—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

lunes, 20 de agosto de 2018

459.-La Fundamentación de las sentencias : ¿un rasgo distintivo de las judicatura moderna? (II) a

5. CONCLUSIONES

La conclusión que se impone al final de este trabajo es que la fundamentación obligatoria y pública de las sentencias presenta vínculos significativos con diversos ingredientes de la modernidad jurídica y política, que no orientan necesariamente el sentido y la función de esa institución en una misma dirección.
Sin la racionalización que supuso el abandono de los mecanismos irracionales de prueba y la configuración de la sentencia como decisión deliberada y fundada en un saber relativo a las pruebas y al derecho, la exigencia de motivación era inconcebible. Tras ese paso, característico de los albores de la modernidad, la suerte de la institución dependió de distintos factores que presionaron a favor o en contra de la expresión por el juez de esos fundamentos que se suponían tras toda decisión judicial.


Uno de esos factores está constituido por las ideas dominantes sobre el fundamento de la autoridad judicial y sus expresiones institucionales. Mientras esa autoridad fue presupuesta y su fundamento fue reputado sacro e indiscutible por el público profano, no tenía sentido exigir del juez una justificación pública de su ejercicio.
Sólo con el avance del proceso de secularización –el paso de la dominación tradicional a la dominación legal- racional del que habla Max Weber– y con la afirmación de un fundamento públicamente controlable para la autoridad del juez, la motivación de las sentencias puede adquirir el sentido de un ejercicio de justificación a través del cual el juez busca ganar argumentativamente autoridad frente a las partes y al público, un significado de la exigencia de motivación que siguiendo a Taruffo podemos denominar extraprocesal.

Esta ánima de la motivación como justificación pública del ejercicio de la autoridad del juez marca la distancia entre su institucionalización definitiva en los Estados liberales que reciben la influencia de la ideología revolucionaria francesa y la vigencia de exigencias de motivación durante el antiguo régimen.
 Estas últimas dan cuenta de otra faceta moderna de la institución, ligada a las políticas de centralización y burocratización que marcaron el avance del absolutismo, que vieron en la imposición de exigencias de fundamentación una herramienta funcional al establecimiento de mecanismos de control oficiales sobre la decisión del juez, que tendieron a sustituir a los controles subjetivos dirigidos a su comportamiento. Este segundo sentido moderno de la motivación de las sentencias está ligado entonces a lo que, siguiendo de nuevo a Taruffo, podemos llamar su función endoprocesal.
Por último, la historia de la fundamentación de las sentencias muestra que la presencia y la publicidad de los motivos fue estimulada por el desarrollo de prácticas de respeto a los precedentes judiciales, como ocurrió particularmente en los sistemas jurídicos de tradición anglosajona.
Desde esta perspectiva la motivación pública de las sentencias adquiere el sentido de expresar un compromiso con las razones generales que fundan una decisión particular y cumple una función instrumental a la certeza y la previsibilidad del derecho, valores ligados a la tutela de la autonomía individual y característicos de la cultura política y jurídica de la modernidad.

NOTAS

1 Se trata de su encuentro con el juez Bridoye, que explica, en el relato de Rabelais, su peculiar método de decisión: “Una vez que he visto, revisto, leído, releído, papeleado y hojeado las demandas, comparecencias, exhortos, alegatos, (...) coloco sobre el extremo de la mesa de mi despacho todo el montón de papeles del demandante y le tiro los dados (...). Una vez hecho esto, pongo sobre el otro extremo de la mesa los papeles del demandado (...), al mismo tiempo que tiro también los dados. (...) La sentencia es dictada a favor de aquel que primero consiguió el número más favorable en el dado judicial, tribunalicio y pretorial” (Rabelais F., Pantagruel, Libro Segundo [1521], en Id., Gargantúa y Pantagruel, El Ateneo, Buenos Aires, 1956, p. 501).

2 Desde esta perspectiva, un jurista de comienzos del siglo XIX, ocupado en afirmar la diferencia del proyecto político liberal frente al antiguo régimen, se resistiría probablemente a calificar también al Estado absoluto como un Estado “moderno”. En este sentido, clásico en la historia de su uso en otras áreas de la cultura, el término moderno expresa “una y otra vez la conciencia de una época que se relaciona con el pasado, la antigüedad, a fin de considerarse a sí misma como el resultado de una transición de lo antiguo a lo nuevo” (Habermas J., “La modernidad, un proyecto incompleto”, en Foster, H. [comp.], La posmodernidad, Kairós, Barcelona, 1985).      
Cfr. también las investigaciones de H. R. Jauss, Las transformaciones de lo moderno, Visor, Madrid, 1995.        [ Links ]
3 Siguiendo la tipología propuesta por Franco Cordero (Riti e sapienza del diritto, Laterza, Bari, 1985, pp. 456 ss.) es posible distinguir en la historia del proceso judicial tres técnicas decisorias: la decisión deliberada, la decisión aleatoria –sujeta a oráculos o técnicas adivinatorias– y las acciones decisorias.

4 Una descripción detallada de los ritos probatorios altomedievales –que, tras su cristianización, cuando el sabio juicio divino sustituyó al favor de las fuerzas sobrenaturales que regían el destino de los hombres de acuerdo a las antiguas creencias paganas germánicas, recibieron el nombre genérico de judicia Dei, juicios de Dios– puede encontrarse en Levy-Bruhl, H., La preuve judiciaire. Etude de sociologie juridique, Librairie M. Riviere, Paris, 1964; Levy, J. P., “L’ évolution de la preuve, des origines à nos jours”, en La preuve, Recuils J., Bodin, XVII, Librairie Encyclopédique, Bruselas, 1965, y Barthelemy, D., “Diversité des ordalies médiévales”, Revue Historique, 1988, pp. 3-25.

