—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

domingo, 5 de agosto de 2018

454.-La Fundamentación de las sentencias : ¿un rasgo distintivo de las judicatura moderna? (I) a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Hernandez Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;  

1. INTRODUCCIÓN

Si llegáramos a encontrarnos, como le ocurrió en uno de sus fantásticos viajes a Pantagruel,1 frente a un juez que decidiera un litigio de acuerdo a la suerte de los dados, ciertamente la perplejidad nos invadiría. Un grado similar de desconcierto nos produciría el recibir de un tribunal una decisión desnuda de motivos, que se limitara sólo a afirmar o negar nuestro derecho o nuestra culpabilidad sin dar cuenta de las razones que la sostienen, sin justificar públicamente su preferencia por las pruebas y argumentos de una u otra parte.
 Este trabajo se propone explorar la genealogía de la institución que damos confiadamente por supuesta cuando esperamos de los órganos jurisdiccionales sentencias fundadas y, particularmente, pretende indagar si esa confianza es un privilegio de los ciudadanos modernos, determinando de qué manera el significado jurídico y político de la exigencia de motivación de las decisiones judiciales ha sido forjado por la modernidad.

En él ámbito del derecho y la política la coordenada básica que estructura el uso dominante del término modernidad es la constitución de la forma estatal que, precisamente, se califica como “moderna”. Desde el comienzo de los procesos de centralización y diferenciación del poder político que caracterizan la formación de los Estados modernos varias han sido, sin embargo, las transformaciones institucionales significativas, que pueden ser representadas como el fruto de nuevas querellas entre antiguos y modernos.2
Para precisar en qué sentido la fundamentación de las sentencias es una institución moderna será necesario entonces tomar en cuenta esas transformaciones y su impacto en la concepción política y la configuración institucional de la función judicial. Con ese fin se distinguirán en este trabajo tres momentos: los albores del proceso de modernización política que marcan significativos cambios en la escena judicial medieval (2.), el antiguo régimen (3.) y el tránsito del Estado absoluto al Estado liberal (4.).

2. DEL JUEZ COMO TESTIGO A LA DECISIÓN JUDICIAL. LOS COMIENZOS DE LA MODERNIDAD JURÍDICA Y LA (RE)APERTURA DE LA POSIBILIDAD DE DECISIONES JUDICIALES FUNDADAS

A partir del siglo XII y especialmente a lo largo de los siglos XIII y XIV tuvieron lugar en Europa una serie de acontecimientos que transformaron radicalmente la forma de administrar justicia. Los mecanismos altomedievales de prueba a través de duelos, juramentos y ordalías fueron sustituidos progresivamente por un sistema de pruebas dirigido a conseguir una reconstitución verosímil de los hechos en el proceso; la función de juzgar fue crecientemente reivindicada por los titulares del poder político y su organización tendió a volverse centralizada; la centralización condujo a su vez a la profesionalización del oficio de juez, a su vinculación a un saber especial, la scientia iuris que florecía en las universidades y que desarrollaba entonces una nueva doctrina sobre el proceso (el proceso romano-canónico), además de nuevos métodos y argumentos sustantivos. Estas transformaciones, que reflejan en los escenarios judiciales europeos los comienzos de la modernización política, coincidieron con el nacimiento de la fundamentación de las decisiones judiciales como problema jurídico, abordado ya en el siglo XII por diversas decretales papales y comentarios de decretalistas, que comenzaron a preguntarse por la necesidad jurídica de expresar en las sentencias judiciales las causae de la decisión.

¿Por qué se abre en ese momento la pregunta por la fundamentación de la sentencia? Ciertamente ella presupone la existencia de un discurso reflexivo sobre el proceso que sólo comienza a desarrollarse en el marco del renacimiento de los estudios jurídicos, pero sobre todo parece depender del hecho de que esa reflexión tenía como referente un proceso que, a diferencia de lo que ocurría en el caso de los procedimientos judiciales vigentes durante la Alta Edad Media, concluía efectivamente con una sentencia, en el sentido de una decisión deliberada del juez acerca del fundamento de la pretensión del actor.
 En el contexto de la técnica decisoria propia de los ritos judiciales altomedievales la fundamentación de la decisión era inconcebible: en esos procedimientos, modelados bajo la influencia de las tradiciones germánicas y centrados en la práctica de un experimento probatorio –duelo, juramento u ordalía– que designaba al vencedor del litigio a través de la revelación de un signo incontrovertible de culpabilidad o inocencia, el juicio se resolvía a través de la acción decisoria de las partes.3 No habiendo decisión deliberada, tampoco había razones de la decisión que pudieran ser comunicadas: el espacio de la deliberación lo ocupaba el experimento probatorio realizado por una o ambas partes, y el espacio de la decisión, la victoria o el fracaso, expuestos –gracias a la publicidad escénica de las pruebas– a la comprobación de todos los asistentes al teatro judicial.4

El redescubrimiento de un sistema de pruebas racionales, que ya no apelaran a la manifestación de una verdad divina sino que remitieran a una forma de conocimiento empíricamente fundada de los hechos del caso, es por consiguiente un elemento que marcó el comienzo de la modernización en el ámbito de la justicia y que parece haber abierto la posibilidad de sentencias fundadas.5 La posibilidad abierta por ese cambio modernizador se vio sin embargo prontamente restringida por la posterior evolución de la disciplina del proceso judicial y particularmente de la disciplina de la prueba, así como por la communis opinio de los juristas que negaron que la enunciación de las razones de la decisión constituyera una exigencia jurídica.

