—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

viernes, 23 de junio de 2017

392.-La etiqueta; la real cortina (España); Orden de San Raimundo de Peñafort.-a

Luis  Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdés;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio  Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;Nelson Gonzalez Urra ; Ricardo Matias Heredia Sanchez;Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; Alamiro Fernandez Acevedo;  Soledad García Nannig; Paula Flores Vargas; María Veronica Rossi Valenzuela; Aldo Ahumada Chu Han; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán

Una sirvienta sirve a su ama de conformidad al protocolo domestico.


Etiqueta es una norma de conducta que imita las expectativas para el comportamiento social de acuerdo con las normas convencionales dentro de una sociedad, clase social o grupo.
Étiquettuelle es una palabra francesa que, literalmente, significa "rótulo" o "etiqueta"; se utilizó en un sentido moderno en inglés alrededor de 1750. Desde el siglo XVI al XX, los niños aprendieron la etiqueta en la escuela. La etiqueta ha cambiado y evolucionado a lo largo de los años.

Definición de etiqueta.

 ¿Qué es la etiqueta?

Es una parte esencial de la urbanidad.

Se le dio este nombre al ceremonial de los usos, estilos y costumbres que se observan en las reuniones de carácter elevado y serio y en aquellos actos cuya solemnidad excluye absolutamente todos los grados de familiaridad y la confianza.
Por extensión se considera la etiqueta, como el conjunto de cumplidos y ceremonias que debemos emplear en todas las personas y todas las situaciones de la vida.
Esta especie de etiqueta comunica al trato en general y aun en medio de la más íntima confianza, cierto grado de circunspección que no excluye la espacian del alma, ni los actos más afectuosos del corazón, pero que tampoco admite aquella familiaridad sin reserva y sin freno y relajan los resortes de la estimación y del respeto, base indispensable de todas las relaciones sociales. ( Manual de Urbanidad , Manuel Antonio Carreño,Editorial Nacional, México D.F 1979).

El diccionario de la Real Academia Española -R.A.E.- nos ofrece estas dos acepciones:

1.  Ceremonial de los estilos, usos y costumbres que se debe guardar en actos públicos solemnes.

2. Ceremonia en la manera de tratarse las personas particulares o en actos de la vida privada, a diferencia de los usos de confianza o familiaridad.


Buenas maneras en sociedad: reglas de oro.

Es posible que diez reglas no sean suficientes para ver de forma exhaustiva todo lo que abarca el tema de la etiqueta social y los buenos modales. Pero son una importante base en la que situarse para quedar como una persona bien educada.

1. Saber saludar. El saludo es un gesto de cortesía que debe hacerse a todo el mundo, con independencia del grado de cercanía que se tenga. El saludo puede variar en función de esta "relación" de cercanía.


2. Saber presentar. Social o laboralmente es preciso hacer presentaciones de personas que no se conocen entre sí, bien sea en una fiesta o celebración, o bien sea en una reunión de trabajo.

3. Saber hablar. Las conversaciones son un eje importante en la relaciones sociales o laborales. Hay que saber cómo y de qué hablar.

4. Saber escuchar. Si es importante saber hablar, es tanto o más importante saber escuchar. Estar atento a lo que dicen los demás. Remarcamos, saber escuchar que no es lo mismo que oír.

5. Saber vestir adecuadamente. El vestuario es la mejor tarjeta de presentación de una persona. Cambiar un mala primera impresión es bastante difícil. Hay que saber vestir de forma correcta en función del qué, cómo, cuándo y dónde.


6. Ser puntual. La puntualidad dicen "es la cortesía de los reyes". Ser impuntual significa hacer esperar a otras personas, hacerlas perder un tiempo que no deberían malgastar en esa espera. Es una gran falta de cortesía y de educación.

7. Ser respetuoso. Las personas tienen sus ideas, sus creencias, sus formas de ver las cosas... y todo eso hay que respetarlo. El respeto también supone tratar a la gente acorde a su cargo, edad o jerarquía. El respeto supone no tutear a un desconocido. El respeto es el acatamiento que se hace a alguien (según definición del diccionario de la Real Academia Española R.A.E.).

8. Ser cordial y amable. Es importante tratar a los demás con amabilidad y cordialidad. No cuesta nada y se consigue mucho. Una frase mal dicha, un gesto grosero, un tono de voz inadecuado... son formas de actuar que no favorecen nada la buena convivencia entre las personas. En cambio, saber pedir las cosas "por favor", dar las "gracias", saber pedir disculpas... ayudan a mejorar nuestras relaciones con los demás y ayudan a tener una convivencia muchos más cordial y pacífica.

9. Saber despedir. Un saludo es un inicio. Una despedida, es un término, una conclusión. Hay que saber terminar una celebración, una reunión, una visita... de forma educada y cordial.

10. Ser cívico. Importante, aunque parece un término caído en el olvido. Tirar un papel al suelo, una colilla, una lata de refresco; dar los buenos días, respetar el mobiliario urbano, ceder el paso, sujetar una puerta, etc. son formas de actuar en la vida que deben inculcarse a todo el mundo; hay que enseñar estas reglas y formas de comportarse tanto en casa como en el colegio-escuela.


Etiqueta de Borgoña.
Miniatura de Roger van der Weyden: Jean Wauquelin presentando las Crónicas de Henao a Felipe el Bueno, duque de Borgoña. En la miniatura se muestra al duque en medio de su corte, mostrando el orden de la etiqueta propia de su corte.


Con el nombre de Etiqueta de Borgoña (o etiqueta borgoñona) se conoce el conjunto de normas y usos que regían la vida pública del soberano en la corte de los duques de Borgoña y posteriormente en la de sus sucesores, los reyes de España.

Origen

A mediados del siglo XIV, el ducado de Borgoña fue otorgado como apanage al hijo de Juan II de Francia, Felipe. Esta decisión conllevaría la formación de una nueva rama menor de la casa de Francia. Esta rama sería conocida como casa de Borgoña o segunda casa capeta de Borgoña.
A partir de entonces, los sucesores de Felipe de Francia en el ducado de Borgoña irían conformando el que llegaría a ser conocido como Estado borgoñón. Como contraste y forma de afianzar su poder frente a la monarquía francesa, los duques de Borgoña desarrollaron en su corte un complejo ceremonial. Dentro de la estrategia de refuerzo de su independencia frente al poder real francés (del que formalmente dependían), la etiqueta jugó un papel importante que ayudó a sacralizar al duque de Borgoña coadyuvando a su percepción como soberano.
La heredera del último duque de Borgoña, María se desposó con Maximiliano de Habsburgo, siendo padres de Felipe de Habsburgo. Este contraería matrimonio con la futura Juana I de Castilla. Algunos contemporáneos señalan una cierta decadencia de la etiqueta usada en la corte de Borgoña desde mediados del siglo XV, acrecentada por la introducción de servidores y cortesanos alemanes, a partir del matrimonio de María de Borgoña con Maximiliano de Habsburgo. Otros autores en cambio señalan como la integración política y cortesana lograda en Borgoña fue una inspiración para Maximiliano, que intentó lograr una autoridad central similar en sus dominios austríacos. Notablemente, los duques de Borgoña habían establecido en Malinas una corte central como última autoridad sobre los consejos y dietas regionales que Maximiliano intentó replicar en sus otros estados. Ello incluiría el intento de una corte noble vinculada al monarca como separaba el ceremonial borgoñón de las dietas locales.
El proceso se acentuaría al ser el hijo de Maximiliano, Felipe el Hermoso, el heredero y gobernante de los Países Bajos Borgoñones ya en vida de su padre. El hijo y sucesor de Felipe el Hermoso, Carlos de Gante se crio en los Países Bajos y fue habitualmente visto como flamenco en sus otros dominios. El hermano de Carlos, Fernando, se crio inicialmente en España pero pasaría un periodo formativo clave en los Países Bajos (1517-1521) bajo la costumbre borgoñona. Durante la infancia de ambos, dados los continuos conflictos entre los Habsburgo y Francia por el territorio borgoñón, tanto en vida de Felipe el Hermoso como durante la regencia que su hermana Margarita de Austria ejerció en nombre de su sobrino Carlos, se insistió particularmente en señalar los vínculos de los Habsburgo con la anterior casa ducal.

Difusión
Posteriormente tanto Carlos a su llegada a España como Fernando a su llegada a Viena trajeron las costumbres y etiqueta de Borgoña a sus nuevas cortes. La particular riqueza y prestigio de su ascendencia borgoñona (siendo los Países Bajos una de las zonas más ricas de Europa en la época y habiendo sido los duques de Borgoña famosos en todo el continente por eventos como el Banquete del Faisán) hizo que desde tan temprano como 1520 ambos hermanos usaran la simbología de Borgoña con fines propagandísticos. Eso incluye el uso del toisón de oro, arte renacentista, símbolos como el feuereisen o el sofisticado ceremonial cortesano.

En 1548, Carlos I de España mandó que a su hijo primogénito, el entonces príncipe Felipe (futuro Felipe II de España) se le sirviera al estilo de Borgoña.​ A partir del ascenso al trono de Felipe II, para el servicio del monarca español se utilizaría, principalmente, la etiqueta borgoñona, frente a la más sencilla etiqueta de Castilla. Esta dualidad se vería reflejada en la existencia de dos casas: la de Castilla y la de Borgoña. Dado el predominio político español en Europa en la época, el ceremonial borgoñón fue muchas veces tildado de español en el extranjero. La leyenda negra española del periodo acentuó esta visión siendo habitual el prejuicio a la corte española como ceremonial, católica y rígida en su protocolo. Así, por ejemplo el color negro en la ropa que era la moda borgoñona era habitualmente vinculado en la propaganda antiespañola a la austeridad del catolicismo de la contrarreforma hispana.

