—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

miércoles, 23 de enero de 2013

193.-Patricio de Azcárate Argumento de Ion.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; José Guillermo González Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Álvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Verónica Barrientos Meléndez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andrés Oyarce Reyes; Franco González Fortunatti; 


Patricio de Azcárate  Argumento de Ion.



Sexto Emblema: El ancla sobre un delfín es idea de contraposición, de lo lento (ancla) y lo rápido (delfín). Esta imagen ya aparece como ornamento en algunas monedas romanas de tiempos del emperador Tito y Domiciano.

Sócrates, en una de las calles de Atenas, se encuentra con el rapsodista Ion de Efeso, que venía de Epidauro, donde había conseguido, en los juegos de Esculapio, el primer premio de canto en un concurso de rapsodistas. Conversa con él sobre el favor universal y belleza de su arte, que tiene el privilegio de conocer a fondo y derramar las obras de todos los grandes poetas. Pero Ion rehúsa tanto honor, y confiesa, con una modestia aparente, que si se considera sin igual entre los rapsodistas para la inteligencia de Homero, nada entiende ni de Hesiodo, ni de Arquiloco, ni de ningún otro poeta. Sócrates se sorprende, y no puede comprender que se entienda a Homero, con exclusión de los demás, puesto que Homero ha cantado en sus versos las mismas artes y los mismos objetos que Hesiodo, Arquiloco y los demás poetas, y alaba la excesiva modestia de Ion, pues si entiende bien uno, es claro que los entiende todos. O más bien, y esta era la opinión de Sócrates, Ion se hace grandes ilusiones sobre sí mismo y sobre su talento. La verdad es que no comprende mejor a Homero que a los demás poetas, y que la industria de los rapsodistas no es en el fondo, ni una ciencia, ni un arte. Pues entonces, ¿qué es? Una inspiración semejante a la que pone al poeta en delirio. Sócrates explica su idea en una comparación ingeniosa y clara, que llena la página más bella de este diálogo. La inspiración divina, que anima al poeta, se comunica del poeta al rapsodista, del rapsodista a la multitud, [182] y se forma así una cadena inspirada, como el imán que atrae al hierro trasmite al hierro su virtud, y de anillo en anillo se forma una cadena tocada del imán. De esta manera los poetas no son más que los intérpretes de los dioses, los rapsodistas lo son de los poetas, intérpretes de intérpretes, como los llama Sócrates, y ocupan el medio de una cadena inspirada, en la que la multitud misma es el último anillo. Esto es lo que explica la diversidad de los genios y de los géneros poéticos. Cada poeta canta lo que el Dios le inspira, el uno himnos tales como los de Peean, otro yambos como Arquiloco, otro versos épicos como Homero. Esto explica igualmente por qué cada poeta tiene su rapsodista, al que comunica la inspiración de sus cantos, y cómo Ion, por ejemplo, inspirado por Homero, jamás lo ha sido por los demás poetas. Cada uno de estos tiene un género propio y cada rapsodista un poeta, porque así lo quiere la inspiración, que nunca se divide. Y así el talento del rapsodista no es en manera alguna resultado del arte, como no lo es la poesía misma, sometida también al mismo anatema.

En vano clama Ion, y propone, para probar su ciencia, explicar todo Homero desde el principio al fin. Sócrates le demuestra que es incapaz de ello, porque Homero, obedeciendo al entusiasmo divino, ha hablado en sus versos de mil clases de artes que no conocía. ¿Y las conoce Ion? ¿Sabe la medicina, la adivinación, el mando de los ejércitos? Si fuera gran general, valdría más para él y para los griegos, dice irónicamente Sócrates, que, en vez de recitar versos, quisiera conducir ejércitos y ganar batallas; y si no conoce todas estas artes, no es más sabio que Homero, ni podría tampoco explicarlo. En fin, es preciso decidirse: o Ion es un embaucador que se alaba de una falsa ciencia, o Ion es un hombre inspirado, y su talento no es más que un grado del éxtasis poético. El diálogo se termina por la sumisión inevitable de Ion, que [183] dándose por vencido, arrastra tras sí a los rapsodistas, a Homero, a los poetas y a la poesía misma en una común derrota.

El pensamiento de Platón, cuando con mano ligera escribe este pequeño diálogo, ¿era hacer el proceso a la poesía? Esta pregunta no dejará de disonar a los lectores de Platón que retengan en la memoria la impresión que haya podido causarles las elocuentes páginas del Fedro, donde, por boca de Sócrates, ensalza tanto la inspiración poética, que la pone por cima de las facultades humanas y la identifica con los dioses. Los que estén en este caso no creerán, por lo menos al pronto, que el mismo escritor que ha sentido tan bien, que tan magníficamente ha alabado e imitado tantas veces el genio de los poetas en estos mitos profundos, en los que se complace en ocultar la verdad con el velo de las ficciones, haya sido el enemigo declarado de los poetas. Será preciso, para quitarles la ilusión, recordarles por lo pronto que, en el Fedro mismo, Platón llama a la poesía un delirio, y al poeta un alma fuera de sí misma, y que en medio de esta jerarquía tan original de las almas humanas creada por él, que marchan, después de las de los dioses, en un orden de mérito imaginado y marcado por él mismo, no concede al poeta sino el noveno lugar entre el alma del iniciado y la del artista.

El puesto de honor, el primero después de los dioses mismos, le ha dado al filósofo. La distancia sorprendente en que se encuentran el filósofo y el poeta da en qué pensar, y habrá de confesarse que la poesía debía perder mucho a sus ojos, cuando la miraba bajo cierto punto de vista.

El fondo de su pensamiento no deja ni la más pequeña duda, si del Fedro, favorable en cierto sentido a la poesía y a los poetas, pasamos a la República, donde les declara abiertamente la guerra. Allí, en el vasto plan de un [184] orden social completo, donde Platón da el derecho de ciudadanía a las profesiones y a las artes de todas clases, no encontró sitio para colocar a los representantes de la poesía. Desterró positivamente la poesía de su república ideal, y con ella a los poetas y a Homero, el más grande de todos.

Para resolver esta aparente contradicción, es preciso observar que en Platón hay siempre dos hombres, el artista y el filósofo. Artista, se muestra sensible, cuanto puede serlo, a las bellezas de la poesía; gusta, alaba, hace sentir y admirar la armonía, el brillo, el poder, la grandeza épica y lírica, y cuando quiere, por prudencia o por arte, encubrir el atrevimiento de ciertas ideas, toma de ella sus ficciones, sobrehaz ligera y encantadora, y su lengua inspirada. Esta es para él la forma y la expresión sublime de la imaginación. Filósofo y moralista, la ve ya con otros ojos. Olvida su belleza, y se fija ante todo en su utilidad. Se pregunta si la poesía es una ciencia o un arte capaz de instruir y de mejorar, si el poeta puede hacerse maestro de verdad o de virtud, y si para los ciudadanos es más bien un peligro que un beneficio. Aquí está encerrada toda la cuestión, lo mismo respecto a la política que a la moral, y Platón, por razones muy graves si no decisivas, la resuelve francamente contra la poesía y contra los poetas. La poesía, en efecto, no es una ciencia, porque ningún hombre puede adquirirla, ningún hombre puede enseñarla; es una inspiración que es el secreto de los dioses. Tampoco es un arte, porque todo arte tiene sus reglas, ¿y quién arreglará la inspiración? ¿quién habrá de gobernar al poeta, este «ser ligero, alado, sagrado» este eco de la musa, este inspirado, en fin? Bien que el poeta llegue a anunciar la verdad, no por eso es un sabio, ni un artista, en el verdadero sentido de la palabra, porque nada inventa, y al salir del éxtasis en que el Dios le ha sumido, pierde el sentido profundo de los versos que [185] recita, y no los entiende ya. Es la visión de un sueño que se borra en el acto de despertar, y que todo el arte del mundo no podría reproducir, y menos aún crear. No inventando nada por sí, no sabiendo nada de sí mismo, el poeta no puede enseñar nada a nadie, es un ser inútil, y es una carga para el Estado. Hay una ciencia, hija de la razón, ciencia que tiene su método, sus reglas, sus medios seguros de distinguirlo verdadero, de rechazar el error, de ilustrar los espíritus disipando las dudas, ciencia que se adquiere, se trasmite de hombre a hombre, y derrama la luz más lejos y con más seguridad que la poesía, y esta ciencia se llama la dialéctica. He aquí el arte que Platón prefiere a todos los dones de la imaginación. Platón es filósofo ante todo.

Pero hay más; si el poeta no fuese más que inútil, Platón no le cerraría con tanto rigor todo acceso en el Estado. Pero puede hacerse peligroso y entonces es cuando, en lugar de trasmitir como un eco el pensamiento del Dios que le inspira, toma sus propias visiones por el delirio divino, y celebra delante de la multitud la mentira y no la verdad, la superstición y no la religión, los tiranos y no los héroes. La poesía entonces se hace en su boca un instrumento de corrupción, tanto más temible, cuanto vestida con el atractivo de los versos y del canto, derrama el error sin dejar de ser bello. Hechicera funesta y semejante a las sirenas, atrae y seduce con su canto a los incautos para devorarlos.

He aquí los dos daños en que se ha parapetado Platón, y cuyo rastro es fácil descubrir bajo el estilo burlesco del Ion, la ironía del cual, por más que tiene el aire de dirigirse sólo al rapsodista de Homero y a sus iguales, alcanza de rechazo a Homero mismo, a los poetas y a la poesía entera, inmolada a la filosofía.