El primero de los factores que contribuyó a cerrar el espacio abierto a la fundamentación de las sentencias fue el cambio que experimentó el modelo procesal romano-canónico con el desarrollo del sistema de prueba legal, que sustituyó a la libre apreciación de la prueba que había sido afirmada en la primera literatura de los Ordines judiciarii por la sujeción a una cuantificación predeterminada del valor probatorio de los diversos medios admisibles.6 Son bien conocidos los efectos que esta estrategia, inicialmente ideada para limitar el arbitrio del juez, tuvo en el marco de los procesos penales, cuya disciplina al mismo tiempo sufría otros cambios por la expansión y generalización de la indagación de oficio: la obsesiva búsqueda de certeza que había precedido el establecimiento de los cánones valorativos fijos terminó por hacer difícil la obtención de una prueba plena y por volver necesario el recurso a la tortura para llegar a una confesión del reo que cerrara el círculo de la verdad absoluta (e impidiera, de paso, la apelación contra la sentencia).
En relación al problema que ahora nos interesa, las reglas de la prueba culta o legal parecían eliminar toda deliberación del juez en la apreciación de la prueba, volviendo a situarlo en una posición cercana al rol de simple testigo que tenía en la constatación del resultado de los juicios de Dios, aunque ahora ya no se trataba de comprobar el resultado de un experimento, sino de sumar y restar valores probatorios predeterminados.7 Clausurada la posibilidad de deliberación, sustituida ella por simples cálculos, ya no parece haber nada que pueda requerir motivación en el juicio fáctico.

Todavía permanecía abierto, sin embargo, un espacio para la fundamentación de la quaestio iuris. La respuesta que los juristas dieron a la pregunta por su necesidad jurídica fue, sin embargo, a contar del siglo XII y hasta el final del antiguo régimen, predominantemente negativa. Formada a partir de los comentarios de los canonistas a los decretos relativos al procedimiento romano-canónico reunidos por el Papa Gregorio IX bajo el título De sententia et re iudicata, la communis opinio consideraba que la motivación de las sentencias no resultaba ni generalmente obligatoria ni excluida por el ius commune, pero advertía al juez la conveniencia del silencio, atendiendo al riesgo que suponía la expresión de las causae de la decisión para la autoridad de la sentencia, que quedaba entonces expuesta a la impugnación por fundarse en causa falsa o errónea.8
Se trataba de un riesgo que no parecía valer la pena correr, pues ya en una decretal de 1199 Inocencio III había sostenido la legitimidad de la sentencia inmotivada propter auctoritatem iudiciariam praesumi debet: la sentencia gozaba de una praesumptio iuris de validez, derivada de la auctoritas iudiciaria. La recomendación usual en cuanto a la forma de las sentencias sugería al juez atenerse estrictamente a las fórmulas sintéticas –del tipo “visis et auditis rationibus utrisque partis et testibus inspectis, habito sapientum consilio, ...”– que se limitaban a dar cuenta, antes de la enunciación de la parte dispositiva, que el ordo iudiciorum había sido observado.9

Estas opiniones jurisprudenciales sugieren, como ha dicho Michele Taruffo, la “convicción de que la autoridad de la sentencia es tanto mayor cuanto más ella asuma la forma de un dictum inmotivado”. 10 Esta convicción parece haber estado ligada no sólo a razones prudenciales, preocupadas del mayor riesgo que la expresión de sus causae podía significar para la estabilidad de las sentencias, sino también a una precisa concepción sobre el fundamento de la autoridad judicial, a la que me referiré a continuación.

3. ARCANA IUSTITIAE. LA FUNDAMENTACIÓN DE LAS SENTENCIAS BAJO EL ANTIGUO RÉGIMEN

Las transformaciones que la escena judicial europea sufrió a contar del siglo XII afectaron también las bases que fundaban la autoridad judicial, particularmente en virtud de la progresiva reivindicación de la función judicial por parte de las monarquías tardo-medievales y su creciente profesionalización.11 Estos cambios modificaron las bases comunitarias en que hasta entonces se había apoyado la administración de justicia, dando lugar a un desplazamiento desde el juicio por los propios pares al juicio por los propios superiores y desde la comprensión del derecho como un saber común ancestral a su comprensión como un saber técnico, que se reconoce en alguien no por su aptitud carismática sino por su competencia profesional.12
 Estos desplazamientos nos sitúan, a medida que avanza la configuración de la actividad jurisdiccional como una función del Estado moderno, frente a un juez cuya autoridad se funda en su saber profesional –en su auctoritas– y en su calidad de representante del monarca, abrigado también por el halo de su maiestas. Mientras el primero de esos fundamentos parece perfectamente compatible con una exigencia de dar cuenta públicamente del saber en que una cierta decisión judicial se funda, veremos en esta parte del trabajo cómo la majestad de la función judicial, al volver autocrático ese saber, puede explicar el asentamiento durante el antiguo régimen de un principio de exclusión de la necesidad de sentencias fundadas.