Los continuos enlaces entre las rama española y austríaca de la casa de Habsburgo supusieron que el protocolo de las cortes de Madrid y Viena fueran desarrollándose en paralelo. Así, el matrimonio de la hermana de Felipe II, María, con su primo Maximiliano II supuso una corte hispana alrededor de la infanta en Centroeuropa. A lo largo del siglo siguiente estos enlaces entre primos se repetirían con frecuencia en ambas direcciones.
El mantenimiento de la etiqueta de Borgoña suponía un gran coste debido a que exigía un gran número de oficiales y criados, así como un gran gasto en el servicio de mesa, cerería o tapicería. No obstante, el uso de la etiqueta en la corte española contribuyó a reforzar la imagen de poder y majestad del soberano español. La etiqueta de Borgoña, aunque transformada y adoptada sobrevivió en España hasta finales del siglo XVIII.
En la corte de Viena continuó utilizando la etiqueta de origen borgoñón con similar objetivo en lo que sería llamado protocolo austríaco hasta el colapso del Imperio austrohúngaro en 1918.

Características

Según Joaquín Martínez-Correcher y Gil las principales características de este etiqueta eran:

  • orden enormemente riguroso.
  • fastuosidad al máximo.
  • instauración de una atmósfera casi divina alrededor del soberano, y
  • fomento de la cohesión entre los diferentes Estados de Borgoña.

Esta etiqueta precisaba de un gran número de cargos entre los que pueden señalarse: sumiller de corps, acroy, sumiller de cortina, copero, trinchante, panetier, sumiller de la paneteria, frutier, etc...

Otra manifestación de la etiqueta era el uso de la denominada Real Cortina en las veces en que el soberano. También los aspectos ceremoniales de la orden del Toisón de Oro se enmarcaban dentro de la Etiqueta de Borgoña.


Historia.


En 1548, Carlos I ordenó que se procediese a la introducción en la corte castellana de la etiqueta al estilo de Borgoña. En lo fundamental, consistía en la aparición de nuevos oficios para la asistencia personal del Príncipe Felipe, ante todo un nuevo estilo ordenado para el servicio de las comidas. La decisión no fue muy bien recibida. 
El mantenimiento del estilo borgoñón suponía un incremento de los gastos en Palacio, pues, aunque disminuyera el número de cargos, aumentaban las cantidades que a cada uno les estaban asignadas. Por ello, en las peticiones de las cortes castellanas de 1555 y 1558 se pidió que en la casa que había que poner a Don Carlos se volviese al tradicional estilo de Castilla. Para la mayoría de los cortesanos, la etiqueta borgoñona fue una dificultad añadida, puesto que suponía mayores dificultades para ese "tener entrada" que todos ansiaban. 
Sin embargo, no hizo otra cosa que reforzar las pautas anteriores de ambicionar los lugares próximos al rey, puesto que éstos habían venido a ser todavía menos y el acceso a la regia persona se había hecho considerablemente más restringido y difícil. Desde el punto de vista de la majestad real, la importancia de la etiqueta de Borgoña no radica tanto en que diera una mayor magnificencia o boato a la vida en Palacio. 
La corte castellana anterior a 1548 parece haber sido de una divertida y espléndida brillantez caballeresca, que no parece que tuviera tanto que envidiar a los fastos septentrionales que el Príncipe Felipe conoció en su célebre viaje a los Países Bajos iniciado el mismo año que se reformaba su Casa a la borgoñona. Por otra parte, la práctica de la etiqueta implantada en Castilla no consistió en la restauración del mítico estilo Borgoña de tiempos de Carlos el Temerario, sino que resultó una mezcla del orden cortesano del Emperador con pervivencias castellanas. 
La transcendencia capital de la etiqueta borgoñona consistió en que facilitaba el retraimiento del Príncipe dentro de la corte. El historiador Ludwig Pfandl apuntó que esta etiqueta venía a convertir al Príncipe en una especie de tabú dentro de las paredes del Palacio. El nuevo estilo de servir levantaba una barrera en torno a la persona real que muy pocos llegaban a atravesar y la vida palaciega giraba, precisamente, alrededor de la proximidad al rey y de los lugares que se ocupaban en su estela. 
El espacio de la corte, siempre sujeto a reglas, aparecía, ahora, indisponible y mucho más limitado. Todavía se habría de estrechar bastante más, porque la tendencia de retraimiento regio no dejaría de crecer a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI. Se ha dicho que Felipe II se convirtió en una especie de Rey Oculto, tema que ha sido estudiado brillantemente por Fernando Checa. El cronista Pierre Matthieu describió las prácticas de ocultamiento de Felipe II de una forma muy expresiva.
 Para este autor, "no (a)parecía, sino como San Telmo en las nubes pasado la tempestad y vendía tan cara su vista a los españoles que ninguno, por grande que fuese, le vio sin primero solicitarlo"

Escenario predilecto de ese retraimiento habrían sido, en primer lugar, las casas y sitios reales, como el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, donde -escribe Matthieu- "se encerró... resuelto en no salir más y en mirar desde allí las ondas y las borrascas de la tierra". 

Pero incluso en el interior del Alcázar de Madrid, Felipe II habría buscado ocultar su visión al común de los cortesanos; en la capilla real con el recurso a la cortina que velaba su imagen; en esa torre en que tanto le gustaba estar porque desde ella podía verlo todo y no ser visto:
 "Ve su Majestad por las vidrieras encajadas en mármoles todos los que entran y salen sin ser él visto"
Pero también en la ya analizada práctica del despacho de los negocios se deja observar ese retraimiento característico, pues éste se primaba, sin duda, al prescindir del despacho a boca y a pie en beneficio de la consulta escrita, con el desarrollo de la figura de los secretarios reales que Felipe II propició.

 Las críticas que recibió por abandonar el despacho tradicional, recuérdese, insistían en que era un mandato divino que los reyes "fuesen y sean públicos y patentes oráculos a donde todos sus súbditos vengan por respuestas y por remedio de sus necesidades y consuelo de sus afliciones, lo cual todo llevan muchos y muchas veces con sólo haber visto la cara de su rey y llevar una palabra buena de su boca"

Felipe II no habría querido ser público y patente oráculo que se manifestaba a sus súbditos y prefirió ocultarse. Para Pierre Matthieu, lo que había conseguido el rey con ello era que:

 "Cuanto más lejos estaban de él sus vasallos tanto más le temían, conociendo por el apartamiento una grandeza admirable y alguna cosa más que las ordinarias". 

He aquí un objetivo político claro tras el ocultamiento real, una forma de realzar la majestad al hacerla, si se quiere, más misteriosa e incrementar, de esta forma, el poder monárquico, preeminente, pero todavía limitado en el siglo XVI. Otros monarcas de la Edad Moderna también usaron su imagen para conseguir objetivos similares, aunque el caso de Felipe II y los Austrias posteriores resulta extraordinario porque lo habitual es incrementar y facilitar la visión de los reyes, no impedirla. Entre los coetáneos del Rey Prudente, por ejemplo, Isabel I Tudor parece haber sido plenamente consciente de la importancia de la majestad para desplegar su poder en escena.
 Entre los monarcas del siglo siguiente, Luis XIV es, sin duda, quien nos ofrece el ejemplo más completo de uso de la majestad con estos fines, pero, también en este caso, se recurre a la participación en espectáculos de corte y toda clase de ceremonias palaciegas. En las Memorias de Luis XIV encontramos una interesante teoría del valor político de dejarse ver abiertamente entre sus súbditos. En un pasaje recuerda la práctica de ocultamiento característica de los Austrias hispanos que había iniciado su antepasado Felipe II:

 
"Hay naciones en las que la majestad de los reyes consiste, ante todo, en nunca dejarse ver. Esto es posible entre espíritus acostumbrados a la servidumbre, a los que sólo se gobierna mediante el miedo y el terror". 

Quiere Luis XIV que una monarquía en la que el rey no se deja ver por sus súbditos es una forma proclive a la tiranía, pero, aunque la condena expresamente, obsérvese que, como ya antes Pierre Matthieu, no deja duda de la efectividad política de esta práctica de ocultamiento en el robustecimiento del poder real. Para los cortesanos el paso del siglo se había ido sustanciando en una serie de modificaciones en el que había sido su orden tradicional. Bien a través de la etiqueta de Borgoña o de las nuevas formas de despacho, la presencia del rey se les negaba y, con ello, la posibilidad de ascender en la corte se hacía más complicada y debía correr por nuevos caminos. Uno de éstos era acercarse a esos nuevos privados que también habían pasado a ocupar un lugar en el despacho y que tenían entrada gracias a la etiqueta borgoñona.
 El Conde de Portalegre se hizo eco de todos estos cambios en la Instrucción de 1592, un magnífico texto de corte compuesto "para lectura de curiosos" y no sólo para su hijo, como se quiere aparentar en su personalizada redacción. Como Portalegre, que se había criado en la corte anterior a 1548, trazaba sus preceptos sobre la base de la instrucción que Juan de Vega había escrito a mediados del siglo, la comparación entre ambas arroja mucha luz sobre la capacidad de reacción de que los cortesanos hicieron gala para adaptarse a una corte cambiante. Cómo enfrentarse o encarar la figura de los privados se contaba entre las novedades:
 "Para subir a estos puestos (los mayores) el camino del atajo es el de la negociación, más llano el de los merecimientos, pero rodéase mucho por él. Tomaría que fuésedes por medio entre la solicitud indigna y baja de los más y la entereza, y al revés de Juan de Vega, que nunca se rindió a los lobos,... procurad merecer las cosas v fundaos en esto, mas no disgustéis a los privados, sufridlos, disimulad con ellos y granjeadlos con decoro y destreza". 
Un cortesano no debería incurrir nunca en la indecorosa mentira, pero sí le estará permitido disimular con destreza. La disimulación de que aquí se habla será uno de los signos más característicos de la vida de corte moderna. Era ésta una especie de razón de estado cortesana que, sin entregarse a la mentira, tampoco llegaba a decir la verdad. 
A finales del siglo, los preceptos de Portalegre sancionaban la adopción de esta ambigua actitud como algo necesario para quien quisiera vivir en la corte y ascender en ella. Sin embargo, setenta años antes disimular era un paso que no todos querían dar porque se hallaba demasiado cerca del mentir, limitándose a emplearse en los otros dos ejercicios que la teoría de corte recomendaba, esperar y desconfiar. 
Uno de los primeros y mejores retratos conservados de la vida de corte en la España del XVI fue el que Johannes Dantiscus trazó en su correspondencia. En 1519, se encontraba en Barcelona durante la celebración del capítulo del Toisón de Oro presidido por Carlos, el nuevo Emperador, y le escribió a un amigo cómo era aquel laberinto en el que, confesaba, se hallaba algo perdido. Comparando la corte como una gran escuela, el embajador Dantiscus apunta que en ella se aprenden cuatro grandes facultades, es decir, materias de enseñanza: 
"... la primera enseña la paciencia, la segunda a no confiar, la tercera a disimular y la cuarta y la principal a cómo mentir con educación".
 Dicho esto, a continuación expone el estado de sus progresos en el adiestramiento cortesano que estaba recibiendo en Barcelona:
 "Yo mismo soy consciente de cuánto he aprovechado en la primera; en la segunda escucho lecciones a diario; las dos últimas exigen un carácter más sutil que el mío y nadie puede progresar en ellas a no ser por inclinación natural"; para terminar pidiendo que el rey Segismundo Jagellón "me haga volver, pues ya estoy más que medianamente instruido en las dos primeras. No sea que, al demorar aquí mi estancia, la maldad venza a la naturaleza en las dos siguientes". 
Como puede verse, a comienzos del XVI se desaprobaba, claro, la mentira, pero también la disimulación, porque una y otra eran incompatibles con la naturaleza, es decir, con la naturalidad que, según la preceptiva, constituía el ideal del caballero en corte. No sólo no debía falsear la verdad mintiendo, el perfecto cortesano tenía que huir de toda afectación, también engañosa, en sus ademanes y actitudes para mostrarse tal cual era. Esto ya sería suficiente para probar lo egregio de su condición, porque la perfecta cortesanía era una expresión de la virtud interior, una especie de privilegio estamental que de forma natural poseían damas y caballeros. 
Esa natural virtud interior donde se demostraba con mayor brillantez era en la agilidad al dialogar y en el ingenio al hacer comentarios, se decía, "de repente". Recuérdese aquí a Folch de Cardona que, por no mentir, sólo hablaba su nativo catalán en la corte y es que la expresión oral también debía ser natural y no falseada. Sin duda, la cortesanía del XVI supone el triunfo de la oralidad y su quintaesencia, El Cortesano de Castiglione, como escribió Garcilaso de la Vega, era un libro que "trata de todas las maneras que puede haber de decir donaires y cosas bien dichas a propósito de hacer reír y de hablar delgadamente". El término italiano "sprezzatura" venía a definir esa buscada falta de afectación en comportamiento, gestos y expresión que debían adoptar los cortesanos.