{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo segundo, Madrid 1871, páginas 181-185.}


puerta al infierno


Guerra civil española.
Los últimos exiliados en México de la guerra civil española.

Eran unos niños cuando llegaron a un país desconocido. No sabían por qué estaban allí. Las razones se llamaban guerra y exilio. Sus abuelos y sus padres cuidaron de ellos, y ellos se convirtieron en mexicanos de alma española que devolvieron con creces el cariño recibido al país que los acogió. Hoy, en el otoño de una vida que no eligieron, miran sin nostalgia y con cierto orgullo por el retrovisor de la historia.

Carmen Hernández llegó a México cuando tenía dos años. Ahora tiene 84.





Carmen Morán Breña
Elena San José
01 DIC 2024 

Regina Díaz y Aída Pérez pasean tomadas del brazo por Veracruz. Charlan como solo pueden hacerlo dos amigas que se conocen desde hace más de 80 años, y la brisa marina las devuelve a un pasado que se hace presente en cada aniversario. A ese puerto mexicano llegaron hace 85 años miles de exiliados españoles en buques fletados por el Gobierno republicano al final de la Guerra Civil. En 1939 arribó el primero, el Sinaia, en el que viajaba Regina con tan solo seis meses. Tres años después, el Nyassa dejó en la costa a Aída, con cuatro añitos cumplidos a bordo.
Ambas vienen de familia asturiana, pero vieron la luz en Barcelona, algo más que una feliz coincidencia. Los niños que subieron a esos buques huyendo de la guerra y del franquismo nacieron en cualquier parte, allá donde los fue dejando el peregrinaje de sus padres. Las mujeres se ponían de parto en el Madrid atrapado por la guerra, en Barcelona, de camino a la frontera, o ya en Francia. Aquellos niños solo encontraron tierra firme en México, donde cientos de veracruzanos los saludaban desde el puerto sin que ellos entendieran bien qué ocurría. Esos niños, hoy ancianos, son los últimos testigos del penoso éxodo español, aunque nunca tuvieron nostalgia propia y su memoria de aquello es heredada, pero qué otra cosa es la memoria, más que un legado de generación en generación.
Se criaron bajo los mismos volcanes que causaban extrañeza a sus mayores; pasaron la infancia escuchando que la paella no salía igual en México por culpa del agua, y todavía hoy tienen que responder la impertinente pregunta de si quieren más a papá o a mamá:
 “Yo quiero a los dos. Quiero a España porque es la tierra de mis padres, es donde nací. Pero quiero a México porque aquí crecí, me casé y tuve a mis hijos. Pero sí, hay veces que pienso: ¿a quién quiero más? No lo sé”, dice Conchita Michavila, un bebé de nueve meses en aquel barco de bandera francesa, el Sinaia.

Regina Díaz. Nació en Barcelona y llegó con apenas seis meses a bordo del 'Sinaia', el primer barco fletado por la República. Se licenció en Química y ejerció como profesora en la UNAM durante 30 años. Hoy tiene 86 y está jubilada, pero el último jueves de cada mes sigue juntándose con sus compañeros de clase del colegio Madrid. “Una amistad de 80 años no la tiene cualquiera”, dice orgullosa


Cierto es que fueron españoles mucho tiempo, porque los exiliados, alrededor de 20.000, se apiñaron en los mismos colegios, iban al mismo club, vivían en edificios donde el olor a sardinas en la escalera no sorprendía a nadie y esperaban con ansiedad la muerte de Franco cada tarde en la misma cafetería. En la capital mexicana, donde se asentó la mayoría, los más pequeños se criaron felices en su burbuja hispana. Pero un día llegaron a la Universidad y descubrieron que su acento les convertía en extraños para los demás.

Entonces, ¿qué eran ellos? En ese limbo navega todavía la mente de los ancianos que son hoy. La última generación de seres híbridos que conservan la bandera republicana y aprendieron las calles de Madrid leyendo a Pérez Galdós, que disfrutan con el mole y toleran el picante como el que más. Votan en las elecciones mexicanas, pero también en las españolas y hasta en las europeas. Politizados y laicos con un solo dios que les inculcaron en casa: Lázaro Cárdenas, el presidente que abrió las puertas de México, el país en el que han nacido sus hijos y donde han enterrado a sus padres.

Si algún exilio fuera ideal, ese fue el de aquellos niños: el de Conchita y Regina, que llegaron en el Sinaia; el de Aída, Carmen y los hermanos Alejandro y Vicente, que las sucedieron en el Nyassa, y el de Víctor Daniel, que se adelantó a todos a bordo del Flandre. Ellos no tuvieron que llorar el desarraigo que atormentó a sus padres, sino recrearse en un país recién salido de una revolución que sentó las bases de la sociedad moderna. Los pocos que acabaron en otros Estados, como Josefina, que vivió en Veracruz, no siempre corrieron la misma suerte. Y de esa diferencia habla consciente Juan Bonilla Rius, presidente del Ateneo Español de México: “Por supuesto que hubo víctimas del exilio, pero no fuimos nosotros”.

El encuentro entre una República y una Revolución

Cuando los exiliados se echaron al mar, poco o nada sabían sobre el país que los iba a acoger. Sus pensamientos estaban fijos en el retrovisor: la familia, la tierra, la infancia azul y un sueño arrasado por tres años de Guerra Civil. Pero el desembarco en el puerto de Veracruz, donde los esperaban el presidente Cárdenas y un pueblo abierto y entusiasta, fue mucho más que un encuentro feliz. Podrían haber huido a cualquier país y cualquiera habría sido mejor que el destino que les deparaba España, pero lo que hallaron allí se ajustó como un guante a sus necesidades y expectativas, y también a la inversa. La sintonía que se produjo fue tan singular y fructífera que definió la forma en la que hoy se ven a sí mismos ambos países.

Aída Pérez. Asturiana nacida en Barcelona camino del exilio, llegó con sus padres, Eva Flores Valdés y Manuel Pérez, a México en el barco 'Nyassa' en 1942. Es licenciada en Arquitectura y trabajó en una constructora y dando clases de dibujo en el colegio Luis Vives, en Ciudad de México. Está jubilada y tiene 86 años. Ferviente republicana, sigue la actualidad española como si nunca hubiera dejado el país.

En otro momento quizá la simbiosis habría sido menor, pero el pueblo al que llegaron entonces era un terreno fértil para las ideas que la truncada democracia había sembrado en España. 

“La República española encontró en la Revolución Mexicana un proyecto similar, republicano, demócrata, progresista en el más amplio sentido de la palabra, de valores laicos, públicos, de respeto por la cultura…”, enumera Francisco Mejía, investigador de la UNAM especializado en el exilio: “España estaba pasando un momento de esplendor justo antes de la Guerra Civil, pero México también: el México cardenista de la expropiación petrolera que creó institutos tan importantes como el Politécnico Nacional”. 

En ese caldo de cultivo, los españoles alcanzaron en América lo que no lograron en su país: educar por primera vez a toda una generación en los valores republicanos.


La familia de Aída Pérez lo comprobó enseguida. “Lo primero que hizo mi papá fue comprar una Constitución mexicana. La leyó y dijo: ‘Estupendo país”, recuerda la hija del telegrafista. “Era un México que despegaba”, cuenta, y el Gobierno les hizo partícipes de ese ascenso. El agradecimiento es tal que todavía hoy enciende las pasiones. “Cuando hacíamos reuniones, si alguien decía algo [malo] de Cárdenas, nos lo comíamos vivo”, incide con humor Carmen Hernández, que llegó con dos años en el mismo buque. Un espacio ajardinado, con piscina climatizada y control en el acceso conduce al apartamento que Carmen tiene en Ciudad de México. Su padre era mecánico y diputado del PSOE; su madre, taquimecanógrafa. “La vida mejoró, mis padres no podían creer que aquí había libertad para pensar y hablar”, recuerda.

La única condición que puso el mandatario para recibirlos fue que no intervinieran en la política mexicana. Y lo cumplieron a rajatabla, aunque andando el tiempo los hijos del exilio terminaron nutriendo las élites políticas. Salvado aquel requisito, todo fueron facilidades.

Conchita Michavila. Nació en Barcelona y llegó a México a bordo del 'Sinaia' en 1939, con nueve meses. Ahora tiene 86 años. Dice que siempre le gustaron “los animalitos” y por eso estudió Biología. Dio clases en el colegio Madrid y en el Instituto Escuela y se casó con otro refugiado español. Sus hijas, ya mexicanas, fantasean con vivir en España, de la que se enamoraron en su último viaje familiar.

Cárdenas ordenó que los refugiados entraran en las universidades pagando solo 200 pesos, como los mexicanos, y no 5.000, el precio para los extranjeros, una medida de gracia sin la que muchos no serían lo que son hoy.

Al calor de instituciones como los colegios Luis Vives y Madrid, la Casa de España o el Ateneo, todas ellas fundadas por españoles, aquellos muchachos saltaron con éxito a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde muchos pasaron de ser alumnos a profesores. También los hijos de obreros y campesinos, cuya falta de preparación se compensaba con una profunda formación política que inculcaron a su prole.

“Cuando se proclamó la República, más del 50% de los españoles eran analfabetos. ¿Cuántos podrían ser intelectuales? No llegaría al 1%. Sin embargo, representan el 10% de los exiliados”, explica el historiador mexicano Fernando Serrano Migallón, hijo del último fiscal de la República española. La cultura fue un eje vertebrador de la comunidad republicana, y los estudios, la prioridad, lo que contribuyó a extender la imagen intelectual que se tiene del exilio.

