Luis Alberto Bustamante Robin; José Guillermo González Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdés; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Álvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Verónica Barrientos Meléndez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andrés Oyarce Reyes; Franco González Fortunatti; Demetrio Protopsaltis Palma; Ricardo Matías Heredia Sánchez; Alamiro Fernández Acevedo;
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Patricio de Azcárate Argumento de Lisis |
El objeto de este diálogo es la Amistad, título lleno de esperanzas, que Platón no satisface completamente, puesto que con intención deja cubierto con un velo lo que piensa de la amistad. Pero por lo menos combate una a una con mucha fuerza todas las falsas teorías sostenidas antes de él, y al mismo tiempo deja adivinar al final su pensamiento, después de una discusión muy rápida y muy interesante, cuya severidad se halla templada por la gracia. Sócrates refiere, que, yendo de la Academia al Liceo, encontró cerca de una palestra, nuevamente construida a las puertas de la ciudad, un numeroso grupo de jóvenes atenienses, y entre ellos a Hipotales, amigo del hermoso Lisis, y a Ctesipo, primo y amigo de Menexenes. Fue invitado a permanecer con ellos, y, después de dejarse rogar, entra al fin en la palestra que animaban con sus juegos enjambres de jóvenes adornados con preciosos trajes y coronados de flores para celebrar la fiesta de Hermes. Toda esta juventud le rodea y él se hace bien pronto escuchar empeñando una conversación con Lisis, joven de encantador semblante y de espíritu felizmente dotado, y a quien Hipotales constantemente persigue, como todos los amantes, con sus inagotables adulaciones en prosa y verso. Para enseñarle de qué manera conviene conversar con el que se ama, Sócrates, con su arte profundo de atraer los espíritus, hace que salgan de la boca de su joven interlocutor verdades morales, que son otros tantos cargos abrumadores para el pretendido amigo, que sofoca [214] indebidamente esta naturaleza admirable, en lugar de desenvolverla. La lección indirecta que resulta de este preámbulo, que tiene todo él un perfume de juventud y de frescura, es que la verdadera belleza, la belleza digna de que se la busque y de que se la ame, no es la del cuerpo, sino esa belleza del alma, cuyo culto ennoblece a la vez al amante y al amado. Sócrates se dirige en seguida a Menexenes, el compañero favorito de Lisis, y le suplica, puesto que tiene la fortuna de experimentar y hacer que otro experimente el sentimiento de la amistad, que le explique lo que es un amigo. Aquí comienza la discusión. ¿Es el amigo el que ama o el que es amado? El lenguaje popular, expresión del sentido común, que no es escrupuloso en materia de exactitud, da el nombre de amigo lo mismo al que lo experimenta, que al que motiva en otro el sentimiento de la amistad. La filosofía quiere más precisión, va al fondo de las cosas; bajo el doble sentido del nombre popular de amigo descubre dos definiciones distintas, que se rechazan entre sí, porque carecen ambas del carácter simple y universal de toda buena definición. Helas aquí. –El amigo es aquel que ama. –El amigo es aquel que es amado.– Se ve por el pronto que se excluyen. Además, cada una de ellas, tomada separadamente, es incompleta y no resiste al examen. En efecto, decir absolutamente que el amigo es aquel que ama, es lo mismo que decir, que basta amar a alguno para ser su amigo. Sin embargo, el hombre que ama a otro puede no ser correspondido; más aún, puede ser odioso al que ama, cosa que se ve comúnmente en la vida. No cabe amistad entre dos hombres, cuyas inclinaciones y afectos no son recíprocos, porque por ambos lados, sin esta reciprocidad, falta algo a la amistad. Si allí donde la amistad no existe no hay amigo, se sigue que [215] amigo no es el que ama. La segunda definición: que el amigo es aquel que es amado, está expuesta necesariamente a las mismas objeciones. El ser amado, si no se ama, no constituye amistad. Platón se apoya en diversos ejemplos que conducen a una conclusión negativa. Ya tenemos descartadas dos teorías. Las que combate en seguida, están apoyadas en la autoridad de algún filósofo ilustre. De acuerdo con el verso del poeta: «Dios quiere que lo semejante encuentre y ame su semejante», Empedocles ha sostenido que la amistad descansa toda en la semejanza. Dos objeciones se hacen a esta teoría. Por el pronto, de hecho, no es siempre cierto, que lo semejante sea amigo de lo semejante, puesto que no hay amistad posible del hombre malo con el malo. En segundo lugar, si la amistad existe entre dos hombre de bien, ¿es la semejanza la que los hace amigos? No, porque un amigo debe ser útil a su amigo. Y un hombre de bien no puede ser útil a otro hombre de bien, por lo mismo que le es absolutamente semejante, puesto que nada puede pedirle que no pueda sacar de sí mismo, como del hombre que le es en todo semejante. Y si se basta a sí mismo, es independiente de cualquier otro, vive en todo en sí y para sí, y es él su propio amigo y no el amigo de otro. Y así la semejanza no sólo no engendra, sino que impide la amistad. De aquí parece resultar que Heráclito estaba en lo verdadero, cuando pretendía que lo contrario es el amigo de lo contrario. ¡Cuántos ejemplos presenta la naturaleza entera! Lo seco es amigo de lo húmedo, lo amargo de lo dulce, el enfermo del médico, el pobre del rico. ¡Cuán útil también es el uno al otro, y cómo el uno por naturaleza y por interés debe ligarse al otro! Sin duda; pero en el terreno de los ejemplos los hay aún más decisivos, que no permiten sentar sobre ellos una definición absoluta. ¿Qué cosas más contrarias, en efecto, que el odio y la [216] amistad, lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo? Y sin embargo, ¿qué cosas menos amigas, o más bien, qué cosas más enemigas? Ahora, al parecer, se ve que Heráclito está más lejos de la verdad que Empedocles. Platón ha tenido la complacencia de refutar al uno con el otro, y es preciso admitir con él estas dos conclusiones negativas, que ni la semejanza, ni la contradicción, constituyen la amistad. Como si la impugnación de estas cuatro teorías hubiese agotado la discusión regular, Sócrates finge a la ventura, y como conjeturando, que lo que no es bueno, ni malo, es quizá el amigo de lo bueno, y que siendo lo bueno al mismo tiempo lo bello, el que ama lo bueno y lo bello no puede ser, ni lo uno, ni lo otro. Prosigue su idea a tientas en cierta manera; le parece que todos los seres deben tener uno de estos tres caracteres: ser buenos, o ser malos, o no ser, ni buenos, ni malos. Pero si se reflexiona que lo que es bueno no puede ser amigo de lo bueno, su semejante, ni el amigo de lo malo, su contrario, y que lo malo por su naturaleza no puede jamás excitar la amistad; lo que no es, ni bueno, ni malo, es lo único sobre lo que puede recaer la cuestión, y si ama alguna cosa, no puede menos de amar lo bueno. Justificada de esta manera la conjetura, se presenta bajo la forma de una definición nueva, a saber: que la amistad consiste en el afecto de lo que no es ni bueno, ni malo, por lo que es bueno. De esta manera nuestro cuerpo, colocado entre la salud, que es un bien, y la enfermedad, que es un mal, no es por sí mismo ni malo, ni bueno, y se ve precisado a amar lo que le es bueno, la medicina, por ejemplo. Pero si lo ama, no es tanto en sí mismo, como a causa de lo que es para él malo, por ejemplo, la enfermedad. En el fondo de todo esto hay una idea muy verdadera, porque estos términos: ni bueno, ni malo, no deben tomarse aquí absolutamente, a la letra, so pena de no designar más que un ser imposible de [217] determinar, sin carácter ninguno, como sería un hombre sin vicio y sin virtud. Sócrates quiere hablar de un ser que, no siendo absolutamente bueno, tiene necesidad de otro mejor que él para conservarse o agrandarse, y de un ser que no siendo absolutamente malo, pueda aún aspirar al bien. Bien entendido esto, se sigue, generalizando, que lo que no es, ni bueno, ni malo, ama lo que es bueno a causa de lo que es malo; conclusión que parece fundada en la observación y en el razonamiento. Sócrates, sin embargo, no se detiene aquí. De repente vuelve en sí, como quien sale de un sueño, y reconoce que ser amigo de lo bueno es amar lo que es útil, es decir, lo que es amigo, esto es, su semejante, lo que parecía antes imposible. Además, amar lo que es bueno constituye un solo caso de amistad absoluta, y en todos los demás casos un principio de amistad solamente. En efecto, un bien no es amado nunca sino en vista de otro bien, la medicina en vista de la salud, la salud en vista de otro bien aún, y siempre lo mismo hasta el infinito, a menos que después de haberse elevado por grados de un bien a otro que le sea superior, la amistad encuentre un bien que ella ame por sí mismo, del que todos los demás bienes no son más que una manifestación, un solo bien digno de ser amado, principio y fin de la amistad. He aquí una nueva idea, idea grande y verdadera; que existe un ser supremo que no es amado en vista de ningún otro bien, un bien que es nuestro verdadero amigo, puesto que a él es a donde va a parar en definitiva toda amistad. Mas para quitar toda duda, Sócrates tiene necesidad de volver a la suposición precedente, de que el bien es amado en previsión del bien y a causa del mal. Porque si el mal engendra nuestra amistad por el bien, el bien no tiene existencia sino relativamente al mal, del cual es remedio. Supongamos por un momento que el mal llega a desaparecer; el bien entonces no tiene ya [218] razón de ser, se hace inútil, desaparece y arrastra consigo la amistad. Para salvar el uno y el otro, es preciso admitir que el bien no es amado a causa del mal, sino en sí y por sí. Entonces la ausencia del mal no lleva consigo la del bien, y la amistad es siempre posible, con tal, sin embargo, de que con el mal no desaparezcan todo apetito y todo deseo; porque la amistad sin ellos no se comprendería ya. El deseo, considerado como origen de la amistad, es el que va a conducir a Sócrates a su última conclusión. ¿Qué desea aquel que desea? Evidentemente aquello de que tiene necesidad. ¿Y de qué tiene necesidad? Evidentemente también de lo que está privado, es decir, de lo que le conviene. Aquí, sin que Sócrates lo establezca directamente, está la clave del problema de la amistad. Un ser encuentra en la naturaleza de otro ser alguna cosa que le conviene, el carácter, las costumbres o la persona misma, y por su parte encuentra en su propia naturaleza alguna cosa que conviene al otro. El deseo arrastra el uno hacia el otro, una atracción mutua los aproxima, y de esta manera nacen el amor y la amistad que los ligan. Si se trata de averiguar por qué Sócrates no se detiene en esta solución, que representa seguramente el verdadero pensamiento de Platón, porque en vez de asentarla sobre razones incontestables, apenas la indica y vuelve rápidamente a las objeciones, se conocerá, a mi entender, que si pasa y no se detiene es porque entra en su plan científico. No quiere traspasar su objeto, que es el combatir las falsas teorías y no establecer la verdadera, y de este modo se mantiene fiel a la forma y a las proporciones de un diálogo pura y simplemente refutatorio. Le basta mantener los espíritus en guardia contra la confusión de lo conveniente y de lo semejante, preguntándose si son idénticos y si no hay aquí una mala inteligencia de palabras; y después, sin concluir [219] explícitamente sobre este punto, abandona al lector a sus reflexiones, dejando a su cargo juzgar si la discusión gira en un círculo vicioso, o si está a punto de llegar a su final solución. Sin embargo, de este diálogo deben sacarse conclusiones importantes. La primera, que es general, es que todas las definiciones propuestas del amigo y de la amistad pecan igualmente por falta de extensión. Platón las ha rechazado, no como absolutamente falsas, sino más bien como incompletas. Ha probado sucesivamente que el amigo no puede ser, ni simplemente aquel que ama, ni simplemente aquel que es amado, ni lo semejante en sí, ni lo contrario en sí, ni el bien relativo, ni el bien absoluto fuera del deseo, ni lo conveniente sólo. Pero estos no son más que términos aislados, violentamente arrancados de su relación natural por teorías exclusivas, en las que retiene cada una en cierta manera una mitad de la amistad, una mitad de la verdad, sin que ninguna por consiguiente abrace toda la amistad, ni toda la verdad, Platón no tiene necesidad de decir que es preciso restablecer estos términos en su afinidad mutua para encontrar la justa relación, y que basta hundir todas estas falsas teorías para establecer la verdadera, porque esta idea resalta de la discusión misma. Esta sólo ha puesto en evidencia el exceso de las pretensiones y el defecto de las proporciones; al lector corresponde establecer el equilibrio. El Lisis es uno de los diálogos en que Platón hace conocer mejor el juego de su dialéctica, método complicado que sólo avanza paulatinamente hacia la verdad, destruyendo a derecha e izquierda mil errores. No hay que echarle en cara que sólo camina causando ruinas, porque estas ruinas son las de los sistemas falsos, como, por ejemplo, las teorías de Empedocles y Heráclito sobre la amistad. Este método lento e indirecto es el de los [220] espíritus descontentadizos, que tienen necesidad de ver claro en todas las cosas, y de no aceptar nada sin examen bajo la fe de otro. Descartes, después de Platón, hará otro tanto; su duda metódica será el hermano segundón de la dialéctica. Los procedimientos numerosos y diversos de este método tienen casi todos su papel en la discusión precedente, como son: la definición, que presenta bajo una forma general y concisa el elemento característico de cada teoría; la división, que distingue y aísla una teoría de otra; el ejemplo, que en apoyo de cada afirmación importante, ofrece la prueba sensible y popular de una aplicación tomada de los fenómenos y de los seres de la naturaleza; la hipótesis, que presenta al estado de conjetura las teorías probables que, para ser entendidas, tienen necesidad del socorro de la demostración; en fin, la inducción y la deducción, que conduciendo el espíritu perpetuamente de las ideas particulares a los principios, y de los principios a las aplicaciones, aclaran con una doble luz las opiniones cuestionables. Estos procedimientos, que en este resumen no han podido ser indicados sino ligeramente, se presentan en la lectura del Lisis en todo su desenvolvimiento, y dan una idea de la abundancia y de la fuerza de los medios que Platón, después de Sócrates, ha puesto a disposición de la filosofía. {Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate, tomo segundo, Madrid 1871, páginas 213-220.} |
puerta al infierno |
Políticos españoles. |
Estado de las aspiraciones del regionalismo en Galicia, país vascongado y Cataluña. Discurso leído por el Excmo. Señor D. Gaspar Núñez de Arce el día 8 de noviembre de 1886 en el Ateneo Científico y Literario de Madrid con motivo de la apertura de sus cátedras