 En castellano, la idea se tradujo en la máxima de moverse con un "desembarazo compuesto". Sin embargo, comportarse así exigía más de un esfuerzo porque la ansiada naturalidad no era afectada, pero tampoco podía caer en simpleza o rusticidad. La cortesanía era una forma de mesura entre todos los extremos posibles de la que resultaban amenidad, entre el disgusto y la burla, alegría, entre la gravedad y el ridículo, agudeza, entre la tosquedad y la erudición, apostura, entre la fealdad y la lindeza, etc., etc. En castellano, a este segundo carácter de la cortesanía se le llamó comedimiento. 

En suma, para la nobleza cortesana el Palacio es un espacio moral y su cultura una forma de ética, algo innato, no estudiado, fruto apenas de la virtud estamental de sus componentes. Pero esto no supone que tras esa mesurada ética de la naturalidad no se escondiera una política, una respuesta a una pregunta clave para el siglo XVI, la de en quiénes deberá apoyarse el monarca o, en el fondo, cómo se ha de gobernar. Un principio inamovible del perfecto cortesano es que no se puede aprender a serlo, que, por más que se imiten ademanes y gestos, la cortesanía no tiene reglas y sólo se alcanza, lo hemos visto, como expresión de una innata virtud aristocrática. Ese rechazo de lo aprendido es el mismo que sale a relucir en la negativa nobiliaria a aceptar que una formación escolástica fuera base suficiente para enfrentar las tareas de gobierno y que fue lanzada contra el ascenso político de los letrados juristas.

 Por ejemplo, cuando Felipe II, recién llegado al trono en 1556, introdujo un número mayor de letrados en los consejos en detrimento de la presencia nobiliaria, Juan de Vega, al que ya conocemos por sus advertencias cortesanas, le escribió al mismo rey sin contemplaciones que:

 "... muy diferente cosa es saber las leyes y pragmáticas de cómo se ha de gobernar los reinos y provincias y hacer justicia al ejecutar el gobierno y la justicia, que, si por reglas e instrucciones se pudiesen aprender las cosas semejantes, no habría nadie que con un poco de ingenio no diese a aprender estas reglas, así de la paz como de la guerra y no saliese excelente y bastante en el arte, mas como la cosa no está en la ciencia adquista (i.e. adquirida), sino en otras virtudes del alma y del ánimo que Dios da a quien es servido, hay tan pocos sujetos para semejante oficio, por más leyes ni libros que hayan visto ni estudiado".



La Capilla Real es una capilla del Palacio Real de Madrid y también una institución ligada a la Casa Real Española y que forma parte fundamental de la Corte de los reyes.

Sumiller de cortina

La palabra sumiller designaba durante los siglos XVII y XVIII al jefe principal de alguna oficina o ministerio de la Real Casa española. Uno de esos cargos era el de sumiller de cortina o sumiller de oratorio y cortina: un oficial de palacio eclesiástico muy distinguido y su ocupación se centraba en conocer el horario de las misas para tener avisado al capellán que debía oficiar las misas rezadas petite chapelle. en dichas celebraciones religiosas le correspondía correr la cortina del camón o tribuna delante del Rey y en asistir a éste en los oficios divinos en la capilla real. También debía bendecir la mesa real en ausencia del capellán y del procapellán mayor de palacio, Patriarca de las Indias, etc.

Se trata de un término propio del Ducado de Borgoña, que fue introducido en la corte española en la época de Felipe el Hermoso y consolidado por Carlos I.

En los oficios eclesiásticos portaba un tafetán con el que limpiaba el misal y lo mismo hacía con la paz antes de llevársela a besar a los reyes que eran los momentos en los que abría o cerraba las cortinas. Además, estos sumilleres custodiaban todos los ornamentos y libros de Devoción, Horas y Cuentas que utilizaba el monarca. Los sumilleres de cortina estaban entre los cargos expresamente autorizados para asistir a las audiencias y comidas del rey.

Sumilleres de cortina

Algunos de los sumilleres de cortina más conocidos son los siguientes:

  • Juan Leblanch, Simon Weury, Juan de Honte, Jehan de Helviez, Guillaume de Vandenesse y Luis Manrique de Lara, del emperador Carlos I.
  • Juan de Benavides, del rey Felipe II.
  • Juan de Guzmán, de los reyes Felipe II y Felipe III.
  • Bernardo de Sandoval y Rojas y Juan de Fonseca y Figueroa, del rey Felipe III.
  • Francisco de Moscoso y Osorio, Alonso Téllez Girón (-1643), Melchor de Moscoso y Sandoval y Jerónimo de Mascarenhas, del rey Felipe IV.
  • Juan Bravo y Acuña, del archiduque Alberto de Austria.
  • Nuño Ibáñez de Segovia, Francisco Portocarrero, y Juan Francisco de la Cerda, del rey Carlos II.
  • Raimundo de Villacis y Manrique de Lara, Carlos de Borja y Centellas y Juan Antonio Vizarrón y Eguiarreta, del rey Felipe V.
  • Juan Escóiquiz, del rey Carlos III.
  • Julián María de Piñera, del rey Fernando VII y de Isabel II.
  • Miguel Asín Palacios, del rey Alfonso XIII.





Capilla pública.

Capilla pública era el nombre que recibía cada una de las ocasiones en que el rey de España acudía a la capilla del Palacio Real de forma pública y solemne.

Historia
Capilla pública del 7 de diciembre de 1876 en la vigilia de la Fiesta de la Inmaculada Concepción, con motivo del capítulo de la orden de Carlos III. (Grabado de La Ilustración Española y Americana) Grabado de 1876 en que se muestra a Alfonso XII bajo el dosel en la capilla del Palacio Real de Madrid



El término tiene su origen en la etiqueta de Borgoña, que contenía amplias disposiciones referentes a la Real Capilla, ya que esta ocupaba un espacio central del protocolo borgoñón.1​ En el siglo XVI este ceremonial consideraba que el rey sale a capilla, cuando iba a esta de forma ceremonial y solemne, recorriendo las galerías superiores del Real Alcázar de Madrid con su séquito hasta llegar a la capilla, entrando a esta por la llamada sala grande de la Emperatriz. Desde sus inicios el recorrido del monarca y su séquito por las galerías superiores del Alcázar, y después por las galerías del Palacio Real, constituían parte de la ceremonia.
Hasta mediados del siglo XIX para denominar estas ocasiones se utilizaban términos como Capilla u ocasiones en que el rey asiste a su real cortina.​ Esta ceremonia se contraponía a las ocasiones en que el rey acudia en privado a la capilla, diciéndose entonces que el rey acudía al cancel o tribuna.
Desde mediados del siglo XIX se comienza a utilizar el término capilla pública. Con la caída de Alfonso XIII este acto dejó de celebrarse y no fue retomado en el reinado de su nieto Juan Carlos I.

Desarrollo

El acto se producía en las festividades religiosas señaladas por el ceremonial y en otras celebraciones que el monarca declaraba capilla pública.​ Desde principios del siglo XIX las festividades religiosas objeto de la capilla pública quedaron establecidas por la etiqueta. Eran las siguientes:

  • fiesta de la Epifanía (6 de enero)
  • fiesta de la Purificación de Nuestra Señora (2 de febrero),
  • Miércoles de Ceniza,
  • fiesta de la Anunciación de Nuestra Señora (25 de marzo),
  • Domingo de Ramos,
  • Jueves Santo,
  • Viernes Santo,
  • Pascua de Resurreción,
  • fiesta de la Ascensión de Nuestro Señor,
  • fiesta de Pentecostés,
  • fiesta de la Santísima Trinidad,
  • domingo de la Infraoctava del Corpus,
  • fiesta de Todos los Santos (1 de noviembre),
  • fiesta del Patrocinio de Nuestra Señora,
  • fiesta de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre),
  • fiesta de la Natividad de Nuestro Señor (25 de diciembre).
El resto de celebraciones en que le monarca señalaba que habría capilla pública se relacionaban principalmente con aquellas ocasiones en que los miembros de la familia real solían recibir sacramentos, como el bautismo o sus matrimonios. También solían declarar que habría capilla pública en las entregas solemnes de la Rosa de Oro a las reinas de España por parte de los papas o la imposición de birretas.

