—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

jueves, 3 de enero de 2013

179.-Platón Critón o el deber.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; 


Platón  Critón o el deber.



Sócrates 


Sócrates – Critón



Sócrates

¿Cómo vienes tan temprano, Critón? ¿No es aún muy de madrugada?

Critón

Es cierto.

Sócrates

¿Qué hora puede ser?

Critón

Acaba de romper el día.

Sócrates

Extraño que el alcaide te haya dejado entrar.

Critón

Es hombre con quien llevo alguna relación; me ha visto aquí muchas veces, y me debe algunas atenciones.

Sócrates

¿Acabas de llegar, o hace tiempo que has venido?

Critón

Ya hace algún tiempo.

Sócrates

¿Por qué has estado sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de despertarme en el acto que llegaste?

Critón

¡Por Júpiter! Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu lugar, temería que me despertaran, porque sería despertar el sentimiento de mi infortunio. En el largo rato que estoy aquí, me he admirado verte dormir con [92] un sueño tan tranquilo, y no he querido despertarte, con intención, para que gozaras de tan bellos momentos. En verdad, Sócrates, desde que te conozco he estado encantado de tu carácter, pero jamás tanto como en la presente desgracia, que soportas con tanta dulzura y tranquilidad.

Sócrates

Sería cosa poco racional, Critón, que un hombre, a mi edad, temiese la muerte.

Critón

¡Ah¡ ¡cuántos se ven todos los días del mismo tiempo que tú y en igual desgracia, a quienes la edad no impide lamentarse de su suerte!

Sócrates

Es cierto, pero en fin, ¿por qué has venido tan temprano?

Critón

Para darte cuenta de una nueva terrible, que, por poca influencia que sobre ti tenga, yo la temo; porque llenará de dolor a tus parientes, a tus amigos; es la nueva más triste y más aflictiva para mí.

Sócrates

¿Cuál es? ¿Ha llegado de Delos el buque cuya vuelta ha de marcar el momento de mi muerte?

Critón

No, pero llegará sin duda hoy, según lo que refieren los que vienen de Sunio{1}, donde le han dejado; y siendo así, no puede menos de llegar hoy aquí, y mañana, Sócrates, tendrás que dejar de existir.

Sócrates

Enhorabuena, Critón, sea así, puesto que tal es la voluntad de los dioses. Sin embargo no creo que llegue hoy el buque. [93]

Critón

¿De dónde sacas esa conjetura?

Sócrates

Voy a decírtelo: yo no debo morir hasta el día siguiente de la vuelta de ese buque.

Critón

Por lo menos es eso lo que dicen aquellos de quienes depende la ejecución.

Sócrates

El buque no llegará hoy, sino mañana, como lo deduzco de un sueño que he tenido esta noche, no hace un momento; y es una fortuna, a mi parecer, que no me hayas despertado.

Critón

¿Cuál es ese sueño?

Sócrates

Me ha parecido ver cerca de mí una mujer hermosa y bien formada, vestida de blanco, que me llamaba y me decía: Sócrates: Dentro de tres días estarás en la fértil Phtia.

Critón

¡Extraño sueño, Sócrates!

Sócrates

Es muy significativo, Critón.

Critón

Demasiado sin duda, pero por esta vez, Sócrates, sigue mis consejos, sálvate. Porque en cuanto a mí si mueres, además de verme privado para siempre de ti, de un amigo de cuya pérdida nadie podrá consolarme, témome que muchas gentes, que no nos conocen bien ni a ti ni a mí, crean que pudiendo salvarte a costa de mis bienes de fortuna, te he abandonado. ¿Y hay cosa más indigna que adquirir la reputación de querer más su dinero que sus amigos? Porque el pueblo jamás podrá persuadirse de que [94] eres tú el que no has querido salir de aquí cuando yo te he estrechado a hacerlo.

Sócrates

Pero, mi querido Critón, ¿debemos hacer tanto aprecio de la opinión del pueblo? ¿No basta que las personas más racionales, las únicas que debemos tener en cuenta, sepan de qué manera han pasado las cosas?

Critón

Yo veo sin embargo que es muy necesario no despreciar la opinión del pueblo, y tu ejemplo nos hace ver claramente que es muy capaz de ocasionar desde los más pequeños hasta los más grandes males a los que una vez han caído en su desgracia.

Sócrates

Ojalá, Critón, el pueblo fuese capaz de cometer los mayores males, porque de esta manera sería también capaz de hacer los más grandes bienes. Esto sería una gran fortuna, pero no puede ni lo uno ni lo otro; porque no depende de él hacer a los hombres sabios o insensatos. El pueblo juzga y obra a la aventura.

Critón

Lo creo; pero respóndeme, Sócrates. ¿El no querer fugarte nace del temor que puedas tener de que no falte un delator que me denuncie a mí y a tus demás amigos, acusándonos de haberte sustraído, y que por este hecho nos veamos obligados a abandonar nuestros bienes o pagar crecidas multas o sufrir penas mayores? Si éste es el temor, Sócrates, destiérrale de tu alma. ¿No es justo que por salvarte nos expongamos a todos estos peligros y aún mayores, si es necesario? Repito, mi querido Sócrates, no resistas; toma el partido que te aconsejo.

Sócrates

Es cierto. Critón, tengo esos temores y aun muchos más.

Critón

Tranquilízate, pues, porque en primer lugar la suma, [95] que se pide por sacarte de aquí, no es de gran consideración. Por otra parte, sabes la situación mísera que rodea a los que podrían acusarnos y el poco sacrificio que habría de hacerse para cerrarles la boca; y mis bienes, que son tuyos, son harto suficientes. Si tienes alguna dificultad en aceptar mi ofrecimiento, hay aquí un buen número de extranjeros dispuestos a suministrar lo necesario; sólo Sunmias de Tébas ha presentado la suma suficiente; Cebes está en posición de hacer lo mismo y aún hay muchos más.

Tales temores, por consiguiente, no deben ahogar en ti el deseo de salvarte, y en cuanto a lo que decías uno de estos días delante de los jueces, de que si hubieras salido desterrado, no hubieras sabido dónde fijar tu residencia, esta idea no debe detenerte. A cualquier parte del mundo a donde tú vayas, serás siempre querido. Si quieres ir a Thesalia, tengo allí amigos que te obsequiarán como tú mereces, y que te pondrán a cubierto de toda molestia. Además, Sócrates, cometes una acción injusta entregándote tú mismo, cuando puedes salvarte, y trabajando en que se realice en ti lo que tus enemigos más desean en su ardor por perderte. Faltas también a tus hijos, porque los abandonas, cuando hay un medio de que puedas alimentarlos y educarlos. ¡Qué horrible suerte espera a estos infelices huérfanos! Es preciso o no tener hijos o exponerse a todos los cuidados y penalidades que exige su educación. Me parece en verdad, que has tomado el partido del más indolente de los hombres, cuando deberías tomar el de un hombre de corazón; tú, sobre todo, que haces profesión de no haber seguido en toda tu vida otro camino que el de la virtud. Te confieso, Sócrates, que me da vergüenza por ti y por nosotros tus amigos, que se crea que todo lo que está sucediendo se ha debido a nuestra cobardía. Se nos acriminará, en primer lugar, por tu comparecencia ante el tribunal, cuando pudo evitarse; luego por el [96] curso de tu proceso; y en fin, como término de este lastimoso drama, por haberte abandonado por temor o por cobardía, puesto que no te hemos salvado; y se dirá también, que tú mismo no te has salvado por culpa nuestra, cuando podías hacerlo con sólo que nosotros te hubiéramos prestado un pequeño auxilio. Piénsalo bien, mi querido Sócrates; con la desgracia que te va a suceder tendrás también una parte en el baldón que va a caer sobre todos nosotros. Consúltate a ti mismo, pero ya no es tiempo de consultas; es preciso tomar un partido, y no hay que escoger; es preciso aprovechar la noche próxima. Todos mis planes se desgracian, si aguardamos un momento más. Créeme, Sócrates, y haz lo que te digo.

Sócrates

Mi querido Critón, tu solicitud es muy laudable, si es que concuerda con la justicia; pero por lo contrario, si se aleja de ella, cuanto más grande es, se hace más reprensible. Es preciso examinar, ante todo, si deberemos hacer lo que tú dices o si no deberemos; porque no es de ahora, ya lo sabes, la costumbre que tengo de sólo ceder por razones que me parezcan justas, después de haberlas examinado detenidamente. Aunque la fortuna me sea adversa, no puedo abandonar las máximas de que siempre he hecho profesión; ellas me parecen siempre las mismas, y como las mismas las estimo igualmente. Si no me das razones más fuertes, debes persuadirte de que yo no cederé, aunque todo el poder del pueblo se armase contra mí, y para aterrarme como a un niño, me amenazase con sufrimientos más duros que los que me rodean, cadenas, la miseria, la muerte. Paro ¿cómo se verifica este examen de una manera conveniente? Recordando nuestras antiguas conversaciones, a saber: de si ha habido razón para decir que hay ciertas opiniones que debemos respetar y otras que debemos despreciar. ¿O es que esto se pudo decir antes de ser yo condenado a [97] muerte, y ahora de repente hemos descubierto, que si se dijo entonces, fue como una conversación al aire, no siendo en el fondo más que una necedad o un juego de niños? Deseo, pues, examinar aquí contigo en mi nueva situación, si este principio me parece distinto o si le encuentro siempre el mismo, para abandonarle o seguirle.