Señores: Con temor me dirijo a vosotros desde este sitial donde han resplandecido para mayor confusión mía tantos varones ilustres por su saber y su elocuencia, porque me sobrecoge el presentimiento de que no he de responder, como quisiera, a la honrosa confianza que me habéis dispensado. Pero habiéndome vosotros elevado a este puesto sabiendo de antemano a quién elegíais, no podéis llamaros a engaño, y me debéis en esta ocasión vuestra benevolencia como si fuese un acto de justicia. He vacilado mucho antes de escoger el tema de mi discurso, decidiéndome por fin a ofreceros, como asunto digno de vuestra reflexión, el estado de las aspiraciones del regionalismo en Galicia, país vascongado y Cataluña, en cuyas comarcas aparece con formas, por cierto bien distintas, pues mientras en algunas se contiene dentro de los límites de una amplia descentralización administrativa, va en otra hasta proclamar audazmente la ruptura de todos los lazos nacionales, y por ende, el aniquilamiento de nuestra gloriosa España. No podría, ni entra en mi plan examinar desde las alturas de la especulación científica las ventajas e inconvenientes de los diversos sistemas sobre los cuales se basa la organización de los Estados. Materia tan vasta ha sido tratada bajo sus múltiples aspectos por autores eminentes de todos los pueblos y de todos los siglos, y sería en mí ridícula vanidad la de querer añadir algo nuevo al caudal de doctrina que sobre tan compleja cuestión ha ido acumulando la sabiduría humana. Mi objeto es más modesto, pero en las circunstancias actuales mucho más útil. Sólo me propongo estudiar desde el punto de vista histórico en que busca la raíz de su derecho, el carácter del regionalismo en España, y principalmente en Cataluña, donde entrando ya por los caminos vedados de la recriminación y la amenaza, ha expuesto su fórmula más extrema. Analizando este movimiento, desde sus primeros asomos literarios hasta sus últimas ruidosas manifestaciones, es como podremos apreciar con exactitud su verdadero propósito, el cual no es otro que el de crear, con los miembros palpitantes de la patria despedazada, inverosímiles organismos soberanos, cuando más, ligados entre sí por una especie de Consejo anfictiónico, cada cual con poder ejecutivo propio, con Cortes soberanas, con administración distinta, con Códigos exclusivos, y si el caso lo requiere, hasta con diferentes lenguas. Bien sé que estas exageraciones, condenadas por los federales mismos, hallan hasta en Barcelona, donde han nacido, escasísima resonancia, revelándolo así con abrumadora elocuencia el hecho por demás significativo de que, a pesar de su continua y atrevida propaganda, no hayan todavía conseguido los partidarios de tan mala causa llevar uno de sus representantes a las Cortes de la nación. Tampoco ignoro que hay en Cataluña elementos valiosos cuyo entusiasmo por la descentralización absoluta no se inspira en abominables odios, y que anhelan un cambio radical en los organismos nacionales, con el convencimiento honrado de que es útil a todas las regiones de la Península. No participo de las esperanzas e ilusiones de estos elementos; pero, hombre de mi siglo, respeto la sinceridad y buena fe con que profesan sus doctrinas, en tanto que no quieran imponérnoslas por medio de la fuerza. Mis censuras irán contra esa novísima secta política, que prescindiendo de todos los partidos para reclutar sus adeptos en los campos más opuestos y recoger mayor suma de rencores, envenena la desesperación de los intereses industriales en sus crisis angustiosas, provoca meetings, prepara reuniones revolucionarias y asiste a funciones de iglesia, con el fin de concitar en la fábrica, en la plaza y en el templo, las ciegas iras del exclusivismo local, no sólo contra la unidad, sino contra la existencia de la patria. Así, pues, cuando refiriéndome a Cataluña hable del regionalismo, debe entenderse, de ahora para siempre, que únicamente a los elementos particularistas aludo. Quizás la fibra delicada de mi patriotismo da a este movimiento, aun como síntoma, valor más grande del que en realidad tiene; pero creo que cuando fenómenos de esta especie se presentan en una nacionalidad regularmente constituida, incurren en error lamentable los hombres de Estado que les niegan la debida atención. Es general, y vicio inveterado, por desgracia, entre nosotros, el no conceder importancia a un mal hasta que estalla con violencia; y no sería extraño que gentes meticulosas me censuraran por tocar una cuestión que, en concepto de muchos, no merece aún el honor de ser formalmente discutida. Pero no pienso yo de esta manera; antes entiendo que ninguna enfermedad se ha curado jamás con el silencio, el cual obedece a menudo más a la pereza del entendimiento o a los desmayos de la voluntad, que a la insignificancia de la dolencia. Nunca deben mirarse con sistemático desdén las palpitaciones del sentimiento público, por débiles que sean; y aun cuando hasta ahora, gracias a Dios, no corra peligros nuestra unidad nacional, ni en Galicia, ni en las provincias vascas, ni en Cataluña, bueno es fijarse en estas cosas con algún cuidado. Porque si no son más que vanas aprensiones del miedo, con sólo acometerlas de frente se desvanecerán; y si, por el contrario, encierran en su fondo el germen de probables conflictos, no es acertado proceder como las almas pusilánimes, que piensan esquivar el riesgo cerrando los ojos para no verlo, ni como algunas naturalezas pasivas, que viven en el mejor de los mundos posibles, hasta que caen de pronto heridas por la catástrofe. Esta consideración me ha movido a elegir como tema de mi discurso problema de tanta entidad, siguiendo las gloriosas tradiciones del Ateneo, que siempre ha dado merecida preferencia a todas las cuestiones relacionadas con el reposo, el porvenir y la grandeza de la patria. Pero antes necesito hacer una sencilla aclaración para descargo de mi conciencia. Por si acaso observáis en mi discurso algunas frases demasiado vivas, debo advertiros que casi todas ellas han sido tomadas literalmente de los libros particularistas que he consultado. Por lo que a mí toca, si, al juzgar las diferentes tendencias del regionalismo en las localidades donde ha despertado esta idea, hubiese inadvertidamente caído en algunas exageraciones y asperezas de estilo, las doy de antemano por borradas y no dichas; que no cabe en mí la intención de lastimar en lo más mínimo a ninguna comarca de España, todas para mí igualmente queridas, y menos a Cataluña, cuyas relevantes cualidades he podido apreciar por mí mismo, en tiempos bien difíciles por cierto, cuyos arranques de patriotismo he visto de cerca en la guerra de África y he celebrado en la de Cuba, y cuya fraternal caridad nunca ha sido la última en acudir al remedio de las calamidades con que Dios ha afligido a España. Cataluña podrá encontrar por ley natural entre sus hijos quien la quiera más entrañablemente que yo; pero ninguno que con corazón más abierto, según consta a cuantos me conocen, la considere tanto y esté tan dispuesto a ensalzar sus virtudes. - - - Para apreciar el desarrollo que han adquirido las ideas regionalistas en algunos puntos de España, necesito primero consignar mis opiniones sobre su respectivo renacimiento literario, que en algunos ha coincidido y en otros se ha anticipado, como por lo general acontece en todos los países, a las primeras manifestaciones políticas. No pertenezco al número de aquellos espíritus recelosos que condenan y proscriben las lenguas locales, cuya influencia, a medida que se reduce y aminora con la constante invasión de otros idiomas superiores, suele ser más íntima y afectiva. Comprendo el religioso amor que todos guardan a su lengua nativa por menguado y pobre que sea el territorio en que se habla; y ¿cómo no, si es la lengua del hogar, de las ternuras maternales, de las alegrías y tristezas con que nos acoge la vida, de las puras creencias y de los castos recuerdos de la infancia? No es, en verdad, la lengua en que se estudia, se negocia, se litiga, se ambiciona y se consigue; pero es la lengua que más penetrantes raíces echa en el corazón, porque es aquella en que primeramente se ha sentido. ¿Quién no la venera como santa reliquia de familia, ni quién puede olvidar sin ser ingrato, que no sólo sirvió a sus antepasados para expresar sus penas y regocijos, sino que con ella tal vez ha recibido el último adiós de sus padres moribundos? Pero de esto a rendirle culto fanático, fuera de toda realidad, hasta el extremo de mirar con enojo, rayano de la envidia el habla oficial de la nación a que se pertenece, y que no por caprichosa voluntad de los hombres, sino por causas mucho más altas, ha llegado a alcanzar la perfección, la universalidad y el predominio que las lenguas y dialectos provinciales no han podido conseguir, hay, señores, inmensa distancia. En la infinita variedad de los verbos humanos, el mundo sería representación exacta de la torre de Babel, si no hubiese idiomas que, en virtud de su fuerza expansiva y por la energía de la raza de donde provienen, se extienden, se propagan y convierten en medios eficaces de civilización. Al paso que las lenguas locales, sólo con el contacto de otras más vigorosas, se corrompen y restringen hasta en los mismos lugares donde tuvieron su cuna, las lenguas mayores, en cuya categoría y en nuestros tiempos ocupa la castellana el tercer lugar, siguen majestuosamente su curso, recogiendo, o más bien, diluyendo en su corriente, como caudalosos ríos, todos los idiomas o dialectos indígenas de los países que ocupan o han conquistado. A decir verdad, sólo por algunos ideólogos de Cataluña, de aquel suelo nobilísimo, tan sólidamente unido a los demás miembros de España, se protesta contra esta ley fatal que rige el desenvolvimiento, marcha y destino de las lenguas, y se entiende de modo tan egoísta el cariño debido al idioma regional. Ni en Asturias, ni en Galicia, ni en las provincias vascas, se entiende de esta suerte: ni siquiera en Valencia y Mallorca, comarcas de dialectos catalanes, donde no se cree incompatible el uso del habla propia con el estudio de la lengua nacional, y cuyos ilustres ingenios no sólo saben ser al mismo tiempo tan grandes poetas lemosines como grandes poetas españoles, sino que, orgullosos del envidiable privilegio que deben a la Naturaleza, hacen gallarda muestra de él, entonando en dos idiomas hermanos, himnos de glorificación y alabanza a la patria común. Lejos de esto, el particularismo catalán, perdido en el laberinto de sus intransigencias, cae en la extravagancia de formular amargos cargos contra la nacionalidad española por haber fomentado la enseñanza y el uso del castellano en las escuelas del Principado. Es decir, que se queja de que, no por un procedimiento excepcional y tiránico, sino por el que se emplea, sin que levante oposición alguna, en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en Italia, en todas las naciones donde, como en la Península, hay también variedad de lenguas o dialectos, se ponga en posesión de una raza emprendedora e inteligente el medio más eficaz de influir en los destinos del Estado a cuya grandeza contribuye, y de ejercitar su actividad en Europa, en América, en África, en Asia, entre los cincuenta y cinco millones de seres humanos que, repartidos por la tierra, tienen como propia la lengua oficial de España. Seguramente, señores, os costará trabajo concebir tanta obcecación y tan recia intolerancia. Pues qué, aun suponiendo que el particularismo catalán consiguiera realizar sus quiméricas aspiraciones en el grado máximo en que las acaricia, organizando un Estado independiente, o poco menos, del lado de acá de los Pirineos, ¿imagina acaso que le bastaría su lengua, hablada sólo por reducido número de gentes y contenida en espacio limitadísimo, para ponerse en continua y provechosa comunicación con el mundo? No abona tal presunción, desprovista de todo fundamento racional, el sentido eminentemente práctico y positivista que esta secta política atribuye, con la mayor modestia, a sus paisanos, porque es evidente que Cataluña, ya siga como ahora formando parte integrante de una gran nacionalidad, o ya se constituya en Estado libre, no podrá prescindir, si no quiere condenarse a estéril aislamiento, de usar, en sus relaciones con los demás pueblos, otro idioma más generalizado que el suyo, muy digno, sin duda, de la curiosidad del filólogo y de la admiración del literato; pero que no tiene la fijeza indispensable, ni la extensión necesaria, ni la potencia bastante para pretender la universalidad de las lenguas dominadoras. - - - Estas diferencias radicales en la manera de considerar el elemento lingüístico producen lógicamente diferencias no menos hondas en la índole y dirección de las literaturas particulares. Lo mismo en Galicia, cuyo regionalismo se dibuja hoy como embrión informe, que en las provincias vascas, en donde aquella tendencia ha adquirido determinaciones más precisas, los escritores que en ambos países impulsan el movimiento literario, no se desdeñan de escribir tan corrientemente como el habla nativa, la lengua castellana. En sus colecciones de poesías, en sus revistas, en sus libros alternan fraternalmente una y otra; en ambas exponen sus quejas y alimentan sus esperanzas, y con espíritu más amplio que el de muchos literatos catalanes, comprenden que, tanto por los vínculos formados durante una unión prolongada, cuanto por su propio interés, no les conviene descuidar el idioma nacional, el cual abre y entrega a su iniciativa vastos y ricos continentes en ambos hemisferios. La literatura catalana, en cambio, retraída y esquiva desde el comienzo de su nuevo renacimiento, encerrándose en sí misma como el gusano de seda en su capullo, se desentiende de todo cuanto pasa a su alrededor, y mira a las demás provincias como una vieja desconfiada que observa a sus vecinos por el ventanillo de la puerta o el ojo de la cerradura. Y cuenta que, al hablar así de la literatura catalana, no me refiero tan directamente al conjunto de sus obras, donde hay bastantes de mérito superior, cuanto al espíritu que en general la inspira, o mejor dicho, la perturba. Si no ocupara mi atención otro empeño más arduo, y sólo tratara ahora de escribir un estudio crítico, no me cansaría de prodigar en él sinceros elogios a algunas hermosas producciones con que en la poesía lírica, en el teatro y en la novela han honrado y honran escritores insignes a la tierra catalana en que han nacido. Diría que una literatura entre cuyos cultivadores se cuentan autores dramáticos como Soler y Guimerá, que han enriquecido la joven escena del Principado con inspiradas creaciones; novelistas como Oller y Vidal y Valenciano, cuyos libros se distinguen por su profundo conocimiento del corazón; críticos de tanta sagacidad como Sarda e Ixart, y poetas como Aguiló, Balaguer, Collell y Verdaguer, que han sabido elevarse con vuelos de águila a las más altas cumbres del Parnaso, aplauso nada más merecería, si no circulara en el raudal de sus obras, salvas honrosas excepciones, el veneno del exclusivismo, o más bien, una desembozada aversión a las cosas de Castilla. Faltaría, sin embargo, a la buena fe si ocultase que no en todos los géneros literarios se ha revelado con la misma fuerza esta malquerenciasistemática. La escena y la novela, aun cuando no exentas de toda culpa, han sido siempre más moderadas en la expresión de su desvío, el cual ha campado y campa a su antojo, en algunos trabajos calificados de históricos, cuyos errores e insidias saltan a la vista del más ignorante, y principalmente en la poesía lírica, desde sus orígenes romántica y quejumbrosa. Seducida por el brillo del renacimiento provenzal, cuya influencia siente desde 1868, no ha acertado a seguir los impulsos generosos de aquella alegre y expansiva región del Mediodía de Francia, que, si tiene legítimo orgullo en ser la patria de Mistral, no le tiene menor en haber dado vida a famosísimos escritores nacionales, y en donde el noble cantor de Mireio, al esculpir en su poema con estilo virgiliano las leyendas, tradiciones y excelencias del suelo natal, exclama enternecido, olvidándose de añejos resentimientos y tendiendo amorosamente los brazos a su gran patria: «La Provenza cantaba y el tiempo corría; y como el Durenzo pierde su curso en el Ródano, así el risueño reino de Provenza se durmió al fin en el seno de Francia. ¡Oh Francia! Lleva contigo a tu hermana… Dirigíos juntas hacia lo porvenir en la alta empresa que os solicita. Tú eres la fuerte, ella es la hermosa, y veréis huir la rebelde noche delante del resplandor de vuestras frentes coronadas.» Pero, como antes he dicho, en vez de imitar el ejemplo de Provenza, cuyos agravios contra la niveladora centralización francesa serían, si los expusiera, mucho más justificados que los del falso catalanismo contra la hegemonía castellana, el renacimiento literario del antiguo Principado sólo pensó en reavivar odios anacrónicos y resucitar rivalidades de largo tiempo atrás extinguidas. Inflamado con la memoria de ofensas tradicionales no muy conformes con la realidad histórica, gozóse casi desde sus primeros pasos en escarnecer, calumniar y maldecir a Castilla, que para los promovedores de aquel movimiento es, y continúa siendo, el resto de la Península donde no se habla lengua catalana. Hízose de moda en los certámenes solemnes de los Juegos florales la lectura de discursos y poesías consagradas a la patria, reducida a términos tan mezquinos que podía caber holgadamente bajo la chimenea del hogar, para dolerse en períodos fogosos o en melancólicas estrofas de la opresión en que había caído, como si estuviese en manos agarenas y no disfrutara de todos los derechos y franquicias a que puede llegar un pueblo libre. No hubo fábula absurda, ni episodio histórico, ni preocupación vulgar que no sirviera entonces de estímulo para escribir alguna lamentación sobre la esclavitud de Cataluña o alguna diatriba contra los desmanes de Castilla. