. La actuación de Alcibíades en Sicilia pasó sin pena ni gloria. No logró destacarse ni concretar la conquista, por lo que fue llamado de nuevo a Atenas para enfrentar su juicio. Nunca quedó claro si era culpable o no, ya que no había pruebas suficientes, pero de todos modos fue condenado a perder sus propiedades y marchar al exilio. El destino que eligió solo haría que las cosas empeoraran: se fue a Esparta, la gran enemiga de los atenienses. Una vez entre los espartanos trató de mimetizarse entre ellos, con el secreto afán de que también allí lo admiraran como en sus primeros tiempos en Atenas. Tiró sus ropas lujosas y empezó a vestirse tan humilde como los espartanos, comía lo mismo que ellos y vivía en una casa modesta. Pero el colmo de su traición a su ciudad natal se produjo cuando se unió a las tropas espartanas que luchaban contra sus otrora conciudadanos. Pero no tendría aquí tampoco un buen final, porque cuando el rey espartano advirtió que no podía confiar en un hombre que había traicionado a su propio pueblo, Alcibíades escapó hacia Asia Menor y, nuevamente, eligió un destino que lo haría ver como mayor traidor a su patria: Persia, la acérrima enemiga de los atenienses -con los que habían protagonizado las Guerras Médicas-. También aquí buscó mimetizarse con las costumbres persas, con la intención de "metérselos en el bolsillo". Pero no permaneció mucho en tierra asiática, porque, contra todo pronóstico, el hombre de las dos caras convenció a los atenienses de que estaba dispuesto a volver a su bando. No solo eso. Ayudó a ganar una batalla naval contra los espartanos, a la que siguieron otros triunfos. Por eso, luego de una larga negociación, logró volver a la ciudad, donde fue recibido con honores y se le devolvieron sus propiedades. Pero esto tampoco no duró mucho, porque pronto la derrota volvió a cernirse sobre él y los atenienses. Esparta ganó la guerra y quemó las murallas de Atenas. Una vez más, Alcibíades huyó. Se refugió en Frigia, con la idea de llegar hasta la corte persa y convencer al rey Artejerjes II de que lo ayudara a enfrentar a Esparta. Quizás imaginó que todo saldría a su antojo, como cuando ganó su pelea callejera de niño al morder a su rival, o cuando se tiró debajo de un carruaje para hacerlo detenerlo, pero no fue así. Cuando pasó un tiempo de la victoria de Esparta, los Atenienses empezaron a hartarse del gobierno impuesto por los vencedores -que se conoció como el gobierno de los Treinta Tiranos-. La crueldad y violencia de estos hizo que los ciudadanos comenzaran a extrañar a Alcibíades, que, pese que tenía enormes defectos, era preferible en comparación con las actuales autoridades.
Los espartanos se enteraron de esta situación y, temerosos de que Alcibíades pudiera se aclamado y proclamado, sobornaron al rey persa para que permitiera que un grupo de asesinos fuera hasta su casa y lo matara. Sorprendido en medio de la noche, el hombre se defendió como pudo y en un primer momento logró salvarse, pero sus enemigos arremetieron otra vez contra él, arrojándole piedras y lanzas, hasta terminar con su vida. Envuelto en un manto por su propia esposa, fue enterrado en tierra persa, lejos de su ciudad natal, donde había sido adorado y odiado por igual. Así se terminó la vida de una de las más grandes personalidades de la Atenas Clásica ; un hombre con dos caras, una brillante, que le había hecho ganar el amor y la admiración de su gente, y otra oscura, que le generó enemigos y le valió el exilio, donde finalmente encontró su tumba. |
Alcibíades y el arte de la supervivencia política. Para triunfar en la jungla de la política hay que estar hecho de una pasta especial. Repasamos la vida de un maestro de maestros, Alcibíades, superviviente por antonomasia. Pablo Colomer | 14 de junio de 2021 En el supuesto adiós de Benjamin Netanyahu, el primer ministro de Israel que más años ha ocupado el cargo, las alabanzas han de abrirse paso entre una maleza de improperios. Imagino que algo similar sucederá este otoño en el auf Wiedersehen de Angela Merkel, pero a la inversa: entre la alfombra de elogios, irán brotando las críticas como setillas venenosas. Al compararlos, los sustantivos para abrillantar al primero se confunden con los utilizados para deslustrar a la segunda: prudencia, pragmatismo, oportunismo… La característica que más los emparenta, sin embargo, es otra, quizá la más destacada de ambos: su habilidad para mantenerse en el poder contra viento y marea. Su instinto de supervivencia los eleva por encima de sus homólogos, convirtiéndolos en dos de los mejores políticos de nuestro tiempo, nada menos. Y nada más. Gracias a su capacidad para adaptarse y sobrevivir, Netanyahu y Merkel superan, pero no se diferencian de otros colegas. ¿Oportunistas, supervivientes consumados? Lo mismo puede decirse de los presidentes chino, francés, español, ruso o brasileño hoy en el cargo. O de los primeros ministros inglés, indio, italiano o japonés. En uno de los retratos más vívidos de la política contemporánea, Fuego y cenizas, Michael Ignatieff la pinta como un circo donde mandan la imagen y los mensajes simplistas, una inmensa carpa a cuya sombra proliferan alianzas quebradizas y fidelidades oportunistas, donde la causa última es mantener el poder. “La idea que tienen los ciudadanos de que la política es un deporte sangriento, cruel y caprichoso que tiene lugar en una escondida guarida de osos puede ser imposible de contrarrestar, porque eso es exactamente