—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

lunes, 20 de agosto de 2018

459.-La Fundamentación de las sentencias : ¿un rasgo distintivo de las judicatura moderna? (II) a

5. CONCLUSIONES

La conclusión que se impone al final de este trabajo es que la fundamentación obligatoria y pública de las sentencias presenta vínculos significativos con diversos ingredientes de la modernidad jurídica y política, que no orientan necesariamente el sentido y la función de esa institución en una misma dirección.
Sin la racionalización que supuso el abandono de los mecanismos irracionales de prueba y la configuración de la sentencia como decisión deliberada y fundada en un saber relativo a las pruebas y al derecho, la exigencia de motivación era inconcebible. Tras ese paso, característico de los albores de la modernidad, la suerte de la institución dependió de distintos factores que presionaron a favor o en contra de la expresión por el juez de esos fundamentos que se suponían tras toda decisión judicial.


Uno de esos factores está constituido por las ideas dominantes sobre el fundamento de la autoridad judicial y sus expresiones institucionales. Mientras esa autoridad fue presupuesta y su fundamento fue reputado sacro e indiscutible por el público profano, no tenía sentido exigir del juez una justificación pública de su ejercicio.
Sólo con el avance del proceso de secularización –el paso de la dominación tradicional a la dominación legal- racional del que habla Max Weber– y con la afirmación de un fundamento públicamente controlable para la autoridad del juez, la motivación de las sentencias puede adquirir el sentido de un ejercicio de justificación a través del cual el juez busca ganar argumentativamente autoridad frente a las partes y al público, un significado de la exigencia de motivación que siguiendo a Taruffo podemos denominar extraprocesal.

Esta ánima de la motivación como justificación pública del ejercicio de la autoridad del juez marca la distancia entre su institucionalización definitiva en los Estados liberales que reciben la influencia de la ideología revolucionaria francesa y la vigencia de exigencias de motivación durante el antiguo régimen.
 Estas últimas dan cuenta de otra faceta moderna de la institución, ligada a las políticas de centralización y burocratización que marcaron el avance del absolutismo, que vieron en la imposición de exigencias de fundamentación una herramienta funcional al establecimiento de mecanismos de control oficiales sobre la decisión del juez, que tendieron a sustituir a los controles subjetivos dirigidos a su comportamiento. Este segundo sentido moderno de la motivación de las sentencias está ligado entonces a lo que, siguiendo de nuevo a Taruffo, podemos llamar su función endoprocesal.
Por último, la historia de la fundamentación de las sentencias muestra que la presencia y la publicidad de los motivos fue estimulada por el desarrollo de prácticas de respeto a los precedentes judiciales, como ocurrió particularmente en los sistemas jurídicos de tradición anglosajona.
Desde esta perspectiva la motivación pública de las sentencias adquiere el sentido de expresar un compromiso con las razones generales que fundan una decisión particular y cumple una función instrumental a la certeza y la previsibilidad del derecho, valores ligados a la tutela de la autonomía individual y característicos de la cultura política y jurídica de la modernidad.

NOTAS

1 Se trata de su encuentro con el juez Bridoye, que explica, en el relato de Rabelais, su peculiar método de decisión: “Una vez que he visto, revisto, leído, releído, papeleado y hojeado las demandas, comparecencias, exhortos, alegatos, (...) coloco sobre el extremo de la mesa de mi despacho todo el montón de papeles del demandante y le tiro los dados (...). Una vez hecho esto, pongo sobre el otro extremo de la mesa los papeles del demandado (...), al mismo tiempo que tiro también los dados. (...) La sentencia es dictada a favor de aquel que primero consiguió el número más favorable en el dado judicial, tribunalicio y pretorial” (Rabelais F., Pantagruel, Libro Segundo [1521], en Id., Gargantúa y Pantagruel, El Ateneo, Buenos Aires, 1956, p. 501).

2 Desde esta perspectiva, un jurista de comienzos del siglo XIX, ocupado en afirmar la diferencia del proyecto político liberal frente al antiguo régimen, se resistiría probablemente a calificar también al Estado absoluto como un Estado “moderno”. En este sentido, clásico en la historia de su uso en otras áreas de la cultura, el término moderno expresa “una y otra vez la conciencia de una época que se relaciona con el pasado, la antigüedad, a fin de considerarse a sí misma como el resultado de una transición de lo antiguo a lo nuevo” (Habermas J., “La modernidad, un proyecto incompleto”, en Foster, H. [comp.], La posmodernidad, Kairós, Barcelona, 1985).      
Cfr. también las investigaciones de H. R. Jauss, Las transformaciones de lo moderno, Visor, Madrid, 1995.        [ Links ]
3 Siguiendo la tipología propuesta por Franco Cordero (Riti e sapienza del diritto, Laterza, Bari, 1985, pp. 456 ss.) es posible distinguir en la historia del proceso judicial tres técnicas decisorias: la decisión deliberada, la decisión aleatoria –sujeta a oráculos o técnicas adivinatorias– y las acciones decisorias.

4 Una descripción detallada de los ritos probatorios altomedievales –que, tras su cristianización, cuando el sabio juicio divino sustituyó al favor de las fuerzas sobrenaturales que regían el destino de los hombres de acuerdo a las antiguas creencias paganas germánicas, recibieron el nombre genérico de judicia Dei, juicios de Dios– puede encontrarse en Levy-Bruhl, H., La preuve judiciaire. Etude de sociologie juridique, Librairie M. Riviere, Paris, 1964; Levy, J. P., “L’ évolution de la preuve, des origines à nos jours”, en La preuve, Recuils J., Bodin, XVII, Librairie Encyclopédique, Bruselas, 1965, y Barthelemy, D., “Diversité des ordalies médiévales”, Revue Historique, 1988, pp. 3-25.

5 Digo redescubrimiento, pues la historia judicial de Occidente en este punto es circular: ya en la Antigüedad había tenido lugar el paso de un sistema de pruebas irracionales a otro de pruebas racionales: una hermosa narración sobre este primer descubrimiento se encuentra en la lectura que Michel Foucault propone del Edipo Rey de Sófocles (Foucault, M., La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1998 [1978]).         [ Links ] La nueva sustitución, a partir del siglo XII, de ese sistema de pruebas se desarrolló por dos vías que terminaron por confluir en la nueva disciplina del proceso. La primera via está ligada a la rica elaboración doctrinal que, a partir de las lecturae de los textos justinianeos y la recuperación de la tradición dialéctica y retórica clásica, se apropió dúctilmente del diseño procesal del derecho romano tardío, desarrollando un modelo procesal acusatorio y contradictorio que se expresó en la literatura de los ordines judiciarii y que tuvo sus primeras aplicaciones en los tribunales eclesiásticos (cfr. Giuliani A., “L’ordo judiciarius medievale. Riflessioni su un modello puro di ordine isonomico”, Rivista Processuale Civile, 3, 1988, pp. 598-614).    
La segunda vía fue la progresiva extensión al terreno judicial de mecanismos de investigación nacidos en el contexto de las intervenciones fiscales, administrativas y eclesiástico-disciplinarias; instituciones –como la inquisitio carolingia, las investigaciones a cargo de los obispos en los synodalia iudicia, la enquête normanda o la pesquisa española– diversas en sus orígenes históricos, estructura y formas de aplicación, que tenían en común la iniciativa de oficio y la forma general de la indagación, caracterizada por el recurso a un sistema probatorio en el que la prueba testimonial ocupaba el lugar central y se encontraba jurídicamente organizada (cfr. Glenisson J., “Les enquêtes administratives en Europe occidentale”, en Paravicini, W. y Verner, K. F., Histoire comparée de l’administration, München, 1980 ).      
Un factor determinante en el abandono de los judicia Dei fue la prohibición impuesta a los sacerdotes de participar en juicios que comprendieran la práctica de ordalías, resuelta en 1215 por el Cuarto Concilio Laterano en 1215 (cfr. Baldwin, J. W., “The intelectual preparation for the canon 1215 against ordeals”, Speculum, 36, 1961, pp. 613-636).    

6 Cfr. Salvioli, G., “Storia della Procedura civile e criminale”, en Del Giudice, P., Diritto italiano, Ulrico Hoepli, Milán, vol. III, parte II, 465ss.;
 Campitelli, A., “Processo civile (diritto intermedio)”, en Enciclopedia del diritto, Milán, 1989, p. 95 ss.;    
 Alessi, G., “Processo penale (diritto intermedio)”, en Enciclopedia del diritto, Milán, 1989, p. 376 ss.      

7 La similitud entre prueba legal y juicios de Dios es notable. Como ha mostrado con gran claridad Luigi Ferrajoli (Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 1995 [1989], pp. 133ss.), el vínculo que la prueba legal establece entre decisión y comprobación de los hechos es puramente aparente y el criterio de verdad al que remite es sólo aparentemente racional y en el fondo tan irracional como el que subyace a los juicios de Dios. La apariencia de racionalidad del sistema de prueba legal se deriva del carácter enmascaradamente deductivo que en él presenta la fijación judicial de los hechos, en cuanto parte como premisa de la norma jurídica que asigna a un cierto medio probatorio un determinado valor de verdad. Puesto que “es falsa cualquier generalización sobre la fiabilidad de un tipo de prueba o conjunto de pruebas” esta apariencia de racionalidad se resuelve en similitud de la prueba tasada con los juicios de Dios: “La idea de la prueba como ‘suficiente’, gracias a su conjunción con una norma, para garantizar deductivamente la verdad de la conclusión fáctica, no obstante su aparente racionalidad, en realidad es idéntica a la que fundamenta las pruebas irracionales de tipo mágico y arcaico: la ordalía, el duelo judicial, el juramento, la adivinación. En estas pruebas mágicas (...) un hecho natural (...) viene considerado como prueba o signo suficiente de culpabilidad o de inocencia. A diferencia de lo que ocurre en las pruebas legales, la experimentación de tal hecho no está dotada en realidad de ninguna fuerza inductiva; y la norma sobre la prueba, en vez de una falsa ley natural o una regla de experiencia, es una ley sobrenatural, una tesis mágica o religiosa o un artículo de fe. El esquema lógico y epistemológico es sin embargo el mismo: el de la deducción de la conclusión judicial como necesaria (y no como probable) a partir de la prueba practicada y de la norma que le confiere a ésta valor probatorio o inmediatamente expresivo del hecho probado” (pp. 135-6).
La continuidad entre juicios de Dios y prueba legal apoyada en la tortura en el proceso penal ya había sido destacada durante la Ilustración: Muratori, por ejemplo, sostenía que “si se considera la tortura como el criterio de la verdad, se encontrará que es tan falaz y tan absurda como los juicios de Dios. La disposición física del cuerpo determina tanto en aquélla como en éstos el éxito de la prueba. En la una y en los otros puede ser condenado el inocente y absuelto el verdadero reo; en la una y en los otros lo que determina la verdad no tiene relación alguna con ella” (Riflessioni politiche sull’ ultima Legge del Sovrano che riguarda la Riforma dell’ amministrazione della Giustizia, publicado como apéndice en la edición de S. Silvestri de la Scienza della legislazione, Milán, 1817-1818, vol. VI, pp. 192-5).

8 Cfr. Massetto, G. P., “Sentenza (diritto intermedio)”, en Enciclopedia del diritto, XLI, Milán, 1989, pp. 1224 ss.,  quien hace referencia a diversas opiniones jurisprudenciales, como esta del Hostiense: “Si cautus sit iudex, nullam causat exprimet” (Hostiensis, Summa aurea, Venetiis, 1570, lb. II, titulus De sententia, cpv. Qualiter proferri debeat, 199v.), o la siguiente de De Caevallos: “Notissima est in iure conclusio, quod in sententia non est causa inserenda” “alias enim fatuus esset iudex, qui id faceret, utpote, quia aperit viam suae ipsius impugnandae sententiae” (Speculum aureum omnium communium contra communes, I, Venetiis, 1604, q. DCCXVIII). Aunque la doctrina consideraba que la motivación no era un requisito para la validez de las sentencias, había ciertos casos en que alteraba la regla de la cautela y recomendaba al juez incluirla, con el solo objeto de permitir la determinación precisa del objeto de la decisión cuando quedaran a salvo acciones de las partes.
Contra esta opinión común, hubo también quienes argumentaron en favor de una exigencia jurídica de fundamentación. Es interesante reseñar brevemente la opinión disidente de un jurista de comienzos del siglo XVII, Van Tulden (Tuldenus, De causis corruptorum judicciorum et remediis libri IV, Lovanii, 1702, cap. XXI, p. 158-160), porque apunta precisamente al problema del fundamento de la autoridad del juez y de la validez de la sentencia, anticipando una temática ilustrada, al sostener que no es verdad que la motivación disminuya la autoridad de la sentencia, pues tanto su autoridad como la del juez deriva del derecho: “¿qué puede haber más absurdo que una sentencia de la que no aparezca el ‘ius’ aplicado, cuando el juez es por definición aquel que ‘ius dicit’?”.

9 Cfr. por todos el influyente Durantis, G., Speculum iuris, Venetiis, 1585, lib. II, p. 787, § 5. Al respecto también vid. Sauvel, T., “Histoire du jugement motivé”, Revue du droit public et de la science politique en France et a l’ étranger, LXXIe volume, p. 21, y Taruffo, M., La motivazione della sentenza civile, Cedam, Padua, 1975, p. 321.  

10 Taruffo M., “L’ obbligo di motivazione della sentenza civile tra diritto comune e illuminismo”, en Rivista di Diritto Processuale, vol. XXIX (II serie), 1974, p. 284.  

11 Antes del siglo XII la justicia había comenzado ya a perfilarse como la función real por excelencia, especialmente en algunos reinos, como el franco, el visigodo, el longobardo y el anglosajón, más estables y mejor organizados, en los que, resueltas las diferencias tribales y grupales, el rey pudo superar su papel de jefe guerrero y asumir la responsabilidad general de preservar la paz y administrar justicia.
La comprensión de esta función fue modelada por el cristianismo y la Iglesia, que a la vez de exaltar la posición del monarca –rey o emperador– como enviado de Dios e intermediario entre el cielo y la tierra, definió su rol como “el intérprete, el custodio y el ejecutor de la ley y ratio divina y natural, el abogado de la Iglesia, el instrumento para la realización en este mundo del ideal cristiano de la paz, de la justicia y de la protección de los débiles y de los pobres” (Morangiu, A., “Un momento típico de la monarquía medieval: el rey juez”, en Anuario de Historia del Derecho Español, 23, pp. 694-5).      

 Aunque la jurisdictio del rey juez no se agotaba en la actividad estrictamente judicial, una de las manifestaciones del nuevo papel del monarca fue el desarrollo de una justicia real que, a través de oficiales reales que actuaban localmente o de la curia regis, se ocupaba del juicio de ciertas ofensas que supusieran una afectación de esa idea de paz real.
A partir de la época de la revolución papal, el poder real tendió a secularizarse, su concepción territorial fue fortaleciéndose y su presencia legislativa, administrativa y judicial se vio progresivamente acrecentada. En el terreno que ahora nos interesa, el reforzamiento de las monarquías territoriales se tradujo en la formación de un una corte central profesional de justicia, desgajada del consejo real, a la cabeza de un cuerpo estratificado de oficiales profesionales con funciones judiciales. Con estas instituciones se iniciaba el proceso de centralización de la justicia y de unificación jurídica del reino en torno al derecho real que se acentuaría bajo el absolutismo y se prolongaría a lo largo de todo el antiguo régimen.
La estrategia para expandir el poder de la justicia real en detrimento de las jurisdicciones locales, señoriales y eclesiásticas se dirigió primero a restringir su competencia mediante diversos expedientes: la reserva del conocimiento de ciertos casos, generalmente crímenes graves (casos de corte, cas royaux, pleas of the crown o pleas of the sword); la afirmación de competencia in casibus negligentiae, cuando por supuesta negligencia del señor el oficial real llegara a tener conocimiento de una causa antes que él; el establecimiento de procedimientos especiales o de privilegios que permitían a los litigantes en materias civiles eludir a los tribunales del señor local y recurrir directamente a uno real (y la implementación en la justicia real de los nuevos mecanismos probatorios estimuló su uso).
 Luego, y solamente en el continente, se afirmó respecto de las jurisdicciones señoriales una competencia real a través de la apelación, configurada según el modelo del procedimiento romano imperial, cuyo conocimiento en última instancia correspondía a la corte central. Una buena síntesis del proceso de constitución de la justicia en un atributo del poder regio puede verse en Berman, H. J., Law and revolution. The formation of the western legal tradition, Harvard U. Press, Cambridge Mass., 1983, pp. 67ss.,  y Van Caenegem, R., I signori del diritto, Giuffrè, Milán, 1991 (1987), pp. 114 ss.  

12 Según las expresivas palabras de Cordero: “de posesión carismática el talento iusdiagnóstico se vuelve asunto técnico; desaparecen los rabdomantes del sentimiento comunitario” (Cordero, F., Riti.., cit., p. 529). Sobre este desplazamiento cfr. también Weber, M., Economía y sociedad, FCE, México D.F., 1945 (1922), pp. 525 ss. y 629 ss.    

13 Es la tesis que sostiene también Paul Godding, cuando afirma que “la majestad de la función judicial excluye toda idea de justificación de la sentencia” (Godding, P., “Jurisprudence et motivation des sentences, du moyen âge à la fin du 18e siècle”, en Ch. Perelman y P. Foriers [eds.], La motivation des décisions de justice, Bruselas, 1978, p. 20).  

14 Antecedente de la idea de soberanía que será afirmada a medida que se avance hacia el estado absoluto, la supremacía del monarca medieval era un rasgo que provenía, según destaca W. Ullman, de su faz de “rey teocrático” que se agregó –con la incorporación de las ceremonias de ungimiento real y la concepción de la facultad de gobierno como una concesión divina– a su faz de “rey feudal”: mientras bajo su función feudal el rey “tenía que actuar bajo consulta y acuerdo con las otras partes del contrato feudal o, cuando menos, con los barones”, bajo su función teocrática “el rey es libre: cuando opera como vicario de Dios no es responsable ante nadie, y puede desplegar todo el poder que le ha sido otorgado por aquél” (Ullman, W., Principios de gobierno y política en la Edad Media, Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid, 1971 [1961], pp. 155 y 175-6   respectivamente).

15 Gianformaggio, L., “Modelli di ragionamento giuridico. Modello deduttivo, modello induttivo, modello retorico” (1983), ahora en Id., Studi sulla giustificazione giuridica, Giappichelli, Turín, 1986, p. 40.        [ Links ]
16 Massetto, G. P., “Sentenza…”, cit., p. 1204. Ideas semejantes aparecen expresadas también en este pasaje del Style de la Chambre des Enquêtes du Parlament de Paris (citado en Godding, P., “Jurisprudence...”, cit., p. 52): “Nec debent cuilibet apparere secreta curie supreme, que non habet nisi Deum superiorem, que curia quandoque contra iuris rigorem, vel etiam contra ius aliquociens, ordinat ex causa, iusta apud Deum suum superiorem, que forte non reputaretur iusta sive procedere de iure, quod ius non ligat Regem, tamquam superiorem et solutum legibus et iuribus, et contingit aliquotiens propter causas quas non licet cuique dicere nec exprimere”. Aún en 1774 la idea supremacía y su vínculo con la exclusión de la motivación de las decisiones de los tribunales supremos encontraba eco en las quejas indignadas con que el Sacro Regio Consiglio, tribunal supremo del reino de Nápoles, recibía la pragmática real que le imponía la obligación de motivar sus decisiones: ella le habría impedido en adelante sentenciar “con fórmulas breves, majestuosas e imperativas como conviene a un magistrado Supremo” y a una corte que no era sino la boca del Rey, “quien aparece como presidiendo este tribunal” (citado en Massetto, G. P., “Sentenza...”, cit., p. 1236).

17 Cfr. Kantorowicz, E., Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Editorial Alianza, Madrid, 1985 (1970), pp. 93 ss.  

18 “Somos dignos de ser llamados los sacerdotes de este arte: pues veneramos a la Justicia y profesamos la sabiduría de lo bueno y lo justo” (Digesto 1,1,1, De iustitia et iure). Esta comparación ya era un lugar común en el siglo XII, como muestra esta cita de una colección de definiciones legales de esa época: “Existe una cosa sagrada que es humana, como las leyes; y existe otra cosa sagrada que es divina, como aquellas cosas que pertenecen a la Iglesia. Y entre los sacerdotes, algunos son sacerdotes divinos, como los presbíteros; otros son humanos, como los magistrados que son llamados sacerdotes porque administran cosas sagradas, esto es, las leyes” (citada en Kantorowicz, E., Los dos cuerpos, cit., p. 124).

19 Ibid., p. 129.

20 Jacob, R., “Le jugement de Dieu et la formation de la fonction de juger dans l’histoire européenne”, Archives de philosophie du droit, 39, 1995, pp. 101-2.