Primeramente, a primera hora de la mañana, se permitía la entrada del público a las galerías del patio del Palacio Real.

A la hora señalada para ir a la Capilla Real se formaba una comitiva de acuerdo con el orden siguiente:

  • los gentileshombres de casa y boca,
  • los mayordomos de semana,
  • los grandes de España cubiertos,
  • los prelados,
  • el monarca y su consorte,
  • el resto de miembros de la Real Familia,
  • jefes superiores de Palacio,
  • los alabarderos.
La procesión discurría por las galerías del patio, alfombradas y decoradas para la ocasión con tapices, entre el público que se agolpaba a uno y otro lado. A lo largo de cada lado público se distribuían a intervalos regulares los alabarderos.
La procesión entraba en la Real Capilla y se colocaba según su rango.​ El monarca y su consorte tomaban asiento bajo el dosel (que continuaba conociéndose también por su anterior denominación, cortina). En la capilla no entraba el público sino que solamente entraban los que habían tomado parte en la comitiva regia, el cuerpo diplomático y otros invitados.
Era considerada como una de las ceremonias más solemnes de la corte española. Se exigía la asistencia de los participantes en la procesión con uniforme de etiqueta y traje de corte para las damas.

Notas
 Desde fecha incierta (aproximadamente el último cuarto del siglo XIX), en las ocasiones en las que estaba manifiesto el Santísimo Sacramento la Real Cortina no se encontraba doselada y cortinada, siendo sencillamente un estrado alfombrado donde se colocaba los sitiales y el reclinatorio vestido para el monarca y su consorte.



Real Cortina.

Detalle de un grabado de 1701 en que se muestra la Real Cortina con Felipe V. La ceremonia representada es la Jura del nuevo monarca en la iglesia del Monasterio de los Jerónimos de Madrid.



La Real Cortina (o más sencillamente cortina) era un dosel (u oratorio portátil) cortinado utilizado como elemento ceremonial por los reyes de España en las ceremonias religiosas solemnes.

Historia

El origen remoto del uso de oratorios cortinados en las ceremonias religiosas puede encontrarse en la corte del Imperio bizantino. El juego de ocultar al soberano entronca con el carácter sagrado o sacramental propio de la monarquía en Oriente.

El antecedente directo de la Real Cortina se encuentra en la corte de los duques de Borgoña. En el complejo protocolo de la corte borgoñona se utilizaba un dosel cortinado durante algunas funciones litúrgicas públicas.​ Así mismo está documentado el uso de oratorios cortinados en otras cortes bajomedievales europeas como la portuguesa o la escocesa. En la corte castellana se tiene constancia de que en el reinado de los Reyes Católicos, estos oían misa en público en las cortinas reales.
De forma tradicional se ha identificado la introducción de esta tradición borgoñona en la corte española se realiza a través de Carlos I de España, nieto de María de Borgoña, heredera del Estado borgoñón. La incorporación de este elemento ceremonial se realiza dentro de la adopción por el monarca español de parte del protocolo borgoñón. Esta asimilación llevaría a la conocida dualidad de existir una casa de Castilla y una casa de Borgoña al servicio del monarca.

 Los Austrias españoles utilizaron la asistencia a misa en la Real Capilla del Alcázar de Madrid como forma de expresión ceremonial y comunicación con sus súbditos. De esta forma podían asistir en público (utilizando la cortina) o en privado (desde la tribuna situada a los pies de la capilla, conocida también como cancel).​ Hacia 1600 el eclesiástico francés, François de Tours describía como:
el Rey entró en la capilla acompañado de un único guardia y dos pajes. Se colocó sobre un reclinatorio cercano al altar, al lado del Evangelio. Este reclinatorio estaba rodeado de cortinas de damasco, semejantes a las que bordean una cama, y se levantó la cortina. El Rey entró y se dejó caer la cortina y repentinamente dejó de verse al Rey.
En otras ocasiones podía instalarse la cortina para la asistencia del rey a funciones religiosas en lugares no destinados al culto.​ Al menos en una ocasión la reina utilizó una cortina separada de la del rey.​

Con el establecimiento de la casa de Borbón en España, Felipe V que utilizó al principio de su reinado la cortina, se abandonó su uso. No obstante, continuaba conociéndose como cortina al dosel únicamente cortinado en su parte posterior y parcialmente a cada lado, que albergaba al monarca en las conocidas como capillas públicas (frente a las ocasiones en que el rey acudía desde el cancel o tribuna).
Desde 1681, y al menos hasta 1832, las ocasiones en las que el rey asistía a la real capilla se dividían en dos, según el grado de publicidad de la aparición del rey, en ocasiones en que el rey acudía a la cortina o a la tribuna. Las festividades en las que el rey acudía a la cortina según el ceremonial de 1832 eran: Miércoles de ceniza, Domingo de ramos, Jueves Santo, Viernes Santo​, Domingo de Resurrección, Ascensión del Señor, Domingo de Pentecostés, Domingo de la Santísima Trinidad, Octava del Corpus Christi, Epifanía, Purificación de la Virgen, Encarnación, Todos los Santos, Patrocinio de Nuestra Señora e Inmaculada Concepción.

Tras la caída de Alfonso XIII en 1931, cesó el uso del dosel. Durante el régimen franquista el dosel fue vuelto a utilizar por Franco y su esposa en actos solemnes en la capilla del Palacio Real de Madrid, como la imposición de birretas a cardenales.
En la actualidad se mantiene en España el uso de un dosel en la capilla del Palacio Real de Madrid​ y en otros templos cuando el monarca asiste en público a ceremonias religiosas solemnes.

Descripción

La Real Cortina fue definida por Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española, dentro de la palabra cortina:

Los Reyes acostumbran tener en sus capillas, y en las iglesias donde oyen los oficios Divinos unas camas, debajo de las cuales les ponen las sillas y sitiales: y por que se corre una de las cortinas, cuando entra o sale el Rey, o se hace alguna ceremonia, como la confesión, la paz, y las demás;
La cortina se situaba normalmente en el lado del Evangelio de la capilla o iglesia.​ De forma ordinaria era un dosel de madera de planta cuadrangular cortinado en todos sus lados y en su techo. Como apunta Covarrubias, salvo en algunos momentos litúrgicos solo se encontraba descorrida la cortina correspondiente al lado en el que se encontraba el celebrante.
En ocasiones, las telas que guarnecían la Real Cortina se cambiaban de acuerdo con el color litúrgico utilizado para la ceremonia religiosa.​ Dentro de la Real Cortina se disponían ricas alfombras, sitiales, reclinatorios y escabeles para el monarca.
El encargado de correr y descorrer la cortina para que los asistentes pudieran ver al monarca (hacia los pies de la iglesia o capilla) se denominaba sumiller de cortina. Este cargo era uno de los cargos más relevantes de la Real Capilla junto con otros como pro-capellán mayor o los capellanes de honor.
Desde fecha incierta (aproximadamente el último cuarto del siglo XIX), en las ocasiones en las que estaba manifiesto el Santísimo Sacramento la Real Cortina no se encontraba doselada y cortinada, siendo sencillamente un estrado alfombrado donde se colocaba los sitiales y el reclinatorio vestido para el monarca y su consorte.




Cancel (corte española)




La tribuna o cancel en la corte española era el lugar de la real capilla desde el que los reyes o las personas reales asistían a las ceremonias litúrgicas de forma privada.

Historia

Desde finales del siglo XV, los soberanos españoles, cuando asistían a su capilla en palacio y lo hacían de forma pública, utilizaban la conocida como real cortina. Este elemento era conocido también como cama o camón, por ser de forma similar a un dosel de cama.

El cancel puede observarse en parte inferior central de la real capilla del Alcázar de Madrid, bajo las letras S. En la parte superior izquierda puede observarse la real cortina con su sitial, entre las letras A y F (Detalle de un plano de 1626)


Hacia la segunda década del siglo XVII, se arma en los pies de la capilla del Alcázar de Madrid, y bajo el coro, una especie de tribuna o cuarto con vidrios orientados hacia la capilla que permitían ver esta. El nuevo espacio servía para que el rey pudiera seguir las ceremonias litúrgicas de forma privada, sin que, desde el punto de vista ceremonial y de etiqueta, se le tuviera por presente.​ En estas ocasiones se decía que se asistía al cancel o a la tribuna, o también, en secreto.​ También servía como un lugar adecuado para que la reina e infantes y otras personas reales siguieran las ceremonias de la real capilla.

Desde su origen en el siglo XVII será conocido como cancel o tribuna.​ En el siglo XIX se impondría esta última denominación.

El cancel de la capilla del Alcázar el cancel fue descrito por el viajero Francisco de Tours en 1700:

una separación adornada con paneles de cristal: allí estaba la Reina y todas las damas de Palacio.

Croquis de la capilla real de Madrid para el matrimonio de María de las Mercedes, princesa de Asturias en 1901. En su parte inferior se marca la tribuna, ocupada en esta ocasión por la abuela de la novia, la archiduquesa Isabel de Austria.

Tras el incendio del Alcázar en la Navidad de 1734, la familia real pasó a residir en el palacio del Buen Retiro. En la iglesia del monasterio de los Jerónimos, anexa al palacio del Buen Retiro, y que hacía las veces de real capilla, se construyó una tribuna.​ Al poco tiempo se comenzó a planear y construir el palacio real nuevo. En su capilla, se dispuso una tribuna vitrada bajo el coro, en el mismo lugar respecto del esquema general de la capilla, en el que se encontraba la de la capilla del desaparecido alcázar.
 Desde 1681y hasta al menos el reinado de Fernando VII se dividían las ceremonias religiosas de la corte española, en función de su carácter público o privado, en aquellas en las que el rey asiste a la cortina o asiste a la tribuna. Así en 1832 se señalaba que:

Todos los domingos y fiestas del año sale S.M. á Misa mayor á la tribuna.

En contraste el rey salía a la real cortina en algunas festividades puntuales señaladas por el ceremonial.