5 Digo redescubrimiento, pues la historia judicial de Occidente en este punto es circular: ya en la Antigüedad había tenido lugar el paso de un sistema de pruebas irracionales a otro de pruebas racionales: una hermosa narración sobre este primer descubrimiento se encuentra en la lectura que Michel Foucault propone del Edipo Rey de Sófocles (Foucault, M., La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1998 [1978]).         [ Links ] La nueva sustitución, a partir del siglo XII, de ese sistema de pruebas se desarrolló por dos vías que terminaron por confluir en la nueva disciplina del proceso. La primera via está ligada a la rica elaboración doctrinal que, a partir de las lecturae de los textos justinianeos y la recuperación de la tradición dialéctica y retórica clásica, se apropió dúctilmente del diseño procesal del derecho romano tardío, desarrollando un modelo procesal acusatorio y contradictorio que se expresó en la literatura de los ordines judiciarii y que tuvo sus primeras aplicaciones en los tribunales eclesiásticos (cfr. Giuliani A., “L’ordo judiciarius medievale. Riflessioni su un modello puro di ordine isonomico”, Rivista Processuale Civile, 3, 1988, pp. 598-614).    
La segunda vía fue la progresiva extensión al terreno judicial de mecanismos de investigación nacidos en el contexto de las intervenciones fiscales, administrativas y eclesiástico-disciplinarias; instituciones –como la inquisitio carolingia, las investigaciones a cargo de los obispos en los synodalia iudicia, la enquête normanda o la pesquisa española– diversas en sus orígenes históricos, estructura y formas de aplicación, que tenían en común la iniciativa de oficio y la forma general de la indagación, caracterizada por el recurso a un sistema probatorio en el que la prueba testimonial ocupaba el lugar central y se encontraba jurídicamente organizada (cfr. Glenisson J., “Les enquêtes administratives en Europe occidentale”, en Paravicini, W. y Verner, K. F., Histoire comparée de l’administration, München, 1980 ).      
Un factor determinante en el abandono de los judicia Dei fue la prohibición impuesta a los sacerdotes de participar en juicios que comprendieran la práctica de ordalías, resuelta en 1215 por el Cuarto Concilio Laterano en 1215 (cfr. Baldwin, J. W., “The intelectual preparation for the canon 1215 against ordeals”, Speculum, 36, 1961, pp. 613-636).    

6 Cfr. Salvioli, G., “Storia della Procedura civile e criminale”, en Del Giudice, P., Diritto italiano, Ulrico Hoepli, Milán, vol. III, parte II, 465ss.;
 Campitelli, A., “Processo civile (diritto intermedio)”, en Enciclopedia del diritto, Milán, 1989, p. 95 ss.;    
 Alessi, G., “Processo penale (diritto intermedio)”, en Enciclopedia del diritto, Milán, 1989, p. 376 ss.      

7 La similitud entre prueba legal y juicios de Dios es notable. Como ha mostrado con gran claridad Luigi Ferrajoli (Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 1995 [1989], pp. 133ss.), el vínculo que la prueba legal establece entre decisión y comprobación de los hechos es puramente aparente y el criterio de verdad al que remite es sólo aparentemente racional y en el fondo tan irracional como el que subyace a los juicios de Dios. La apariencia de racionalidad del sistema de prueba legal se deriva del carácter enmascaradamente deductivo que en él presenta la fijación judicial de los hechos, en cuanto parte como premisa de la norma jurídica que asigna a un cierto medio probatorio un determinado valor de verdad. Puesto que “es falsa cualquier generalización sobre la fiabilidad de un tipo de prueba o conjunto de pruebas” esta apariencia de racionalidad se resuelve en similitud de la prueba tasada con los juicios de Dios: “La idea de la prueba como ‘suficiente’, gracias a su conjunción con una norma, para garantizar deductivamente la verdad de la conclusión fáctica, no obstante su aparente racionalidad, en realidad es idéntica a la que fundamenta las pruebas irracionales de tipo mágico y arcaico: la ordalía, el duelo judicial, el juramento, la adivinación. En estas pruebas mágicas (...) un hecho natural (...) viene considerado como prueba o signo suficiente de culpabilidad o de inocencia. A diferencia de lo que ocurre en las pruebas legales, la experimentación de tal hecho no está dotada en realidad de ninguna fuerza inductiva; y la norma sobre la prueba, en vez de una falsa ley natural o una regla de experiencia, es una ley sobrenatural, una tesis mágica o religiosa o un artículo de fe. El esquema lógico y epistemológico es sin embargo el mismo: el de la deducción de la conclusión judicial como necesaria (y no como probable) a partir de la prueba practicada y de la norma que le confiere a ésta valor probatorio o inmediatamente expresivo del hecho probado” (pp. 135-6).
La continuidad entre juicios de Dios y prueba legal apoyada en la tortura en el proceso penal ya había sido destacada durante la Ilustración: Muratori, por ejemplo, sostenía que “si se considera la tortura como el criterio de la verdad, se encontrará que es tan falaz y tan absurda como los juicios de Dios. La disposición física del cuerpo determina tanto en aquélla como en éstos el éxito de la prueba. En la una y en los otros puede ser condenado el inocente y absuelto el verdadero reo; en la una y en los otros lo que determina la verdad no tiene relación alguna con ella” (Riflessioni politiche sull’ ultima Legge del Sovrano che riguarda la Riforma dell’ amministrazione della Giustizia, publicado como apéndice en la edición de S. Silvestri de la Scienza della legislazione, Milán, 1817-1818, vol. VI, pp. 192-5).

8 Cfr. Massetto, G. P., “Sentenza (diritto intermedio)”, en Enciclopedia del diritto, XLI, Milán, 1989, pp. 1224 ss.,  quien hace referencia a diversas opiniones jurisprudenciales, como esta del Hostiense: “Si cautus sit iudex, nullam causat exprimet” (Hostiensis, Summa aurea, Venetiis, 1570, lb. II, titulus De sententia, cpv. Qualiter proferri debeat, 199v.), o la siguiente de De Caevallos: “Notissima est in iure conclusio, quod in sententia non est causa inserenda” “alias enim fatuus esset iudex, qui id faceret, utpote, quia aperit viam suae ipsius impugnandae sententiae” (Speculum aureum omnium communium contra communes, I, Venetiis, 1604, q. DCCXVIII). Aunque la doctrina consideraba que la motivación no era un requisito para la validez de las sentencias, había ciertos casos en que alteraba la regla de la cautela y recomendaba al juez incluirla, con el solo objeto de permitir la determinación precisa del objeto de la decisión cuando quedaran a salvo acciones de las partes.
Contra esta opinión común, hubo también quienes argumentaron en favor de una exigencia jurídica de fundamentación. Es interesante reseñar brevemente la opinión disidente de un jurista de comienzos del siglo XVII, Van Tulden (Tuldenus, De causis corruptorum judicciorum et remediis libri IV, Lovanii, 1702, cap. XXI, p. 158-160), porque apunta precisamente al problema del fundamento de la autoridad del juez y de la validez de la sentencia, anticipando una temática ilustrada, al sostener que no es verdad que la motivación disminuya la autoridad de la sentencia, pues tanto su autoridad como la del juez deriva del derecho: “¿qué puede haber más absurdo que una sentencia de la que no aparezca el ‘ius’ aplicado, cuando el juez es por definición aquel que ‘ius dicit’?”.