21 Kantorowicz, E., Los dos cuerpos, cit., p. 106. La trasposición de los mysteria eclessiae al ámbito secular se dio no sólo en el ámbito de la jurisdicción sino también en el del gobierno: de ello da cuenta la fórmula de los arcana imperii o “misterios del estado”, que se volvió usual en la literatura jurídica y política e incluso en el lenguaje común, a partir del siglo XVI, para designar los secretos del ejercicio del poder (cfr. Stolleis, M., “‘Arcana imperii’ e’Ratio status’. Osservazioni sulla teoria politica del primo Seicento”, en Id., Stato e ragion di stato nella prima età moderna, Il Mulino, Bolonia, 1998 (1995)). Es interesante notar, en el marco de este breve recuento de los desplazamientos en la sacralidad del poder (y el saber) real, cómo la ciencia jurídica que iba elaborándose en torno al derecho romano justinianeo sirvió para establecer una distancia entre el rey –que era justicia y ley animada en cuanto poseedor de ese saber, personalmente y a través de los juristas de la corona– y los súbditos que debían venerar y obedecer. Pese a la racionalización que la recepción del derecho romano supuso respecto del juicio jurídico (cfr. al respecto Wieacker, F., Storia del diritto privato moderno, v. I, Giuffrè, Milán, 1980, pp. 177ss. y 339ss.),         [ Links ] la ciencia del derecho aparecía como un saber misterioso, oculto: una religio iuris, en palabras de los glosadores (cfr. Kantorowicz, E., Los dos cuerpos.., cit., p. 141-2). Refiriéndose a este punto, Ajello ha mostrado cómo “la visión formal, ideal, sacral del derecho y de la tradición revelaba sus caracteres de instrumentum regni en manos de los sabios, es decir, de los juristas. (...) Un motivo que llevaba desde los arcana religionis a los arcana dominationis, y de ellos a los arcana juris (...)” (Ajello, R., Arcana Juris. Diritto e politica nel settecento italiano, Jovene Editore, Nápoles, 1976, pp. 139-40)        [ Links ]
22 Sobre estas reglas cfr. Garriga, C. y Lorente, M., pp. “El juez y la ley: la motivación de las sentencias (Castilla, 1489 – España, 1855)”, Anuario Facultad de Derecho U. Autónoma de Madrid, 1, 1997, pp. 108-9),         [ Links ] quienes se refieren al reino de Castilla, y Godding, P., “Jurisprudence...”, cit., pp. 53 y 63, que describe las prohibiciones semejantes impuestas a los jueces de los Parlament franceses por diversas ordenanzas a partir del siglo XIV.

23 Citado en Garriga, C. y Lorente, M., “El juez...”, cit., p. 108.

24 Resta, E., “Giudicare, conciliare, mediare”, Politica del diritto, año XXX, nº 4, 1999, p. 557.         [ Links ] La unanimidad no fue, ciertamente, la única estrategia a que se recurrió en los juegos de producción de verdad judicial del antiguo régimen. Como mostrara Michel Focault, en el proceso penal también el recurso a la confesión –ante el tribunal primero, forzada usualmente a través de la tortura, y reiterada luego como retractación pública dentro del ritual del castigo– unido a la imposición pública de penas que anticipaban y evocaban las penitencias del infierno, actuaban también como mecanismos certificadores de la verdad, y la justicia, de la decisión judicial: de ese modo, señala Focault “el suplicio hacía pasar la verdad secreta y escrita del proceso al cuerpo, el gesto y el discurso del criminal” (Focault, M., Vigilar y castigar, Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1998 [1975], p. 71).        [ Links ]
25 Garriga, C. y Lorente, M., “El juez...”, cit., p. 106.

26 Ibid., pp. 107-8.

27 Cit. en Ibid., p. 108.

28 J. de Palafox y Mendoza, Carta a S.M.,Puebla de los Ángeles, 04/06/1641, cit. en Ibid., p. 112.

29 El modelo usual de sentencia fue consistente con las recomendaciones de la communis opinio jurisprudencial a las que antes me he referido: la parte dispositiva era precedida solamente por la exposición de las peticiones y las defensas de las partes y por una fórmula en que el juez se limitaba a declarar que había seguido el ordo iudiciorum. La práctica dominante de no expresar en la sentencia los fundamentos de la decisión admitió sin embargo algunas excepciones: así, por ejemplo, existen testimonios de algunas sentencias motivadas del Parlament de Paris hasta 1330, práctica que ha sido vinculada con el contemporáneo proceso de verificación, por prescripción real, de las costumbres existentes (cfr. Sauvel, T., “Histoire...”, cit., pp. 17-8); también existen testimonios de sentencias fundadas de algunos tribunales hispanos, como por ejemplo ocurría en la Real Chancillería de Granada (cfr. Pedraz Penalva, E., “Ensayo histórico sobre la motivación de las resoluciones judiciales penales y su actual valoración”, Revista General de Derecho, num. 586-587, julio-agosto 1995, p. 7225).        [ Links ]
30 También en la práctica de la Rota romana, el tribunal central del Estado Pontificio en materia civil, hubo cambios a partir del siglo XVI: aunque la sententia siguió siendo inmotivada, se estabilizó en esa época la práctica de presentar a las partes antes de ella un texto, denominado decisio, en el que se exponían resumidamente las conclusiones del colegio judicial con las respectivas rationes dubitandi, con el objeto de permitir a las partes discutirlas y hacer posible de ese modo la revisión por el tribunal de sus propias decisiones en el ámbito del mismo procedimiento. Aunque las decitiones eran consideradas resolutiones extraiudiciales que no se incluían en las actas ni se conservaban, ellas llegaron a adquirir gran importancia entre los operadores del derecho como testimonio de la jurisprudencia de la Rota. (Cfr. Ascheri, M., “I ‘grandi tribunali’ d’Ancien Régime e la motivazione della sentenza”, en Id., Tribunali, giuristi e istituzioni. Dal medioevo all’ età moderna, Il Mulino, Bolonia, 1995, pp. 102 ss.).

31 Esta regla de restricción de la publicidad de la sentencia admitió sin embargo algunas excepciones. La más notable la encontramos en la regulación que se realizó de la fundamentación en el reino de Nápoles por una pragmática de 1774, a la que me referiré más adelante, y que preveía la publicación mediante imprenta de las sentencias motivadas: la radicalidad de esta innovación, que anticipa una temática que recuperará la legislación revolucionaria francesa, no llegó sin embargo a conseguir eficacia y la pragmática terminó siendo derogada. En el contexto de otra legislación procesal del absolutismo ilustrado, la prusiana, sólo se preveía la publicidad mediante lectura respecto de las partes del juicio (especialmente en el Allgemeine Gerichtsordnung für die Prussichen Staaten de 1781: Título XIII, § 44); casi contemporáneamente además, en 1784, se restringían las posibilidades de crítica pública a través de la siguiente ordenanza de Federico II: “Una persona privada no está autorizada a emitir juicios públicos, especialmente juicios reprobatorios, sobre tratados, procederes, leyes, reglas y directivas del soberano y de la corte, de sus servidores estatales, de colegios y cortes judiciales, ni está autorizada a dar a conocer noticias recibidas acerca de todo ello ni a divulgarlas por medio de la impresión. Una persona privada no está capacitada para someter todas esas cosas a juicio porque le falta el conocimiento completo de las circunstancias y los motivos” (Wörterbuch der hochdeutschen Mundart, Viena, 1808, 3ª parte, p. 856, citado en Habermas, J. Historia y crítica de la opinión pública [1962], Domènech, Gustavo Gili, Barcelona, 1981, p. 63).      

32 Cfr. el texto clásico de Meinecke, F., La idea de razón de Estado en la edad moderna, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983 (1924) y también Borrelli, G., Ragion di Stato e Leviatano, Il Mulino, Bolonia, 1993.  

33 Ascheri, M., “Firenze dalla reppublica al principato: la motivazione della sentenza e l’edizione delle pandette”, en Id., Tribunali, giuristi e istituzioni. Dal medioevo all’ età moderna, Il Mulino, Bolonia, 1995.    

34 Ya desde la creación de la Rota florentina, en el marco de la reforma judicial de 1502, se había hecho referencia expresa a la motivación de sus decisiones, exigiendo que en caso de falta de unanimidad tanto los jueces de mayoría como los de minoría expresaran por escrito en la sentencia sus motivos, que debían ser luego transcritos por un actuario en un libro públicamente accesible, conservado por el Procónsul del Arte de los jueces y notarios. En caso de decisión unánime, la sentencia no debía incluir las razones de la decisión, las que podían sin embargo ser comunicadas por escrito a las partes en caso de que lo solicitaran. Una nueva reforma extendió en 1532 la exigencia de enunciar la justificación de la decisión –“la ley, y las doctrinas, y las razones inductivas, y los motivos de su Juicio”– a todas las sentencias civiles de la Rota, contemplando una sanción pecuniaria para el juez que faltara a esa obligación. Sólo se excluían de la obligación de motivación las sentencias de primera instancia, en las que la motivación era facultativa; sin embargo, una ley de reforma de 1560 aplicó también a éstas el principio de obligatoriedad de la motivación. Finalmente, una reforma de 1678 adoptó un criterio diferente e impuso a la Rota la obligación de motivar todas las sentencias civiles que se refirieran a causas de valor superior a cien ducados o no susceptibles de valoración pecuniaria. A lo largo de todas estas reformas se conservó, además de la obligatoriedad de la motivación, su accesibilidad general a través de un mecanismo de publicidad que permitía a cualquier persona obtener una copia de la decisión y sus razones justificativas. Cfr. Ascheri, M., “Firenze...”, cit., y también Taruffo, M., “L’obbligo ...”, cit., pp. 279 ss.

35 Ascheri, M., “Firenze...”, cit., p. 59.

36 Ibid., pp. 61ss.

37 Cfr. Damaska, M., Las caras de la Justicia y el poder del Estado, trad. cast. de A. Morales, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2000 (1986), pp. 57-59 y 88.        [ Links ]
38 Cfr. Taruffo, M., “L’obbligo...”, cit., pp. 274 ss. y La motivazione...,cit., pp. 328ss.

39 Sobre estas exigencias de fundamentación cfr. Taruffo, M., “L’obbligo....”, cit., pp. 280ss.

40 En Francia no fue necesaria una prohibición de la fundamentación, pues en la práctica judicial se había impuesto un modelo de sentencia inmotivada, pero sí se adoptaron diversas medidas destinadas a velar por los “secretos de la Corte” –la expresión que utilizaba la ordenanza de 13 de enero de 1344 sobre el secreto de las deliberaciones–, impidiendo la publicación privada de fallos judiciales o de comentarios sobre ellos. Cfr. al respecto Sauvel, T., “Histoire...”, cit., pp. 31ss.

41 Esa Real Cédula se encuentra recogida en la Novísima Recopilación de las Leyes de España, VIII, Tit. XVI, Lib. XI. Aunque la fecha que allí se indica para su promulgación es el 23 de junio de 1778, se ha sostenido que el año debe rectificarse por 1768 (cfr. Garriga, C. y Lorente, M., “El juez...”, cit., p. 101, quienes refieren sobre el punto a Mariluz Urquijo, J. M., “La acción de sentenciar a través de los apuntes de Benito de Mata Linares”, en Revista de Historia del Derecho, 4, 1976).  

42 Se ordena el cese de la práctica de motivar “para evitar los perjuicios que resultan (...) dando lugar a cavilaciones de los litigantes, consumiendo mucho tiempo en la extensión de las sentencias, que vienen a ser un resumen del proceso, y las costas que a las partes se siguen”.

43 Es la tesis que sostienen, por ejemplo, Ernesto Pedraz Penalva y Luis Prieto Sanchís. Cfr. Pedraz Penalva, E., “Ensayo histórico..”, cit., pp. 7228-9, y Prieto Sanchís, L., “Motivazione delle decisioni giuridiche e certezza del diritto”, Studi Senesi, CVI, fasc. 3, 1994, pp. 403-4.  

44 El texto de la Pragmática puede consultarse en Massetto, G., “Sentenza...”, cit., pp. 1221 y 1236.

45 Sobre este proceso, ya afianzado en torno al siglo XVI, cfr. Plucknett, A., A concise history of the common law, 5ª edición, Londres, 1956, pp. 342ss.         [ Links ] y Van Caenegem, R., The birth of english common law, Cambridge U. Press, Cambridge, 1973.      

46 Si desde este punto de vista la fundamentación de las sentencias aparece como una condición necesaria para la formación de un sistema de precedente vinculante, desde otra perspectiva es posible sostener que de una práctica de exponer públicamente las razones generales que fundan una decisión particular debería seguirse un sistema de respeto al precedente, en cuanto principios mínimos de racionalidad discursiva, como los de sinceridad y no-contradicción, llevan a vincular a esa enunciación pública de razones un compromiso con su mantenimiento frente a casos futuros similares. Interesantes exploraciones de esta última perspectiva pueden encontrarse en Schauer, F., “Giving reasons”, Stanford Law Review, vol. 47, 1995, pp. 633-659,         [ Links ] y en Alexy, R., Teoría de la argumentación jurídica, Centro de Estudios Constitucionales, 1997 (1978), pp. 261ss.        [ Links ]
47 A ellas se confiaba, como señala Ascheri (“I grandi tribunali...”, cit., p. 91), “la función de crear un campo de certezas –dado que entonces era para todos obvio que en la gran mayoría de los casos importaba descubrir en juicio no tanto la norma legal a aplicar sino la ‘doctrina puntualis’–, más allá de las antinomias y controversias propias de la literatura proveniente de Universidades, consultores, tratadistas, recolectores de ‘communes opiniones’, etcétera”.

48 Cfr. Ibid., pp. 120-3, y Godding, P., “La jurisprudence...”, cit., pp. 62ss. Cuando las sentencias carecían de motivación –y eso era, según hemos visto, lo usual– las colecciones no reproducían documentos oficiales sino que contenían relatos de los litigios, en los que se narraban las circunstancias del caso, los argumentos de las partes, la deliberación de los magistrados, los motivos de la decisión.

49 De Ferriere, C. J., Dictionnaire de droit et de pratique, II. Jurisprudence des arrêts, Paris, 1779 (citado en Godding, P., “La jurisprudence...”, cit., p. 65. Un testimonio expresivo es el de Raoul Spifame, un jurista del siglo XVI que dedicó buena parte de su vida a imaginar falsas ordenanzas de Enrique II, entre las que incluyó una referida a la necesidad de una publicación regular de las decisiones judiciales y su motivación que, según cita Tony Sauvel, disponía: “... que todos los jueces expresen en los dichos de sus sentencias y juicios la causa expresa y especial de ellos para formar una ley general y dar forma a los juicios en los procesos futuros fundados sobre las mismas razones y las mismas diferencias...y para aquel fin ordeno que todos los dichos, sentencias y fallos sean impresos, de modo que cada uno pueda recurrir a ellos para su ayuda, consejo y dirección” .
El mismo autor menciona testimonios de demandas similares formuladas en las convocatorias de los Estados generales: una de 1560, donde a petición de la nobleza se solicitó la supresión de los fallos no motivados y la imposición a los jueces de un deber de “expresar y declarar los motivos de sus juicios” para que de ese modo sus fallos “sirvan como instrucción a todos en causas similares”; y otra muy similar de 1614 en que el Tercer Estado reclamaba que los juicios fueran motivados para que “los motivos sirvan ellos mismos de leyes” (Sauvel, T., “Histoire...”, cit., pp. 27-8).

50 Este vínculo reapareció en el continente a medida que, avanzando el siglo XIX, fue cediendo la inicial confianza en la autosuficiencia de los códigos, varió la comprensión de la misión de las cortes de casación –de ser guardianas del texto expreso de la ley a ser, como lúcidamente dijera Geny (Méthode d’ interprétation et sources de droit privé positif, Libraire générale de droit & de jurisprudence, Paris, 1932, p. 88), “soberanas de la interpretación”– y se volvió progresivamente a valorar como un bien ligado a la certeza la uniformidad de la jurisprudencia.

51 La distinción entre la perspetiva ex parte principis y la perspectiva ex parte populi fue sugerida por Bobbio como una herramienta útil en el análisis de cualquier problema referente a la esfera política (Bobbio, N., “La democracia y el poder invisible”, en El futuro de la democracia, trad. cast. J.F. Fernández Santillán, FCE, Buenos Aires, 1993 [1985], p. 79).         [ Links ] Recientemente Luigi Ferrajoli ha recuperado el uso de esta distinción de perspectivas, aunque con un sentido algo diverso, para referir, respectivamente, al punto de vista interno o de la validez jurídica y al punto de vista externo o de la legitimidad ético-política (Ferrajoli, L., Derecho y razón..., cit., pp. 854 y 880ss.).

52 Taruffo, M., “L’obbligo di motivazione della sentenza civile tra diritto comune e illuminismo”, cit. El desinterés de la ilustración jurídica por la fundamentación de las sentencias no fue, sin embargo, absoluto. Hubo algunas voces aisladas que destacaron circunstancialmente su potencial garantista. Entre ellas destaca un texto de Gaetano Filangeri, quien comentando la pragmática napolitana de 1774 que estableció la obligatoriedad general de la motivación y su publicidad mediante impresión, afirmaba que ésta induciría al juez a ponderar mejor su decisión, alejándolo de la parcialidad y el arbitrio y que además expondría su actuación al control crítico de la opinión pública: “No es sólo una persona la que debe ser persuadida por las falaces inducciones de un juez corrupto; es un público entero, inexorable en sus juicios, el que debe examinar sus decisiones. Nada ha provocado tanto temor, aun en los espíritus más intrépidos, como la censura pública. (...) Si la opinión de la propia seguridad es la base de la libertad social (...) y si esta opinión se refiere a la suma y a la intensidad de los obstáculos que un ciudadano debe superar para violar los derechos de otro ciudadano, no encuentro medio más efectivo para fomentar esta saludable opinión, en relación a los magistrados, que aquél de constreñirlos a dar razón al público de la justicia de sus decisiones” (Filangeri, G., Riflessioni politiche..., cit., p. 252). Entre los philosophes franceses sólo Condorcet y Voltaire prestaron alguna atención a la fundamentación de las decisiones judiciales. El primero señalaba, en un texto crítico de las arbitrariedades de la justicia penal, como una exigencia de derecho natural “que todo hombre que emplee contra miembros de la sociedad la fuerza que ella le ha confiado, le rinda cuentas de las causas que le han movido a ello” (Condorcet, Réflections d’un citoyen non gradué sur un procés bien connu [1786], en Oeuvres de Condorcet, Firmin Didot, París, 1847, vol. VII, p. 152). El segundo, por su parte, comentando el libro de Beccaria, De los delitos y las penas, se preguntaba “¿por qué en algunos países las sentencias no son nunca motivadas? ¿hay acaso vergüenza en dar el motivo de un juicio?”(Voltaire, “Commentaire sur le livre des délits et des peines par un avocat de province” [1766], en Id., Melanges, Gallimard, Paris, 1961, p. 825).

53 Hablar de una concepción ilustrada de la función judicial implica ciertamente una simplificación de un conjunto complejo de ideas que tuvieron una génesis y una difusión diferente, además de una generalización que pasa por alto importantes diferencias entre las posiciones de los autores que las sostuvieron. Creo que en el marco de este trabajo ese nivel de generalidad es, sin embargo, suficiente para caracterizar los tópicos que perfilaron la imagen deseable de la función judicial que se integró al proyecto político liberal. Cfr. sobre ella Cattaneo, M., Illuminismo e legislazione, Edizioni di Comunità, Milán, 1966.

54 Cfr. Accatino, D., “La conocibilidad del derecho y la extinción de los abogados: un corolario utópico de la codificación”, en Revista de Derecho, U. Austral de Chile, vol. X, diciembre 1999.

55 Cfr. Taruffo, M., “L’obbligo....”, cit., pp. 268-9. La misma explicación ofrece Letizia Gianformaggio, destacando como la ausencia de preocupación por la motivación de la sentencia es coherente con la supuesta evidencia de la solución judicial (Gianformaggio, L., “Modelli di ragionamento...”, cit., pp. 44-5).

56 Cfr. Vigoriti, V., “La pubblicità delle procedure giudiziarie (Prolegomeni storicocomparativi), Rivista Trimestrale di diritto processuale civile, 1973, pp. 1423-1488.    
Una de las más brillantes defensas de la publicidad de los procesos se encuentra en la obra de Jeremy Bentham. En su Tratado de las pruebas judiciales (Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1959 [1823], pp. 140ss.) Bentham sostiene que la publicidad, “alma de la justicia” (p. 140), no sólo podía favorecer la veracidad del testimonio, sino que sobre todo debía asegurar la probidad de los jueces, actuando como “freno en el ejercicio de un poder del que es tan fácil abusar” pues el juez, sometido continuamente al “tribunal” de la “opinión pública”, “aunque llevase la injusticia en el corazón, sería justo a pesar suyo por estar en una posición en la que no puede hacer nada sin suministrar pruebas en contra de sí mismo” (pp. 142-3). A la vez que hace visible el juicio a la crítica de sus espectadores, la publicidad, al dotar también de “apariencia” de justicia a la decisión, funda según Bentham la “confianza del público” en las sentencias de los tribunales.
Por el contrario, el secreto provoca naturalmente la desconfianza pública, pues “la inocencia y el misterio nunca van juntos, y quien se oculta está más que a medias convicto” (p. 145). Ya Kant en La paz perpetua (Calpe, Madrid, 1919 [1795], pp. 77- 8) había expresado una idea similar al sostener que “sin publicidad no habría justicia, pues la justicia no se concibe oculta, sino públicamente manifiesta”, de modo que “las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas si su máxima no admite publicidad”, pues “(e)n efecto, una máxima que no puedo manifestar en alta voz, que ha de permanecer secreta, so pena de hacer fracasar mi propósito; una máxima que no puedo reconocer públicamente sin provocar en el acto la oposición de todos a mi proyecto; una máxima que de ser conocida suscitaría contra mí una enemistad necesaria y universal y, por lo tanto, cognoscible a priori; una máxima que tiene tales consecuencias, las tiene forzosamente porque encierra una amenaza injusta al derecho de los demás”.