lo que la política parece”, escribe Ignatieff, un intelectual que apostó por convertirse en primer ministro de Canadá y acabó abrasado en el intento. Y en política, “cuando estás acabado estás realmente acabado”, dice Ignatieff. ¿Seguro? Los políticos de pura cepa se encargan de demostrar una y otra vez la relatividad del axioma. Netanyahu regresó al cargo de primer ministro una década después de haber sido derrotado en las urnas de manera estrepitosa. Hoy sus obituarios políticos están plagados de advertencias sobre lo relativo de su adiós, porque con gente como Netanyahu, Donald Trump, Cristina Fernández, Boris Johnson o Aung San Suu Kyi nunca se sabe. Mientras esperamos acontecimientos –Netanyahu ha prometido “derribar” el nuevo gobierno de Naftali Bennett y hay que tomárselo en serio–, propongo un viaje al pasado en busca de un maestro de maestros, al que dieron por acabado más de una vez. Uno de los políticos, sin duda, más fascinantes de todos los tiempos: Alcibíades, el superviviente por antonomasia. Vidas paralelas. Aventuro una hipótesis arriesgada: todos nuestros grandes políticos contemporáneos, de Jair Bolsonaro a Jacinda Ardern, si no lo han leído, al menos han soñado con él. Con ser como él. Alcibíades tenía todas las cualidades del kalós kaiagathós, el ideal griego que aunaba belleza y moral: buena cuna, hermosura, talla, conexiones familiares, fortuna, inteligencia, coraje… Por tener, tenía hasta trauma, uno de los motores habituales de la ambición, presente en los arquetipos clásicos (Edipo, Temístocles) y modernos (Suu Kyi, Barack Obama). El padre de Alcibíades murió cuando este era niño y Pericles, que era su tío, además de “primer ciudadano” de Atenas, se convierte en su tutor. El joven crece rodeado de las mentes más preclaras de la época, entre ellas la de Sócrates, quien trata de apartarlo de la política y atraerlo a la filosofía. Fracasa. Su amistad, sin embargo, es profunda y duradera. Ambos participan como hoplitas en la batalla de Potidea, donde Alcibíades cae herido y es salvado por el maestro. Ocho años después, el pupilo le devolverá el favor en la batalla de Delio, ya en plena guerra del Peloponeso. Desde muy joven, Alcibíades fascina y escandaliza a todos por su audacia, arrogancia y ambición. “Presuntuoso y provocativo, se paseaba por el ágora con una túnica púrpura que llegaba hasta el suelo –nos cuenta Jacqueline de Romilly en su estupendo tratado sobre el personaje–. Era la vedette, el niño mimado de Atenas, al que todo se le permite y se le ríen todas las gracias”. En el año 420, con apenas 30 años, consigue ser elegido estratego, la más alta magistratura ateniense. En los Juegos Olímpicos del año 416, Alcibíades participa con sus caballos en la carrera de cuadrigas, en calidad de entrenador. Lo normal era participar con una sola cuadriga, pero Alcibíades lanza siete carros en la carrera de Olimpia, algo insólito, alzándose con el primer y el segundo puesto. Grecia enloquece con la gesta. Hoy no costaría imaginar a Alcibíades con su propio programa de televisión, qué digo, su propia cadena, haciendo realidad los sueños más húmedos de Trump.
Apuntalada la fama terrenal, llega el momento de asaltar los cielos, es decir, de gobernar. Y para un polemista nato como él, lo mejor es hacerlo a la contra. Si el gran político del momento, Nicias, había forjado en el año 421 una paz con los espartanos después de una década de enfrentamientos, Alcibíades apuesta por la guerra, llegando a acusar a Nicias de favorecer los intereses del enemigo. Al igual que Netanyahu con los Acuerdos de Oslo, Alcibíades explota la fragilidad y las ambigüedades de la paz. Durante toda su carrera política, el protégé de Pericles se identifica con el imperialismo ateniense, reclamando siempre nuevas conquistas con que alimentar a la bestia. Sicilia, dominada por Siracusa, presenta una excelente oportunidad de expandir las fronteras del imperio. Y hacia allá se embarcan los atenienses, comandados por un flamante Alcibíades, en un ambiente festivo. Es la primera gran aventura de nuestro héroe. Su idea es conquistar no solo la isla, sino Italia entera, a la que seguiría Cartago, para después volver al Peloponeso y acabar con los espartanos, haciéndose con toda Grecia. En la mente del joven estratego, con un poco de suerte el Mediterráneo acabará siendo un mar ateniense, es decir, de Alcibíades. La expedición, sin embargo, se topa con la realidad: las ciudades sicilianas no terminan de ponerse de parte de los atenienses, algunos aliados no cumplen, el tiempo pasa… Aprovechando su ausencia, sus enemigos en Atenas, numerosos después de años de provocaciones y escándalos, levantan una causa contra él por sacrilegio, a cuenta de unas estatuillas del dios Hermes cuyos genitales han sido mutilados (al parecer, en esta ocasión Alcibíades no tuvo nada que ver, pero ya sabemos que los caminos de la justicia son inescrutables). La ciudad envía una embarcación a Sicilia que lo conduce de vuelta a Atenas para ser enjuiciado, pero a mitad de camino Alcibíades huye y se pasa a Esparta. Es su primer gran salto mortal. No será el último. Para ganarse el favor de los espartanos, Alcibíades revela los planes de la expedición a Sicilia y les ayuda a forjar una alianza con los siracusanos. Enterados de la traición, en Atenas lo condenan a muerte y confiscan sus posesiones. En Esparta, mientras tanto, Alcibíades continúa con su vida disoluta y desafiante, creándose enemigos poderosos. Entre ellos, el propio rey, Agis II, a cuya esposa Alcibíades seduce y embaraza, aprovechando que el soberano está en campaña. Según las crónicas de la época, Alcibíades se enorgullece de la gesta, asegurando que así sus descendientes reinarán en Esparta algún día. El escándalo que siempre lo acompaña no le desagrada: halaga su vanidad, según Romilly, y además le sirve de cortina de humo para disimular las pruebas de su ambición y de su mala conducta. El problema es que no tiene límites. Algunos dirigentes espartanos planean su asesinato. Enterado de ello, Alcibíades huye a Persia.