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, aquellas descomunales y reiteradas embestidas contra la mayoría de los compromisarios de Caspe por haber creído, en conciencia, que el cetro de Aragón correspondía de derecho a un infante de Castilla, y las tristes leyendas y desconsoladas elegías en que, a vuelta de mal disimulados ataques a la unidad española, lloraban sus autores a lágrima viva, como si se tratara de su padre, la trágica suerte del Conde de Urgel, el desdichado? ¿Ni cómo es posible olvidar tampoco las frecuentes alusiones dirigidas en provenzal o catalán a la maltratada Condesa (la Condesa era Barcelona), en donde se la representaba, abatida y casi moribunda, justamente cuando su puerto se llenaba de naves y sobre su espléndida corona se levantaban, como testimonio de su poderío presente, los penachos de humo de sus numerosas fábricas, focos de civilización y de vida alimentados por toda España? Con el transcurso de los años, esta turbia corriente de odios fue aumentando de tal modo, que ya no pudieron contenerla los cauces literarios por donde hasta entonces se había deslizado, y la política, en sus manifestaciones más extremas, se apoderó de este elemento de discordia, en la forma y medida que expondré cuando sea oportuno. Fundáronse sociedades, periódicos y revistas para sobrexcitar este espíritu de intransigencia local, celebrando como virtudes heroicas las rebeldías que tantas veces han sumido a nuestro desgraciado pueblo en mortales angustias, y haciendo calorosas defensas del duro régimen con que Francia quiso domar a Cataluña en el siglo XVII; hasta para patentizar su hostilidad hacia la patria común por medio de pueriles viñetas alegóricas, en que se figuraba el escudo de Aragón partido y atravesado por un puñal con las armas de Castilla. Y ya lanzada por estos despeñaderos, arrebatada por el vértigo, y habiendo roto todos los diques de la prudencia, esta liga político-literaria ha llegado recientemente en su extravío hasta el extremo de calificar de ridículo quijotismo, sólo merecedor de burla, la indignación que arde mal reprimida en todas las almas españolas contra los detentadores de Gibraltar, semejante a la que enciende los corazones franceses contra los actuales dueños de la Alsacia-Lorena, y a considerar casi como un acto de vanidosa locura, ¡parece increíble! los sacrificios inmensos, superiores a los que ninguna otra nación habría hecho en el mismo caso, según nuestros propios censores confiesan, realizados por España para conservar la isla de Cuba y mantener incólume la integridad nacional. ¡Ah, señores! Preguntad a los catalanes que labran en nuestra gran Antilla su fortuna a fuerza de perseverancia y honrado trabajo, si los que tales monstruosidades escriben interpretan fielmente su pensamiento; preguntádselo a los vecinos de esos risueños pueblos de la costa mediterránea, desde Rosas hasta los límites de Valencia, cuyo engrandecimiento y prosperidad, cada vez mayores, proceden de la navegación y el comercio que sostienen con nuestras provincias americanas; preguntádselo también a los que con las legítimas riquezas que han traído de aquellos lejanos países, no por lejanos menos nuestros, han convertido a Barcelona, abriendo suntuosas calles y estableciendo centenares de fábricas, no sólo en la primera ciudad de España, sino en una de las más hermosas del mundo, y todos os dirán a una que calumnia sus intenciones quien expresa, tomando el nombre de Cataluña, ideas tan contrarias a sus sentimientos, así como que, si es locura defender la integridad de la nación, ellos son los primeros y más rematados locos, porque estarán dispuestos hoy; mañana y siempre a gastar en tal empresa, si fuera necesario, en unión de las demás provincias hermanas, el último céntimo de sus ahorros y la última gota de su sangre. La complicidad de algunos elementos literarios en las algaradas de esta política perturbadora es notoria, y quiera Dios que no contribuya a precipitar su decadencia, porque anda, para alcanzar vida saludable, en muy malas compañías. Observad, si no, la extraña coincidencia de que en las dos ocasiones solemnes en que el particularismo se ha mostrado en Barcelona más agresivo y contrario a la unidad de la patria, primero cuando la celebración del tratado de comercio con Francia, y últimamente cuando las Cortes aprobaron el modus vivendi estipulado con Inglaterra, la iniciativa de estas manifestaciones no partió espontáneamente, como era lógico, de los centros industriales, sino de algunos literarios; y recordad también, como dato curioso, que la Comisión encargada de poner en manos del rey D. Alfonso el que ha dado en llamarse Memorial de agravios de Cataluña, se componía, casi en su totalidad, de poetas líricos, autores dramáticos y escritores que han conquistado en su país, y en el cultivo de su lengua, merecida nombradía. Seamos francos: ¿cómo ha de despertar en las demás provincias cariñoso interés una literatura que, sean cuales fueren sus primores, a semejantes enormidades ha dado origen; que desde sus comienzos ha sido, según declaración expresa del pontífice máximo del catalanismo intransigente, «una protesta y una reivindicación», y que en vez de atemperarse a los afectos más arraigados del pueblo español, parece como que se complace en ajarlos y herirlos? La patria común ha hecho en este caso lo que debía hacer. Ha procedido como benigna madre maltratada por un hijo desnaturalizado; contestar a tan inmotivadas y sacrílegas agresiones, no, como algunos escritores catalanes afirman, con la conjuración, sino con la magnanimidad de su silencio. - - - He expuesto, señores, cómo y hasta dónde influye y pesa la manera con que se cultivan las lenguas y literaturas particulares en las manifestaciones del regionalismo, y cúmpleme ahora señalar el rumbo que este movimiento sigue en las dos únicas comarcas de la Península donde indudablemente existe: en las provincias vascongadas y Cataluña. Porque si bien es cierto que en Galicia también apunta, es hasta ahora, según antes os he indicado, de modo tan tímido, inofensivo y nebuloso, tal vez por no encontrar condiciones favorables para su desarrollo, que puede considerársele como un vago anhelo, nada más. Ni las grandes ciudades completamente castellanizadas y donde apenas se habla ya la lengua gallega, ni el pueblo de las aldeas, tan malicioso como prudente, dan calor a las declamaciones y promesas de algunos escritores, cuyo mérito me complazco en reconocer, que sueñan en cosas imposibles, como podrían soñar en las felicidades perdidas del Paraíso o en las futuras bienandanzas de la vida eterna. Hay en aquellas leales y honradas provincias ¿para qué negarlo? la creencia, quizás no del todo infundada, de que no han sido algunas veces atendidas por los Gobiernos con el interés y el afecto a que tienen derecho incuestionable; pero es menester confesar, en honra de ellas, que nunca estacreencia ha traspasado los límites de queja fraternal, ni ha revestido formas hostiles a la tranquilidad de la patria. Más concretas y terminantes, aunque tampoco peligrosas, son las aspiraciones de la región vasca, que ha vivido hasta hace pocos años bajo un régimen propio, y que es natural eche de menos con mayor intensidad sus venerandos fueros, cuando todavía no se ha apagado en ella la profunda pena de haberlos perdido. Pero es tan claro en la raza éuskara el sentido moral, y se abre tan fácilmente camino en sus corazones la idea de la justicia, que renunciaría de buena voluntad al restablecimiento de privilegios odiosos, contrarios a todo principio de equidad y a toda noción de derecho, como el de la exención de quintas, por ejemplo, y se daría por muy satisfecha –estoy persuadido de ello– con que sin menoscabo de los intereses generales, se restaurara, en lo posible, su tradicional autonomía administrativa y económica. ¿Quién sabe? No es difícil que andando el tiempo, y según las doctrinas francamente descentralizadoras, sin medrosas desconfianzas, vayan ganando terreno en las esferas oficiales, se llegue sobre estas bases a una concordia definitiva, y recobren, así las Provincias Vascas como las demás del reino, toda la plenitud de facultades compatible con la existencia de un robusto organismo nacional. Resulta, pues, como siempre he creído, que solamente en Cataluña, o hablando con exactitud, en Barcelona y en los puntos adonde alcanza demasiado viva la influencia literaria o la pasión política de la capital del Principado, germina el regionalismo intransigente, que quisiera trastornar los cimientos de la sociedad española y destruir de un golpe la obra de muchos siglos. Gerona, Lérida y Tarragona permanecen casi extrañas a este impulso demoledor, cuya impotencia se delata en la ira mal contenida con que algunos de sus instigadores califican a sus propios paisanos de hijos decaídos, egoístas y degenerados de Cataluña. ¿Y sabéis, señores, por qué sucede esto? Porque el regionalismo no es allí un sentimiento que surge espontáneo e impetuoso del fondo de las clases populares, como el fanatismo religioso o el fanatismo revolucionario: es la concepción artificial y artificiosa de unas cuantas inteligencias demasiado apasionadas, que en el fervor de su propaganda, suelen tomar, con frecuencia, la voz de sus antipatías e intereses por la expresión de colectividades, en realidad, indiferentes y mudas a malévolas sugestiones. Sabido es que un pueblo cuando está aguijoneado por un deseo vehementísimo, cuando aspira a un fin, cuando persigue con tenacidad un propósito, en todo revela el ansia que le devora, hasta en sus cantares, que es quizás donde más sinceramente descubre su corazón, el cual, como un arpa eólica, vibra y suena al compás del viento que le hiere. Sus amores, sus aborrecimientos, sus dudas, sus temores, sus esperanzas, sus cóleras, sus despechos, todos los afectos que le embargan, aparecen en sus sencillos y viriles cantos, y mucho más en las regiones meridionales, bajo cuyo cielo clemente todo busca la luz: la Naturaleza y el alma. Altivo, valeroso, incapaz de ceder a la presión del miedo, el pueblo catalán, como el de toda la península, ha cantado sucesivamente los varios estados de su espíritu al través de las vicisitudes de los tiempos. Ha exhalado en coplas vibrantes su sed de venganza contra los invasores durante la guerra de la Independencia, mientras sellaba con sangre su acendrado españolismo en los desfiladeros del Bruch y dentro de los muros de Gerona. Ha expresado con la misma energía las encontradas pasiones que le movían en los tristes y alternados períodos de nuestras discordias civiles, y ahora mismo, monárquicos y republicanos, confían a la musa popular la confesión de su fe y la fuerza de sus esperanzas. Pero ¿en qué cumbre, en qué valle, en qué rincón de Cataluña ha recogido el regionalismo intransigente la saña feroz que le anima y envenena contra Castilla? ¿Dónde ha oído, en nuestros días, los anatemas y maldiciones con que él la execra? En ninguna parte. Esas plantas no se crían en tierra de España al aire libre; son flores de estufa, o más bien, flores de trapo que sólo se ven y lucen en alguna literatura culta, aun no curada de arcaicas preocupaciones. Hay, para que estas ideas se desenvuelvan algo más en Barcelona, causas especialísimas y puramente locales. La capital del Principado es el centro del movimiento literario que tanta responsabilidad tiene en la torcida dirección del regionalismo, y es además un pueblo que siempre ha mirado con celosa rivalidad, impropia de su grandeza, a la capital de España. Ciudad industrial, comercial, marítima y emprendedora, siéntese como humillada de que otra ciudad, cuyos elementos de vida juzga muy inferiores a los suyos, tenga sobre la nación una preponderancia, a su entender, no solamente inmerecida, sino usurpada. Madrid es para muchas gentes una población sin condiciones intrínsecas de existencia, y a pesar de la crecidísima cuota con que contribuye al levantamiento de las cargas públicas, créenla una especie de vampiro monstruoso que, a la sombra del poder central, se alimenta y engorda con la sangre de las provincias. Tales vulgaridades, cuya falsedad se ha comprobado una y cien veces con los argumentos más testarudos y contundentes que conoce la dialéctica, es decir, con datos, números y hechos, están, por desgracia, muy arraigadas en toda España, y mayormente en Barcelona, donde, en parte por error de entendimiento, y en parte por excesivo orgullo local, hay muchos que consideran a la capital de la monarquía como un antro abominable, únicamente habitado por insaciables parásitos, empleados corrompidos, agiotistas sin escrúpulos y ambiciosos sin conciencia. Adulando estas flaquezas del amor provincial y enconando con acres estimulantes la natural excitación de intereses que se han creído, o que realmente han sido lastimados, porque no quiero entrar en esta cuestión, ajena en el fondo al tema de mi discurso, es como el regionalismo ha podido presentarse en Barcelona con apariencias de vida y hacer que fervorosos católicos e incrédulos impenitentes vayan juntos en tropel revuelto y en son de protesta, así a una manifestación agitadora, como a unas honras fúnebres, en su esencia, no menos agitadoras que la misma manifestación. ¿Qué más da? Ayuntamiento híbrido, y por tanto estéril, de opiniones encontradas, aunque igualmente extremas, fundidas por el renacimiento literario en mortal enemiga contra Madrid y la lengua castellana, este catalanismo bastardo pide y desea en nombre del elemento ultramontano la resurrección de sus antiguallas forales, cuya bandera ha enarbolado D. Carlos, y a la vez, en nombre de elementos radicalísimos, la constitución de un Estado independiente, adherido a la nacionalidad española, a lo sumo, por vínculos nominales, si es que no llega en su extravío hasta proclamar las excelencias de una separación insensata. Con la jactancia de ser un sistema lógico, racional y práctico, es el delirio más confuso de cuantos pueden salir de cerebro humano enfermo. Simultáneamente teocrático y racionalista, monárquico y republicano, idólatra de los pasados tiempos y ardiente defensor de los principios proclamados por la revolución francesa, el particularismo catalán no es más, en resumen, que la reunión fortuita de dos exageraciones irreductibles, juntas, pero no confundidas, como dos rieras dentro de la misma jaula, en el círculo estrecho de un renacimiento literario, falto en su origen de generosos ideales y de amplios horizontes. Mas tal como es, marchando al través de las mayores contradicciones y de los más inexplicables contrasentidos, como viajero que camina sin guía y al azar por selvas vírgenes e inexploradas, ha formulado, bien desabridamente por cierto, sus ofensas, y ha presentado sus soluciones en tres textos curiosos que, según tengo entendido, son, si no obra de la misma mano, inspiración del mismo ingenio: la Memoria presentada el año pasado a S. M. el Rey D. Alfonso XII; unos artículos impresos primeramente en francés en la Revue du Monde Latin, no diré sobre España, sino contra España,y un libro publicado en catalán por el último presidente de los Juegos florales de Barcelona. Tienen, el autor, o los autores de estas obras, la pretensión de haberlas escrito abundando en el sentido práctico y analítico, propio del genio catalán, como para formar contraste con las vanas imaginaciones a que, según ellos, es tan inclinado el pueblo castellano; y en efecto, en las tres muestran su repugnancia invencible a las generalizaciones, generalizando desde el principio hasta el fin de un modo pasmoso. Es de ver de qué manera, en estas producciones –que podrían calificarse de catecismo regional de Cataluña, si Cataluña aceptara como suyas, lo cual está muy lejos de suceder, las opiniones de un grupo exiguo pero bullicioso– se plantean y resuelven con un rasgo de pluma, los más arduos problemas antropológicos, étnicos y políticos, y con qué soberana desenvoltura, por medio de afirmaciones rotundas, a las cuales sólo falta la demostración de la prueba para adquirir valor científico, se lanzan sus autores, hacha en mano, por las intrincadas espesuras de la historia nacional, para convencernos de que en España, como si se tratara de Inglaterra invadida y conquistada por los normandos, ha habido durante las últimas centurias, y lo que es más asombroso, hay todavía en nuestros tiempos democráticos, razas dominadoras y razas dominadas. - - - Convendréis, señores, conmigo en que la tesis nada tiene de pacífica y conciliadora, viéndose en sus expositores, más que el propósito de discutir el pro y la contra de una nueva organización nacional, en la alta esfera de los principios, la intención de abrir abismos infranqueables entre los miembros de la familia española. Como premisa necesaria para desenvolver sus agudos argumentos, el catalanismo empieza sentando, por la voz de sus más autorizados doctores, cual si se tratara de un hecho rarísimo, que España, más que una nación regularmente constituida, es un compuesto heterogéneo de pueblos distintos y hasta opuestos. Cualquiera extranjero un poco filósofo –dice– que, penetrando en la Península por Irún, recorra y visite la provincias vascas, Asturias, Galicia, ambas Castillas, Andalucía y Cataluña, al recordar, después de haber terminado su excursión, que durante su viaje ha oído hablar, no una lengua y algunos dialectos, sino diversas lenguas, y ha observado, a más de estas diferencias de idioma, otras igualmente esenciales desde el punto de vista etnográfico, sociológico y folklórico, no podrá menos de sostener, con íntimo convencimiento, que no ha estado en una nación, sino en varias naciones. –Convengamos en que el extranjero que sobre tan frágiles cimientos levantase conclusión tan absoluta, revelaría, a pesar de sus humos filosóficos, que ignoraba por completo la geografía y la historia. Suponed, señores, que ese extranjero, antes de entrar en España, se detiene en Francia, la potencia políticamente más unificada de Europa y acaso del mundo, donde oye hablar, amén de los noventa patois que se usan en aquel Estado, según consta de la colección mandada formar por el ministro Chaptal durante el primer Imperio, la lengua catalana en el Rosellón, la provenzal en las orillas del Ródano, la vascongada en los bajos Pirineos, un idioma céltico en Bretaña, el italiano en Córcega y Niza, y, dado caso de que hubiese verificado su expedición antes de la guerra franco-prusiana, dialectos alemanes en Alsacia y Lorena; suponed además que nota la variedad de trajes, de costumbres, de tradiciones, de densidad de población, de estado agrícola e industrial y hasta de creencias religiosas entre aquellas provincias, y de todo esto tendrá que deducir, so pena de andar a la greña con el sentido común, que Francia tampoco es una nación, sino varias naciones, todavía con diferencias más profundas que las que existen en España, donde al cabo sólo se registran cuatro lenguas, no importadas de extraños países, sino de raíz castiza y propia: el euskaro, el castellano, el catalán y el gallego. Pero ¿por qué pararse en Francia? El extranjero prosigue su instructiva peregrinación; recorre Inglaterra, pasa por Austria-Hungría y Alemania, hasta llegar a Rusia, impenetrable caos de razas y religiones, bajo el yugo de un autócrata; y por mucho que se le hayan resistido en su niñez los rudimentos históricos y geográficos, debéis estar persuadidos de que vuelve a su patria sabiendo, por fin, lo que quizás con menos filosofía, y excusándose las molestias del viaje, habría podido aprender en su casa, con sólo hojear en sus horas de ocio algunos libros elementales; es a saber: que todas las grandes nacionalidades han sido, son y seguramente serán en lo sucesivo, conglomeraciones más o menos consistentes de razas y pueblos distintos, formadas por la conquista, el mutuo consentimiento, la comunidad de creencias e intereses, las necesidades de la recíproca defensa y la acción lenta, pero consolidadora, del tiempo. Y