57 Cfr. artículo 15, título V de la ley de 16- 24 de agosto de 1790 sobre la organización judicial, que disponía que “Los juicios deben bajo pena de nulidad ser motivados” y luego el artículo 208 de la Constitución del año III, que establecía que “Las sesiones de los tribunales son públicas; los jueces deliberan en secreto; las sentencias son pronunciadas en voz alta; ellas son motivadas y enuncian los términos de la ley aplicada”.

58 La Corte de casación fue creada a través de la ley de 27 noviembre-1 diciembre de 1790 –poco tiempo después de la ley que se refería a la motivación– como una emanación del poder legislativo, encargado de controlar la actuación de los jueces y anular “todo juicio que contenga una contravención expresa del texto de la ley” (artículo 3º).

59 En relación al primer punto, como dice G. Poggi refiriéndose a las revoluciones francesa y americana, “los fines constitucionales de la revolución expresamente hicieron del proceso electoral un mecanismo (al menos desde el punto de vista formal) para transmitir periódicamente a un cuerpo legislativo las preferencias políticas que se formaban al interior de un cuerpo constituyente amplio (el pueblo de los Estados Unidos, la nación francesa)” (Poggi, G., Lo stato. Natura, sviluppo, prospettive, Il Mulino, Bolonia, 1992, pp. 83ss.).    
Sobre el segundo punto cfr. Cattaneo, M. , Illuminismo..., cit., pp. 99ss.

60 Taruffo, M., “L’obbligo..., cit., pp. 271.

61 Cfr. Habermas, J. Historia..., cit., pp. 115ss.

62 Esta forma extremadamente penetrante de control –que había sido requerida años antes en los cahiers de doléances– fue establecida respecto de los juicios civiles por la Constitución de 1793 (artículo 94) y respecto de los juicios penales por la ley de 26 de junio de 1793. Su vigencia sólo se extendió hasta 1795, cuando la Constitución del año III dispuso el secreto de la deliberación y dio rango constitucional a la exigencia de motivación (artículo 208). Cfr. Vigoriti, V., “La pubblicità...”, cit., pp. 1447 y 1465-6. A partir de entonces la motivación constituyó el único vehículo de control sobre el razonamiento judicial y el modelo silogístico de juicio, que integraba la concepción ilustrada de la función judicial, pasó, casi imperceptiblemente, de ser un modelo de razonamiento decisorio a uno de razonamiento justificativo.
 La fundamentación sólo permitirá conocer la posición que obtuvo el consenso unánime o mayoritario dentro de un tribunal colegiado, a menos que se admita la expresión de votos disidentes. Aunque la aceptación de la expresión y justificación de los votos particulares habría sido coherente con la voluntad de extender la publicidad al ámbito de la deliberación del tribunal, ella no encontró reconocimiento en la legislación francesa (y, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros ordenamientos de tradición continental, especialmente tras la Segunda Guerra, no lo encuentra todavía: cfr. Ezquiaga Ganuzas, F.J., El voto particular, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990, pp. 66ss.),  probablemente porque el modelo silogístico de decisión judicial fundada en la ley esbozaba de nuevo la imagen de una verdad judicial única, necesariamente unánime. El modelo más cercano al de la deliberación pública es el de los tribunales ingleses, en los que cada juez da lectura sucesivamente a su propio voto fundado (opinión), sin que exista una decisión unitaria del tribunal como tal (cfr. Atiyah, P., “Judgements in England”, en AAVV, La sentenza in Europa. Metodo, tecnica e stile, Cedam, Padua, 1988 y MacCormick, N., “The motivation of judgments in the common law”, en Perelman, Ch. y Forier, P. (eds.), La motivation…, cit.).

63 Cfr. Taruffo, M., La motivazione..., cit., pp. 465ss. y “Motivazione della sentenza civile (controllo della)”, en Enciclopedia del diritto, Aggiornamento III, Giuffrè, Milán, 1999, p. 775.

64 Ramat, M., “Significato costituzionale della motivazione”, en Maranini, G. (ed.), Magistrati o funzionari?, Edizioni di Comunità, Milán, 1962, p. 705.

65 La exigencia de fundamentación de las sentencias fue impuesta por primera vez, aunque sin lograr eficacia, por el Reglamento Constitucional 1822. Sólo en 1837, a través de un Decreto dictado por el Presidente Prieto en ejercicio de las facultades extraordinarias que le habían sido conferidas por ley para hacer frente a la guerra contra Perú, vuelve a establecerse el deber de motivar. Cfr. Hanisch, H., “Contribución al estudio del principio y de la práctica de fundamentación de las sentencias en Chile durante el siglo XIX”, en Revista de Estudios histórico-jurídicos, VII, 1982, pp. 131-173.  

66 Cfr. Bravo, B., “Judicatura e Institucionalidad en Chile (1776-1876): del Absolutismo ilustrado al Liberalismo parlamentario I”, en Revista de Estudios histórico-jurídicos, I, 1976, pp. 61-87;         [ Links ] Aldunate, E., “La constitución monárquica del poder judicial”, en Revista de Derecho de la U. Católica de Valparaíso, XXII, 2001, pp. 193-207.        [ Links ]
67 Bello, A., “Necesidad de fundar las sentencias”, en El Araucano, Nº 197, 20 de junio de 1834, ahora en Id., Escritos jurídicos, políticos y universitarios, selección y prólogo de Agustín Squella, Edeval, Valparaíso, 1979, p.112.

68 Bello, A., “Administración de justicia”, en El Araucano, Nº 296, 6 de mayo de 1836, ahora en Id., Obras completas, Tomo IX, Santiago, 1885, p. 152.

69 Tomo la expresión del libro del mismo nombre de E. García de Enterría, La lengua de los derechos. La formación del derecho público europeo tras la revolución francesa, Alianza, Madrid, 1994.

70 Los textos constitucionales revolucionarios hacían expresa referencia a la garantía social: la Constitución del año I, señalaba en su artículo 23 “la garantía social consiste en la acción de todos para asegurar a cada uno el disfrute y la conservación de sus derechos; esta garantía descansa en la soberanía nacional”; y la Constitución del año III –la misma que dio jerarquía constitucional al principio de obligatoriedad y publicidad de la motivación–, que se cerraba con la siguiente disposición: “el pueblo francés confía en depósito la presente Constitución a la fidelidad del cuerpo legislativo, del Directorio ejecutivo, de los administradores y de los jueces; a la vigilancia de los padres de familia, a las esposas y a las madres, al afecto de los ciudadanos jóvenes, al coraje de todos los franceses”.

71 Un cambio jurídico que ha estimulado la discusión sobre la fundamentación de las sentencias ha sido la formación en diversos ordenamientos de tradición jurídica continental de tribunales constitucionales, muchos de los cuales han realizado notables esfuerzos argumentativos en sus fallos para dar legitimidad a su posición de garantes últimos de la Constitución, capaces de imponer su comprensión de la misma a la expresada por los legisladores democráticamente legitimados. Cfr. una buena sinopsis comparada en Ruggeri, A. (ed.), La motivazione delle decisioni della Corte Costituzionale, Giappichelli, Turín, 1994.        
 Ese mismo proceso ha conducido a un fortalecimiento de la posición de la exigencia de motivación como derecho fundamental procesal: cfr., por ejemplo, en relación a la experiencia española Colomer Hernández, I., La motivación de la sentencias: sus exigencias constitucionales y legales, Tirant lo Blanch, Valencia, 2003, e Igartúa Salaverría, J., La motivación de las sentencias: imperativo constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003.

martes, 14 de agosto de 2018

458.-El populismo; a

El populismo.


Anllela camila hormazabal moya

Hugo Chavez,  presidente de Venezuela un presidente populista típico.


Introducción. 


En una conferencia realizada en Londres en mayo de 1967, el Profesor Isaiah Berlín se refirió a una forma de abordar el populismo que bautizó el complejo de la Cenicienta:

"[...] con lo cual quiero decir lo siguiente: que existe un zapato –la palabra 'populismo'– para el cual existe un pie en algún lugar. Existen toda clase de pies que casi lo pueden calzar, pero no nos deben engañar estos pies que casi ajustan a su medida. En la búsqueda el príncipe siempre vaga errante con el zapato; y en algún lugar, estamos seguros, espera un pie denominado populismo puro. Este es el núcleo del populismo, su esencia. Todos los otros populismos son derivaciones y variaciones de éste, pero en algún lugar se oculta, furtivo, el populismo verdadero, perfecto, que puede haber durado sólo seis meses, o haberse dado en un solo lugar... Este es el ideal platónico del populismo, todos los otros son versiones incompletas o perversiones de aquel." 
J. B. Allock, "Populism, a brief biography",
Sociology, septiembre 1971, p. 385.




Es casi un lugar común en la literatura acerca del populismo comenzar señalando la vaguedad e imprecisión del término y la multitud heterogénea de fenómenos que abarca. "A la oscuridad del concepto empleado se une la indeterminación del fenómeno a que se alude" (Laclau, 1986:165) sintetiza la opinión de muchos. Es, parece, la inexactitud terminológica crónica lo que aqueja al término populismo pues sirve para referirse a una variedad de fenómenos: movilizaciones de masas (de raíces urbanas o rurales) elitistas y/o anti-elite, a partidos políticos, movimientos, ideologías, actitudes discursivas, regímenes y formas de gobierno, mecanismos de democracia directa (referéndum, participación), dictaduras, políticas y programas de gobierno, reformismos, etc. Académicos, políticos de diversas orientaciones, religiosos y periodistas echan mano al término para salvar el vacío cuando el objeto referido (una política, un régimen, un gobierno, una actitud) es de difícil determinación y no entra en ninguna categoría convencional.
 En el lenguaje periodístico actual, los gobiernos que siguen políticas económicas iliberales afirman con frecuencia que no están dispuestos a aplicar y/o volver a políticas “populistas". En este caso, utilizan el término como sinónimo de un Estado interventor y asistencialista que controla los servicios públicos, es dueño de empresas, alienta el proceso de industrialización a través de regulaciones, subsidios y protección aduanera, y usa el gasto público con fines políticos. Es decir, todo lo contrario de lo que el neoliberalismo propone.
Otras veces, en el uso cotidiano, el populismo aparece como la negación de los valores elementales de la democracia representativa al poner el énfasis en la cuestión del liderazgo “demagógico”, las relaciones clientelistas y la “manipulación de las masas".
También en el plano político genera fuertes adhesiones y rechazos. El populismo como fenómeno político ha sido temido, criticado y condenado tanto por las izquierdas como por las derechas. Drake (1982: 240) afirma que “entre 1920 y 1970, en forma repetida los conservadores hostigaron a los populistas acusándolos de ser agitadores demagógicos que impulsaban expectativas excesivas en las masas, fomentaban la inflación, ahuyentaban los capitales nacionales y extranjeros y ponían en peligro la estabilidad política. Al mismo tiempo, los sectores de izquierda los han vituperado calificándolos de charlatanes que embaucaban a las masas, llevándolas a apoyar reformas paliativas que sutilmente preservaban las jerarquías existentes del poder y el privilegio”. Estas críticas de derecha y de izquierda se han acompañado, con frecuencia, por un lamento sobre la capacidad movilizadora de los políticos populistas.
Por otro lado, existen científicos sociales que le niegan status científico al término ya sea porque alegan que no existe un mínimo común que fundamente la existencia de una categoría analítica como “populismo”, ya sea porque sostienen que la definición no se adecua a la realidad económica, social y política que el concepto pretende ordenar y explicar. Aquellos que usan el término saben intuitivamente lo que significa pero parece haber cierta dificultad para construir el concepto, explicar su contenido, establecer las relaciones entre los elementos componentes del mismo, la jerarquía, los vínculos.

Denostado por científicas sociales, condenado por políticos de izquierda y de derecha, portador de una fuerte carga peyorativa, no reivindicado por ningún movimiento o partido político de América Latina para autodefinirse, el populismo –esa Cenicienta de las ciencias sociales– es, en resumidas cuentas, un problema. A pesar de todo, el concepto muestra una gran resistencia a ser pasado a retiro; más bien se obstina en perdurar, ronda el lenguaje cotidiano, asoma con frecuencia en los trabajos académicos, señalando quizás, la existencia de una zona de experiencia política y social particularmente importante y a la vez muy ambigua[1], cuyo nombre, hasta puede no ser “populismo”.
Este rasgo de ambigüedad encuentra sus razones en varias fuentes. Por un lado, en la relación entre el concepto y aquellos que lo construyen. Se ha dicho que, en realidad, los estudios sobre el pasado revelan más sobre los autores y su presente que sobre ese pasado investigado. Esto parece particularmente cierto en el caso del populismo. Como todos sabemos, no existen “populismos” (ni “naciones”, ni “clases”, ni siquiera “sociedad”) deambulando al azar, a la espera de que algún científico social se interese por estudiarlos. Los conceptos deben ser construidos y este punto es particularmente relevante para el populismo porque una de las cuestiones recurrentes en este tema es la problemática relación entre la masa y la elite, incluyendo dentro de ella a la elite intelectual a la que pertenecen los académicos.
 Las dificultades aumentan cuando estos movimientos manifiestan hostilidad hacia los intelectuales como lo han hecho muchos movimientos populistas; cuando la gente común expresa sus opiniones, con frecuencia éstas resultan opuestas a los sesgos liberales y progresistas de los intelectuales.

 “En este sentido”, sostiene Canovan (1981:11), “las interpretaciones del populismo han estado fuertemente influenciadas por los resquemores de algunos intelectuales hacia lo popular y toda su progenie repulsiva, y por el idealismo de otros que han exaltado al hombre común y sus simples virtudes”.


A raíz de la relevancia personal que tienen para los intelectuales los temas populistas, las interpretaciones académicas de este fenómeno han sido polémicas al punto de que muchas veces resultan irreconocibles los mismos movimientos en las distintas descripciones. 

Por ejemplo, “algunos académicos han considerado a los populistas de Estados Unidos como neuróticos retrógrados de tendencias peligrosamente fascistas mientras otros los han retratado como heroicos combatientes por la democracia, luchando en desventaja contra fuerzas imbatibles” (Canovan, 1981:11).


Estas interpretaciones contrapuestas (que pueden hacerse fácilmente extensivas a los estudios sobre el fenómeno en América Latina), opina Canovan, revelan en cierta medida los puntos de vista de los académicos sobre su propia situación política y las relaciones entre la elite y las masas.
 Se sigue, entonces, que cuando la perspectiva política predominante en círculos académicos varía (por ejemplo, desde la desconfianza de las masas al entusiasmo sesentista por la democracia participativa) las interpretaciones del populismo también varíen, creando un estado de perplejidad.
La tensión entre el populismo y sus analistas en el mundo intelectual debe mucho también a que apareció como fenómeno político en el contexto de la profunda crisis de la democracia liberal después de la primera guerra, bajo la expansión del fascismo y la victoriosa revolución rusa con sus efectos disruptivos –aunque en direcciones muy diferentes– sobre el orden institucional formado en las fuentes liberales.[2] En un escenario semejante, en que el populismo osciló entre la demagogia y la protesta, la concepción liberal fue radicalmente antipopulista y su reacción expresó el temor y la repulsión de las elites tradicionales ante la nueva alianza entre el 'poder irracional de las masas' y el estilo groseramente personalista de ciertos líderes de tendencia demagógica (Taguieff, 1996: 47-8). Por otro lado, el populismo como fenómeno histórico, afirma Weffort, tuvo siempre un impacto considerable sobre las ideologías modernas en cualquiera de sus tendencias. 
Una de las razones de ese potencial perturbador “fue su especial capacidad de conciliar aspectos esencialmente contradictorios en la perspectiva de las leyes que rigen una sociedad capitalista y un estado moderno”; por ejemplo, afirma, ciertos gobiernos populistas son antiliberales y antisocialistas al mismo tiempo y sin embargo, son capaces de ‘usurpar' los objetivos que ‘normalmente' podrían atribuirse unos a los liberales y otros a los socialistas tales como la lucha contra la oligarquía, la formación de una burguesía urbana y la intensificación del desarrollo industrial, la expansión del sindicalismo y el liderazgo del comportamiento obrero, etc.

Podríamos concluir, como Canovan, que al estudiar al populismo es necesario ser conscientes de la relación entre el fenómeno y sus intérpretes, revisar las categorías y los cambios en el clima académico que influyeron e influyen sobre los estudios y las evaluaciones del populismo (“los contenidos ideológicos subyacentes” en palabras de Weffort), examinar las relaciones que puede haber entre las supuestas “actitudes reaccionarias desde abajo” y “visiones progresistas” de los círculos académicos y también las idealizaciones intelectuales de la participación de los sectores populares en política.
Hecha esta advertencia sobre la relación entre el populismo y los intelectuales, nos interesa llamar la atención sobre otra peculiaridad del concepto en la acción política que también refuerza su contenido de ambigüedad. Si bien el término fue utilizado por los populistas norteamericanos para designarse a sí mismos, en América Latina, aquellos que los observadores llaman populistas, no se consideran a sí mismos populistas. Worsley afirma que el vocablo ruso narodnichestvo se tradujo como ‘populista', pero que esta traducción consiste en sí misma en una imputación de significado, y no una equivalencia simple y 'neutral', cosa que nunca puede ser una traducción, dado que debe recurrir a las categorías disponibles en la lengua (Worsley, 1970: 265). Uno podría preguntarse si tiene algún peso el hecho cíe que los protagonistas se refieran a sí mismos como populistas, como en Estados Unidos, o que no lo hayan hecho nunca, como en América Latina, donde, además, el término tiene una fuerte carga peyorativa y es más bien rechazada por aquellos que la reciben.
 La designación “comunista” o “socialista” es subjetiva y propia de los mismos participantes, como también de sus opositores y no una mera atribución analítica. A diferencia de socialistas y comunistas, el populismo no es parte de una tradición compartida más amplia a lo cual se relaciona el uso del término, su status tipológico es sólo analítico (Worsley, 1970: 265). Uno de los problemas o las consecuencias de una situación como ésta es que al no haber nadie que autodefina el término, lo definen los de afuera (Canovan, 1981: 5).
Una tercera fuente de ambigüedad del término populismo es la heterogénea realidad histórica a la que se refiere. Pero antes de recorrer algunas de los diversos fenómenos que han sido denominados populistas y las distintas maneras en que ha sido abordado el tema en América latina, señalemos rápidamente que ésta es una compilación para estudiantes y que razones de espado y de intención nos llevan a una elección de prioridades (se desarrollan los criterios de selección de los trabajos en la sección IV): no nos referiremos a algunos temas que suelen ser tratadas en relación al populismo como: pueblo, nación, bonapartismo, fascismo, cesarismo.
Tampoco nos detendremos en caracterizaciones de la estructura económica aunque este tema está desarrollado en algunos de los artículos compilados. Más bien, nos interesa en primer lugar, recorrer los populismos originarios (el ruso y el estadounidense) y la emergencia del término; en segundo lugar, presentar un panorama de los enfoques de la literatura sobre el populismo latinoamericano y, por último, examinar algunas cuestiones epistemológicas y plantear, lo más claramente posible, al menos los perímetros y los ejes del problema.
En este sentido, nos interesa centrar la atención en los problemas relacionados con la construcción del concepto de populismo. La pregunta que orienta esta introducción es la siguiente: el así llamado “populismo”, ¿es un fenómeno histórico singular que se manifestó en un tiempo y espacio determinado, que representa una etapa particular del desarrollo de una sociedad?; ¿o es una categoría analítica que puede aplicarse a un fenómeno “populista” más amplio que se manifestó en diferentes sociedades y épocas?; ¿o es un fenómeno histórico y una categoría analítica a la vez?
Para abordar esta pregunta detengámonos previamente en una sintética reconstrucción de las experiencias históricas que han sido englobadas bajo el término populismo.







I. El populismo en la historia

a. Los primeros populismos.