Al menos desde el reinado de Alfonso XIII se utilizaba la tribuna (por aquel entonces conocida también como tribuna baja) para aquellos miembros de la familia real que deseaban presenciar las ceremonias litúrgicas de forma discreta. En el caso de los príncipes extranjeros que no tenían rango asignado en la corte, este espacio servía para que presenciasen las ceremonias de la real capilla.

En la actualidad en la capilla real de Madrid continúa existiendo la tribuna vitrada, aunque no es utilizada por el monarca o las personas de la real familia cuando acuden a la Real Capilla.




Orden de San Raimundo de Peñafort




Resumen Histórico

En 1944, siendo Ministro de Justicia Don Eduardo Aunós, se publica en el Boletín Oficial del Estado de 7 de febrero de 1944, el Decreto de 23 de enero de ese mismo año (festividad de San Raimundo de Peñafort, patrono de los juristas) por el que se crea la Cruz de San Raimundo de Peñafort para premiar el mérito a la Justicia y recompensar hechos distinguidos o servicios relevantes, de carácter civil, en el campo del Derecho, poniéndola bajo la advocación del que fuera eximio español y príncipe de los cronistas.
Se crea rememorando las excelsas virtudes de un dominico español benemérito, confesor de reyes y papas, cronista insigne, escrutador iluminado de las vastas perspectivas del Derecho y de la Moral.
Fue su sentido universalista, su alma misionera, su docta pluma de legislador y tratadista, lo que ha dejado un rastro imperecedero en la memoria de los hombres y mujeres vinculados al servicio del Derecho y las Leyes.

Vida del Santo

Raimundo de Peñafort, San. ¿Villafranca de Penedés (Barcelona)?, c. 1175-1185 – Barcelona, 6.I.1275. Santo, teólogo, tratadista, canonista, maestro de la Orden de Predicadores (OP).

Nació, según se cree, en el castillo de Penyafort, cercano a Vilafranca del Penedès (Barcelona), c. 1175- 1185. El 20 de noviembre de 1204 actuaba en Barcelona como escribiente del juez eclesiástico Ramón de Rosanes, lo que hace pensar que estudiaba por entonces en la escuela de la catedral. Cursó Derecho Civil y Canónico en Bolonia; una vez obtenido el título, abrió allí una escuela durante breve período de tiempo; pudo conocer a santo Domingo de Guzmán en aquella ciudad. En Bolonia se dice que compuso una Glosa o explicación del Decreto de Graciano; actuó allí como testigo de un préstamo (24 de abril de 1218).
Es probable que regresara a Barcelona en el verano de 1219; el 7 de agosto de 1220 se hallaba ciertamente en la ciudad condal, e hizo de testigo de una donación de Guillermo de Caldes al obispo de Barcelona y al Cabildo catedral. Raimundo, “catalán y profesor de derecho canónico”, como se presentaba, compuso por entonces una obra, sin título, pero que se conoce como Summa de iure canonico. Se difundió en códices manuscritos, pero no se editó hasta 1945.

Rius Serra realizó una edición en esta última fecha a partir del codex Burghesianus n.º 261 de la Biblioteca Apostólica Vaticana. Con posterioridad se descubrió otro manuscrito en la Staatsbibliotek de Bamberga, can. 19. Los profesores claretianos Javier Ochoa y Luis Díez la editaron de nuevo en 1975, a partir de los dos manuscritos mencionados.

La Summa de iure canonico fue redactada con toda probabilidad en Barcelona entre 1222 y 1224, cuando tocaba a su fin el magisterio que ejercía en la escuela de derecho del Cabildo catedral; se la pidieron con insistencia y quiso plasmar en ella “como un memorial de su trabajo”, antes de ingresar en la Orden de Santo Domingo. Resultó útil para el alumnado y el clero en general. En el proemio adelantaba el extenso campo que pensaba abarcar: estudio de las diferentes clases de derecho, cuestiones relativas a los ministros eclesiásticos, orden judiciario, contratos y asuntos de las iglesias y de los clérigos, crímenes y penas, sacramentos, procesión del Espíritu Santo. Sin embargo, en los dos códices que se conocen, se hallan tan sólo los tratados de las diferentes clases de Derecho, y cuestiones que afectan a la vida y ministerio de los clérigos.

Su entrada en la Orden dominicana se verificó en Barcelona —en la casa de Pedro Gruny, primera morada de los frailes predicadores, situada en el carrer de Sant Domènec del Call—, el viernes santo de 1223 ó 1224.

Entre 1225 y 1227 hizo una primera redacción de la Summa de pænitentia, conocida con diferentes títulos: Summa Raymundiana, Summa casuum, Summa de casibus, Summa de casibus pænitentiæ, entre otros. La compuso en el Convento de Santa Catalina de Barcelona, a ruegos del provincial Suero Gómez. La revisó por los años 1235-1236 adaptándola a la codificación de las Decretales de Gregorio IX. Su objetivo era prestar ayuda a los confesores en el ejercicio del ministerio sacramental. Está dividida en tres libros: I. De los pecados que principalmente se cometen en relación a Dios; II. Pecados en referencia al prójimo; III. De los ministros irregulares, irregularidades, impedimentos para recibir órdenes sagradas, dispensas, sentencias, penitencias y remisiones. De ella han hecho también nueva edición —como por lo demás de sus otras obras— los profesores ya nombrados, Ochoa y Díez; ofrecen aquí directa y principalmente el texto de la segunda redacción, con anotaciones oportunas para indicar cuál fue el texto de la primera. Copias manuscritas se encontraban en la mayor parte de las bibliotecas de Europa. En el capítulo provincial de la provincia de España, celebrado en Toledo (1250), se mandó que estuviera en las bibliotecas de todos los conventos. Se conocen ediciones impresas en Roma (1600, 1603, 1619), Aviñón (1715), Lyón (1718), París-Lyón (1720), Verona (1744). Bien puede decirse que se advierte en este libro un esfuerzo por hallar solución adecuada a las diferentes cuestiones; el equilibrio y buen sentido aparece por doquier: los predicadores debían exponer la fe con razones y dulzura, y no con aspereza, “sin obligar, porque el servicio que es fruto de coacción no es del agrado de Dios” (I, 4).

Al comienzo de la primavera de 1228 llegó a España como legado del papa Gregorio IX el cardenal Juan d’Abbeville, Halgrin o Alegrin, antiguo regente de la facultad de teología de París, arzobispo de Besançon (1225), y patriarca latino de Constantinopla (1226); tenía por entonces el título de cardenal-obispo de la diócesis suburvicaria de Sabina. Asoció a Raimundo de Peñafort a su legación en calidad de “penitenciario” con el encargo especial de oír confesiones y predicar al pueblo. Tuvo ocasión de enriquecerse en contacto con reyes y nobles, obispos, cabildos canonicales, monasterios, y toda clase de gentes en ámbitos geográficos muy diversos. Desde finales de marzo de 1228 o principios de abril emprendieron un viaje para el que se precisaba resistencia por encima de lo normal. Estuvieron en el monasterio burgalés de San Pedro de Cardeña (10 de junio), Segovia (16 de julio), Ávila (20-21 de julio), de nuevo en San Pedro de Cardeña (8 de agosto), Carrión de los Condes (20 de agosto), Astorga (septiembre), Pola de Gordón (León, 29 de septiembre), Oviedo, Santiago de Compostela (3 de noviembre), Valladolid (diciembre). Entraron después en tierras de Portugal, quizás por Zamora: Guimarães, Oporto, Tojal y Coimbra (7 de enero de 1229). La siguiente ciudad visitada fue Salamanca (5 de febrero), Zaragoza (20 de marzo), Lérida (29 de marzo), Tarazona (29 de abril), Tudela (1-2 de mayo), Calatayud (20 de mayo), Huesca (fin. de mayo), Ocaña (Toledo, 3 de junio), San Lorenzo de la Parrilla (Cuenca, 14-20 de junio), Sigüenza (17 de julio), León (6 de agosto), Lerma (17 de agosto), Ágreda (26 de agosto), Zuera (31 de agosto), Martorell (Barcelona, 10 de septiembre), Barcelona (11-19 de septiembre), Vic (20 de septiembre), Gerona (25-26 de septiembre).

El recorrido por una parte tan extensa de la Península Ibérica le dio oportunidad de comprobar las grandes necesidades que afectaban a la Iglesia, y lo oportunas que resultaban para remedio de las mismas las disposiciones promulgadas por el IV concilio de Letrán (noviembre de 1215). El cardenal legado dejó ordenaciones que intentaban atajar la ignorancia del clero y elevar su nivel moral; quería que en las diócesis se abrieran escuelas para su formación, que se predicara y se animara a la frecuencia de sacramentos, que se cuidaran y distribuyeran de manera equitativa los recursos económicos que respaldaban los cargos eclesiásticos, y se residiera en los mismos; pedía que se celebrara con decoro el culto divino, que las órdenes religiosas tuvieran capítulos al menos cada tres años, y se congregaran sínodos provinciales y diocesanos.

En Zaragoza trataron, en conformidad con el mandato papal, de la validez o no del matrimonio entre Jaime I de Aragón y Leonor de Castilla, hija de Alfonso VIII. Raimundo “penitenciario del señor legado” fue testigo del juramento de los Monarcas en la iglesia de San Juan, en la Casa-Hospital. En esta ciudad tuvieron también ocasión de comprobar cómo se deterioraban las negociaciones del rey de Aragón con el rey moro de Valencia, y conocieron el proyecto que tenía el primero de dirigir sus ejércitos a la conquista de las Baleares. Se conservan las actas del concilio que presidió el legado en Valladolid en el otoño de 1228 con asistencia de obispos de Castilla y León.

Lo mismo cabe decir para el de Lérida, iniciado el 1 de abril de 1229, en el que se congregaron prelados de la provincia tarraconense.

Vuelto el cardenal d’Abbeville a la curia papal, entonces en Perusa, y oída su relación, decidió Gregorio IX escribir el 29 de noviembre de 1229 al prior del convento de dominicos de Barcelona y a fray Raimundo, para que animaran con su predicación a los fieles de las provincias de Arlés y Narbona a contribuir con sus ofertas a la guerra contra los moros en las “islas de Mallorca”. No se sabe si esta predicación se llevó a cabo; Mallorca cayó en poder de las tropas de Jaime I el 31 de diciembre de 1229.
Raimundo declinó la invitación de seguir al cardenal legado hasta la Corte pontificia. De su informe positivo, sin embargo, se siguió la decisión de Gregorio IX de llamarle a su lado. Hacia mayo de 1230 estaba ya en Roma y obtuvo el nombramiento de “capellán y penitenciario del Papa”. Recibió, además, el encargo de hacer una nueva compilación de las decretales pontificias. Parece que a comienzos de 1231 estaba ya ocupado de lleno en el trabajo y en esta tarea permaneció unos tres años, hasta 1234.