9 Cfr. por todos el influyente Durantis, G., Speculum iuris, Venetiis, 1585, lib. II, p. 787, § 5. Al respecto también vid. Sauvel, T., “Histoire du jugement motivé”, Revue du droit public et de la science politique en France et a l’ étranger, LXXIe volume, p. 21, y Taruffo, M., La motivazione della sentenza civile, Cedam, Padua, 1975, p. 321.  

10 Taruffo M., “L’ obbligo di motivazione della sentenza civile tra diritto comune e illuminismo”, en Rivista di Diritto Processuale, vol. XXIX (II serie), 1974, p. 284.  

11 Antes del siglo XII la justicia había comenzado ya a perfilarse como la función real por excelencia, especialmente en algunos reinos, como el franco, el visigodo, el longobardo y el anglosajón, más estables y mejor organizados, en los que, resueltas las diferencias tribales y grupales, el rey pudo superar su papel de jefe guerrero y asumir la responsabilidad general de preservar la paz y administrar justicia.
La comprensión de esta función fue modelada por el cristianismo y la Iglesia, que a la vez de exaltar la posición del monarca –rey o emperador– como enviado de Dios e intermediario entre el cielo y la tierra, definió su rol como “el intérprete, el custodio y el ejecutor de la ley y ratio divina y natural, el abogado de la Iglesia, el instrumento para la realización en este mundo del ideal cristiano de la paz, de la justicia y de la protección de los débiles y de los pobres” (Morangiu, A., “Un momento típico de la monarquía medieval: el rey juez”, en Anuario de Historia del Derecho Español, 23, pp. 694-5).      

 Aunque la jurisdictio del rey juez no se agotaba en la actividad estrictamente judicial, una de las manifestaciones del nuevo papel del monarca fue el desarrollo de una justicia real que, a través de oficiales reales que actuaban localmente o de la curia regis, se ocupaba del juicio de ciertas ofensas que supusieran una afectación de esa idea de paz real.
A partir de la época de la revolución papal, el poder real tendió a secularizarse, su concepción territorial fue fortaleciéndose y su presencia legislativa, administrativa y judicial se vio progresivamente acrecentada. En el terreno que ahora nos interesa, el reforzamiento de las monarquías territoriales se tradujo en la formación de un una corte central profesional de justicia, desgajada del consejo real, a la cabeza de un cuerpo estratificado de oficiales profesionales con funciones judiciales. Con estas instituciones se iniciaba el proceso de centralización de la justicia y de unificación jurídica del reino en torno al derecho real que se acentuaría bajo el absolutismo y se prolongaría a lo largo de todo el antiguo régimen.
La estrategia para expandir el poder de la justicia real en detrimento de las jurisdicciones locales, señoriales y eclesiásticas se dirigió primero a restringir su competencia mediante diversos expedientes: la reserva del conocimiento de ciertos casos, generalmente crímenes graves (casos de corte, cas royaux, pleas of the crown o pleas of the sword); la afirmación de competencia in casibus negligentiae, cuando por supuesta negligencia del señor el oficial real llegara a tener conocimiento de una causa antes que él; el establecimiento de procedimientos especiales o de privilegios que permitían a los litigantes en materias civiles eludir a los tribunales del señor local y recurrir directamente a uno real (y la implementación en la justicia real de los nuevos mecanismos probatorios estimuló su uso).
 Luego, y solamente en el continente, se afirmó respecto de las jurisdicciones señoriales una competencia real a través de la apelación, configurada según el modelo del procedimiento romano imperial, cuyo conocimiento en última instancia correspondía a la corte central. Una buena síntesis del proceso de constitución de la justicia en un atributo del poder regio puede verse en Berman, H. J., Law and revolution. The formation of the western legal tradition, Harvard U. Press, Cambridge Mass., 1983, pp. 67ss.,  y Van Caenegem, R., I signori del diritto, Giuffrè, Milán, 1991 (1987), pp. 114 ss.  

12 Según las expresivas palabras de Cordero: “de posesión carismática el talento iusdiagnóstico se vuelve asunto técnico; desaparecen los rabdomantes del sentimiento comunitario” (Cordero, F., Riti.., cit., p. 529). Sobre este desplazamiento cfr. también Weber, M., Economía y sociedad, FCE, México D.F., 1945 (1922), pp. 525 ss. y 629 ss.    

13 Es la tesis que sostiene también Paul Godding, cuando afirma que “la majestad de la función judicial excluye toda idea de justificación de la sentencia” (Godding, P., “Jurisprudence et motivation des sentences, du moyen âge à la fin du 18e siècle”, en Ch. Perelman y P. Foriers [eds.], La motivation des décisions de justice, Bruselas, 1978, p. 20).  

14 Antecedente de la idea de soberanía que será afirmada a medida que se avance hacia el estado absoluto, la supremacía del monarca medieval era un rasgo que provenía, según destaca W. Ullman, de su faz de “rey teocrático” que se agregó –con la incorporación de las ceremonias de ungimiento real y la concepción de la facultad de gobierno como una concesión divina– a su faz de “rey feudal”: mientras bajo su función feudal el rey “tenía que actuar bajo consulta y acuerdo con las otras partes del contrato feudal o, cuando menos, con los barones”, bajo su función teocrática “el rey es libre: cuando opera como vicario de Dios no es responsable ante nadie, y puede desplegar todo el poder que le ha sido otorgado por aquél” (Ullman, W., Principios de gobierno y política en la Edad Media, Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid, 1971 [1961], pp. 155 y 175-6   respectivamente).