“Estaba decidido. No se te ocurría otra cosa más que estudiar una carrera”, abunda Aída Pérez, arquitecta de profesión, una mañana de julio en la casona porfiriana que alberga ahora el Ateneo. Allí se encuentra con los hermanos Alejandro y Vicente Rodríguez, que llegan agarrados del brazo y sosteniendo un bastón que afianza sus pasos entre la niebla que les ha dejado una ceguera congénita. Los hermanos rememoran los productos que enviaban a España, azúcar y café, sobre todo, para paliar las carencias de los que se quedaron allí, práctica común entre los refugiados. Ambos son ingenieros, uno en Mecánica, el otro en Electrónica.

Las compañeras de Aída también optaron por carreras de ciencias, una elección que sorprende todavía hoy, ante la presencia mayoritaria de hombres en esas materias. Conchita Michavila es bióloga, y Carmen Hernández, química, como Regina Díaz. “El exilio fue una oportunidad”, reconoce Hernández, “mi padre decía: ‘En España no habrías sido licenciada en Química”. La brecha entre aquellas mujeres y las que se quedaron era abismal. “Cuando me carteaba con mis primas, me llamaban la atención sus faltas de ortografía”, recuerda. El exilio mostró su mejor rostro a una generación que lo vivió con la alegría de quien se siente parte de una identidad común: la que habla con la ce española y la ese mexicana, o las cambia en función de quién contesta al teléfono.

Alejandro y Vicente Rodríguez. Son hermanos. Alejandro (a la derecha) tiene 89 años, y Vicente, dos menos. Llegaron a México con sus padres a bordo del 'Nyassa' en 1942. Los dos son ingenieros: el primero en Mecánica, y el segundo, en Electrónica. Ambos padecen una ceguera congénita y aseguran no sentir ninguna nostalgia por España, aunque siguen votando cada vez que hay elecciones en un país que también sienten como propio y del que hablan con pasión.

Si el país americano les brindó un campo de posibilidades para explorar, ellos lo devolvieron con una explosión de desarrollo. Fundaron editoriales, construyeron edificios, hoteles y casinos, triunfaron en las letras y en las ciencias y, muy especialmente, revirtieron lo aprendido en el terreno educativo. Los maestros más aguerridos llevaron el sueño republicano a otros Estados. Allí abrieron los grupos escolares Cervantes, todavía vigentes, con un alumnado más mexicano que el de los centros capitalinos.

La endogámica burbuja española se rompió en la Universidad al mezclarse unos y otros. Sin embargo, en la calle, las dos Españas chocaban a veces con ferocidad. Cuando el numeroso contingente de republicanos arribó a la capital se encontró con otros 20.000 españoles que les habían precedido décadas atrás, aquellos que buscaban hacer las Américas y montaron negocios fructíferos. Los llamaban gachupines y eran ideológicamente diferentes, cuando no contrarios, y las peleas entre ambos bandos se reprodujeron en México. “El Luis Vives, que era mi escuela, estaba junto al Cristóbal Colón, un centro de gente bien, de derechas, nada que ver con nosotros”, relata Hernández. “Un 15 de septiembre [Día de la Independencia de México], alguien llevó una bandera franquista y se armó una guerra, como en las películas”, rememora risueña. El enfrentamiento entre unos y otros era tal que el Luis Vives se cambió de barrio.

En los puestos callejeros, sin embargo, junto a las banderas mexicanas, el Día de la Independencia se vendían también las de la República española, recuerda la escritora Angelina Muñiz-Huberman —nacida en Hyères, Francia, y con 87 años—, una muestra de cómo los dos proyectos se anudaron con fuerza. “Era un orgullo decir: yo soy exiliada”, sostiene la autora, última superviviente de una generación de escritores que se sirvió del destierro como fuente de inspiración. “El exilio quejoso no es el que me atrae. Me atrae el exilio de toda persona que está fuera de la corriente, te da muchos puntos de vista, entiendes al otro porque tú eres el otro para el otro”, reflexiona. “El exilio / en el centro / el exilio”, recita la autora. Es uno de sus poemas.

“La imagen de prestigio del país en política exterior se empieza a labrar con la guerra de España”, explica David Jorge, historiador del Colmex: “México llevó la voz [de la República] al primer foro internacional de la época, la Sociedad de Naciones y, a mediados de los años treinta, hace valer una posición internacional de respeto a las soberanías y de profundo antifascismo”.

La veta humanitaria inherente al recibimiento de los españoles se extendió a los que huyeron de la Segunda Guerra Mundial y, más tarde, de las dictaduras del Cono Sur. Ese eje de la política exterior mexicana, que se mantiene hoy como una pieza central, surgió entonces, como tantas otras cosas, producto de aquella simbiosis.

Carmen Hernández. Madrileña, llegó a México con sus padres en el 'Nyassa' cuando tenía dos años. Ahora tiene 84. Se licenció en Química porque pensó que su formación iba a ser “mucho más amplia” estudiando algo de ciencias y, como sus compañeras, siente que entró realmente en México cuando llegó a la Universidad. Sus padres sintieron nostalgia por España toda la vida, dice, y para ella fue “emocionantísimo” conocer el país del que tanto le habían hablado.

Exilio se escribe en plural.

El éxodo que llegó y encontró un México moderno y prometedor no fue el único en un fenómeno que reclama hablar siempre en plural: no es el exilio, son los exilios. Hay otro menos conocido, más minoritario y no tan afortunado como aquel que se quedó en la gran ciudad, fundó instituciones y se mudó a los mismos vecindarios. Es el que se diseminó por los Estados, sin el abrigo de la comunidad ni la calidez del acento común. No eran un núcleo compacto, por eso es tan difícil rastrearlos, apunta Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del histórico presidente. 
Recalaron en Puebla, Veracruz, Chihuahua, allá donde encontraron una posibilidad para labrar la tierra o rehacer su vida. Unos porque no tuvieron la misma suerte que sus compañeros de viaje; otros pocos marcharon por “salud mental”, para alejarse del valle de lágrimas en que se convirtió la comunidad refugiada cuando se evidenció que no podrían volver, explica David Jorge: 
“Ese exilio quedó al margen del relato. Se desconoce casi todo de él”.
En ese pequeño hueco de la historia creció Josefina Ibars Lonca, nacida en Seròs, un pueblito de Lleida, y embarcada en 1939 en el Sinaia, a los 13 años: ni tan pequeña para evitar el desarraigo ni tan mayor para entender del todo lo que ocurría. “Estuve dos días llorando en mi camarote, pero un día amaneció y mi mamá me fue a buscar: ‘Sube a la cubierta que están cantando’. “Entonces subí, me sumé a cantar y empecé a adaptarme”, recuerda la catalana.
Josefina pasea sus 99 años por Veracruz con alegría vital. La fragilidad de su cuerpo no le impide moverse a donde quiere, se agarra a donde haga falta. Es posiblemente la única superviviente que vivió aquella travesía con conciencia de lo que dejaba atrás. Solo cuando tuvo 70 años y había enterrado a su marido volvió por primera vez a una España donde todavía la esperaban algunos de sus primos y sus amigas de la infancia.

Pero hasta llegar al feliz reencuentro pasaron casi 60 años de altibajos. “En México no padecimos hambre, pero sí muchas carencias. No había dinero”, cuenta. Su padre era albañil, y su madre, costurera. Tras la llegada a Veracruz —”había una valla de pura gente que nos aplaudía. Se abrió la gloria”—, acabaron en un pueblo de Hidalgo. “Nos dieron un alojamiento y 100 pesos, y nos prometieron tierras para trabajar. Pero nos dejaron allá y se olvidaron de nosotros”, recuerda. De ahí marcharon a la capital y finalmente a otro pueblo de Oaxaca, donde conocieron al comerciante con el que se casó Josefina.

“Entonces era muy amable, luego cambian…”, dice irónica. Ella tenía 18 años; él, 28. Se mudaron a Veracruz y ahí empezó el aislamiento.

—¿No siguió en contacto con el resto de los españoles?


—Mi esposo nunca lo permitió. Si llegaba alguna paisana a verme, la corría. Y ahí empezaron a llegar los hijos.

Tuvo nueve, pero fallecieron tres. Hoy la rodea un enjambre de nietos. Ella dice que su labor en la vida fue tener hijos, a quienes les dio lo que ella no disfrutó. Cuando su madre les decía a las nietas: “Niñas, hay trastos sucios, párense a lavar”, Josefina replicaba: “No, esa no es su obligación. Su obligación es hacer sus tareas”. Y ella se las revisaba y las ayudaba a dibujar.

“Yo les decía: ustedes, prepárense, porque si se casan y les va bien, qué bueno. Pero si encuentran un marido que las maltrate, déjenlo, tienen con qué trabajar”.

Josefina Ibars Lonca. Nació en Seròs, Lleida, y viajó a México con 13 años, junto a su familia, a bordo del 'Sinaia'. Ahora tiene 99 años y vive en Veracruz, donde tuvo a sus nueve hijos. Le gusta mucho cantar en catalán, como cuando era niña, aunque ahora ya no tiene con quién hablar el idioma. Recuerda la fruta de su pueblo con nostalgia intacta, pero hace tiempo que no vuelve. “La banderita republicana la cuido como a la niña de mis ojos”, sostiene todavía hoy.
Josefina evita hablar de sus años de casada, su memoria salta de la infancia a una vejez mucho más libre que la de décadas atrás, pero nunca perdió sus convicciones. Quizá no participó del progreso general que sus compatriotas disfrutaron en la capital —para ella llegó una generación después—, pero las enseñanzas republicanas permearon y se encargó de que fluyeran hacia abajo. Hoy acude a los aniversarios del desembarco en Veracruz y reconecta con unas raíces que durante décadas sobrevivieron ancladas solo en su cabeza.

