—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

domingo, 5 de agosto de 2018

454.-La Fundamentación de las sentencias : ¿un rasgo distintivo de las judicatura moderna? (I) a


Luis Alberto Bustamante Robin; José Guillermo González Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdés;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Verónica Barrientos Meléndez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andrés Oyarse Reyes; Franco González Fortunatti; Patricio Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;  


La Fundamentación de las sentencias : ¿un rasgo distintivo de las judicatura moderna?



1. INTRODUCCIÓN

Si llegáramos a encontrarnos, como le ocurrió en uno de sus fantásticos viajes a Pantagruel,1 frente a un juez que decidiera un litigio de acuerdo a la suerte de los dados, ciertamente la perplejidad nos invadiría. Un grado similar de desconcierto nos produciría el recibir de un tribunal una decisión desnuda de motivos, que se limitara sólo a afirmar o negar nuestro derecho o nuestra culpabilidad sin dar cuenta de las razones que la sostienen, sin justificar públicamente su preferencia por las pruebas y argumentos de una u otra parte.
 Este trabajo se propone explorar la genealogía de la institución que damos confiadamente por supuesta cuando esperamos de los órganos jurisdiccionales sentencias fundadas y, particularmente, pretende indagar si esa confianza es un privilegio de los ciudadanos modernos, determinando de qué manera el significado jurídico y político de la exigencia de motivación de las decisiones judiciales ha sido forjado por la modernidad.


En él ámbito del derecho y la política la coordenada básica que estructura el uso dominante del término modernidad es la constitución de la forma estatal que, precisamente, se califica como “moderna”. Desde el comienzo de los procesos de centralización y diferenciación del poder político que caracterizan la formación de los Estados modernos varias han sido, sin embargo, las transformaciones institucionales significativas, que pueden ser representadas como el fruto de nuevas querellas entre antiguos y modernos.2
Para precisar en qué sentido la fundamentación de las sentencias es una institución moderna será necesario entonces tomar en cuenta esas transformaciones y su impacto en la concepción política y la configuración institucional de la función judicial. Con ese fin se distinguirán en este trabajo tres momentos: los albores del proceso de modernización política que marcan significativos cambios en la escena judicial medieval (2.), el antiguo régimen (3.) y el tránsito del Estado absoluto al Estado liberal (4.).

2. DEL JUEZ COMO TESTIGO A LA DECISIÓN JUDICIAL. LOS COMIENZOS DE LA MODERNIDAD JURÍDICA Y LA (RE)APERTURA DE LA POSIBILIDAD DE DECISIONES JUDICIALES FUNDADAS

A partir del siglo XII y especialmente a lo largo de los siglos XIII y XIV tuvieron lugar en Europa una serie de acontecimientos que transformaron radicalmente la forma de administrar justicia. Los mecanismos altomedievales de prueba a través de duelos, juramentos y ordalías fueron sustituidos progresivamente por un sistema de pruebas dirigido a conseguir una reconstitución verosímil de los hechos en el proceso; la función de juzgar fue crecientemente reivindicada por los titulares del poder político y su organización tendió a volverse centralizada; la centralización condujo a su vez a la profesionalización del oficio de juez, a su vinculación a un saber especial, la scientia iuris que florecía en las universidades y que desarrollaba entonces una nueva doctrina sobre el proceso (el proceso romano-canónico), además de nuevos métodos y argumentos sustantivos. 
Estas transformaciones, que reflejan en los escenarios judiciales europeos los comienzos de la modernización política, coincidieron con el nacimiento de la fundamentación de las decisiones judiciales como problema jurídico, abordado ya en el siglo XII por diversas decretales papales y comentarios de decretalistas, que comenzaron a preguntarse por la necesidad jurídica de expresar en las sentencias judiciales las causae de la decisión.

¿Por qué se abre en ese momento la pregunta por la fundamentación de la sentencia? Ciertamente ella presupone la existencia de un discurso reflexivo sobre el proceso que sólo comienza a desarrollarse en el marco del renacimiento de los estudios jurídicos, pero sobre todo parece depender del hecho de que esa reflexión tenía como referente un proceso que, a diferencia de lo que ocurría en el caso de los procedimientos judiciales vigentes durante la Alta Edad Media, concluía efectivamente con una sentencia, en el sentido de una decisión deliberada del juez acerca del fundamento de la pretensión del actor.
 En el contexto de la técnica decisoria propia de los ritos judiciales altomedievales la fundamentación de la decisión era inconcebible: en esos procedimientos, modelados bajo la influencia de las tradiciones germánicas y centrados en la práctica de un experimento probatorio –duelo, juramento u ordalía– que designaba al vencedor del litigio a través de la revelación de un signo incontrovertible de culpabilidad o inocencia, el juicio se resolvía a través de la acción decisoria de las partes.3 No habiendo decisión deliberada, tampoco había razones de la decisión que pudieran ser comunicadas: el espacio de la deliberación lo ocupaba el experimento probatorio realizado por una o ambas partes, y el espacio de la decisión, la victoria o el fracaso, expuestos –gracias a la publicidad escénica de las pruebas– a la comprobación de todos los asistentes al teatro judicial.4

El redescubrimiento de un sistema de pruebas racionales, que ya no apelaran a la manifestación de una verdad divina sino que remitieran a una forma de conocimiento empíricamente fundada de los hechos del caso, es por consiguiente un elemento que marcó el comienzo de la modernización en el ámbito de la justicia y que parece haber abierto la posibilidad de sentencias fundadas.5 La posibilidad abierta por ese cambio modernizador se vio sin embargo prontamente restringida por la posterior evolución de la disciplina del proceso judicial y particularmente de la disciplina de la prueba, así como por la communis opinio de los juristas que negaron que la enunciación de las razones de la decisión constituyera una exigencia jurídica.

El primero de los factores que contribuyó a cerrar el espacio abierto a la fundamentación de las sentencias fue el cambio que experimentó el modelo procesal romano-canónico con el desarrollo del sistema de prueba legal, que sustituyó a la libre apreciación de la prueba que había sido afirmada en la primera literatura de los Ordines judiciarii por la sujeción a una cuantificación predeterminada del valor probatorio de los diversos medios admisibles.6 Son bien conocidos los efectos que esta estrategia, inicialmente ideada para limitar el arbitrio del juez, tuvo en el marco de los procesos penales, cuya disciplina al mismo tiempo sufría otros cambios por la expansión y generalización de la indagación de oficio: la obsesiva búsqueda de certeza que había precedido el establecimiento de los cánones valorativos fijos terminó por hacer difícil la obtención de una prueba plena y por volver necesario el recurso a la tortura para llegar a una confesión del reo que cerrara el círculo de la verdad absoluta (e impidiera, de paso, la apelación contra la sentencia).
En relación al problema que ahora nos interesa, las reglas de la prueba culta o legal parecían eliminar toda deliberación del juez en la apreciación de la prueba, volviendo a situarlo en una posición cercana al rol de simple testigo que tenía en la constatación del resultado de los juicios de Dios, aunque ahora ya no se trataba de comprobar el resultado de un experimento, sino de sumar y restar valores probatorios predeterminados.7 Clausurada la posibilidad de deliberación, sustituida ella por simples cálculos, ya no parece haber nada que pueda requerir motivación en el juicio fáctico.