J. B. Allock (1971: 372) afirma que los referentes históricos del término "populismo" –hasta mediados de la década de 1950 objeto de atención de historiadores y luego también de sociólogos– en un primer momento fueron, por un lado, los movimientos rurales radicales del Medio Oeste americano de fines del siglo pasado y, por otro, el “temprano movimiento socialista utópico de intelectuales rusos” del mismo período, los llamados narodnik, que viene del vocablo ruso narod (‘pueblo', ‘folk' o ‘nación').
El uso correcto del término narodnichestvo y el tema de quiénes deben o no deben ser considerados populistas son cuestiones alrededor de las cuales ha girado bastante debate académico. Dicho en forma sintética, existe un uso más restringido y otro más amplio. En el primer caso, la intelligentsía rusa utilizaba el término narodniki o 'populista' para señalar una actitud en particular dentro del movimiento radical, una nueva actitud de humildad hacia el pueblo, que llevó a los narodnikí a sostener que los intelectuales no deberían conducir al pueblo en nombre de ideas abstractas, extranjeras y sacadas de los libros sino adaptarse ellos al pueblo tal cual es, fomentando la resistencia al gobierno en nombre de las necesidades cotidianas reales. En el segundo caso, el término populismo se utiliza para referirse a todo el movimiento revolucionario ruso no marxista desde los escritores pioneros hasta la década de 1890 y aun más allá; en otras palabras narodnicbestvo denota un socialismo agrario de la segunda mitad del siglo diecinueve, que postula que Rusia podía evitarse la etapa capitalista de desarrollo y proceder a través del artel (cooperativa de obreros o artesanos) y la comuna campesina directamente al socialismo[3].
Veamos ahora quiénes fueron los populistas rusos.[4] En la Rusia de fines del siglo XIX, la vasta población rural trabajaba penosamente en condiciones de miseria y sujeción sin paralelo en Europa, bajo un estado autocrático y represivo. Entre el estado y los campesinos se encontraba una tercera fuerza, una elite instruida, pequeña pero de vital importancia, cada vez más orientada hacia las formas occidentales de pensamiento. Según Margaret Canovan, esta minoría privilegiada, consternada por la injusticia de su sociedad e incapaz de soportar el sentimiento de culpa al verse beneficiada por este estado de cosas, alentó y trabajó para la revolución. Sin embargo, no se proponían seguir ciegamente las formas e instituciones occidentales, sino que construyeron una visión específicamente rusa del futuro. Haciendo una síntesis entre las ideas de los eslavófilos conservadores que valoraban las tradiciones de las comunas campesinas y las ideas fraternales del socialismo europeo, postularon la posibilidad de construir una nueva sociedad socialista sin pasar por las mismas etapas europeas de capitalismo y expropiación.
Hacia principios de 1870, el impulso de hacer sacrificios por el pueblo se volvía predominante en círculos intelectuales. Se entendía que el desarrollo de la civilización para unos pocos privilegiados se había logrado gracias al trabajo y al sufrimiento de la masa del pueblo y que, por lo tanto, las 'clases cultas' debían reconocer que tenían una enorme deuda moral con el pueblo. Luego de literalmente “ir al pueblo” (khozhdenie i narod) en 1874, los que participaron de la aventura volvieron con una nueva conciencia de las dificultades que implicaba hacer la revolución y, sobre todo, de las diferencias entre la perspectiva de los intelectuales y la de los campesinos. Sin embargo, su compromiso con un futuro socialista seguía en pie y en 1876 emergió un partido llamado Zemlya i Volya (Tierra y Libertad).[5] El ideal de los populistas rusos era una Rusia socialista, despojada del estado autocrático y sus iniquidades sociales y económicas, en la cual reinaran la hermandad y la armonía. Creían que esa armonía y hermandad estaban profundamente enraizadas en ¡as tradiciones de la aldea rusa, en particular en la práctica de la tenencia comunal de la tierra en virtud de la cual no existía la propiedad absoluta y exclusiva de la tierra dentro de la aldea y los lotes se reasignaban equitativamente en forma periódica a través de la repartición.
La cuestión era cómo trabajar hacia este objetivo. Según Canovan, la pregunta tuvo dos respuestas entre las cuales se dividió el movimiento:
 a) una elitista y conspirativa que sostenía que la única posibilidad de construir un amplio movimiento popular residía en la organización de un partido estrechamente cohesionado que golpeara al gobierno de la única manera posible para un grupo pequeño –con actos de terrorismo individual– cuyo objetivo final era tornar el poder y construir una sociedad socialista;
 b) la otra respuesta fue populista en el sentido estricto del término: la nueva política de narodnicbestvo o ‘populismo' significaba abandonar el aire enrarecido de la elite intelectual y sus teorías abstractas y adaptarse a las necesidades, las perspectivas y los intereses del pueblo. En 1879 el partido finalmente se dividió en moderados y radicales. Un sector llamado Cherny Peredel (Repartición Negra) para significar su demanda primordial de redistribución igualitaria de la tierra entre los “negros” o “clase servil” se quedó a trabajar con el pueblo, dirigidos por Plekhanov (quien posteriormente se convirtió al marxismo). La fracción más fuerte, Narodnaya Volya (la Voluntad del Pueblo), decidió concentrarse en la lucha terrorista contra el estado autocrático. Luego de muchos fracasos, asesinaron al zar Alejandro II en marzo de 1881.
Resumiendo, entonces, el populismo ruso, en su uso convencional amplio, abarca aproximadamente desde 1870 hasta 1917 e incluye una amplia variedad de pensadores y activistas; por lo tanto, es difícil establecer un conjunto de proposiciones que todos los populistas hubieran aceptado. Pero en el caso de los narodnikide la década de 1870 el significado es más claro: el énfasis está puesto en “ir al pueblo” acatando sus deseos y luchando por defender sus intereses, en particular la tierra campesina y la libertad respecto de los terratenientes y el estado. Canovan afirma que, mientras que en su sentido más amplio, el populismo ruso mantenía un núcleo de compromiso con el socialismo agrario basado en la comuna campesina, el término también incluye otros elementos relacionados histórica aunque no lógicamente con esto, como el terrorismo revolucionario y el desdén hacia la reforma política gradual y las medias tintas liberales, la oposición al determinismo histórico y un énfasis en la posibilidad de caminos históricos alternativos y en el rol de las ideas y las acciones individuales en su producción; y, last but not least, un tremendo compromiso y conciencia moral.
 Aunque estos elementos no constituyen una ideología totalmente coherente, sí constituyen un estilo de pensamiento característico que va a ser muy distinto al populismo de Estados Unidos. Por la misma época pero en forma independiente, aparentemente sin siquiera saber que muy lejos había otros grupos a los que se denominaría populistas, en Estados Unidos[6] los agricultores del Míddle West unieron sus voces para protestar contra los políticos y los banqueros de la Costa Este. El apoyo del movimiento populista provino de los estados occidentales y de los sureños y en su enorme mayoría estaba integrado por farmers (granjeros) que demandaban intervenciones socializantes más amplias por parle del gobierno.

Los problemas de los farmers estadounidenses de fines del siglo pasado eran los siguientes:
 a) las corporaciones ferroviarias cobraban precios monopolices pues los farmers eran clientes cautivos, dependían de ellos para obtener equipos y provisiones y para enviar sus granos al mercado. El poder de las compañías se veía aumentado porque dominaban la política estadual del Oeste: tomaban cuidadosos recaudos para mantener controladas las legislaturas y asegurarse, a través de sobornos y corruptelas, de que sus intereses serían protegidos;
 b) la sujeción a los acreedores era una pesadilla permanente. Los farmers necesitaban capital para comprar maquinaria y alambrar, pero cuando la cosecha era abundante, el mercado se saturaba y los precios caían, a lo que se sumaban las pérdidas de cosechas en los períodos de sequía. Por otro lado, estaban en manos de los comerciantes locales, quienes les vendían a crédito obligando a las familias a hipotecar la cosecha del año venidero sin siquiera haberla sembrado. El endeudamiento y la experiencia de sometimiento y humillación que implicaba el endeudamiento constituía un vivencia frecuente para los farmers, quienes formaron la espina dorsal del movimiento populista;
c) otro problema era la reducción del circulante que forzó una baja en los precios de sus productos a la vez que un incremento en el valor del dólar, aumentando de esta manera el endeudamiento de los farmers.
Hacia principios de 1880, con la consigna de que la unión hace la fuerza y la ilusión de volver a ser libres e independientes, los farmers intentaron crear cooperativas de compra y venta para defenderse frente a los acreedores. Sin embargo, la mayoría de las cooperativas fracasó gracias a la oposición enconada de comerciantes y banqueros locales y también porque su base financiera era demasiado endeble, sus patrocinadores, demasiado pobres. El intento de obligar al gobierno a hacer por ellos lo que no podían hacer por sí mismos, los forzó a entrar en la política a la vez que convirtió a su movimiento en populista.
 Pero entrar en política no era una cuestión simple. Aunque fueron creciendo alianzas en varios estados, los disensos variaban entre líneas moderadas y otras radicales, y divisiones en tomo a la cuestión racial debido a la actitud ambigua de la Alianza hacia los farmers negros; por otro lado, no pudo llevarse a cabo la idea de una gran coalición entre el Sur y el Norte, una unión de farmers y trabajadores, de productores contra monopolistas y financistas del Este plutocrático. Entrar en política también significaba que el control del movimiento pasaría inevitablemente de los farmers a los políticos profesionales hacia quienes los farmers manifestaron una permanente hostilidad y, por otro lado, que se tensionaba el problema de las lealtades partidarias. Construir un tercer partido era una tarea harto difícil.
Se siguieron distintas estrategias según las circunstancias y tradiciones políticas de cada estado. Aunque finalmente emergió un partido de carácter nacional en 1892,[7] el camino fue difícil y muchos abandonaron sobre la marcha. El fracaso cíe las cooperativas cobraba sus bajas, pero las tensiones que implicó romper con viejas lealtades partidarias alejó a muchos más. De todas maneras, hasta el sur formó un Partido del Pueblo (People's Party) y dio, además, el dramático paso de incluir a miembros negros en sus filas. Finalmente, en 1896 se produjo una fusión a nivel nacional entre el Partido del Pueblo y el Partido Demócrata, que nombró un candidato de estilo y posiciones populistas e incluyó varias demandas de este grupo en su plataforma, pero perdió las elecciones y los populistas descubrieron que habían destruido su partido inútilmente.
Con posterioridad a 1896, cuando lo que quedaba del Partido del Pueblo se perdía en el olvido, se produjo un auge de prosperidad económica causado por aquello mismo que los populistas habían estado reclamando: un aumento en el volumen de la base monetaria al descubrirse nuevos campos mineros y procesos extractivos.
Ambos populismos se enfrentaron al desafío “del industrialismo, el urbanismo, la grandiosidad, la centralización, la jerarquía; ambos trataron de resistir estas tendencias y de descentralizar lo social...”

(Worsley, 1970: 271) y se opusieron al avance del capitalismo y a uno de sus resultados principales: la destrucción o el severo agotamiento de la pequeña propiedad y la producción en pequeña escala (Vilas, 1994:34).
Aunque los dos son “populismos agrarios”, los populistas rusos, con su desprecio hacia la reforma constitucional liberal y “la adopción del terrorismo como opción ética”, ofrecen un fuerte contraste con el compromiso de los populistas estadounidenses con los procesos políticos y la búsqueda de leyes e instituciones para proteger sus intereses.
Ambos idealizaron al pueblo y aspiraron a un control de la sociedad desde abajo pero resulta obvia la diferencia entre un impulso como éste que proviene del pueblo mismo y aquel que proviene de una intelligentsia sacudida por sus remordimientos de conciencia (Canovan, 1981: 96).
Por otro lado, mientras el populismo de Estados Unidos contaba con una base rural de masas, los rusos no contaban con nada por el estilo; mientras los ideólogos del populismo de Estados Unidos provenían del “pueblo” (eran editores de periódicos destinados a los agricultores, predicadores o hijos de predicadores de tendencia fundamentalista), los populistas rusos provenían de las ciudades y de sectores sociales distintos de los campesinos.
 El populismo ruso proponía como elemento central de su diseño reformista el fortalecimiento de la propiedad comunitaria y el apoyo a federaciones y cooperativas; muchos de los narodniki fueron socialistas y la ideología fue un ingrediente importante. El populismo estadounidense, en cambio, fue siempre un firme defensor de la propiedad individual o familiar y su socialismo más bien una cuestión de interpretación externa y a posleríori y la ideología y las teorizaciones jugaron un papel menor (Vilas, 1994: 35). Mientras en el populismo ruso aparece la tensión entre “pueblo” e intelectuales, en el estadounidense se manifiesta la tensión entre “pueblo” y políticos profesionales; ambos rasgos cíe los populismos latinoamericanos de este siglo.
El término “populismo”, en fin, entró a la literatura desde Rusia y los Estados Unidos para hacer referencia a movimientos de base rural y con un fuerte contenido anti-elite. Pero hay otro populismo en el mundo tan famoso como los primeros: el latinoamericano.

b. La literatura sobre populismo en América

El populismo ha coLatina nstituido uno de los fenómenos históricos principales en la experiencia política de América Latina en este siglo. Drake (1982: 237-9) sugiere que podría ser útil considerar las nociones de populismo “temprano”, “clásico” y “tardío”. Sin caer en una mirada rígida, afirma que se podría argumentar que el timing de las condiciones apropiadas para estos tipos de populismo varió de país en país. En las primeras décadas del siglo XX, América Latina era predominantemente agraria, tenía sistemas políticos aristocráticos y excluyentes, no se habían desarrollado grupos de interés, sindicatos fuertes ni partidos de masas.
 A medida que el crecimiento capitalista y urbano erosionó la hegemonía tradicional de las clases altas, emergieron los precursores del populismo en las ciudades más grandes y los países más prósperos, los que podrían denominarse los populistas tempranos o liberales. Aunque atraían algunas simpatías del sector obrero, se apoyaban en las elites no comprometidas con el ejercicio del poder y la emergencia de las clases medias. Generalmente limitaron sus promesas reformistas a la democratización legalista destinada a las minorías alfabetizadas (Yrigoyen en Argentina, Alessandri en Chile).
Durante los años treinta y cuarenta, afirma Drake, aparecieron los populistas clásicos. Las figuras sobresalientes incluyen a Haya de la Torre, Grove, Cárdenas, Betancourt, Gaitán y Perón. Mucho más que los primeros, estos líderes movilizaron amplias franjas de las masas urbanas tras programas animados por ciertos slogans e ideas socialistas. El temprano radicalismo de algunos miembros del APRA en el Perú, del movimiento de Cárdenas en México, Acción Democrática en Venezuela y del Frente Popular en Chile no debería perderse en la lejanía de la mirada retrospectiva. Además, estos movimientos se autopercíbían como cohesionados por el fin de la reforma social a favor de los trabajadores, la democracia electoral y el nacionalismo continental (indoamericano) contra el imperialismo y el fascismo (estas posiciones fueron expresadas en el primer Congreso Latino Americano de Partidos cíe Izquierda organizado en Chile en 1940 por los socialistas chilenos; los principales participantes incluyeron al APRA, la AD, y el oficialista Partido Revolucionario de México).
Según Drake, el populismo constituyó una respuesta coherente a los procesos de aceleración de la industrialización, la diferenciación social y la urbanización. Los populistas prometieron medidas de bienestar y crecimiento industrial protegido. Aunque el establishment sin duda prefería los arreglos ordenados del pasado sin la intrusión de estos movimientos de masa, a los ojos de muchos líderes reformistas y aun de algunas elites del establishment, continuar excluyendo a las clases medias y a los trabajadores urbanos pronto pareció representar un precio más alto que permitir su incorporación gradual.
Hacia los cincuenta y sesenta las perspectivas del populismo policlasista declinaron. Importantes populistas continuaron apareciendo en escena, incluyendo a Paz Estenssoro en Bolivia, Vargas, Quadros, Brizola y Goulart en Brasil, Ibáñez y algunos demócratas cristianos en Chile y Velasco Ibarra en Ecuador. Sin embargo, se enfrentaron a graves problemas económicos:
 el proceso de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) comenzó a encontrar obstáculos, se produjo un relativo estancamiento industrial y una inflación aguda.

 Además, afirma Drake adoptando una perspectiva germaniana, la proliferación de actores políticamente relevantes que habían motivado la aparición del populismo y las demandas de trabajadores, campesinos, migrantes urbano-rurales y mujeres comenzó a desfajarse del proceso de institucionalización.
Ante las condiciones cambiantes, algunos populistas como Haya y Betancourt se volcaron a la derecha y de esta manera se volvieron más aceptables para las elites nativas y extranjeras. Otros, sobre todo en Perú y Venezuela, se volcaron hacia la izquierda del partido matriz y hasta formaron fracciones guerrilleras.
Los populistas tardíos de los setenta incluyen, para Drake, a Echeverría en México y Perón en Argentina. Fue muy difícil para ellos revitalizar las alianzas y los programas populistas de épocas anteriores que aparecían como inadecuados para lidiar con el pluralismo social y los conflictos que años de modernización y políticas populistas habían alimentado. A medida que la red de intereses se multiplicó y solidificó, el espacio de maniobra en la arena política se redujo. Las elites percibían que el precio que se debía pagar por la inclusión de las masas -aumentos de sueldos, inflación, transferencias de recursos y aun el desplazamiento social, el fantasma de Cuba y Chile- ahora parecía ser mayor que los riesgos de una exclusión forzada. En consecuencia, hacia mediados de 1970, bajo severas presiones económicas y sociales, las fuerzas armadas proscribieron al populismo en la mayoría de los países de América Latina.
Científicos sociales, tanto nativos como extranjeros, han intentado descifrar los enigmas de estos populismos latinoamericanos desde distintas perspectivas. Aunque algunos sostienen que el término alude a una variedad tan grande de fenómenos que es imposible encontrar rasgos en común que justifiquen el uso científico del concepto –“la tesis negativa”, como la llama Mouzclis (1985:329) –, la mayoría de los autores ha intentado pensar el fenómeno desde las ciencias sociales, si bien generalmente hacen de la carencia su rasgo fundamental. Existen, por lo tanto, distintas formas de clasificar los enfoques con los que se ha abordado al populismo; en realidad, casi tantas como artículos sobre el tema. Desde un punto de vista metodológico podemos decir que existen proposiciones sobre su naturaleza, proposiciones sobre su emergencia y proposiciones sobre sus efectos.
 A continuación presentamos una síntesis de algunos enfoques que han ejercido influencia sobre los estudios del populismo en América Latina, ordenada en torno a las siguientes preguntas: ¿cuándo, cómo y por qué aparece? ¿Qué hace el populismo? Dejaremos la discusión sobre su naturaleza (¿qué es?; ¿cuáles son sus rasgos fundamentales?) para el final.

II. Interpretaciones sobre la emergencia y la dinámica del populismo clásico

Con fines exclusivamente de descripción y ordenamiento, a lo sumo heurísticos, si revisamos las formas en que distintos autores han abordado el estudio del populismo clásico con referencia a las causas o condiciones de su emergencia, podríamos dividir a los autores, a grandes rasgos, en cuatro grupos:

1. una línea de interpretación en clave del proceso de modernización, tributaria del funcionalismo, piensa al populismo como fenómeno que aparece en los países “subdesarrollados” en la transición desde la sociedad tradicional a la moderna (G. Germani, T. Di Telia);
2. otra línea mucho más amplia y heterogénea que llamaremos línea de interpretación “histórico-estructural” vincula al populismo con el estadio de desarrollo del capitalismo latinoamericano que surge con la crisis del modelo agroexportador y del estado oligárquico. Los autores destacan el rol interventor del estado que, ante la debilidad de la burguesía, debe asumir un rol de dirección de los procesos de cambio. Dentro de esta línea interpretativa existen distintos énfasis: mientras Cardoso y Faletto, desde un perspectiva dependentista, ponen el acento en la reconstrucción del proceso histórico-estructural de las sociedades para entender cómo se relacionan las clases y cuál es el movimiento que en cada período las impele a la transformación, lanni, desde una óptica marxista, considera que el “Estado populista”, si bien no es un nuevo modelo de Estado, es intervencionista y nacionalista en lo económico dentro del marco del capitalismo, y culmina con la metamorfosis de la política de masas en lucha de clases. Por su parte, Vilas, afirma que el populismo es el resultado de un intenso y masivo proceso de movilización social que se expresa en una acelerada urbanización, en el impulso a un desarrollo económico de tipo extensivo, en la consolidación del Estado nacional y en la ampliación de su gravitación política y económica. Murmis, Portantiero, Weffort y Torre (aunque con preguntas distintas según la época) analizan al populismo como un fenómeno que resulta de la crisis de hegemonía: el populismo sería la expresión de una alianza en la que ninguna clase tiene la fuerza suficiente como para romper con la oligarquía y llevar adelante un proyecto hegemónico propio. Touraine sostiene que el populismo es la identificación del movimiento con el Estado y por eso se define mejor como una política de integración nacional.
3. el tercer grupo, también amplio y heterogéneo, es el de los coyunturalistas (Adelman, 1992): James, French, Doyon, Adelman, Horowitz, Matsushita, Tamarin, Fausto Boris, Murilo De Carvalho. Estos autores realizan estudios monográficos que hacen hincapié en las oportunidades y las restricciones que rodean a las distintas clases o sectores sociales, en particular a los trabajadores, en determinadas coyunturas históricas y cuestionan las explicaciones que remiten los orígenes del populismo al pasado pre-populista de América Latina. Existen distintas inclinaciones y corrientes en este grupo, entre ellos James, que destaca la cultura social y política de la clase, la constitución de los sujetos y los sentidos que tienen para los actores sociales las experiencias vividas y French que se centra en el estudio de la compleja red de alianzas, relacionada a su vez con procesos socio-económicos que crearon distintas dinámicas y posibilidades de alianzas entre las clases.
 4. podríamos proponer una cuarta línea interpretativa, definida más bien desde su método de análisis, que ubica la especificidad del populismo en el plano del discurso ideológico (Laclau, de Ipola, Taguieff, Worsley). Mientras Laclau sostiene que lo que transforma a un discurso ideológico en populista es la articulación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto a la ideología dominante y que existe una relación de continuidad entre populismo y socialismo, De Ipola y Portantiero argumentan, desde la noción gramsciana de construcción de una voluntad nacional y popular, que la relación entre socialismo y populismo es, sobre todo, una de ruptura.

i. El marco teórico de Gino Germani –quien escribió los primeros trabajos sistematizados sobre el tema en la década de 1950– fue la predominante teoría de la modernización y el estructural-funcionalismo. Utilizando un modelo dicotómico, Germani analizó el período en términos del tránsito de una sociedad tradicional a una sociedad desarrollada, producto del desarrollo económico. Aunque el cambio es un aspecto normal de las sociedades, Germani sostiene que al ser emergente y rápido, coexisten en una misma etapa elementos que pertenecen a la sociedad tradicional y la industrial. Ante la superposición de distintos principios básicos de funcionamiento de la estructura social (acción social tradicional o moderna, la actitud de rechazo o de institucionalización del cambio) se producen distintos tipos de asincronía de los procesos de transformación, elemento fundamental que lo preocupa:

 a) geográfica (el desarrollo no se produce al mismo tiempo, creando países o regiones centrales y periféricos, y “sociedades duales”);
b) asincronía institucional (normas contradictorias de distintas etapas pueden regir la misma institución);
 c) asincronía de grupos sociales (las características 'objetivas' y 'subjetivas' de ciertos grupos corresponden a etapas “avanzadas” mientras las de otros a una etapa “retrasada”);
 d) asincronía motivacional (coexisten actitudes, ideas, motivaciones correspondientes a sucesivas épocas diversas lo que puede originar ideologías peculiares) (Germani, 1977: 12-13).