Gregorio IX deseaba ofrecer a la Iglesia una compilación de las diferentes constituciones y cartas decretales de sus predecesores, dispersas hasta entonces en diversos volúmenes o colecciones. Se dispondría así de un buen medio para discernir entre lo equitativo y lo inicuo, y para dar a cada uno lo que le correspondiera en justicia. La compilación se ofrecía dividida en cinco partes: primera, Compendio de la doctrina acerca de la Trinidad y de la fe católica presentada por Inocencio III en el IV concilio de Letrán; también de los oficios y ministros eclesiásticos; segunda, De los testigos y de otros asuntos relativos a los juicios; tercera, De los eclesiásticos; cuarta, Del vínculo matrimonial; quinta, De los crímenes y penas. La compilación Raimundiana fue promulgada por Gregorio IX el 5 de septiembre de 1234. Afirmaba el Papa en la bula Rex pacificus de manera textual:
 “Para común y máxima utilidad de los estudiantes se decidió redactar [la compilación de las diversas constituciones y cartas decretales] en un solo volumen por obra del amado hijo fray Raimundo, capellán y penitenciario nuestro, cortando lo superfluo, añadiendo las constituciones y decretales nuestras, por las cuales se declaraban algunas cosas que en las anteriores eran dudosas”. Las cinco partes mencionadas constituyen otros tantos libros divididos, a su vez, en 185 títulos que comprenden 1971 capítulos. Realizó el trabajo con amplios poderes del Papa. Éste, cuando lo juzgó necesario, promulgó constituciones especiales para discernir temas confusos o controvertidos; parece que las constituciones circunstanciales alcanzaron la cifra de 65.
La aprobación pontificia convirtió la obra en texto legal auténtico para toda la Iglesia. Naturalmente, será texto de enseñanza en las escuelas de Derecho.

Participó en la Corte papal en la canonización de santo Domingo, realizada en Rieti el 3 de julio de 1234. Se cree que al año siguiente Gregorio IX lo nombró arzobispo de Tarragona, pero no aceptó el cargo. Poco después de septiembre de 1234 reunió seis decretales de Gregorio IX y las envió a los frailes predicadores de los diversos conventos de España para que les sirvieran en su tarea de aconsejar y en la administración de la penitencia; las tomó de la nueva compilación hecha por él, y las seleccionó en razón de su novedad y utilidad; versaban acerca de la excomunión, simonía, usura, y clérigos excomulgados, depuestos o que ejercían bajo entredicho. Compuso también por entonces una colección de constituciones nuevas, en que se recogían las decretales promulgadas por Gregorio IX a petición del propio Raimundo entregado a la tarea de compilar las Decretales, para llenar lagunas del derecho, o solucionar dudas cuando no había sólidos fundamentos jurídicos.
En 1235 continuaba en la curia papal. Por entonces dio respuesta a una serie de preguntas que le formuló el prior provincial de la provincia dominicana de Dacia.
Creytens ha publicado el manuscrito en 1980.

Eran varias las preguntas que se hacían y a todas contestó con claridad y equilibrio. Se le interrogó acerca de las facultades del maestro de la Orden para determinados casos, obligaciones y facultades de los que ingresaban, de las excomuniones, absoluciones, restituciones, conocimiento de lo establecido por la Iglesia, fórmula esencial de la consagración eucarística, indulgencias, y usura.
Desde la ciudad de Perusa donde se encontraba la curia pontificia dio respuesta, el 17 de enero de 1235, a una serie de cuestiones que plantearon al papa misioneros franciscanos y dominicos del norte de África; se encontraban en la región de Túnez y Marruecos desde hacía diez años y habían recibido facultades especiales de Honorio III. Pero la complejidad de los problemas les impulsaba a pedir aclaraciones sobre el modo de proceder. Gregorio IX encargó la respuesta a su “penitenciario” Raimundo; éste, desde sus profundos conocimientos jurídicos, contestó a cada uno de los puntos, anteponiendo el planteamiento de los misioneros. El documento constituye una buena fuente de información sobre determinadas relaciones de cristianos y musulmanes en la zona. Genoveses y españoles mantenían relaciones comerciales en aquella región, contactos que se extendían no sólo a la venta o intercambio de víveres en tiempo de guerra, sino que existía también un verdadero comercio de armas, como espadas, lanzas, cuchillos o materiales para fabricar maquinaria bélica. Cristianos había que, asimismo en tiempo de confrontación, hacían de transportistas a favor de los musulmanes desde zonas fértiles de las regiones norteafricanas a territorios de escasos recursos; se daba, igualmente, la venta de esclavos promovida a veces por los cristianos.

Compuso también una Summa de matrimonio en torno a 1235-1236, para acomodar la materia relativa a este sacramento a la nueva legislación contenida en las Decretales. Viene a ser un complemento de la Summa de pænitentia, y no es extraño que se haya considerado con frecuencia como su última parte; a finales del siglo xiii los frailes predicadores del Reino de Aragón daban a esta obra el nombre de “Summula”, o breve tratado añadido a la Summa de pænitentia, muy provechosa para confesores y otras personas. En realidad es una acomodación de la Summa de matrimonio de Tancredo de Bolonia al nuevo derecho eclesiástico.
Realizó esta tarea a petición de sus hermanos de orden y de confesores. No se dispensó de acudir a las fuentes en que se apoyaba el libro del maestro boloñés y reelaboró, cuando era necesario, los tratados que precisaban ajustarse a la normativa vigente. Consta de tres partes: primera, De los esponsales y matrimonio; segunda, De los quince impedimentos para el matrimonio, y tercera, Cómo proceder en el contrato o disolución del vínculo matrimonial, de los hijos legítimos, y de las dotes. Se advierte orden y claridad; cuando acerca de un problema se ofrecían varias soluciones no rehusaba dar su parecer con modestia, anteponiendo éstas o similares expresiones: “Me parece, salvo juicio mejor”, o “No creo que esto sea verdad”.
Se utilizó ampliamente esta obra dentro y fuera de su Orden. Se le atribuyen dos Súmmulas, o breves tratados, uno sobre la consanguinidad y otros sobre la afinidad. Para la consanguinidad procede por líneas ascendentes, descendentes y transversales; ofrece definiciones, aclara las líneas, y compone árboles para facilitar la inteligencia del tema.

Hacia mediados de 1236 regresó a su convento de Barcelona con la salud quebrantada. El 15 de octubre de 1236 se hallaba en las Cortes generales convocadas por Jaime I en Monzón (Huesca). Gregorio IX siguió encomendándole asuntos; el 5 de febrero de 1237 la absolución de la excomunión en que había incurrido Jaime I por haber impedido el paso por Huesca al obispo electo de Zaragoza. El 7 del mismo mes y año le mandaba que participara en la elección del arzobispo de Tarragona; un día más tarde en la absolución de Bernardo de Castro Rosellón. El 11 de febrero de 1237 le facultó para que dispensara de un impedimento de consanguinidad en orden a la celebración de un matrimonio. El 11 de julio de 1237, le comisionó para que interviniera en la elección del obispo de Mallorca, en la aceptación de la renuncia del de Tortosa y en la elección del de Huesca. Gregorio IX continuó nombrándolo como “capellán y penitenciario nuestro”, y lo propio hicieron Inocencio IV, Alejandro IV, Urbano IV y Gregorio X, es decir, le dieron este título de por vida. Aunque con poca salud intervino en múltiples asuntos. Así, por ejemplo, respondió al obispo de Urgel sobre el modo de proceder contra determinados herejes (julio de 1238).
En mayo de 1238 fue elegido maestro de la Orden, aunque en julio de 1238 permanecía todavía en Barcelona, y aprobó el pacto entre el prior del convento de Lyon, Humberto de Romans, y el Monasterio de St. Martin d’Anay, sobre el emplazamiento del nuevo convento en terrenos dependientes de dicha abadía. En 1239 presidió el capítulo general de París. Por las actas del mismo se comprueba el trabajo orientado a mantener la Orden en el ideal primitivo, en cuanto a la sencillez y austeridad de vida, pobreza, distanciamiento de los asuntos temporales y estudio. A este respecto determinaron que los profesores no fueran elegidos priores ni tampoco representantes de la provincia en el capítulo general, a no ser que éste se celebrara en el territorio de su provincia. Se conserva un breve esquema con los puntos que desarrolló en un sermón ante el clero de París en la iglesia de Saint Jacques.

De París se trasladó a Italia; seguramente se encontraba ante Gregorio IX en Anagni el 25 de octubre de 1239, y obtuvo una bula en que se prohibía que, sin licencia especial del Papa, no pudieran otras Órdenes llevar el hábito de la dominicana. El 16 de noviembre, ahora ya desde el palacio de Letrán en Roma, concedió el Pontífice a los frailes predicadores, entregados a iluminar a las gentes con la luz de la divina sabiduría y a fin de no impedir su misión, que no estuvieran obligados al oficio de corregir o visitar monasterios o iglesias, como tampoco a la ejecución de causas y denuncias de excomuniones, o encargarse del cuidado de religiosas. Hacia finales de 1239 o enero de 1240 fue el propio Raimundo quien se dirigió por carta al Monasterio de Sant’Agnese de Bolonia; exhortaba a las hermanas a aceptar las pruebas como una muestra del amor divino, a la vez que se manifestaba pronto a prestarles ayuda.
Parece que permaneció en Roma hasta mediados de mayo de 1240. El 8 de febrero consiguió de Gregorio IX que los obispos pudieran absolver de toda censura a los dominicos. El 11 de mayo el papa prohibió a los frailes que abandonaran la Orden sin permiso del superior; el mismo día concedió al maestro de la Orden y a los miembros de la misma que no estuvieran obligados a recibir comisiones de causas o a ejecutar sentencias; todavía el mismo día mandó a los prelados de la Iglesia que no acogieran a frailes apóstatas y excomulgados; asimismo que fuera de las ciudades pudieran servirse de altar portátil para la celebración de la eucaristía, y que no se vieran afectados por documento apostólico alguno a no ser que se mencionara expresamente su Orden.
El 12 de mayo concedió al maestro y a los priores facultades para absolver con ciertas condiciones de censuras a los que quisieran entrar en la Orden; pedía a todos respeto y obediencia a los obispos, excepto en la institución o destitución de priores, y recomendaba, en fin, la Orden a los prelados de la Iglesia.