La gente la recibe hoy como a una verdadera estrella y ella charla, canturrea sardanas y disfruta como la niña que cantaba en el coro de Seròs, adonde ha vuelto en cuatro ocasiones. Ella no viajaba para descubrir una España que conocía de oídas, sino para volver a su casa, a su pueblo, a sus duraznos “suavecitos” y sus melones “dulces y sabrosos”. “Yo ya no sé si me siento mexicana, pero nunca he dejado de ser española. Mi tierra es mi tierra”, dice con un toque de orgullo, y se golpea el pecho con el puño. Hoy su nieto aprende catalán, el idioma que su abuela tenía prohibido hablar en casa, porque el exilio es un viaje de ida que encuentra siempre la forma de volver.

La política, un puente sobre el Atlántico.

Cada cinco años, los pocos exiliados que van quedando vuelven a las costas de Veracruz a honrar el mar que los llevó a México y al que entregan las cenizas de sus mayores. Frente a esas olas depositan su memoria, comen, bailan y todavía hoy participan de asombrosos reencuentros. Regina Díaz, de 86 años, y Josefa Ibars, de 99, se conocieron el pasado junio aunque habían viajado en el mismo barco. Aquellos niños de entonces se sienten hoy satisfechos de que el recuerdo que en México se mantiene vivo empiece a conocerse en España. Para todos, más mujeres ya que hombres, llegaron este año los reconocimientos oficiales.
El ministro español de Memoria Democrática, Ángel Víctor Torres, apretó en junio una agenda imposible en México: visitas a los colegios que nacieron con el exilio o a los cementerios donde reposan los grandes nombres expulsados de su patria: Luis Cernuda, León Felipe, Concha Méndez, Max Aub, Carmen Parga y tantos otros. Un día antes, el Ateneo Español de México había sido declarado “lugar de memoria democrática”, la primera vez que se otorgaba esta distinción fuera de España.

España se asoma ahora a su exilio mexicano. En cambio, la segunda generación del destierro, como la primera, nunca ha dejado de interesarse por lo que sucedía al otro lado del Atlántico. La política es quizá el mayor vínculo con la patria perdida. Casi todos están muy pendientes de los informativos, lo mismo si exhuman a Franco de su tumba en Cuelgamuros que del resultado electoral.
 “Nostalgia de España, ninguna”, dicen los hermanos Alejandro y Vicente. Pero la actualidad es otra cosa:

 “La política española ahora es una vergüenza, el nivel de bajeza al que han llegado…”, comentan encendidos refiriéndose a la ultraderecha.

Ellos, como el resto de su generación, sí han viajado a la patria lejana, aunque la nostalgia no era su timón. Más bien la curiosidad por conocer un lugar en el que solo habían nacido y del que tanto hablaban sus padres. Ahora que la violencia se ceba con México, ven una España de promisión. Muchos de sus nietos estudian y viven allí, merced a la nacionalidad adquirida por su ascendencia, y otros viajan con dinero y por placer para descubrir un país muy distinto del que se consumía bajo la dictadura franquista. 
“El año pasado mis hijas se quedaron enamoradas de España, incluso dijeron: ‘Aquí se vive muy bien, mamá, qué bárbaro, cómo comen, y todos tan felices, nos quedamos a vivir aquí”, cuenta Conchita Michavila. 
“Ahora en España nos están ganando, tenemos que apresurarnos aquí”, se ríe su amiga Aída.
 “Alguna vez nos planteamos irnos a vivir allá”, dirá también Carmen Hernández, “pero al final te vuelves, porque México es México”.

Con débiles pasos se dirige Víctor Daniel Rivera Grijalba hacia su estudio en la planta alta de una fenomenal casa que él mismo, arquitecto por la UNAM, diseñó. Él llegó en 1939 en el primer barco que salió de Francia con republicanos hacia México, el Flandre. Quienes allí viajaban se habían pagado sus pasajes, eran gente con posibles. El arquitecto, ya retirado, es un hombre crítico con el gran exilio, del que se ha apartado. Y de España solo le interesa el fútbol. “Obviamente, el Real Madrid”, ríe.

La comunidad republicana es más heterogénea de lo que se piensa, a decir del historiador David Jorge. Eran de procedencias sociales muy distintas y reunían diversas ideologías que, andando el tiempo, se han agudizado en la segunda generación. Se dicen republicanos y progresistas si se les pregunta por España, pero la alta posición social que han alcanzado algunos les inclina hacia otras tendencias en México.

En lo que quizá coinciden todos es en su rechazo a la Monarquía, que ven como un arcaísmo. A muchos de ellos, sin embargo, tampoco les estorba ya esa figura coronada y no les hace ni pizca de gracia que los gobiernos mexicano y español entren en peleas diplomáticas, a cuenta del Rey o de lo que sea. El rifirrafe suscitado por la exclusión de Felipe VI en la investidura de la presidenta Claudia Sheinbaum les trae de cabeza.
“Eso estuvo muy mal y me parece muy bien la contestación que ha dado Pedro Sánchez”, dice Regina Díaz. Ella eliminaría todas las monarquías. “Todas, pero si en España ha funcionado… Total, en México no hay monarquía y la política tampoco funciona”, afirma.

Víctor Daniel Rivera Grijalba. Nació en Santander y es hijo de un militar. Arquitecto retirado, llegó a México en el 'Flandre', el primer buque de todos. Quienes iban en él habían pagado su billete, a diferencia de los que vendrían después bajo el paraguas de la República. Él recuerda jugar con otros niños en la cubierta, y divertirse cuando el barco se inclinaba y parecía quedarse “en punta”. También se acuerda de la presencia de un cuentacuentos, Antonio Robles, que les leía durante la travesía. 

Los viejos republicanos están acostumbrados a los antiguos lazos entre ambas naciones, aquellos tiempos en los que el 14 de abril se celebraba en México con una gran cena a la que acudía la plana mayor del Partido Revolucionario Institucional (PRI). “Después de lo que pasó, lo que importa es que haya libertad. Además, en España no manda el Rey”, zanja Aída Pérez. “Aznar decidió entrar en la guerra de Irak, Zapatero decidió retirar las tropas, nunca supimos qué pensó el rey Juan Carlos”.

Y a los hermanos Alejandro y Vicente Rodríguez, ¿qué les parece que Felipe VI no fuera invitado a la investidura de Sheinbaum, a la que votaron?

—Una solemne tontería, vamos a dejarlo ahí —dice Alejandro.

—Algo más que una tontería —le secunda su hermano.

—¡Dilo en mexicano, hombre!

—Bueno, pues una pendejada —ríe Vicente al otro lado del sofá, en el Ateneo.


Así discurren ahora las conversaciones en ese Ateneo donde antaño se desgañitaban socialistas y comunistas por ver quién se llevaba el gato al agua. La institución se esfuerza hoy por sumarse a la conversación actual: “Tenemos que entrar en la discusión de lo que quiere decir ser migrante y exiliado ahora”, dice Juan Bonilla, el presidente.

De buena mañana, los niños del colegio Luis Vives se alinean a las órdenes de sus maestras para entonar un par de canciones españolas, con letras adaptadas a la actualidad. Acompañados de una guitarra y un cajón, los escolares cantan La Tarara y Si me quieres escribir, una tonada del frente de guerra republicano. Buganvillas estrelladas cuelgan sobre sus cabezas.

Ofrenda floral con motivo de la visita del ministro español de Política Territorial y Memoria Democrática Ángel Víctor Torres a México en junio

El que fuera un centro con maestros y niños españoles es ahora plenamente mexicano, pero conserva una reputación de valores emanados de la Institución Libre de Enseñanza, emblema de la Segunda República. “Igualdad, solidaridad, lealtad, laicismo, amor por la enseñanza”, enumera la exdirectora del centro privado, María Luisa Gally Companys, nieta de Lluís Companys, ministro en la República y presidente de la Generalitat catalana, fusilado por los franquistas.

Los niños que acuden cada día a estos colegios continúan la “hermandad” que surgió hace 80 años, en palabras de Regina Díaz, que estudió en el colegio Madrid y sigue reuniéndose el último jueves de cada mes con sus antiguos compañeros: 
“Es una amistad que no tiene cualquiera. Son las mismas aspiraciones, los mismos traumas y los mismos dolores. Es un bien común y es un mal común que compartimos con alegría”.
Con idéntica solidez y prestigio se mantienen hoy algunas de las instituciones fundadas entonces, como el Colegio de México, un reputado centro universitario de investigación, o el Fondo de Cultura Económica (FCE), la gran editorial latinoamericana. Aquella hornada de muchachos bien formados ocupan también hoy puestos en la alta política mexicana. Es el caso de la excanciller Alicia Bárcena, descendiente de exiliados, secretaria hoy de Medio Ambiente en el Gobierno de Sheinbaum, o del que fue subsecretario de Salud y comandó la lucha contra el coronavirus, Hugo López-Gatell, nieto de republicanos españoles. La semilla echó raíces.