Todavía permanecía abierto, sin embargo, un espacio para la fundamentación de la quaestio iuris. La respuesta que los juristas dieron a la pregunta por su necesidad jurídica fue, sin embargo, a contar del siglo XII y hasta el final del antiguo régimen, predominantemente negativa. Formada a partir de los comentarios de los canonistas a los decretos relativos al procedimiento romano-canónico reunidos por el Papa Gregorio IX bajo el título De sententia et re iudicata, la communis opinio consideraba que la motivación de las sentencias no resultaba ni generalmente obligatoria ni excluida por el ius commune, pero advertía al juez la conveniencia del silencio, atendiendo al riesgo que suponía la expresión de las causae de la decisión para la autoridad de la sentencia, que quedaba entonces expuesta a la impugnación por fundarse en causa falsa o errónea.8
Se trataba de un riesgo que no parecía valer la pena correr, pues ya en una decretal de 1199 Inocencio III había sostenido la legitimidad de la sentencia inmotivada propter auctoritatem iudiciariam praesumi debet: la sentencia gozaba de una praesumptio iuris de validez, derivada de la auctoritas iudiciaria. La recomendación usual en cuanto a la forma de las sentencias sugería al juez atenerse estrictamente a las fórmulas sintéticas –del tipo “visis et auditis rationibus utrisque partis et testibus inspectis, habito sapientum consilio, ...”– que se limitaban a dar cuenta, antes de la enunciación de la parte dispositiva, que el ordo iudiciorum había sido observado.9

Estas opiniones jurisprudenciales sugieren, como ha dicho Michele Taruffo, la “convicción de que la autoridad de la sentencia es tanto mayor cuanto más ella asuma la forma de un dictum inmotivado”. 10 Esta convicción parece haber estado ligada no sólo a razones prudenciales, preocupadas del mayor riesgo que la expresión de sus causae podía significar para la estabilidad de las sentencias, sino también a una precisa concepción sobre el fundamento de la autoridad judicial, a la que me referiré a continuación.

3. ARCANA IUSTITIAE. LA FUNDAMENTACIÓN DE LAS SENTENCIAS BAJO EL ANTIGUO RÉGIMEN

Las transformaciones que la escena judicial europea sufrió a contar del siglo XII afectaron también las bases que fundaban la autoridad judicial, particularmente en virtud de la progresiva reivindicación de la función judicial por parte de las monarquías tardo-medievales y su creciente profesionalización.11 Estos cambios modificaron las bases comunitarias en que hasta entonces se había apoyado la administración de justicia, dando lugar a un desplazamiento desde el juicio por los propios pares al juicio por los propios superiores y desde la comprensión del derecho como un saber común ancestral a su comprensión como un saber técnico, que se reconoce en alguien no por su aptitud carismática sino por su competencia profesional.12
 Estos desplazamientos nos sitúan, a medida que avanza la configuración de la actividad jurisdiccional como una función del Estado moderno, frente a un juez cuya autoridad se funda en su saber profesional –en su auctoritas– y en su calidad de representante del monarca, abrigado también por el halo de su maiestas. Mientras el primero de esos fundamentos parece perfectamente compatible con una exigencia de dar cuenta públicamente del saber en que una cierta decisión judicial se funda, veremos en esta parte del trabajo cómo la majestad de la función judicial, al volver autocrático ese saber, puede explicar el asentamiento durante el antiguo régimen de un principio de exclusión de la necesidad de sentencias fundadas.

3.1. La majestad de la función judicial en el antiguo régimen y el principio de exclusión de la fundamentación

Aunque la disciplina de la fundamentación de las sentencias durante el antiguo régimen admitió, según veremos en el siguiente apartado (3.2), prácticas y estrategias legislativas diversas, las razones que las inspiraron no parecen invalidar una razón de principio que hacía prima facie innecesaria esa motivación: si el juez es un delegado del monarca, el reflejo en él de su majestad excluye la idea de que deba justificar públicamente el ejercicio de su autoridad.13
La majestad del monarca remitía en primer término a su supremacía, esto es, a la inexistencia en la tierra de un superior ante quien rendir cuenta de sus decisiones.14 Esa posición excluía la necesidad de justificar públicamente las decisiones que él o sus delegados –y en especial los tribunales o cortes centrales– adoptaban, pues fundarlas habría supuesto, como señala Letizia Gianformaggio, “admitir que no se es titular de la soberanía”.15
Gian Paolo Massetto, haciendo referencia a los dichos de diversos juristas de los siglos XVI y XVII, da cuenta de la forma en que la supremacía del príncipe se transmitía a los jueces reales:

Los integrantes de los tribunales supremos son “partes corporis principis”, “ipsum repraesentant”, o sin más “inherent principi sicut stellae firmamento coeli”, y si el “princeps videtur procedere tanquam Deus in terris” –un Dios que es verdad y que por lo tanto no puede errar–, entonces algo semejante puede decirse de los cuerpos judiciales por ellos compuestos: en referencia al Senado de Casale Monferrato, Rolando della Valle escribía precisamente que aquél “iudicat tanquam Deus ”.16

Las alusiones que las citas recogidas por Massetto hacen a la similitud entre juicio real y juicio divino nos introducen al contenido de una segunda dimensión de la majestad de la justicia, que se relaciona con el halo de sacralidad y misterio con que fue rodeada la imagen real y que logró sobrevivir a la progresiva secularización y juridificación de su poder. Ernst Kantorowicz muestra en Los dos cuerpos del rey cómo la tarea de los teólogos de la monarquía, que habían conseguido fijar un aura de divinidad sobre el rey, fue continuada tras la lucha por las investiduras por los juristas de la corona, que recurrieron para ello precisamente a la imagen del rey-juez y a la idea de participación del juicio judicial en lo sagrado que había caracterizado a los ritos procesales premodernos.17
 Esa reconstrucción del fundamento de la divinidad del príncipe, para desligarla de la consagración, se apoyó en ciertas metáforas tomadas del derecho romano: primero la idea según la cual los juristas y los jueces, y por tanto los reyes-jueces, eran “sacerdotes de la justicia”, tomada de un párrafo de Ulpiano en el Digesto 18 y, luego, la metáfora secular del príncipe como lex animata, cogida de la Novela de Justiniano, que convertía al rey en ley viva o animada, encarnación de la justicia, intermediario entre el derecho natural o divino y el derecho positivo.