Caracterizan la asincronía dos fenómenos: el "efecto de demostración" y el "efecto de fusión". El primero resulta de la difusión en países menos desarrollados del nivel de vida alcanzado en los más desarrollados, es decir, que el conocimiento de la existencia de determinado nivel de consumo produce aspiraciones similares y determina la conducta política tanto de las clases populares como de los grupos medios y superiores. El conflicto se produce en torno a la forma de alcanzarlas.
El segundo es un fenómeno que consiste en la fusión de expresiones ideológicas o actitudes de un contexto avanzado con las actitudes o creencias y otros contenidos psíquicos de grupos “atrasados”; esto refuerza los rasgos tradicionales que parecen adquirir nueva vigencia o bien los contenidos tradicionales influyen sobre su significado originario, moderno. Otros dos conceptos clave son los de movilización y de integración. El primero consiste en el proceso por el cual grupos anteriormente pasivos comienzan a intervenir en la vida nacional, ya sea en forma inorgánica o en forma canalizada a través de los partidos políticos; por el segundo se entiende aquel tipo de movilización que se lleva a cabo a través de los canales político-institucionales vigentes y en el que el marco de legitimidad del régimen es aceptado implícita o explícitamente por los grupos movilizados, que aceptan así las reglas de juego de la legalidad vigente (Laclau, 1986:172).
Con estos conceptos, Germani elabora el marco teórico del proceso de transición en los países que comienzan su desarrollo en forma tardía y lo compara con la experiencia histórica de la transición europea. En palabras de Germani:
  “La diferencia que existe entre el caso de Inglaterra o de otros países occidentales y el caso de América Latina depende pues, de un grado distinto de correspondencia entre la movilización gradual de una proporción creciente de la población (hasta alcanzar su totalidad) y la aparición de múltiples mecanismos de integración: sindicatos, escuelas, legislación social, partidos políticos, sufragio, consumo de masa, que son capaces cíe absorber estos grupos sucesivos y de proporcionarles medios de expresión adecuados al nivel económico y político, como en otros terrenos fundamentales de la cultura moderna” (Germani, 1977: 25).

 Así, a diferencia de Europa, donde se produce una consolidación de la democracia representativa en dos etapas (democracia con participación limitada y luego con participación total) en la que las masas son incorporadas sin traumas al aparato político a través de reformas y participación en partidos liberales u obreros, en América Latina la rápida industrialización, la urbanización y la masiva migración interna que se acelera desde la década del ‘30 en adelante, lleva a la temprana intervención de las masas en la política, excediendo los canales institucionales existentes, donde los trabajadores pueden expresar sus demandas crecientes, sin valorar el sistema democrático.
Así, para Germani, “los movimientos nacionales-populares” son “la forma de intervención en la vida política nacional de las capas sociales tradicionales, en el transcurso de su movilización acelerada” (1977: 29), es decir, cuando el grado de movilización rebasa la capacidad de los mecanismos de integración. Califica a estos movimientos como autoritarios (no fascistas)[8] sobre todo porque el peronismo “se vio obligado a tolerar” cierta participación efectiva.[9] Como los partidos existentes no pueden ofrecer posibilidades adecuadas de expresión u estas masas, se origina una verdadera situación de anomia para estos grupos cuya “disponibilidad” puede dar origen a movimientos nuevos (Germani, 1977: 32-4).
La transición desde una mentalidad tradicional forjada en una matriz autoritaria y paternalista a una moderna basada en individuos autónomos y libres produce un estado de anomia ante la falta de canales institucionales adecuados. Salidos de la pasividad de la mentalidad tradicional pero aún incapaces de llevar a cabo ninguna acción colectiva autónoma, estas masas son vistas como potencialmente explosivas.
 La rigidez del sistema político y la incapacidad de los actores políticos de dirigir la crisis favorece la emergencia de una figura carismática, que junto con distintas elites los recluta y manipula. Este líder populista logra crear vínculos poderosos y directos con esas masas disponibles –como apoyo electoral– pero también logra atraer a los nuevos sectores modernizantes como el ejército y los industriales (Walton, 1993). Estas masas son consideradas “en disponibilidad” y su comportamiento se interpreta en términos de irracionalidad y de heteronomía.[10]
Aunque admite que el populismo surge y se desarrolla en el tránsito de la sociedad tradicional a la moderna, Di Tella pone el énfasis en la necesidad, para una movilización populista de masas, de la existencia de una elite comprometida con dicho proceso de movilización y en la decadencia del liberalismo como motor de cambio que, al fracasar, posibilitará la experiencia populista. Cree, de todas maneras, que con todas sus limitaciones, el populismo es el único vehículo disponible de reforma –o de revolución– en América Latina. Aquí el esquema de reforma social liberal como en Europa no es posible por la debilidad del liberalismo como alternativa –ya no es una ideología anti-statu quo– y porque la clase obrera no pudo plantear su propia alternativa (Moscoso, 1990: 83).
Di Tella pone el acento en la “revolución de las expectativas”: “el deseo de tenerlo todo de una vez sin esperar que se consoliden los mecanismos que lo proporcionan... [es] lo que hará difícil el funcionamiento de la democracia ya que se pedirá más de lo que ella puede dar”.    

Estos grupos crecientes formarán una masa disponible numéricamente importante que no ha visto en la alternativa liberal-democrática la forma de satisfacer sus expectativas. Se disponen, entonces, a seguir su propia guía, guía que le será ofrecida por una elite dispuesta a aceptar el proceso de movilización. En consecuencia, la aparición de un líder, que a su vez encabeza la elite, es imprescindible para que se origine la experiencia populista.
 El enlace “masa disponible”-elite dirigente se explica por: a) la proliferación de grupos incongruentes que producirán sus propias elites para que los representen; b) por cuestiones de status entre sus aspiraciones y la satisfacción de empleo; c) la aceptación por parte de las masas de esas elites de clase (Moscoso, 1990: 86-7).

Según Di Tella, “El populismo, por consiguiente, es un movimiento político con fuerte apoyo popular, con la participación de sectores de clases no obreras con importante influencia en el partido, y sustentador de una ideología anti-statu quo. Sus fuentes de fuerza o 'nexos de organización' son: a) una elite ubicada en los niveles medios o altos de la estratificación y provista de motivaciones anti-statu quo; b) una masa movilizada formada como resultado de la 'revolución de las aspiraciones', y, c) una ideología o un estado emocional difundido que favorezca la comunicación entre líderes y seguidores y cree un entusiasmo colectivo” (Di Telia, 1977: 47-8).


Germani y Di Tella comparten un enfoque similar: las transiciones para ambos son momentos de tensión estructural que llevan a la emergencia cíe fenómenos como el populismo. Estas tensiones del cambio acelerado generan dos actores importantes: las masas, de las que se ocupa en mayor medida Germani, y las elites con las que completa el cuadro Di Tella. También podríamos ubicar dentro de esta línea de interpretación a Steve Stein (1980), quien considera que el populismo constituye la principal forma política de control social en la América Latina moderna, producto de una cultura política patrimonialista heredada del pasado iberoamericano. Según este autor, la alta concentración del poder en manos de elites reducidas contribuyó a crear un sistema patrimonial de valores e instituciones que sostenía la desigualdad y desactivaba la protesta de las masas.
 Como ideología producida originalmente por los sistemas coloniales semi-feudales de España y Portugal y reforzada por el catolicismo oficial y popular, el patrimonialismo enfatiza la jerarquía y el organicismo. De esta forma, para Stein, la dinámica central de los movimientos populistas han sido los vínculos particularistas y personalistas entre líderes poderosos y seguidores dependientes. Contribuyendo directamente a socavar los partidos obreros autónomos, los populistas construyeron coaliciones multiclasistas que integran a las masas sin cambiar demasiado el sistema existente.
A través de la distribución de concesiones materiales y simbólicas por parte de líderes altamente carismáticos y personalistas, estos movimientos tuvieron éxito en integrar números cada vez más amplios de elementos de clase baja en la política, impidiéndoles “subvertir” el proceso de toma de decisiones a nivel nacional y, al mismo tiempo, funcionando como válvula de seguridad para disipar presiones potencialmente revolucionarias, provenientes de la clase obrera sin comprometerse con cambios estructurales o con la expulsión de las elites establecidas (Stein, 1987).

ii. En la década de los '60, la creciente influencia de los estudios sobre la dependencia y el marxismo selló la suerte de la teoría de la modernización y la explicación del populismo como resultado de la capacidad de convocatoria demagógica y emocional de un líder carismático y/o de la ceguera de las masas. El conjunto de los trabajos surgidos de esta confluencia, que hemos llamado histórico-estructural, ya no puso el énfasis en las tradiciones pre-modernas sino que viró su atención hacia las condiciones históricas que hacían posible el surgimiento de la coalición populista.
El punto de partida de Cardoso y Faletto (1969) para pensar las distintas trayectorias históricas de los países latinoamericanos es la identificación de dos tipos de economías de exportación que se formaron durante una primera fase que denominan “crecimiento hacia fuera” y que se extendió aproximadamente durante el último cuarto del siglo XIX: economías con control nacional de la producción (Argentina, Brasil) y economías de enclave (mineras o de plantación) (México, Chile, Perú). En esta construcción de tipos ideales, la dependencia –concepto socio-político que se entiende como un modo particular de relación entre lo externo y lo interno, entre grupos y clases sociales “periféricas” y “centrales” y que implica una situación de dominio que conlleva estructuralmente la vinculación con el exterior– es un concepto central para caracterizar la estructura de las distintas “situaciones de desarrollo”.
Para Cardoso y Faletto las formas que adopta el “populismo desarrollista” (que se extendería aproximadamente entre 1930 y 1960) van a depender de las alianzas de poder realizadas durante la “fase de transición”, que se extiende a lo largo de las primeras tres décadas del siglo XX. Según los autores, la presencia y participación creciente de las clases medias urbanas y de las burguesías industriales y comerciales en el sistema de dominación se expresan en las políticas de consolidación del mercado interno y de industrialización, que consisten, sobre todo, en una política de acuerdos entre sectores muy diversos (clases medias ascendentes, burguesía urbana, sectores del antiguo sistema exportador-importador, incluso sectores de baja productividad) que debían compatibilizar la creación de una base económica para sustentar a los grupos nuevos con oportunidades de inserción económico-social para los grupos populares cuya presencia en las ciudades podría alterar el sistema de dominación. Esto supone la constitución de una “alianza desarrollista” entre fuerzas contradictorias, reservándose el papel de grupo dominante el sector empresarial.
El Estado es visto en conjunción como agente económico de desarrollo interno y de la dependencia externa. Como el populismo desarrollista variará según los países, los autores señalan la existencia de tres formas de populismo (aunque también clasifican a la alianza desarrollista en dos: una versión nacional populista, varguismo, peronismo, y otra estatal desarrollista, México): el populismo y economía de libre empresa (Argentina); populismo y desarrollo nacional (Brasil) y el Estado desarrollista (Chile).

Ianni plantea que uno de los problemas de la política latinoamericana es la forma en que las masas desaparecen del escenario político de cada país o pasan a ocupar un segundo plano. Sostiene que ya se ha estudiado satisfactoriamente de qué manera surgieron estas masas: los procesos de urbanización e industrialización, las transformaciones tecnológicas y sociales en el mundo agrario, la revolución de las expectativas y la explosión demográfica son los principales factores señalados (1977: 83). No tiene dudas de que las experiencias nacionales son diferentes unas de otras pues en cada caso las masas revelaron madurez política especial, conquistando posiciones políticas en diferentes grados. Sin embargo, afirma que las experiencias populistas tienen elementos en común. Uno de ellos es que ocurren durante la época en que se conforman definitivamente las sociedades de clase cuando quedan superadas las relaciones estamentales o de castas de la época colonial.
Otro es que las manifestaciones del populismo aparecen en la fase crítica de la lucha política de las clases sociales surgidas de los centros urbanos y centros industriales contra las oligarquías y las formas arcaicas del imperialismo.
 Así, afirma que “en varios aspectos, el populismo latinoamericano corresponde a una etapa determinada en la evolución de las contradicciones entre la sociedad nacional y la economía dependiente” (1977: 85).

 El gobierno populista es entonces el reflejo de una nueva combinación entre las tendencias del sistema social y las imposiciones de la dependencia económica. Ahí es donde las masas asalariadas aparecen como un elemento político dinámico y creador que posibilita una reelaboración de la estructura del Estado que revela una novedosa combinación de grupos y clases sociales, tanto interna como externamente.
Otra característica importante, según este autor, es que el populismo corresponde a la etapa final del proceso de disociación entre los trabajadores y los medios de producción; corresponde a la época en que se constituye el mercado de fuerza de trabajo a causa de la formalización de las relaciones de producción de tipo capitalista avanzado. En esta etapa las masas trabajadoras abandonan los esquemas sociales y culturales creados durante el estado oligárquico y adoptan paulatinamente valores creados en el ambiente urbano industrial. Pero el carácter de clase del populismo no aparece inmediatamente en los análisis.
Para comprender dicho carácter es preciso distinguir dos niveles: a) el populismo de las elites burguesas y de la clase media, que usan tácticamente a las masas trabajadoras, al mismo tiempo que manipulan las manifestaciones y posibilidades de su conciencia; y, b) el populismo de las propias masas (trabajadores, emigrantes de origen rural, baja clase media, estudiantes universitarios, intelectuales de izquierda).
 En situaciones normales parece existir una armonía total entre los dos populismos. “Sin embargo, en los momentos críticos, cuando las contradicciones políticas y económicas se agudizan, el populismo de las masas tiende a asumir formas propiamente revolucionarias. En estas situaciones ocurre la metamorfosis de los movimientos de masas en lucha de clases” (1977: 88).

En un artículo de 1988, Carlos Vilas se centra en las condiciones materiales del populismo y desarrolla la tesis de que “el nivel de desarrollo alcanzado por la economía en una sociedad y el tipo dominante de relaciones de producción ofrecen la matriz de significado que explica la posibilidad y modalidades del populismo. Desde esta perspectiva, lo que se denomina populismo es una específica estrategia de acumulación de capital, una estrategia que hace de la ampliación del consumo personal –y eventualmente cierta distribución de ingresos– un componente esencial". 

Es, por lo tanto, la estrategia de acumulación de una cierta fracción de la burguesía en la primera etapa del crecimiento de la industria nacional y la consolidación del mercado interno (Vilas, 1988:234).
 Recientemente este primer enfoque ha sido variado y enriquecido. Vilas (1995) afirma que aunque desde una perspectiva estructural los fenómenos populistas están estrechamente ligados a determinados niveles de desarrollo de la sociedad y la economía, es indudable que el populismo en cuanto ideología y proyecto de la sociedad ha sobrevivido a esas condiciones originarias, y se presenta como una recurrencia política en varios países de la región. Sostiene que, en todo caso, lo que permite caracterizar a un régimen como populista es la articulación, en una experiencia particular, de un conjunto de rasgos determinados susceptibles de articulación.
En este sentido, el populismo, tipo de régimen o movimiento político, enmarca el proceso de incorporación de las clases populares a la vida política institucional, como resultado de un intenso y masivo proceso de movilización social que se expresa en una acelerada urbanización; en el impulso a un desarrollo económico de tipo extensivo; en la consolidación del Estado nacional y en la ampliación de su gravitación política y económica” (Vilas, 1995:37-38).
Otros autores, que comparten algunos rasgos generales de los autores anteriores, centran su análisis del populismo en la crisis de hegemonía. Aquí ubicamos a Murmis y Portantiero, Weffort y Torre. Dentro de un contexto de revalorización del peronismo desde la izquierda, Murmis y Portantiero recuperaron la racionalidad del comportamiento de los obreros, fenómeno que estaba opacado por las interpretaciones que hacían hincapié en la anomia y el caudillismo. Según Adelman, se propusieron explicar la permanencia del peronismo como fenómeno de masas centrándose en dos procesos subyacentes: la industrialización tardía y una crisis de hegemonía burguesa que permanecía irresuelta desde el quiebre institucional de 1930. Como también lo afirmaban los estudios sobre la dependencia, la crisis del orden comercial internacional en 1930 disparó la industrialización por sustitución de importaciones. El crecimiento del sector manufacturero no fue el resultado de un triunfo de intereses urbanos industriales por sobre intereses rurales propietarios; no se produjo una revolución industrial sobre la base de la reconsolidación de un nuevo bloque hegemónico. Intensificándose hacia mediados de la década del '30, esta “industrialización sin revolución industrial” fragmentó la clase dominante en lugar de reconsolidarla sobre fundamentos nuevos, más burgueses. Así, los países de la región se enfrentaron a una crisis de hegemonía que debilitó los patrones establecidos de la representación institucional. Las clases dominantes no lideraron un proyecto de industrialización nacional, en su lugar lo hicieron distintos grupos que detentaban el poder del Estado.

Rechazando el marco dicotómico de la teoría de la modernización y poniendo el énfasis en la racionalidad de las masas, en el interés de clase de los trabajadores, Murmis y Portantiero volvieron su mirada hacia una base estructural alternativa de las relaciones sociales: la construcción y deconstrucción de alianzas en la sociedad civil. Así, en Argentina y en distinto grado, en América Latina, capitalistas industriales débiles y clases trabajadoras marginadas fueron canalizados en movimientos nacional-populares más que en movimientos de base clasista. El problema radicaba en la peculiar disposición de la clase capitalista industrial y en un movimiento sindical cercado por gobiernos ilegítimos, despreocupados por el potencial electoral de una clase obrera descontenta. A medida que estas clases flotantes convergieron en una nueva alianza vertical constituyendo un nuevo bloque histórico, desafiaron la decadente hegemonía de la vieja elite terrateniente (Adelman, 1992: 246-8).
Centrándose en el papel que jugó la vieja guardia sindical en el acercamiento de las masas a Perón, Torre (1990) se propone recuperar la problemática de la doble realidad de la acción de masas, ampliando el concepto de racionalidad en el comportamiento obrero ya avanzado por Murmis y Portantiero en el campo social, para incluir también en el análisis el campo de la política. Por un lado, desde la perspectiva del interés de clase, el criterio de racionalidad está basado en la maximización de los beneficios en el plano material; por otro, para comprender la identificación política con Perón es necesario, afirma, introducir otro criterio de racionalidad: el del reforzamiento de la cohesión y la solidaridad de las masas obreras. De esta manera, la acción política deviene no un medio para aumentar las ventajas materiales, sino un fin en sí mismo: la consolidación de la identidad política colectiva de los sujetos implicados.
Para Weffort (1968b), que aborda el fenómeno desde el proceso de crisis política y desarrollo económico que se abre con la revolución de 1930 en Brasil, el populismo fue la expresión del período de crisis de la oligarquía y el liberalismo, del proceso de democratización del estado, y una de las manifestaciones de las debilidades políticas de los grupos dominantes urbanos al intentar sustituir a la oligarquía en las funciones de dominio político. Pero, sobre todo, el populismo fue la expresión de la irrupción de las clases populares en el proceso de desarrollo urbano e industrial de esos decenios, única fuente social posible de poder personal autónomo para el gobernante y, en cierto sentido, la única fuente de legitimidad posible para el propio Estado. Postulando la noción de “Estado de compromiso”, Weffort sostiene que la derrota de las oligarquías no afectó de manera decisiva el control que ellas mantenían sobre los sectores básicos de la economía. Esto llevó a que el nuevo gobierno, luego de la rebelión de 1930, tuviera que moverse dentro de una complicada red de compromisos y conciliaciones entre intereses diferentes y a veces contradictorios. Ninguno de los grupos participantes –las clases medias, los grupos menos vinculados a la exportación, los sectores vinculados a la agricultura del café– ejercía con exclusividad el poder ni tenía aseguradas las funciones de hegemonía política.
 El autor aduce que este equilibrio inestable entre los grupos dominantes y, básicamente, esta incapacidad de cualquiera de ellos de asumir, como expresión del conjunto de la clase dominante, el control de las funciones políticas, constituye uno de los rasgos notorios de la política brasileña del periodo. Así, este "Estado cíe compromiso", que es al mismo tiempo un Estado de masas, es expresión de la prolongada crisis agraria, de la dependencia social de los grupos de clase media, de la dependencia social y económica cíe la burguesía industrial y de la creciente presión popular.
Para terminar este segundo grupo, nos referiremos a Touraine (1987). En su análisis, este autor parte del supuesto de que en América Latina existe una “confusión” –que se habría corregido con los regímenes actuales, según artículos recientes– entre estado, sistema político y actores sociales en virtud del cual:
1) los actores sociales no pueden ser definidos por su función socioeconómica; 2) el sistema político no constituye un sistema de reglas de juego como la democracia, sino un espacio de fusión entre estado y actores sociales; y, 3) el estado no es un príncipe soberano con esfera propia sino un actor complejo y múltiple permanentemente incorporado a fuerzas políticas y dividido por conflictos políticos. Esta conceptualización lleva a dos consecuencias: a) la sobredeterminación de las categorías políticas sobre las sociales, y, b) la ausencia de diferenciación entre el sistema político y el estado.
Mientras en Europa las fuerzas sociales son importantes en cuanto representan adecuadamente a actores y movimientos sociales, en América Latina, sostiene este autor, las clases sociales no son elementos básicos de la organización social, no se definen sino como respuesta a una intervención del estado. Los grupos o movimientos sociales son dependientes y se encuentran permanentemente amenazados por una ruptura interna entre la incorporación corporativa del Estado y la formación de partidos y sindicatos independientes, con función de representatividad. La política nacional popular no es representativa y, por lo tanto, no es democrática, afirma Touraine. Sobre esta base, propone que el elemento clave del populismo es, justamente, la fusión de los tres elementos en un conjunto que es a la vez social, político y estatal. La forma de intervención social del estado más característica del modelo latinoamericano es la política nacional popular que combina tres temas: independencia nacional, modernización política e iniciativa popular.
El populismo es la identificación del movimiento con el estado y por eso se define mejor como una política. Sobre la base de la presencia de tres dimensiones —participación política, poder de estado nacional, presión popular— Touraine propone distinguir entre partidos populistas, estados populistas y movimientos populistas.
Ahora bien, más allá de los aspectos nuevos, originales y enriquecedores que tuvieron estos enfoques en su momento, tanto las interpretaciones funcionalistas como las histórico-estructurales, con sus distintos énfasis, comparten por lo menos dos formas de caracterizar al populismo: en primer lugar, ambos lo vinculan más o menos directamente a determinado estadio de desarrollo del capitalismo latinoamericano (para unos el populismo es el resultado de acelerados procesos de migraciones a las ciudades, urbanización e industrialización; para otros, se vincula al momento de la industrialización por sustitución de importaciones). Asimismo, ambos enfoques, desde distintos lugares, piensan desde un patrón normativo de desarrollo del cual América Latina se desvió, ya no porque el periodo español y post-independentista forjó estructuras y tradiciones de las que los latinoamericanos no podían escapar, sino porque la fuerza del boom de exportaciones anterior a 1930 retrasó la industrialización y la reconsolidación de un bloque hegemónico. Una vez más, las causas del populismo descansan en un patrón estructural distorsionado del desarrollo. No se ha trascendido el paradigma de la modernización, éste ha sido invertido: la heteronomía ya no se localiza en la clase trabajadora, sino en las burguesías (Adelman, 1992: 248).
En segundo lugar, comparten una perspectiva negativa sobre el populismo: la manipulación por parte de un líder personalista y autoritario, la movilización fuera de los cauces institucionales apropiados y masas sin conciencia en disponibilidad son conceptos clave del primer grupo; la falta de “claridad” y por lo tanto de autonomía, la falsa conciencia, la subordinación al estado y la heteronomía, la burocratización de los sindicatos, cierta polarización entre el Estado y la sociedad civil, lo son para los segundos (aunque habría que relativizar esta afirmación en el caso de Murmis, Portantiero, Torre y Weffort).