sabría más, si quisiera ahondar el estudio y le interesaran, en efecto, las cosas de nuestra tierra. Sabría que España, situada en un extremo de Europa, encerrada entre dos mares y resguardada por la cordillera pirenaica contra ajenas codicias, es, tal vez, de todos los Estados de nuestro continente, tanto por su posición geográfica cuanto por su configuración geológica, el que reúne mejores condiciones para seguir formando siempre un fuerte y compacto organismo nacional. Los hijos de sus elevadas y áridas mesetas centrales, avezados a todos los rigores de un clima rígido y desigual, han sido en las épocas pasadas, y lo serían aun cuando nuevas razas reemplazasen a las que hoy ocupan la Península, un irresistible elemento de nacionalización, porque en su lucha por la existencia, se verán siempre forzados a descender por ambas vertientes hacia las costas, buscando las salidas y los beneficios del mar. Esto explica la hegemonía de Castilla, no debida a la voluntad de los hombres, sino a las leyes incontrarrestables de la Naturaleza. Transcurrirán los siglos; nuevas guerras y fundamentales revoluciones podrán cambiar los destinos de Europa, borrando las inciertas y caprichosas fronteras de la mayoría de sus Estados, y España, en medio de tantos trastornos, continuará siendo una sólida entidad geográfica y nacional, tan defendida y firme como la roca perdida en la soledad del Océano, que resiste, sin conmoverse, la incesante sacudida de las olas y el furor de las tempestades. Partiendo del singular descubrimiento hecho tan a deshora y con tan poca fortuna por el consabido extranjero filósofo, el catalanismo divide arbitrariamente las varias razas que pueblan nuestro territorio en dos agrupaciones típicas y características, de cualidades contrapuestas, que atraen y absorben a las demás por la ley de las afinidades: la agrupación central-meridional, que tiene por base ambas Castillas y se extiende a todas las regiones reconquistadas por sus armas; y la agrupación norte-oriental, cuyo núcleo es Cataluña, compuesta, no sólo de los Estados que constituyeron la antigua monarquía aragonesa, sino también de los diversos pueblos que habitan la vertiente peninsular de los Pirineos hasta el golfo de Cantabria. Y ved, señores, cómo exaltado por el afán generalizador que tanto condena en el genio castellano, clasifica el catalanismo, por la sola razón de que se le antoja, a todas estas provincias, hasta a aquellas que han hablado siempre la odiada lengua oficial y jamás han tenido la menor conexión con Cataluña, como satélites del Principado; y declara ex cathedra, que, además del aragonés, a veces no muy bien avenido con su vecino de allende el Ebro, el navarro, el vasco, el gallego, el asturiano, hasta el natural de las montañas de Burgos, gloriosa cepa de los más ilustres linajes de Castilla, son pueblos de «temperamento, índole, tendencias y aspiraciones catalanas», lo cual ellos no habrían sabido, ni sospechado siquiera, si el particularismo, con fraternal solicitud, no se hubiese apresurado a darles tan grata noticia. ¿No es cierto, señores, que este originalísimo sistema de clasificación, que con tan gentil desenfado se impone a la lingüística, a la antropología, a la geografía y a la historia, justifica plenamente las facultades reflexivas, metódicas y prácticas de que el catalanismo se muestra tan envanecido? - - - Repartida de esta suerte la Península entre castellanos y catalanes, echando sobre la carta de España una línea divisoria como la que trazó el papa Alejandro VI sobre el mapa del mundo para separar las conquistas de españoles y portugueses, establece el regionalismo un paralelo entre el carácter castellano y el carácter catalán, y en este punto es donde, rompiendo todo freno, se despacha a su gusto, haciendo descubrimientos tan peregrinos, o acaso más, que los del extranjero filósofo con quien hemos tenido ocasión de trabar conocimiento en los párrafos anteriores. Es el pueblo castellano –según sostiene con admirable sagacidad– uno de los más señalados que existen en Europa, correspondiéndole en la escala humana por alguna de sus condiciones, el extremo opuesto al que ocupa la gente anglo-sajona. «Esta es la más completa representación del positivismo basado en el sentido práctico individualista, mientras que aquel es la genuina expresión del idealismo, apoyado en el más inconstante afán de abstracciones. Son respectivamente Jhon Bull y D. Quijote.» Como consecuencia de su espíritu idealista, hasta la exageración, resalta en el pueblo castellano una tendencia generalizadora, aventurera, absorbente, dominadora, propensa a enamorarse de vanas quimeras. ¿Conocéis el retrato? De fijo que no, porque a pesar de la autoridad dogmática con que se os presenta, pugna la imagen con la exactitud de los hechos, con los rasgos más expresivos de la fisonomía que se ha querido copiar, y con las más vulgares enseñanzas de la historia. Y si no, veámoslo. Nadie ignora que en aquellos seres humanos en quienes la fantasía prepondera con exceso, las manifestaciones de la voluntad suelen ser vehementes, pero poco perseverantes. Alucinados por las varias perspectivas que su propia imaginación les forja, tan mudables como los celajes de las tardes de otoño, no sobresalen por la firmeza de sus convicciones ni por la persistencia en sus propósitos. Así es que donde quiera que veáis, en los individuos o en las colectividades, un pensamiento que no cambia, una constancia que no desmaya y una resolución que crece con los obstáculos, podéis asegurar, sin el temor de ser desmentidos, que en ellos no impera, ni en poco ni en mucho, una mente soñadora. Precisamente el verdadero pueblo castellano, el que desde los llanos de Burgos avanza sin cesar, dilatando la ley de Cristo por tierra de moros, es de todos los peninsulares, el que más se ha sustraído siempre al influjo de idealismos fascinadores. No teniendo la viva impresionabilidad de los meridionales, ni la impetuosidad irreflexiva de los levantinos, ni el cálculo prudente, aunque tardo, de los hijos del Norte, tiene, en cambio, una ponderación de facultades medias que, sin detrimento de su energía, le impide caer fácilmente en los extremos de la pasión y en los excesos de la violencia. Es constante, pero no terco; no es pronto al entusiasmo, pero tampoco al desaliento; no es brillante, pero es sólido; toda exageración le encuentra frío, y no obstante su altivez quisquillosa, o si os parece mejor, algún tanto vana, posee en alto grado la virtud más difícil de encontrar en las colectividades neo-latinas: la virtud de la obediencia. Recordad, señores, la intervención que ha tenido Castilla en los febriles trastornos que nos han conmovido en el curso del presente siglo, y veréis cuan escasa es comparada con la que corresponde a las demás regiones peninsulares: la historia, que registra pronunciamientos en Galicia, alborotos en Andalucía e insurrecciones y guerras prolongadas en las provincias del Norte, Aragón, Cataluña y Valencia, no consigna en sus páginas, –excepción hecha de Madrid, que, como las grandes capitales, es un pueblo cosmopolita, sin carácter propio determinado,– ningún movimiento cuya iniciativa haya partido de Castilla; y sin embargo, en cuantas grandes crisis han conturbado a España, ha sido materia dispuesta a todos los sacrificios, base de toda reconstitución y nervio de toda resistencia. Y esto ha sido siempre. Desde que aparece como Estado político, se consagra pacientemente, sin que ninguna otra idea le distraiga durante largos siglos, a la redención de España: adelanta sin vacilar en su obra de reconquista; no pierde su fuerza en luchas exteriores, ni aspira a posesiones lejanas; mira con horror todo empeño que pueda apartarle de su fin providencial, y antes de invadir la casa ajena pone el mayor cuidado en edificar sólidamente la propia. Y mientras la monarquía aragonesa, cuyas glorias admiro, eminentemente práctica, según la crítica particularista, gasta la sangre de sus regnícolas en empresas temerarias, sustenta y mantiene guerras desastrosas al otro lado de los Pirineos, donde nada tiene que ganar, y lleva su dominación a Cerdeña, Sicilia y Nápoles, la monarquía castellana, fundada y engrandecida por una raza soñadora, sin firmeza de juicio, dada tan solo a abstracciones y sutilezas del ingenio, no ceja en su trabajo lento, pero fecundo; no se olvida un instante de su misión civilizadora; a pesar de que alienta en ella el alma de Don Quijote, no inspira a sus hijos locuras, heroicas, es verdad, pero al fin locuras, tales como la acometida por los almogávares en Oriente, y no da paz a la mano ni reposo al espíritu hasta que consigue la completa y definitiva liberación del territorio nacional. Termina la reconquista, y el advenimiento de la dinastía austríaca tuerce de pronto la política tradicional de Castilla, bien tristemente, por cierto, para sus libertades. No sus intereses propios, sino los de la casa Real aragonesa, metida en todas las complicaciones de Italia, que era a la sazón el campo de batalla de Europa, son los principales fautores de aquel acontecimiento; porque sin la necesidad en que se vio de buscar aliados poderosos contra la secular enemistad de Francia hacia Aragón, el sagaz Fernando el Católico no habría concertado las dobles bodas de sus hijos con los del emperador Maximiliano de Austria. No se deja Castilla alucinar por tanta grandeza, y entra obligada, ¿qué digo obligada? entra vencida en el torbellino de la política europea; ve con malos ojos la elevación de D. Carlos al trono imperial de Alemania; sus Cortes conceden a duras penas, bajo el peso del soborno y la amenaza, los subsidios que se la piden, y sus ciudades, como si tuvieran el presentimiento de catástrofes futuras, se congregan y alborotan. Pero la autoridad real se impone; la antigua constitución castellana queda mermada, y no por natural impulso, sino por fuerza, según comprueba la constante protesta de sus ya abatidas Cortes contra las guerras lejanas, Castilla, hasta entonces contenida en sus límites peninsulares, interviene como parte integrante de la nación española en las contiendas del mundo, de donde sólo habíamos de sacar, en compensación de una gloria deslumbradora, pero efímera como el resplandor del relámpago, nuestra rápida decadencia y total ruina. Tal es, históricamente considerado, el pueblo que, con manifiesta preterición de la verdad, presenta el catalanismo como el más imaginativo y fantástico de la tierra. Juzguémosle ahora por sus cualidades propias, y veremos hasta qué punto es cierto el amor a las aventuras con que la malevolencia de sus acusadores pretende desfigurarlo. ¡El pueblo castellano aventurero! Parece mentira que esto se escriba por plumas españolas. Apegado a su hogar con tan fuertes raíces como el árbol a la tierra en que ha crecido, y bastante cauto para no dejarse engañar por las seducciones del deseo, prefiere, a pesar de residir en las comarcas más pobres, tristes y desoladas de la Península, el terrón heredado, a las obscuras promesas de lo desconocido; y mientras los hijos de las provincias del Oriente, del Norte y del Noroeste de España, tan prácticas y positivas, según el regionalismo catalán, emigran a millares, como las aves de paso, cegados por el ansia de hacer fortuna en países remotos, donde para un venturoso que logre su objeto, hay tantos infelices que sucumben en la desesperación y la miseria, el pueblo idealista por excelencia, el D. Quijote de Europa, permanece tranquilo en su casa, compadeciéndose de los ilusos que, devorados por la sed de riquezas, casi siempre falaces, rompen sin esfuerzo los lazos del hogar, de la familia y de la patria. La emigración de Castilla, propiamente dicha, no representa apenas el tres por ciento en el cuadro de la emigración peninsular para América y las vecinas costas africanas, suministrando el mayor contingente el antiguo Principado, islas Baleares, reino de Valencia, provincias vascongadas, Asturias y Galicia, pueblos que, como ya sabéis, «tienen temperamento, índole y aspiraciones catalanas.» Pero preguntaréis asombrados: ¿en qué se apoya el particularismo para calificar a Castilla de aventurera e irreflexiva? Pues se apoya como en la mayor, si no en la única razón, en la parte que tomó Castilla en el descubrimiento y conquista de América, sin haber calculado, antes de acometer tan animosa empresa, que había de ser una de las causas más eficaces de su despoblación y agotamiento. Esto es, señores, lo que se llama hilar delgado. Mas admitiendo como valedera, observación que se quiebra de puro sutil, no habría sido inútil recordar, al hacerla, que aquellos trascendentales acaecimientos sólo son un accidente fortuito en la historia de Castilla, y que en reglas de sana crítica no puede admitirse como elemento de prueba para juzgar las cualidades de un hombre, de una raza o de una nación, los hechos casuales, o hablando con más piadosa exactitud, los sucesos providenciales en que forzadamente interviene. No realizó Castilla tan maravillosa epopeya siguiendo la instintiva inclinación de sus hijos, que hasta aquellos días no se habían notablemente distinguido, ni por sus empresas marítimas, ni por el afán de extender sus dominios más allá de las fronteras peninsulares. Lo que hubo fue, que, designada por Dios para arrancar al Océano el secreto de sus incógnitas regiones, viose arrebatada la primera, y sin buscarlo, por el vertiginoso impulso que a fines del siglo XV empujó a todas las naciones situadas en las márgenes de aquel mar, hasta entonces negro como la noche, pero cuyas densas y medrosas tinieblas debía desvanecer para siempre el genio de Colón. Portugal, Inglaterra y Francia sienten casi al mismo tiempo la fiebre de los descubrimientos con tanta intensidad, si no con tanta gloria como España. Pero ¿a qué insistir en este punto? No se oculta a los que tales juicios exponen, que Castilla fue aventurera y conquistadora, como lo habían sido antes, cuando el Mediterráneo concentraba la vida comercial y política del mundo, los pueblos de Europa que ocupan el litoral de aquel mar greco-latino; como lo había sido Génova, llevando sus armas y sus mercaderías hasta donde las condiciones de su poder naval se lo habían consentido; como lo había sido Venecia, extendiéndose por las islas del archipiélago griego y llegando casi hasta los muros de Constantinopla; como lo había sido el mismo Aragón, enseñoreándose de Cerdeña, Sicilia y Nápoles, no sin mantener pertinaces luchas con Francia, cuyas funestas consecuencias debía de sufrir España después de unida bajo un solo cetro. Esto aconteció hasta que las proas de las naves castellanas y portuguesas rasgaron el seno misterioso del Atlántico; entonces la actividad guerrera y mercantil que había ennoblecido a aquellos pueblos se trasladó a las naciones oceánicas, precipitando la decadencia de Génova, la de Venecia, y también la de Cataluña, no por su unión con Castilla, sino porque el centro de los grandes intereses humanos había cambiado de lugar. Ya en alas de su hiperbólica imaginación, el catalanismo va donde quiere llevarle su fantasía espoleada por el odio, y presenta como demostración irrebatible de las diferencias características que nota entre la soñadora Castilla y la positivista Cataluña, el entusiasmo con que la primera acogió el descubrimiento de las Indias Occidentales y la glacial indiferencia con que supone que la segunda contempló aquella inesperada dilatación de la tierra. Pero esta indiferencia, no tan absoluta como parece, ¿fue sólo propia del pueblo catalán? ¿No participaron de ella por igual las demás naciones del Mediterráneo? ¿Qué intervención tuvieron, como potencias marítimas, Génova y Venecia, en aquel acontecimiento memorable? Dijérase que en tan supremos instantes el presentimiento de su inevitable ruina las sobrecoge y paraliza, y que no la indiferencia, sino el despecho, las impide concurrir a una aventura que va de golpe a arrancar de sus manos el cetro marítimo del mundo. - - - Perdonadme, señores, si me veo obligado a discutir estas cosas; pero la culpa no es mía. ¿Quién que haya estudiado medianamente la historia, ignora que, no las condiciones de sus naturales, sino su posición geográfica sobre las costas oceánicas, prepara a Castilla, como a Portugal, como a Francia, como a Inglaterra, cuyo poder marítimo se inicia entonces, para las admirables hazañas que en aquel siglo acometieron? Sólo puede aparentar ignorarlo el mal intencionado deseo de descubrir antagonismos definitivos entre pueblos hermanos, que tienen, en mayor o menor grado, los vicios y virtudes de la raza a que pertenecen, de la tierra que habitan y del clima en que se desenvuelven, o lo que es lo mismo, los defectos, cualidades y pasiones de la familia latina y de la sangre meridional. Pero necesitábase a cualquier precio, aun cuando fuera apelando al absurdo, para dar cierto aspecto de fortaleza al castillo de naipes levantado contra la unidad de la patria sobre fantásticos agravios tradicionales, poner frente a frente a dos importantes elementos constitutivos de la nacionalidad española; retratando al castellano, como a una raza hundida en todas las debilidades y aberraciones bizantinas, y al catalán, como a una especie de colonia inglesa, surgida de pronto, en un extremo de la península. Ahora bien: partiendo de esta supuesta e irremediable incompatibilidad entre el temperamento, el carácter, los sentimientos e intereses de Castilla y Cataluña, ¿es posible que se entiendan y vivan juntos pueblos que tan radicalmente se contradicen y repelen? No son dos hermanos que en la calma del hogar acuerdan el mejor medio de acrecer y mejorar su patrimonio común: son dos enemigos implacables, cuyas