Es cierto, si yo no me engaño, que aquí hemos dicho muchas veces, y creíamos hablar con formalidad, que entre las opiniones de los hombres las hay que son dignas de la más alta estimación y otras que no merecen ninguna. Critón, en nombre de los dioses, ¿te parece esto bien dicho? Porque, según todas las apariencias humanas, tú no estás en peligro de morir mañana, y el temor de un peligro presente no te hará variar en tus juicios; piénsalo, pues, bien. ¿No encuentras que con razón hemos sentado, que no es preciso estimar todas las opiniones de los hombres sino tan sólo algunas, y no de todos los hombres indistintamente, sino tan sólo de algunos? ¿Qué dices a esto? ¿No te parece verdadero?

Critón

Mucho.

Sócrates

¿En este concepto, no es preciso estimar sólo las opiniones buenas y desechar las malas?

Critón

Sin duda.

Sócrates

¿Las opiniones buenas no son las de los sabios, y las malas las de los necios?

Critón

No puede ser de otra manera.

Sócrates

Vamos a sentar nuestro principio. ¿Un hombre que se ejercita en la gimnasia podrá ser alabado o reprendido por [98] un cualquiera que llegue, o sólo por el que sea médico o maestro de gimnasia?

Critón

Por este sólo sin duda.

Sócrates

¿Debe temer la reprensión y estimar las alabanzas de éste sólo y despreciar lo que le digan los demás?

Critón

Sin duda.

Sócrates

Por esta razón ¿debe ejercitarse, comer, beber, según le prescriba este maestro y no dejarse dirigir por el capricho de todos los demás?

Critón

Eso es incontestable.

Sócrates

He aquí sentado el principio. ¿Pero si desobedeciendo a este maestro y despreciando sus atenciones y alabanzas, se deja seducir por las caricias y alabanzas del pueblo y de los ignorantes, no le resultará mal?

Critón

¿Cómo no le ha de resultar?

Sócrates

¿Pero este mal de qué naturaleza será? ¿a qué conducirá? ¿y qué parte de este hombre afectará?

Critón

A su cuerpo, sin duda, que infaliblemente arruinará.

Sócrates

Muy bien, he aquí sentado este principio; ¿pero no sucede lo mismo en todas las demás cosas? Porque sobre lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, lo bueno y lo malo, que eran en este momento la materia de nuestra discusión, ¿nos atendremos más bien a la opinión del pueblo que a la de un solo hombre, si se encuentra uno muy experto y muy hábil, por el que sólo debamos tener [99] más respeto y más deferencia que por el resto de los hombres? ¿Y si no nos conformamos al juicio de este único hombre, no es cierto que arruinaremos enteramente lo que no vive ni adquiere nuevas fuerzas en nosotros sino por la justicia, y que no perece sino por la injusticia? ¿O es preciso creer que todo eso es una farsa?

Critón

Soy de tu dictamen, Sócrates.

Sócrates

Estame atento, yo te lo suplico; si adoptando la opinión de los ignorantes, destruimos en nosotros lo que sólo se conserva por un régimen sano y se corrompe por un mal régimen, ¿podremos vivir con esta parte de nosotros mismos así corrompida? Ahora tratamos sólo de nuestro cuerpo; ¿no es verdad?

Critón

De nuestro cuerpo sin duda.

Sócrates

¿Y se puede vivir con un cuerpo destruido o corrompido?

Critón

No, seguramente.

Sócrates

¿Y podremos vivir después de corrompida esta otra parte de nosotros mismos, que no tiene salud en nosotros, sino por la justicia, y que la injusticia destruye? ¿O creemos menos noble que el cuerpo esta parte, cualquiera que ella sea, donde residen la justicia y la injusticia?

Critón

Nada de eso.

Sócrates

¿No es más preciosa?

Critón

Mucho más.

Sócrates

Nosotros, mi querido Critón, no debemos curarnos de lo [100] que diga el pueblo, sino sólo de lo que dirá aquel que conoce lo justo y lo injusto, y este juez único es la verdad. Ves por esto, que sentaste malos principios, cuando dijiste al principio que debíamos hacer caso de la opinión del pueblo sobre lo justo, lo bueno, lo honesto y sus contrarias. Quizá me dirás: pero el pueblo tiene el poder de hacernos morir.

Critón

Seguramente que se dirá.

Sócrates

Así es, pero, mi querido Critón, esto no podrá variar la naturaleza de lo que acabamos de decir. Y si no respóndeme: ¿no es un principio sentado, que el hombre no debe desear tanto el vivir como el vivir bien?

Critón

Estoy de acuerdo.

Sócrates

¿No admites igualmente, que vivir bien no es otra cosa que vivir como lo reclaman la probidad y la justicia?

Critón

Sí.

Sócrates

Conforme a lo que acabas de concederme, es preciso examinar ante todo, si hay justicia o injusticia en salir de aquí sin el permiso de los atenienses; porque si esto es justo, es preciso ensayarlo; y si es injusto es preciso abandonar el proyecto. Porque con respecto a todas esas consideraciones, que me has alegado, de dinero, de reputación, de familia ¿qué otra cosa son que consideraciones de ese vil populacho, que hace morir sin razón, y que sin razón quisiera después hacer revivir, si le fuera posible? Pero respecto a nosotros, conforme a nuestro principio, todo lo que tenemos que considerar es, si haremos una cosa justa dando dinero y contrayendo obligaciones con los que nos han de sacar de aquí, o bien si ellos y [101] nosotros no cometeremos en esto injusticia; porque si la cometemos, no hay más que razonar; es preciso morir aquí o sufrir cuantos males vengan antes que obrar injustamente.

Critón

Tienes razón, Sócrates, veamos cómo hemos de obrar.

Sócrates

Veámoslo juntos, amigo mío; y si tienes alguna objeción que hacerme cuando yo hable, házmela, para ver si puedo someterme, y en otro caso cesa, te lo suplico, de estrecharme a salir de aquí contra la voluntad de los atenienses. Yo quedaría complacidísimo de que me persuadieras a hacerlo, pero yo necesito convicciones. Mira pues, si te satisface la manera con que voy a comenzar este examen, y procura responder a mis preguntas lo más sinceramente que te sea posible.

Critón

Lo haré.

Sócrates

¿Es cierto que jamás se pueden cometer injusticias? ¿O es permitido cometerlas en unas ocasiones y en otras no. ¿O bien, es absolutamente cierto que la injusticia jamás es permitida, como muchas veces hemos convenido y ahora mismo acabamos de convenir? ¿Y todos estos juicios, con los que estamos de acuerdo, se han desvanecido en tan pocos días? ¿Sería posible, Critón, que, en nuestros años, las conversaciones más serias se hayan hecho semejantes a las de los niños, sin que nos hayamos apercibido de ello? ¿O más bien es preciso atenernos estrictamente a lo que hemos dicho: que toda injusticia es vergonzosa y funesta al que la comete, digan lo que quieran los hombres, y sea bien o sea mal el que resulte?

Critón

Estamos conformes. [102]

Sócrates

¿Es preciso no cometer injusticia de ninguna manera?

Critón

Sí, sin duda.

Sócrates

¿Entonces es preciso no hacer injusticia a los mismos que nos la hacen, aunque el vulgo crea que esto es permitido, puesto que convienes en que en ningún caso puede tener lugar la injusticia?

Critón

Así me lo parece.

Sócrates

¡Pero qué! ¿es permitido hacer mal a alguno o no lo es?

Critón

No, sin duda, Sócrates.

Sócrates

¿Pero es justo volver el mal por el mal, como lo quiere el pueblo, o es injusto?

Critón

Muy injusto.

Sócrates

¿Es cierto que no hay diferencia entre hacer el mal y ser injusto?

Critón

Lo confieso.

Sócrates

Es preciso, por consiguiente, no hacer jamás injusticia, ni volver el mal por el mal, cualquiera que haya sido el que hayamos recibido. Pero ten presente, Critón, que confesando esto, acaso hables contra tu propio juicio, porque sé muy bien que hay pocas personas que lo admitan, y siempre sucederá lo mismo. Desde el momento en que están discordes sobre este punto, es imposible entenderse sobre lo demás, y la diferencia de opiniones conduce necesariamente a un desprecio recíproco. Reflexiona [103] bien, y mira, si realmente estás de acuerdo conmigo, y si podemos discutir, partiendo de este principio: que en ninguna circunstancia es permitido ser injusto, ni volver injusticia por injusticia, mal por mal; o si piensas de otra manera, provoca como de nuevo la discusión. Con respecto a mí, pienso hoy como pensaba en otro tiempo. Si tú has mudado de parecer, dilo, y exponme los motivos; pero si permaneces fiel a tus primeras opiniones, escucha lo que te voy a decir.

Critón

Permanezco fiel y pienso como tú; habla, ya te escucho.

Sócrates

Prosigo pues, o más bien te pregunto: ¿un hombre que ha prometido una cosa justa, debe cumplirla o faltar a ella?

Critón

Debe cumplirla.

Sócrates

Conforme a esto, considera, si saliendo de aquí sin el consentimiento de los atenienses haremos mal a alguno y a los mismos que no lo merecen. ¿Respetaremos o eludiremos el justo compromiso que hemos contraído?

Critón

No puedo responder a lo que me preguntas, Sócrates, porque no te entiendo.

Sócrates

Veamos si de esta manera lo entiendes mejor. En el momento de la huida, o si te agrada más, de nuestra salida, si la ley y la república misma se presentasen delante de nosotros y nos dijesen: Sócrates, ¿qué vas a hacer? ¿la acción que preparas no tiende a trastornar, en cuanto de ti depende, a nosotros y al Estado entero? Porque ¿qué Estado puede subsistir, si los fallos dados no tienen ninguna fuerza y son eludidos por los particulares? ¿Qué [104] podríamos responder, Critón, a este cargo y otros semejantes que se nos podían dirigir? Porque ¿qué no diría, especialmente un orador, sobre esta infracción de la ley, que ordena que los fallos dados sean cumplidos y ejecutados? ¿Responderemos nosotros, que la Republica nos ha hecho injusticia y que no ha juzgado bien? ¿Es esto lo que responderíamos?