iii. En la década de los ochenta aparecen estudios monográficos cuyos autores desarrollan textos con miradas criticas –que también profundizan y expanden cuestionamientos colocados por autores revisionistas– hacia trabajos anteriores cuestionando la versión clásica de la supuesta pasividad y anomia de los trabajadores y presentando un cuadro de situación bastante alejado de las interpretaciones que caracterizaban a los sindicatos como estructuras burocráticas subordinadas al estado a través de la manipulación y la cooptación. También había cambiado el ambiente político e ideológico en que se debatían estos temas: ya había aparecido la crisis de los paradigmas y también la teoría del discurso.
Seguimos a Adelman (1992) para presentar al tercer grupo denominado los coyunturalistas (Adelman, 1992; Doyon, 1978; Horowitz, 1990; James, 1988; Matsushita, 1987; Tamarin, 1985; French, 1989; Fausto Boris, 1988). Este afirma que en los últimos años se ha publicado un conjunto de trabajos que cuestionan los enfoques “desarrollistas” ya sea pertenecientes a la corriente de la teoría de la modernización o a la de los revisionistas radicales y las explicaciones estructurales profundas de los orígenes del populismo. Conscientes de las falacias teleológicas de los primeros autores, Doyon, James y otros señalan las oportunidades y las restricciones para la acción de los trabajadores en coyunturas particulares: a cada momento los trabajadores se enfrentan a un conjunto de opciones y sólo al moverse de decisión colectiva en decisión colectiva pueden los historiadores reconstruir los pasos de las victorias populistas. Cualquiera sea la forma en que se reconstruya la secuencia, estos autores afirman que las condiciones del populismo y las formas de las verticales alianzas policlasistas no pueden ser anticipadas antes de su emergencia; en otras palabras, no pueden ser encontradas en el pasado pre-populista, como si América Latina se inclinara naturalmente hacia este tipo de fenómeno (Adelman, 1992: 248).
Rechazando la tendencia a estudiar el populismo como un fenómeno patológico y disfuncional que explica y/o ilustra el desvío del camino normal de la modernización, Daniel James (1990) analiza las experiencias populistas desde una perspectiva que desmenuza las condiciones subjetivas del movimiento social, la constitución de los sujetos, los sentidos que tienen para los actores sociales las experiencias vividas. James subraya la necesidad de entender los movimientos populistas desde la óptica de los actores involucrados como un momento crucial para la participación y actuación social en el sistema político, un momento en que los actores deciden construir sus propias alternativas. El autor sostiene que esto no significa restringirse a los aspectos psico-sociales, también se deben vincular estas experiencias subjetivas con aspectos estructurales que caractericen al estado, la cultura y la historia. Siguiendo a Laclau, James afirma que en cualquier práctica política existe un momento populista que se convierte en una estrategia de interpelación a los actores sociales y políticos (y que puede desembocar en experiencias que apunten en diferentes direcciones).
 En otras palabras, existe un momento necesario donde se recurre al populismo como interpelación para rearticular el sistema político y equilibrarlo, integrando a las masas. Cualquier proyecto antihegemónico de transformación total, si no tiene su momento populista, está condenado a ser una experiencia ineficaz sin ninguna influencia en las masas. John French (1992) afirma que si bien Weffort sostuvo que el concepto más adecuado para entender las relaciones entre las masas urbanas y los populistas es el de una alianza tácita entre las distintas clases sociales, los trabajos subsiguientes se han revelado incapaces de moverse más allá de imágenes de dominación corporativa, manipulación de elite o cooptación insidiosa en sus esfuerzos por explicar el acertijo populista.
 El autor postula que un modelo interactivo de clase social provee la clave para vincular realidades económicas objetivas con fenómenos políticos tales como el populismo y que, en última instancia, la explicación del resultado político en el ABC brasileño de la posguerra sólo puede encontrarse estudiando la transformación radical de la naturaleza de todas las clases sociales generada por el proceso de desarrollo económico desde comienzos de siglo. Según French, el fenómeno populista en Brasil fue modelado por los imperativos que se derivaron de la alteración de las reglas y normas básicas de la participación y competencia electoral. Una vez establecidas, estas formas electorales democráticas proveyeron el medio ambiente ideal para una amplia gama de interacciones entre todas las clases y estratos sociales.
Así, la relación entre trabajadores y populistas debe ser conceptualizada en términos de “alianza”, concepto dinámico que reconoce que cada parte tiene un rol que jugar, por más desigual que sea, en la definición de los términos del acuerdo. French sostiene que si se juzga al populismo a la luz de una interpretación unilateral o exclusiva del conflicto de clase, no se comprenderá la política en tiempos electorales ni que las luchas entre las clases sociales sólo pueden desplegarse a través de una compleja red de alianzas vinculada, a su vez, con los procesos socio-económicos que cambiaron no sólo a la clase obrera sino también a las clases medias y a los industriales y gerentes de fábricas, creando nuevas posibilidades de alianza para los trabajadores,

iv. Otros autores, como Ernesto Laclau y Emilio de Ipola, descartan las interpretaciones del populismo que lo vinculan a una determinada etapa del desarrollo como la industrialización o a una base social específica como la clase trabajadora y lo analizan desde una perspectiva diferente. Sitúan la especificidad del populismo en el plano del discurso ideológico. Para Laclau (1978), la única forma de concebir la presencia de las clases es afirmando que el carácter de clase de una ideología está dado por su forma y no por su contenido. La forma de una ideología consiste en el principio articulatorio de sus interpelaciones constitutivas, y el carácter de clase de un discurso ideológico se revela en lo que llama su principio articulatorio específico (el nacionalismo, por ejemplo, puede estar articulado a distintos discursos ideológicos de clase, feudal, burgués o comunista).
Laclau afirma que los discursos políticos de las diversas clases consisten en esfuerzos articulatorios antagónicos en los que cada una de ellas se presenta como el auténtico representante del “pueblo”, del “interés nacional”, etc.
Una clase es hegemónica no tanto en cuanto logra imponer una concepción uniforme del mundo al resto de la sociedad, sino en tanto logra articular diferentes visiones del mundo en forma tal que el antagonismo potencial de las mismas resulte neutralizado.[11]
 De forma similar, las ideologías de las clases dominadas consisten en proyectos articulatorios que intentan desarrollar los antagonismos potenciales constitutivos de una formación social determinada. Las tradiciones populares constituyen el conjunto de interpelaciones que expresan la contradicción pueblo/bloque de poder como distinta de una contradicción de clase; pueblo entonces constituye un polo de una contradicción específica. Pero lo que transforma a un discurso ideológico en populista es una peculiar forma de articulación de las interpelaciones popular-democráticas al mismo. La tesis de Laclau es que el populismo consiste en la articulación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto de la ideología dominante.
 El populismo comienza cuando los elementos popular-democráticos se presentan como opción antagónica frente a la ideología del bloque dominante. Basta que una clase o fracción de clase requiera, para asegurar su hegemonía, una transformación sustancial del bloque de poder para que el populismo sea posible. En este sentido, puede existir un populismo de las clases dominantes (por ejemplo si el bloque dominante está en crisis, un sector de ella puede hacer un llamamiento directo a las masas para desarrollar su antagonismo frente al estado como en el nazismo) y un populismo de las clases dominadas (en la contienda ideológica, la lucha de la clase obrera por su hegemonía consiste en lograr el máximo posible de fusión entre ideología popular-democrática e ideología socialista; por ejemplo, los movimientos de Mao, Tito, el PC italiano, etc.).
 Laclau se pregunta: ¿por qué a partir de 1930 en América Latina los discursos ideológicos de movimientos políticos de orientación y base social muy distintas debieron recurrir crecientemente al populismo, es decir, a desarrollar el antagonismo potencial de las interpelaciones popular-democráticas? Responde primero que en la Argentina anterior a la crisis de 1930 la clase hegemónica dentro del bloque de poder era la oligarquía terrateniente, y el principio articulatorio fundamental de su discurso ideológico era el liberalismo. A diferencia de Europa, poder parlamentario y hegemonía terrateniente se transformaron en sinónimos en América Latina. Este proceso histórico, sostiene, explica el campo al que la ideología liberal estuvo articulada: a) el liberalismo en sus comienzos tuvo poca capacidad de absorber la ideología democrática de las masas: democracia y liberalismo estuvieron enfrentados; b) durante este período, el liberalismo estaba connotativamente articulado al desarrollo económico y al progreso material como valores positivos; c) la ideología liberal estuvo articulada al “europeísmo”, es decir a una defensa de las formas de vida y los valores ideológicos europeos como representativos de la "civilización".
Frente a ello hubo un rechazo radical de las tradiciones populares nacionales que fueron consideradas sinónimo de atraso, oscurantismo y estancamiento; d) fue una ideología consecuentemente antipersonalista recelosa de los caudillos que establecieron contacto directo con las masas prescindiendo de las maquinarias políticas locales de base clientelística. El positivismo fue la influencia filosófica que sistematizó en un todo homogéneo estos distintos elementos.
Ante la crisis mundial y la depresión económica, y la crisis del transformismo, la oligarquía no puede tolerar más las generosas políticas redistributivas de los gobiernos radicales y debe cerrar a las clases medias el acceso al poder político; la escisión entre liberalismo y democracia llega a ser completa. Ante la crisis del discurso ideológico dominante, parte de una crisis social más general, resultado de una fractura en el bloque de poder o de una crisis del transformismo (es decir, una crisis en la capacidad del sistema para neutralizar a los sectores dominados), el populismo consistirá en reunir al conjunto de interpelaciones que expresaban la oposición al bloque de poder oligárquico -democracia, industrialismo, nacionalismo, antiimperialismo-, condensarlas en un nuevo sujeto y desarrollar su potencial antagonismo enfrentándolo con el punto mismo en el que el discurso oligárquico encontraba su principio de articulación: el liberalismo.
Basándose en Gramsci, de Ipola y Portantiero (1994) parten de la noción de lo nacional-popular como la construcción de una voluntad colectiva nacional y popular, ligada con una reforma intelectual y moral. Captado en su totalidad, este proceso es el de la construcción de hegemonía, definida como una actividad de transformación. El terreno donde lo nacional-popular se produce es un campo de lucha contra otra opción hegemónica, el ámbito heterogéneo y contradictorio de la cultura, del “sentido común” como efectiva manifestación de un proceso de constitución de cada pueblo-nación.
Respecto de la relación entre populismo y socialismo, a diferencia de Laclau, postulan que ideológica y políticamente no hay continuidad entre ellos sino ruptura: la hay en su estructura interpelativa, en la forma en que sus respectivas tradiciones se acercan al principio general del fortalecimiento del estado y en la forma en que ambas conciben la democracia. Mientras el populismo constituye al pueblo como sujeto sobre la base de premisas organicistas que lo reifican en el estado y le niegan su despliegue pluralista, enalteciendo la semejanza y la unanimidad sobre la diferencia y el disenso, el socialismo tiene una concepción pluralista de la hegemonía.[12]
Aunque reconocen el papel históricamente progresista de algunos populismos y que todo discurso de los dirigentes es recibido creativamente por el saber popular que funciona como un universo de descifre condicionado por las circunstancias y las prácticas económicas de los actores, los autores sostienen que el componente nacional-estatal jugó siempre un papel dominante, es decir que no se puso realmente en tela de juicio la forma del poder y con ella la relación de dominación/subordinación propia del peronismo, la crítica que le hacen a Laclau es que al definir el concepto de populismo como un elemento ideológico cuya característica constitutiva sería articular los símbolos y los valores popular-democráticos en términos antagónicos respecto a la forma general de dominación, éste pierde de vista la mencionada dimensión proestatal ínsita históricamente en toda experiencia populista conocida.

II. Interpretaciones sobre la emergencia y dinámica de los populismos contemporáneos

Recorramos ahora un segundo grupo de autores de la literatura reciente sobre “neopopulismo” que ha recuperado este término para aplicarlo a fenómenos contemporáneos. Uno de ellos es Zermeño (1989), quien, analizando el caso mexicano, relaciona la reaparición de lo “popular-nacional” con los efectos de la salida de un orden tradicional y el crecimiento acelerado, y el encuentro posterior con el estancamiento; con su consecuente impacto modernizador en la urbanización, en la industrialización –en una matriz social muy diferente a la europea que fue cuna del industrialismo–, en el primer momento, y el choque contra el muro del estancamiento sin ninguna previsión, en el segundo.
El problema que está en la base de estos procesos, para Zermeño, es el debilitamiento de los precarios órdenes intermedios de estas sociedades en tránsito acelerado hacia el estancamiento. Las dificultades para denotar identidades consistentes en el tiempo, la descomposición de las endebles identidades previas, desnaturalizadas por la propagación irrefrenable de la pobreza –que genera la individuación anómica en el mundo de la exclusión en lugar de tender a la confrontación y a la formación de actores globalizadores en lucha por apropiarse de la orientación del todo social– actúa en favor de la relación líder-masas, culmina en el regreso del líder. Cuando una sociedad está atomizada, sin grupos secundarios, asociaciones intermediarias o corporaciones, sostiene el autor, en los hechos delega su unidad a la institución estatal y está inerme frente a ella. En esas condiciones el Estado es libre para manipular a la población sin que nada amenace a su independencia.
Alberti (1995), también con una mirada pesimista, sostiene que es la lógica antiinstitucional del movimientismo, característica del proceso político de los países de América Latina, la que aún gravita sobre la naturaleza de sus democracias actuales. Destacando la importancia del rol explicativo de la cultura política (definido como la forma predominante en que hacen política los distintos actores políticos), el autor sostiene que la forma predominante de expresión de las identidades e intereses en la mayor parte de América Latina desde el comienzo del intenso desarrollo capitalista a principios de este siglo ha sido la movilización de tuerzas sociales emergentes a través de movimientos colectivos anti-institucionales. Estos movimientos proveyeron la base para la formación de nuevas identidades políticas, siguieron una lógica de articulación política amigo-enemigo que chocó con un orden institucional en descomposición pero elástico.
El movimientismo, entonces, es una cultura política, una forma particular de hacer política en la cual todos los principales intereses de la sociedad están expresados en movimientos poco organizados, dirigidos por líderes carismáticos que dicen representar los “verdaderos” intereses de la nación, que no reconocen la legitimidad de sus contrincantes; al existir un solo movimiento y no partes, el movimientismo se vuelve antitético al pluralismo democrático. El autor sostiene que esta lógica, que se desplegó como el modo predominante de articulación entre Estado y sociedad civil en la larga duración, explica mejor que nuevas denominaciones como neopopulismo o democracia delegativa, los rasgos de las nuevas democracias latinoamericanas.

Su hipótesis central es que en la mayoría de los países latinoamericanos la lógica movimientista de la articulación política ha impedido la diferenciación estructural entre el estado, el sistema político y la sociedad civil y también ha determinado, en gran parte, su naturaleza peculiar. El Estado se ha identificado con la conducción del movimiento en el poder o con las fuerzas anti-movimiento que lo derrotaron, y el sistema político nunca ha avanzado más allá de una etapa embriónica a raíz de la lógica hegemónica del modo movimientista de hacer política. Como consecuencia, la sociedad civil ha permanecido horizontalmente débil y ha sido incorporada verticalmente en forma segmentada. El autor afirma que la lógica movimientista política de expresión, agregación, articulación y lucha de identidades e intereses ha llevado ya sea a la fusión (Garretón, 1983, Touraine, 1993) entre Estado, sistema político y segmentos de la sociedad civil en una tendencia algo totalitaria (lo que Germani llamó ‘regímenes nacional-populares') desnaturalizando al Estado, sistema político y sociedad civil, ya sea a la represión del sistema político y a la desarticulación de estado y sociedad civil. Éstas son las condiciones estructurales que no sólo bloquearon la institucionalización de todo régimen desde la crisis oligárquica sino que también dificultaron cada intento nuevo de institucionalización debido a la progresiva expansión de la arena política y la proliferación de rivales por el poder, cada uno de los cuales seguía la misma lógica movimientista.
Otra forma de enfocar los fenómenos recientes que algunos han llamado “neopopulismo” es la de Lazarte (1992), quien, analizando el caso boliviano, sostiene que el surgimiento rápido de nuevos liderazgos con fuerte apoyo social (sobre todo en el sector informal), es a la vez, resultado de las fallas de los partidos en tanto estructuras de mediación y de las reorientaciones de la población. Como no se trata únicamente de los movimientos, sino de una forma de hacer política, en lugar de usar el término “neopopulismo”, preferirá referirse al conjunto en términos de “informalización de la política”, entendiendo como tal el proceso que se desarrolla al margen y en contra de la política tradicional pero también de la institucionalidad democrática, con la cual mantiene vinculaciones ambiguas. En la tradicional desconfianza de la población a toda forma de representación indirecta, sostiene que han jugado tanto tradiciones culturales como experiencias políticas pasadas y presentes expropiatorias de la voluntad colectiva.
Según este autor, una de las vías de legitimación del sistema político democrático es la acción de sus actores centrales, los partidos políticos, que deben producir legitimidad del sistema y de ellos mismos ante la sociedad. Esta producción de legitimidad depende a su vez de que los partidos cumplan su función de mediación entre la sociedad civil y el sistema político, función imprescindible, tanto o más que el mecanismo electoral o la universalización ciudadana que define la titularidad del poder. El problema principal de los partidos en un país en el que la fuente de legitimidad electoral con frecuencia ha sido subsidiaria a otras (como por ejemplo, la legitimidad que emanaba de la revolución de 1952), el problema que los inhabilita para realizar adecuadamente esta función central reside en que no pueden abandonar la pura lógica del poder con la que siempre funcionaron; es decir, que se han dejado ganar por el juego interior al sistema político y han dejado de representar. Entonces, la sociedad queda a la deriva sin contención partidaria y surgen líderes de nuevo cuño que tienden a recoger las demandas y expectativas de la población, desoídas por los partidos. Lazarte argumenta que, en todo caso, se comprenderá mal a estos movimientos si sólo se tiende a descantearlos y no se explica su surgimiento como una respuesta funcional a determinadas demandas sociales no cubiertas; entre ellas las que provienen de las fallas en el sistema de representación y las de servicio y de bienestar para una población afectada profundamente por la crisis.
Los autores anteriores llaman la atención a los problemas relacionados con el debilitamiento de los órdenes intermedios, la lógica anti-institucional, y los problemas de la función mediadora de los partidos. A estos temas, Roberts agrega otro elemento. Este autor postula que a pesar de que previos trabajos han sostenido que populismo y neoliberalismo son antitéticos porque el populismo se asocia con políticas estatistas y redistributivas y con el derroche fiscal, neoliberalismo y populismo tienen sorprendentes simetrías y afinidades. A través de la presentación del caso peruano, afirma que la emergencia de nuevas formas de populismo puede complementar y reforzar al neoliberalismo en ciertos contextos aunque adopte una forma diferente del populismo clásico de Perón, Vargas y Haya de la Torre.
Esta nueva variante liberal del populismo (en oposición a una forma estatista) está asociada a la desintegración de las formas institucionalizadas de representación política, que ocurre con frecuencia durante períodos de trastornos sociales y económicos. Roberts postula que en lugar de representar el eclipse del populismo, el neoliberalismo podría ser un componente necesario de su transformación, a medida que el populismo se adapta a las estructuras cambiantes de restricciones y oportunidades.
 Para este autor, el populismo, que debe desvincularse de cualquier fase o modelo de desarrollo socioeconómico, es un rasgo recurrente de la política en América Latina atribuible a la fragilidad de la organización política autónoma entre los sectores populares y la debilidad de las instituciones intermedias que articulan y canalizan las demandas sociales dentro de la arena política. El nexo teórico entre el populismo y el neoliberalismo tiene su fundamento, afirma, en la tendencia recíproca a explotar –y exacerbar– la desinstitucionalización de la representación política. En última instancia los dos fenómenos se refuerzan mutuamente.