15 Gianformaggio, L., “Modelli di ragionamento giuridico. Modello deduttivo, modello induttivo, modello retorico” (1983), ahora en Id., Studi sulla giustificazione giuridica, Giappichelli, Turín, 1986, p. 40.        [ Links ]
16 Massetto, G. P., “Sentenza…”, cit., p. 1204. Ideas semejantes aparecen expresadas también en este pasaje del Style de la Chambre des Enquêtes du Parlament de Paris (citado en Godding, P., “Jurisprudence...”, cit., p. 52): “Nec debent cuilibet apparere secreta curie supreme, que non habet nisi Deum superiorem, que curia quandoque contra iuris rigorem, vel etiam contra ius aliquociens, ordinat ex causa, iusta apud Deum suum superiorem, que forte non reputaretur iusta sive procedere de iure, quod ius non ligat Regem, tamquam superiorem et solutum legibus et iuribus, et contingit aliquotiens propter causas quas non licet cuique dicere nec exprimere”. Aún en 1774 la idea supremacía y su vínculo con la exclusión de la motivación de las decisiones de los tribunales supremos encontraba eco en las quejas indignadas con que el Sacro Regio Consiglio, tribunal supremo del reino de Nápoles, recibía la pragmática real que le imponía la obligación de motivar sus decisiones: ella le habría impedido en adelante sentenciar “con fórmulas breves, majestuosas e imperativas como conviene a un magistrado Supremo” y a una corte que no era sino la boca del Rey, “quien aparece como presidiendo este tribunal” (citado en Massetto, G. P., “Sentenza...”, cit., p. 1236).

17 Cfr. Kantorowicz, E., Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Editorial Alianza, Madrid, 1985 (1970), pp. 93 ss.  

18 “Somos dignos de ser llamados los sacerdotes de este arte: pues veneramos a la Justicia y profesamos la sabiduría de lo bueno y lo justo” (Digesto 1,1,1, De iustitia et iure). Esta comparación ya era un lugar común en el siglo XII, como muestra esta cita de una colección de definiciones legales de esa época: “Existe una cosa sagrada que es humana, como las leyes; y existe otra cosa sagrada que es divina, como aquellas cosas que pertenecen a la Iglesia. Y entre los sacerdotes, algunos son sacerdotes divinos, como los presbíteros; otros son humanos, como los magistrados que son llamados sacerdotes porque administran cosas sagradas, esto es, las leyes” (citada en Kantorowicz, E., Los dos cuerpos, cit., p. 124).

19 Ibid., p. 129.

20 Jacob, R., “Le jugement de Dieu et la formation de la fonction de juger dans l’histoire européenne”, Archives de philosophie du droit, 39, 1995, pp. 101-2.

21 Kantorowicz, E., Los dos cuerpos, cit., p. 106. La trasposición de los mysteria eclessiae al ámbito secular se dio no sólo en el ámbito de la jurisdicción sino también en el del gobierno: de ello da cuenta la fórmula de los arcana imperii o “misterios del estado”, que se volvió usual en la literatura jurídica y política e incluso en el lenguaje común, a partir del siglo XVI, para designar los secretos del ejercicio del poder (cfr. Stolleis, M., “‘Arcana imperii’ e’Ratio status’. Osservazioni sulla teoria politica del primo Seicento”, en Id., Stato e ragion di stato nella prima età moderna, Il Mulino, Bolonia, 1998 (1995)). Es interesante notar, en el marco de este breve recuento de los desplazamientos en la sacralidad del poder (y el saber) real, cómo la ciencia jurídica que iba elaborándose en torno al derecho romano justinianeo sirvió para establecer una distancia entre el rey –que era justicia y ley animada en cuanto poseedor de ese saber, personalmente y a través de los juristas de la corona– y los súbditos que debían venerar y obedecer. Pese a la racionalización que la recepción del derecho romano supuso respecto del juicio jurídico (cfr. al respecto Wieacker, F., Storia del diritto privato moderno, v. I, Giuffrè, Milán, 1980, pp. 177ss. y 339ss.),         [ Links ] la ciencia del derecho aparecía como un saber misterioso, oculto: una religio iuris, en palabras de los glosadores (cfr. Kantorowicz, E., Los dos cuerpos.., cit., p. 141-2). Refiriéndose a este punto, Ajello ha mostrado cómo “la visión formal, ideal, sacral del derecho y de la tradición revelaba sus caracteres de instrumentum regni en manos de los sabios, es decir, de los juristas. (...) Un motivo que llevaba desde los arcana religionis a los arcana dominationis, y de ellos a los arcana juris (...)” (Ajello, R., Arcana Juris. Diritto e politica nel settecento italiano, Jovene Editore, Nápoles, 1976, pp. 139-40)        [ Links ]
22 Sobre estas reglas cfr. Garriga, C. y Lorente, M., pp. “El juez y la ley: la motivación de las sentencias (Castilla, 1489 – España, 1855)”, Anuario Facultad de Derecho U. Autónoma de Madrid, 1, 1997, pp. 108-9),         [ Links ] quienes se refieren al reino de Castilla, y Godding, P., “Jurisprudence...”, cit., pp. 53 y 63, que describe las prohibiciones semejantes impuestas a los jueces de los Parlament franceses por diversas ordenanzas a partir del siglo XIV.

23 Citado en Garriga, C. y Lorente, M., “El juez...”, cit., p. 108.

24 Resta, E., “Giudicare, conciliare, mediare”, Politica del diritto, año XXX, nº 4, 1999, p. 557.         [ Links ] La unanimidad no fue, ciertamente, la única estrategia a que se recurrió en los juegos de producción de verdad judicial del antiguo régimen. Como mostrara Michel Focault, en el proceso penal también el recurso a la confesión –ante el tribunal primero, forzada usualmente a través de la tortura, y reiterada luego como retractación pública dentro del ritual del castigo– unido a la imposición pública de penas que anticipaban y evocaban las penitencias del infierno, actuaban también como mecanismos certificadores de la verdad, y la justicia, de la decisión judicial: de ese modo, señala Focault “el suplicio hacía pasar la verdad secreta y escrita del proceso al cuerpo, el gesto y el discurso del criminal” (Focault, M., Vigilar y castigar, Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1998 [1975], p. 71).        [ Links ]
25 Garriga, C. y Lorente, M., “El juez...”, cit., p. 106.