3.1. La majestad de la función judicial en el antiguo régimen y el principio de exclusión de la fundamentación

Aunque la disciplina de la fundamentación de las sentencias durante el antiguo régimen admitió, según veremos en el siguiente apartado (3.2), prácticas y estrategias legislativas diversas, las razones que las inspiraron no parecen invalidar una razón de principio que hacía prima facie innecesaria esa motivación: si el juez es un delegado del monarca, el reflejo en él de su majestad excluye la idea de que deba justificar públicamente el ejercicio de su autoridad.13
La majestad del monarca remitía en primer término a su supremacía, esto es, a la inexistencia en la tierra de un superior ante quien rendir cuenta de sus decisiones.14 Esa posición excluía la necesidad de justificar públicamente las decisiones que él o sus delegados –y en especial los tribunales o cortes centrales– adoptaban, pues fundarlas habría supuesto, como señala Letizia Gianformaggio, “admitir que no se es titular de la soberanía”.15
Gian Paolo Massetto, haciendo referencia a los dichos de diversos juristas de los siglos XVI y XVII, da cuenta de la forma en que la supremacía del príncipe se transmitía a los jueces reales:
Los integrantes de los tribunales supremos son “partes corporis principis”, “ipsum repraesentant”, o sin más “inherent principi sicut stellae firmamento coeli”, y si el “princeps videtur procedere tanquam Deus in terris” –un Dios que es verdad y que por lo tanto no puede errar–, entonces algo semejante puede decirse de los cuerpos judiciales por ellos compuestos: en referencia al Senado de Casale Monferrato, Rolando della Valle escribía precisamente que aquél “iudicat tanquam Deus ”.16
Las alusiones que las citas recogidas por Massetto hacen a la similitud entre juicio real y juicio divino nos introducen al contenido de una segunda dimensión de la majestad de la justicia, que se relaciona con el halo de sacralidad y misterio con que fue rodeada la imagen real y que logró sobrevivir a la progresiva secularización y juridificación de su poder. Ernst Kantorowicz muestra en Los dos cuerpos del rey cómo la tarea de los teólogos de la monarquía, que habían conseguido fijar un aura de divinidad sobre el rey, fue continuada tras la lucha por las investiduras por los juristas de la corona, que recurrieron para ello precisamente a la imagen del rey-juez y a la idea de participación del juicio judicial en lo sagrado que había caracterizado a los ritos procesales premodernos.17
 Esa reconstrucción del fundamento de la divinidad del príncipe, para desligarla de la consagración, se apoyó en ciertas metáforas tomadas del derecho romano: primero la idea según la cual los juristas y los jueces, y por tanto los reyes-jueces, eran “sacerdotes de la justicia”, tomada de un párrafo de Ulpiano en el Digesto18 y, luego, la metáfora secular del príncipe como lex animata, cogida de la Novela de Justiniano, que convertía al rey en ley viva o animada, encarnación de la justicia, intermediario entre el derecho natural o divino y el derecho positivo.

Así fue como pasaron –señala Kantorowicz–, a través de la escuela de los juristas, algunos de los antiguos atributos y símiles más queridos de la realeza –el rey inspirado por la divinidad, el rey oferente, el rey sacerdote– de la época litúrgica y de la realeza cristocéntrica, y se adaptaron al nuevo ideal de gobierno centrado en la jurisprudencia científica. Desde luego, es cierto que los antiguos valores litúrgicos de la realeza no dejaron de existir, y que incluso, con diferentes grados de intensidad, persistieron, aunque rezagados, en su contexto original; si bien su sustancia palidecía progresivamente conforme disminuía la importancia legal y religiosa de las consagraciones reales.
 De todos modos puede decirse que los juristas salvaron gran parte de la herencia medieval al transferir ciertas propiedades específicamente eclesiásticas a la realeza de marco legal, preparando así el nuevo halo de los nacientes Estados nacionales y, para bien o para mal, de las monarquías absolutas.19
Este halo sacro en torno a la realeza se reflejaba también en el ritual judicial, transmitiendo al juez y a la sentencia una autoridad desnuda de razones. Según ha mostrado Robert Jacob, la iconografía judicial se encontraba, a lo largo de todo el antiguo régimen, impregnada de remisiones a lo sagrado: cuadros del juicio final eran el decorado usual de las salas de audiencia y el espacio en ellas se articulaba en torno a un eje formado por el cuerpo de los jueces y, sobre ellos, un Cristo crucificado o un Cristo del Apocalipsis.20
También Kantorowicz da cuenta de esa conexión del teatro judicial con lo divino al presentar la siguiente descripción de las sesiones del Tribunal Imperial de Federico II: “organizadas con una solemnidad comparable al ceremonial de la Iglesia, se apodaban ‘el más santo ministerio (misterio) de la justicia’ (iustitiae sacratissimum ministerium [mysterium]), en el que los juristas interpretaban el ‘culto a la justicia’ en los términos de una religio iuris o de una ecclesia imperialis...”.21

Más allá de la fuerza de esas imágenes, el vínculo entre majestad de la decisión judicial, sacralidad y secreto tuvo expresión en una regla que ocupaba un lugar prominente en la disciplina de la judicatura bajo el antiguo régimen: la exigencia de unanimidad en la decisión. El fallo del tribunal debía ser (o al menos parecer) siempre unánime y la deliberación de la decisión en los tribunales debía por ello ser secreta, comprometiéndose sus integrantes a no revelar jamás su contenido ni la eventual diversidad de los votos.22 Una vez redactada la sentencia, ella debía ser firmada por todos, aun por los que no estuvieren conformes con el contenido de la decisión.
 Para el público sólo debía existir la apariencia de unanimidad, pues la justicia de la decisión no derivaba de la deliberación, del intercambio de razones –tanto así que, de acuerdo a una ordenanza de la Real Chancillería de Toledo de 1525, en la formación del acuerdo los votos debían pronunciarse “sin decir palabras, ni mostrar voluntad de persuadir a otros”–,23 sino de la espontánea coincidencia de los jueces en una misma solución: la única solución, la verdad unánime, que funcionaba como reflejo de la unidad indivisible del poder real y alusión a la infalibilidad del juicio divino.
Como dice Eligio Resta, “la unanimitas era fin más que medio: epifanía de una plena veritas sin la cual el juicio habría sido humano, y por lo tanto falible y lejano del modelo de la justicia divina”.24