Juan Domingo Perón un líder populista.
Anllela camila hormzabal moya

III. ¿Populismo, un concepto Cenicienta?

a. Algunos problemas epistemológicos

En la primera parte de esta introducción señalamos que nos interesa pensar en torno a la siguiente pregunta: el así llamado “populismo”, ¿es un fenómeno histórico singular que se manifestó en un tiempo y espacio determinado, que representa una etapa particular del desarrollo de una sociedad? o ¿es una categoría analítica que puede aplicarse a un fenómeno “populista” más amplio que se manifiesta en diferentes sociedades y épocas?; ¿o es un fenómeno histórico y una categoría analítica a la vez?
Un historiador estadounidense llamado A. J. Hexter sostuvo una vez que todos los historiadores se podían dividir en lumpers (agrupadorcs) y splitters (singularizadores); es decir, aquellos que tienden a encontrar un hilo común, conductor en fenómenos aparentemente diversos y que buscan ordenar los casos particulares dentro de categorías más amplias, y aquellos que tienden a detectar las diferencias, los contrastes, los atributos singulares entre fenómenos aparentemente similares (Roxborough, 1981: 82). Éste es un dilema intrínseco al conocimiento organizado (y, además, de típica aparición en ámbitos académicos donde trabajan juntos historiadores y sociólogos). Uno de los peligros que acechan a los splitters es atomizar los procesos históricos, volviéndolos fragmentados y contingentes, impidiendo la captación de su sentido y dirección más amplios. Por otro lado, el peligro que acecha a los lumpers es la posibilidad de distorsionar la información empírica para forzarla a encajar en las categorías de su análisis conceptual.[13]

Podemos ilustrar estas diferencias de perspectiva epistemológica con el debate entre aquellos que sostienen que el concepto "populismo" como tipo ideal no sirve para pensar ciertos fenómenos y procesos históricos de América Latina y aquellos que consideran que es posible, aun recomendable, conformar un modelo teórico general y contrastarlo con los casos concretos. Veamos algunos ejemplos. lan Roxtaorough,[14] por ejemplo, sostiene una posición contraria al uso del concepto "populismo".
 Se basa en la no adecuación de la definición con la realidad económica, social y política que el concepto pretende ordenar y explicar. Al mismo tiempo, el autor tiende a mostrarse contrario a la construcción de modelos o tipos ideales ante el riesgo de simplificación de la realidad y de reificación de los patrones y dicotomías que con frecuencia implican (como en el caso de los debates sobre el populismo, de la reificación de la supuesta dicotomía de la economía en un polo marginal y un sector manufacturero dinámico y del “patrón modal”[15]). Sostiene que en lugar de construir rápidamente tipos ideales o modelos teóricos, sería de mayor utilidad proceder con mayor precaución vía intentos de definir variables aisladas. Entonces quedaría abierta la cuestión de cómo las variables se combinan en la realidad para formar modelos concretos.
Los científicos sociales se han movido demasiado directamente desde la realidad empírica a los constructos teóricos y, por lo tanto, estos tipos ideales deben ser deconstruidos y las variables constituyentes tratadas en forma separada mientras se acumula un mayor conocimiento empírico sobre distintos aspectos del fenómeno. Concluye que lo que emerge es la necesidad de un enfoque multidimensional del tema.
Respecto del término “populismo”, Roxborough va a sostener que en la definición que denomina “clásica”[16] es importante la noción de que el apoyo de las masas a los movimientos populistas no está estructurado principalmente en torno a líneas de clase, a diferencia de la supuesta naturaleza clasista de la política en las sociedades industriales avanzadas de Europa occidental. En otras palabras, el apoyo a los líderes populistas no se plasma en una alianza multi-clasista con sindicatos independientes que prestan el apoyo de una clase trabajadora organizada en forma autónoma a una figura bonapartista, sino más bien consiste en un movimiento de masas amorfo o en una coalición con vínculos directos entre los individuos y su líder carismático; análisis, por otro lado –sostiene el autor–, que surge de cierta interpretación del concepto de “carisma” de Weber y la teoría de la sociedad de masas de Durkheim.
Para que esta definición tenga alguna utilidad, se debería demostrar que estamos analizando situaciones donde las clases o estratos subordinados son incorporados a la coalición populista en forma heterónoma. Si éste no es el caso, argumenta Roxborough, entonces lo que existe son alianzas de clase más que “populismo”. La evidencia disponible sugiere que tanto Perón como Cárdenas fueron apoyados por instituciones autónomas de la clase obrera, es decir, sindicatos relativamente independientes (Argentina, México y Brasil son los casos sobre los cuales se basan los autores que él critica para construir el concepto, de allí que toma esos casos para refutarlos). Por lo tanto, estos movimientos pueden ser analizados en términos de alianzas más o menos explícitas y deliberadas entre la clase trabajadora e individuos que detentan el poder en el Estado. Para explicar esto sostiene que no sería necesaria ninguna referencia al concepto de populismo, pues no agregaría nada al análisis.
Es sólo en un momento posterior que los sindicatos pierden autonomía y la clase obrera se subordina al Estado. Desde una perspectiva empírica ni el primer peronismo ni el gobierno cíe Cárdenas se adecuan a la definición clásica de populismo en la que las nociones de clase movilizable y clase trabajadora heterónoma son cruciales. Vargas tampoco sería populista, según Roxtaorough, porque no apelaba al pueblo y porque fue un régimen conservador, autoritario y desmovilizante. Fue sólo después de 1945, con el advenimiento de la política electoral, que Vargas apeló en forma más sostenida al pueblo. Por lo tanto, afirma que la pregunta clave es: "¿Cuánta falta de nitidez respecto de los límites de un paradigma es suficiente para justificar su abandono?" (Roxborough, 1981: 82).[17]

Margaret Canovan también pertenece a esta línea en la medida en que afirma que no se pueden reducir todos los casos de populismo a una simple definición ni encontrar una sola esencia detrás de todos los usos establecidos del término. Sostiene que el gran número de diferentes enfoques termina mostrando que se usa el término para describir tantas cosas que uno hasta puede preguntarse si tiene algún significado.
De todas formas, a diferencia de Roxborough, quien cuestiona la existencia de la categoría misma, ella cree que vale la pena tratar de ordenar este fenómeno tan múltiple y confuso en un patrón medianamente coherente. En su opinión, los académicos han abordado al populismo desde dos ángulos diferentes y muchas de las confusiones y contradicciones cíe la literatura sobre el tema se originan en el choque entre estas distintas perspectivas. Sostiene que se pueden encontrar dos familias de populismos en la literatura: un populismo agrario que enfatiza el carácter rural y enfoca de forma sociológica sus raíces y su relevancia; en general, se dice que el populismo tiene una base socioeconómica particular ‑campesinos  o farmers– proclive a sublevarse en circunstancias socioeconómicas particulares, especialmente en períodos de modernización.
 Por otro lado, cuando el término se aplica a mecanismos de democracia directa, a la movilización de las pasiones de las masas, a la idealización del hombre común o a los intentos de los políticos de sostener precarias coaliciones en el nombre del “pueblo”, se está pensando en un fenómeno político en el cual las tensiones entre elite y bases ocupan un lugar fundamental (Canovan, 1981: 7-9).
Desde una perspectiva diferente, De la Torre (1992) critica a las que se proponen eliminar el populismo de la terminología de las ciencias sociales, y sostiene que más allá de los malos usos y abusos del término vale la pena preservarlo y redefinirlo. 
Los fenómenos que han sido designados como populistas tienen en común ciertas características que pueden ser identificadas y comparadas a través del uso de este concepto. Citando a Laclau afirma que el populismo ha existido como experiencia concreta de vida de grandes sectores de personas que han definido y definen sus identidades colectivas a través de su participación populista. Finalmente, sostiene que los autores que descartan el concepto de populismo a favor de categorías objetivistas para analizar la realidad social no pueden tomar en cuenta gran parte de la experiencia populista tal como la formación de identidad, los rituales, los mitos, y los significados ambiguos del populismo para los actores que se vieron involucrados en estos procesos. Para este autor, el desafío central del estudio del populismo radica en explicar el poder de convocatoria de los líderes para sus seguidores, sin reducir el comportamiento de estos últimos ya sea a manipulación o a la acción irracional o anómica y tampoco aun racionalismo utilitario que supuestamente todo lo explica. Valoriza sobre todo el enfoque de Daniel James, quien, mientras reconoce el poder explicativo de los enfoques que enfatizan la racionalidad instrumental de los trabajadores, cuestiona la validez de la visión economicista de la historia común a tales perspectivas.[18]
Por otro lado, Aníbal Viguera (1993) sostiene que si lo que se busca con el término “populismo” es un concepto que dé cuenta efectivamente de elementos generales de la realidad de América Latina en un determinado período, es evidente que el de populismo no sirve en ninguna de sus formulaciones vigentes. Ninguna de las interpretaciones define algo que se encuentra en forma paradigmática y generalizable en todos los países latinoamericanos. Al designar un tipo de movimiento o de gobierno se apunta a algo demasiado concreto para ser generalizable: las diferencias siempre serán más importantes a rescatar que las similitudes. Otro problema es que si el concepto es tan amplio que engloba a todas las transformaciones económicas, sociales y políticas relativas a un período o si loma algún elemento tan formal como un tipo de ideología, pierde utilidad porque su alcance es infinito. Así, el autor afirma que la forma de recuperar al concepto populismo no será generalizando hechos que empíricamente resisten su homogeneización sino como “tipo ideal” que, a la manera weberiana, no pretende reflejar la realidad sino abstraer de ella ciertos elementos para conformar un modelo teórico, cuyo fin es contrastarlo con los casos concretos para explicar sus características históricas específicas. El tipo ideal debe permitir iluminar la realidad como un prisma y observar por contraste ciertos elementos presentes o no en ella. Su justificación no estaría dada por su grado de generalidad en América Latina sino porque permitiría medir en cada caso la presencia o ausencia de elementos que aparecen de manera recurrente pero no necesaria en los distintos países.
O'Donnell (1972: 110-111) menciona otro problema vinculado con la construcción de conceptos: cómo relacionar los rasgos centrales, generales de determinado fenómeno con sus manifestaciones más particulares, delimitadas en el tiempo y espacio de las unidades de análisis (generalmente casos nacionales). El autor sostiene que habría dos niveles de análisis: primero, uno que establece tipos generales distintos en el cual predomina el peso de las regularidades o similitudes (por ejemplo, los factores que llevan a la implantación de regímenes burocráticos autoritarios en Argentina y Brasil). Un segundo nivel de análisis, en cambio, requeriría una mayor especificidad de datos y análisis y permitiría ubicar mejor las diferencias específicamente observables en el desempeño y grado de consolidación de las unidades (por ejemplo, identificar las diferencias entre Argentina y Brasil que pertenecen a un tipo común de alta modernización sudamericana).
El autor advierte que si no se tiene en cuenta el problema teórico de decidir en qué nivel de generalidad es útil manejarse para tratar de indagar y establecer diferencias y similitudes entre las unidades, es fácil caer en un riesgo inverso al de la simplificación formalista en que caen presuposiciones del tipo de la equivalencia de procesos causales: terminar haciendo un largo inventario de las especificidades identificables en cada unidad, sin ningún criterio que guíe para establecer la relevancia teórica cíe esos hallazgos ni para la comparación entre las unidades. En otras palabras, el rechazo del formalismo simplificante puede llevar a un craso empirismo en el cual cada caso termina siendo un tipo, en el que los criterios para definir cada caso-tipo dejan de ser homogéneos y donde, por lo tanto, el análisis se resuelve en un mar de datos carentes de guías para su interpretación teórica y para la tarea comparativa entre las unidades estudiadas. Por el contrario, el uso de criterios en un nivel escogido (con inevitable arbitrariedad, es cierto) de generalidad permite la inclusión de varios casos dentro del mismo tipo general.
Volviendo, entonces, a la pregunta central en tomo al alcance y la aplicación del concepto populismo, uno podría pensar en principio que aquellos que tienden hacia los lumpers estarían de acuerdo con la construcción de tipas ideales o, en términos de Theda Skcopol (1994: 172), con la búsqueda de configuraciones o regularidades causales que den cuenta de ciertos procesos históricos importantes, estrategia que, según la autora, evita los extremos de la particularización versus la universalización que limitan la utilidad y el atractivo de otros abordajes. Es decir, este grupo podría estar de acuerdo con la necesidad de construir conceptos que tengan una aplicación relativamente amplia en el tiempo y el espacio. Por otro lado, aquellos cuyos enfoques se acercan en mayor medida al de los splitters, que valoran y realzan el valor de los contrastes, de los atributos singulares, y defienden la necesidad de la deconstrucción de los conceptos y la profundización de las investigaciones empíricas ante el peligro de simplificación de la realidad y de reificación de los patrones y dicotomías, tenderán a argumentar a favor del populismo como fenómeno histórico, espacial y temporalmente delimitado.
Ahora bien, hasta aquí hemos planteado algunos problemas epistemológicos vinculados con la construcción cíe conceptos: la forma cíe relacionar teoría y empina, las bondades y desventajas de la elaboración de tipos ideales, las diferencias y similitudes en la información empírica en relación con el nivel de generalidad o diferenciación. Lo que se busca es navegar el difícil camino entre el peligro de caer en la 'simplificación formalista' que cree en la equivalencia de los procesos causales o de adoptar un enfoque esencialista que afirme la existencia de un principio o una tradición común que subyace a las historias de todas las repúblicas cíe América latina (distintas formas de cometer un mismo pecado) y, por otro lado, el peligro de un 'craso empirismo' que nos pierda en el 'inventario de las especificidades identificables en cada unidad', que reduce la historia a pura contingencia, sin ningún criterio que nos sirva de guía para establecer la relevancia teórica de esos hallazgos ni para la comparación entre las unidades.

b. ¿Una Cenicienta sin complejos?

Para recorrer el último tramo de esta introducción, señalemos primero que el problema principal que tienen, a nuestro juicio, la mayoría de las interpretaciones, estudios y artículos sobre populismo, antiguos y/o recientes, es que en su gran mayoría se parte desde un lugar que lleva a destacar las características negativas del fenómeno y, por ende, a definirlo por la carencia (lo que no se desarrolla, lo que se frustra, lo que falta, lo que queda trunco); una suma de ausencias, en fin. Con frecuencia los trabajos revelan una actitud más bien normativa hacia la elucidación y definición del fenómeno, fundada en una contrastación con el modelo clásico de desarrollo capitalista europeo respecto del cual América Latina es, en el mejor de los casos, una desviación.
En particular, los fenómenos de populismo se definen por la falta de conciencia de clase y de autonomía política de los sectores trabajadores, rasgos que presentarían en abierto contraste con los países de referencia, atribuidos generalmente a la falta de conciencia de una clase trabajadora masificada, en estado de disponiblidad política, muy distante de la nítida conciencia de clase y los lazos de solidaridad interna que habrían tenido ¡os trabajadores europeos del siglo XTX.
De los análisis del populismo clásico emergen sociedades de masa, precariamente cohesionadas, que sobreviven gracias a frágiles e inestables equilibrios, meros regímenes de sustitución para sobrevivir la crisis; de los trabajos sobre “neopopulismo” emergen sociedades anómicas a la merced de gobiernos autoritarios e instituciones, social y políticamente fragmentadas a la deriva, sin capacidad de representarse políticamente.
A diferencia de estos enfoques, nos interesa pensar el fenómeno populista, esa franja de experiencia política y social tan recurrentemente mentada en América Latina, en primer lugar, de manera afirmativa, identificando y destacando lo que hay y no lo que no hay. En segundo lugar, a diferencia de algunos autores que hacen hincapié en una sola dimensión, reduciendo un fenómeno rico y complejo a un único elemento aislado, queremos pensar en la dirección de una articulación de rasgos[19]. Si se quiere utilizar el término “populismo” y el de "neopopulismo" (aunque la existencia de “neopopulismo” es parte del debate) para abarcar a los dos momentos históricos, es necesario, en todo caso, proceder como los lumpers y proponer una “unidad analítica mínima” que trascienda los distintos períodos históricos y los diversos espacios nacionales y sustente el concepto “populismo”. Los atributos que podrían conformar esta unidad analítica mínima son los siguientes: a) la crisis como condición de emergencia; b) la experiencia de participación como sustento de la movilización popular; y, c) el carácter ambiguo de los movimientos populistas.

a) Desde el plano de las condiciones de emergencia se puede señalar, primero, una situación de crisis y de cambio. Cada vez que aparece el término ‘populismo' (incluso en los primeros lejanos casos de Rusia y Estados Unidos) en trabajos académicos o en la prensa, América Latina transita una coyuntura de crisis y cambio estructural profundo: ya sea la que derivó de la confluencia de la crisis del Estado oligárquico y la crisis económica internacional de 1929, en la que cambiaba no sólo la relación entre el Estado y el patrón de acumulación sino también la relación entre Estado y masas; ya sea la emergencia económica resultante de la crisis de la deuda externa de los ochenta que ha conducido a un nuevo “patrón de desarrollo” orientado por las reformas neoliberales. Las coyunturas de crisis, los momentos de rupturas y grandes transformaciones parecen ser campo propicio para los populismos, cuando todo salta por los aires, cuando se despliegan situaciones vertiginosas de gran fluidez política y social con inestabilidad, cambio, problemas de incorporación, etc., aparecen los grandes articuladores integrando a las masas, introduciendo cambios que rearticulan el sistema político y el funcionamiento del Estado, disminuyendo las zonas de incertidumbre colectivas provocadas por las coyunturas de cambio a través de su estilo personalizado y plebiscitario de gestión del poder político.
b) Un segundo rasgo fundamental, que se refiere a la naturaleza del populismo, es la valoración de la dimensión participativa, sustantiva de la democracia, por sobre la dimensión representativa o “liberal”. Se trata de una idea que también se puede conjugar con el comentario de Germani (1977: 33) de que la originalidad de los regímenes nacional-populares reside en la naturaleza de la participación: no se produce a través de los mecanismos de la democracia representativa, sino que “entraña el ejercicio de cierto grado de libertad efectiva, completamente desconocida e imposible en la situación anterior”; entraña no sólo un elemento de espontaneidad sino un grado inmediato de experiencia personal, son “formas inmediatas de participación”, con consecuencias concretas en la vida personal de los individuos. Los populismos son experiencias que tienen que ver con una idea de participación, de democracia directa y con un énfasis en el heterogéneo conjunto de sectores sociales, en la unidad del pueblo como valor último; pero, aunque son anti-liberales, no son anti-democráticos.
Aunque en general los autores acuerdan sobre la existencia de la participación como característica central de los populismos, surgen profundas divergencias a la hora de su caracterización. Para muchos es una dimensión crítica porque se desenvuelve a espaldas de las mediaciones institucionales y está asociada a una participación heterónoma. Esta visión crítica es una visión que define la institucionalización en términos de la democracia liberal, y es una definición, uno podría decir, restringida porque no da cabida a otras formas de participación institucional.
Con frecuencia los analistas del populismo parecen imponer estándares de liderazgo, participación de masas, coherencia de clase, consistencia ideológica y cumplimiento programático excesivamente altos a los movimientos populistas de América Latina (Drake, 1982: 197). En este sentido, parece necesario, en todo caso, revisar con cuidado los dos momentos históricos y decidir la forma en que se va a caracterizar al populismo clásico en este sentido, definir lo que significa el término "institucionalización" y también hacer claros los patrones históricos contra los cuales es medido en cada caso. Hasta Zermeño (1989: 137), hablando de “neopopulismo”, afirma que sería mejor hablar de una relación líder-masas, o popular nacional, que de populismo, pues en muchos ejemplos de América del Sur, el populismo significó el fortalecimiento de los órdenes intermedios de representación (a través de partidos y sindicatos). Roberts (1995: 115) también señala que los populistas clásicos construyeron partidos y organizaciones sindicales para complementar su capacidad de convocatoria personal e incorporar a sus seguidores en el sistema político, algo que la nueva generación de populistas liberales parece poco dispuesta a hacer.
c) Otra característica que permanece (y ya hemos señalado) es la ambigüedad histórica inherente del populismo o de los populismos. Como hemos señalado, el populismo clásico aparece en el escenario con la revolución mexicana y la revolución rusa como telón de fondo; en la mirada de algunas elites está la conciencia del peligro y la intención de aventarlo en lo posible: sofocar el genio popular que, librado a sus designios, podría hacer estallar el orden burgués. El populismo puede ser pensado desde la intención cíe sus promotores como una operación de cooptación en gran escala que deviene en elemento conflictual del orden que quiere preservar. Pero una visión puramente normativa de este tipo capta solamente los elementos de cooptación, de manipulación, de atronamiento de una posibilidad de autonomía. Si uno abandona este tipo de perspectiva, se advierte que los populismos en la realidad contienen un componente de cambio, un elemento revulsivo que supera a los procesos que los líderes populistas han contribuido a poner en marcha.
Muchas elites promotoras son outsiders del escenario político. En la plaza pública a veces no se sabe bien quién dirige la palabra, la figura en el balcón o la multitud en la plaza. Junto con el componente de dominación, cooptación y manipulación (donde hay fenómenos más represivos y más incorporadores) encontramos el movimiento de una experiencia participativa, liberadora, una experiencia de revulsión y de conflictualidad.
Una forma de expresar esta ambigüedad es la de Weffort (1968b: 56-64) quien afirma que el populismo fue un “modo determinado y concreto de manipulación de las clases populares que no participaron en forma autónoma pero fue también un modo de expresión de sus insatisfacciones; una estructura de poder para los grupos dominantes pero también una forma de expresión política de la irrupción popular en el proceso de desarrollo industrial y urbano; un mecanismo de ejercicio de dominio pero también una manera a través de la cual ese dominio se encontraba potencialmente amenazado”.