Así fue como pasaron –señala Kantorowicz–, a través de la escuela de los juristas, algunos de los antiguos atributos y símiles más queridos de la realeza –el rey inspirado por la divinidad, el rey oferente, el rey sacerdote– de la época litúrgica y de la realeza cristocéntrica, y se adaptaron al nuevo ideal de gobierno centrado en la jurisprudencia científica. Desde luego, es cierto que los antiguos valores litúrgicos de la realeza no dejaron de existir, y que incluso, con diferentes grados de intensidad, persistieron, aunque rezagados, en su contexto original; si bien su sustancia palidecía progresivamente conforme disminuía la importancia legal y religiosa de las consagraciones reales.
 De todos modos puede decirse que los juristas salvaron gran parte de la herencia medieval al transferir ciertas propiedades específicamente eclesiásticas a la realeza de marco legal, preparando así el nuevo halo de los nacientes Estados nacionales y, para bien o para mal, de las monarquías absolutas.19
Este halo sacro en torno a la realeza se reflejaba también en el ritual judicial, transmitiendo al juez y a la sentencia una autoridad desnuda de razones. Según ha mostrado Robert Jacob, la iconografía judicial se encontraba, a lo largo de todo el antiguo régimen, impregnada de remisiones a lo sagrado: cuadros del juicio final eran el decorado usual de las salas de audiencia y el espacio en ellas se articulaba en torno a un eje formado por el cuerpo de los jueces y, sobre ellos, un Cristo crucificado o un Cristo del Apocalipsis.20
También Kantorowicz da cuenta de esa conexión del teatro judicial con lo divino al presentar la siguiente descripción de las sesiones del Tribunal Imperial de Federico II: 

“organizadas con una solemnidad comparable al ceremonial de la Iglesia, se apodaban ‘el más santo ministerio (misterio) de la justicia’ (iustitiae sacratissimum ministerium [mysterium]), en el que los juristas interpretaban el ‘culto a la justicia’ en los términos de una religio iuris o de una ecclesia imperialis...”.21

Más allá de la fuerza de esas imágenes, el vínculo entre majestad de la decisión judicial, sacralidad y secreto tuvo expresión en una regla que ocupaba un lugar prominente en la disciplina de la judicatura bajo el antiguo régimen: la exigencia de unanimidad en la decisión. El fallo del tribunal debía ser (o al menos parecer) siempre unánime y la deliberación de la decisión en los tribunales debía por ello ser secreta, comprometiéndose sus integrantes a no revelar jamás su contenido ni la eventual diversidad de los votos.22 Una vez redactada la sentencia, ella debía ser firmada por todos, aun por los que no estuvieren conformes con el contenido de la decisión.
 Para el público sólo debía existir la apariencia de unanimidad, pues la justicia de la decisión no derivaba de la deliberación, del intercambio de razones –tanto así que, de acuerdo a una ordenanza de la Real Chancillería de Toledo de 1525, en la formación del acuerdo los votos debían pronunciarse “sin decir palabras, ni mostrar voluntad de persuadir a otros”–,23 sino de la espontánea coincidencia de los jueces en una misma solución: la única solución, la verdad unánime, que funcionaba como reflejo de la unidad indivisible del poder real y alusión a la infalibilidad del juicio divino.
Como dice Eligio Resta, “la unanimitas era fin más que medio: epifanía de una plena veritas sin la cual el juicio habría sido humano, y por lo tanto falible y lejano del modelo de la justicia divina”.24

A esta regla se encontraban unidos, en el modelo de judicatura del antiguo régimen, diversos mecanismos institucionales que centraban la garantía de la justicia de las decisiones judiciales en la persona del juez. Estos mecanismos de garantía pretendían asegurar que la imagen del rey como justicia animada encontrara un correcto reflejo en cada juez que lo representara, pues aunque “la justicia no figuraba objetivada en el fallo, debía manifestarse en la conducta de sus artífices”: cada juez debía ser la imagen viva de la justicia, “encarnación rutilante de la justicia real”.25
Así, por ejemplo, Garriga y Lorente nos muestran a los jueces del reino de Castilla sujetos a severas prohibiciones que pretendían, por una parte, resguardar su ajenidad social –“los jueces debían mantenerse ajenos a cualquier tipo de relaciones allende los muros de la casa de la Audiencia (donde para favorecer esta actitud en ocasiones se les procuraba vivienda) (...): nada de visitas, cortesías, amistades, bodas, juegos, banquetes, charlas, bautizos, reuniones...” –y, por otra parte, cautelar su imagen de imparcialidad en los estrados –“los jueces debían mostrarse rectos y severos, ‘actuando con toda gravedad conforme a lo que representan’ (la autoridad real), prestando atención a la vista de los pleitos o a las peticiones de las partes y eludiendo todo lo posible entrar a debatir con los abogados el derecho de sus patrocinados ‘porque no se colijan los votos dellos’”.26

 El modelo de probidad e imparcialidad era, ciertamente, Cristo, a quien solía poner como ejemplo la floreciente literatura sobre el iudex perfectus,dedicada a desglosar las virtudes del buen juez, y a quien alude también esta frase del alcalde de la Chancillería de Granada en el año 1522: “los juezes no hemos de tener conversaçión con nadie, sino yr a juzgar y en acabando sobirnos al çielo”.27

De este modo, en lugar de vincular la confianza en la justicia de las decisiones judiciales a la expresión de sus fundamentos, el modelo de justicia de las monarquías tardomedievales y modernas (que en España se expresaba todavía en la Novísima Recopilación y llegó incólume al siglo XIX, hasta que se introdujo finalmente la exigencia de motivación) la vinculaba a la probidad del juez y al secreto, que permitía la misteriosa transfiguración de la colegialidad en unidad. De ahí que en el siglo XVII todavía un jurista castellano pudiera decir en que “el secreto en los tribunales es en lo que consiste su mayor autoridad y dezensia”.28

3.2. La aplicación prudencial del principio de exclusión de la motivación: razón de estado, políticas centralizadoras y principio jerárquico de organización judicial

Aunque la majestad de la función judicial excluía en principio la necesidad de justificación de sus productos y por tanto la presencia de motivos en las sentencias, las prácticas de los tribunales del antiguo régimen, así como las intervenciones legislativas de los soberanos en la disciplina del proceso, admitieron diversas soluciones para la cuestión de la motivación de las decisiones judiciales.
Hasta el siglo XVI predominó en la práctica de los tribunales reales europeos –así como en los eclesiásticos, los señoriales y los urbanos– la ausencia de motivación y no hubo intervenciones legislativas de los soberanos que se refirieran directamente a la motivación de las decisiones judiciales, aunque sí se reguló –como hemos visto antes– el secreto de las deliberaciones de los tribunales reales.29
 En el siglo XVI está situación cambió considerablemente en algunos Estados en los que se impuso a los tribunales reales la obligación de motivar sus decisiones: es el caso de varios Estados italianos (Florencia, Siena, Perugia, Bolonia, Génova y Lucca) y de algunos reinos en la península ibérica (Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca y Portugal), que se caracterizaban por la peculiaridad de su situación política –tránsito de la república al principado en los primeros, regímenes políticos contractualistas en los segundos– en comparación con al avance del absolutismo en el resto de los Estados europeos.30
En estos últimos Estados la ausencia práctica de motivación –acompañada en algunos casos de prohibiciones reales expresas– permaneció relativamente estable hasta la segunda mitad del siglo XVIII, cuando en el marco de las políticas del absolutismo ilustrado se impuso por ley en algunos de ellos (Prusia, Austria, Baviera, Nápoles, Trento y Módena) la expresión de motivos en las decisiones judiciales.
Los primeros ejemplos de exigencias jurídicas de fundamentación de las decisiones judiciales en la historia del derecho occidental moderno se verificaron, por consiguiente, en el antiguo régimen y una de las almas modernas de la institución se encuentra por lo tanto marcada por la cultura política y jurídica entonces reinante. Aunque no es posible en el marco de este trabajo realizar un análisis detallado de cada uno de esos ejemplos, de su estudio resulta que esas disciplinas inaugurales del deber de fundar las sentencias presentaron en sus formas y finalidades ciertos rasgos distintivos que intentaré sintetizar.