A esta regla se encontraban unidos, en el modelo de judicatura del antiguo régimen, diversos mecanismos institucionales que centraban la garantía de la justicia de las decisiones judiciales en la persona del juez. Estos mecanismos de garantía pretendían asegurar que la imagen del rey como justicia animada encontrara un correcto reflejo en cada juez que lo representara, pues aunque “la justicia no figuraba objetivada en el fallo, debía manifestarse en la conducta de sus artífices”: cada juez debía ser la imagen viva de la justicia, “encarnación rutilante de la justicia real”.25
Así, por ejemplo, Garriga y Lorente nos muestran a los jueces del reino de Castilla sujetos a severas prohibiciones que pretendían, por una parte, resguardar su ajenidad social –“los jueces debían mantenerse ajenos a cualquier tipo de relaciones allende los muros de la casa de la Audiencia (donde para favorecer esta actitud en ocasiones se les procuraba vivienda) (...): nada de visitas, cortesías, amistades, bodas, juegos, banquetes, charlas, bautizos, reuniones...” –y, por otra parte, cautelar su imagen de imparcialidad en los estrados –“los jueces debían mostrarse rectos y severos, ‘actuando con toda gravedad conforme a lo que representan’ (la autoridad real), prestando atención a la vista de los pleitos o a las peticiones de las partes y eludiendo todo lo posible entrar a debatir con los abogados el derecho de sus patrocinados ‘porque no se colijan los votos dellos’”.26
 El modelo de probidad e imparcialidad era, ciertamente, Cristo, a quien solía poner como ejemplo la floreciente literatura sobre el iudex perfectus,dedicada a desglosar las virtudes del buen juez, y a quien alude también esta frase del alcalde de la Chancillería de Granada en el año 1522: “los juezes no hemos de tener conversaçión con nadie, sino yr a juzgar y en acabando sobirnos al çielo”.27
De este modo, en lugar de vincular la confianza en la justicia de las decisiones judiciales a la expresión de sus fundamentos, el modelo de justicia de las monarquías tardomedievales y modernas (que en España se expresaba todavía en la Novísima Recopilación y llegó incólume al siglo XIX, hasta que se introdujo finalmente la exigencia de motivación) la vinculaba a la probidad del juez y al secreto, que permitía la misteriosa transfiguración de la colegialidad en unidad. De ahí que en el siglo XVII todavía un jurista castellano pudiera decir en que “el secreto en los tribunales es en lo que consiste su mayor autoridad y dezensia”.28

3.2. La aplicación prudencial del principio de exclusión de la motivación: razón de estado, políticas centralizadoras y principio jerárquico de organización judicial

Aunque la majestad de la función judicial excluía en principio la necesidad de justificación de sus productos y por tanto la presencia de motivos en las sentencias, las prácticas de los tribunales del antiguo régimen, así como las intervenciones legislativas de los soberanos en la disciplina del proceso, admitieron diversas soluciones para la cuestión de la motivación de las decisiones judiciales.
Hasta el siglo XVI predominó en la práctica de los tribunales reales europeos –así como en los eclesiásticos, los señoriales y los urbanos– la ausencia de motivación y no hubo intervenciones legislativas de los soberanos que se refirieran directamente a la motivación de las decisiones judiciales, aunque sí se reguló –como hemos visto antes– el secreto de las deliberaciones de los tribunales reales.29
 En el siglo XVI está situación cambió considerablemente en algunos Estados en los que se impuso a los tribunales reales la obligación de motivar sus decisiones: es el caso de varios Estados italianos (Florencia, Siena, Perugia, Bolonia, Génova y Lucca) y de algunos reinos en la península ibérica (Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca y Portugal), que se caracterizaban por la peculiaridad de su situación política –tránsito de la república al principado en los primeros, regímenes políticos contractualistas en los segundos– en comparación con al avance del absolutismo en el resto de los Estados europeos.30
En estos últimos Estados la ausencia práctica de motivación –acompañada en algunos casos de prohibiciones reales expresas– permaneció relativamente estable hasta la segunda mitad del siglo XVIII, cuando en el marco de las políticas del absolutismo ilustrado se impuso por ley en algunos de ellos (Prusia, Austria, Baviera, Nápoles, Trento y Módena) la expresión de motivos en las decisiones judiciales.
Los primeros ejemplos de exigencias jurídicas de fundamentación de las decisiones judiciales en la historia del derecho occidental moderno se verificaron, por consiguiente, en el antiguo régimen y una de las almas modernas de la institución se encuentra por lo tanto marcada por la cultura política y jurídica entonces reinante. Aunque no es posible en el marco de este trabajo realizar un análisis detallado de cada uno de esos ejemplos, de su estudio resulta que esas disciplinas inaugurales del deber de fundar las sentencias presentaron en sus formas y finalidades ciertos rasgos distintivos que intentaré sintetizar.

En primer lugar, en los casos en que se establecieron exigencias de motivación, tanto en los Estados en que eso ocurría en el siglo XVI como en aquellos en que tenía lugar en el siglo XVIII, ellas no tuvieron carácter general, es decir, no se refirieron genéricamente a todas las resoluciones judiciales (o a todas las sentencias finales) sino a decisiones determinadas especialmente, sea por referencia al proceso en que fueran dictadas, sea por referencia al órgano judicial que las emitía. El principio jurídico, durante todo el ancien régime, siguió siendo que la enunciación de los fundamentos no constituía un requisito de validez de las sentencias.
Y el principio político fue siempre que el ejercicio de la función jurisdiccional no requería justificación respecto del público: señal de ello es la continuidad de las políticas de secreto que, en los casos en que se impusieron deberes de fundamentación, se expresaron en la previsión de restricciones a la publicidad de la sentencia, con las que se evitaba abrir fisuras de participación y crítica en el saber exclusivo y autocrático en que pretendía apoyarse el poder estatal.31
Las intervenciones legislativas en el terreno de la fundamentación de las sentencias aparecen ligadas básicamente a consideraciones instrumentales respecto de las finalidades de conservación, concentración y centralización del poder estatal. De ahí que en el título de esta sección se establezca una relación entre ellas y la teoría política de la razón de Estado, que a partir del siglo XVI representa el paradigma de la conservación política, remitiendo a un saber autónomo, una prudentia politica, que pertenece toda al príncipe y que debe guiar sus decisiones a través del cálculo racional de los intereses, anteponiendo a cualquier otro el interés político en la conservación del Estado, que prevalece incluso sobre los vínculos del derecho y de la moral, admitiendo prácticas que van desde el disimulo, el secreto y el engaño hasta la violación de compromisos y el uso de la fuerza.32
 La diversidad de las circunstancias que en cada Estado ofrecían dificultades al ejercicio del poder real podría explicar entonces la diversidad de las estrategias legislativas en relación a la fundamentación, pues la razón de Estado podía, según los casos, aconsejar como herramienta funcional su prohibición o bien mostrar la conveniencia de exigirla a los jueces (aunque cabría esperar que también en este caso sugiriera ocultar cuanto fuera posible al público, resguardando el secreto de los arcana iustitiae).