discordias sólo pueden acabar con la separación o la muerte. Porque el problema está planteado en esta forma: de una parte Castilla, «inepta para toda empresa positiva, y caída en uno de los últimos lugares en la escala de las gentes civilizadas» –copio estos afectuosos juicios y los que siguen, de los libros particularistas que he registrado,– dominadora y absorbente, como no lo ha sido nación alguna desde los tiempos de la antigua Roma, pero que careciendo ya de fuerzas para lograr sus fines, atropella y lastima por «medios bajos y de mala ley» los usos, costumbres y fueros de cuantos pueblos han tenido la desgracia de ligar sus destinos a los de ella; y de otra parte Cataluña, exacta como un número, analítica, individualista y utilitaria hasta tocar en los lindes del egoísmo, en la cual las alucinaciones de la fantasía no ejercen ningún imperio, y que arrastra desde su unión con Castilla, pesada e insufrible cadena. Castilla la ha desnaturalizado por completo; la ha despojado, sin pretexto ni excusa, de sus antiguas instituciones; ha mutilado y continúa mutilando por vano capricho, su constitución civil, y con propósito deliberado, por el solo prurito de causarla daño, aniquila a sabiendas la industria catalana, entregándola atada de pies y manos a la competencia extranjera, y sumiendo en la miseria a villas y ciudades antes florecientes y dichosas. Pero hay más todavía: en el orden político la tiene agarrotada; en el administrativo, sujeta a leyes que contrarían su desarrollo, y a merced de empleados castellanos despóticos, insolentes y corrompidos; en el judicial, bajo el yugo de magistrados que en su inmensa mayoría no han nacido en el país en donde desempeñan su noble ministerio, lo cual les incapacita, sin duda, para administrar recta y honradamente justicia, y como si aun no fueran bastantes tantas humillaciones, ha impreso en la frente de su víctima la marca indeleble del siervo, obligándola a hablar ¡oh ignominia! «la aborrecida lengua del amo.» Agrava estas violencias y desmanes el menosprecio sistemático con que la trata, privándola de su legítima participación en los negocios públicos, y mirándola, no como a una región que se ha agregado a las demás pacíficamente, sino como a territorio enemigo sometido y dominado por fuerza de las armas. Su suerte es tal con relación a la de otros pueblos que, por casamiento de príncipes, anexión voluntaria o conquista, han entrado a formar parte de las demás grandes nacionalidades europeas, y tan insoportable su cadena, que el pontífice del particularismo, comparando las quejas expuestas por las colonias inglesas contra la metrópoli, en su célebre Declaración de Independencia, con las que podría alegar Cataluña contra los desafueros y usurpaciones de España, no vacila en sostener que otra declaración como aquella formulada por el Principado, sería, «más contundente y fundada que la escrita por Jefferson.» No invento los cargos, ni acentúo las palabras con que éstos se estampan; antes bien, suavizo su crudeza, porque se me resiste trasladar a mi discurso las ásperas frases con que el falso catalanismo procura dar mayor relieve a la razón de sus agravios y a la justicia de sus reivindicaciones. Ya lo oís, señores: Cataluña, por órgano de sus nuevos y no buscados redentores, se duele de su fortuna ingrata, porque la opresión en que gime es inaudita y no se conoce igual en parte alguna. ¡Qué punzadora envidia debe asaltarla al fijar su atención en las demás potencias de Europa! Porque ahí está la República vecina, donde cada Estado de los que han ido entrando sucesivamente en su nacionalidad gloriosa se gobierna aun con las leyes, privilegios y Cartas magnas de los tiempos de su independencia. Ni en Bretaña, ni en Provenza, ni el Rosellón, ni en Normandía, ni en Borgoña, ni en el Franco-Condado, se da el caso ignominioso de que ejerzan cargos públicos y administren justicia hombres que no sean naturales de cada una de estas regiones. Todas ellas conservan su derecho civil distinto, su organización administrativa propia, sus intereses exclusivos, no armonizados, sino separados por completo de los del resto de la nación; y en cuanto a la lengua, en cuanto a ese signo de servidumbre que imprime el dueño en la frente del esclavo, ¡ah! ¡qué diferencia entre Francia y España! Allí el idioma nacional es pura ficción, y para entenderse con más facilidad en sus relaciones políticas, comerciales, científicas y literarias, superando en esto al famoso D. Hermógenes de la comedia de Moratín, que se expresaba en griego para mayor claridad, cada departamento enseña, habla y escribe oficialmente la lengua que le da la gana. ¿Quién duda que los mismos derechos y libertades prevalecen en Italia, en Inglaterra, en todas partes, menos en nuestra península, donde Castilla, el pueblo más idealista, generalizador e imperioso de la tierra, ha pasado, produciendo la general decadencia, el nivel de su unitarismo por los varios Estados y Reinos que han contribuido a la formación de la nacionalidad española? Si España no fuese en este punto una excepción cruel, y sólo hubiera incurrido en culpas, suponiendo que lo sean, comunes a las demás naciones de Europa en su evolución constitutiva, ¿cómo había el regionalismo de envestirla con tanto rigor y tan desusado ensañamiento? Mas ¿á dónde vamos a parar con semejantes exageraciones? En desagravio de la verdad, de la justicia y de la historia, protesto contra esta forma de plantear el problema regional, en el terreno resbaladizo de las recriminaciones y hasta de las calumnias. Protesto contra la manía de atribuir solamente a una fracción de España la responsabilidad de la decadencia nacional, como si ésta no fuese el resultado de nuestros mutuos errores, de nuestras faltas tradicionales y de nuestros comunes infortunios. Protesto contra el empeño de presentar a Castilla como ejerciendo predominio absoluto en el gobierno del Estado, cuando los naturales de los demás antiguos reinos de España, sin ninguna exclusión, han tenido siempre expedito el camino para llegar a los más altos cargos de la república; y protesto con mayor resolución, si cabe, refiriéndome a la época presente, en que el conjunto de los Diputados elegidos por Cataluña, Aragón, Mallorca, Navarra, provincias vascongadas, Asturias, Galicia, Canarias y Antillas españolas, comarcas todas que tienen o lenguas o dialectos, o legislación civil, u organización administrativa, económica o militar diversas de las del absorbente pueblo castellano, constituyen mayoría en las Cortes, según puede comprobarse consultando los datos oficiales. Protesto, finalmente, contra las armas que esgrime el catalanismo turbulento para desacreditar dentro de casa y en el extranjero a la patria española, como si le animase, más que el afán de restaurar con nuevos sistemas políticos y económicos las decaídas fuerzas nacionales, el siniestro designio de encender otra vez entre pueblos hermanos la terrible guerra civil. Voy acercándome, señores, al fin de mi tarea. Habíame propuesto demostrar la sinrazón con que el regionalismo intransigente hace derivar de quiméricas ofensas el derecho de sus reclamaciones; y aunque constreñido a encerrar mi pensamiento en el corto espacio de un discurso, creo haberlo conseguido. No estoy, sin embargo, tan ciego y obcecado, que atribuya sólo a la influencia perniciosa de unos cuantos espíritus, mal avenidos con la paz pública, las manifestaciones belicosas del principio federativo, el cual despierta a la vez en Inglaterra, con la cuestión de Irlanda, prólogo acaso de futuros conflictos en Escocia y el condado de Gales; en Italia, donde el temor al Pontificado reprime sus ímpetus, y con formas más indecisas, en casi todas las naciones considerables de Europa. Algo hay, pues, en este movimiento, que solicita vivamente la reflexión, y me permitiréis que diga, siquiera sea con la mayor brevedad, lo que sobre materia tan ardua se me ocurre. - - - A poco, señores, que meditéis en los extraordinarios fenómenos que en todos los órdenes de la vida se observan, tendréis que convenir en que nunca ha parecido el mundo tan expuesto como ahora a una monstruosa acumulación de las fuerzas sociales. En las edades pasadas, cuando la ciencia no había facilitado tanto la comunicación humana, las diversas regiones de una nación, aunque unidas entre sí por estrechos vínculos, podían conservar, sino íntegra, poco disminuida al menos, su personalidad característica. Contribuían a esto, entre otras muchas causas cuya enumeración me llevaría demasiado lejos, las dificultades opuestas por la naturaleza, la multiplicidad de lenguas y religiones, aun vigorosas, que mantenían a pueblos y gentes de un mismo origen en forzoso, cuando no hostil apartamiento, y el bravío espíritu de independencia, no atemperado por la comunidad de intereses políticos, económicos, mercantiles y morales, que cada día afirman con mayor imperio la solidaridad del género humano. En los tiempos actuales muchas de estas resistencias han desaparecido, y otras se han aminorado tanto, que apenas son sensibles. Las distancias se han suprimido; el vapor y la electricidad han surcado la tierra de múltiples arterias por donde circulan, con la velocidad de la luz, la riqueza, el pensamiento, hasta la voz del hombre, imperiosa y concisa como un mandato. Sin intervención de la fuerza material, atracciones misteriosas agrupan en determinados países inmensos elementos de civilización. La ciencia, cultivada en todas partes, pero concentrada principalmente en algunos focos esplendorosos, envía y reparte desde la altura sus innumerables legiones de ideas hasta los últimos confines del mundo. Los sistemas filosóficos y literarios, las costumbres, los caprichos del pueblo predominante invaden todos los continentes, hasta los menos civilizados, y ejercen por donde quiera que pasan la más blanda en la apariencia, pero en el fondo la más corruptora de las tiranías: la tiranía de la moda. Por momentos las distintas razas, que pueblan la superficie del globo, van perdiendo sus caracteres peculiares, sus condiciones geniales, sus gustos y hasta la pureza de sus lenguas, para amoldarse con uniformidad fatigosa a la pauta establecida por la nación que moralmente las conquista. Hasta las religiones, que por su necesaria intransigencia dogmática han sido en épocas pasadas fortísimos baluartes de independencia, caen en estado de cansancio o de atonía parecido al que sufrió Roma en el último crepúsculo del paganismo, cuando Júpiter y Cristo recibían culto en paz y concordia bajo las bóvedas del mismo templo. El crédito, palanca de la sociedad contemporánea, con cuyo auxilio se remueven los mayores obstáculos y se realizan las más prodigiosas empresas, absorbe desde unas cuantas ciudades el capital de la tierra, y desde allí lo emplea, lo distribuye y esparce por todas las naciones como podría hacerlo el fisco de un dilatado imperio por sus lejanas provincias. En todo se descubre la invencible inclinación de las fuerzas e intereses sociales a constituir núcleos monopolizadores; por todas partes surgen las grandes compañías de ferrocarriles, los grandes sindicatos de la Banca, las grandes sociedades industriales, mercantiles y marítimas, los grandes Estados, y como consecuencia de esta aglomeración general, las metrópolis desmesuradas, las formidables escuadras, los numerosos ejércitos y los presupuestos abrumadores. Los pueblos sienten la necesidad instintiva de asegurar su vida local, sus libertades y su fortuna contra esa aterradora absorción de los elementos sociales, y ésta es, a mi entender, una de las causas que más contribuyen en nuestros días a avivar los gérmenes federativos, que siempre han dormido en el fondo de las más poderosas nacionalidades europeas. No hay acrecentamiento de grandeza que no se traduzca inmediatamente en aumento de gastos y de sacrificios; la gloria, la influencia excesiva y la dominación son muy costosas; no se manda sin contar con medios eficaces para imponer la obediencia y el respeto; y no obstante el fabuloso desarrollo que ha alcanzado la riqueza pública, todas las naciones se doblan bajo el peso de sus presupuestos en déficit, cuya nivelación pertenece ya a la categoría de los sueños. Bien puede afirmarse, por lo tanto, que en las entrañas de toda tendencia federativa palpita al lado de un problema político, una cuestión económica. Esta tendencia de los elementos sociales hacia la concentración, es más rápida a medida que se particulariza, y más violenta la fuerza que empuja la savia nacional desde las extremidades al corazón, o mejor dicho, a la cabeza de cada Estado. Merced a las crecientes facilidades del tráfico, todo afluye con exceso a los centros populosos; los productos de la tierra y de la industria, ocasionando a veces competencias ruinosas, en busca de mejores mercados; el trabajo, halagado con la esperanza de jornal más crecido; la inteligencia, con la idea de hallar más vasto teatro para el empleo de sus facultades y la irradiación de su gloria; la riqueza, ante la perspectiva de mayores lucros y de goces más refinados. Pero no se verifica este fenómeno sin contrariedades ni riesgos: las ilusiones fallidas, los desengaños crueles, las decepciones de la ambición, perpetuamente sobrexcitada, el acicate de la miseria, cuyas heridas encona el espectáculo de las magnificencias propias de las grandes capitales, irritan la cuestión social, encendiendo en esas enormes aglomeraciones humanas, las iras colectivas y las iras individuales, tanto más temibles para el público sosiego, cuanto que el asombroso adelantamiento de algunas ciencias puede poner hoy las catástrofes más espantosas, como se ha visto en San Petersburgo, Londres y Viena, a disposición de cualquiera voluntad desesperada. Afortunadamente no está España por ahora, ni quiera Dios que lo esté nunca, expuesta a este género de peligros en el orden social; pero tampoco puede ofrecer tantas resistencias como otros países a la atracción de esa vorágine, que si no devora, desequilibra al menos la vida nacional. No cuenta como Inglaterra, Francia e Italia misma, con florecientes comarcas fabriles en el interior, que no detienen, pero moderan el movimiento de la periferia al centro. Fuera de algunos puntos del litoral, entre los cuales Barcelona y Bilbao son los más importantes, apenas hay en el corazón de España algunas ciudades industriales que representen, guardando la proporción debida, lo que Birmingham, Manchester y Sheffield en Inglaterra, Lila, Lyón y Saint-Etienne en la República vecina, y Turín y Milán en Italia. Madrid, a semejanza de las pirámides en el desierto, se levanta escueto y solitario, excitando todas las tentaciones en medio de un territorio extenso y casi desnudo, que el hálito de la actividad moderna no ha regenerado todavía. ¡Líbreme Dios de achacar a la centralización la inercia que nos consume! Acaso si los Gobiernos no hubiesen tomado, en las tremendas crisis con que el cielo ha probado nuestra paciencia desde principios de siglo, la dirección de la vida nacional, yaceríamos aún sumergidos en letárgico sueño. Pero cada día que pasa introduce profundos cambios en nuestras condiciones políticas, sociales y económicas, y aun cuando sólo sea por variar de postura, puesto que la que tenemos va siendo incómoda, es menester tomar precauciones contra el torrente centralizador que nos arrebata. Para contrarrestarle, no tiene España hasta ahora más que endebles corporaciones populares, que por su constitución artificial o por sus formas poco adecuadas al progreso de nuestros tiempos, no cumplen, o cumplen imperfectamente, la misión que les está encomendada. Ni la provincia ni el municipio cuentan con medios para oponerse a la influencia decisiva que, muchas veces a pesar suyo, ejerce el poder central, y es inútil que leyes inspiradas en las más plausibles intenciones, pero cuya esterilidad se manifiesta en su continua mudanza, les concedan atribuciones e iniciativas de que difícilmente pueden usar, dada la miserable postración en que se encuentran. El mal no reside esencialmente en la legislación, sino en la raquítica contextura de esos organismos, cuya ineficacia para la realización de sus fines en condiciones de independencia es cada vez más palpable. Meras divisiones geográficas, más que vigorosas entidades administrativas, nuestras provincias carecen en general de recursos, no digamos para fomentar los intereses de sus respectivas jurisdicciones, sino para cubrir sus gastos más indispensables, y viven, como se vive siempre en el seno de la miseria, o empeñadas o corrompidas. Nuestros municipios, cuya flaqueza nadie desconoce, están a merced del caciquismo más repugnante. Nueva casta de señores feudales impone su voluntad o satisface sus venganzas, a la sombra de esas corporaciones microscópicas, ignorantes y pobres, que no tienen valor para resistir, ni medios para administrar, ni imparcialidad bastante para sustraerse a las rencillas de lugar; de modo que la mayoría de nuestras poblaciones rurales son continuos campos de batalla, donde, según los vientos políticos que soplan, así alternan los vencedores y los vencidos. Diputaciones y Ayuntamientos son esclavos sumisos del poder que los nombra o de la influencia que los ampara, y han llegado a consunción tan extrema después de haber sido los instrumentos con que se ha consumado la mayor de nuestras desgracias: el envilecimiento y la muerte del cuerpo electoral. Desde que se perpetró este crimen, las auras vivificantes de la opinión pública, que, como enfermo incurable, ha perdido ya la fe en médicos y medicinas, no renuevan ni refrescan la atmósfera de la política, y todo adolece de la misma flojedad: nuestra administración, nuestra