Encadenado a sus instintos políticos, Alcibíades no para de maquinar. Primero intenta convencer al sátrapa de Lidia y Caria, Tisafernes, de que se alíe con los atenientes para contener el poder de Esparta. Ante las dudas del sátrapa, Alcibíades prueba con los atenienses, ofreciéndoles el apoyo persa a cambio de que revoquen la sentencia que lo condenó al exilio. Sus compatriotas aceptan: hay demasiado en juego y la ayuda de Persia, que a partir de entonces se convertirá en árbitro de las cuitas griegas, es inestimable. Antes de regresar al hogar, Alcibíades tiene tiempo de ofrecer varias victorias a los atenienses en señal de arrepentimiento, como las capturas de Cícico, Calcedonia y Bizancio. Cuando por fin pone un pie en Atenas, en el año 407, la ciudad lo recibe como un salvador, entre honores y homenajes. No tardan en ponerlo al frente de una nueva expedición, en este caso a Asia. Las dudas en torno a sus intenciones, sin embargo, continúan. Según Tucídides, Alcibíades nunca actúa sin que entre en juego su interés personal. Toma buenas decisiones, sobre todo en relación a la guerra, pero siempre lo acompaña la sospecha de que su fin último es particular, no colectivo. Como en Sicilia, la expedición sale mal y es derrotada en Notium. Los enemigos de Alcibíades vuelven a la carga y formulan una nueva acusación contra él, destituyéndolo del mando. Alcibíades vuelve a huir, refugiándose en una aldea de la Alta Frigia, de nuevo bajo la protección de los persas. A la guerra le queda poco y los atenienses van a perderlo todo –flota e imperio–, como Alcibíades la vida. El año 404, el de la derrota de Atenas, nuestro héroe muere asesinado: unas fuentes dicen que los atenienses, en colaboración con los espartanos, compraron su muerte; otras, que la causa fue un lío de faldas. En cualquier caso, Alcibíades se va, cosido a flechazos, dejando una huella profunda en el imaginario colectivo de los griegos. No dejó nada escrito, ocupado como estaba en vivir, pero no lo necesitaba, todos escribieron por él: Tucídides, Eurípides, Jenofonte, Plutarco… Su aparición en El banquete de Platón es inolvidable. “Allí estaba, en el umbral de la sala, llevaba una guirnalda de violetas y hiedra con numerosas cintas”.. Extremófilos “Alcibíades, figura de la ambición individualista en una democracia en crisis, ilumina con sus seducciones y sus escándalos nuestras propias crisis, a pesar de que pocos Alcibíades podemos distinguir entre los políticos modernos”, escribe Romilly. Y hay que estar de acuerdo con la gran helenista francesa en la primera parte de la afirmación, pero no con el añadido. Estamos rodeados de Alcibíades –más bajitos, menos seductores, menos audaces tal vez–, esto es, de oportunistas tenaces, de ambiciosos sin límites, de supervivientes natos. Mirad si no al propio Netanyahu, a Trump, a Vladímir Putin: siempre huyendo hacia delante, sobreviviendo siempre. Del primero se dice hoy que ha sido el auténtico referente de los populistas contemporáneos, un maestro en convertir los resentimientos en poder político. No sé. La lista de candidatos alternativos a referente populista es larga. Si acaso, a Netanyahu hay que concederle el mérito de haber desempeñado su larga carrera en uno de los ecosistemas políticos más exigentes del mundo, el israelí, casi tan abrasivo como el ateniense durante la guerra del Peloponeso. No es difícil imaginarse a Bibi, por cierto, sonriéndose al leer a Ignatieff hablar de las barbaridades de la política canadiense. ¡La asilvestrada Canadá! Netanyahu y Alcibíades son como esos organismos que encontramos vivos entre vapores de azufre, chorros de ácido submarino o espacios sin oxigeno. Supervivientes natos. Es decir, políticos. |
El retrato de Sócrates por Alcibíades en El Banquete. No mucho después se oyó en el patio la voz de Alcibíades, fuertemente borracho, preguntando a grandes gritos dónde estaba Agatón y pidiendo que le llevaran junto a él. Le condujeron entonces hasta ellos, así como a la flautista que le sostenía y a algunos otros de sus acompañantes, pero él se detuvo en la puerta, coronado con una tupida corona e de hiedra y violetas y con muchas cintas sobre la cabeza, y dijo: -Salud, caballeros. ¿Acogéis como compañero de bebida a un hombre que está totalmente borracho, o debemos marcharnos tan pronto como hayamos coronado a Agatón, que es a lo que hemos venido? Ayer, en efecto, dijo, no me fue posible venir, pero ahora vengo con estas cintas sobre la cabeza, para de mi cabeza coronar la cabeza del hombre más sabio y más bello, si se me permite hablar así. ¿Os burláis de mí porque estoy borracho? Pues, aunque os riáis, yo sé bien que digo la verdad. Pero decidme enseguida: ¿entro en los términos acordados, o no?, ¿beberéis conmigo, o no? Todos lo aclamaron y lo invitaron a entrar y tomar asiento. Entonces Agatón lo llamó y él entró conducido por sus acompañantes, y desatándose al