Por el mes de mayo de 1240, y coincidiendo como de costumbre con la fiesta de Pentecostés, se celebró capítulo general en Bolonia; se repitieron diferentes ordenaciones del anterior, se precisó cuanto afectaba al uso y traslado de libros de los profesores, y se concretaron puntos que afectaban a las constituciones.
En este capítulo, a los dos años de su elección, presentó la renuncia al cargo, por no encontrarse con fuerzas para la misión que cargaba sobre sus hombros.
Le fue aceptada y se estableció que después de su muerte gozara de idénticos sufragios que el maestro de la Orden. Durante el generalato hizo una nueva redacción de las constituciones; colocó las diferentes disposiciones bajo ciertas distinciones y títulos, agrupó materias que hasta entonces se presentaban de forma confusa, suprimió e introdujo disposiciones que se añadieron al texto más antiguo. Su labor fue aprobada por el capítulo de 1241. En sus líneas generales duró hasta la codificación de 1924.
Terminado el oficio regresó a Barcelona. Aunque su salud no era buena, y de ello hablaba más de una vez, se mantuvo en activo. Los papas siguieron confiándole asuntos. Inocencio IV en marzo de 1247 le comisionó, junto con otros, para que averiguara si el conde de Toulouse había dado señales de arrepentimiento a la hora de la muerte. Al año siguiente, también en marzo, le encargó tomar parte en la elección de obispo de Lérida. En octubre quiso que el prior provincial de los dominicos de España se pusiera de acuerdo con él para mandar inquisidores a la Narbonense, y que el arzobispo de Narbona le enviara información sobre la forma de proceder contra los herejes en aquellas tierras. En febrero de 1253 le facultó para que confirmara la elección del abad de Tavèrnoles, y en agosto del mismo año recibió delegación para que aceptara la renuncia del abad de Ripoll, impedido por una enfermedad incurable.

Alejandro IV, en mayo de 1255, le pidió que en su nombre aceptara la dimisión del obispo de Lérida, anciano y enfermo, y que dispusiera de los bienes de aquella iglesia. En julio del año siguiente le confió la reforma del Cabildo Catedral de Vic. En julio de 1259 le pidió que recibiera la renuncia del abad de Sant Joan de les Abadesses; en julio de 1260 le otorgó facultades para introducir en el norte de África misioneros dominicos.
Urbano IV le pidió en febrero de 1263 que aconsejara eficazmente al conde de Urgel para que recibiera por mujer a Constancia, nieta de Jaime I, con la cual había contraído matrimonio “in facie Ecclesiae”. En marzo de 1266 fue Raimundo quien escribió a Clemente IV planteándole el asunto del matrimonio del mencionado conde; con esta ocasión manifestaba que estaba afectado por enfermedades múltiples y gran debilidad corporal. En agosto de 1266 Clemente IV tuvo en cuenta su opinión a la hora de nombrar arzobispo de Toledo. Gregorio X, en agosto de 1274, le confió arbitraje en una controversia entre franciscanos y mercedarios.
Jaime I hizo testamento en su presencia en 1241 y le nombraba consejero en la ejecución del mismo. Seguramente en 1258 escribió una carta a este mismo rey tratando un asunto por el que se había interesado el Monarca. En enero de 1259 absolvió a Ferrer de Vilanova a instancias de fray Raimundo. En octubre de 1260 el infante don Pedro le hizo testigo de una protesta secreta contra donaciones hechas por el rey de Aragón. En agosto de 1263 Jaime I ordenó a los judíos que eliminasen de sus libros frases que a los cristianos sonaban como blasfemias y para ello pidieran parecer a Raimundo. En julio de 1266 hizo de testigo en un acto del infante don Pedro. En septiembre de 1268 lo fue de una sentencia de Jaime I en la cuestión de la herencia del judío Bonasc de Besalú; el 21 de octubre de 1269 testificaba la declaración hecha por el mismo Rey sobre cambio de moneda.

En 1242 el arzobispo de Tarragona Pedro de Albalat le consultó sobre el modo de proceder en la Inquisición contra los herejes; respondió con un Directorium, verdadero manual apoyado en la legislación pontificia. Intervino en varios testamentos, reparto de bienes, ventas, permutas, arbitrajes, composición de litigios, asuntos matrimoniales, concordias, actos de obediencia, tanto del clero como de religiosos y seglares. El 15 de octubre de 1243 estuvo presente en el Monasterio de Sant Cugat del Vallès en la entrega que hizo el arzobispo de Tarragona del hábito dominicano al obispo de Barcelona Pedro de Centelles. En marzo de 1262 escribió a la priora dominica de Santa María de Castro, en San Esteban de Gormaz —hoy en Caleruega (Burgos)—, informándole que había recibido comisión del maestro de la Orden, Humberto de Romans, para averiguar los derechos que tenían para ser atendidas por los frailes predicadores; llevó el caso con gran diligencia y eficacia. Mérito suyo fue la promoción de Estudios o Escuelas de lenguas de hebreo y árabe para la formación de misioneros: Túnez (1250), Barcelona (c. 1259), Murcia (1265).
Falleció en el Convento de Santa Catalina de Barcelona, el 6 de enero de 1275. En los funerales tomaron parte los reyes de Aragón y Castilla, así como varios obispos, clero y ciudadanos. El 13 de diciembre de 1279 el concilio provincial de Tarragona —formaban parte de él, además de los obispos de Cataluña, los de Zaragoza, Huesca y Valencia— suplicó al papa Nicolás IV su canonización. El rey Pedro III el 8 de agosto de 1281 pidió de nuevo a Martín IV la canonización.

La política que mantenía el rey de Aragón en tierras de Italia y que le llevó a la excomunión papal obstaculizó el proceso. Volvieron con su petición a Bonifacio VIII el 10 de noviembre de 1296 los consejeros de Barcelona; daban fe de la gran devoción popular que se manifestaba en torno al sepulcro, para el que se estaba construyendo una capilla en 1299, en el interior de la iglesia de Santa Catalina.
El 13 de junio de 1298 pidieron la canonización las ciudades de Zaragoza, Barcelona, Lérida, Tarragona, Huesca, Calatayud, Valencia, Játiva, Tortosa y Gerona.
A esta instancia se unieron los frailes predicadores de Barcelona; la devoción y el concurso de fieles ante el sepulcro iba en aumento. Por entonces suplicaron también el comienzo del proceso los conventos dominicanos de Barcelona, Zaragoza, Huesca, Calatayud, Lérida, Mallorca, Valencia, Tarragona, Gerona, Urgel y Játiva. El concilio de Tarragona volvió a plantear el tema el 18 de enero de 1317 y, parece que en el mismo año, las Cortes celebradas en Perpiñán; los frailes predicadores reunidos en capítulo general habían pedido al rey Jaime II que postulara la canonización. Pedro IV de Aragón acudió también al Papa con una súplica fechada en Valencia el 21 de julio de 1349.

Sin embargo, habrá que esperar doscientos años para que el papa Pablo III concediera en 1542 autorización a la provincia dominicana de Aragón para celebrar su fiesta litúrgica, el 7 de enero. Se volvió a emprender la causa en 1587. Felipe II pidió la canonización el 22 de junio de 1596 y, por el mismo año, también el emperador Rodolfo de Habsburgo, el arzobispo de Tarragona, los obispos de Barcelona y Vic, los consejeros de Cataluña y Barcelona, y el capítulo general de la Orden dominicana. Lo canonizó, al fin, Clemente VIII el 29 de abril de 1601. En 1648 Inocencio X lo declaró patrono de la ciudad de Barcelona.
Su sepulcro se veneró en una capilla especial de la iglesia Santa Catalina hasta la exclaustración de 1835. En 1838 se trasladó a una capilla lateral de la Catedral de Barcelona, donde se venera en la actualidad.
Son abundantes las representaciones iconográficas a partir del sepulcro realizado en el siglo xiv. Aparece a veces en atuendo de doctor; el beato Angélico lo pintó en San Marcos de Florencia entre los maestros de la Orden. En el siglo xvii Ludovico Carraci, basado en una leyenda del siglo xvii, lo pintó atravesando el mar valiéndose de su capa; muy frecuentemente aparece con las Decretales en su mano o con una llave, símbolo del sacramento de la penitencia.

Obras de ~: Littera ad priorissam S. Mariæ de Castro, in S. Stephano de Gormaz (24.III.1261), ed. E. Martínez, en Colección diplomática del Real Convento de Santo Domingo de Caleruega, Vergara, Editorial de “El Santísimo Rosario”, 1931 (ed. facs.), n.º CCXXIII; Summa de Iure canonico, ed. de J. Rius Serra, Opera Omnia, I, Summa Iuris, Barcelona, 1945; Constitutiones ordinis prædicatorum, ed. R. Creytens, en Archivum Fratrum Prædicatorum, 18 (1948), págs. 5-68; Sermo in conventu Parisien, ed. J. Rius Serra, en Diplomatario de San Raimundo de Peñafort, Barcelona, 1954, págs. 57 y ss.; Collectio Decretalium Gregorii IX (promulg. 5.IX.1234); Dubitalia cum responsionibus (19.I.1235), ed. J. Rius Serra, Diplomatario, Barcelona, 1954, págs. 22-29; Summa de Iure canonico, ed. de X. Ochoa et A. Díez (Universa Biblioth. Iuris I-A), Romæ, 1975; Summa de pænitentia (libri I-III), ed. X. Ochoa et A. Díez (Universa Biblioth. Iuris I-B), Romæ, 1976; Summa de matrimonio (1234), ed. X. Ochoa et A. Díez (Universa Biblioth. Iuris I-C), Romæ, 1978; Responsa ad quæsita fr. Ranoldi OP provincialis Daciæ (c. 1235), ed. R. Creytens, en Escritos del Vedat, 10 (1980), págs. 141-154.