Critón

Sí, sin duda, se lo diríamos.

Sócrates

«¡Qué! dirá la ley ateniense, Sócrates, ¿no habíamos convenido en que tú te someterías al juicio de la república?» Y si nos manifestáramos como sorprendidos de este lenguaje, ella nos diría quizá: «no te sorprendas, Sócrates, y respóndeme, puesto que tienes costumbre de proceder por preguntas y respuestas. Dime, pues, ¿qué motivo de queja tienes tú contra la república y contra mí cuando tantos esfuerzos haces para destruirme? ¿No soy yo a la que debes la vida? ¿No tomó bajo mis auspicios tu padre por esposa a la que te ha dado a luz? ¿Qué encuentras de reprensible en estas leyes que hemos establecido sobre el matrimonio?» Yo la responderé sin dudar: nada. «¿Y las que miran al sostenimiento y educación de los hijos, a cuya sombra tú has sido educado, no te parecen justas en el hecho de haber ordenado a tu padre que te educara en todos los ejercicios del espíritu y del cuerpo?» Exactamente, diría yo. «Y siendo esto así, puesto que has nacido y has sido mantenido y educado gracias a mí, ¿te atreverás a sostener que no eres hijo y servidor nuestro lo mismo que tus padres? Y sí así es, ¿piensas tener derechos iguales a la ley misma, y que te sea permitido devolver sufrimientos por sufrimientos, por los que yo pudiera hacerte pasar? ¿Este derecho, que jamás podrían tener contra un padre o contra una madre, de devolver mal por mal, injuria por injuria, golpe por golpe, [105] ¿crees tú tenerlo contra tu patria y contra la ley? Y si tratáramos de perderte, creyendo que era justo, ¿querrías adelantarte y perder las leyes y tu patria? ¿Llamarías esto justicia, tú que haces profesión de no separarte del camino de la virtud? ¿Tu sabiduría te impide ignorar que la patria es digna de más respeto y más veneración delante de los dioses y de los hombres, que un padre, una madre y que todos los parientes juntos? Es preciso respetar la patria en su cólera, tener con ella la sumisión y miramientos que se tienen a un padre, atraerla por la persuasión u obedecer sus órdenes, sufrir sin murmurar todo lo que quiera que se sufra, aun cuando sea verse azotado o cargado de cadenas, y que si nos envía a la guerra para ser allí heridos o muertos, es preciso marchar allá; porque allí está el deber, y no es permitido ni retroceder, ni echar pie atrás, ni abandonar el puesto; y que lo mismo en los campos de batalla, que ante los tribunales, que en todas las situaciones, es preciso obedecer lo que quiere la república, o emplear para con ella los medios de persuasión que la ley concede; y, en fin, que si es una impiedad hacer violencia a un padre o a una madre, es mucho mayor hacerla a la patria?». ¿Qué responderemos a esto, Critón? ¿Reconoceremos que la ley dice verdad?

Critón

Así me parece.

Sócrates

«Ya ves, Sócrates, continuaría la ley, que si tengo razón, eso que intentas contra mí es injusto. Yo te he hecho nacer, te he alimentado, te he educado; en fin, te he hecho, como a los demás ciudadanos, todo el bien de que he sido capaz. Sin embargo, no me canso de decir públicamente que es permitido a cada uno en particular, después de haber examinado las leyes y las costumbres de la república, si no está satisfecho, retirarse a donde guste [106] con todos sus bienes; y si hay alguno que no pudiendo acomodarse a nuestros usos, quiere irse a una colonia o a cualquiera otro punto, no hay uno entre vosotros que se oponga a ello y puede libremente marcharse a donde le acomode. Pero también los que permanecen, después de haber considerado detenidamente de qué manera ejercemos la justicia y qué policía hacemos observar en la república, yo les digo que están obligados a hacer todo lo que les mandemos, y si desobedecen, yo los declaro injustos por tres infracciones: porque no obedecen a quien les ha hecho nacer; porque, desprecian a quien los ha alimentado; porque, estando obligados a obedecerme, violan la fe jurada, y no se toman el trabajo de convencerme si se les obliga a alguna cosa injusta; y bien que no haga más que proponer sencillamente las cosas sin usar de violencia para hacerme obedecer, y que les dé la elección entre obedecer o convencernos de injusticia, ellos no hacen ni lo uno ni lo otro. He aquí, Sócrates, la acusación de que te harás acreedor si ejecutas tu designio, y tú serás mucho más culpable que cualquiera otro ciudadano.» Y si yo le pidiese la razón, la ley me cerraría sin duda la boca diciéndome, que yo estoy más que todos los demás ciudadanos sometido a todas estas condiciones. «Yo tengo, me diría, grandes pruebas de que la ley y la república han sido de tu agrado, porque no hubieras permanecido en la ciudad como los demás atenienses, si la estancia en ella no te hubiera sido más satisfactoria que en todas las demás ciudades. Jamás ha habido espectáculo que te haya obligado a salir de esta ciudad, salvo una vez cuando fuiste a Corinto para ver los juegos{2}; jamás has salido que no sea a expediciones [107] militares; jamás emprendiste viajes, como es costumbre entre los ciudadanos; jamás has tenido la curiosidad de visitar otras ciudades, ni de conocer otras leyes; tan apasionado has sido por esta ciudad, y tan decidido a vivir según nuestras máximas, que aquí has tenido hijos, testimonio patente de que vivías complacido en ella. En fin, durante tu proceso podías condenarte a destierro, si hubieras querido, y hacer entonces, con asentimiento de la república, lo que intentas hacer ahora a pesar suyo. Tú que te alababas de ver venir la muerte con indiferencia, y que pretendías preferirla al destierro, ahora, sin miramiento a estas magníficas palabras, sin respeto a las leyes, puesto que quieres abatirlas, haces lo que haría el más vil esclavo, tratando de salvarte contra las condiciones del tratado que te obliga a vivir según nuestras reglas. Respóndenos, pues, como buen ciudadano; ¿no decimos la verdad, cuando sostenemos que tú estás sometido a este tratado, no con palabras, sino de hecho y a todas sus condiciones?». ¿Qué diríamos a esto? ¿Y qué partido podríamos tomar más que confesarlo?

Critón

Sería preciso hacerlo, Sócrates.

Sócrates

La ley continuaría diciendo: «¿Y qué adelantarías, Sócrates, con violar este tratado y todas sus condiciones? No has contraído esta obligación ni por la fuerza, ni por la sorpresa, ni tampoco te ha faltado tiempo para pensarlo. Setenta años han pasado, durante los cuales has podido retirarte, si no estabas satisfecho de mí, y si las condiciones que te proponía no te parecían justas. Tú no has preferido ni a Lacedemonia, ni a Creta, cuyas leyes han sido constantemente un objeto de alabanza en tu boca, ni tampoco has dado esta preferencia a ninguna de las otras ciudades de Grecia o de los países extranjeros. Tú, como los cojos, los ciegos y todos los estropeados, jamás has [108] salido de la ciudad, lo que es una prueba invencible de que te ha complacido vivir en ella más que a ningún otro ateniense; y bajo nuestra influencia, por consiguiente, porque sin leyes ¿qué ciudad puede ser aceptable? ¡Y ahora te rebelas y no quieres ser fiel a este pacto! Pero si me crees, Sócrates, tú le respetarás, y no te expondrán a la risa pública, saliendo de Atenas; porque reflexiona un poco, te lo suplico. ¿Qué bien resultará a ti y a tus amigos, si persistís en la idea de traspasar mis órdenes? Tus amigos quedarán infaliblemente expuestos al peligro de ser desterrados de su patria o de perder sus bienes, y respecto a ti, si te retiras a alguna ciudad vecina, a Tebas o Megara, como son ciudades muy bien gobernadas, serás mirado allí como un enemigo; porque todos los que tienen amor por su patria te mirarán con desconfianza como un corruptor de las leyes. Les confirmarás igualmente en la justicia del fallo que recayó contra ti, porque todo corruptor de las leyes pasará fácilmente y siempre por corruptor de la juventud y del pueblo ignorante. ¿Evitarás todo roce en esas ciudades cultas y en esas sociedades compuestas de hombres justos? Pero entonces, ¿qué placer puedes tener en vivir? ¿O tendrás valor para aproximarte a ellos, y decirles, como haces aquí, que la virtud, la justicia, las leyes y las costumbres deben estar por cima de todo y ser objeto del culto y de la veneración de los hombres? ¿Y no conoces que esto sería altamente vergonzoso? No puedes negarlo, Sócrates. Tendrías necesidad de salir inmediatamente de esas ciudades cultas, e irías a Tesalia a casa de los amigos de Critón, a Tesalia donde reina más el libertinaje que el orden{3}, y en donde te oirían sin duda con singular placer referir el disfraz con que [109] habías salido de la prisión, vestido de harapos o cubierto con una piel, o, en fin, disfrazado de cualquier manera como acostumbran a hacer todos los fugitivos. ¿Pero no se encontrará uno que diga: he aquí un anciano, que no pudiendo ya alargar su existencia naturalmente, tan ciego está por el ansia de vivir, que no ha dudado, por conservar la vida, echar por tierra las leyes más santas? Quizá no lo oirás, si no ofendes a nadie; pero al menor motivo de queja te dirían estas y otras mil cosas indignas de ti; vivirás esclavo y víctima de todos los demás hombres, porque ¿qué remedio te queda? Estarás en Tesalia entregado a perpetuos festines, como si sólo te hubiera atraído allí un generoso hospedaje. Pero entonces ¿a dónde han ido a parar tus magníficos discursos sobre la justicia y sobre la virtud? ¿Quieres de esta manera conservarte quizá para dar sustento y educación a tus hijos? ¡Qué! ¿será en Tesalia donde los has de educar? ¿Creerás hacerles un bien convirtiéndolos en extranjeros y alejándolos de su patria? ¿O bien no quieres llevarlos contigo, y crees que, ausente tú de Atenas, serán mejor educados viviendo tú? Sin duda tus amigos tendrán cuidado de ellos. Pero este cuidado que tus amigos tomarán en tu ausencia, ¿no lo tomarán igualmente después de tu muerte? Persuádete de que los que se dicen tus amigos te prestarán los mismos servicios, si es cierto que puedes contar con ellos. En fin, Sócrates, ríndete a mis razones, sigue los consejos de la que te ha dado el sustento, y no te fijes ni en tus hijos, ni en tu vida, ni en ninguna otra cosa, sea la que sea, más que en la justicia, y cuando vayas al infierno, tendrás con qué defenderte delante de los jueces. Porque desengáñate, si haces lo que has resuelto, si faltas a las leyes, no harás tu causa ni la de ninguno de los tuyos ni mejor, ni más justa, ni más santa, sea durante tu vida, sea después de tu muerte. Pero si mueres, morirás víctima de la injusticia, no de las leyes, sino de los hombres; en lugar [110] de que si sales de aquí vergonzosamente, volviendo injusticia por injusticia, mal por mal, faltarás al pacto que te liga a mí, dañarás a una porción de gentes que no debían esperar esto de ti; te dañarás a ti mismo, a mí, a tus amigos, a tu patria. Yo seré tu enemigo mientras vivas, y cuando hayas muerto, nuestras hermanas las leyes que rigen en los infiernos no te recibirán indudablemente con mucho favor, sabiendo que has hecho todos los esfuerzos posibles para arruinarme. No sigas, pues, los consejos de Critón y sí los míos.»