justicia, nuestro ejército, nuestros Gobiernos y nuestras Cortes. En medio de las graves complicaciones interiores y exteriores que intranquilizan a los demás Estados, piensan éstos en cosas provechosas y útiles; unos, como Alemania, en asegurar la primacía de su comercio en todos los mares; otros, como Francia, en extender sus dominios coloniales para abrir mercados a la industria; otros, como Inglaterra, en resolver sus dificultades internas y en defender su influencia amenazada. Pero ¿en qué pensamos nosotros? Leed la prensa, reflejo cuotidiano de nuestras aspiraciones, y cuando tantos problemas solicitan la atención pública para el perfeccionamiento de nuestro estado económico, industrial y agrícola, que es tan deplorable, la veréis a menudo afanosamente ocupada en averiguar, como vecina chismosa, si algún Júpiter olímpico de la política ha arrugado el entrecejo y ha cogido el carcax de sus rayos; o si unos cuantos hombres importantes, más o menos disgustados, han logrado concertarse para sentar las bases de un nuevo partido, como si en nuestra patria hubiese aún pocos, y fueran partidos los que nos faltasen, cuando hemos llegado en este punto a una descomposición parecida a la de la muerte. ¡Qué grandes asuntos para levantar la conciencia de una nación desfallecida! Empeñados en la incesante tarea de atacar y defender las alturas del poder, casi siempre tomado por asalto y en nombre de soluciones meramente políticas, cuya apremiante oportunidad muchas veces el país ni estima ni comprende, todos los sucesos, así interiores como exteriores, nos cogen desprevenidos, y marchamos de sorpresa en sorpresa, como si despertáramos de pronto en alguna isla recientemente descubierta. Faltos de ideales, viviendo al día, gastando nuestras fuerzas en estremecimientos epilépticos, nuestras horas resbalarían sin gloria, sin provecho y hasta sin ruido, si de vez en cuando con nuestras escandalosas insurrecciones militares no turbáramos la desdeñosa monotonía del olvido en que nos tiene el mundo. El hastío, el escepticismo y la indiferencia van apoderándose de todos los ánimos íntegros; pero no el hastío del crapuloso, ni el escepticismo del incrédulo, ni la indiferencia del egoísta, sino aquellos que nacen del desaliento y la pérdida de la esperanza. ¿Dónde vamos? ¡Quién lo sabe! ¿Quéqueremos? ¡Ah! sí: eso lo sabemos todos. Queremos paz, orden, equidad y justicia. Pero ¿qué importa que lo queramos? La voluntad no ejerce su imperio en las naturalezas anémicas y extenuadas. Podemos tener los caprichos del enfermo, mas no las persistentes energías del ser robusto y sano. ¡Basta! El asunto me atrae como un abismo; pero consideraciones y respetos que vosotros comprenderéis bien, me vedan seguir por senda tan escabrosa; y aunque acude, sin querer, a la punta de mi pluma la crítica de los hombres, de las cosas y de los hechos de mi tiempo, no caeré en la tentación de exponerla, contentándome con repetiros continuando el orden de mi discurso, que atribuyo en primer lugar y en mucha parte a la atonía de nuestros organismos provinciales y municipales la tristeza de nuestro estado, el recrudecimiento de las aspiraciones regionales y la inseguridad de nuestros destinos. ¿Tiene remedio la enfermedad que nos aqueja? Creo firmemente que sí, y no desespero, porque si lo hiciera, la historia me desmentiría, de las fuerzas vitales de mi patria. Pero ¿cómo debe intentarse la cura? Ni el lugar ni la ocasión son oportunos para presentar un programa, y aunque los fuesen, mis pretensiones no vuelan tan altas. Me limitaré, señores, para concluir, no sin el temor de haber abusado de vuestra resignación más de lo conveniente, a manifestar que, en mi concepto, el principio de la salud estaría quizás en reformar fundamentalmente, como tantas veces se ha pensado y nunca se ha hecho, nuestras raquíticas corporaciones populares, ensanchando sus campos de acción, y haciendo que con ejercicios moderados, pero continuos, cobrara elasticidad y brío su atrofiada musculatura. Mas no me enamoro de mi idea, y estoy dispuesto a aceptar con entusiasmo cualquiera otra, o más práctica o más sencilla, que conduzca al mismo resultado; es decir, a levantar el nivel moral, administrativo y económico de las provincias y de los municipios, verdadero yunque en que se forja la opinión, y en donde los pueblos que tienen anchos pulmones para respirar el aire a veces tempestuoso, aunque siempre sano de la libertad, aprenden a ser dueños de su casa y de sí mismos. No sería completo ningún plan, ni produciría las consecuencias apetecidas, si el Estado, comprendiendo, al fin, que necesita descentralizar sin vanos escrúpulos ni espantos mujeriles hasta donde la guarda y defensa del poder político de la nación, que él representa y ejercita, se lo consientan sin riesgo, no se resolviera a descartarse de todo el lastre pesado e inútil con que navega por los revueltos mares de la política. No hay otro camino: a la fuerza centrípeta que atrae hacia la capital, contra la voluntad misma de los Gobiernos, todas las corrientes del país, así las más cristalinas como las más cenagosas, hay que oponer resueltamente la fuerza centrífuga que empuja hacia las extremidades y reparte por todas las arterias del cuerpo social la sangre estancada y expuesta a corromperse en el cerebro del Estado. ¿Qué podemos perder con el ensayo? ¿Despiertan las energías locales de manera que contribuyan plenamente a los múltiples fines de la civilización moderna, tan exigente como complicada? Pues tanto mejor, porque entonces nos cabrá la gloria de haber preparado la regeneración de un pueblo. ¿Permanecen dormidas, insensibles y mudas, como cuerpos muertos en el fondo de sus sepulcros? Pues habrán perdido el derecho de protestar contra la absorbente tiranía del Estado, y tampoco podrán quejarse de vivir, o mejor dicho, de vegetar en perpetua y vergonzosa tutela. Devolvamos, pues, a los miembros de la nacionalidad española la libertad que reclaman para el desarrollo de sus actividades, sin temor a las bulliciosas alharacas de aquellas almas inquietas, que, explotando necesidades universalmente sentidas, quisieran precipitar al pueblo en los delirios de la utopía. Que el buen criterio de los intereses, aun cuando injustamente dudáramos de su patriotismo, se impone hasta en circunstancias difíciles a las turbulencias de la pasión, y Galicia, las provincias vascas y Cataluña, tienen bastante cordura para conocer que la rama más frondosa de un árbol se seca y muere cuando se desgaja del tronco a cuya savia debió su crecimiento, sus hojas y su fruto. He dicho. |
Fernando Lozano Montes 1844-1935 Demófilo. Militar y periodista español, masón, anticlerical, republicano y activista del «librepensamiento», cofundador con Ramón Chíes del periódico Las Dominicales del Libre Pensamiento (1883-1909). Nació en Almadenejos, Ciudad Real, el primero de agosto de 1844, y falleció en San Rafael, Madrid, el 27 de septiembre de 1935, a los 91 años. Realizó sus primeros estudios en Almadén y al trasladarse su familia a Madrid ingresó en la Academia de Administración Militar, obteniendo empleo de oficial de la administración militar. Triunfante en septiembre de 1868 la Revolución, la Gloriosa, vencedor el insurrecto general Francisco Serrano sobre el realista general Manuel Pavía en la Batalla del Puente de Alcolea (28 de septiembre), destronada Isabel II y huida hacia el exilio parisino, la septembrina nombró el 4 de octubre rector de la Universidad Central (a propuesta de Julián Sanz del Río, que previamente había preferido no aceptar el cargo), a otro famoso catedrático que además era clérigo católico, aunque se acabaría apartando, y que incluso veinte años antes había sido Predicador Supernumerario de la Reina Isabel II, Fernando de Castro. El gobierno provisional revolucionario, y su Ministro de Fomento, Manuel Ruiz Zorrilla, se apresuraron a impulsar una «organización radicalmente liberal» de la instrucción pública: «Por esto una de las primeras disposiciones del Gobierno provisional fue permitir que en los Establecimientos públicos pudiesen explicar cualquier asignatura los ciudadanos que quisieran hacerlo» (asegura el decreto de 26 de diciembre de 1868 que autoriza cátedras de cualquier género en establecimientos de la Nación). Un mes antes de este decreto ya habían comenzado las cátedras populares gratuitas inauguradas por el Rector de la Universidad, y entre los tres primeros intervinientes (el artículo tercero del decreto prescribirá que «no se exigirá título académico de ninguna especie a los que soliciten estos permisos, sea cualquiera la materia sobre que hayan de recaer las explicaciones») encontramos a Fernando Lozano, junto con José Luis Giner de los Ríos (hermano pequeño de Francisco Giner, nacido en 1843, que también fue profesor en la Academia de Administración Militar) y Eusebio Ruiz Chamorro (que fue después catedrático de Psicología y Ética en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid): «El lunes comenzaron las cátedras populares gratuitas de San Isidro que el día anterior fueron declaradas abiertas por el señor rector de la Universidad central. En dicho día explicarán sus primeras lecciones los Sres. Chamorro, D. Fernando Lozano y D. José Luis Giner.» (La Discusión. Diario democrático [No más reyes. Viva la República], Madrid, viernes 20 de noviembre de 1868, año XIII, nº 40, pág. 3.) Pero sólo quince días después de publicado el decreto que autorizaba las cátedras libres, estos tres jóvenes y pioneros catedráticos populares gratuitos, junto con otros menores de veinticinco años, como Urbano González Serrano, aparecen anunciados en el mismo periódico republicano La Discusión entre el cuadro de profesores de la Academia, de pago, de la calle de la Luna 18: «Academia. Recomendamos eficazmente a nuestros lectores la nuevamente abierta en la calle de la Luna, núm. 18, cuarto principal. El mayor elogio que de ella podemos hacer es publicar el cuadro de los profesores que se hallan a su frente. Hele aquí: Cuadro de profesores. Sección de Filosofía y Letras. –D. José Hidalgo y Martínez. –D. Eusebio Ruiz Chamorro. –D. Urbano González Serrano. Sección de Ciencias. –D. Eduardo Lozano y Ponce de León. –D. José Mirete y Visedo. Sección de Derecho. –D. Eusebio Ruiz Chamorro. –D. Urbano González Serrano. Sección de Estudios especiales. –D. Fernando Lozano y Montes. –D. José Luis Giner de los Ríos. –D. Rafael Langa y Madrona. He aquí ahora la tarifa de los honorarios: 30 reales mensuales por una asignatura aislada de 2ª enseñanza. 60 idem sea cualquiera el número de ellas que el alumno estudie. 60 idem matemáticas para carreras especiales. 40 idem comercio. 40 idem lenguas.» (La Discusión. Diario democrático [No más reyes. Viva la República], Madrid, Domingo 17 de enero de 1869, año XIV, nº 89, pág. 3.) Fernando Lozano ya había formado una familia, junto con Rafaela Rey Pontes († 5 diciembre 1901), y el 4 de mayo de 1870 nació su hija Rafaela Lozano Rey. Ejercía como oficial de la administración militar, vinculado a la Academia de Administración Militar, y ya catedrático popular y profesor de una academia privada, decidió también comenzar estudios reglados universitarios. En el Archivo Histórico Nacional se conservan sus expedientes como alumno de la Universidad Central (en la Facultad de Filosofía y Letras, 1869-1871, donde se licenció, y en la Facultad de Derecho, 1870-1871). «Ayer se verificó el acto de la apertura del curso académico de 1870 a 1871, en la Universidad Central. Presidió el señor ministro de Fomento, teniendo a su lado al rector de la Universidad y a los decanos de las facultades de letras y farmacia. Los señores ministros de Gracia y Justicia, Ultramar y Hacienda asistieron al claustro en traje de doctores. En el dosel que existe detrás de la mesa de la presidencia, se veía el escudo de la Academia Complutense, y debajo estaba colocada la estatua de Cisneros. El acto empezó por leer el doctor y catedrático de la facultad de ciencias, D. Manuel Rico y Sinobas, un correcto discurso, cuyo tema era el Origen de las Universidades. Acto seguido, el señor ministro de Fomento distribuyó los premios a los alumnos que a continuación se expresan: Facultad de filosofía y letras: D. Gabriel del Corral y Fernández, D. Vicente Santa María y Paredes, don Fernando Lozano y Montes, D. Julio Melgares y Marín, D. Jacinto Mena Alvarez, D. Angel Rico y Valarino, D. Vicente Santa María y Paredes, D. Ismael Rivas y Calderón, D. Teodoro San Román y Maldonado. Ciencias: […].» (El Imparcial. Diario liberal, Madrid, domingo 2 de octubre de 1870, pág. 3.) Traicionada la Gloriosa por algunos temerosos de la República, que encontraron en el rey Amadeo I de Saboya (16 noviembre 1870-11 febrero 1873) el modo de alargar la monarquía en España, Fernando Lozano fue de los militares que se negaron a jurar fidelidad al rey, prefiriendo antes abandonar el servicio de las armas. «Adiciones a las dificultades militares para un juramento dinástico. Según nos informa La Correspondencia, D. Pedro Suárez Moreno, capitan graduado teniente de infantería, ha sido dado de baja en el ejército, previa sumaria, por no haber querido jurar al rey. El oficial de administración militar don Fernando Lozano Montes ha solicitado su licencia absoluta, como otros individuos del mismo cuerpo que se negaron a jurar al rey. Sería curiosa una exacta estadística de todos los militares que por su voluntad o contra ella tienen que dejar el servicio o visitar las islas Baleares.» (La Discusión. Diario democrático [ya no figuran en este diario los dos propósitos que aparecían en 1868 y 1869: «No más reyes. Viva la República»], Madrid, martes 28 de febrero de 1871, pág. 2.) En 1871 fue uno de los 500 suscriptores (figura con el nº 182) que hicieron posible la primera edición completa en español de las Obras Completas de Platón, traducidas por Patricio de Azcárate. Al comienzo del curso 1871-1872 se nos aparece como profesor y empresario en la enseñanza privada: «Llamamos la atención de los estudiantes acerca del anuncio que verán en la sección correspondiente sobre el curso especial de asignaturas para el preparatorio de derecho que acaba de establecer nuestro particular amigo D. Fernando Lozano y Montes, licenciado en filosofía y letras, el cual cuenta con el concurso de notables profesores para ampliar las enseñanzas de todas las asignaturas que comprenden las facultades de filosofía y letras y derecho.» «Curso especial de las asignaturas del preparatorio de derecho, bajo la dirección de D. Fernando Lozano y Montes, licenciado en filosofía y letras. Espíritu Santo 37 y 39, 2º derecha. Nota. Esta academia cuenta con la cooperación de otros acreditados profesores de filosofía y letras y de derecho, para la enseñanza de todas las asignaturas de ambas facultades.» (La Correspondencia de España, Madrid, lunes 16 de octubre de 1871, págs. 1 y 3.) También ejerció como profesor auxiliar de la cátedra de Literatura de la Universidad de Madrid, cargo en el que lo sustituyó más tarde D. José Canalejas y Méndez, e intentó, infructuosamente, abrirse camino entre el profesorado oficial universitario: «El miércoles 5 de junio, a las ocho de la noche, comenzará en la universidad Central sus ejercicios de oposición a varias cátedras vacantes de geografía e historia la octava trinca, compuesta de los señores D. Fernando Lozano y Montes, D. Genaro Velasco y Hernández y D. Miguel Gago y Lorenzo.» (La Correspondencia de España, jueves 30 de mayo de 1872, pág. 1.) Depuesto Amadeo como rey al proclamarse la República (11 febrero de 1873-29 diciembre 1874) pudo continuar su carrera en la Administración Militar, como profesor del Cuerpo de Intendencia, cubriendo incluso misiones en el extranjero comisionado por el Ministerio de la Guerra de la República Española:
Restaurados los Borbones al trono de España, se trasladó por real decreto de 1º de mayo de 1875 la Academia del Cuerpo Administrativo del Ejército a la ciudad de Ávila, donde ocupó el Palacio de Polentinos. Lozano fue el encargado de pronunciar un discurso en la ceremonia inaugural de las nuevas instalaciones, de cuya Biblioteca también fue primer bibliotecario. «Ultimados los primeros e indispensables preparativos en la Academia, ésta celebró, en la tarde del 19 de septiembre, la apertura del primer curso académico, con asistencia del Gobernador militar, del civil, Alcalde y demás autoridades locales y distinguido público. El profesor don Fernando Lozano y Montes, después de dirigir un saludo a la ciudad de Avila por la hospitalidad dispensada a la Academia, saludo también extensivo a las autoridades y demás concurrentes al acto, leyó un elocuente discurso acerca de la importante misión de la Administración Militar como institución fundamental en los Ejércitos modernos e hizo acertadas consideraciones respecto del plan de conocimiento que la Oficialidad del Cuerpo iba a adquirir como base preparatoria de estudios sucesivos durante la carrera que el adelanto de la guerra venía exigiendo de día en día. Discurso que, por su claridad, sentido práctico y vigorosa argumentación, fue muy aplaudido por el auditorio.» (Rafael Fuertes Arias, Monografía histórica de la Academia de Intendencia del Ejército, Madrid 1936, apud Vitaliano Ares Guillen, «Centenario de la instalación de la Academia de Intendencia en Ávila», Ejército. Revista de las armas y servicios, Ministerio del Ejército, España, nº 436, mayo 1976, pág. 68.) «Administración central de Correos. Sección de lista. Cartas detenidas por falta de franqueo el día 1º de Marzo de 1876. Num. Nombres. Destinos. […] 17 Fernando Lozano, Avila.» (Diario oficial de avisos de Madrid, viernes 3 de marzo de 1876, pág. 2.)