Antonia Pacheco, Aida Pérez, Josefa Ibars y Regina Diaz posan para una fotografía en su reencuentro por el 85º aniversario del exilio republicano español en México.


Un vínculo de acero fiel.

Atravesamos la frontera a pie. Mamá llevaba una maleta con el ajuar de casada, sábanas y todo eso con el nombre de uno y de otro. No podía con la maleta y la dejó en los Pirineos. Yo también llevaba una maleta con una tortilla española. Pero me quedó la idea de que cargaba con dos botellas de vino, hasta que hice el comentario y mamá me dijo: ‘¡Qué botellas ni qué narices!, tenías cinco años, solo llevabas la tortilla”, cuenta Víctor Daniel Rivera Grijalba.
 Así son ya los recuerdos implantados de aquellos niños del exilio, nebulosas evocaciones de la infancia. Esta generación que ahora se extingue como una vela creció en la esquizofrenia de una doble vida: la juventud gozosa en un país vibrante contrastaba en la calle con la desazón que se vivía en casa. La consciencia de que ellos eran mexicanos se instaló también en la mente de sus padres. España ya solo sería un país de vacaciones, quizá una urna al otro lado del Atlántico para seguir votando y una bandera roja, amarilla y morada siempre en la biblioteca. “Porque un día ya no se puede más”, dice el poema de Angelina Muñiz-Huberman, “Y ese día, ese día aceptas el paisaje”.


La memoria incompleta de aquellos niños fue, finalmente, un ancla poderosa para mantener vivo el legado español en México, pero también propició una integración que entreteje las vidas de ambos países, porque no tuvo su origen en sangrientas conquistas ni en explotaciones empresariales. Es un vínculo “de acero fiel”. Palabra de poeta.




Cuando Juan Gil-Albert tuvo que emigrar tras la Guerra Civil Española y su vuelta a España en 1947

19 Oct 2024



El exilio de Juan Gil-Albert fue una aventura que terminó en 1947, ya que la decisión de volver a España corrobora una necesidad que se iba fraguando en su interior. No sólo le unía la nostalgia, sino otros motivos más íntimos para regresar a su país.
Había dejado en México, Argentina y otros países un aire ensimismado, de hombre que escuchaba a los demás, como si flotase en otro mundo, hecho de sombras y luces.
Merece la pena citar las palabras de Pedro J. de la Peña cuando dice, en su libro Juan Gil-Albert, editado por la Institución Alfonso el Magnánimo en el año 2004, lo siguiente sobre ese necesario regreso:

“¿Qué encuentra Gil-Albert a su regreso? Para empezar, un país que es una mezcla de “dogma y gangsterismo”, donde la banalidad y la superficialidad irritan tanto o más que la injusticia. Porque si algo enseña la dictadura es, precisamente, la supresión de los matices. Lo distintivo no cabe” (p. 55).

Es cierto, porque Gil-Albert venía de un país donde había aprendido la libertad, su expresión, el regocijo vital, pero añora con ansia el que conoció, su edén mediterráneo, sus ventanas a la luz del mar, sus atardeceres en la playa:

“Regresa curtido desde un mundo de colores, de matices, de monumentalidad. Imperfecto, sin duda, pero vital” (p. 56).
"La España de la dictadura, con sus folclóricas, con su Iglesia, con su mundo cerrado y dogmático es sólo una caricatura del que conoció en otros tiempos"
Para Pedro J. de la Peña, la vuelta supone también una herida, ya que el mundo que encuentra nada tiene que ver con el que dejó. La España de la dictadura, con sus folclóricas, con su Iglesia, con su mundo cerrado y dogmático es sólo una caricatura del que conoció en otros tiempos, antes de la España que se resquebrajó con la Guerra Civil.
No hay que olvidar que Juan Gil-Albert vivió en el exilio ciertas necesidades, que perdió el mundo en el que se hallaba antes de marcharse, y la vuelta no será mejor, ya que su obra, silenciada durante años, irá germinando en la sombra, mientras otros, aduladores de lo oficial, siguen triunfando:

Porque el hombre que vuelve no es el que se fue. La experiencia le ha dejado sus huellas, tanto morales como físicas. Ha conocido, según la frase cervantina, una “ilustre pobreza”. Viene sabedor de la necesidad: en sus últimos tiempos de México le invitaban a comer un día diferente de la semana cada uno de sus amigos, con indudable gusto de tenerle con ellos, pero sin duda también para ayudarle. Y a esta indigencia material se une el conocimiento —bien colmado— de la grandeza y las miserias del amor, las relaciones personales, las intimidades compartidas, frustradas, vueltas a compartir y vueltas a frustrarse” (p. 58).
Las palabras del poeta y profesor cántabro Pedro J. de la Peña son providenciales, porque sufrió a la vuelta un ostracismo de persona y obra, en un país que no podía reconocer a un hombre que no ocultaba su sinceridad, un hombre lúcido que no podía transigir con la mediocridad reinante.
"Sufrió a la vuelta un ostracismo de persona y obra, en un país que no podía reconocer a un hombre que no ocultaba su sinceridad, un hombre lúcido"
Como dice de la Peña, Juan Gil-Albert publicó muy poco en esos años, hasta el reconocimiento de su obra, ya en los años setenta, gracias a un grupo de poetas que supieron de su valía, como el mismo de la Peña, Brines, Guillermo Carnero, Luis Antonio de Villena, José Carlos Rovira (no hay que olvidar la edición de la antología de Gil-Albert que preparó para Cátedra Fuentes de la constancia), Jaime Siles, Ricardo Bellveser y otros, que formaron parte de un mundo diferente, no mediatizado por la dictadura.
Tendrá que hacerse cargo de los negocios familiares, pero no será buen administrador, ya que no es un hombre de números, de cálculos, sino de palabras, de reflexión, de honda meditación. La finca de El Salt será ya memoria de los mejores tiempos que vivió el poeta en otros años, antes del exilio.
Pedro J. de la Peña inició la peregrinación hacia lo que fue la finca de El Salt con Mariana Aura, sobrina del poeta alcoyano. Ya no quedaba nada de aquel lugar, ahora una casa de Ejercicios Espirituales, de aquel esplendor antiguo, pero merece la pena citar las palabras del poeta cántabro cuando evoca aquel lugar, mítico, como también es Elca para el valenciano Francisco Brines, otro de los amigos de Juan:

“Se había restaurado la capilla y la luz del sagrario ardía con su llamita inmóvil sobre un suelo de mosaico ajedrezado y limpio” (p. 64).

Y además, la naturaleza, con su mágico esplendor, aún brillaba en el lugar que fue espacio edénico en la vida del poeta alcoyano:

“El resto, la naturaleza, seguía indomeñable. Los olivos, los bancales de naranjos al fondo, el vértigo de la montaña, la pureza del aire” (p. 64).

Todo eran vestigios de aquel lugar amado, de aquella atmósfera transparente donde había jugado Gil-Albert en su niñez y en su juventud.
"Va plasmando el mundo que ve, pero también el que añora, donde hace gala de una erudición muy poco frecuente entre nuestra intelectualidad"
Nada quedará de su casa de Alcoy, de la tienda que el padre de Juan vendió a un empleado, el cual se ocupó de ella hasta que, enfermo, tuvo que cerrar el negocio. Tampoco queda nada de la finca de El Salt: como ya he comentado, el lugar edénico desapareció. El escritor alcoyano fue incapaz de conservar los lugares donde debía luchar con lo económico, con especulaciones, donde debía demostrar unas dotes de comerciante que no poseía, hacedor, como siempre fue, de reflexiones y de palabras.
Sólo queda la casa de la calle Colón, en Valencia, donde Juan buscará el sosiego, acrecentará su obra, en el silencio de sus rincones, sin que vean la luz muchos de sus escritos, hasta mucho tiempo después. Abandonará, incluso, el lugar céntrico donde vive en Valencia para irse al Ensanche de la ciudad, a su casa de Taquígrafo Martí, número 13.
Como nos cuenta Pedro J. de la Peña, la labor de Juan es la de elaborar una obra, como un artesano que trabaja, con calma, su gran obra:

“Escribe para guardar, pues nadie parece interesarse en la publicación de tales cosas ni el estado general del país seguramente lo aconsejaría. Escribe desoladamente, engavetando después libro tras libro por si algún día pudieran servir de testimonio de una fidelidad al arte y a la historia: a la historia del arte, dicho en términos que, claro está, tienen que ver con la escritura barroca” (p. 66).
"Luego llegó la política, el aprecio y el apoyo de Alfonso Guerra a su obra y a su figura"
Escribe en su “celda”, donde va plasmando el mundo que ve, pero también el que añora, donde hace gala de una erudición muy poco frecuente entre nuestra intelectualidad. No hace casi vida social, la casa se llena de sobrinos, siempre estará Feli López, la que cuida del orden en la casa, las hermanas de Juan, las sobrinas, hijas de su hermana Tina. Todo está lleno de un aire femenino, que refuerza el cuidado que tienen hacia la figura frágil de Gil-Albert y, naturalmente, su querido César Simón, quien se casó con Elena Aura, su sobrina mayor. César es el que mejor entiende su obra, desde ese acercamiento profundo que siente, como poeta hondo que es, hacia una figura a la que admira y a la que va profesando una devoción continua, dejando su testimonio en libros donde habla de su obra, sin eludir la importancia que tuvo la tesis doctoral que el poeta valenciano dedicó a Juan Gil-Albert.
Los demás vamos detrás, porque nadie puede usurpar el lugar de César y de sus amigos que van llenando la casa: De la Peña, Siles, Brines, Bellveser, etc. Se convierten en seguidores de su obra y reivindican una figura que empezará a triunfar en los años sesenta, cuando se le invita a algunas lecturas que se realizaron en el Aula Magna de la vieja Facultad de Filosofía y Letras, en la calle de la Nave, en su amada Valencia.
Como nos cuenta Pedro J. de la Peña, la lectura, ya en los setenta, de su Elegía a una casa de campo fue un éxito. Luego llegó la política, el aprecio y el apoyo de Alfonso Guerra a su obra y a su figura (no hay que olvidar que el político español era un admirador de la literatura, extraña afición entre políticos, más propensos a otras devociones). Será el político socialista quien posibilite un homenaje a su obra en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y un cierto reconocimiento a una figura que, tras ese apogeo de muchos que lo utilizaron para salir en la foto y demostrar una cultura que no poseían en realidad, fue abandonado, de nuevo.