mismo tiempo las cintas para coronar a Agatón, al tenerlas delante de los ojos, no vio a Sócrates y se sentó junto a Agatón, en medio de éste y Sócrates, que le hizo sitio en cuanto lo vio. Una vez sentado, abrazó a Agatón y lo coronó. -Esclavos -dijo entonces Agatón-, descalzad a Alcibíades, para que se acomode aquí como tercero. -De acuerdo -dijo Alcibíades-, pero ¿quién es ese tercer compañero de bebida que está aquí con nosotros? Y, a la vez que se volvía, vio a Sócrates, y al verlo se sobresaltó y dijo: -¡Heracles! ¿Qué es esto? ¿Sócrates aquí? Te has acomodado aquí acechándome de nuevo, según tu costumbre de aparecer de repente donde yo menos pensaba que ibas a estar. ¿A qué has venido ahora? ¿Por qué te has colocado precisamente aquí? Pues no estás junto a Aristófanes ni junto a ningún otro que sea divertido y quiera serlo, sino que te las has arreglado para ponerte al lado del más bello de los que están aquí dentro. -Agatón -dijo entonces Sócrates-, mira a ver si me vas a defender, pues mi pasión por este hombre se me ha convertido en un asunto de no poca importancia. En efecto, desde aquella vez en que me enamoré de él, ya no me es posible ni echar una mirada ni conversar siquiera con un solo hombre bello sin que éste, teniendo celos y envidia de mí, haga cosas raras, me increpe y contenga las manos a duras penas. Mira, pues, no sea que haga algo también ahora; reconcílianos o, si intenta hacer algo violento, protégeme, pues yo tengo mucho miedo de su locura y de su pasión por el amante. -En absoluto -dijo Alcibíades-, no hay reconciliación entre tú y yo. Pero ya me vengaré de ti por esto en otra ocasión. Ahora, Agatón -dijo-, dame algunas de esas cintas para coronar también ésta su admirable cabeza y para que no me reproche que te coroné a ti y que, en cambio, a él, que vence a todo el mundo en discursos, no sólo anteayer como tú, sino siempre, no le coroné. Al mismo tiempo cogió algunas cintas, coronó a Sócrates y se acomodó. Y cuando se hubo reclinado dijo: -Bien, caballeros. En verdad me parece que estáis sobrios y esto no se os puede permitir, sino que hay que beber, pues así lo hemos acordado. Por consiguiente, me elijo a mí mismo como presidente de la bebida, hasta que vosotros bebáis lo suficiente. Que me traigan, pues, Agatón, una copa grande, si hay alguna. O más bien, no hace ninguna falta. Trae, esclavo, aquella vasija de refrescar el vino -dijo, al ver que contenía más de ocho cótilas. Una vez llena, se la bebió de un trago, primero, él y, luego, ordenó llenarla para Sócrates, a la vez que decía: Ante Sócrates, señores, este truco no me sirve de nada, pues beberá cuanto se le pida y nunca se embriagará. En cuanto hubo escanciado el esclavo, Sócrates se puso a beber. Entonces, Erixímaco dijo: -¿Cómo lo hacemos, Alcibíades? ¿Así, sin decir ni cantar nada ante la copa, sino que vamos a beber simplemente como los sedientos? -Erixímaco -dijo Alcibíades-, excelente hijo del mejor y más prudente padre, salud. -También para ti, dijo Erixímaco, pero ¿qué vamos a hacer? -Lo que tú ordenes, pues hay que obedecerte: porque un médico equivale a muchos otros hombres. Manda, pues, lo que quieras. -Escucha, entonces -dijo Erixímaco-. Antes de que tú entraras habíamos decidido que cada uno debía pronunciar por turno, de izquierda a derecha, un discurso sobre Eros lo más bello que pudiera y hacer su encomio. Todos los demás hemos hablado ya. Pero puesto que tú no has hablado y ya has bebido, es justo que hables y, una vez que hayas hablado, ordenes a Sócrates lo que quieras, y éste al de la derecha y así los demás. -Dices bien, Erixímaco -dijo Alcibíades-, pero comparar el discurso de un hombre bebido con los discursos de hombres serenos no sería equitativo. Además, bienaventurado amigo, ¿te convence Sócrates en algo de lo que acaba de decir? ¿No sabes que es todo lo contrario de lo que decía? Efectivamente, si yo elogio en su presencia a algún otro, dios u hombre, que no sea él, no apartará de mí sus manos. -¿No hablarás mejor? -dijo Sócrates. -¡Por Poseidon! -exclamó Alcibíades-, no digas nada en contra, que yo no elogiaría a ningún otro estando tú presente. -Pues bien, hazlo así -dijo Erixímaco-, si quieres. Elogia a Sócrates. -¿Qué dices? -dijo Alcibíades. ¿Te parece bien, Erixímaco, que debo hacerlo? ¿Debo atacar a este hombre y vengarme delante de todos vosotros? ¡Eh, tú! -dijo Sócrates-, ¿qué tienes en la mente? ¿Elogiarme para ponerme en ridículo?, ¿o qué vas a hacer? -Diré la verdad. Mira si me lo permites. -Por supuesto -dijo Sócrates-, tratándose de la verdad, te permito y te invito a decirla. -La diré inmediatamente -dijo Alcibíades-. Pero tú haz lo siguiente: si digo algo que no es verdad, interrúmpeme, si quieres, y di que estoy mintiendo, pues no falsearé nada, al menos voluntariamente. Mas no te asombres si cuento mis recuerdos de manera confusa, ya que no es nada fácil para un hombre en este estado enumerar con facilidad y en orden tus rarezas. A Sócrates, señores, yo intentaré elogiarlo de la siguiente manera: por medio de imágenes. Quizás él creerá que es para provocar la risa, pero la imagen tendrá por objeto la verdad, no la burla. Pues en mi opinión es lo más parecido a esos silenos existentes en los talleres de escultura, que fabrican los artesanos con siringas o flautas en la mano y que, cuando se abren en dos mitades, aparecen con estatuas de dioses en su interior. Y afirmo, además, que se parece al sátiro Marsias. Así, pues, que eres semejante