Tomemos por ejemplo el caso de Florencia, uno de los Estados en que fue introducida la fundamentación obligatoria de las sentencias durante el siglo XVI y que ha sido estudiado minuciosamente por Mario Ascheri.33 La temprana aparición en Florencia de una política dirigida a establecer la obligatoriedad y la publicidad de la fundamentación de las sentencias civiles, incluidas las del máximo tribunal,34 debe ser situada según Ascheri en el contexto de la peculiaridad de su situación política, marcada entonces por la aguda crisis que señaló el tránsito de la forma de organización republicana al principado.
En ese marco las nuevas reglas acerca de la motivación habrían sido una suerte de compensación de la simultánea sustitución de las tradicionales magistraturas estatutarias por la Rota, un intento de mostrar “que la nueva institución se insertaba en el surco ideal de las tradiciones comunales, consintiendo un control más adecuado y difuso sobre la actuación de los jueces”.35 Eso permitiría conservar la confianza en la justicia en un clima de lucha política, poniéndola a salvo de cualquier sospecha de parcialidad y asegurando una zona de neutralidad, donde los conflictos pudieran resolverse regularmente a través de mediación jurídica. Se reconocía, por consiguiente, la dimensión garantista de la motivación –aunque limitada a las sentencias civiles–, pero sobre todo su eficacia en la transmisión de autoridad a una nueva institución y, de este modo, su funcionalidad a la conservación del orden en un momento de crisis política.

La relevancia del interés político aparece con mayor claridad aún cuando se intenta explicar el mantenimiento de la institución de la fundamentación por los Medici una vez instaurado el principado, contra las tendencias dominantes a excluirla o imponer el secreto. La explicación que ofrece Ascheri es que desde el punto de vista del príncipe la obligación de motivar constituía en definitiva una concesión (entre otras) favorable a los estamentos poderosos –las oligarquías terratenientes y mercantiles que en el pasado habían tenido también el poder político, que eran los únicos interesados en las causas civiles de mayor valor, las únicas a su vez que seguía siendo obligatorio motivar– que le servía como instrumento para consolidar su imagen como suprema autoridad.36
Se trata de una justificación en la que se reconoce claramente el modelo de racionalidad de la ratio status, pues es la funcionalidad a la conservación del poder político la que recomienda el mantenimiento de una institución que es vista por los estamentos poderosos –potenciales enemigos para su imperium– como garantía de sus propias posiciones privilegiadas de dominium.

Si consideramos el caso de intervenciones legislativas posteriores del absolutismo es posible distinguir dos políticas específicas en el marco de las cuales las regulaciones del contenido de las sentencias podían constituir instrumentos funcionales: la política de control estatal y organización jerárquica de la judicatura y la política de centralización de las fuentes de producción jurídica. En relación a la primera de estas políticas, ligada como se sabe al desarrollo de la apelación, la exigencia de motivación aparece como un mecanismo capaz de facilitar el control de lo resuelto, al sintetizar y esquematizar la complejidad de las materias sobre las que se trataba de decidir, evitando de ese modo una parálisis administrativa en los niveles superiores del vértice jerárquico.37
Esta función de la fundamentación de las sentencias parece haber sido considerada, por ejemplo, con ocasión de la promulgación por Federico II de Prusia en 1748 del Codex Fridericianus Marchicus que, en el marco de su programa centralizador, dispuso su obligatoriedad, indicando expresamente como finalidad atribuida a la enunciación de los motivos el facilitar al juez de la impugnación el conocimiento de los elementos del litigio.38

En cuanto a la política de centralización de las fuentes de producción jurídica, hubo diversas clases de intervenciones legislativas en materia de fundamentación de las sentencias que pueden vincularse con la finalidad de avanzar hacia la reconducción unitaria al soberano de toda la actividad de producción y aplicación del derecho. La opción por una estrategia de prohibición o, en cambio, de exigencia de la motivación de las sentencias parece haber dependido en este ámbito de las circunstancias particulares que en cada caso caracterizaran la relación entre el soberano y los tribunales reales y especialmente por la percepción del desarrollo de un derecho judicial como contribución o bien como amenaza para las aspiraciones centralizadoras del soberano. Así, por ejemplo, en ciertos reinos, como el piemontés en Italia, donde los tribunales centrales habían desarrollado una labor unificadora coherente con los programas centralizadores, el establecimiento de un deber de fundamentación fue visto como una herramienta que permitiría fortalecer su jurisprudencia y de ese modo indirectamente también el predominio de la legislación central.39 En otros Estados en cambio, donde los tribunales hubieran asumido una actitud de mayor independencia frente al monarca, obedeciendo a intereses corporativos o expresando tendencias particularistas frente a los propósitos unificadores de la legislación central, como ocurría, por ejemplo, con los Parlements franceses, la misma política centralizadora podía aconsejar prohibir la motivación para evitar la formación de un derecho judicial contrapuesto a la legislación central.40

El temor de que esto pudiera ocurrir parece haber inspirado también la Real Cédula de Carlos III que en 1768 ordenó el cese en Mallorca de la práctica de fundamentar las sentencias, extendiendo a ese reino –como se hizo también en los demás reinos de la corona de Aragón, donde se había impuesto esa práctica– el modelo castellano de sentencia en que predominaba la ausencia de fundamentación, concluyendo de ese modo el proceso de unificación de la administración de justicia en los diversos reinos de la monarquía española, que había sido iniciado por Felipe V con los Decretos de Nueva Planta.41 Aunque el texto de la Real Cédula hace referencia a razones que recuerdan las aprensiones en que apoyaba la communis opinio jurisprudencial,42 si ella se conecta con otras reglas del ordenamiento castellano que negaban validez al “juicio dado por fazañas”, excluyendo el valor como precedentes de las decisiones judiciales, parece plausible la interpretación que sugiere la relevancia en su promulgación del fin de impedir el desarrollo de un derecho judicial.43