En primer lugar, en los casos en que se establecieron exigencias de motivación, tanto en los Estados en que eso ocurría en el siglo XVI como en aquellos en que tenía lugar en el siglo XVIII, ellas no tuvieron carácter general, es decir, no se refirieron genéricamente a todas las resoluciones judiciales (o a todas las sentencias finales) sino a decisiones determinadas especialmente, sea por referencia al proceso en que fueran dictadas, sea por referencia al órgano judicial que las emitía. El principio jurídico, durante todo el ancien régime, siguió siendo que la enunciación de los fundamentos no constituía un requisito de validez de las sentencias.
Y el principio político fue siempre que el ejercicio de la función jurisdiccional no requería justificación respecto del público: señal de ello es la continuidad de las políticas de secreto que, en los casos en que se impusieron deberes de fundamentación, se expresaron en la previsión de restricciones a la publicidad de la sentencia, con las que se evitaba abrir fisuras de participación y crítica en el saber exclusivo y autocrático en que pretendía apoyarse el poder estatal.31
Las intervenciones legislativas en el terreno de la fundamentación de las sentencias aparecen ligadas básicamente a consideraciones instrumentales respecto de las finalidades de conservación, concentración y centralización del poder estatal. De ahí que en el título de esta sección se establezca una relación entre ellas y la teoría política de la razón de Estado, que a partir del siglo XVI representa el paradigma de la conservación política, remitiendo a un saber autónomo, una prudentia politica, que pertenece toda al príncipe y que debe guiar sus decisiones a través del cálculo racional de los intereses, anteponiendo a cualquier otro el interés político en la conservación del Estado, que prevalece incluso sobre los vínculos del derecho y de la moral, admitiendo prácticas que van desde el disimulo, el secreto y el engaño hasta la violación de compromisos y el uso de la fuerza.32
 La diversidad de las circunstancias que en cada Estado ofrecían dificultades al ejercicio del poder real podría explicar entonces la diversidad de las estrategias legislativas en relación a la fundamentación, pues la razón de Estado podía, según los casos, aconsejar como herramienta funcional su prohibición o bien mostrar la conveniencia de exigirla a los jueces (aunque cabría esperar que también en este caso sugiriera ocultar cuanto fuera posible al público, resguardando el secreto de los arcana iustitiae).

Tomemos por ejemplo el caso de Florencia, uno de los Estados en que fue introducida la fundamentación obligatoria de las sentencias durante el siglo XVI y que ha sido estudiado minuciosamente por Mario Ascheri.33 La temprana aparición en Florencia de una política dirigida a establecer la obligatoriedad y la publicidad de la fundamentación de las sentencias civiles, incluidas las del máximo tribunal,34 debe ser situada según Ascheri en el contexto de la peculiaridad de su situación política, marcada entonces por la aguda crisis que señaló el tránsito de la forma de organización republicana al principado.
En ese marco las nuevas reglas acerca de la motivación habrían sido una suerte de compensación de la simultánea sustitución de las tradicionales magistraturas estatutarias por la Rota, un intento de mostrar “que la nueva institución se insertaba en el surco ideal de las tradiciones comunales, consintiendo un control más adecuado y difuso sobre la actuación de los jueces”.35 Eso permitiría conservar la confianza en la justicia en un clima de lucha política, poniéndola a salvo de cualquier sospecha de parcialidad y asegurando una zona de neutralidad, donde los conflictos pudieran resolverse regularmente a través de mediación jurídica. Se reconocía, por consiguiente, la dimensión garantista de la motivación –aunque limitada a las sentencias civiles–, pero sobre todo su eficacia en la transmisión de autoridad a una nueva institución y, de este modo, su funcionalidad a la conservación del orden en un momento de crisis política.

La relevancia del interés político aparece con mayor claridad aún cuando se intenta explicar el mantenimiento de la institución de la fundamentación por los Medici una vez instaurado el principado, contra las tendencias dominantes a excluirla o imponer el secreto. La explicación que ofrece Ascheri es que desde el punto de vista del príncipe la obligación de motivar constituía en definitiva una concesión (entre otras) favorable a los estamentos poderosos –las oligarquías terratenientes y mercantiles que en el pasado habían tenido también el poder político, que eran los únicos interesados en las causas civiles de mayor valor, las únicas a su vez que seguía siendo obligatorio motivar– que le servía como instrumento para consolidar su imagen como suprema autoridad.36
Se trata de una justificación en la que se reconoce claramente el modelo de racionalidad de la ratio status, pues es la funcionalidad a la conservación del poder político la que recomienda el mantenimiento de una institución que es vista por los estamentos poderosos –potenciales enemigos para su imperium– como garantía de sus propias posiciones privilegiadas de dominium.

Si consideramos el caso de intervenciones legislativas posteriores del absolutismo es posible distinguir dos políticas específicas en el marco de las cuales las regulaciones del contenido de las sentencias podían constituir instrumentos funcionales: la política de control estatal y organización jerárquica de la judicatura y la política de centralización de las fuentes de producción jurídica. En relación a la primera de estas políticas, ligada como se sabe al desarrollo de la apelación, la exigencia de motivación aparece como un mecanismo capaz de facilitar el control de lo resuelto, al sintetizar y esquematizar la complejidad de las materias sobre las que se trataba de decidir, evitando de ese modo una parálisis administrativa en los niveles superiores del vértice jerárquico.37
Esta función de la fundamentación de las sentencias parece haber sido considerada, por ejemplo, con ocasión de la promulgación por Federico II de Prusia en 1748 del Codex Fridericianus Marchicus que, en el marco de su programa centralizador, dispuso su obligatoriedad, indicando expresamente como finalidad atribuida a la enunciación de los motivos el facilitar al juez de la impugnación el conocimiento de los elementos del litigio.38

En cuanto a la política de centralización de las fuentes de producción jurídica, hubo diversas clases de intervenciones legislativas en materia de fundamentación de las sentencias que pueden vincularse con la finalidad de avanzar hacia la reconducción unitaria al soberano de toda la actividad de producción y aplicación del derecho. La opción por una estrategia de prohibición o, en cambio, de exigencia de la motivación de las sentencias parece haber dependido en este ámbito de las circunstancias particulares que en cada caso caracterizaran la relación entre el soberano y los tribunales reales y especialmente por la percepción del desarrollo de un derecho judicial como contribución o bien como amenaza para las aspiraciones centralizadoras del soberano. 
Así, por ejemplo, en ciertos reinos, como el piemontés en Italia, donde los tribunales centrales habían desarrollado una labor unificadora coherente con los programas centralizadores, el establecimiento de un deber de fundamentación fue visto como una herramienta que permitiría fortalecer su jurisprudencia y de ese modo indirectamente también el predominio de la legislación central.39 En otros Estados en cambio, donde los tribunales hubieran asumido una actitud de mayor independencia frente al monarca, obedeciendo a intereses corporativos o expresando tendencias particularistas frente a los propósitos unificadores de la legislación central, como ocurría, por ejemplo, con los Parlements franceses, la misma política centralizadora podía aconsejar prohibir la motivación para evitar la formación de un derecho judicial contrapuesto a la legislación central.40