a éstos, al menos en la forma, Sócrates, ni tú mismo podrás discutirlo, pero que también te pareces en lo demás, escúchalo a continuación. Eres un lujurioso. ¿O no? Si no estás de acuerdo, presentaré testigos. Pero, ¿que no eres flautista? Por supuesto, y mucho más extraordinario que Marsias. Éste, en efecto, encantaba a los hombres mediante instrumentos con el poder de su boca y aún hoy encanta al que interprete con la flauta sus melodías -pues las que interpretaba Olimpo digo que son de Marsias, su maestro-. En todo caso, sus melodías, ya las interprete un buen flautista o una flautista mediocre, son las únicas que hacen que uno quede poseso y revelan, por ser divinas, quiénes necesitan de los dioses y de los ritos de iniciación. horny drunk guys invent philosophy Mas tú te diferencias de él sólo en que sin instrumentos, con tus meras palabras, haces lo mismo. De hecho, cuando nosotros oímos a algún otro, aunque sea muy buen orador, pronunciar otros discursos, a ninguno nos importa, por así decir, nada. Pero cuando se te oye a ti o a otro pronunciando tus palabras, aunque sea muy torpe el que las pronuncie, ya se trate de mujer, hombre o joven quien las escucha, quedamos pasmados y posesos. Yo, al menos, señores, si no fuera porque iba a parecer que estoy totalmente borracho, os diría bajo juramento qué impresiones me han causado personalmente sus palabras y todavía ahora me causan. Efectivamente, cuando le escucho, mi corazón palpita mucho más que el de los poseídos por la música de los coribantes, las lágrimas se me caen por culpa de sus palabras y veo que también a otros muchos les ocurre lo mismo. En cambio, al oír a Pericles y a otros buenos oradores, si bien pensaba que hablaban elocuentemente, no me ocurría, sin embargo, nada semejante, ni se alborotaba mi alma, ni se irritaba en la idea de que vivía como esclavo, mientras que por culpa de este Marsias, aquí presente, muchas veces me he encontrado, precisamente, en un estado tal que me parecía que no valía la pena vivir en las condiciones en que estoy. Y esto, Sócrates, no dirás que no es verdad. Incluso todavía ahora soy plenamente consciente de que si quisiera prestarle oído no resistiría, sino que me pasaría lo mismo, pues me obliga a reconocer que, a pesar de estar falto de muchas cosas, aún me descuido de mí mismo y me ocupo de los asuntos de los atenienses. A la fuerza, pues, me tapo los oídos y salgo huyendo de él como de las sirenas, para no envejecer sentado aquí a su lado. Sólo ante él de entre todos los hombres he sentido lo que no se creería que hay en mí: el avergonzarme ante alguien. Yo me avergüenzo únicamente ante él, pues sé perfectamente que, si bien no puedo negarle que no se debe hacer lo que ordena, sin embargo, cuando me aparto de su lado, me dejo vencer por el honor que me dispensa la multitud. Por consiguiente, me escapo de él y huyo, y cada vez que le veo me avergüenzo de lo que he reconocido. Y muchas veces vería con agrado que ya no viviera entre los hombres, pero si esto sucediera, bien sé que me dolería mucho más, de modo que no sé cómo tratar con este hombre. Tal es, pues, lo que yo y otros muchos hemos experimentado por las melodías de flauta de este sátiro. Pero oídme todavía cuán semejante es en otros aspectos a aquellos con quienes le comparé y qué extraordinario poder tiene, pues tened por cierto que ninguno de vosotros le conoce. Pero yo os lo describiré, puesto que he empezado. Veis, en efecto, que Sócrates está en disposición amorosa con los jóvenes bellos, que siempre está en torno suyo y se queda extasiado, y que, por otra parte, ignora todo y nada sabe, al menos por su apariencia. ¿No es esto propio de sileno? Totalmente, pues de ello está revestido por fuera, como un sileno esculpido, mas por dentro, una vez abierto, ¿de cuántas templanzas, compañeros de bebida, creéis que está lleno? Sabed que no le importa nada si alguien es bello, sino que lo desprecia como ninguno podría imaginar, ni si es rico, ni si tiene algún otro privilegio de los celebrados por la multitud. Por el contrario, considera que todas estas posesiones no valen nada y que nosotros no somos nada, os lo aseguro. Pasa toda su vida ironizando y bromeando con la gente; mas cuando se pone serio y se abre, no sé si alguno ha visto las imágenes de su interior. Yo, sin embargo, las he visto ya una vez y me parecieron que eran tan divinas y doradas, tan extremadamente bellas y admirables, que tenía que hacer sin más lo que Sócrates mandara. Y creyendo que estaba seriamente interesado por mi belleza pensé que era un encuentro feliz y que mi buena suerte era extraordinaria, en la idea de que me era posible, si complacía a Sócrates, oír todo cuanto él sabía. ¡Cuán tremendamente orgulloso, en efecto, estaba yo de mi belleza! Reflexionando, pues, sobre esto, aunque hasta entonces no solía estar solo con él sin acompañante, en esta ocasión, sin embargo, lo despedí y me quedé solo en su compañía. Preciso es ante vosotros decir toda la verdad; así, pues, prestad atención y, si miento, Sócrates, refútame. Me quedé, en efecto, señores, a solas con él y creí que al punto iba a decirme las cosas que en la soledad un amante diría a su amado; y estaba contento. Pero no sucedió absolutamente nada de esto, sino que tras dialogar conmigo como solía y pasar el día en mi compañía, se fue y me dejó. A continuación le invité a hacer gimnasia conmigo, y hacía gimnasia con él en la idea de que así iba a conseguir algo. Hizo gimnasia, en