26 Ibid., pp. 107-8.

27 Cit. en Ibid., p. 108.

28 J. de Palafox y Mendoza, Carta a S.M.,Puebla de los Ángeles, 04/06/1641, cit. en Ibid., p. 112.

29 El modelo usual de sentencia fue consistente con las recomendaciones de la communis opinio jurisprudencial a las que antes me he referido: la parte dispositiva era precedida solamente por la exposición de las peticiones y las defensas de las partes y por una fórmula en que el juez se limitaba a declarar que había seguido el ordo iudiciorum. La práctica dominante de no expresar en la sentencia los fundamentos de la decisión admitió sin embargo algunas excepciones: así, por ejemplo, existen testimonios de algunas sentencias motivadas del Parlament de Paris hasta 1330, práctica que ha sido vinculada con el contemporáneo proceso de verificación, por prescripción real, de las costumbres existentes (cfr. Sauvel, T., “Histoire...”, cit., pp. 17-8); también existen testimonios de sentencias fundadas de algunos tribunales hispanos, como por ejemplo ocurría en la Real Chancillería de Granada (cfr. Pedraz Penalva, E., “Ensayo histórico sobre la motivación de las resoluciones judiciales penales y su actual valoración”, Revista General de Derecho, num. 586-587, julio-agosto 1995, p. 7225).        [ Links ]
30 También en la práctica de la Rota romana, el tribunal central del Estado Pontificio en materia civil, hubo cambios a partir del siglo XVI: aunque la sententia siguió siendo inmotivada, se estabilizó en esa época la práctica de presentar a las partes antes de ella un texto, denominado decisio, en el que se exponían resumidamente las conclusiones del colegio judicial con las respectivas rationes dubitandi, con el objeto de permitir a las partes discutirlas y hacer posible de ese modo la revisión por el tribunal de sus propias decisiones en el ámbito del mismo procedimiento. Aunque las decitiones eran consideradas resolutiones extraiudiciales que no se incluían en las actas ni se conservaban, ellas llegaron a adquirir gran importancia entre los operadores del derecho como testimonio de la jurisprudencia de la Rota. (Cfr. Ascheri, M., “I ‘grandi tribunali’ d’Ancien Régime e la motivazione della sentenza”, en Id., Tribunali, giuristi e istituzioni. Dal medioevo all’ età moderna, Il Mulino, Bolonia, 1995, pp. 102 ss.).

31 Esta regla de restricción de la publicidad de la sentencia admitió sin embargo algunas excepciones. La más notable la encontramos en la regulación que se realizó de la fundamentación en el reino de Nápoles por una pragmática de 1774, a la que me referiré más adelante, y que preveía la publicación mediante imprenta de las sentencias motivadas: la radicalidad de esta innovación, que anticipa una temática que recuperará la legislación revolucionaria francesa, no llegó sin embargo a conseguir eficacia y la pragmática terminó siendo derogada. En el contexto de otra legislación procesal del absolutismo ilustrado, la prusiana, sólo se preveía la publicidad mediante lectura respecto de las partes del juicio (especialmente en el Allgemeine Gerichtsordnung für die Prussichen Staaten de 1781: Título XIII, § 44); casi contemporáneamente además, en 1784, se restringían las posibilidades de crítica pública a través de la siguiente ordenanza de Federico II: “Una persona privada no está autorizada a emitir juicios públicos, especialmente juicios reprobatorios, sobre tratados, procederes, leyes, reglas y directivas del soberano y de la corte, de sus servidores estatales, de colegios y cortes judiciales, ni está autorizada a dar a conocer noticias recibidas acerca de todo ello ni a divulgarlas por medio de la impresión. Una persona privada no está capacitada para someter todas esas cosas a juicio porque le falta el conocimiento completo de las circunstancias y los motivos” (Wörterbuch der hochdeutschen Mundart, Viena, 1808, 3ª parte, p. 856, citado en Habermas, J. Historia y crítica de la opinión pública [1962], Domènech, Gustavo Gili, Barcelona, 1981, p. 63).      

32 Cfr. el texto clásico de Meinecke, F., La idea de razón de Estado en la edad moderna, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983 (1924) y también Borrelli, G., Ragion di Stato e Leviatano, Il Mulino, Bolonia, 1993.  

33 Ascheri, M., “Firenze dalla reppublica al principato: la motivazione della sentenza e l’edizione delle pandette”, en Id., Tribunali, giuristi e istituzioni. Dal medioevo all’ età moderna, Il Mulino, Bolonia, 1995.    

34 Ya desde la creación de la Rota florentina, en el marco de la reforma judicial de 1502, se había hecho referencia expresa a la motivación de sus decisiones, exigiendo que en caso de falta de unanimidad tanto los jueces de mayoría como los de minoría expresaran por escrito en la sentencia sus motivos, que debían ser luego transcritos por un actuario en un libro públicamente accesible, conservado por el Procónsul del Arte de los jueces y notarios. En caso de decisión unánime, la sentencia no debía incluir las razones de la decisión, las que podían sin embargo ser comunicadas por escrito a las partes en caso de que lo solicitaran. Una nueva reforma extendió en 1532 la exigencia de enunciar la justificación de la decisión –“la ley, y las doctrinas, y las razones inductivas, y los motivos de su Juicio”– a todas las sentencias civiles de la Rota, contemplando una sanción pecuniaria para el juez que faltara a esa obligación. Sólo se excluían de la obligación de motivación las sentencias de primera instancia, en las que la motivación era facultativa; sin embargo, una ley de reforma de 1560 aplicó también a éstas el principio de obligatoriedad de la motivación. Finalmente, una reforma de 1678 adoptó un criterio diferente e impuso a la Rota la obligación de motivar todas las sentencias civiles que se refirieran a causas de valor superior a cien ducados o no susceptibles de valoración pecuniaria. A lo largo de todas estas reformas se conservó, además de la obligatoriedad de la motivación, su accesibilidad general a través de un mecanismo de publicidad que permitía a cualquier persona obtener una copia de la decisión y sus razones justificativas. Cfr. Ascheri, M., “Firenze...”, cit., y también Taruffo, M., “L’obbligo ...”, cit., pp. 279 ss.

35 Ascheri, M., “Firenze...”, cit., p. 59.

36 Ibid., pp. 61ss.

37 Cfr. Damaska, M., Las caras de la Justicia y el poder del Estado, trad. cast. de A. Morales, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2000 (1986), pp. 57-59 y 88.        [ Links ]
38 Cfr. Taruffo, M., “L’obbligo...”, cit., pp. 274 ss. y La motivazione...,cit., pp. 328ss.

39 Sobre estas exigencias de fundamentación cfr. Taruffo, M., “L’obbligo....”, cit., pp. 280ss.

40 En Francia no fue necesaria una prohibición de la fundamentación, pues en la práctica judicial se había impuesto un modelo de sentencia inmotivada, pero sí se adoptaron diversas medidas destinadas a velar por los “secretos de la Corte” –la expresión que utilizaba la ordenanza de 13 de enero de 1344 sobre el secreto de las deliberaciones–, impidiendo la publicación privada de fallos judiciales o de comentarios sobre ellos. Cfr. al respecto Sauvel, T., “Histoire...”, cit., pp. 31ss.