El temor de que esto pudiera ocurrir parece haber inspirado también la Real Cédula de Carlos III que en 1768 ordenó el cese en Mallorca de la práctica de fundamentar las sentencias, extendiendo a ese reino –como se hizo también en los demás reinos de la corona de Aragón, donde se había impuesto esa práctica– el modelo castellano de sentencia en que predominaba la ausencia de fundamentación, concluyendo de ese modo el proceso de unificación de la administración de justicia en los diversos reinos de la monarquía española, que había sido iniciado por Felipe V con los Decretos de Nueva Planta.41 Aunque el texto de la Real Cédula hace referencia a razones que recuerdan las aprensiones en que apoyaba la communis opinio jurisprudencial,42 si ella se conecta con otras reglas del ordenamiento castellano que negaban validez al “juicio dado por fazañas”, excluyendo el valor como precedentes de las decisiones judiciales, parece plausible la interpretación que sugiere la relevancia en su promulgación del fin de impedir el desarrollo de un derecho judicial.43

Un caso algo distinto es el del reino de Nápoles, donde en el contexto de las reformas ilustradas diseñadas por el ministro Bernardo Tannucci se dictó en 1774 una Pragmática que impuso al Sacro Regio Consiglio y a todos los tribunales del reino el deber de motivar sus sentencias, exigiendo que la fundamentación se realizara no sobre la base de la autoridad de los doctores “que con sus opiniones han alterado o vuelto incierto y arbitrario el derecho” sino por referencia a las leyes del reino.44 Lo curioso de este caso es que la misma finalidad de fortalecer el poder soberano expresado en la legislación frente a las indocilidades de los tribunales reales se persigue ahora con la herramienta inversa, imponiendo en lugar de excluir la fundamentación de las sentencias, aunque agregando la exigencia de que “las premisas del argumento estén siempre fundadas en leyes expresas y literales”. No se perseguía por consiguiente en este caso favorecer el desarrollo de la jurisprudencia de la Corte sino lograr su vinculación a la legislación central por la vía de exigirle mostrar, a través de la fundamentación, que la decisión resultaba de la aplicación de aquélla: aunque el feroz rechazo corporativo condujo al fracaso de esa reforma, de modo que en 1791 fue sustituida la motivación obligatoria por la mera facultad de fundamentar, ella es interesante porque anticipa, según comprobaremos en la siguiente sección, ciertos rasgos de las políticas de los Estados liberales en materia de motivación de las decisiones judiciales que, en este sentido, muestran estar animadas también, como las políticas del absolutismo, por un espíritu estatalista.

Antes de concluir esta sección quisiera señalar que no sólo las políticas centralizadoras del absolutismo tuvieron en cuenta el vínculo entre fundamentación de las sentencias y desarrollo de un derecho judicial. Esta relación fue probablemente determinante también en el arraigo de una práctica de fundamentación de las opinions de los jueces ingleses, paralela a la formación del common law y a la consolidación progresiva de la doctrina del stare decisis,45 pues la aplicación práctica de un sistema de precedente vinculante resulta extremadamente difícil sin la existencia de una fundamentación razonada que permita identificar la ratio decidendi de cada fallo y que indique al público las razones generales con que el juez se compromete a futuro.46

Por otra parte, en el continente, aun allí donde el uso de los precedentes no fue estimulado por el príncipe, o allí donde se pretendió evitar la formación de un derecho jurisprudencial, el stylus iudicandi formado por las decisiones judiciales, sobre todo de los grandes tribunales, fue muy apreciado por los operadores del derecho como criterio de orientación para navegar por el incierto mar de materiales jurídicos característico del derecho común.47
A ellas se accedía a través de colecciones en su mayor parte privadas de fallos, editadas en su mayoría por los mismos magistrados antes quienes se habían debatido las causas y excepcionalmente por abogados que litigaban habitualmente ante cierta corte.48 Puesto que los riesgos de inexactitud derivados del carácter privado de las colecciones afectaban su valor como criterios de certeza, fueron usuales en los siglos XVI y XVII los reclamos de los prácticos del derecho –jueces de tribunales inferiores, abogados–, e incluso del público, a favor no sólo de la publicación oficial del fallo sino también de la obligatoriedad de la fundamentación, pues como decía un jurista francés del siglo XVIII, “los motivos son el alma de un juicio, servirse de un fallo que no da cuenta de sus motivos, es servirse de un cuerpo sin alma”.49
En parte porque estas demandas no encontraron acogida, en parte porque el creciente número de colecciones volvió cada vez más difícil su consulta, en parte porque no siempre los tribunales del antiguo régimen –especialmente los tribunales supremos– respetaron sus propios precedentes y también debido al fortalecimiento autónomo que iba experimentando la estimación de la ley, este criterio jurisprudencial de certeza fue perdiendo defensores en el continente y, junto con él, una de las dimensiones del vínculo entre la motivación de las decisiones judiciales y la certeza jurídica.50

4. DEL SÚBDITO AL CIUDADANO: LA FUNDAMENTACIÓN DE LAS SENTENCIAS EN EL PROYECTO LIBERAL

La exigencia de sentencias fundadas ya era conocida en Europa, según hemos visto en la sección anterior, antes del tránsito desde los Estados absolutos a los Estados liberales y de su institucionalización como principio general por la legislación revolucionaria francesa. ¿Cuál es entonces la contribución de esta etapa de la modernidad política y jurídica en la configuración institucional del deber de fundamentación de las decisiones judiciales? En mi opinión ese aporte consiste no sólo en el logro de su generalización, sino sobre todo en la transformación de su significado político. Mientras bajo el antiguo régimen el sentido político de la exigencia de motivación, en los casos en que fue impuesta, coincidía con los intereses del príncipe, esta nueva fase supuso el fortalecimiento en la determinación de su significado de la perspectiva ex parte populi, reflejando en el ámbito de la relación entre poder judicial y ciudadanos el desplazamiento general del centro de gravedad de los sistemas políticos desde el princeps al populo que la Revolución francesa, como también la norteamericana, promovieron a través de la causa del gobierno representativo y del constitucionalismo centrado en los derechos individuales.51

La filosofía política contractualista había imaginado –y la Revolución se proponía realizar– un fundamento nuevo para el poder político: no más majestad divina, sólo el pacto y la delegación del pueblo o la nación para la protección de sus derechos. En ese tránsito tampoco el fundamento del poder del juez podía permanecer intacto: una vez desligada de su antigua majestad, la función judicial encontraba único fundamento en su estricta sujeción a la ley, entendida como garantía de libertad. De ese modo resultaba fortalecida la naturaleza cognoscitiva y no potestativa del juicio judicial –que ya estaba presente en la concepción monárquica de la auctoritas judicial– y además ella comenzaba a ser vinculada con exigencias de publicidad relativas al proceso y al saber del juez, que venían a sustituir al secreto y la concepción autocrática del saber jurídico que habían acompañado antes a la majestad de la función judicial. Legalidad y publicidad son, según veremos, los tópicos con que se relaciona la nueva savia que recorre, tras el fin del antiguo régimen, a la exigencia de fundamentación.