5 poemas de Juan Gil-Albert.

Los muchachos

Homenaje a Porfirio Barba-Jacob

Me veo precisado a repetirlo
una vez más: mis solos compañeros
de ruta y lecho: jóvenes que fuisteis
mi tentación más firme y el encanto
de mi flaqueza. Debo repetirlo
por última verdad: os amé a todos
cual si fuerais el mismo y el distinto
que cada vez mostrábase a la vista
como un primaveral brotar de nuevo:
fuisteis David, Tobeyo, Albano, Cinthio,
y aquél que no durmió nunca en mis brazos
pero supo decirme como nadie
que me quería. Espectros redentores
de mi corporeidad, númenes vivos
de mi pasión, tormentas fugitivas
de mi buen tiempo. Chicos azarosos
que con vuestras muchachas e inquietudes
cumplíais vuestro sino dando el pecho
a toda adversidad y pregonando
la frágil dicha, el sueño interrumpido,
lo duro que es vivir aun siendo joven
y la mucha energía que se gasta
en tratos baladíes. Pero entonces,
como quien oye a Dios o algún maestro
que suele aparentar su misma calma,
veníais a buscar en mi clemencia
el resplandor difuso de mi sombra
rodeada de sol como un gran árbol
que nos acoge en sí y que nos preserva
de no sabemos qué, muchachos míos,
de no sabemos qué. ¡Qué más quisiera
que haberos preservado eternamente
de vuestra soledad originaria,
de vuestro desconcierto! Nunca pude
sino disimular mi limitada
zona de luz, lo poco que tenía,
para que sustentáramos unidos
esta gravitación de la existencia.
Pero os he sido fiel y eso me salva.
Estaban bien dispuestos los altares
en los que colocaba cada noche
vuestra imagen triunfal con su avecilla
de temblorosa luz. y aun cuando a veces
la soledad rociaba con ausencias
mi corazón, presagios eran siempre
de una nueva deidad que se avecina,
y pronto dibujábase en la mente
un inédito rostro que aportaba
con el sueño pasado la extrañeza
de un nuevo amanecer: constancias mías
de la cambiante forma que me disteis.
Así quiero que conste en mis palabras
lo que es verdad y nadie desvaríe
cuando quiere emplear la suficiencia
y hablar de lo que ignora. Sólo sabe
quién es quien se hace dueño de sí mismo.
Yo soy quien os amó. Vosotros fuisteis
los órganos florales de mi suerte.
y ahora que ya no estoy sobre la tierra
y que en hombres vosotros convertidos
añoráis algún día la fragancia
de lo que se extinguió, sabedme siempre, I
dispuesto a recrear no importa dónde, !
no importa con qué nuevo compañero,
la evanescente forma prohibida,
este inútil contacto perdurable
que fue mi meta.

La melancolía

En los postreros días del invierno
las claras lluvias alzan del abismo
un velo luminoso. Despejados espacios
flotan sobre las aguas invernales,
y un recóndito prado verdeante
surge ligero. Entonces una sombra
graciosamente andando reaparece
hacia el claro horizonte derramada,
y tras su espalda se abren los rumores
de una ofrenda gentil. En sus tobillos
sopla la brisa el surco de su velo,
y cual aparición queda en las almas
de arrobamiento. Apenas alejada,
sombra o verdad que cruza melodiosa,
sentimos nuestros pies paralizados
por su espectro ligero, y en las plantas
de nuestra mansedumbre ya verdea
el pálido confín, y los arroyos
se vierten como música en la tierra.
Sagrada luz resbala en nuestros hombros
cual un tibio vestido y contemplamos,
como hijos del sol, la nube henchida
vagar y en la ceñosa peña abrirse
la llama de la rosa. Es, nos han dicho,
la dulce Primavera; id a los bosques
donde al pasar la oscura tentadora
ha quedado un temblor insatisfecho
entre las misteriosas aves frías
que pueblan esas bóvedas silvestres.
Joven es el amigo que acompaña
nuestro pasmado anhelo con su casto
corazón encendido; ya no sabe
si es amor o amistad la que enamoran
sus delicados ojos, y se turba
ante la hermosa vida revelada.
¡Cuán breve es la embriaguez para los hombres!
Hoy, cuando he visto a aquella que ensimisma
los terrenales campos y los llena
de un fulgor amoroso, fui delante
de la visión que antaño sedujera
mi mortal alegría y la vi extraña,
Con sus negros cabellos recogidos
por triste diadema, cual la sombra
de los que como el oro recordaba
brillar entre sus velos. Sus ropajes
cuelgan ensombrecidos con un gesto
de cansada arrogancia. No muy lejos
se oyó cantar la tórtola dolida
en íntimos coloquios, y la dama
miraba con intensa servidumbre
las frescas violetas germinando
entre las verdes hojas de la noche.
Al acercarme vi su frente blanca
de extenuación y dije: ¿Tú quién eres?
Soy la Melancolía.

A un arcángel sombrío

Algún día
el sigiloso administrador de la divinidad,
aquel doncel extraño,
descenderá, para llevarme allí
donde su espada da luz a los elegidos
y la radiante oscuridad de sus ojos
satisface la integridad del hombre,
así como la fruta madura
sirve al inextinguible apetito de la muerte.

Removerá con su oscuro aleteo
el aire corrompido de la tierra
dejando que sus candorosos pies
levanten la polvareda de los caminos
y un viento invernal
hiele el corazón de las criaturas
y haga caer como frías muecas de consumación
los viejos ramajes de los árboles.

Dejará que los que le temen
oculten su vergüenza en la penumbra
y acallando sus pechos
musiten las plegarias que destinan
al huracán que arranca las cosechas
o a la pálida peste
que devora a sus hijos.

La vida que despierta,
el inclemente pasmo de su felicidad,
borrará pronto las huellas
de tanto horror,
y una radiante luz estacionada,
un nimbo clarividente y majestuoso
delatará a los hombres
que allí vive el elegido de su corazón,
y nadie osará desplegar los labios
ni cruzar con la irrespetuosa cabeza cubierta
por aquel vergel intransitable y quieto
donde se celebran las nupcias perennes del amor.

El murmullo de la vida
discurre bajo los apagados mármoles eternos,
y las flores que crecen
en los cercos de aquel confín
ostentan un no sé qué de repleto y magnífico,
y el balanceo de sus tallos
adquiere allí toda la gentileza de lo irremediable.

¡Venturoso el corazón que alberga
tu terrible placidez!
Aquellos sobre los que has descendido libremente
-como en nuestra melancólica tierra
solemos encontramos,
cual insospechado vestigio de tu existencia,
las encantadoras criaturas
sobre las cuales posamos nuestros ojos
con angustia mortal-
tendrán al fin aprisionado
en el frágil reducto de su cuerpo
tu luz enternecedora,
el filo de tu espada que da vida,
yen torno a sus mudas frentes de placer
el aleteo negro de tu fruición
estará moviendo aquellas lacias cabelleras deseadas.

Así reinas,
divino ser del universo,
sobre aquellos que te amaron ciegamente
a través de las apariencias.

La primera tentación de la serpiente

En el tiempo en que el hombre estuvo solo,
en la paradisíaca complacencia
de lo creado, errante por los bosques
de las primeras sombras tentadoras

al descanso, cuando el sol y la luna
parecían venir y suspenderse
para mirar atónitos la gracia
originaria, el don de la sonrisa

en este solitario favorito
de la divinidad, un gran trastorno
turbó sus naturales inocencias
porque la sierpe atenta le espiaba

sus paseos dichosos. No le tuvo
que hacer llegar al claro son del agua
para rendirlo allí a aquel sobresalto
de su desnudo cuerpo. El hombre mismo

lo iba presintiendo lentamente
en un extraño triunfo deleitoso
subiéndole a los labios el aroma
de una oscura arrogancia. El se veía

contemplado en los ojos infinitos
de Dios, con tales muestras de ternura
surcadas por las ondas amorosas
de la benevolencia, que en su hondo

corazón, recién hecho para el juego
demoníaco, oyó que unos murmullos
iniciaban los pálidos temblores
de la inquieta soberbia. Los prodigios

le rodeaban, valles y montañas,
los mugidos pasmosos, los olores,
la virtud transparente de los aires,
el agua que deslumbra y los astros

musicales; a todo prefería
Dios al mirarlo el soplo de su cuerpo,
ese cuerpo que el hombre adivinaba
tan leve y soberano entre las cosas.