Me parece, mi querido Critón, oír estos acentos, como los inspirados por Cibeles creen oír las flautas sagradas. El sonido de estas palabras resuena en mi alma, y me hacen insensible a cualquiera otro discurso, y has de saber que, por lo menos en mi disposición presente, cuanto puedas decirme en contra será inútil. Sin embargo, si crees convencerme, habla.

Critón

Sócrates, nada tengo que decir.





 ———

{1} El cabo Sunio sobre el que estaba construido un templo a Minerva a la parte Sudeste de la Ática.

{2} Eran los juegos que cada tres años se celebraban en el istmo de Corinto en honor de Neptuno, desde que Teseo los había renovado.

{3} La Tesalia era un país donde reinaban la licencia y la corrupción, así que Jenofonte observa que allí fue donde Critias se perdió.


{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo primero, Madrid 1871, páginas 91-110.}



puerta al infierno



Isabel II de España.


La obra representa una cacería celebrada entre los días 5 y 9 de noviembre de 1881, en la finca de Los Llanos, situada en Albacete y propiedad del marqués de Salamanca, que aparece en el lienzo junto al rey Alfonso XII de España, la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena y la reina madre, Isabel II de España.




Isabel II de España, llamada «la de los Tristes Destinos» o «la Reina Castiza»​ (Madrid, 10 de octubre de 1830-París, 9 de abril de 1904), fue reina de España entre 1833 y 1868,​ gracias a la derogación del Reglamento de sucesión de 1713 (comúnmente denominado «Ley Sálica» aunque, técnicamente, no lo fuera)​ por medio de la Pragmática Sanción de 1830. Esto provocó la insurgencia del infante Carlos María Isidro, que era hermano de Fernando VII y tío de Isabel II, y que ya había intentado proclamarse rey con el apoyo de los grupos llamados «carlistas» durante la agonía de Fernando.

1º.-Debido a su afición a los gustos populares españoles en relación con el Casticismo y el Casticismo madrileño.

2º.-En realidad al subir al trono tras la Guerra de Sucesión Española, Felipe V pensó en establecer la Ley Sálica, que gobernaba en Francia, y presentó este proyecto a las Cortes de Castilla en 1713. Pero estas discordaron con el rey, que no pudo lograr su aprobación. En su lugar, hallándose congregadas las Cortes en Madrid desde el 5 de noviembre de 1712, se promulgó con ellas en 10 de mayo de 1713 el Reglamento de sucesión. Según las condiciones de la nueva ley, las mujeres sí podrían heredar el trono (a diferencia de lo que ocurre con la Ley Sálica) aunque únicamente de no haber herederos varones en la línea principal (hijos) o lateral (hermanos y sobrinos).

3º.-  El sobrenombre la de los Tristes Destinos (inglés: the Queen of Sad Mischance) da título a la obra de Benito Pérez Galdós, La de los tristes destinos, décima y última novela de la cuarta serie de los Episodios Nacionales. El uso del mismo en referencia a Isabel II, sin embargo, se remonta al 4 de julio de 1865, cuando Antonio Aparisi Guijarro tomó el mote de un verso de la obra Ricardo III de Shakespeare. Así pues, en el Acto IV-Escena IV, la Reina Margarita dice a la Reina Isabel:
Farewell, York’s wife, and queen of sad mischance: These English woes shall make me smile in France.
Aparisi Guijarro hizo referencia a Isabel II con tal apelativo predictivo en una sesión parlamentaria acerca del reconocimiento de Italia.



Retrato Oficial.

María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (Palermo, 27 de abril de 1806-Sainte-Adresse, 22 de agosto de 1878) fue reina consorte de España por su matrimonio con el rey Fernando VII de 1829 a 1833, y regente del Reino entre 1833 y 1840, durante la mayor parte de la minoría de edad de su hija Isabel II. 
Se casó en secreto poco después de morir Fernando VII con el joven miembro de la Guardia de Corps Fernando Muñoz, quien se convertiría en el duque de Riánsares. 


María Cristina de Borbón dos Sicilias.

Biografía

María Cristina de Borbón Dos Sicilias. Palermo (Italia), 27.IV.1806 – Sainte-Adresse (Francia), 22.VIII.1878. Reina gobernadora de España.

Hija de Francisco I, rey de las Dos Sicilias, y de María Isabel de Borbón, infanta de España. Fue la cuarta esposa del rey Fernando VII, con el que contrajo matrimonio tras quedar viudo de su tercera esposa, la reina María Josefa Amalia de Sajonia.

María Cristina era sobrina carnal de Fernando VII, ya que su madre, la infanta María Isabel de Borbón, era hermana de éste, por lo que para poder realizarse el matrimonio hubo que solicitar al Vaticano las oportunas dispensas, gestión que realizó el embajador de España en Roma Pedro Gómez Labrador, quien también fue el encargado de pedir la mano de María Cristina en nombre del rey Fernando VII, al rey de las Dos Sicilias.
El 30 de septiembre de 1829 salió María Cristina desde Nápoles hacia España, acompañada por sus padres y por su hermano menor, Francisco de Paula, conde de Trápani, pasando por Roma, donde fueron recibidos por el papa Pío VIII, y atravesando Italia y Francia, país en el que fue vitoreada por los liberales españoles emigrados, quienes anhelaban que aquel matrimonio sirviera para suavizar de algún modo el absolutismo de Fernando VII, anhelos que se vieron cumplidos tres años más tarde, con la amnistía concedida por María Cristina en octubre de 1832.
El 8 de diciembre llegó la comitiva a Aranjuez. La impresión que causó al Rey su sobrina fue muy positiva, pues, además de contar con su juventud —tenía veintitrés años—, María Cristina de Borbón, princesa de las Dos Sicilias, era hermosa, elegante y poseía un carácter abierto y dulce. Sin duda, no causó el mismo efecto en el ánimo de la joven María Cristina su tío y esposo, que tenía cuarenta y cinco años —era veintidós años mayor que ella— y estaba envejecido prematuramente a causa de su precaria salud.
La boda se celebró en el Real Sitio de Aranjuez el 9 de diciembre de 1829, siendo ratificada a su llegada a Madrid, el día 11, en la basílica de Nuestra Señora de Atocha, prolongándose las fiestas nupciales durante varios días con un despliegue de suntuosidad sin precedentes.
Desde el principio, el matrimonio fue muy mal acogido por los ultra-realistas, partidarios del hermano de Fernando VII, el infante Carlos María Isidro, quien influido por éstos y por su esposa la infanta portuguesa María Francisca de Braganza, había concebido la esperanza de suceder en el trono a su hermano, pues éste, a pesar de sus tres matrimonios anteriores, no había conseguido tener sucesión (solamente su segunda esposa, María Isabel de Braganza, le había dado dos hijas, que no se habían logrado: la infantita María Luisa, que murió a los cuatro meses y medio de nacer, y otra infanta nacida muerta).

El 8 de mayo de 1830, la Gaceta hizo pública la noticia de que la reina María Cristina había entrado en el quinto mes de embarazo. Tres meses antes, el 29 de marzo, el rey Fernando VII, en previsión de que fuese una hija la que naciera, había decidido hacer pública la Pragmática Sanción, que derogaba la ley semi-sálica dada por Felipe V en 1713, la cual excluía a las mujeres en el acceso al trono de España en tanto hubiese descendencia masculina directa o colateral. La Pragmática Sanción, dada por Carlos IV en 1789 y respaldada por las Cortes —pero que al cerrarse éstas precipitadamente por los acontecimientos políticos de Francia en aquella fecha no dio tiempo a que se hiciese pública—, ponía de nuevo en vigencia el orden sucesorio de las Leyes de las Partidas, restableciendo la tradición de la Monarquía española según la cual las mujeres podían reinar.
Con la decisión de Fernando VII de hacer pública la Pragmática Sanción, se disiparon las esperanzas de reinar de su hermano Carlos María Isidro, alentadas por su camarilla, los legitimistas —los carlistas—, iniciándose el enfrentamiento que provocó la lucha dinástica que azotó España tras la muerte de Fernando VII durante gran parte del siglo xix: las Guerras Carlistas, en las que se enfrentaron carlistas e isabelinos. Aunque en realidad, más que un problema dinástico, aquél fue un pretexto para desencadenar el conflicto que existía entre dos tendencias políticas que no aceptaban convivir: absolutistas y liberales.
El 10 de octubre de 1830, la reina María Cristina dio a luz a su primera hija: la princesa Isabel, futura Isabel II. Y trece meses después, el 30 de enero de 1832, nació otra niña, la infanta Luisa Fernanda.
Mientras la felicidad inundaba a María Cristina por haber conseguido dar a Fernando VII la tan ansiada sucesión, las esperanzas de reinar del infante Carlos María Isidro se desvanecían por completo.