Su nombre comenzó a hacerse conocido en la prensa, en combativos artículos en los que destilaba su ardor anticlerical, y dada su condición de militar y propietario de una academia preparatoria, le aconsejaron utilizar un pseudónimo, con el que sería ya principalmente conocido: «Demófilo» (nombre que también adoptaría como simbólico en sus actividades masónicas, que el anticlericalismo católico no estaba reñido con la asunción de otras místicas y ceremonias no poco ridículas y extravagantes). En 1883, siendo capitán del Ejército, y siempre como Demófilo, fundó junto con Ramón Chíes el periódico semanal Las Dominicales del Libre Pensamiento, que muy pronto se convirtió en agitador del republicanismo, el anticlericalismo y el «librepensamiento». «Tenemos a la vista una carta del ministro de la Guerra de Venezuela, en la cual, después de decir que ha leido por sí mismo la gran obra de Arte y Administración militar del subintendente P. Odier, traducida por nuestro amigo D. Fernando Lozano y Montes, agrega: "Atraído por el mérito y utilidad de la obra, hícela conocer de varios militares de nuestro ejército que atesoran conocimientos en la materia, quienes la han conceptuado también de una utilidad incalculable por sus grandes enseñanzas. Oportunamente la someteré a la consideración del Gobierno, con la aspiración de que sea adoptada como texto en el ejército activo de la República. Aprovecho esta ocasión para ofrecer al Sr. Lozano y Montes la condecoración del Busto de Bolívar. ¿La aceptaría V.?" Enterarse por sí mismo un ministro de la utilidad de un libro; proponer su adopción como obra de texto, y ofrecer una recompensa al autor, sin conocerle ni tener relación de ningún género con él, honra demasiado a aquella autoridad para resistir la tentación de hacerlo público.» (Las Dominicales del Libre Pensamiento, nº 15, domingo 13 de mayo de 1883, pág. 2.) En 1885 forma, junto con Chíes y Pí Margall, el trío de albaceas testamentarios que Felipe Nieto Benito, militar republicano federal nacido en Guadalajara, dispuso para que fuera creada una escuela, una vez fallecida su hermana. Y así había de abrirse en 1902 la Escuela Laica de Guadalajara, bajo la tutela de Fernando Lozano; una escuela pionera en su género en España y que mantuvo vínculos con la Escuela Moderna que Francisco Ferrer Guardia impulsaba desde Barcelona. «En la Villa de Madrid a quince de Junio de mil ochocientos ochenta y cinco: ante mi Don Francisco Moragas y Tegera Notario y Abogado de los Ilustres Colegios de esta Capital, con vecindad fija y residencia en la misma, comparece el Sr. Don Felipe Nieto y Benito de cincuenta y cuatro años, soltero, Comandante retirado, de esta vecindad, con cédula personal de octava clase, espedida en esta Capital en seis de Setiembre último, número mil cincuenta y uno. […] Décimo. Para el cumplimiento de todas las disposiciones en este testamento contenidas, nombra albaceas testamentarios e instituye a la vez en herederos fiduciarios a Don Francisco Pi y Margall, Don Ramón Chíes y Gómez y Don Fernando Lozano y Montes, que podrán cumplirlas juntos o a solas, y de la manera que más conveniente estimen para el logro de su objeto.» «Gobierno militar. Los señores Jefes y Oficiales e individuo de tropas, así como también los Señores y Señoras que a continuación se expresan, se servirán presentarse en la Sección segunda del Gobierno Militar de esta Plaza de tres a cuatro de la tarde cualquier día no festivo, con el fin de recoger documentos o enterarles de asuntos que les convienen. Clases y nombres. […] Capitanes. Don Fernando Lozano y Montes. […]. Madrid 5 de Agosto de 1885. El Teniente Coronel Secretario, Eduardo Manera.» (Diario oficial de avisos de Madrid, viernes 7 agosto 1885, pág. 2.) El activismo librepensador le llevó al abandono de la carrera militar, dedicándose por completo al periodismo y el agitprop, de la mano de la masonería, con sus infantiles puntitos .·. mandiles y demás. «Adhesiones. A.·. L.·. G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·. El Ven.·. Maest.·. Digg.·. Off.·. y demás Obb.·. que componen la Resp.·. Log.·. Cap.·. Legalidad Española, núm 325 Al Or.·. de Linares Reg.·. Cons.·. bajo los ausp.·. del Ser.·. Gr.·. Or.·. de España, envían a el Ilust.·. M.·. Fernando Lozano, simb.·. Demófilo, gr.·. 1.·. miembr.·. Honor.·. de este Resp.·. Tall.·. S.·. F.·. U.·. | Caro y Resp.·. H.·.: Ante todo, os rogamos dispenseis nuestra morosidad en contestaros; causas ajenas a nuestra voluntad han impedido que cumplamos con h.·. a quien tanto apreciamos; sin embargo, habéis de dispensarnos, y ya que no lo hicimos a su debido tiempo, lo hacemos muy persuadidos de que hombres que tienen el talento que nuestro que.·. h.·. Demófilo, le ha de adornar un corazón que perdona las faltas, aún las de cortesía y agradecimiento, como le ha pasado con nosotros. Sirve la presente, además que para reivindicarnos a sus ojos, el darle las más entusiastas gracias por su valioso concurso, por su profundo y bien escrito trabajo, para hacer más grandiosa la sesión, el solemne acto inaugural de la primera escuela laica linarense. A nosotros nos faltan palabras para demostraros el agradecimiento, y mucho más para alabar las cuartillas, que entre los entusiastas aplausos del público, se leyeron en el teatro de San Ildefonso de esta población y que eran debidas a su inspirado talento. […] Traz.·. en Log.·. a los 28 días del mes de Octubre de 1886 (o.·. v.·.). El Ven.·. M.·. acc.·. Buridau gr.·. 18. El primer Vig.·. Dantón gr.·.14. El segundo Vig.·. Lunez gr.·.9. El Orad.·. Milton. Por acuerdo del Tall.·. El Secret.·., Salomón gr.·.18.» (Las Dominicales del Libre Pensamiento, nº 205, sábado 20 de noviembre de 1886, pág. 4.) En 1889 su hija Rafaela Lozano Rey (1870-Banyuls sur Mer 1941) se casó con Odón de Buen y del Cos (Zuera, Zaragoza 1863-México 1945), catedrático de Historia Natural de la Universidad de Barcelona, con quien tuvo seis hijos varones (Demófilo, Rafael, Sadí, Fernando, Eliseo y Víctor). Al primogénito, que nació en Madrid el 22 de julio de 1890, le dieron por nombre el pseudónimo del abuelo: Demófilo de Buen Lozano. Las Dominicales del Libre Pensamiento informaron así de la buena nueva: «Con toda felicidad ha dado a luz un hermoso niño, la hija de nuestro compañero Demófilo, esposa de Odón de Buen. El niño ha sido registrado civilmente con el nombre de Demófilo. Sus padres y abuelos han querido así transmitirle con su sangre su fe en la causa popular» (nº 405, 26 de julio de 1890, pág. 2). Y el abuelo publicó en ese mismo número un natalicio, «A mi nietecillo», que no tiene desperdicio. [Demófilo el nietecillo se casó en 1918 con su tía Paz Lozano Rey; fue profesor de Derecho Civil en Salamanca y Sevilla, alcanzó también el Grado 33 en la masonería, fue designado Gran Oriente Español, y falleció en el exilio en Panamá en 1946.] Las Dominicales fueron informando a sus lectores de los nuevos hijos de su espíritu y futuros soldados y luchadores de la emancipación social y de la libertad del pensamiento:
En 1890 publicó Demófilo el libro Federalismo y radicalismo («Crítica del federalismo regionalista y pactista. Defensa del radicalismo socialista. Estado actual de la cuestión republicana. Demostración de que el cambio de régimen al pasar de la monarquía a la república, no debe ofrecer temor alguno en España.»). «Logia Karma. La primera referencia de esta logia es de 24 de junio de 1892. En esa fecha Bartolomé Rotger Pons secretario de la Resp. Log. Karma, núm. 95 del Antiguo Primitivo Rito Oriental de Memphis y Mizraim, certifica que Fernando Lozano y Montes, Gr. 33 ha sido proclamado por unanimidad «Miembro de Honor» de esta logia. La plancha la firma Francisco Parés Llansó como Ven. Maes. de la Logia Karma simbólico Virgilio, Gr. 33.» (Juan José Morales Ruiz, «La masonería en Menorca», en La masonería en la España del siglo XIX, Symposium de Salamanca 1985, vol. 1, 1987, pág. 395.) En 1892, el año de cuarto centenario del Descubrimiento, los librepensadores Demófilo y Chíes lograron organizar en Madrid un magno Congreso Universal de Libre-Pensadores. Fallecido Ramón Chíes en 1893, Demófilo mantuvo Las Dominicales durante quince años más, hasta 1909. 1915 «Fernando Lozano, el Demófilo de las Dominicales del Librepensamiento, publica ayer un artículo, terriblemente germanófobo, en que dice: “Pueden estar así seguros los aliados de que mi sentencia contra los gobernantes alemanes que han derribado a cañonazos el trono de la justicia en Bélgica, la suscribe una raza entera…” De lo que puede Demófilo estar seguro es de que los aliados no se han enterado siquiera de su sentencia… Los que sí deducirán de esa sentencia y otras parecidas que hay aquí una apasionadísima corriente francófila, son los alemanes. Como los aliados se enteran de lo que por amor de Alemania se escribe contra ellos. Y esto va creando un estado de opinión en los campos beligerantes, que a quien puede perjudicar en definitiva es a España.» (El Universo, Madrid, jueves 25 de febrero de 1915, pág. 1.) Tiene interés, como reexposición de sus posiciones históricas y geopolíticas ante la Gran Guerra, a la altura de septiembre de 1915, la serie de artículos que publica en el republicano diario madrileño El País bajo el título genérico: «No se puede ser liberal y ser germanófilo» (I, II, III, IV. Una digresión. Por la independencia de Polonia, V. Otra digresión. El alma clerical, &c.). |
★ 1919 Ardorosa admiración por el primer ministro británico, David Lloyd “¡Oh, sublime George!” Atrás la Revolución de Octubre de noviembre de 1917 y la Paz de Brest-Litovsk de 3 de marzo de 1918, en plena ofensiva aliada del verano de 1918, entrega Fernando Lozano el original de un librito a la Casa Editorial Monclús de Tortosa (Tarragona) –regida por el impresor José Monclús Balaguer y su hijo José Monclús Alemany–. Por los días de la firma del Armisticio de 11 de noviembre de 1918, anuncia la prensa que pronto aparecerá esa obra, bajo el interrogante título ¿Habrá Estados Unidos de la Humanidad? (El Pueblo, Órgano del Partido Republicano, Teruel, 28 de noviembre de 1918). Mediado diciembre recibe el autor las pruebas de imprenta: el cese de los combates de la Gran Guerra merecen revisar el texto. Y el autor decide mantener el título, pero como afirmación, ya no como interrogación: “Pronto aparecerá: Habrá Estados Unidos de la Humanidad” (El Ideal. Órgano de las Juventudes Republicanas Revolucionarias de los distritos de Tortosa y Roquetas, Tortosa, Imprenta de J. Monclús, 21 de diciembre de 1918). Hasta julio de 1919 no se publica este folleto (días después de la firma del Tratado de Versalles el 28 de junio de 1919), a cuyo título añade Fernando Lozano nueva afirmación contundente: Habrá Estados Unidos de la Humanidad. Habrá paz eternal. En el dibujo de la cubierta ondean banderas al fondo (Inglaterra, Estados Unidos de Washington, Francia) y el primer ministro David Lloyd George, embutido en elegante frac –“¡Oh, sublime George!”–, yergue con su derecha un ramo de laurel mientras apoya su mano izquierda sobre firme pedestal que dice “SOLIDEZ BRITÁNICA” y soporta humeante pebetero que reza “DERECHOS DEL HOMBRE”. El principio de Humanidad · Virtud de la solidaridad · La manifestación pro Ferrer · Esbozo de gobierno internacional · El atentado alemán al principio de humanidad · Virtud de la República · La “sociedad de naciones” · La “Declaración de Derechos” entraña la solución del problema entero internacional · Limitación de la soberanía nacional · Condenación del nacionalismo regionalista · Labor unificadora · Facilidades de la obra del futuro Congreso de la Paz · Seguridad de que llegará la paz definitiva · Batalla del principio humano y el principio divino durante el siglo XIX y sus resultados · Derrota inevitable de Alemania · Necesidad de una campaña definitiva contra la mentira religiosa · Falsedad de la religión según los creyentes mismos · Religión y Ciencia · El Socialismo contra las religiones · La federación es la paz · Palabras de Víctor Hugo · Los Estados-Unidos de la Humanidad · La Nueva Era · Italia se dispone a convertir en obra esas palabras · La situación de España · La locura catalanista. |
★ 1935 El fallecimiento de Fernando Lozano Montes en la prensa. «Don Fernando Lozano (Demófilo). Ha muerto el apóstol del librepensamiento, patriarca del republicanismo español. La república queda en gran deuda con él. La democracia está de duelo. La muerte nos ha arrebatado una de las figuras más preeminentes del republicanismo español; D. Fernando Lozano, que popularizó y glorificó el hombre de «Demófilo». Luchador de recia estirpe y de arraigadas convicciones, fundó, con Chíes, el periódico «Las Dominicales», que modeló la contextura espiritual de varias generaciones y que durante un cuarto de siglo fue bandera del librepensamiento y del republicanismo en España. La ingratitud de los hombres ha amargado los últimos años de su vida patriarcal. A raíz del advenimiento de la República del 14 de abril la Prensa liberal ensalzó justamente la personalidad de «Demófilo» y pidió para él la más alta recompensa, que fuese como un tributo a su acendrado republicanismo. Pero el homenaje quedó en proyecto y no es de esperar que se realice en estas horas de defección, de regresión al pasado… «Demófilo» fue un símbolo del republicanismo español y una de las instituciones más injustamente olvidadas. Heraldo de Madrid se asocia de todo corazón al duelo de la democracia. Y ante el cadáver del patriarca dice a todos los republicanos españoles que lo sean de corazón: «No le lloréis; imitadle.» La personalidad de «Demófilo». Nació D. Fernando Lozano, «Demófilo», en Almadenejos (Ciudad Real) en 1 de agosto de 1844. Había, pues, cumplido los noventa y un años. En Almadén estudió las primeras letras. Más tarde se trasladó a Madrid con su familia y cursó sus estudios en la Academia de Administración Militar y en la Universidad. Se licenció en Filosofía y Letras y siguió la carrera de Administración Militar. Su nombre apareció al pie de artículos sensacionales y combativos. Intervinieron las autoridades militares y se le prohibió escribir. Entonces eligió el seudónimo do «Demófilo», que le hizo célebre, y prosiguió con él sus campañas periodísticas, animadas siempre de un vivo espíritu anticlerical. Al ser proclamado rey de España don Amadeo se negó D. Fernando Lozano a prestarle juramento de fidelidad, por lo que fue separado del Ejército. Después, al advenimiento de la primera República, fue repuesto en su cargo. Siendo capitán fundó en 1883, con D. Ramón Chíes, «Las Dominicales», que fue portavoz y antorcha del librepensamiento en España. Pero apercibido por sus superiores no afines ideológicamente abandonó el Ejército y se dedicó de lleno al periodismo y a la enseñanza. fue nombrado profesor auxiliar de la cátedra de Literatura de la Universidad de Madrid, cargo en el que lo sustituyó más tarde D. José Canalejas y Méndez. Viajó luego por Europa y América y organizó