efecto, y luchó conmigo muchas veces sin que nadie estuviera presente. Y ¿qué debo decir? Pues que no logré nada. Puesto que de esta manera no alcanzaba en absoluto mi objetivo, me pareció que había que atacar a este hombre por la fuerza y no desistir, una vez que había puesto manos a la obra, sino que debía saber definitivamente cuál era la situación. Le invito, pues, a cenar conmigo, simplemente como un amante que tiende una trampa a su amado. Ni siquiera esto me lo aceptó al punto, pero de todos modos con el tiempo se dejó persuadir. Cuando vino por primera vez, nada más cenar quería marcharse y yo, por vergüenza, le dejé ir en esta ocasión. Pero volví a tenderle la misma trampa y, después de cenar, mantuve la conversación hasta entrada la noche, y cuando quiso marcharse, alegando que era tarde, le forcé a quedarse. Se echó, pues, a descansar en el lecho contiguo al mío, en el que precisamente había cenado, y ningún otro dormía en la habitación salvo nosotros. Hasta esta parte de mi relato, en efecto, la cosa podría estar bien y contarse ante cualquiera, pero lo que sigue no me lo oiríais decir si, en primer lugar, según el dicho, el vino, sin niños y con niños, no fuera veraz y, en segundo lugar, porque me parece injusto no manifestar una muy brillante acción de Sócrates, cuando uno se ha embarcado a hacer su elogio. Además, también a mí me sucede lo que le pasa a quien ha sufrido una mordedura de víbora, pues dicen que el que ha experimentado esto alguna vez no quiere decir cómo fue a nadie, excepto a los que han sido mordidos también, en la idea de que sólo ellos comprenderán y perdonarán, si se atrevió a hacer y decir cualquier cosa bajo los efectos del dolor. Yo, pues, mordido por algo más doloroso y en la parte más dolorosa de las que uno podría ser mordido -pues es en el corazón, en el alma, o como haya que llamarlo, donde he sido herido y mordido por los discursos filosóficos, que se agarran más cruelmente que una víbora cuando se apoderan de un alma joven no mal dotada por naturaleza y la obligan a hacer y decir cualquier cosa- y viendo, por otra parte, a los Fedros, Agatones, Erixímacos, Pausanias, Aristodemos y Aristófanes -¿y qué necesidad hay de mencionar al propio Sócrates y a todos los demás?; pues todos habéis participado de la locura y frenesí del filósofo- …por eso precisamente todos me vais a escuchar, ya que me perdonaréis por lo que entonces hice y por lo que ahora digo. En cambio, los criados y cualquier otro que sea profano y vulgar, poned ante vuestras orejas puertas muy grandes. Pues bien, señores, cuando se hubo apagado la lámpara y los esclavos estaban fuera, me pareció que no debía andarme por las ramas ante él, sino decirle libremente lo que pensaba. Entonces le sacudí y le dije: -Sócrates, ¿estás durmiendo? -En absoluto -dijo él. -¿Sabes lo que he decidido? -¿Qué exactamente?, -dijo. –Creo -dije yo- que tú eres el único digno de convertirse en mi amante y me parece que vacilas en mencionármelo. Yo, en cambio, pienso lo siguiente: considero que es insensato no complacerte en esto como en cualquier otra cosa que necesites de mi patrimonio o de mis amigos. Para mí, en efecto, nada es más importante que el que yo llegue a ser lo mejor posible y creo que en esto ninguno puede serme colaborador más eficaz que tú. En consecuencia, yo me avergonzaría mucho más ante los sensatos por no complacer a un hombre tal, que ante la multitud de insensatos por haberlo hecho. Cuando Sócrates oyó esto, muy irónicamente, según su estilo tan característico y usual, dijo: -Querido Alcibíades, parece que realmente no eres un tonto, si efectivamente es verdad lo que dices de mí y hay en mí un poder por el cual tú podrías llegar a ser mejor. En tal caso, debes estar viendo en mí, supongo, una belleza irresistible y muy diferente a tu buen aspecto físico. Ahora bien, si intentas, al verla, compartirla conmigo y cambiar belleza por belleza, no en poco piensas aventajarme, pues pretendes adquirir lo que es verdaderamente bello a cambio de lo que lo es sólo en apariencia, y de hecho te propones intercambiar «oro por bronce». Pero, mi feliz amigo, examínalo mejor, no sea que te pase desapercibido que no soy nada. La vista del entendimiento, ten por cierto, empieza a ver agudamente cuando la de los ojos comienza a perder su fuerza, y tú todavía estás lejos de eso. Y yo, al oírle, dije: -En lo que a mí se refiere, ésos son mis sentimientos y no se ha dicho nada de distinta manera a como pienso. Siendo ello así, delibera tú mismo lo que consideres mejor para ti y para mí. -En esto, ciertamente, tienes razón -dijo-. En el futuro, pues, deliberaremos y haremos lo que a los dos nos parezca lo mejor en éstas y en las otras cosas. Después de oír y decir esto y tras haber disparado, por así decir, mis dardos, yo pensé, en efecto, que lo había herido. Me levanté, pues, sin dejarle decir ya nada, lo en volví con mi manto -pues era invierno-, me eché debajo del viejo capote de ese viejo hombre, aquí presente, y ciñendo con mis brazos a este ser verdaderamente divino y maravilloso estuve así tendido toda la noche. En esto tampoco, Sócrates, dirás que miento. Pero, a pesar de hacer yo todo eso, él salió completamente victorioso, me despreció, se burló de mi belleza y me afrentó; y eso que en este tema, al menos, creía yo que era algo, ¡oh jueces! -pues jueces sois de la arrogancia de Sócrates-. Así, pues, sabed bien, por los dioses y por las diosas, que me levanté después de haber