Tocaba su nacida primavera,
el puro despertar de los sentidos,
la latente llamada de su pecho,
la fresca frente en medio de las crines

o plumas negras suaves a sus manos.
Y cayó enamorado de sí mismo,
en una gran torpeza venturosa
medio triste y contento en ese instinto

precursor de su raza. Iba solo
por las recientes sombras de la tierra,
para escuchar el crespo torbellino
de su sangre; la sierpe proyectaba

su doble imagen, y la idolatría
adolescente puso sus cimientos
en esa soledad reveladora
de la belleza. Dios quiso salvarle

de esa gran tentación, y entre las hojas
de un arbusto florido abrió la vida
de la mujer, que apenas despertada
vio al hombre ante sus ojos indefensos

y lo halló ya tan lleno del misterio
de existir que, inclinada libremente,
sintió hacia él su dulce dependencia.
La pupila de Dios volvió al reposo

de sus mejores días tras el goce
del sueño realizado, mas no pudo
borrar de algunos hijos de los hombres
aquella inclinación estremecida

que sellaba una herencia, y en los brazos
de estos ensimismados pecadores
mécese la ilusión de aquel amante
igual a nuestro rostro en el espejo.

Himno a la vida

Cuando eras una joven indefensa
con aquel cuello frágil levantando
la lozana cabeza en que esplendía
el amplio sol su dulce arrobamiento,
y cual pájaro o flor que nada teme
abre al espacio el curso de sus alas
o sus pétalos tiñe ardientemente
con el claro rubor de su existencia,
entonces te canté como si hermana
fueras de mi ilusión, y en tu regazo
fraternal vuelo alzaba contemplando
esa faz adorable. Era aquel tiempo
en que tus ojos garzos me miraban,
del color de los bosques, y surgías
toda tú cual un árbol silencioso
llevándome contigo lentamente
hacia la esbelta copa en que soñaban
las misteriosas aves matutinas.
Allí la transparencia deseada
de miles de deseos tentadores
brillaba como engaño delicioso,
y una invisible mano removía
mis cabellos cual eco prematuro
de los desordenados sentimientos
que el amor transportaba entre sus brazos.
¡Ah, lenta violencia de mi vida,
trastornadora gracia del abismo,
ese negro principio originario
que trepa con tu verde savia alada
el confín sin medidas! ¡Dónde fueron
los que como racimos se mecían
en nacarado aire, tallas ubres
de una vitalidad encantadora,
entre las hojas mágicas de fuego
de aquel festín? ¿En dónde han escondido
sus verdes oleadas de cenizas
esas fragantes rosas tentadoras,
como senos de virgen que se han ido,
dejando sobre el tallo que las tuvo
sólo una sombra gris y porfiada?
Tu color se ha mudado, criatura,
el encendido rostro del que vive
esa ascensión incólume y hermosa
pasa de aquel fulgor del oro vivo
a este gris terrenal que esparce ahora
sobre tu sien la angustia de unas alas.
Postreras alas, cumbres que nos llevan
hacia dentro en un vuelo inesperado,
por extrañas regiones invisibles,
más allá de los lindes de la tierra,
aquí en el fondo mismo del abismo
donde mi vida vive su existencia.
Vuelve hacia mí tus lágrimas sombrías,
fraternal resonancia de ancho seno,
antigua jovencilla ilusionada
cuyos largos cabellos aún evocan
aquella brisa errante. Ahora el hermano
tiende a tus pies las viñas de amargura
y en derredor los campos que florecen
leves lirios oscuros se preparan
a vernos enlazados como amantes
cruzar las blancas crestas de la tierra
por donde están las uvas que no apagan
el eterno sabor incandescente
de su fértil amargo. Allí te esperan
más que tus rosas, ¡oh hija de la carne!,
calladas violetas vespertinas
sobre las cuales vamos densamente
uno hacia el otro, amándonos confusos,
en el cálido soplo que nos lleva.


Juan Gil Simón

Gil Simón, Juan. Juan Gil-Albert. Alcoy (Alicante), 1.IV.1904 – Valencia, 4.VII.1994. Narrador, poeta y ensayista.

Uno de los benjamines de la Generación del 27, durante mucho tiempo no tenido en cuenta, en parte porque ocultaba la fecha de su nacimiento, dando a entender que podía ser incluido en la Generación del 36, por haber sido su trayectoria notoriamente atípica, pues se inició como prosista y su primer libro de poemas no apareció hasta 1936. Por otra parte, sus iniciales escritos en prosa, preciosistas y arcaizantes, salpicados de cultismos y galicismos y situados bajo la influencia de Wilde, Proust, D’Annunzio, Huysmans, José Asunción Silva, Valle-Inclán y Antonio de Hoyos y Vinent, lo situaban al margen de la vanguardia, convirtiéndolo en un modernista rezagado con dejos de decadentismo, y de interés meramente local, con adición de un entorno rural mediterráneo deudor de Gabriel Miró.
Su primer libro de poemas, Misteriosa presencia, aparecido en 1936, consiste en un conjunto de sonetos de asunto amoroso cuya concepción y lenguaje encajan en el neogongorismo de la Generación del 27, asimilado con notable retraso. Se hizo notar en la Valencia de su época por la extravagancia de sus gustos e indumentaria, acordes con sus primeras orientaciones estéticas, y con la mentalidad de quien concebía su propia persona y vida como una obra de arte. Pero en cualquier caso, a los pocos años volvió a sorprender a todos con la metamorfosis que lo convirtió en escritor comprometido.

Colaboró con poemas en Hora de España, El Mono Azul y las colecciones colectivas Poetas en la España leal, Romancero general de la guerra de España y Homenaje de despedida a las Brigadas Internacionales, y publicó tres libros de poesía comprometida: Candente horror (1936), 7 romances de guerra (1937) y Son nombres ignorados (1938). Dos circunstancias explican un cambio tan radical, que realzó inmediatamente la figura de Gil-Albert. La primera fue su politización, de acuerdo con la tendencia que implicó a la inmensa mayoría de los escritores españoles durante la década de 1930. En 1930 un ensayista oriolano muy cercano a Gil-Albert, Francisco Pina, publicó el libro titulado Escritores y pueblo, donde urgía a los primeros a enfrentarse al problema social. Y en el mismo umbral de la guerra, en abril de 1936, la revista valenciana Nueva cultura publicó un extraordinario titulado Problemas de la nueva cultura, dedicado a proponer una lectura política del Romanticismo, de acuerdo con la tendencia que puso de manifiesto, en 1930, el libro El nuevo romanticismo de José Díaz Fernández, en el que se oponía, al vanguardismo deshumanizado y neobarroco, un Romanticismo entendido como exaltación de la libertad y de la rehumanización que poco después iba a polarizar Residencia en la tierra de Pablo Neruda, tanto como el manifiesto fundacional de su revista Caballo verde para la poesía.

La segunda, la relevancia adquirida por la ciudad de Valencia a los pocos meses de iniciarse la Guerra Civil. En noviembre de 1936 la presión de los sublevados sobre Madrid hizo temer la caída de la capital, y la Alianza de Intelectuales Antifascistas organizó la evacuación a Valencia de un selecto grupo de intelectuales, científicos y artistas, que fueron instalados en el Hotel Palace, convertido en Casa de la Cultura bajo la presidencia de Antonio Machado. En aquella Valencia, como en toda la Europa de la década, se vivieron las tensiones entre el sectarismo comunista, que exigía a los intelectuales militancia, obediencia y sumisión doctrinal, y la voluntad de independencia y libertad de pensamiento distintiva de los llamados “compañeros de viaje”, a quienes colocaban a los comunistas ortodoxos el marchamo de “trotskismo”, Gil-Albert entre ellos.
Gil-Albert fue secretario de la subsección de Literatura de la sección valenciana de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. La Alianza tuvo un papel decisivo en la gestión cultural en la España republicana: además de realizar numerosas actividades de propaganda, teatro y arte, publicó la revista El Mono Azul y el Romancero general de la guerra de España. Gil-Albert colaboró en las correspondientes a la sección valenciana: la fundación de El Buque Rojo y de Hora de España, la segunda época de Nueva Cultura y la celebración del Segundo Congreso Internacional en Defensa de la Cultura. La sección valenciana dispuso de una editorial, Ediciones Nueva Cultura, de donde salieron 7 romances de guerra del propio Gil-Albert, Poesía revolucionaria de Pascual Pla y Beltrán y Función social del cartel de Josep Renau. Hora de España fue sin duda la revista de mayor calidad de las publicadas durante la Guerra Civil, y en nada inferior a las mejores de la anteguerra.