Un caso algo distinto es el del reino de Nápoles, donde en el contexto de las reformas ilustradas diseñadas por el ministro Bernardo Tannucci se dictó en 1774 una Pragmática que impuso al Sacro Regio Consiglio y a todos los tribunales del reino el deber de motivar sus sentencias, exigiendo que la fundamentación se realizara no sobre la base de la autoridad de los doctores “que con sus opiniones han alterado o vuelto incierto y arbitrario el derecho” sino por referencia a las leyes del reino.44 Lo curioso de este caso es que la misma finalidad de fortalecer el poder soberano expresado en la legislación frente a las indocilidades de los tribunales reales se persigue ahora con la herramienta inversa, imponiendo en lugar de excluir la fundamentación de las sentencias, aunque agregando la exigencia de que “las premisas del argumento estén siempre fundadas en leyes expresas y literales”. No se perseguía por consiguiente en este caso favorecer el desarrollo de la jurisprudencia de la Corte sino lograr su vinculación a la legislación central por la vía de exigirle mostrar, a través de la fundamentación, que la decisión resultaba de la aplicación de aquélla: aunque el feroz rechazo corporativo condujo al fracaso de esa reforma, de modo que en 1791 fue sustituida la motivación obligatoria por la mera facultad de fundamentar, ella es interesante porque anticipa, según comprobaremos en la siguiente sección, ciertos rasgos de las políticas de los Estados liberales en materia de motivación de las decisiones judiciales que, en este sentido, muestran estar animadas también, como las políticas del absolutismo, por un espíritu estatalista.

Antes de concluir esta sección quisiera señalar que no sólo las políticas centralizadoras del absolutismo tuvieron en cuenta el vínculo entre fundamentación de las sentencias y desarrollo de un derecho judicial. Esta relación fue probablemente determinante también en el arraigo de una práctica de fundamentación de las opinions de los jueces ingleses, paralela a la formación del common law y a la consolidación progresiva de la doctrina del stare decisis,45 pues la aplicación práctica de un sistema de precedente vinculante resulta extremadamente difícil sin la existencia de una fundamentación razonada que permita identificar la ratio decidendi de cada fallo y que indique al público las razones generales con que el juez se compromete a futuro.46

Por otra parte, en el continente, aun allí donde el uso de los precedentes no fue estimulado por el príncipe, o allí donde se pretendió evitar la formación de un derecho jurisprudencial, el stylus iudicandi formado por las decisiones judiciales, sobre todo de los grandes tribunales, fue muy apreciado por los operadores del derecho como criterio de orientación para navegar por el incierto mar de materiales jurídicos característico del derecho común.47
A ellas se accedía a través de colecciones en su mayor parte privadas de fallos, editadas en su mayoría por los mismos magistrados antes quienes se habían debatido las causas y excepcionalmente por abogados que litigaban habitualmente ante cierta corte.48 Puesto que los riesgos de inexactitud derivados del carácter privado de las colecciones afectaban su valor como criterios de certeza, fueron usuales en los siglos XVI y XVII los reclamos de los prácticos del derecho –jueces de tribunales inferiores, abogados–, e incluso del público, a favor no sólo de la publicación oficial del fallo sino también de la obligatoriedad de la fundamentación, pues como decía un jurista francés del siglo XVIII, “los motivos son el alma de un juicio, servirse de un fallo que no da cuenta de sus motivos, es servirse de un cuerpo sin alma”.49
En parte porque estas demandas no encontraron acogida, en parte porque el creciente número de colecciones volvió cada vez más difícil su consulta, en parte porque no siempre los tribunales del antiguo régimen –especialmente los tribunales supremos– respetaron sus propios precedentes y también debido al fortalecimiento autónomo que iba experimentando la estimación de la ley, este criterio jurisprudencial de certeza fue perdiendo defensores en el continente y, junto con él, una de las dimensiones del vínculo entre la motivación de las decisiones judiciales y la certeza jurídica.50

4. DEL SÚBDITO AL CIUDADANO: LA FUNDAMENTACIÓN DE LAS SENTENCIAS EN EL PROYECTO LIBERAL

La exigencia de sentencias fundadas ya era conocida en Europa, según hemos visto en la sección anterior, antes del tránsito desde los Estados absolutos a los Estados liberales y de su institucionalización como principio general por la legislación revolucionaria francesa. ¿Cuál es entonces la contribución de esta etapa de la modernidad política y jurídica en la configuración institucional del deber de fundamentación de las decisiones judiciales? En mi opinión ese aporte consiste no sólo en el logro de su generalización, sino sobre todo en la transformación de su significado político. Mientras bajo el antiguo régimen el sentido político de la exigencia de motivación, en los casos en que fue impuesta, coincidía con los intereses del príncipe, esta nueva fase supuso el fortalecimiento en la determinación de su significado de la perspectiva ex parte populi, reflejando en el ámbito de la relación entre poder judicial y ciudadanos el desplazamiento general del centro de gravedad de los sistemas políticos desde el princeps al populo que la Revolución francesa, como también la norteamericana, promovieron a través de la causa del gobierno representativo y del constitucionalismo centrado en los derechos individuales.51

La filosofía política contractualista había imaginado –y la Revolución se proponía realizar– un fundamento nuevo para el poder político: no más majestad divina, sólo el pacto y la delegación del pueblo o la nación para la protección de sus derechos. En ese tránsito tampoco el fundamento del poder del juez podía permanecer intacto: una vez desligada de su antigua majestad, la función judicial encontraba único fundamento en su estricta sujeción a la ley, entendida como garantía de libertad. De ese modo resultaba fortalecida la naturaleza cognoscitiva y no potestativa del juicio judicial –que ya estaba presente en la concepción monárquica de la auctoritas judicial– y además ella comenzaba a ser vinculada con exigencias de publicidad relativas al proceso y al saber del juez, que venían a sustituir al secreto y la concepción autocrática del saber jurídico que habían acompañado antes a la majestad de la función judicial. Legalidad y publicidad son, según veremos, los tópicos con que se relaciona la nueva savia que recorre, tras el fin del antiguo régimen, a la exigencia de fundamentación.