el Congreso Internacional del Librepensamiento, celebrado en Madrid, al que asistieron relevantes personalidades del arte y de la política de todos los países europeos y americanos. Republicano prestigioso, ocupó puestos preeminentes y de dirección en los partidos que laboraban por derrocar la Monarquía. fue presidente durante mucho tiempo de Unión Republicana, y en los tiempos inmediatos a la instauración de la República trabajó con gran ardimiento en este organismo político. Su obra –muy considerable– desperdigada queda por las páginas de los periódicos españoles y americanos. Aparte sus diatribas políticas y anticlericales escribió trabajos puramente literarios y un «Compendio de Hacienda pública», que sirvió de texto a los alumnos de la Academia de Intendencia. Sus amigos y admiradores reunirán en varios tomos sus mejores artículos. fue, en suma, D. Fernando Lozano, «Demófilo», un gran apóstol laico y un ciudadano ejemplar. Descanse en paz. A los veteranos de la República. La Junta directiva de esta Agrupación ha recibido la triste noticia del fallecimiento del veterano, luchador y consecuente republicano don Fernando Lozano «Demófilo», socio de honor de esta entidad. Al participar tan sensible pérdida cúmplenos expresar la condolencia que embarga nuestro ánimo, por tratarse de tan esforzado paladín de la causa republicana. Por la presente nota participamos a nuestros asociados la obligación de asistir al entierro de nuestro llorado consocio.» (Heraldo de Madrid, sábado 28 septiembre 1935, pág. 16.) «La muerte de un consecuente republicano. Don Fernando Lozano («Demófilo») ha fallecido ayer. Velázquez, 46. Casa antigua, modestísima, sin lujos, sin comodidades casi. Este era el domicilio de D. Fernando Lozano, «Demófilo». Hablamos con la portera –una mujer sencilla que nos recibe un poco temerosa, un poco turbada–. La presencia del fotógrafo que nos acompaña la inquieta: –La familia de D. Fernando no está aquí. No hay nadie en casa. Como sabe usted, el señor murió ayer en San Rafael… –¿No ha venido nadie del Gobierno? –Nadie, nadie. Únicamente ustedes son quienes lo han hecho. –Bien; ¿pero no sabe usted cuando vendrá la familia de don Fernando? –Lo ignoro en absoluto. Anoche telegrafiaron que vendrían hoy; pero no sé cuando. Mientras que la portera habla nos fijamos en un detalle: en el amplio portal de la casa no hay ni una mesa para que firmen los que acudan al domicilio del honesto republicano, del batallador periodista que hizo popularísimo el seudónimo de «Demófilo». La portera, cada vez más azorada, cada vez más tímida, cada vez más inquieta por nuestra presencia vuelve a su tarea, silenciosa. Sigue cosiendo una sábana. Insistimos: –¿Llevaba mucho tiempo viviendo aquí D. Fernando? –Muchos, muchos años. –¿Sólo? –Con sus hijas y su hijo. Quisiéramos preguntarle si contaba en sus últimos tiempos con el apoyo oficial, si el que había trabajado tanto por la instauración de la República, había sido premiado justamente al advenimiento de ésta; quisiéramos muchas cosas más; pero no nos atrevemos. Y aquélla mujer sencilla y humilde sigue cosiendo pulcramente en una sábana. [sigue la misma nota biográfica que aparece en El Heraldo]» (La Voz, sábado 28 septiembre 1935, pág. 6.) «Ha fallecido en San Rafael Fernando Lozano, el patriarca de la República. La noticia vino así, de sopetón, a primera hora de la noche de ayer: «Fernando Lozano, «Demófilo», ha muerto en San Rafael a las doce de la mañana.» Y nada más. Ni un dato ampliatorio, ni un detalle del fallecimiento, nada; como si Fernando Lozano, que lo era todo, no hubiera sido nadie. A raíz del advenimiento de la República del 14 de Abril, La Libertad ensalzó la figura de «Demófilo», proponiendo para él, como republicano de siempre y como personalidad que todo lo dio por la República, la más alta recompensa, que fuese como un tributo a su republicanismo acendrado. Varias veces figuró en estas columnas el nombre respetable e ilustre de Fernando Lozano como ejemplo digno de imitar por aquellos que se proponen seguir el camino sin baches de la ciudadanía republicana. Y una vez más volvemos a rendir homenaje al prestigio de «Demófilo», pero, ahora, el homenaje póstumo de nuestro dolor al conocer la noticia de su muerte. Recordémosle unos momentos. Era de Almadenejos (Ciudad Real) y desde muy joven sustentó ideas republicanas. Nació en Agosto de 1841. Tenía, pues, noventa y cuatro años, y ni un solo instante renegó de sus convicciones de hombre libre. Político honrado y publicista fecundo, toda su existencia estuvo al servicio de un pensamiento firmemente sustentado. Lozano estudió en la Escuela de Administración militar y en la Universidad de Madrid. Se licenció en Filosofía y Letras, y más tarde, a punto de ascender a comisario de Guerra, fue separado del servicio militar por haberse negado a prestar juramento de fidelidad al rey Amadeo. No tuvo más esforzado defensor el librepensamiento que Fernando Lozano, quien a la muerte de Chíes, fundador del periódico «Las Dominicales», continuó en aquel periódico la campaña librepensadora, que culminó después en el Congreso Internacional del Librepensamiento organizado por Lozano y celebrado en Madrid, y al que asistieron personalidades portuguesas del relieve de Bernardino Machado y Magalhaes Lima. Fue asimismo Lozano presidente del Directorio del partido de Unión Republicana, profesor de la Academia de Administración militar y auxiliar de la Universidad Central. Una de las virtudes más destacadas en Fernando Lozano era la modestia. fue modesto sin hipocresía, y ello no le permitió ostentaciones de ningún género, ni persecución de prebendas, ni solicitudes, ni reclamaciones. Vivía, anciano ya, todavía dedicado al estudio y soñando con que la República, de la que durante toda su vida había sido fiel paladín, se fuese perfeccionando y consolidándose hasta perpetuarse con profundas raíces en el pueblo español. Pero si «Demófilo» fue uno de los más conspicuos símbolos republicanos, también era una de las instituciones más injustamente olvidadas. Y su muerte le sorprende sin que ni uno solo de los periódicos de ayer –y eso que falleció, repetimos, a las doce de la mañana– diera la noticia. Descanse en paz Fernando Lozano, el hombre bueno, el republicano consecuente, el ciudadano ejemplar. Si por ley natural, a causa de su edad avanzada, el cuerpo de Fernando Lozano emprende la ruta de la metamorfosis postrera, queda entre nosotros su espíritu, aquel espíritu abierto a todas las manifestaciones de la cultura, y su bondad, aquella bondad que hizo de él, a la par que un hombre de corazón, un privilegiado sentimental de las libertades. No sabemos si el remordimiento atormentará la conciencia de los olvidadizos cuando hayan sabido la muerte de «Demófilo». Allá ellos con sus inquietudes, si es que llegan a sentirlas, que lo dudamos. Lo cierto es que con Fernando Lozano desaparece el patriarca de la República, y que muy distinto fuera el fruto si la sembradura hubiera sido realizada conforme a las normas republicanas de Fernando Lozano.» (La Libertad, Madrid, sábado 28 septiembre 1935, pág. 3.) «El entierro de «Demófilo». Se ha verificado el entierro de Fernando Lozano, «Demófilo». El cadáver, trasladado la tarde anterior desde San Rafael al depósito del cementerio Civil encerrado en sencillo féretro, fue conducido, a hombros de varias personas allegadas al finado, hasta la tumba donde descansará el que fue infatigable combatiente por unos ideales noblemente sentidos. Presidieron el duelo, en el que figuraban numerosas personas, los hijos y nietos del Sr. Lozano y el señor De Buen. Entre otras destacadas personalidades, vimos a los Sres. Martínez Barrio, Albornoz (D. Álvaro), Giral Pérez (D. Darío), Répide, Catena (D. Juan), Franchy Roca, Barrio Morayta, Giner (D. Bernardo), Barriobero, Gómez Hidalgo, Urbano González, Saornil, Roldan, Traviesa, Loraque, Calzada, Albarrátegui, Barnés (D. Francisco) y D. Pablo Andarias García, capitán, que fue ayudante del general Villacampa. También asistieron representaciones de diversos centros, entre otros de Izquierda Federal de Vicálvaro y de distintas organizaciones femeninas republicanas, así como una nutrida Comisión de veteranos de la República y personal del Instituto de Oceanografía. Asistieron también numerosas damas, portadoras casi todas ellas de ramos de flores, que más tarde depositaron sobre la tumba do «Demófilo». Entre las coronas había tres, de flores naturales, de los hijos, hijas, nietos y bisnietos del finado y de los veteranos de la República con una sentida dedicatoria. Una vez que el cadáver de «Demófilo» recibió sepultura, quedando ésta cubierta de flores y de coronas, el duelo desfiló ante su presidencia e hizo presente el testimonio de pésame más sentido ante los descendientes del finado.» (Heraldo de Madrid, lunes 30 de septiembre de 1935, pág. 13.) «Entierro de un gran propagandista republicano. El domingo fue inhumado el cadáver de «Demófilo». Anteayer domingo, por la tarde, fue inhumado el cadáver del anciano e ilustre periodista republicano D. Fernando Lozano, que popularizó el seudónimo de «Demófilo». El día anterior había sido trasladado desde San Rafael al deposito del cementerio que antiguamente se llamó civil y que hoy es prolongación del Municipal, donde hallan tierra y paz insignes figuras republicanas, apóstoles del librepensamiento. El féretro fue conducido hasta la sepultura a hombros de algunos allegados al insigne muerto, entre ellos dos biznietos. El duelo lo presidían el Sr. Lozano, hijo de «Demófilo»; su hijo político D. Odón de Buen y sus nietos D. Demófilo y D. Rafael de Buen. A rendir el postrer tributo de simpatía al gran luchador, que sostuvo con honorable rigidez sus ideas de toda la vida a través de períodos difíciles de nuestra historia política, acudieron varios centenares de personas, todos republicanos antiguos y significados por su coincidencia con los principios que propagó «Demófilo». Entre otras damas, todas portadoras de magníficos ramos de flores, figuraban doña Catalina Salmerón, doña Belén Sárraga y la señora de Calzada, y los señores Martínez Barrio, Albornoz, Barriobero, Franchy Roca, Barnés (D. Francisco), Gómez Hidalgo, Darío Pérez, Répide, Juan Catena, Barrio Morayta, Saornil, Bernardo Giner de los Ríos, Rafael López de Heredia, ingeniero Mariano Ginovés, ingeniero Sr. Carretero, Ingeniero Sr. Cebada, Fernando Abarrátegui, contraalmirante Sr. Roldán, doctor Manuel Rivas Cherif, doctor Loraque, Calzada, profesor Urbano González de la Calle, Enrique de Ráfols e hijos, profesor Sr. Cardoso, Victoriano Rivera, Rivera Travieso, profesor Loro y Gómez del Pulgar, profesor Antonio de Zulueta, profesor Sr. Corneille, profesor Rubén Landa, José Luis Benlliure y L. de Arana, profesor Francisco Benítez, doctor Ruesta, doctor Cusi, profesor Martín Lecumberri, doctor Gil Collado, profesor Álvarez López, profesor Regueral, Pablo Andarlas, que fue ayudante del general Villacampa; Fernando Lorenzo, José de la Peña, Rafael Rubio, Asociación de Fraternidad Cívica, Veteranos de la República, Izquierda Federal de Vicálvaro, personal del Instituto Español de Oceanografía y otras personalidades y entidades. Entre las coronas había tres, de flores naturales, de los hijos, hijas, nietos y bisnietos del finado y de los Veteranos de la República con una sentida dedicatoria. Una vez que el cadáver de «Demófilo» recibió sepultura, quedando ésta cubierta de flores y de coronas, el duelo desfiló ante su presidencia e hizo presente el testimonio de pésame más sentido ante los descendientes del finado. Los republicanos de Santiago. Recibimos esta madrugada el siguiente telegrama: “Santiago de Galicia, 1 (una madrugada). La Libertad, Madrid. Rogámosles transmitan familia insigne maestro «Demófilo» sentido pésame de la Casa de la República.— El Comité”.» (La Libertad, Madrid, martes 1 de octubre de 1935, pág. 3.) El antiguo Archivo de la Masonería (hoy Centro Documental de la Memoria Histórica) conserva un «Expediente personal de Fernando Lozano Montes» (con 64 hojas y documentos). [SE-MASONERIA_A,56,2] |
★ Bibliografía de Fernando Lozano Montes / Demófilo. 1875 Compendio de Hacienda Pública, C. Moliner, Madrid. Tercera edición: Imprenta del Patronato de Huérfanos de Administración Militar, Madrid 1909, XXI+268 págs. Discurso leído por Fernando Lozano Montes con motivo de la instalación de la Academia del Cuerpo Administrativo del Ejército en Ávila, Imprenta de Manuel Tello, Madrid 1875, 18 págs. 1878 Transformación de la Administración militar en nuestro tiempo, A. Bacaycoa, Madrid 1878, 24 págs. Fundamentos de la enseñanza militar, A. Bacaycoa, Madrid 1878. 1879 La cuestión de la Academia General Militar, Enrique Rubiños, Madrid 1879, 22 págs. 1883 Artículos religiosos y morales, publicados en Las Dominicales del Libre Pensamiento y otros periódicos, Imprenta de Enrique Rubiños, Madrid 1883. 1885 Batallas del libre-pensamiento, por Demófilo. Segunda colección de artículos publicados en Las Dominicales bajo este pseudónimo, Colección Biblioteca del libre-pensamiento nº 3, Tipografía de Alfredo Alonso, Madrid 1885, XVI+184 págs. 1887 Poseídos del demonio, por Demófilo, Ramón Angulo, Madrid 1887, 228 págs. 1890 Federalismo y radicalismo, por Demófilo, Imprenta de Enrique Jaramillo y Cia, Madrid 1890, 122 págs. 1895 Nuevos evangelios. ¿Qué es el libre pensamiento?, por Demófilo, Imprenta de El Correo Militar, Madrid 1895, 63 págs. 1903 Carta a la Republicana de Badajoz, por Demófilo, Imprenta de J. Lastre, Madrid 1903, 20 págs. 1905 Cartilla pacifista, por Demófilo, Imprenta de Eustaquio Raso, Madrid 1905, 52 págs. 1910 Obsequio a las Escuelas Laicas de los libre-pensadores de Iquitos (Perú), Imprenta de Eustaquio Raso, Madrid 1910, 8 págs. 1916 Por los Aliados. No se puede ser liberal y ser germanófilo. Artículos publicados en El País, de Madrid, con algunos más no publicados, Imprenta Española, Madrid 1916, 206 págs. Pelos Aliados. Näo se pode ser liberal e ser germanófilo. Com una carta do autor para a ediçäo portuguesa. Traduçäo de Carlos Trilho, Guimaräes, Lisboa 1916, 131 págs. La raíz de la guerra y el fundamento de la paz definitiva, Imprenta Española, Madrid 1916, 30 págs. 1918 Por el matrimonio civil, Casa Editorial Monclús, Tortosa 1918, 33 págs. 1919 Habrá Estados Unidos de la Humanidad. Habrá paz eternal por Fernando Lozano, Casa Editorial Monclús, Tortosa s.f. [julio de 1919], 64 págs. |
★ Sobre Fernando Lozano Montes en el Proyecto Filosofía en español. → Lápida de Fernando Lozano Montes en el Cementerio Civil de Madrid |
★ Textos de Fernando Lozano Montes en el Proyecto Filosofía en español. 1883 Nicolás Salmerón · A la mujer 1890 A mi nietecillo [Demófilo de Buen Lozano] 1898 D. Manuel Ruiz de Quevedo 1902 ¡Gloria al Librepensamiento! 1908 Veinticinco años de batalla 1915 No se puede ser liberal y ser germanófilo 1919 Habrá Estados Unidos de la Humanidad. Habrá Paz Eternal |
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