Dos importantes iniciativas culturales se propusieron, en 1937, el fomento de la solidaridad internacional con la España republicana: el pabellón español en la Exposición Internacional de París, y el Segundo Congreso Internacional en Defensa de la Cultura, que tuvo lugar en Valencia, y luego en Madrid, Barcelona y París, en julio. Como secretarios actuaron Juan Gil- Albert, Emilio Prados y Arturo Serrano Plaja. Sobre el congreso flotaba la hostilidad de los comunistas a André Gide, que en Regreso de la URSS (1936) había presentado una visión poco idílica del paraíso estalinista.
Su decepción fue similar a la de uno de los más eximios patriarcas del socialismo español, Fernando de los Ríos (durante la República ministro de Justicia, de Instrucción Pública y de Estado, y embajador en Estados Unidos) en su libro Mi viaje a la Rusia sovietista (1921). Asimismo, estaba presente en la Valencia de Gil-Albert el malestar distintivo de la época en cuanto a la militancia partidista de los intelectuales, que había adquirido una gran resonancia a causa de la conflictiva politización del movimiento superrealista, que culminó en la Carta autocrítica que se vio obligado a firmar Luis Aragón en el Congreso de Escritores Revolucionarios de Jarkov, el 1 de diciembre de 1930, en la que desautorizaba la fundamentación freudiana y la trayectoria del Superrealismo en nombre del comunismo ortodoxo, y venía a aceptar el Realismo socialista como única estética revolucionaria válida.
Gil-Albert colaboró en la revista valenciana Nueva Cultura con poemas y ensayos como (entre estos últimos) Palabras actuales a los poetas (XII, 1935) y El poeta como juglar de guerra (III, 1937), sobre la caducidad del esteticismo egocéntrico, la incorporación de los poetas a la lucha popular y la reaparición del romance como forma especialmente proclive al combate en verso.

El asunto candente en la década de 1930 era precisamente el que habían puesto de manifiesto los conflictos internos del Superrealismo en su marcha hacia la utopía comunista: la libertad de pensamiento y de creación de intelectuales y artistas comprometidos en la acción política partidista, y la degeneración de la obra de arte entendida como instrumento de lucha y propaganda. Ese debate tuvo gran eco en España, y Gil-Albert se vio envuelto en él, junto al pintor Ramón Gaya; su actitud fue la propia del liberalismo del grupo de Hora de España. Sobre ese telón de fondo cobra sentido la Ponencia colectiva que, firmada por Gaya, Gil-Albert, Miguel Hernández, Emilio Prados y otros, se presentó al congreso de 1937. A pesar de la extrema prudencia y eclecticismo de sus enunciados, era una verdadera carga de profundidad; en ella encontró su mejor expresión la tesitura de Gil-Albert acerca del problema del arte comprometido: el defecto esencial del arte de combate y propaganda reside en que se trata de una retórica basada en un repertorio previsto y previsible de asuntos, cuya exhibición mecánica no requiere convicción ni sinceridad, debiéndose conseguir, en cambio, que la motivación ideológica “venga a coincidir absolutamente con la definición becqueriana de la inspiración poética”.
Las últimas reflexiones de Gil-Albert, escritas a fines de 1938, en la etapa última y ya sin esperanza de la Guerra Civil, vienen en el artículo En torno a la vocación (lo popular y lo social), aparecido en la revista mexicana Taller en mayo de 1939. Es una reflexión sobre la noción de arte comprometido, el realismo programático, el supuesto destinatario popular y la finalidad social del Arte, todo lo cual ha dejado de tener sentido para él.
Al terminar la guerra, Juan Gil-Albert pasó a Francia desde Cataluña, y enseguida a México. Acogido por Octavio Paz, fue secretario de la revista Taller y posteriormente se trasladó a Argentina, donde publicó Las Ilusiones en 1944, su único libro de la época del exilio, el más logrado de sus libros poéticos por la altura que alcanza, en pensamiento, talante espiritual y valores estéticos, en relación a los tres contextos en que debe ser situado: la trayectoria de las publicaciones anteriores de su autor, la cosecha poética de los españoles desterrados tras la Guerra Civil, y la reanudación de la actividad poética en la España peninsular a partir de 1939. Los temas que configuran la poesía del destierro tienen poca presencia en Las Ilusiones: de los sesenta y nueve poemas que forman el libro, sólo dos, El linaje de Edipo y A las hierbas de España, le están enteramente dedicados. El primero interpreta la oposición entre las llamadas “Dos Españas” como una constante sociológica que da razón de la difícil convivencia política de los españoles, y de su historia como una sucesión de bandazos nunca resuelta en síntesis o compromiso estable, bajo los cuales laten enfrentamientos viscerales que no tienen más sentido que el exterminio del adversario. Visto así, el ser colectivo de los españoles, parece determinado por un destino inexorable y adverso, como el de los linajes malditos de la tragedia griega. El linaje de Edipo resulta así uno de los poemas más apocalípticos producidos por el destierro de 1939, por su conversión de la anécdota en categoría de filosofía de la historia en la línea de pesimismo que aparece en Las nubes de Cernuda. Pero en términos generales, Gil-Albert no se sintió llamado ni a prolongar el combate ideológico en el exilio ni a convertirse en un “español del éxodo y el llanto”.
La poética de Las Ilusiones significa, ante todo, captar el mensaje de la naturaleza y el amor, que incitan a vivir más allá y al margen del error y la desmesura humanos, junto a otras vías de redención como la escritura, la música y la evocación de la exquisitez y el refinamiento de épocas y formas de vida de un pasado mejor.
Juan Gil-Albert regresó a España en 1947 y vivió en un exilio interior hasta su “redescubrimiento” en la Barcelona de la octava década del xx, gracias a Carlos Barral, Francisco Brines y Jaime Gil de Biedma, entre otros. Empezaron entonces a aparecer sus muchos libros inéditos, entre ellos su obra maestra en prosa, Crónica general. Reconocido entonces como una de las primeras figuras literarias de la Valencia del siglo xx, recibió el doctorado honoris causa de la Universidad de Alicante, el Premio de las Letras Valencianas y multitud de honores y homenajes. Su obra poética de esta segunda mitad de su vida pierde buena parte de su facundia y su hedonismo característicos, para volverse densa, aforística y meditativa.

Obras de ~: La fascinación de lo irreal, Valencia, La Gutenberg, 1927 (ed. facs., Alicante, Instituto JGA, 1985); Vibración de estío, Valencia, La Gutenberg, 1928 (ed. facs., Alicante, Instituto JGA, 1984); Cómo pudieron ser, Valencia, La Gutenberg, 1929; Gabriel Miró, el escritor y el hombre, Valencia, Cuadernos de Cultura, 1931; Crónicas para servir al estudio de nuestro tiempo, Valencia, El Turia, 1932; Misteriosa presencia. Sonetos, Madrid, Héroe, 1936; Candente horror, Valencia, Nueva Cultura, 1936; 7 romances de guerra [Valencia], Nueva Cultura [1937]; “Son nombres ignorados...” Elegías, himnos, sonetos, Barcelona, Hora de España, 1938; Las ilusiones, con los poemas de El convaleciente, Buenos Aires, Imán, 1944 (ed. de G. Carnero, Barcelona, Grijalbo-Mondadori, 1998); El existir medita su corriente, Madrid, Librería Clan, 1949 (ed. facs., Valencia, Lindes, 1979); Concertar es amor, Madrid, Rialp, 1951 (col. Adonais, vol. LXXII); Contra el cine, Valencia, Mis Cosechas, 1955; Intento de una catalogación valenciana, Valencia, Mis Cosechas, 1955; Poesía. Carmina manu trementi ducere, Valencia, La Caña Gris, 1961; Concierto en mí menor. Homenaje a Proust, Valencia, La Caña Gris, 1964; La trama inextricable, Valencia, Mis Cosechas, 1968; Fuentes de la constancia (antología), ed. de ~, Barcelona, Ocnos, 1972; Mesa revuelta, Valencia, Fernando Torres, 1974; Valentín. Homenaje a William Shakespeare, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1974; La meta-física, Barcelona, Barral-Ocnos, 1974; Crónica General, Barcelona, Barral, 1974; Los días están contados, Barcelona, Tusquets, 1974; Memorabilia, Barcelona, Tusquets, 1975; Heraclés. Sobre una manera de ser, Madrid, Josefina Betancor, 1975; Cantos rodados, Barcelona, Ámbito, 1976; A los presocráticos, seguido de Migajas del pan nuestro, Valencia, Lindes, 1976; Homenajes e in promptus, León, Institución Fray Bernardino de Sahagún, 1976; Drama patrio, Barcelona, Tusquets, 1977; El retrato oval, Madrid, CUPSA, 1977; Un mundo. Prosa, poesía, crítica, Valencia, Castalia, 1978; Breviarium vitae, Alcoy, Caja de Ahorros Alicante y Murcia, 1979, 2 vols.; El ocioso y las profesiones, Sevilla, Aldebarán, 1979; Razonamiento inagotable con una carta final, Madrid, Caballo Griego para la Poesía, 1979; Mi voz comprometida (1936-1939) (antología), ed. de M. Aznar, Barcelona, Laia, 1980; Gabriel Miró: remembranza, Madrid, Ediciones de la Torre, 1980; Los arcángeles, Barcelona, Laia, 1981; Variaciones sobre un tema inextinguible, Sevilla, Renacimiento, 1981; El ocio y sus mitos, Málaga, Litoral, 1982; Obra completa en prosa, Valencia, Institución Alfonso el Magnánimo-VEI, 1982-1989, 12 vols.; España, empeño de una ficción, Madrid, Júcar, 1984; Cartas a un amigo, ed. de L. Maristany, Alicante-Valencia, Instituto JGA-Pretextos, 1987; Tobeyo, o del amor. Homenaje a México, Alicante, Valencia, Instituto JGA, Pretextos, 1990; Antología poética, ed. G. Carnero, Valencia, Consell Valencià de Cultura, 1993; La mentira de las sombras. Crítica cinematográfica, ed. de J. Cano Ballesta, Valencia, Pretextos-Instituto Juan Gil-Albert, 2003; Poesia completa, ed. de. M. P. Moreno, Alicante-Valencia, Instituto Juan Gil-Albert-Pretextos, 2004.

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Fotografía.
























Carla 



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