Es importante advertir, con todo, que en la elaboración que de esos tópicos realizaron los philosophes y juristas ilustrados, la demanda de sentencias fundadas jugó, como ha mostrado Michele Taruffo en un artículo dedicado al tema, un papel más bien marginal.52 Mientras para un observador contemporáneo las ideas de rigurosa subordinación del juez a la ley y proscripción del arbitrio judicial, que integran la concepción ilustrada de la función judicial,53 evocan de inmediato la temática de la motivación de las sentencias –más aún si se considera su vínculo con el proyecto codificador y la demanda de un conocimiento público y directo del derecho–54 en la época en que esas ideas fueron forjadas la cuestión de la fundamentación de las decisiones judiciales ocupó un lugar secundario. Buscando una explicación para ese escaso interés, a primera vista contradictorio con la preocupación por la participación del público en los arcana iura, Taruffo propone una tesis, con la que concuerdo, que lo vincula a la imagen del juicio judicial como una deducción de la solución evidente al litigio, que también formaba parte de la concepción ilustrada de la función judicial:

...la imagen del juez bouche de la loi es el símbolo de un cuadro conceptual que omite los problemas inherentes al juicio de hecho y que cultiva una concepción mecanicista de la aplicación de la ley; en ese cuadro, la supuesta simplicidad y automaticidad del juicio (depurado de ambigüedades y distorsiones interpretativas) aparece incompatible con el arbitrio subjetivo de quien juzga, y suficiente para garantizar la justicia objetiva de la decisión.55

La pública accesibilidad del derecho y la automaticidad del juicio judicial –una vez que gracias a la codificación las leyes fueran simples y claras y su interpretación se volviera innecesaria– asegurarían por sí solas la posibilidad de controlar la efectiva sumisión del juez a la ley, de modo que no llegaba a plantearse la necesidad para ese fin de una exigencia de motivación de las decisiones judiciales. Bastaba, según esa imagen de la decisión judicial, con imponer la primacía de la ley y la rigurosa subordinación del juez a su texto literal, para que cualquier persona pudiera constatar en toda decisión judicial la aplicación diáfana a un caso concreto de una regla jurídica general.

Por otra parte, la defensa ilustrada de la publicidad de las actuaciones procesales, formulada en el marco de la reflexión crítica sobre el proceso inquisitivo y sus reglas de secreto, parece haber visto en ella no sólo una garantía para las posibilidades de defensa del acusado sino también como mecanismo suficiente para asegurar control público sobre la actuación del juez,56 de modo que tampoco desde esta perspectiva parecía necesario buscar una garantía adicional en la publicidad de los fundamentos de la sentencia.

En contraste con la indiferencia de los juristas ilustrados, en el contexto de la revolución francesa la necesidad de una motivación obligatoria y pública de las decisiones judiciales adquirió rápidamente relevancia y llegó a ocupar en el giro de pocos años la posición de un principio general de la organización de la judicatura, consagrado primero legal y luego constitucionalmente.57 ¿Cómo se puede explicar esta mayor atención prestada a la motivación de las sentencias en la cultura política y jurídica revolucionaria? Desde una primera perspectiva ella puede ser comprendida en el marco de una política de institucionalización del principio de legalidad que valoró –en línea con el interés hacia la fundamentación de las sentencias que se había expresado en algunas políticas judiciales del absolutismo ilustrado– su utilidad como herramienta en la configuración de un sistema de control endoprocesal y jerarquizado de la legalidad de la decisión judicial, encabezado por la nueva Corte de Casación.58 Hasta aquí más que innovación en el significado de la institución habría continuidad con la voluntad de centralización y estatalización que se sirvió también de la exigencia de motivación en el antiguo régimen. Sin embargo, aun desde esta perspectiva hay una novedad, representada por la nueva connotación política que adquiere con la ideología revolucionaria el concepto de legalidad.
Esta nueva connotación está ligada a los principios de inspiración democrática que la revolución francesa hizo emerger al promover la causa del gobierno representativo de una manera más explícita y agresiva que la que representaba la Constitución británica de la época, que había actuado como modelo para los intelectuales de la Ilustración, y al asumir la concepción roussoniana de la ley como expresión de la voluntad general.59 Estos mismos principios determinan la marca específica que la revolución francesa imprime en el significado político de la exigencia de fundamentación, al poner en el centro de la nueva configuración de la función judicial y del proceso la cuestión de la ciudadanía.

El impacto en el sentido de la exigencia de motivación de la sustitución del súbdito del antiguo régimen por el citoyen ha sido destacado especialmente por Taruffo, quien sostiene que fue sobre la base ideológica que proporcionaron esos principios políticos de inspiración democrática que “en alternativa a la arbitrariedad del juicio, toma cuerpo la imagen del juez que no sólo debe aplicar la ley creada por el pueblo, sino que debe también someterse al control del pueblo enunciando las razones de la propia decisión”.60
Creo que la tesis de Taruffo ilumina efectivamente (parte de) el sentido de la introducción de la motivación obligatoria y pública de las decisiones judiciales en la legislación revolucionaria, al situarla en el marco del problema de la institucionalización de la publicidad política: pues si a través del parlamento representativo la opinión pública pasaba a determinar el contenido de la ley,61 en el caso de la función judicial la publicidad exigía que ella estuviera vinculada por el contenido de la ley y que su aplicación estuviera expuesta al conocimiento y control de la misma opinión pública.
 Si en relación al poder legislativo se volvía ciudadano quien participaba, a través de la representación, en la determinación del contenido de la ley –a diferencia del súbdito a quien simplemente se imponía desde arriba la ley–, parece tener sentido afirmar que en relación al poder judicial la ciudadanía suponía la posibilidad de conocimiento y control de la aplicación que aquél hacía de la ley. Desde esta perspectiva la ideología revolucionaria no hizo sino llevar hasta sus últimas consecuencias las reflexiones ilustradas sobre la publicidad del proceso, extendiendo la publicidad también al ámbito del razonamiento judicial, llegando en este terreno incluso a exigir a los tribunales deliberar y decidir “d’haute voix en public”.62