Es importante advertir, con todo, que en la elaboración que de esos tópicos realizaron los philosophes y juristas ilustrados, la demanda de sentencias fundadas jugó, como ha mostrado Michele Taruffo en un artículo dedicado al tema, un papel más bien marginal.52 Mientras para un observador contemporáneo las ideas de rigurosa subordinación del juez a la ley y proscripción del arbitrio judicial, que integran la concepción ilustrada de la función judicial,53 evocan de inmediato la temática de la motivación de las sentencias –más aún si se considera su vínculo con el proyecto codificador y la demanda de un conocimiento público y directo del derecho–54 en la época en que esas ideas fueron forjadas la cuestión de la fundamentación de las decisiones judiciales ocupó un lugar secundario. Buscando una explicación para ese escaso interés, a primera vista contradictorio con la preocupación por la participación del público en los arcana iura, Taruffo propone una tesis, con la que concuerdo, que lo vincula a la imagen del juicio judicial como una deducción de la solución evidente al litigio, que también formaba parte de la concepción ilustrada de la función judicial:

...la imagen del juez bouche de la loi es el símbolo de un cuadro conceptual que omite los problemas inherentes al juicio de hecho y que cultiva una concepción mecanicista de la aplicación de la ley; en ese cuadro, la supuesta simplicidad y automaticidad del juicio (depurado de ambigüedades y distorsiones interpretativas) aparece incompatible con el arbitrio subjetivo de quien juzga, y suficiente para garantizar la justicia objetiva de la decisión.55

La pública accesibilidad del derecho y la automaticidad del juicio judicial –una vez que gracias a la codificación las leyes fueran simples y claras y su interpretación se volviera innecesaria– asegurarían por sí solas la posibilidad de controlar la efectiva sumisión del juez a la ley, de modo que no llegaba a plantearse la necesidad para ese fin de una exigencia de motivación de las decisiones judiciales. Bastaba, según esa imagen de la decisión judicial, con imponer la primacía de la ley y la rigurosa subordinación del juez a su texto literal, para que cualquier persona pudiera constatar en toda decisión judicial la aplicación diáfana a un caso concreto de una regla jurídica general.

Por otra parte, la defensa ilustrada de la publicidad de las actuaciones procesales, formulada en el marco de la reflexión crítica sobre el proceso inquisitivo y sus reglas de secreto, parece haber visto en ella no sólo una garantía para las posibilidades de defensa del acusado sino también como mecanismo suficiente para asegurar control público sobre la actuación del juez,56 de modo que tampoco desde esta perspectiva parecía necesario buscar una garantía adicional en la publicidad de los fundamentos de la sentencia.

En contraste con la indiferencia de los juristas ilustrados, en el contexto de la revolución francesa la necesidad de una motivación obligatoria y pública de las decisiones judiciales adquirió rápidamente relevancia y llegó a ocupar en el giro de pocos años la posición de un principio general de la organización de la judicatura, consagrado primero legal y luego constitucionalmente.57 
Cómo se puede explicar esta mayor atención prestada a la motivación de las sentencias en la cultura política y jurídica revolucionaria? 
Desde una primera perspectiva ella puede ser comprendida en el marco de una política de institucionalización del principio de legalidad que valoró –en línea con el interés hacia la fundamentación de las sentencias que se había expresado en algunas políticas judiciales del absolutismo ilustrado– su utilidad como herramienta en la configuración de un sistema de control endoprocesal y jerarquizado de la legalidad de la decisión judicial, encabezado por la nueva Corte de Casación.58 Hasta aquí más que innovación en el significado de la institución habría continuidad con la voluntad de centralización y estatalización que se sirvió también de la exigencia de motivación en el antiguo régimen. Sin embargo, aun desde esta perspectiva hay una novedad, representada por la nueva connotación política que adquiere con la ideología revolucionaria el concepto de legalidad.
Esta nueva connotación está ligada a los principios de inspiración democrática que la revolución francesa hizo emerger al promover la causa del gobierno representativo de una manera más explícita y agresiva que la que representaba la Constitución británica de la época, que había actuado como modelo para los intelectuales de la Ilustración, y al asumir la concepción roussoniana de la ley como expresión de la voluntad general.59 Estos mismos principios determinan la marca específica que la revolución francesa imprime en el significado político de la exigencia de fundamentación, al poner en el centro de la nueva configuración de la función judicial y del proceso la cuestión de la ciudadanía.

El impacto en el sentido de la exigencia de motivación de la sustitución del súbdito del antiguo régimen por el citoyen ha sido destacado especialmente por Taruffo, quien sostiene que fue sobre la base ideológica que proporcionaron esos principios políticos de inspiración democrática que “en alternativa a la arbitrariedad del juicio, toma cuerpo la imagen del juez que no sólo debe aplicar la ley creada por el pueblo, sino que debe también someterse al control del pueblo enunciando las razones de la propia decisión”.60
Creo que la tesis de Taruffo ilumina efectivamente (parte de) el sentido de la introducción de la motivación obligatoria y pública de las decisiones judiciales en la legislación revolucionaria, al situarla en el marco del problema de la institucionalización de la publicidad política: pues si a través del parlamento representativo la opinión pública pasaba a determinar el contenido de la ley,61 en el caso de la función judicial la publicidad exigía que ella estuviera vinculada por el contenido de la ley y que su aplicación estuviera expuesta al conocimiento y control de la misma opinión pública.
 Si en relación al poder legislativo se volvía ciudadano quien participaba, a través de la representación, en la determinación del contenido de la ley –a diferencia del súbdito a quien simplemente se imponía desde arriba la ley–, parece tener sentido afirmar que en relación al poder judicial la ciudadanía suponía la posibilidad de conocimiento y control de la aplicación que aquél hacía de la ley. Desde esta perspectiva la ideología revolucionaria no hizo sino llevar hasta sus últimas consecuencias las reflexiones ilustradas sobre la publicidad del proceso, extendiendo la publicidad también al ámbito del razonamiento judicial, llegando en este terreno incluso a exigir a los tribunales deliberar y decidir “d’haute voix en public”.62

Me parece, sin embargo, que los requerimientos de la ciudadanía que asignan un nuevo sentido a la exigencia de fundamentación de las decisiones judiciales miran no sólo a la relación entre el juez y el público –a la posibilidad del control público en torno al cual Taruffo centra la función extraprocesal de la motivación–63, sino también a la relación entre el juez y las partes del proceso, excluyendo el autoritarismo de una decisión que les venga impuesta sin expresión de razones.
 Creo que M. Ramat (quien ha sido también juez), escribiendo sobre el significado constitucional de la motivación, sintetiza bien este segundo desplazamiento –constitutivo de la nueva ánima del deber de fundamentación– que produce el paso del súbdito al ciudadano en ese significado: “Una vez abandonado todo residuo de la idea sacra del derecho y de la justicia, el juez debe darse cuenta, y aceptar con la debida humildad, que frente a él no se encuentran ya súbditos o ‘profanos’ (este peligrosísimo término contiene en sí el germen de una concepción de vasallaje) sino ciudadanos: ciudadanos que tienen derecho de saber en qué consiste la justicia, puesto que es un asunto que les pertenece, y de entender por tanto cómo se administra justicia, y es sobre todo a través de la motivación de la sentencia que, eliminando toda clausura de casta, el juez cumple los deberes correspondientes a esos derechos”.64
La exigencia de fundamentación se constituye así, para las partes del proceso, en una garantía que les permite constatar que su situación jurídica ha sido evaluada por el juez con imparcialidad y sin arbitrariedad.