Bibl.: A. García y García, “Peñafort, Raimundo de, OP”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de la Historia Eclesiástica de España, vol. III, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, págs. 1958-1959; Th. Kaeppeli, Thomas, Scriptores Ordinis Prædicatorum, t. III, Romæ, Ad S. Sabinam, 1980, págs. 283-287; Th. kaeppeli, E. Panella, Scriptores Ordinis Prædicatorum, t. IV, Romæ, Istituto Storico Domenicano, 1993, pág. 248; F. Valls i Taberner, Sant Ramon de Penyafort, Barcelona, Ed. La Formiga D’Or, 1996, 329 págs. (trad. italiana con diversos estudios, Bologna, Edizioni Studio Domenicano, 2000, 314 págs.); C. Baraut, “Els inicis de la inquisició a Catalunya i les seves actuacions al bisbat d’Urgell (segles xii-xiii)”, en Urgellia, 13 (1996-1997), págs. 407-438; Ramon de Penyafort i el Dret català: Quatrocents anys de la canonitzaió del patró dels advocats de Catalunya (1601-2001), Barcelona, Fundació Jaume I, 2000; A. Babra Blanco, “La pastoralitat de la Summa de pænitentia de Sant Ramon de Penyafort. Una vida ètica i una vida reconciliada”, en Revista catalana de teología, 24 (2001), págs. 275-292; C. Longo (ed.), Magister Raimundus, Atti del convegno per il IV Centenario della Canonizazione di San Raimondo de Penyafort (1601-2001), Roma, Istituto Storico Domenicano, 2002, 208 págs.; J. M.ª Mas i Solench, Ramon de Penyafort i el Consell de Cent. 750 aniversari dels privilegis otorgats per Jaume I a la ciutat de Barcelona, 1249-1999, Barcelona, Associació Consell de Cent, 2002, 32 págs.; Ramon de Penyafort, jurista internacional del Castell de Penyafort: mobilissima descendència de Sant Ramon de Penyafort, III mestre general del sagrat Orde de Predicadors, ed. J. Solé i Bordes Vilafranca del Penedès, Òmnium, Delegació de l’Alt Penedès, 2005 (Quaderns de la Palma, 2), 106 págs.; Th. Wetzstein, “Resecatis superfluis? Raymund von Peñafort und der ‘liber extra’”, en Zeitschrit der Savigny-Stiftung für Retsgeschichte. Kanonistiche Abteilung, 123 (2006), págs. 355-391.

Destinatarios

Las Cruces se otorgan para premiar los servicios prestados y la contribución al desarrollo y perfeccionamiento del Derecho y la Jurisprudencia, entre:

  • Funcionarios de la Administración de Justicia.
  • Miembros de profesiones directamente relacionadas con la Justicia.
  • Personas que hayan contribuido al desarrollo del Derecho, al estudio de los Sagrados Cánones y Escrituras y a la obra legislativa y de organización del Estado.
  • Autores de publicaciones de carácter jurídico de relevante importancia.
  • Fundadores y cooperadores de Entidades e Instituciones que tengan por finalidad el perfeccionamiento de la técnica del Derecho y la Jurisprudencia.
  • Se pueden conceder tanto a nacionales como a extranjeros.

Las Medallas premian los años de servicio, sin nota desfavorable, prestados en las profesiones jurídicas y administrativas comprendidas dentro de la jurisdicción del Ministerio de Justicia. Su concesión y uso son compatibles con el otorgamiento de cualquiera de las otras clases de esta condecoración.

Reserva normativa. Forma de acreditar su otorgamiento

El régimen de la concesión de la Gran Cruz, condecoración de mayor rango dentro de la Orden, revestirá forma de Real Decreto, que será aprobado por el Consejo de Ministros a propuesta del Ministro de Justicia. Se publicará en el BOE. Su número es cerrado y su otorgamiento corresponde a circunstancias y méritos especialísimos.
La concesión del resto de condecoraciones se hará por Orden Ministerial y se publicarán en el Boletín de Información del Ministerio de Justicia.
Para acreditar el otorgamiento de la condecoración, se expedirá el correspondiente titulo autorizado con la firma del Ministro de Justicia y con la toma de razón de la Subsecretaria de Justicia.

Junta de Gobierno

La Junta de Gobierno es la encargada de informar de las propuestas de concesión de las condecoraciones de la Orden. Está compuesta por las siguientes personalidades:

  • Presidente: El ministro de Justicia.
  • Vicepresidente: El subsecretario del Ministerio de Justicia.
  • Secretario: Un miembro del Cuerpo de Abogados del Estado.
  • El arzobispo de Toledo o prelado en quien delegue.
  • El presidente del Tribunal Supremo.
  • El fiscal del Tribunal Supremo.
  • El director general de Seguridad Jurídica y Fe Pública.
  • Un representante de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, designado por su Consejo.
  • El presidente del Consejo General de la Abogacía.

Plazo

Procedimiento de concesión

La Cancillería de la Orden de San Raimundo de Peñafort, dependiente de la Subsecretaría de Justicia a través de la División de Tramitación de Derechos de Gracia y Otros Derechos, inicia el expediente a instancia de los proponentes y, una vez analizados los méritos de los candidatos y su adecuación a las normas de la Cancillería de la Orden, se recaba el "placet" del Ministerio de la Presidencia por si existiera incompatibilidad legal con otras condecoraciones civiles otorgadas a la misma persona.
Instruido así el expediente, se somete a la consideración de la Subsecretaría de Justicia para su tramitación, según proceda, como Orden Ministerial o como Real Decreto (Gran Cruz).

Se concederán, con carácter ordinario, en dos fechas señaladas:

Onomástica de S. M. el Rey, el 24 de junio
Aniversario de la Constitución Española de 1978, el 6 de diciembre
Con carácter extraordinario, cuando se produzca algún hecho relevante o acontecimiento que así lo aconseje.

Insignias.



Clases

Hay varios grados de condecoraciones: Gran Cruz, Cruz de Honor, Cruz Distinguida (de 1ª y de 2ª), Cruz Sencilla y Medallas (Oro, Plata y Bronce). 

Cruces

Premian los relevantes méritos contraídos por cuantos intervienen en la Administración de Justicia y en su cultivo y aplicación del estudio del Derecho en todas sus ramas.
Sus categorías son:

Gran Cruz
Gran Cruz


(Antiguamente Cruz Meritísima). Lleva anejo el tratamiento de Excelencia o Excelentísimo o Excelentísima o Excelentísimo Señor o Excelentísima Señora.

Se ostentará en la forma de collar, con una banda de seda ancha en color rojo vivo, terciada del hombro derecho al lado izquierdo, con bordes de color azul, uniendo los extremos de dicha banda un lazo de cinta estrecha de la misma clase y colores, de la que penderá la Cruz de la Orden, llevando además en el lado izquierdo del pecho una placa.

Cruz de Honor
Cruz de Honor


Asemejada a la categoría de Encomienda con Placa o Encomienda de Número. Lleva anejo el tratamiento de Ilustrísimo o Ilustrísima o Ilustrísimo Señor o Ilustrísima Señora.

Cruz pendiente del cuello y hombros mediante una cadena de eslabones, iguales en tamaño a los de la Gran Cruz, pero en plata, sin esmaltes ni flamas. Lleva también una placa como la de la Gran Cruz, en plata, con los extremos de los brazos en oro, que habrá de colocarse también al lado derecho.

Cruz Distinguida de 1ª Clase.

Cruz Distinguida de Primera Clase

Asemejada a la categoría de Encomienda Ordinaria o Comendador. Lleva anejo el tratamiento de Señoría o Señor o Señora.
Su insignia es una Cruz análoga a las anteriores, pero en plata, pendiente del cuello por una cinta de cuarenta y cinco milímetros de ancho en color rojo vivo con bordes de tres milímetros a ambos lados en color azul.
Llevará asimismo placa de igual forma que la Cruz, pero en mayor tamaño, en plata, y se colocará al lado derecho.

Cruz Distinguida de 2ª Clase.

Cruz Distinguida de Segunda Clase


Asemejada a la categoría de Oficial. Lleva anejo el tratamiento de Señoría o Señor o Señora.
Su insignia es una Cruz análoga a las anteriores, pero en plata, pendiente del cuello por una cinta de cuarenta y cinco milímetros de ancho en color rojo vivo con bordes de tres milímetros a ambos lados en color azul.

Cruz Sencilla
Cruz Sencilla


Asemejada a la categoría de Caballero.
Cruz idéntica a la anterior, y se ostentará en la parte alta del lado izquierdo del pecho, pendiente de una cinta de treinta milímetros de ancho en color rojo vivo con bordes de dos milímetros a ambos lados de color azul, en forma de triángulo invertido, sujeta con un pasador de plata.

Nota: Desde la creación de la Orden, se han concedido 13.182 cruces. Estos premios no suponen ninguna remuneración económica y se entregan a los candidatos en función de los méritos y servicios prestados. 10/03/22 


Medallas.

Las Medallas premian los años de servicio, sin nota desfavorable, prestados en las profesiones jurídicas y administrativas comprendidas dentro de la jurisdicción del Ministerio de Justicia. Su concesión y uso son compatibles con el otorgamiento de cualquiera de las otras clases de esta condecoración.

Sus categorías son:

Medalla de Oro del Mérito a la Justicia

Medalla de Oro del Mérito a la Justicia

Se llevará colocada en la parte alta del lado izquierdo del pecho pendiente de una cinta de iguales color, tamaño y disposición que la de la Cruz sencilla, y el pasador será del mismo metal que la Medalla.

Medalla de Plata del Mérito a la Justicia

Medalla de Plata del Mérito a la Justicia

Se llevará colocada en la parte alta del lado izquierdo del pecho pendiente de una cinta de iguales color, tamaño y disposición que la de la Cruz sencilla, y el pasador será del mismo metal que la Medalla.

Medalla de Bronce del Mérito a la Justicia

Medalla de Bronce del Mérito a la Justicia

Se llevará colocada en la parte alta del lado izquierdo del pecho pendiente de una cinta de iguales color, tamaño y disposición que la de la Cruz sencilla, y el pasador será del mismo metal que la Medalla.




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