41 Esa Real Cédula se encuentra recogida en la Novísima Recopilación de las Leyes de España, VIII, Tit. XVI, Lib. XI. Aunque la fecha que allí se indica para su promulgación es el 23 de junio de 1778, se ha sostenido que el año debe rectificarse por 1768 (cfr. Garriga, C. y Lorente, M., “El juez...”, cit., p. 101, quienes refieren sobre el punto a Mariluz Urquijo, J. M., “La acción de sentenciar a través de los apuntes de Benito de Mata Linares”, en Revista de Historia del Derecho, 4, 1976).  

42 Se ordena el cese de la práctica de motivar “para evitar los perjuicios que resultan (...) dando lugar a cavilaciones de los litigantes, consumiendo mucho tiempo en la extensión de las sentencias, que vienen a ser un resumen del proceso, y las costas que a las partes se siguen”.

43 Es la tesis que sostienen, por ejemplo, Ernesto Pedraz Penalva y Luis Prieto Sanchís. Cfr. Pedraz Penalva, E., “Ensayo histórico..”, cit., pp. 7228-9, y Prieto Sanchís, L., “Motivazione delle decisioni giuridiche e certezza del diritto”, Studi Senesi, CVI, fasc. 3, 1994, pp. 403-4.  

44 El texto de la Pragmática puede consultarse en Massetto, G., “Sentenza...”, cit., pp. 1221 y 1236.

45 Sobre este proceso, ya afianzado en torno al siglo XVI, cfr. Plucknett, A., A concise history of the common law, 5ª edición, Londres, 1956, pp. 342ss.         [ Links ] y Van Caenegem, R., The birth of english common law, Cambridge U. Press, Cambridge, 1973.      

46 Si desde este punto de vista la fundamentación de las sentencias aparece como una condición necesaria para la formación de un sistema de precedente vinculante, desde otra perspectiva es posible sostener que de una práctica de exponer públicamente las razones generales que fundan una decisión particular debería seguirse un sistema de respeto al precedente, en cuanto principios mínimos de racionalidad discursiva, como los de sinceridad y no-contradicción, llevan a vincular a esa enunciación pública de razones un compromiso con su mantenimiento frente a casos futuros similares. Interesantes exploraciones de esta última perspectiva pueden encontrarse en Schauer, F., “Giving reasons”, Stanford Law Review, vol. 47, 1995, pp. 633-659,         [ Links ] y en Alexy, R., Teoría de la argumentación jurídica, Centro de Estudios Constitucionales, 1997 (1978), pp. 261ss.        [ Links ]
47 A ellas se confiaba, como señala Ascheri (“I grandi tribunali...”, cit., p. 91), “la función de crear un campo de certezas –dado que entonces era para todos obvio que en la gran mayoría de los casos importaba descubrir en juicio no tanto la norma legal a aplicar sino la ‘doctrina puntualis’–, más allá de las antinomias y controversias propias de la literatura proveniente de Universidades, consultores, tratadistas, recolectores de ‘communes opiniones’, etcétera”.

48 Cfr. Ibid., pp. 120-3, y Godding, P., “La jurisprudence...”, cit., pp. 62ss. Cuando las sentencias carecían de motivación –y eso era, según hemos visto, lo usual– las colecciones no reproducían documentos oficiales sino que contenían relatos de los litigios, en los que se narraban las circunstancias del caso, los argumentos de las partes, la deliberación de los magistrados, los motivos de la decisión.

49 De Ferriere, C. J., Dictionnaire de droit et de pratique, II. Jurisprudence des arrêts, Paris, 1779 (citado en Godding, P., “La jurisprudence...”, cit., p. 65. Un testimonio expresivo es el de Raoul Spifame, un jurista del siglo XVI que dedicó buena parte de su vida a imaginar falsas ordenanzas de Enrique II, entre las que incluyó una referida a la necesidad de una publicación regular de las decisiones judiciales y su motivación que, según cita Tony Sauvel, disponía: “... que todos los jueces expresen en los dichos de sus sentencias y juicios la causa expresa y especial de ellos para formar una ley general y dar forma a los juicios en los procesos futuros fundados sobre las mismas razones y las mismas diferencias...y para aquel fin ordeno que todos los dichos, sentencias y fallos sean impresos, de modo que cada uno pueda recurrir a ellos para su ayuda, consejo y dirección” .
El mismo autor menciona testimonios de demandas similares formuladas en las convocatorias de los Estados generales: una de 1560, donde a petición de la nobleza se solicitó la supresión de los fallos no motivados y la imposición a los jueces de un deber de “expresar y declarar los motivos de sus juicios” para que de ese modo sus fallos “sirvan como instrucción a todos en causas similares”; y otra muy similar de 1614 en que el Tercer Estado reclamaba que los juicios fueran motivados para que “los motivos sirvan ellos mismos de leyes” (Sauvel, T., “Histoire...”, cit., pp. 27-8).

50 Este vínculo reapareció en el continente a medida que, avanzando el siglo XIX, fue cediendo la inicial confianza en la autosuficiencia de los códigos, varió la comprensión de la misión de las cortes de casación –de ser guardianas del texto expreso de la ley a ser, como lúcidamente dijera Geny (Méthode d’ interprétation et sources de droit privé positif, Libraire générale de droit & de jurisprudence, Paris, 1932, p. 88), “soberanas de la interpretación”– y se volvió progresivamente a valorar como un bien ligado a la certeza la uniformidad de la jurisprudencia.

51 La distinción entre la perspetiva ex parte principis y la perspectiva ex parte populi fue sugerida por Bobbio como una herramienta útil en el análisis de cualquier problema referente a la esfera política (Bobbio, N., “La democracia y el poder invisible”, en El futuro de la democracia, trad. cast. J.F. Fernández Santillán, FCE, Buenos Aires, 1993 [1985], p. 79).         [ Links ] Recientemente Luigi Ferrajoli ha recuperado el uso de esta distinción de perspectivas, aunque con un sentido algo diverso, para referir, respectivamente, al punto de vista interno o de la validez jurídica y al punto de vista externo o de la legitimidad ético-política (Ferrajoli, L., Derecho y razón..., cit., pp. 854 y 880ss.).