Desplazando brevemente la mirada desde Francia hacia Chile es interesante notar que esta faz “ciudadana” o ex parte populi de la exigencia de fundamentación de las sentencias tuvo una nítida presencia en la argumentación con que Andrés Bello defendió, a través de sus célebres artículos en El Araucano, la imposición de ese deber a los jueces chilenos. No puedo detenerme ahora a considerar si la introducción de esta institución en nuestro sistema jurídico tras la Independencia,65 poniendo fin a la vigencia del modelo castellano de sentencia inmotivada, significó una innovación de profundidad e impacto suficiente para matizar la tesis, frecuente entre algunos de nuestros historiadores del derecho y constitucionalistas,66 de la continuidad institucional de la judicatura chilena.
Sólo quisiera reseñar brevemente dos opiniones de Bello que dan cuenta expresivamente del nuevo sentido que una institución ya conocida bajo el antiguo régimen adquiere cuando cambia el fundamento en que se apoya la autoridad del juez. Me parece que en ellas es posible apreciar el modo en el deber de fundar las sentencias es reputado esencial en la nueva relación entre el juez y el ciudadano: el primer fragmento alude a la relación entre juez y público y el segundo a la relación entre el juez y partes.

Los depositarios de caudales públicos están obligados a dar cuenta de su administración; y ¿no lo estarán los funcionarios a quienes se ha confiado la seguridad de las personas y las propiedades? 
¿Un hombre podrá ser enviado al cadalso y una familia sumida en la miseria por un imperioso y lacónico fiat, sin que se manifiesta la disposición soberana que lo autoriza, y de que el magistrado por su naturaleza no es más que el intérprete?
 Semejante régimen estaría bien colocado a la sombra de la monarquía despótica, donde los tribunales, emanaciones de una voluntad omnipotente, que manda a nombre de la Divinidad, pronuncian oráculos que no es lícito someter a examen. (...) Pero no es ese el genio de las instituciones republicanas. Bajo su imperio, la responsabilidad, la cuenta estricta de todo ejercicio del poder que la asociación ha delegado a sus mandatarios, es un deber indispensable.67

A la verdad, si la sentencia no es otra cosa que la decisión de una contienda sostenida con razones por una y otra parte, esa decisión debe ser también racional, y no puede serlo sin tener fundamentos en qué apoyarse; si los tiene, ellos deben aparecer, así como aparecen los que las partes han aducido en el juicio, que, siendo público, nada debe tener de reservado y con toda diligencia ha de procurar alejarse de cuanto parezca misterioso. (...) Admitir sentencias no fundadas equivale en nuestro concepto a privar a los litigantes de la más preciosa garantía que pueden tener para sujetarse a las decisiones judiciales.68

En síntesis entonces, el significado ex parte populi que la exigencia de motivación adquiría se sumaba a su aptitud como herramienta para facilitar el control interno o endoprocesal de legalidad de la decisión judicial, que la revolución francesa institucionalizaba a través del recurso de casación. En cuanto la ley era concebida como expresión de la voluntad general, necesariamente “lengua de los derechos”,69
la exigencia de motivación resultaba una herramienta tanto de la garantía interna o jurídica de esos derechos como de su garantía externa o social, a través del control del público.70

La historia de la fundamentación de las decisiones judiciales continúa por cierto después de la revolución francesa y de la extensión del principio de obligatoriedad y publicidad de la motivación al resto de los ordenamientos jurídicos de tradición jurídica continental. La exploración genealógica emprendida en este trabajo se cierra, sin embargo, en este punto porque en él se completan los significados y las funciones que esa institución mantiene, en mi opinión, hasta hoy.
 En torno a ellas numerosas cuestiones se han ido suscitando, cuestiones que se entrelazan con los cambios que el derecho y la cultura jurídica han seguido experimentando –con la crisis, por ejemplo, de la utopía ilustrada de un conocimiento público del derecho, que pone en dificultades la idea de un control público de la motivación que vaya más allá del que pueda desarrollar la comunidad de juristas–, así como con complejas preguntas sobre la naturaleza del razonamiento jurídico y del razonamiento probatorio y sobre la posibilidad de su control intersubjetivo, y que han dado lugar a discusiones y variaciones prácticas en el modo de entender qué constituye una fundamentación adecuada y suficiente de una decisión judicial.71

5. CONCLUSIONES.

La conclusión que se impone al final de este trabajo es que la fundamentación obligatoria y pública de las sentencias presenta vínculos significativos con diversos ingredientes de la modernidad jurídica y política, que no orientan necesariamente el sentido y la función de esa institución en una misma dirección.
Sin la racionalización que supuso el abandono de los mecanismos irracionales de prueba y la configuración de la sentencia como decisión deliberada y fundada en un saber relativo a las pruebas y al derecho, la exigencia de motivación era inconcebible. Tras ese paso, característico de los albores de la modernidad, la suerte de la institución dependió de distintos factores que presionaron a favor o en contra de la expresión por el juez de esos fundamentos que se suponían tras toda decisión judicial.


Uno de esos factores está constituido por las ideas dominantes sobre el fundamento de la autoridad judicial y sus expresiones institucionales. Mientras esa autoridad fue presupuesta y su fundamento fue reputado sacro e indiscutible por el público profano, no tenía sentido exigir del juez una justificación pública de su ejercicio.
Sólo con el avance del proceso de secularización –el paso de la dominación tradicional a la dominación legal- racional del que habla Max Weber– y con la afirmación de un fundamento públicamente controlable para la autoridad del juez, la motivación de las sentencias puede adquirir el sentido de un ejercicio de justificación a través del cual el juez busca ganar argumentativamente autoridad frente a las partes y al público, un significado de la exigencia de motivación que siguiendo a Taruffo podemos denominar extraprocesal.

Esta ánima de la motivación como justificación pública del ejercicio de la autoridad del juez marca la distancia entre su institucionalización definitiva en los Estados liberales que reciben la influencia de la ideología revolucionaria francesa y la vigencia de exigencias de motivación durante el antiguo régimen.
 Estas últimas dan cuenta de otra faceta moderna de la institución, ligada a las políticas de centralización y burocratización que marcaron el avance del absolutismo, que vieron en la imposición de exigencias de fundamentación una herramienta funcional al establecimiento de mecanismos de control oficiales sobre la decisión del juez, que tendieron a sustituir a los controles subjetivos dirigidos a su comportamiento. Este segundo sentido moderno de la motivación de las sentencias está ligado entonces a lo que, siguiendo de nuevo a Taruffo, podemos llamar su función endoprocesal.
Por último, la historia de la fundamentación de las sentencias muestra que la presencia y la publicidad de los motivos fue estimulada por el desarrollo de prácticas de respeto a los precedentes judiciales, como ocurrió particularmente en los sistemas jurídicos de tradición anglosajona.
Desde esta perspectiva la motivación pública de las sentencias adquiere el sentido de expresar un compromiso con las razones generales que fundan una decisión particular y cumple una función instrumental a la certeza y la previsibilidad del derecho, valores ligados a la tutela de la autonomía individual y característicos de la cultura política y jurídica de la modernidad.

  

NOTAS.

1 Se trata de su encuentro con el juez Bridoye, que explica, en el relato de Rabelais, su peculiar método de decisión:

"Una vez que he visto, revisto, leído, releído, papeleado y hojeado las demandas, comparecencias, exhortos, alegatos, (...) coloco sobre el extremo de la mesa de mi despacho todo el montón de papeles del demandante y le tiro los dados (...). Una vez hecho esto, pongo sobre el otro extremo de la mesa los papeles del demandado (...), al mismo tiempo que tiro también los dados. (...) La sentencia es dictada a favor de aquel que primero consiguió el número más favorable en el dado judicial, tribunalicio y pretorial" (Rabelais F., Pantagruel, Libro Segundo [1521], en Id., Gargantúa y Pantagruel, El Ateneo, Buenos Aires, 1956, p. 501).