 Otra manera de expresar esta ambigüedad es la de James (1990: 346), que señala la existencia de lo que llama “la paradójica conciencia de la clase obrera”. El autor afirma que “la lealtad a un movimiento cuya ideología formal predicaba la virtud de la armonía de clases, la necesidad de subordinar los intereses de los trabajadores a los de la nación, y la importancia de obedecer con disciplina a un Estado paternalista, no eliminaron la posibilidad de resistencia de la clase obrera ni del surgimiento de una fuerte cultura de oposición entre los trabajadores”. James señala el doble carácter de la conciencia obrera: junto con la posibilidad de subordinación de los intereses de clase a los de la nación y a un estado paternalista, existe también la posibilidad de que se desarrolle conciencia de clase y el carácter herético y plebeyo que tuvo –en este caso– el peronismo.
Ahora bien, éstos son algunos rasgos que conformarían esa “unidad analítica mínima” que abarcaría al populismo a través de la historia. Sin embargo, existen también importantes diferencias entre ambos períodos y entre los casos nacionales en cada uno de esos períodos. Cada país tiene matices específicos, resultado de una trayectoria particular, de una conformación social diferente y de tradiciones políticas propias. Procediendo ahora, como los splitters , señalemos algunas de las diferencias que podríamos organizar en torno de los siguientes ejes:

a) la base social:

¿quiénes son los sujetos sociales que participan de la experiencia populista clásica? Uno de los problemas del análisis del populismo, relacionado con el carácter social heterogéneo de las coaliciones, es la caracterización de los grupos o clases sociales y la relación entre ellos: cómo se vinculan burguesías, trabajadores industriales urbanos, clases medias urbanas y/o rurales, campesinos y terratenientes, según el caso.
Sí se desagrega el estudio del populismo clásico en términos de actores, podríamos afirmar que existe más coincidencia entre el varguismo y el peronismo que con el cardenismo o la revolución boliviana de 1952 (aunque no todos están de acuerdo en que Bolivia sea un caso populista). En los dos primeros casos la burguesía local (como la llama O'Donnell) y el proletariado industrial aparecen como actores imprescindibles del populismo latinoamericano. En el México cardenista, sin embargo, aparecen unos protagonistas nuevos: los campesinos, que ampliaron las bases sociales de la revolución.
 En el caso boliviano podríamos preguntar: ¿quiénes forman parte de la alianza o la base social que sustenta al MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario) en 1952? ¿Incluye o excluye a los campesinos? Por otro lado, ¿qué papel juegan las clases medias en los distintos casos nacionales? En la discusión de los casos se deberá prestar atención, entonces, a la presencia o ausencia de las distintas clases (por ejemplo, es difícil hablar sobre trabajadores industriales en el Ecuador de la década del '40), el papel que juegan en las alianzas o coaliciones y cómo se articulan en cada país. Por último, otro punto que debe tenerse en cuenta es que en América Latina se superponen relaciones de clase y relaciones étnicas e interétnicas.
En general, la literatura reciente sostiene que el populismo clásico se basó sobre todo en la clase trabajadora urbana en ascenso y en los “sectores populares”, mientras que en los tiempos del “neopopulismo”, el apoyo principal proviene de los sectores urbanos informales y los pobres rurales. Se sostiene que los trabajadores constituyeron una base más estable, menos volátil que los segundos, tenían más capacidad organizativa, autonomía relativa y, por lo tanto, una mayor capacidad de presión y de control sobre la acción del Estado, y menor susceptibilidad frente a las promesas de líderes populistas. Además, como los sectores informales no tienen vehículos de representación estables, la acción colectiva se atomiza y/o se transforma en una combinación caótica de elementos que en los hechos delega su unidad en el Estado, generando la independización de los aparatos y las dirigencias (Zermeño, 1989; Roberts, 1995; Weyland, 1996; Garrieron, 1991; Arce, 1996).

b) Incoporación-exclusión:

esta díada tan importante cíe la tradición política latinoamericana parece ser el indicador más claro de las diferencias entre los dos períodos populistas. En esta introducción sostenemos que la dimensión fundamental del populismo clásico es la capacidad de incorporación no solamente en el nivel social (a través de la legislación, de los derechos sociales) sino también en el nivel político (a través de la institucionalización de la participación política por parte de Estado) y en el plano simbólico (a través de la noción de pueblo y el nacionalismo) de una amplia franja de sectores sociales excluidos en los regímenes anteriores. De todas maneras, esta incorporación debería ser referida a cada caso nacional y examinada en mayor profundidad no sólo respecto de los sectores sociales incluidos sino también respecto al carácter de la incorporación efectuada.
También sostenemos que la coyuntura clásica por excelencia se extiende en las décadas de 1940 y 1950 (salvo en México que se produce en la década del treinta), pues es entonces cuando se produce el pasaje de los partidos y la política de notables a los partidos y la política de masas. Es decir, cuando la política orientada por la dinámica electoral se transforma por primera vez en la historia de América Latina en un fenómeno de masas. El advenimiento de esta democracia electoral, con la inauguración de nuevos estilos político-electorales, no incorporó a todos los sectores (hay variaciones según los casos nacionales, a veces no se incorpora a los analfabetos, a los sectores rurales y a las mujeres), pero implicó el reconocimiento del derecho al sufragio de las masas en las zonas urbanas y un grado considerable de participación popular, ampliando la ciudadanía social y política. Esta medida, traducida a la vida cotidiana de las masas, tiene una importancia no desdeñable porque implicó que las conductas de candidatos y autoridades estaban más sujetas a los imperativos políticos de las elecciones, lo cual significó que las masas previamente excluidas pasaron a gravitar –aunque a veces en forma indirecta– sobre las condiciones del equilibrio del poder.[20]
Frente a la lógica incorporadora universal del populismo clásico, el “neopopulismo”, en cambio, llevaría adelante una incorporación selectiva que fragmenta a los sectores subalternos. Gran parte de la integración durante el primer período se realizó a través de la incorporación amplia a sindicatos y partidos y a través de la sanción de legislación social (legislación laboral, creación de sistemas de salud, vacaciones, jubilación, aumento del salario real, etc.); el “neopopulismo”, en cambio, incorporaría a través de programas económicos focalizados en determinados sectores de la población, erosionando los mecanismos institucionales e integrando en forma fragmentada. Además se sostiene que acciona en contra de los sectores organizados de la sociedad civil (trabajadores, clases medias, empresarios, y –en  otro nivel– las “clases políticas”), que pierden peso social, se desarticulan y se convierten en las víctimas de las nuevas medidas reordenadoras del mercado.
Por último, señalemos que el objetivo de esta sección ha sido –luego de ordenado el panorama de la literatura identificando algunos ejes de análisis– plantear algunos problemas epistemológicos de la construcción del concepto para su discusión y debate. Aparentemente, a diferencia del cuento popular, la búsqueda del príncipe no ha terminado aún, y probablemente pase mucho tiempo antes de que encuentre a su Cenicienta. […]




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Notas:


[*] María Moira Mackinnon y Mario Alberto Petrone, "Los complejos de la Cenicienta", en Populismo y neopopulismo en América Latina: el problema de la Cenicienta, Eudeba, Buenos Aires, 1998. Queremos agradecer a Patricia Funes y a Waldo Ansaldi (Profesora Adjunta y Profesor Titular de Historia Social Latinoamericana, materia de la cual somos docentes), y a Juan Carlos Torre (Director del Centro de Investigaciones Sociales del Instituto Di Telia) por sus comentarios sobre las primeras versiones de este trabajo, y también liberarlos de la responsabilidad de nuestras obstinaciones. También agradecemos a Carlos Vilas y a nuestros compañeros del curso que dictó ("El Populismo Latinoamericano en Perspectiva Comparada"), con quienes debatimos este controversial concepto durante el segundo cuatrimestre de 1997. Damos las gracias también a Steve Levitsky y a Mark Healey por los comentarios y el aliento, a Marcela Dabas, por mecanografiar varios de los artículos, y a Orlando Barrionuevo, por su valioso apoyo en la gestación de esta Introducción.
[1] Casi todos los regímenes políticos de América han sido catalogados como populistas desde Batlle en Uruguay, Yrigoyen en Argentina y Alessandri en Chile a principios de siglo hasta Fujimori en Perú, Menem en Argentina,  Collor de Melo en Brasil y Chuauhtémoc Cárdenas en México en los ochenta y noventa, pasando por Perón, Vargas, Cárdenas, Velasco Alvarado, Bolivia con Paz Estenssoro durante la revolución de 1952, Guatemala durante los períodos de Arévalo y de Arbenz, Chile durante el Frente Popular y los gobiernos de Ibáñez, Perú en las primeras etapas del APRA y el gobierno de Belaúnde Terry, la figura de Gaitán y también el gobierno de Rojas Pinilla en Colombia, el breve período de Bosch en República Dominicana, Cuba entre 1934 y 1958, etc.
[2] Weffort (1968:68-9), Según este autor, los temas más caros a la sociología y a la ciencia política inspirados en los valores liberales fueron: la preocupación por la crisis del ‘público' democrático y racional, la tendencia a su sustitución por las ‘situaciones de masa', cargadas de emotividad, la crisis del equilibrio de los poderes y la desmoralización de los parlamentos y la tendencia a la hipertrofia de los ejecutivos, la emergencia de formas masivas de autoritarismo político. Otro artículo que se puede consultar sobre la relación entre intelectuales y pueblo es el de de Ipola y Portantiero (1994).
[3] Desde la polémica entre marxistas y populistas a fines del siglo pasado, ha sido usual que los marxistas desechen al populismo como la típica ideología reaccionaria y autoengañosa de los campesinos en contras te con la visión científica y progresista del proletariado. Quizá la objeción más fuerte que se puede hacer a la visión leninista del populismo como ideología del pequeño productor es que ignora el rasgo más conspicuo del populismo ruso: “Esto es, el pathos de la distancia entre los populistas y el pueblo, el abismo entre el pequeño productor y sus supuestos representantes y los efectos que este abismo tuvo sobre los populistas: el sentimiento de culpa de parte de los privilegiados; el sacrificio heroico de tantos jóvenes que ofrendaron su vida, su libertad y sus futuras expectativas en aras de lo que ellos creyeron que era la causa del pueblo; la atmósfera de un idealismo exacerbado y la ausencia absoluta de intereses personales que caracterizaron aun sus campañas terroristas y que vuelve al populismo ruso, en perspectiva, tan atractivo como insólito” (Canovan, 1981: 93). Para leer con mayor profundidad sobre estos temas, se puede consultar: Andrzej Walicki, 1970: 87-8; Worsley, 1970: 292 y Canovan, 1970, capítulo II.
[4] Los párrafos sobre populismo ruso están armados sobre la base de Margaret Canovan (1981) capítulo II, Peter Worsley (1970) y Andrzej Walicki (1970). También puede consultarse Carlos Vilas (1994: 25-34).
[5] Las demandas que formulaban fueron las siguientes: la división igualitaria de la tierra entre los campesinos para que éstos organicen sus cultivos a través de las comunas rurales, libertad para los pueblos subordinados del Imperio ruso y gobierno local autónomo para las obshchinas (comunas campesinas).
[6] Estos párrafos sobre el populismo en Estados Unidos están armados sobre la base del texto de Margaret Canovan (capitulo I) y de Peter Worsley, citados. También puede consultarse Carlos Vllas (1994: 15-25).
[7] Se nominó el primer candidato y se estableció el primer programa populista. Luego de una descripción de las condiciones miserables a que había sido reducida la gente común debido al poder de los plutócratas, el preámbulo declaraba que se buscaba “restituir el gobierno de la república a la gente común, clase de la cual ese gobierno habla surgido”. Los populistas declaraban que “para remediar el sufrimiento de ‘la clase productora', los poderes del gobierno debían ser ampliados, que la riqueza pertenecía a quien la creaba, que los ‘intereses del trabajo rural y cívico' eran los mismos y sus enemigos idénticos".
[8] Según Germani, la diferencia es que en el caso del peronismo se le dio participación efectiva, aunque limitada, a los sectores populares para obtener su apoyo. En Europa, en cambio, la participación se fundaba en un sentimiento de prestigio social y de jerarquía, de superioridad nacional y racial; además, en contraste, el fascismo europeo nunca logró realmente el apoyo activo de las masas entre la mayoría de los trabajadores urbanos y aun los rurales. Hubo más bien aceptación pasiva (1962: 339-40). Además, los movimientos nacional-populares nunca alcanzaron la perfección técnica del totalitarismo (1977: 35).
[9] Para Germani, la originalidad de los regímenes nacional-populares reside en la naturaleza de esta participación: no se produce a través de los mecanismos de la democracia representativa sino que "entraña el ejercicio de cierto grado de libertad efectiva, completamente desconocida e imposible en la situación anterior"; entraña no sólo un elemento de espontaneidad sino un grado inmediato de experiencia personal, con consecuencias concretas en la vida personal de los individuos, son "foimas inmediatas de participación" (1977: 33).
[10] La teoría de los orígenes sociales del populismo de Germani ha sido rebatida por varios autores, entre ellos Murmis y Portantiero, Estudios sobre los orígenes del peronismo. Buenos Aires. Siglo XXI, 1971; Tulio Halperin Donghi, "Algunas observaciones sobre Germani, el surgimiento del peronismo y los migrantes internos", en Desarrollo Económico, N 9 56, Vol. 14, enero-marzo 1975: y Juan Carlos Torre en la Vieja Guardia Sindical, Sobre los Orígenes del Peronismo, Sueños Aires, Sudamericana. 1990.
[11] El discurso político de la burguesía, por ejemplo, pasa también por la aceptación de la jornada de ocho horas como demanda "justa" y por una legislación social avanzada. Esto demuestra que no es en la presencia de determinados contenidos en un discurso, sino en el principio articulatorio que los unifica, donde se debe buscar el carácter de clase de una política y una ideología.
[12] El caso histórico que tratan es el del peronismo que constituyó a las masas populares en sujeto (el pueblo), en el mismo movimiento por el cual –en virtud de la estructura ¡nterpelatoria que le era inherente– sometía a ese mismo sujeto al Estado, corporizado y fetichizado al mismo tiempo en la persona del jefe carismático (1994: 533).
[13] De todas formas, la información detallada que generalmente proveen los “singularizadores” es fundamental para arrojar luz sobre información nueva, generar nuevas hipótesis y proveer los datos sobre los cuales se basa cualquier estudio comparativo. Por su lado, los "agrupadores" también cumplen un papel esencial al sintetizar los detalles presentados en los estudios de caso, vinculando casos particulares con categorías más amplias, encontrando los rasgos analíticos comunes que proveen un nivel mínimo sin el cual no se pueden comparar los fenómenos que se estudian (Collier y Collier, 1991).
[14] Las opiniones de este autor han sido tomadas de lan Roxborough, 1981, 1984 y 1987.
[15] El "patrón modal" consiste en la noción de que varías naciones de América Latina pasaron por un proceso de desarrollo globalmente similar y paralelo que puede ser descrito como una secuencia de etapas históricas (la fase del “desarrollo hacia fuera”, la de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) y finalmente, la fase de “desarrollo dependiente asociado”, etc. Cada etapa económica, se postula, tuvo su correlato político: parlamentarismo oligárquico con un desafío radical de las clases medias, bonapartismo con expansión populista y corporativismo autoritario con exclusión autoritaria, respectivamente.
[16] Se está refiriendo a los siguientes autores: Germani, O'Donnell, Sunkel. Furtado, Malloy, quienes, afirma, sostienen que el populismo es un movimiento policlasista, poco organizado, unificado por un líder carismático tras una ideología y un programa de justicia social y nacionalismo. El vínculo entre ideología y organización es lo importante de la definición, relaciona ideología con un modo específico de participación política, en contraste con la política de orientación clasista en los países industrializados de Europa occidental (Roxborough, 1987:119).
[17] El autor sostiene que se podría dar cuenta más ajustadamente de los gobiernos de Cárdenas, Perón y Vargas estudiando las relaciones entre la clase trabajadora, el Estado y las clases dominantes. Los resultados finales se podrían explicar postulando la prosecución relativamente racional de intereses de clase por los diversos actores. Las diferencias en las situaciones finales serian el resultado de las diferencias en la naturaleza de estas clases sociales en términos de su unidad interna, etc. y las distintas relaciones entre estos actores sociales y el Estado. Roxborough afirma que la clase obrera surgió como fuerza política de peso en forma temprana en la historia de México, Brasil, Perú, Argentina y Chile. Sugiere que un análisis más productivo se deberla centrar en las crisis de incorporación, no de las clases medias (como lo hacen Cardoso y Faletto) sino de la burguesía industrial y luego de las clases trabajadoras, construyendo una tipología compleja y teniendo en cuenta las reacciones de la clase dominante a la amenaza que plantea el crecimiento de la clase trabajadora urbana. Rafael Quintero también sostiene una posición contraria a la existencia del concepto 'populismo' (1980),
[18] Aun cuando el peronismo –por ejemplo, afirma– puede haber respondido a las necesidades materiales de la previamente ignorada clase trabajadora, esto no explica por qué ocurrió dentro del peronismo en lugar de otros movimientos políticos que también se dirigían a los trabajadores. Por lo tanto, lo que se debe examinar –afirma, citando a James– “es el éxito de Perón, lo que tenía de distinto, por qué su convocatoria política fue más creíble para los trabajadores, qué zonas tocó que otros no rozaron. Para entender esto es necesario tomar seriamente la atracción política e ideológica de Perón y examinar la naturaleza de su retórica y compararla con la de sus rivales por la lealtad de la clase obrera” (De la Torre, 1992: 410).
[19] Un ejemplo de esta manera de pensar una conceptualización de populismo es la de Drake (1982:219-20), para quien el término ha sido utilizado principalmente en América Latina, con mucha amplitud, para hacer referencia a tres patrones políticos interrelacionados: un estilo de movilización política, una heterogénea coalición social y un conjunto de políticas reformistas. Agrega el autor que las tres características están interrelacionadas y que un movimiento que evidenciara claramente la conjunción de los tres elementos se correspondería bastante bien con una definición descriptiva aceptable del populismo. Weffort también propone una conceptualización de populismo como articulación de rasgos. 
Su modelo de populismo se basa en “una crisis en curso, una forma de transición políticamente inestable, un intento de modernización, la integración de nuevos grupos sociales a la esfera política y la demagogia electoral de líderes ansiosos por controlar masas en crecimiento”, según Taguieff (1996: 49). Roberts (1992), en una propuesta interesante desde la forma, propone tratar al populismo como “categoría radial” que abarque el populismo clásico y el actual.

 Propone una construcción sintética del término que se base en los siguientes cinco rasgos que hacen al núcleo del concepto: un patrón personalista y paternalista de liderazgo político; una coalición política policlasista, heterogénea, concentrada en los sectores subalternos de la sociedad; un proceso de movilización política de arriba hacia abajo, que pasa por alto las formas institucionalizadas de mediación o las subordina a vínculos más directos entre el líder y las masas; una ideología amorfa o ecléctica, caracterizada por un discurso que exalta los sectores subalternos o es antielitista y/o antiestablishment, y un proyecto económico que utiliza métodos redistributivos o clientelistas ampliamente difundidos con el fin de crear una base material para el apoyo del sector popular. Vllas también propone una definición en términos de una articulación de rasgos.
[20] Distintos autores han enfatizado algún o algunos de estos aspectos: French, 1992; Weffort, 1968; De la Torre, 1994.