52 Taruffo, M., “L’obbligo di motivazione della sentenza civile tra diritto comune e illuminismo”, cit. El desinterés de la ilustración jurídica por la fundamentación de las sentencias no fue, sin embargo, absoluto. Hubo algunas voces aisladas que destacaron circunstancialmente su potencial garantista. Entre ellas destaca un texto de Gaetano Filangeri, quien comentando la pragmática napolitana de 1774 que estableció la obligatoriedad general de la motivación y su publicidad mediante impresión, afirmaba que ésta induciría al juez a ponderar mejor su decisión, alejándolo de la parcialidad y el arbitrio y que además expondría su actuación al control crítico de la opinión pública: “No es sólo una persona la que debe ser persuadida por las falaces inducciones de un juez corrupto; es un público entero, inexorable en sus juicios, el que debe examinar sus decisiones. Nada ha provocado tanto temor, aun en los espíritus más intrépidos, como la censura pública. (...) Si la opinión de la propia seguridad es la base de la libertad social (...) y si esta opinión se refiere a la suma y a la intensidad de los obstáculos que un ciudadano debe superar para violar los derechos de otro ciudadano, no encuentro medio más efectivo para fomentar esta saludable opinión, en relación a los magistrados, que aquél de constreñirlos a dar razón al público de la justicia de sus decisiones” (Filangeri, G., Riflessioni politiche..., cit., p. 252). Entre los philosophes franceses sólo Condorcet y Voltaire prestaron alguna atención a la fundamentación de las decisiones judiciales. El primero señalaba, en un texto crítico de las arbitrariedades de la justicia penal, como una exigencia de derecho natural “que todo hombre que emplee contra miembros de la sociedad la fuerza que ella le ha confiado, le rinda cuentas de las causas que le han movido a ello” (Condorcet, Réflections d’un citoyen non gradué sur un procés bien connu [1786], en Oeuvres de Condorcet, Firmin Didot, París, 1847, vol. VII, p. 152). El segundo, por su parte, comentando el libro de Beccaria, De los delitos y las penas, se preguntaba “¿por qué en algunos países las sentencias no son nunca motivadas? ¿hay acaso vergüenza en dar el motivo de un juicio?”(Voltaire, “Commentaire sur le livre des délits et des peines par un avocat de province” [1766], en Id., Melanges, Gallimard, Paris, 1961, p. 825).

53 Hablar de una concepción ilustrada de la función judicial implica ciertamente una simplificación de un conjunto complejo de ideas que tuvieron una génesis y una difusión diferente, además de una generalización que pasa por alto importantes diferencias entre las posiciones de los autores que las sostuvieron. Creo que en el marco de este trabajo ese nivel de generalidad es, sin embargo, suficiente para caracterizar los tópicos que perfilaron la imagen deseable de la función judicial que se integró al proyecto político liberal. Cfr. sobre ella Cattaneo, M., Illuminismo e legislazione, Edizioni di Comunità, Milán, 1966.

54 Cfr. Accatino, D., “La conocibilidad del derecho y la extinción de los abogados: un corolario utópico de la codificación”, en Revista de Derecho, U. Austral de Chile, vol. X, diciembre 1999.

55 Cfr. Taruffo, M., “L’obbligo....”, cit., pp. 268-9. La misma explicación ofrece Letizia Gianformaggio, destacando como la ausencia de preocupación por la motivación de la sentencia es coherente con la supuesta evidencia de la solución judicial (Gianformaggio, L., “Modelli di ragionamento...”, cit., pp. 44-5).

56 Cfr. Vigoriti, V., “La pubblicità delle procedure giudiziarie (Prolegomeni storicocomparativi), Rivista Trimestrale di diritto processuale civile, 1973, pp. 1423-1488.    
Una de las más brillantes defensas de la publicidad de los procesos se encuentra en la obra de Jeremy Bentham. En su Tratado de las pruebas judiciales (Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1959 [1823], pp. 140ss.) Bentham sostiene que la publicidad, “alma de la justicia” (p. 140), no sólo podía favorecer la veracidad del testimonio, sino que sobre todo debía asegurar la probidad de los jueces, actuando como “freno en el ejercicio de un poder del que es tan fácil abusar” pues el juez, sometido continuamente al “tribunal” de la “opinión pública”, “aunque llevase la injusticia en el corazón, sería justo a pesar suyo por estar en una posición en la que no puede hacer nada sin suministrar pruebas en contra de sí mismo” (pp. 142-3). A la vez que hace visible el juicio a la crítica de sus espectadores, la publicidad, al dotar también de “apariencia” de justicia a la decisión, funda según Bentham la “confianza del público” en las sentencias de los tribunales.
Por el contrario, el secreto provoca naturalmente la desconfianza pública, pues “la inocencia y el misterio nunca van juntos, y quien se oculta está más que a medias convicto” (p. 145). Ya Kant en La paz perpetua (Calpe, Madrid, 1919 [1795], pp. 77- 8) había expresado una idea similar al sostener que “sin publicidad no habría justicia, pues la justicia no se concibe oculta, sino públicamente manifiesta”, de modo que “las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas si su máxima no admite publicidad”, pues “(e)n efecto, una máxima que no puedo manifestar en alta voz, que ha de permanecer secreta, so pena de hacer fracasar mi propósito; una máxima que no puedo reconocer públicamente sin provocar en el acto la oposición de todos a mi proyecto; una máxima que de ser conocida suscitaría contra mí una enemistad necesaria y universal y, por lo tanto, cognoscible a priori; una máxima que tiene tales consecuencias, las tiene forzosamente porque encierra una amenaza injusta al derecho de los demás”.

57 Cfr. artículo 15, título V de la ley de 16- 24 de agosto de 1790 sobre la organización judicial, que disponía que “Los juicios deben bajo pena de nulidad ser motivados” y luego el artículo 208 de la Constitución del año III, que establecía que “Las sesiones de los tribunales son públicas; los jueces deliberan en secreto; las sentencias son pronunciadas en voz alta; ellas son motivadas y enuncian los términos de la ley aplicada”.

58 La Corte de casación fue creada a través de la ley de 27 noviembre-1 diciembre de 1790 –poco tiempo después de la ley que se refería a la motivación– como una emanación del poder legislativo, encargado de controlar la actuación de los jueces y anular “todo juicio que contenga una contravención expresa del texto de la ley” (artículo 3º).

59 En relación al primer punto, como dice G. Poggi refiriéndose a las revoluciones francesa y americana, “los fines constitucionales de la revolución expresamente hicieron del proceso electoral un mecanismo (al menos desde el punto de vista formal) para transmitir periódicamente a un cuerpo legislativo las preferencias políticas que se formaban al interior de un cuerpo constituyente amplio (el pueblo de los Estados Unidos, la nación francesa)” (Poggi, G., Lo stato. Natura, sviluppo, prospettive, Il Mulino, Bolonia, 1992, pp. 83ss.).    
Sobre el segundo punto cfr. Cattaneo, M. , Illuminismo..., cit., pp. 99ss.