En el mes de septiembre de 1832, estando la Corte en La Granja de San Ildefonso, el Rey sufrió uno de sus ataques de gota, pero esta vez tan grave, que se temió por su vida.
Los partidarios del infante Carlos María Isidro, que ocupaban posiciones claves en el Gobierno de la nación, como el ministro de Justicia, Tadeo Calomarde, y el ministro de Estado, conde de Alcudia, aprovecharon este agravamiento de la salud del Rey para pintar ante la reina María Cristina —a la que Fernando VII había encargado la Regencia mientras durase su enfermedad— un panorama tan desolador y con el fantasma de la guerra civil de fondo, que la Reina pidió a su esposo que revocase, por medio de un codicilo, la Pragmática Sanción. La firma de este documento (18 de septiembre de 1832) supuso la derogación de la Pragmática Sanción y el restablecimiento de la legitimidad sucesoria en la persona del hermano del Rey.
Apenas recuperada la salud, Fernando VII mandó iniciar los trámites para anular el codicilo que derogaba la Pragmática Sanción. Calomarde fue desterrado y al conde de Alcudia se le obligó a reincorporarse a su actividad diplomática fuera de España.
Pocos días después, la reina María Cristina, a la que su esposo había facultado para gobernar conjuntamente con él, firmaba un decreto de amnistía que afectó a un gran número de personas, incluidos los exiliados (15 de octubre de 1832).
El 31 de diciembre de 1832 tuvo lugar, ante una nutrida representación de personalidades, el acto solemne de la lectura por parte del Rey del documento derogatorio del codicilo que contenía la derogación de la Pragmática Sanción, que restablecía los derechos sucesorios de su primogénita, Isabel, quien seis meses más tarde, el 30 de junio de 1833, fue jurada por las Cortes princesa de Asturias y heredera del trono, en la madrileña iglesia de San Jerónimo.

Tres meses después, el 29 de septiembre de 1833, murió en el Palacio Real de Madrid el rey Fernando VII a consecuencia de un fulminante ataque de apoplejía. Como su sucesora, Isabel II, cumplía tres años el 10 de octubre, el testamento del Rey disponía que la Reina viuda ejerciera como regente y gobernadora, asesorada por un Consejo de Gobierno, hasta que su hija cumpliera los dieciocho años.
El 1 de octubre, el infante Carlos María Isidro lanzó desde Abrantes (Portugal) un manifiesto en el que no reconocía los derechos al trono de su sobrina Isabel y se intitulaba Carlos V, rey de España. De este modo se inició la guerra civil —Primera Guerra Carlista (1833-1839)— y la Regencia de la reina María Cristina, que duró siete años (1833-1840) y estuvo marcada por graves dificultades desde sus comienzos, pues además del grave problema interno que supuso el estallido de la guerra civil —que incidió profundamente en la vida del país y forzó la actitud de los distintos gobiernos moderados y liberales— en el exterior la reina María Cristina no fue reconocida más que por Francia e Inglaterra, y hubo que esperar hasta 1834 para que las relaciones exteriores de España se mejorasen con la firma del tratado de la Cuádruple Alianza.
La Guerra Carlista dividió al país en dos bandos: los cristinos, liberales partidarios de la reinita Isabel II y de la Reina gobernadora, en los que ésta únicamente podía apoyarse para sostener los derechos de su hija al trono, y los carlistas, realistas partidarios de Carlos María Isidro.
Mientras en el norte de España, Vascongadas, Navarra y Cataluña, a partir del mes de octubre de 1833 ardía la Guerra Civil, la Reina gobernadora comenzó a gobernar dando al país —a instancias de Cea Bermúdez, presidente del Consejo de Ministros— el Manifiesto del 5 de octubre, verdadero programa del primer gobierno de la Regencia.
Dos eran las líneas básicas de actuación contenidas en el Manifiesto: la firme voluntad de salvaguardar el poder de la Corona y la promesa de acometer reformas administrativas. Pero el Manifiesto, recibido con frialdad, no gustó a nadie y el propio Consejo de Gobierno —que Fernando VII había dispuesto en su testamento para asesorar a su esposa— aconsejó a la Reina gobernadora que iniciara un ensayo liberal.
El Gobierno de Cea Bermúdez tenía sus días contados: los liberales al unísono se le opusieron y los capitanes generales Llauder y Quesada, de Cataluña y de Castilla la Vieja, respectivamente, elevaron a la Regente sendos escritos reclamando la inmediata reunión de Cortes como punto de partida de una reforma política que estuviera por encima de la mera administrativa que se propugnaba en el Manifiesto.
La reina María Cristina comprendió que no podía mantener ni un minuto más a Cea Bermúdez y en enero de 1834 pasó a sustituirle por Francisco Martínez de la Rosa.

En Martínez de la Rosa, militante del viejo liberalismo de las Cortes de Cádiz y del Trienio Liberal —aunque su entusiasmo de entonces lo habían enfriado la adversidad y el exilio—, se vio al hombre capaz de iniciar un ensayo liberal. En aquellos momentos mantenía una postura liberal moderada que quedaría plasmada en su programa político, el Estatuto Real de 1834, primer texto constitucional del reinado de Isabel II.
El Estatuto Real, que tenía sus antecedentes en la Carta Otorgada de Luis XVIII y era simplemente una convocatoria de Cortes, satisfizo solamente a los sectores más moderados del liberalismo español, aunque a su amparo vivieron cuatro Gobiernos: el de Martínez de la Rosa, hasta junio de 1835; el del conde de Toreno, hasta septiembre de 1835; el de Juan Álvarez Mendizábal, hasta mayo de 1836, y el de Istúriz, hasta agosto de 1836.
A excepción del Gobierno presidido por el liberal progresista Mendizábal —que logró sacar adelante su Decreto desamortizador de 1836 y dejó preparada la Ley desamortizadora de 1837—, los otros tres Gobiernos eran de signo moderado, por lo que tuvieron que gobernar con el fantasma del pronunciamiento y de la conspiración de los progresistas contrarios al Estatuto Real.
En el verano de 1836 se desencadenaron una serie de levantamientos que se iniciaron en Málaga, propagándose muy rápidamente por Granada, Cádiz y demás provincias andaluzas, pasando después a Aragón y Valencia y luego al resto de España. Finalmente, la noche del 12 de agosto de 1836, en el Real Sitio de La Granja —donde la reina María Cristina y sus hijas se encontraban pasando el verano— se consumó el pronunciamiento de los sargentos, siendo obligada la Reina gobernadora a restablecer la Constitución de 1812 poniéndose fin de este modo al Estatuto Real de 1834.

Tras el triunfo del pronunciamiento de los sargentos de La Granja, la reina María Cristina encomendó el poder a los progresistas. El nuevo presidente del Consejo de Ministros fue Calatrava, y éste nombró a Mendizábal ministro de Hacienda, quien pudo entonces sacar adelante su Ley desamortizadora de 1837.
Inmediatamente se convocaron Cortes Constituyentes, que abrió la Reina gobernadora en octubre de 1836, para revisar la Constitución de 1812 o en caso necesario proceder a la elaboración de una nueva. Se designó una Comisión encargada de la reforma constitucional presidida por Agustín Argüelles y cuyo secretario fue Salustiano Olózaga, la cual, tras seis meses de trabajo, elaboró un nuevo texto constitucional: la Constitución de 1837, que fue sancionada por la Reina gobernadora el 18 de junio de 1837.
Con los progresistas en el poder, el Partido Moderado se convirtió en oposición escindido en dos posturas: la de los que deseaban participar en el juego político y la de los que preferían hacerlo desde la clandestinidad.
A causa de la postura de estos últimos, el Gobierno Calatrava —que había durado casi un año— cayó el 18 de agosto a causa del pronunciamiento realizado por los oficiales de la brigada Van Halen, en Aravaca, a las afueras de Madrid.
A consecuencia de esta inestabilidad política, los carlistas aprovecharon para reiniciar su ofensiva, llevando a cabo personalmente el pretendiente Carlos la llamada Expedición Real, llegando a las puertas de Madrid con sus tropas en septiembre de 1837. Pero Carlos no atacó Madrid, pues venía con la intención de pactar con su cuñada y sobrina María Cristina, quien le había hecho llegar sus propuestas por mediación del rey Fernando II de Nápoles.
Para la Reina gobernadora, los sucesos de La Granja del mes de agosto de 1836 habían supuesto una humillación y causado tal alarma que, desde entonces, pensó en la posibilidad de hacer un acuerdo secreto con Carlos María Isidro, ofreciéndole para su hijo, la mano de Isabel II. Pero María Cristina se arrepintió y no abrió la capital a Carlos, quien tuvo que abandonar Madrid sin pacto alguno y en su retirada, sufrir la derrota en Aranzueque (Guadalajara), causada por el general Espartero.
Al caer Calatrava, la Reina gobernadora ofreció el Gobierno a Espartero, pero éste lo rechazó con el pretexto de tener que ponerse al frente del ejército que combatía a los carlistas. Se sucedieron entonces tres gobiernos moderados: el de Eusebio Bajardí, Ofalia, duque de Frías, y Pérez de Castro. Este último inició un programa reformista con vistas a modificar el sistema político pero manteniendo la Constitución.