dormido con Sócrates no de otra manera que si me hubiera acostado con mi padre o mi hermano mayor. Después de esto, ¿qué sentimientos creéis que tenía yo, pensando, por un lado, que había sido despreciado, y admirando, por otro, la naturaleza de este hombre, su templanza y su valentía, ya que en prudencia y firmeza había tropezado con un hombre tal como yo no hubiera pensado que iba a encontrar jamás? De modo que ni tenía por qué irritarme y privarme de su compañía, ni encontraba la manera de cómo podría conquistármelo. Pues sabía bien que en cuanto al dinero era por todos lados mucho más invulnerable que Ayante al hierro, mientras que con lo único que pensaba que iba a ser conquistado se me había escapado. Así, pues, estaba desconcertado y deambulaba de acá para allá esclavizado por este hombre como ninguno lo había sido por nadie. Todas estas cosas, en efecto, me habían sucedido antes; mas luego hicimos juntos la expedición contra Potidea y allí éramos compañeros de mesa. Pues bien, en primer lugar, en las fatigas era superior no sólo a mí, sino también a todos los demás. Cada vez que nos veíamos obligados a no comer por estar aislados en algún lugar, como suele ocurrir en campaña, los demás no eran nada en cuanto a resistencia. En cambio, en las comidas abundantes sólo él era capaz de disfrutar, y especialmente en beber, aunque no quería, cuando era obligado a hacerlo vencía a todos; y lo que es más asombroso de todo: ningún hombre ha visto jamás a Sócrates borracho. De esto, en efecto, me parece que pronto tendréis la prueba. Por otra parte, en relación con los rigores del invierno -pues los inviernos allí son terribles-, hizo siempre cosas dignas de admiración, pero especialmente en una ocasión en que hubo la más terrible helada y mientras todos, o no salían del interior de sus tiendas o, si salía alguno, iban vestidos con las prendas más raras, con los pies calzados y envueltos con fieltro y pieles de cordero, él, en cambio, en estas circunstancias, salió con el mismo manto que solía llevar siempre y marchaba descalzo sobre el hielo con más soltura que los demás calzados, y los soldados le miraban de reojo creyendo que los desafiaba. Esto, ciertamente, fue así; pero qué hizo de nuevo y soportó el animoso varón allí, en cierta ocasión, durante la campaña, es digno de oírse. En efecto, habiéndose concentrado en algo, permaneció de pie en el mismo lugar desde la aurora meditándolo, y puesto que no le encontraba la solución no desistía, sino que continuaba de pie investigando. Era ya mediodía y los hombres se habían percatado y, asombrados, se decían unos a otros: -Sócrates está de pie desde el amanecer meditando algo. Finalmente, cuando llegó la tarde, unos jonios, después de cenar -y como era entonces verano-, sacaron fuera sus petates, y a la vez que dormían al fresco le observaban por ver si también durante la noche seguía estando de pie. Y estuvo de pie hasta que llegó la aurora y salió el sol. Luego, tras hacer su plegaria al sol, dejó el lugar y se fue. Y ahora, si queréis, veamos su comportamiento en las batallas, pues es justo concederle también este tributo. Efectivamente, cuando tuvo lugar la batalla por la que los generales me concedieron también a mí el premio al valor, ningún otro hombre me salvó sino éste, que no quería abandonarme herido y así salvó a la vez mis armas y a mí mismo. Yo, Sócrates, también entonces pedía a los generales que te concedieran a ti el premio, y esto ni me lo reprocharás ni dirás que miento. Pero como los generales reparasen en mi reputación y quisieran darme el premio a mí, tú mismo estuviste más resuelto que ellos a que lo recibiera yo y no tú. Todavía en otra ocasión, señores, valió la pena contemplar a Sócrates, cuando el ejército huía de Delión en retirada. Se daba la circunstancia de que yo estaba como jinete y él con la armadura de hoplita. Dispersados ya nuestros hombres, él y Laques se retiraban juntos. Entonces yo me tropiezo casualmente con ellos y, en cuanto los veo, les exhorto a tener ánimo, diciéndoles que no los abandonaría. En esta ocasión, precisamente, pude contemplar a Sócrates mejor que en Potidea, pues por estar a caballo yo tenía menos miedo. En primer lugar, ¡cuánto aventajaba a Laques en dominio de sí mismo! En segundo lugar, me parecía, Aristófanes, por citar tu propia expresión, que también allí como aquí marchaba «pavoneándose y girando los ojos de lado a lado», observando tranquilamente a amigos y enemigos y haciendo ver a todo el mundo, incluso desde muy lejos, que si alguno tocaba a este hombre, se defendería muy enérgicamente. Por esto se retiraban seguros él y su compañero, pues, por lo general, a los que tienen tal disposición en la guerra ni siquiera los tocan y sólo persiguen a los que huyen en desorden. Es cierto que en otras muchas y admirables cosas podría uno elogiar a Sócrates. Sin embargo, si bien a propósito de sus otras actividades tal vez podría decirse lo mismo de otra persona, el no ser semejante a ningún hombre, ni de los antiguos, ni de los actuales, en cambio, es digno de total admiración. Como fue Aquiles, en efecto, se podría comparar a Brásidas y a otros, y, a su vez, como Pericles a Néstor y a Antenor -y hay también otros-, y de la misma manera se podría comparar también a los demás. Pero como es este hombre, aquí presente, en originalidad, tanto él personalmente como sus discursos, ni siquiera remotamente se encontrará alguno, por más que se le busque, ni entre los de ahora, ni