60 Taruffo, M., “L’obbligo..., cit., pp. 271.

61 Cfr. Habermas, J. Historia..., cit., pp. 115ss.

62 Esta forma extremadamente penetrante de control –que había sido requerida años antes en los cahiers de doléances– fue establecida respecto de los juicios civiles por la Constitución de 1793 (artículo 94) y respecto de los juicios penales por la ley de 26 de junio de 1793. Su vigencia sólo se extendió hasta 1795, cuando la Constitución del año III dispuso el secreto de la deliberación y dio rango constitucional a la exigencia de motivación (artículo 208). Cfr. Vigoriti, V., “La pubblicità...”, cit., pp. 1447 y 1465-6. A partir de entonces la motivación constituyó el único vehículo de control sobre el razonamiento judicial y el modelo silogístico de juicio, que integraba la concepción ilustrada de la función judicial, pasó, casi imperceptiblemente, de ser un modelo de razonamiento decisorio a uno de razonamiento justificativo.
 La fundamentación sólo permitirá conocer la posición que obtuvo el consenso unánime o mayoritario dentro de un tribunal colegiado, a menos que se admita la expresión de votos disidentes. Aunque la aceptación de la expresión y justificación de los votos particulares habría sido coherente con la voluntad de extender la publicidad al ámbito de la deliberación del tribunal, ella no encontró reconocimiento en la legislación francesa (y, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros ordenamientos de tradición continental, especialmente tras la Segunda Guerra, no lo encuentra todavía: cfr. Ezquiaga Ganuzas, F.J., El voto particular, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990, pp. 66ss.),  probablemente porque el modelo silogístico de decisión judicial fundada en la ley esbozaba de nuevo la imagen de una verdad judicial única, necesariamente unánime. El modelo más cercano al de la deliberación pública es el de los tribunales ingleses, en los que cada juez da lectura sucesivamente a su propio voto fundado (opinión), sin que exista una decisión unitaria del tribunal como tal (cfr. Atiyah, P., “Judgements in England”, en AAVV, La sentenza in Europa. Metodo, tecnica e stile, Cedam, Padua, 1988 y MacCormick, N., “The motivation of judgments in the common law”, en Perelman, Ch. y Forier, P. (eds.), La motivation…, cit.).

63 Cfr. Taruffo, M., La motivazione..., cit., pp. 465ss. y “Motivazione della sentenza civile (controllo della)”, en Enciclopedia del diritto, Aggiornamento III, Giuffrè, Milán, 1999, p. 775.

64 Ramat, M., “Significato costituzionale della motivazione”, en Maranini, G. (ed.), Magistrati o funzionari?, Edizioni di Comunità, Milán, 1962, p. 705.

65 La exigencia de fundamentación de las sentencias fue impuesta por primera vez, aunque sin lograr eficacia, por el Reglamento Constitucional 1822. Sólo en 1837, a través de un Decreto dictado por el Presidente Prieto en ejercicio de las facultades extraordinarias que le habían sido conferidas por ley para hacer frente a la guerra contra Perú, vuelve a establecerse el deber de motivar. Cfr. Hanisch, H., “Contribución al estudio del principio y de la práctica de fundamentación de las sentencias en Chile durante el siglo XIX”, en Revista de Estudios histórico-jurídicos, VII, 1982, pp. 131-173.  

66 Cfr. Bravo, B., “Judicatura e Institucionalidad en Chile (1776-1876): del Absolutismo ilustrado al Liberalismo parlamentario I”, en Revista de Estudios histórico-jurídicos, I, 1976, pp. 61-87;         [ Links ] Aldunate, E., “La constitución monárquica del poder judicial”, en Revista de Derecho de la U. Católica de Valparaíso, XXII, 2001, pp. 193-207.        [ Links ]
67 Bello, A., “Necesidad de fundar las sentencias”, en El Araucano, Nº 197, 20 de junio de 1834, ahora en Id., Escritos jurídicos, políticos y universitarios, selección y prólogo de Agustín Squella, Edeval, Valparaíso, 1979, p.112.

68 Bello, A., “Administración de justicia”, en El Araucano, Nº 296, 6 de mayo de 1836, ahora en Id., Obras completas, Tomo IX, Santiago, 1885, p. 152.

69 Tomo la expresión del libro del mismo nombre de E. García de Enterría, La lengua de los derechos. La formación del derecho público europeo tras la revolución francesa, Alianza, Madrid, 1994.

70 Los textos constitucionales revolucionarios hacían expresa referencia a la garantía social: la Constitución del año I, señalaba en su artículo 23 “la garantía social consiste en la acción de todos para asegurar a cada uno el disfrute y la conservación de sus derechos; esta garantía descansa en la soberanía nacional”; y la Constitución del año III –la misma que dio jerarquía constitucional al principio de obligatoriedad y publicidad de la motivación–, que se cerraba con la siguiente disposición: “el pueblo francés confía en depósito la presente Constitución a la fidelidad del cuerpo legislativo, del Directorio ejecutivo, de los administradores y de los jueces; a la vigilancia de los padres de familia, a las esposas y a las madres, al afecto de los ciudadanos jóvenes, al coraje de todos los franceses”.

71 Un cambio jurídico que ha estimulado la discusión sobre la fundamentación de las sentencias ha sido la formación en diversos ordenamientos de tradición jurídica continental de tribunales constitucionales, muchos de los cuales han realizado notables esfuerzos argumentativos en sus fallos para dar legitimidad a su posición de garantes últimos de la Constitución, capaces de imponer su comprensión de la misma a la expresada por los legisladores democráticamente legitimados. Cfr. una buena sinopsis comparada en Ruggeri, A. (ed.), La motivazione delle decisioni della Corte Costituzionale, Giappichelli, Turín, 1994.        
 Ese mismo proceso ha conducido a un fortalecimiento de la posición de la exigencia de motivación como derecho fundamental procesal: cfr., por ejemplo, en relación a la experiencia española Colomer Hernández, I., La motivación de la sentencias: sus exigencias constitucionales y legales, Tirant lo Blanch, Valencia, 2003, e Igartúa Salaverría, J., La motivación de las sentencias: imperativo constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003.

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