Los tres puntos fundamentales de su reforma fueron: la limitación del sufragio a través de la Ley Electoral de 1840; el proporcionar medios legales al Gobierno para combatir a la prensa y, el tercero, reforzar el poder central en los municipios, por medio de una nueva Ley de Ayuntamientos.
Acababa la Guerra Carlista, el general Espartero, ya conde de Luchana y ahora duque de la Victoria tras el abrazo de Vergara, era considerado el héroe de la Guerra Carlista y el militar de máximo prestigio del momento. Por eso, la reina María Cristina, aunque conocía su identificación con el progresismo, quiso sondearle para saber si podía contar con él para apoyar el nuevo programa de Pérez de Castro.
Con el pretexto de que los médicos habían aconsejado a la reinita Isabel que tomase baños de mar, la Reina regente decidió viajar con ella y con la infanta Luisa Fernanda a Barcelona, ciudad que contaba entonces con el mayor número de elementos conservadores y que a ella le ofrecía garantías de orden. La primera entrevista de la Reina gobernadora con el duque de la Victoria fue en Lérida, y en ella la reina María Cristina ya se dio cuenta claramente de que Espartero se había convertido en el hombre fuerte del progresismo.
En su segunda entrevista, que tuvo lugar en Esparraguera (Lérida), Espartero comunicó a la reina María Cristina su tajante oposición al Gobierno Pérez de Castro, a la sanción de la Ley de Ayuntamientos y a las Cortes que la respaldaban. La Regente le contestó que estaba dispuesta a un cambio en la composición del Gobierno que podría presidir Istúriz, y del cual el propio Espartero podría formar parte, una vez dominados los últimos reductos de la Guerra Carlista que, al mando del general Cabrera, aún coleaban en el norte de Cataluña.

Por fin, la Reina gobernadora y su hija Isabel II llegaron a Barcelona el 30 de junio de 1840. Lo sucedido en la Ciudad Condal a la llegada de éstas dejó bien patente el enfrentamiento que existía entre la postura de María Cristina, identificada por completo con los moderados, y la de Espartero, vinculado totalmente a los progresistas, pues aunque las Reinas fueron recibidas con entusiasmo, el Ayuntamiento de Barcelona —de clara filiación progresista— se encargó de engalanar las farolas de las Ramblas con el artículo de la Constitución de 1837 relativo a la Ley de Ayuntamientos, y el capitán general, Van Halen, cabeza visible del progresismo barcelonés y brazo derecho de Espartero, presionó personalmente a la reina María Cristina con la amenaza de un estallido popular si Pérez de Castro seguía al frente del Gobierno. La Reina contestó a Van Halen que nunca se atentaría contra la Constitución y que pensaba cambiar el Gobierno, pero que primero deseaba conocer el programa del nuevo diseñado por Espartero.
La toma de Berga y Hort supuso el final de los últimos reductos del carlismo a los que se combatía en el norte de Cataluña. Y desde Berga, Espartero envió a la Reina regente su programa en forma casi de ultimátum: disolución de las Cortes, convocatoria de nuevas elecciones y la anulación de la Ley de Ayuntamientos.

Estaba claro que la postura de la Reina regente y la del duque de la Victoria no eran compatibles, pues pocos días después la reina María Cristina sancionó la Ley de Ayuntamientos, lo cual supuso la inmediata ruptura con Espartero, quien dimitió de todos sus cargos, incluido el último, el de jefe de la Guardia Real, que le había sido concedido por la Regente el mismo día en que ella firmaba el texto de la Ley de Ayuntamientos.
A partir del día 16 de julio, una marea de manifestaciones y protestas contra la Ley, perfectamente orquestadas, hicieron caer al Gobierno de Pérez de Castro. La reina María Cristina tuvo que dar paso a un nuevo Gobierno de carácter progresista presidido por Antonio González —afín a Espartero—, que el 6 de agosto juró su cargo, siendo la primera decisión de este Gobierno dejar en suspensión la Ley de Ayuntamientos y la disolución de las Cortes.
Ante el cariz de los acontecimientos la Familia Real decidió marcharse a Valencia y, estando en esta ciudad, estalló el 1 de septiembre de 1840 en Madrid primero y después se propagó a toda España un movimiento revolucionario que cristalizó en la creación de juntas revolucionarias de gobierno. Ante la gravedad de los acontecimientos, María Cristina llamó a Espartero y le pidió que pusiera fin a aquella revolución, a lo que Espartero contestó que no podía hacerlo porque él se sentía plenamente identificado con ella.
La Reina gobernadora se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que abdicar la Regencia en la persona del general Espartero, decidida a no iniciar de nuevo la guerra civil y con el convencimiento de que en aquellos momentos el duque de la Victoria representaba la garantía de seguridad para el trono y el sostenimiento de los derechos de su hija Isabel II.

El 12 de octubre de 1840, María Cristina hacía pública su renuncia en el palacio Cervellón de Valencia y cinco días más tarde, el día 17, abandonaba España, dejando a sus dos hijas, Isabel II, la reina de España, que tenía diez años, y a la infanta Luisa Fernanda, que aún no había cumplido los ocho, que —sin entenderlo— se veían de golpe despojadas del cariño y los cuidados insustituibles de una madre. Embarcada en el vapor Mercurio, se acogió a la hospitalidad que le brindaron sus tíos, el rey Luis Felipe de Francia y su esposa la princesa Amalia de Borbón, tía carnal de María Cristina, y el 8 de noviembre, desde Marsella, explicó a los españoles en un manifiesto los motivos de su importante decisión.
Pero, junto a todos estos motivos políticos, existían otros motivos personales en la renuncia a la Regencia de María Cristina. Tres meses después de la muerte de Fernando VII, se había casado con el capitán de la Guardia de Corps, Agustín Fernando Muñoz y Sánchez- Funes. Este matrimonio, mantenido en secreto, pero sabido en toda España, restó mucha popularidad a la Reina regente, que sólo podía serlo de su hija Isabel II en tanto era la Reina viuda, según constaba en el testamento de su esposo el rey Fernando VII.
De este matrimonio morganático nacieron ocho hijos, de los cuales cinco lo hicieron en España, mientras la Reina fue regente: María Amparo, María de los Milagros, Agustín, Fernando María y María Cristina.
Estos nacimientos hicieron muy difícil la situación de la Reina gobernadora, que debía ocultar a los ojos de la Corte y de todo el país sus embarazos y partos, sin lograrlo, lo que dañó fuertemente su reputación y le valió ser el blanco de graves críticas. Los otros tres hijos, Juan María, Antonio y José María, nacieron ya en París, después de haber tenido que abandonar la Regencia.

En el exilio María Cristina, basándose en la pretensión de conservar al menos la tutoría de sus hijas —que las Cortes habían concedido al político Agustín Argüelles—, impulsó el primer pronunciamiento moderado surgido para derrocar a Espartero en octubre de 1841, del que fueron alma el general O’Donnell —presidente de la Junta de exiliados que se formó en París nada más llegar a esta ciudad María Cristina— y el general Diego de León, conde de Belascoaín, y que tuvo su momento culminante el 7 de octubre. El plan era una sublevación militar que empezaría en las provincias vascas y Navarra, raptarían en Madrid a las reales niñas y al Regente y volverían a proclamar la Regencia de la reina María Cristina.
Pero la conspiración fue abortada y sus protagonistas, a la cabeza de los cuales se encontraba el general Diego de León, fueron sometidos a juicio sumarísimo y fusilados por decisión inapelable de Espartero, que con esta demostración de dureza inició la caída de su popularidad.
El pronunciamiento incruento de Torrejón de Ardoz, del 22 de julio de 1843, puso punto final a la regencia del duque de la Victoria, quien tuvo que abandonar España el 30 de julio y refugiarse en Inglaterra.
Los moderados, con el general Narváez a la cabeza, llegaban de nuevo al poder y era proclamada reina de España Isabel II, a los trece años, adelantándose cinco años su mayoría de edad.

Con los moderados gobernando, la reina María Cristina regresó a España el 23 de marzo de 1844, sin pensar en corregir el gran error que la había conducido al exilio: identificarse por completo con el Partido Moderado, además de constituirse en un apoyo básico para la exclusión política del Partido Progresista, lo que a la larga le trajo graves consecuencias.
En el mes de octubre su hija Isabel II legitimó su matrimonio clandestino con Fernando Muñoz y a los ocho hijos que tuvo con él. De este modo quedaba resuelto el espinoso tema que a la reina María Cristina había tanto atormentado, pues, tras haber estado once años ocultando su matrimonio, ya podía exhibirse en público con el hombre al que verdaderamente amó durante cuarenta años y al que su hija la reina Isabel II le otorgó el título de duque de Riansares con Grandeza de España, le ascendió a teniente general de los Ejércitos Reales y le condecoró con el Toisón de Oro y con la Gran Cruz de Carlos III.
A su regreso del exilio, la reina María Cristina, que fijó su residencia habitual con su esposo, el duque de Riansares, y sus hijos Muñoz-Borbón, en el palacio de la madrileña calle de las Rejas —próximo al Palacio Real—, ejerció una gran influencia sobre su hija Isabel II, interviniendo directamente en muchos temas políticos durante la Década Moderada (1843-1853), temas que no eran de su competencia sino de su hija, reina constitucional de España. Uno de los asuntos en los que influyó de forma decisiva fue en el desgraciado matrimonio de su hija Isabel II con su primo hermano Francisco de Asís de Borbón, que, de todos los candidatos posibles —y que no fueron vetados por Francia e Inglaterra—, fue el menos adecuado para Isabel II, ni como Reina ni como mujer.