entre los antiguos, a menos tal vez que se le compare, a él y a sus discursos, con los que he dicho: no con ningún hombre, sino con los silenos y sátiros. Porque, efectivamente, y esto lo omití al principio, también sus discursos son muy semejantes a los silenos que se abren. Pues si uno se decidiera a oír los discursos de Sócrates, al principio podrían parecer totalmente ridículos. ¡Tales son las palabras y expresiones con que están revestidos por fuera, la piel, por así decir, de un sátiro insolente! Habla, en efecto, de burros de carga, de herreros, de zapateros y curtidores , y siempre parece decir lo mismo con las mismas palabras, de suerte que todo hombre inexperto y estúpido se burlaría de sus discursos. Pero si uno los ve cuando están abiertos y penetra en ellos, encontrará, en primer lugar, que son los únicos discursos que tienen sentido por dentro; en segundo lugar, que son los más divinos, que tienen en sí mismos el mayor número de imágenes de virtud y que abarcan la mayor cantidad de temas, o más bien, todo cuanto le conviene examinar al que piensa llegar a ser noble y bueno. Esto es, señores, lo que yo elogio en Sócrates, y mezclando a la vez lo que le reprocho os he referido las ofensas que me hizo. Sin embargo, no las ha hecho sólo a mí, sino también a Cármides, el hijo de Glaucón, a Eutidemo, el hijo de Diocles, y a muchísimos otros, a quienes él engaña entregándose como amante, mientras que luego resulta, más bien, amado en lugar de amante. Lo cual también a ti te digo, Agatón, para que no te dejes engañar por este hombre, sino que, instruido por nuestra experiencia, tengas precaución y no aprendas, según el refrán, como un necio, por experiencia propia. Al decir esto Alcibíades, se produjo una risa general por su franqueza, puesto que parecía estar enamorado todavía de Sócrates. -Me parece, Alcibíades -dijo entonces Sócrates-, que estás sereno, pues de otro modo no hubieras intentando jamás, disfrazando tus intenciones tan ingeniosamente, ocultar la razón por la que has dicho todo eso y lo has colocado ostensiblemente como una consideración accesoria al final de tu discurso, como si no hubieras dicho todo para enemistarnos a mí y a Agatón, al pensar que yo debo amarte a ti y a ningún otro, y Agatón ser amado por ti y por nadie más. Pero no me has pasado desapercibido, sino que ese drama tuyo satírico y silénico está perfectamente claro. Así, pues, querido Agatón, que no gane nada con él y arréglatelas para que nadie nos enemiste a mí y a ti. -En efecto, Sócrates -dijo Agatón-, puede que tengas razón. Y sospecho también que se sentó en medio de ti y de mí para mantenernos aparte. Pero no conseguirá nada, pues yo voy a sentarme junto a ti. -Muy bien -dijo Sócrates-, siéntate aquí, junto a mí. -¡Oh Zeus! -exclamó Alcibíades-, ¡cómo soy tratado una vez más por este hombre! Cree que tiene que ser superior a mí en todo. Pero, si no otra cosa, admirable hombre, permite; al menos, que Agatón se eche en medio de nosotros. -Imposible -dijo Sócrates-, pues tú has hecho ya mi elogio y es preciso que yo a mi vez elogie al que está a mi derecha. Por tanto, si Agatón se sienta a continuación tuya, ¿no me elogiará de nuevo, en lugar de ser elogiado, más bien, por mí? Déjalo, pues, divino amigo, y no tengas celos del muchacho por ser elogiado por mí, ya que, por lo demás, tengo muchos deseos de encomiarlo. -¡Bravo, bravo! -dijo Agatón-. Ahora, Alcibíades, no puedo de ningún modo permanecer aquí, sino que a la fuerza debo cambiar de sitio para ser elogiado por Sócrates. -Esto es justamente, dijo Alcibíades, lo que suele ocurrir: siempre que Sócrates está presente, a ningún otro le es posible participar de la compañía de los jóvenes bellos. ¡Con qué facilidad ha encontrado ahora también una razón convincente para que éste se siente a su lado! Entonces, Agatón se levantó para sentarse al lado de Sócrates, cuando de repente se presentó ante la puerta una gran cantidad de parrandistas y, encontrándola casualmente abierta porque alguien acababa de salir, marcharon directamente hasta ellos y se acomodaron. Todo se llenó de ruido y, ya sin ningún orden, se vieron obligados a beber una gran cantidad de vino. Entonces Erixímaco, Fedro y algunos otros -dijo Aristodemo- se fueron y los dejaron, mientras que de él se apoderó el sueño y durmió mucho tiempo, al ser largas las noches, despertándose de día, cuando los gallos ya cantaban. Al abrir los ojos vio que de los demás, unos seguían durmiendo y otros se habían ido, mientras que Agatón, Aristófanes y Sócrates eran los únicos que todavía seguían despiertos y bebían de una gran copa de izquierda a derecha. Sócrates, naturalmente, conversaba con ellos. Aristodemo dijo que no se acordaba de la mayor parte de la conversación, pues no había asistido desde el principio y estaba un poco adormilado, pero que lo esencial era -dijo- que Sócrates les obligaba a reconocer que era cosa del mismo hombre saber componer comedia y tragedia, y que quien con arte es autor de tragedias lo es también de comedias. Obligados, en efecto, a admitir esto y sin seguirle muy bien, daban cabezadas. Primero se durmió Aristófanes y, luego, cuando ya era de día, Agatón. Entonces Sócrates, tras haberlos dormido, se levantó y se fue. Aristodemo, como solía, le siguió. Cuando Sócrates llegó al Liceo, se lavó, pasó el resto del día como de costumbre y, habiéndolo pasado así, al atardecer se fue a casa a descansar. |
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