Me parece, sin embargo, que los requerimientos de la ciudadanía que asignan un nuevo sentido a la exigencia de fundamentación de las decisiones judiciales miran no sólo a la relación entre el juez y el público –a la posibilidad del control público en torno al cual Taruffo centra la función extraprocesal de la motivación–63, sino también a la relación entre el juez y las partes del proceso, excluyendo el autoritarismo de una decisión que les venga impuesta sin expresión de razones.
 Creo que M. Ramat (quien ha sido también juez), escribiendo sobre el significado constitucional de la motivación, sintetiza bien este segundo desplazamiento –constitutivo de la nueva ánima del deber de fundamentación– que produce el paso del súbdito al ciudadano en ese significado: “Una vez abandonado todo residuo de la idea sacra del derecho y de la justicia, el juez debe darse cuenta, y aceptar con la debida humildad, que frente a él no se encuentran ya súbditos o ‘profanos’ (este peligrosísimo término contiene en sí el germen de una concepción de vasallaje) sino ciudadanos: ciudadanos que tienen derecho de saber en qué consiste la justicia, puesto que es un asunto que les pertenece, y de entender por tanto cómo se administra justicia, y es sobre todo a través de la motivación de la sentencia que, eliminando toda clausura de casta, el juez cumple los deberes correspondientes a esos derechos”.64
La exigencia de fundamentación se constituye así, para las partes del proceso, en una garantía que les permite constatar que su situación jurídica ha sido evaluada por el juez con imparcialidad y sin arbitrariedad.

Desplazando brevemente la mirada desde Francia hacia Chile es interesante notar que esta faz “ciudadana” o ex parte populi de la exigencia de fundamentación de las sentencias tuvo una nítida presencia en la argumentación con que Andrés Bello defendió, a través de sus célebres artículos en El Araucano, la imposición de ese deber a los jueces chilenos. No puedo detenerme ahora a considerar si la introducción de esta institución en nuestro sistema jurídico tras la Independencia,65 poniendo fin a la vigencia del modelo castellano de sentencia inmotivada, significó una innovación de profundidad e impacto suficiente para matizar la tesis, frecuente entre algunos de nuestros historiadores del derecho y constitucionalistas,66 de la continuidad institucional de la judicatura chilena.
Sólo quisiera reseñar brevemente dos opiniones de Bello que dan cuenta expresivamente del nuevo sentido que una institución ya conocida bajo el antiguo régimen adquiere cuando cambia el fundamento en que se apoya la autoridad del juez. Me parece que en ellas es posible apreciar el modo en el deber de fundar las sentencias es reputado esencial en la nueva relación entre el juez y el ciudadano: el primer fragmento alude a la relación entre juez y público y el segundo a la relación entre el juez y partes.

Los depositarios de caudales públicos están obligados a dar cuenta de su administración; y ¿no lo estarán los funcionarios a quienes se ha confiado la seguridad de las personas y las propiedades? ¿Un hombre podrá ser enviado al cadalso y una familia sumida en la miseria por un imperioso y lacónico fiat, sin que se manifiesta la disposición soberana que lo autoriza, y de que el magistrado por su naturaleza no es más que el intérprete? Semejante régimen estaría bien colocado a la sombra de la monarquía despótica, donde los tribunales, emanaciones de una voluntad omnipotente, que manda a nombre de la Divinidad, pronuncian oráculos que no es lícito someter a examen. (...) Pero no es ese el genio de las instituciones republicanas. Bajo su imperio, la responsabilidad, la cuenta estricta de todo ejercicio del poder que la asociación ha delegado a sus mandatarios, es un deber indispensable.67

A la verdad, si la sentencia no es otra cosa que la decisión de una contienda sostenida con razones por una y otra parte, esa decisión debe ser también racional, y no puede serlo sin tener fundamentos en qué apoyarse; si los tiene, ellos deben aparecer, así como aparecen los que las partes han aducido en el juicio, que, siendo público, nada debe tener de reservado y con toda diligencia ha de procurar alejarse de cuanto parezca misterioso. (...) Admitir sentencias no fundadas equivale en nuestro concepto a privar a los litigantes de la más preciosa garantía que pueden tener para sujetarse a las decisiones judiciales.68

En síntesis entonces, el significado ex parte populi que la exigencia de motivación adquiría se sumaba a su aptitud como herramienta para facilitar el control interno o endoprocesal de legalidad de la decisión judicial, que la revolución francesa institucionalizaba a través del recurso de casación. En cuanto la ley era concebida como expresión de la voluntad general, necesariamente “lengua de los derechos”,69
la exigencia de motivación resultaba una herramienta tanto de la garantía interna o jurídica de esos derechos como de su garantía externa o social, a través del control del público.70

La historia de la fundamentación de las decisiones judiciales continúa por cierto después de la revolución francesa y de la extensión del principio de obligatoriedad y publicidad de la motivación al resto de los ordenamientos jurídicos de tradición jurídica continental. La exploración genealógica emprendida en este trabajo se cierra, sin embargo, en este punto porque en él se completan los significados y las funciones que esa institución mantiene, en mi opinión, hasta hoy.
 En torno a ellas numerosas cuestiones se han ido suscitando, cuestiones que se entrelazan con los cambios que el derecho y la cultura jurídica han seguido experimentando –con la crisis, por ejemplo, de la utopía ilustrada de un conocimiento público del derecho, que pone en dificultades la idea de un control público de la motivación que vaya más allá del que pueda desarrollar la comunidad de juristas–, así como con complejas preguntas sobre la naturaleza del razonamiento jurídico y del razonamiento probatorio y sobre la posibilidad de su control intersubjetivo, y que han dado lugar a discusiones y variaciones prácticas en el modo de entender qué constituye una fundamentación adecuada y suficiente de una decisión judicial.71

continuación

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