La violencia extrema con que se vivieron las jornadas revolucionarias de julio de 1854 se cebó —además de en los tres ministros moderados más odiados: Sartorius, Esteban Collantes y Doménech, cuyas casas fueron asaltadas, así como la del banquero Salamanca— en María Cristina, a quien los revolucionarios culpaban de la prolongada permanencia en el poder de los moderados, y para hacérselo pagar se expolió e incendió su palacio de las Rejas, teniendo que refugiarse con su familia en el Palacio Real. Finalmente, controlada la situación, su antiguo enemigo, el general Espartero —a quien la reina Isabel II había llamado para contener la revolución— permitió que fuese puesta en la frontera con todas las garantías de seguridad. El día 28 de agosto de 1854, la Reina madre, con su esposo el duque de Riansares, abandonó Madrid con destino a Portugal, quedando anulada su pensión de Reina madre y confiscados todos sus bienes.
María Cristina se volvió a instalar con su familia en Francia y, aunque su hija Isabel II, durante el Gobierno Largo de la Unión Liberal (1858-1863), pidió al general O’Donnell que autorizase la vuelta de la Reina madre a España, el duque de Tetuán se opuso a ello. Quedaba muy lejos la antigua identificación del joven general O’Donnell con la Reina gobernadora, que no volvería ya nunca a España.
En Francia, María Cristina adquirió el castillo de la Malmaison, desde donde se trasladaba frecuentemente a París. En esta ciudad conoció en 1868 la noticia del destronamiento de su hija Isabel II; asistió en el palacio de Castilla al solemne acto de abdicación de la reina Isabel II a favor de su hijo el príncipe Alfonso (25 de junio de 1870), y tuvo la noticia de la restauración de la Monarquía borbónica en la persona de su nieto el rey Alfonso XII (29 de diciembre de 1874).
La reina María Cristina murió el 22 de agosto de 1878 a los setenta y dos años en la ciudad francesa de Sainte- Adresse. Sus restos fueron trasladados a España y, por haber dado descendencia a la Corona, está enterrada en una urna funeraria frente a la del rey Fernando VII en el Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial.

Bibl.: Barcelona en julio de 1840. Sucesos de este período, con un apéndice de los acontecimientos que siguieron, hasta el embarque de S. M. la Reina Gobernadora. Vindicación razonada del pueblo de Barcelona, Barcelona, Imprenta de José Tauló, 1844; E. Marliani, La Regencia de D. Baldomero Espartero y sucesos que la prepararon, Madrid, 1870; I. Bermejo, La Estafeta de Palacio, Madrid, 1871; A. Pirala, Historia Contemporánea. Anales desde 1843 hasta la conclusión de la actual Guerra Civil, Madrid, 1875; F. Fernández de Córdova, marqués de Mendigorría, Mis Memorias íntimas, Madrid, 1886; Historia de la Guerra Civil y de los partidos liberal y carlista, con la Historia de la Regencia de Espartero, Madrid, 1891; W. Ramírez de Villa-Urrutia, marqués de Villa-Urrutia, La Reina Gobernadora D.ª María Cristina de Borbón, Madrid, 1925; M.ª E. de Borbón, Memorias, Juventud, Barcelona, 1935; B. Pérez Galdós, Obras completas, Aguilar, Madrid, 1945; F. Suárez Verdeguer, Los sucesos de La Granja, Madrid, 1953; C. Seco Serrano, “Don Carlos y el Carlismo”, en Revista de la Universidad de Madrid, n.º 13 (1955); Marqués de Miraflores, Memorias del reinado de Isabel II, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1964; J. Luis Comellas, Los Moderados en el poder. 1844-1854, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1970; C. Seco Serrano, Barcelona en 1840: los sucesos de julio (Aportaciones documentales para su estudio), Barcelona, 1971; J. M.ª Jover (dir.), Historia de España de Menéndez Pidal, t. XXXIV, Madrid, 1981; t. XXXIII, Madrid, 1983; C. Seco Serrano, Militarismo y Civilismo en la España Contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984; Historia del conservadurismo español, Madrid, Temas de Hoy, 2000.



 Hermana carnal.

El que lo es de padre y madre.


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María Luisa Fernanda de Borbón (1832-1897), infanta de España, casada con el duque de Montpensier.




Hermanos uterino o hermanos de madre.

 El que solo lo es de madre.





María de los Desamparados Muñoz y Borbón, I condesa de Vista Alegre (1834-1864)

Era la hija mayor de la reina gobernadora María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (viuda que fue de su tío el rey Fernando VII) y de Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, su segundo marido, duque de Riánsares. Debido a que en el momento de su concepción, el matrimonio de sus padres era secreto, el embarazo y su nacimiento fueron discretos.
Tuvo por tanto por hermanas maternas a la reina Isabel II y a la infanta Luisa Fernanda de Borbón, duquesa de Montpensier.
El 1 de marzo de 1855 se casó con el príncipe polaco Ladislao Czartoryski, duque de Klewan y conde de Zukow, cabeza de una antigua familia aristocrática. El matrimonio se instaló en el Hôtel Lambert (París), entonces la base de operaciones durante el Segundo Imperio Francés de la familia Czartoryski durante su exilio. Su único hijo fue Augusto Francisco Czartoryski (nacido el 2 de agosto de 1858).
María Amparo contrajo tuberculosis y se la transmitió a su hijo de seis años. Murió poco después en París a los 29 años. Ocho años después de su muerte, su viudo se casó nuevamente con la princesa Margarita Adelaida de Orleans, con quien tuvo dos hijos.
Fue enterrada inicialmente en el cementerio de Rueil-Malmaison junto a sus hermanos Agustín y Juan, su madre erigió un monumento encima de la tumba en memoria de sus hijos fallecidos. Años después su esposo traslado su cuerpo a Polonia, siendo depositada en la Cripta familiar de los Príncipes Czartoryski en Sieniawa, reposando ahí hasta la actualidad junto a su esposo y la segunda esposa de este.



María de los Milagros Muñoz y Borbón, I marquesa de Castillejo (1835-1903)

María de los Milagros nació el 8 de noviembre de 1835 en el Palacio Real de El Pardo, Madrid. Su madre María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, que aún era Reina Gobernadora de España en nombre de su media hermana mayor, Isabel II, había contraído segundas nupcias en secreto con el guardia de corps Agustín Fernando de Muñoz y Sánchez, por lo que el alumbramiento de la pequeña se mantuvo en total reserva, al igual que había sucedido con el de su hermana mayor, María Amparo. Era nieta por vía materna del rey Fernando I de las Dos Sicilias y la archiduquesa María Carolina de Austria.
Casó con Filippo Massimiliano del Drago (Roma, 4 de marzo de 1824 - Roma, 21 de abril de 1913), príncipe di Mazzano, principe d' Antuni. 
María de los Milagros Muñoz y Borbón tuvo 4 hijos en su matrimonio con el príncipe di Mazzano: Ferdinando, Francesco d'Assisi, Luigi Gonzaga Maria y Giovanni Battista Maria del Drago y Muñoz, los cuales han dejado descendencia hasta la actualidad; sin embargo, hasta la fecha ninguno de ellos ha reclamado el Marquesado de Castillejo, al cual tendrían legítimo derecho de sucesión.

Agustín María Raimundo Fernando Longinos Muñoz y Borbón, I duque de Tarancón, grande de España, I vizconde de Rostrollano. (1837-1855)

Su madre enviudó en 1833 del rey Fernando VII. El monarca la había nombrado en su testamento como Gobernadora del Reino, cargo en el que sería confirmada por las Cortes constituyentes en 1836 y por el que fue regente durante la minoría de edad de su hija, Isabel. El 28 de diciembre del mismo año en que quedó viuda, contrajo matrimonio morganático en secreto con un sargento de su guardia de corps, Agustín Fernando Muñoz y Sánchez.​ Esta relación no fue bien vista por la sociedad de la época.
Tras nacer sus dos hermanas mayores, María de los Desamparados y María de los Milagros, Agustín fue el primer varón de este segundo matrimonio de la Reina. Fue bautizado por el teniente de cura Martín Fernández Campillo el 30 de abril siguiente a su nacimiento, en la iglesia parroquial de San José, en Madrid, recibiendo los nombres de Agustín María Raimundo Fernando Longinos. Para mantener su identidad en secreto, en los documentos eclesiásticos se hizo constar como padres de la criatura a don Agustín de Rivas y su esposa, Baltazara Sánchez. El niño sería enviado a París inmediatamente, donde se reuniría con las otras dos hijas de la reina y el duque.
Su medio hermana Isabel fue coronada reina a los 13 años (1843), cuando él tenía seis y, poco tiempo después, el niño fue nombrado duque de Tarancón, conde de San Agustín y vizconde de Rostrollano. Estudió en Roma, al menos, hasta los 13 años de edad.​



Fernando María Muñoz y Borbón, II duque de Riánsares, Grande de España, II duque de Tarancón grande de España, II marqués de San Agustín, I conde de Casa Muñoz, II vizconde de Rostrollano, I vizconde de la Alborada. (1838-1910)

En 1840, Fernando María Muñoz y Borbón fue exiliado de España junto con sus padres cuando Baldomero Espartero, príncipe de Vergara , tomó el poder. Regresaron a Madrid en 1843. Sin embargo, en 1847, la reina madre fue nuevamente exiliada a Francia con sus hijos, estableciéndose en Rueil-Malmaison .
Durante este período de exilio, Fernando afrontó importantes pérdidas familiares. Su hermano mayor, Agustín, murió sin descendencia el 15 de julio de 1855, a la edad de 18 años. Sus otros hermanos, Juan Muñoz, conde de Recuerdo, y José Muñoz, conde de Gracia, también fallecieron. Como único hijo superviviente, Fernando heredó los títulos de su hermano mayor, convirtiéndose en duque de Tarancón y vizconde de Rostrollano.
En 1873, tras la muerte de su padre, Fernando se convirtió en duque de Riánsares y Montmorot. Tras la restauración de la monarquía en 1874, regresó a España durante el reinado de su sobrino, Alfonso XII, quien le confirió el título de Grande de España. 



María Cristina Muñoz y Borbón, I marquesa de la Isabela, I vizcondesa de la Dehesilla (1840-1921)

Nacida el 19 de abril de 1840 en el Palacio Real de Madrid , fue hermana uterina de la reina Isabel II , uno de los hijos concebidos en el matrimonio entre la reina regente María Cristina y su esposo morganático Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, I duque de Riánsares.
Se casó el 20 Octubre de 1860 con José María Bernaldo de Quirós y González de Cienfuegos, 8º Marques of Campo Sagrado, tuvo tres hijos: Jesús María, Ana Germana y María de los Desamparados.


Juan María Muñoz y Borbón, I conde del Recuerdo, I vizconde de Villarrubio (1844-1863)

Se dedicó a la carrera militar, primero en el ejército español desde los 10 años. En 1858 obtuvo permiso de Napoleón III para seguir las clases en la Escuela Militar de Saint-Cyr examinándose con éxito en 1860. Ese año ingresó en el ejército del Segundo Imperio francés. En este último ejército formó parte de la Expedición de Siria en 1860. Sobre su participación en esta operación militar decía el coronel Eduardo Perrote en la prensa española de la época:
Un oficial español, el conde del Recuerdo, hijo de S. M. la Reina madre, está también acreditado cerca del general marqués de Beaufort, en clase de comisionado militar. El conde es un joven apuesto, de buena figura y elegantes modales, que ha hecho su educación teórica en el colegio francés de Saint -Cyr y que, deseoso de distinguirse, ha trocado voluntariamente la lujosa ociosidad de la vida de Paris por las fatigas y los azares de una expedición en Siria.
La expedición le llevaría a conocer ciudades como Beirut donde se encontraba en abril de 1861.​ Asimismo, el viaje incluyó en 1860 un peregrinaje a Jerusalén.​Como consecuencia de su participación, fue nombrado caballero de la Legión de Honor por Napoleón III el 29 de diciembre de 1860.
Poco después su padre elevó una petición al emperador Napoleón III para que transmitiese a Juan el título de duque (con la denominación de Montmorot) que, en 1847, le había concedido Luis Felipe I, rey de los Franceses. Napoleón III accedió a esta petición y concedió la transmisión del título a Juan por medio de letras patentes de 8 de marzo de 1862.
En su carrera militar, Juan llegaría a ser nombrado officier d’ordonnance de Napoleón III, cargo de alto prestigio que formaba parte de la Casa Militar del Emperador. El decreto de nombramiento del emperador
Desde al menos 1863, sufrió problemas de salud que lo llevarían a viajar a Italia en busca de un clima más benigno junto a su padre. Falleció en Pisa el 2 de abril de 1863. Fue enterrado en el panteón familiar del cementerio de Rueil, cercano al castillo de La Malmaison, residencia de sus padres, reposando hasta la actualidad junto a sus hermanos Agustín y José. Su madre levantó un monumento en la tumba en memoria de sus hijos fallecidos.

Antonio de Padua Muñoz y Borbón (1842 - 1847)


José María Muñoz y Borbón, I conde de Gracia, I vizconde de la Arboleda (1846-1863)



Títulos de Nobleza Española.



El marquesado de Castillejo es un título nobiliario español, creado el 19 de agosto de 1847, por la reina Isabel II, a favor de su hermana uterina María de los Milagros Muñoz y Borbón, hija de la reina María Cristina, viuda y sobrina materna que fue del rey Fernando VII, y de su segundo esposo Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, I duque de Riánsares, I marqués de San Agustín y I duque de Montmorot par de Francia (título no reconocido en España).

Armas
En campo de azur, una faja de plata, con tres ánsares de sable, picados de gules y puestos en faja. Lema: Regina coeli juvante.



El ducado de Tarancón es un título nobiliario español, creado el 19 de noviembre de 1847 por la reina Isabel II, a favor de su hermano uterino Agustín María Raimundo Fernando Longinos Muñoz y Borbón, segundo hijo de la reina regente María Cristina, viuda y sobrina materna que fue del rey Fernando VII y de su segundo marido, Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, al que ya habían creado i duque de Riánsares, i marqués de San Agustín.

Denominación

El título hace referencia a la localidad de Tarancón, en la provincia de Cuenca, de donde era originario Agustín Fernando Muñoz y Sánchez.


Armas
En campo de azur, una faja de plata, con tres ánsares de sable, picados de gules y puestos en faja. Lema: Regina coeli juvante.



El condado de Casa Muñoz es un título nobiliario español, creado el 29 de febrero de 1848 por la reina Isabel II, a favor de su hermano uterino Fernando María Muñoz y Borbón, II duque de Riánsares, II duque de Tarancón, II vizconde de Rostrollano, I vizconde de la Alborada, hijo de la reina regente María Cristina, viuda y sobrina materna que fue del rey Fernando VII, y de su segundo esposo Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, I duque de Riánsares, I marqués de San Agustín y I duque de Montmorot par de Francia (título no reconocido en España).

Armas
En campo de azur, una faja de plata, con tres ánsares de sable, picados de gules y puestos en faja. Lema: Regina coeli juvante.

El vizcondado de Rostrollano es un título nobiliario español, creado el 2 de junio de 1849, por la reina Isabel II, a favor de su hermano uterino Agustín María Raimundo Fernando Longinos Muñoz y Borbón, hijo de la reina regente María Cristina, viuda y sobrina materna que fue del rey Fernando VII, y de su segundo esposo Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, I duque de Riánsares, I marqués de San Agustín y I duque de Montmorot par de Francia (título no reconocido en España).

Armas

En campo de azur, una faja de plata, con tres ánsares de sabel, picados de gules y puestos en faja. Lema: Regina coeli juvante.



El marquesado de la Isabela es un título nobiliario español. Fue creado por la reina Isabel II el 29 de febrero de 1848 en favor de su hermana uterina María Cristina Muñoz y Borbón, I vizcondesa de la Dehesilla, hija de la reina gobernadora María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (viuda que fue de su tío el rey Fernando VII) y de Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, su segundo marido, I duque de Riánsares, caballero del Toisón de Oro.

La denominación alude al Real Sitio y balneario de La Isabela, en Sacedón, que había sido frecuentado por concesora y concesionaria y del que ambas guardaban grato recuerdo.​ El balneario, a su vez, debía su nombre a la misma reina Isabel.

El vizcondado de la Dehesilla es un título nobiliario español creado el 2 de junio de 1849 por la reina Isabel II en favor de su hermana uterina María Cristina Muñoz y Borbón, I marquesa de la Isabela, hija de la reina regente María Cristina, viuda y sobrina materna que fue del rey Fernando VII, y de su segundo esposo Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, I duque de Riánsares.



El condado del Recuerdo es un título nobiliario español, creado el 29 de febrero de 1848, por la reina Isabel II, a favor de su hermano uterino Juan María Muñoz y Borbón, hijo de la reina regente María Cristina, viuda y sobrina materna que fue del rey Fernando VII, y de su segundo esposo Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, I duque de Riánsares, I marqués de San Agustín.

Armas
En campo de azur, una faja de plata, con tres ánsares de plata, picados de gules y puestos en faja. Lema: Regina coeli juvante.

El vizcondado de Villarrubio es un título nobiliario español, creado por la reina Isabel II el 2 de junio de 1849, para su hermano uterino Juan María Bautista Muñoz y Borbón, hijo de la reina regente María Cristina, viuda y sobrina materna que fue del rey Fernando VII, y de su segundo esposo Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, I duque de Riánsares, I marqués de San Agustín.

Armas
En campo de azur, una faja de plata, con tres ánsares de sable, picados de gules y puestos en faja. Lema: Regina coeli juvante.



El condado de Gracia es un título nobiliario español, creado el 28 de febrero de 1848 por la reina Isabel II, a favor de su hermano uterino José María Muñoz y Borbón, hijo de la reina regente María Cristina, viuda y sobrina materna que fue del rey Fernando VII, y de su segundo esposo Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, I duque de Riánsares, I marqués de San Agustín.

Armas
En campo de azur, una faja de plata, con tres ánsares de sable, picados de gules y puestos en faja. Lema: Regina coeli juvante.

El vizcondado de la Arboleda es un título nobiliario español creado el 2 de junio de 1849 por la reina Isabel II en favor de su hermano José María Muñoz y Borbón, hijo de la reina María Cristina, casada en primeras nupcias con el rey Fernando VII y, a su muerte, en segundas nupcias con Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, I duque de Riánsares, I marqués de San Agustín y I duque de Montmorot (título no reconocido en España).

El título de vizconde de la Arboleda estuvo en desuso hasta que fue rehabilitado en 1983 por María de la Consolación Muñoz y Santa Marina, quien se convirtió así en la II vizcondesa de la Arboleda.1​ También ostenta los títulos de VI duquesa de Riánsares, VI marquesa de San Agustín y II marquesa de Castillejo.

Armas
Escudo partido. 1.°, cuartelado; primero y cuarto, en campo de oro, una cruz de Calatrava, de gules; segundo y tercero, en campo de oro, tres fajas, de gules; bordura de gules con una cadena, de oro. 2.°, en campo de azur, tres flores de lis, de oro, bien ordenadas; bordura de gules.

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