2 Desde esta perspectiva, un jurista de comienzos del siglo XIX, ocupado en afirmar la diferencia del proyecto político liberal frente al antiguo régimen, se resistiría probablemente a calificar también al Estado absoluto como un Estado "moderno". En este sentido, clásico en la historia de su uso en otras áreas de la cultura, el término moderno expresa "una y otra vez la conciencia de una época que se relaciona con el pasado, la antigüedad, a fin de considerarse a sí misma como el resultado de una transición de lo antiguo a lo nuevo" (Habermas J., "La modernidad, un proyecto incompleto", en Foster, H. [comp.], La posmodernidad, Kairós, Barcelona, 1985).      
Cfr. también las investigaciones de H. R. Jauss, Las transformaciones de lo moderno, Visor, Madrid, 1995.       

3 Siguiendo la tipología propuesta por Franco Cordero (Riti e sapienza del diritto, Laterza, Bari, 1985, pp. 456 ss.) es posible distinguir en la historia del proceso judicial tres técnicas decisorias: la decisión deliberada, la decisión aleatoria –sujeta a oráculos o técnicas adivinatorias– y las acciones decisorias.

4 Una descripción detallada de los ritos probatorios altomedievales –que, tras su cristianización, cuando el sabio juicio divino sustituyó al favor de las fuerzas sobrenaturales que regían el destino de los hombres de acuerdo a las antiguas creencias paganas germánicas, recibieron el nombre genérico de judicia Dei, juicios de Dios– puede encontrarse en Levy-Bruhl, H., La preuve judiciaire. Etude de sociologie juridique, Librairie M. Riviere, Paris, 1964; Levy, J. P., “L’ évolution de la preuve, des origines à nos jours”, en La preuve, Recuils J., Bodin, XVII, Librairie Encyclopédique, Bruselas, 1965, y Barthelemy, D., “Diversité des ordalies médiévales”, Revue Historique, 1988, pp. 3-25.

5 Digo redescubrimiento, pues la historia judicial de Occidente en este punto es circular: ya en la Antigüedad había tenido lugar el paso de un sistema de pruebas irracionales a otro de pruebas racionales: una hermosa narración sobre este primer descubrimiento se encuentra en la lectura que Michel Foucault propone del Edipo Rey de Sófocles (Foucault, M., La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1998 [1978]).       
 La nueva sustitución, a partir del siglo XII, de ese sistema de pruebas se desarrolló por dos vías que terminaron por confluir en la nueva disciplina del proceso. La primera via está ligada a la rica elaboración doctrinal que, a partir de las lecturae de los textos justinianeos y la recuperación de la tradición dialéctica y retórica clásica, se apropió dúctilmente del diseño procesal del derecho romano tardío, desarrollando un modelo procesal acusatorio y contradictorio que se expresó en la literatura de los ordines judiciarii y que tuvo sus primeras aplicaciones en los tribunales eclesiásticos (cfr. Giuliani A., “L’ordo judiciarius medievale. Riflessioni su un modello puro di ordine isonomico”, Rivista Processuale Civile, 3, 1988, pp. 598-614).    
La segunda vía fue la progresiva extensión al terreno judicial de mecanismos de investigación nacidos en el contexto de las intervenciones fiscales, administrativas y eclesiástico-disciplinarias; instituciones –como la inquisitio carolingia, las investigaciones a cargo de los obispos en los synodalia iudicia, la enquête normanda o la pesquisa española– diversas en sus orígenes históricos, estructura y formas de aplicación, que tenían en común la iniciativa de oficio y la forma general de la indagación, caracterizada por el recurso a un sistema probatorio en el que la prueba testimonial ocupaba el lugar central y se encontraba jurídicamente organizada (cfr. Glenisson J., “Les enquêtes administratives en Europe occidentale”, en Paravicini, W. y Verner, K. F., Histoire comparée de l’administration, München, 1980 ).      
Un factor determinante en el abandono de los judicia Dei fue la prohibición impuesta a los sacerdotes de participar en juicios que comprendieran la práctica de ordalías, resuelta en 1215 por el Cuarto Concilio Laterano en 1215 (cfr. Baldwin, J. W., “The intelectual preparation for the canon 1215 against ordeals”, Speculum, 36, 1961, pp. 613-636).    

6 Cfr. Salvioli, G., “Storia della Procedura civile e criminale”, en Del Giudice, P., Diritto italiano, Ulrico Hoepli, Milán, vol. III, parte II, 465ss.;
 Campitelli, A., “Processo civile (diritto intermedio)”, en Enciclopedia del diritto, Milán, 1989, p. 95 ss.;    
 Alessi, G., “Processo penale (diritto intermedio)”, en Enciclopedia del diritto, Milán, 1989, p. 376 ss.      

7 La similitud entre prueba legal y juicios de Dios es notable. Como ha mostrado con gran claridad Luigi Ferrajoli (Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 1995 [1989], pp. 133ss.), el vínculo que la prueba legal establece entre decisión y comprobación de los hechos es puramente aparente y el criterio de verdad al que remite es sólo aparentemente racional y en el fondo tan irracional como el que subyace a los juicios de Dios. La apariencia de racionalidad del sistema de prueba legal se deriva del carácter enmascaradamente deductivo que en él presenta la fijación judicial de los hechos, en cuanto parte como premisa de la norma jurídica que asigna a un cierto medio probatorio un determinado valor de verdad. Puesto que “es falsa cualquier generalización sobre la fiabilidad de un tipo de prueba o conjunto de pruebas” esta apariencia de racionalidad se resuelve en similitud de la prueba tasada con los juicios de Dios: “La idea de la prueba como ‘suficiente’, gracias a su conjunción con una norma, para garantizar deductivamente la verdad de la conclusión fáctica, no obstante su aparente racionalidad, en realidad es idéntica a la que fundamenta las pruebas irracionales de tipo mágico y arcaico: la ordalía, el duelo judicial, el juramento, la adivinación. En estas pruebas mágicas (...) un hecho natural (...) viene considerado como prueba o signo suficiente de culpabilidad o de inocencia. A diferencia de lo que ocurre en las pruebas legales, la experimentación de tal hecho no está dotada en realidad de ninguna fuerza inductiva; y la norma sobre la prueba, en vez de una falsa ley natural o una regla de experiencia, es una ley sobrenatural, una tesis mágica o religiosa o un artículo de fe. El esquema lógico y epistemológico es sin embargo el mismo: el de la deducción de la conclusión judicial como necesaria (y no como probable) a partir de la prueba practicada y de la norma que le confiere a ésta valor probatorio o inmediatamente expresivo del hecho probado” (pp. 135-6).
La continuidad entre juicios de Dios y prueba legal apoyada en la tortura en el proceso penal ya había sido destacada durante la Ilustración: Muratori, por ejemplo, sostenía que “si se considera la tortura como el criterio de la verdad, se encontrará que es tan falaz y tan absurda como los juicios de Dios. La disposición física del cuerpo determina tanto en aquélla como en éstos el éxito de la prueba. En la una y en los otros puede ser condenado el inocente y absuelto el verdadero reo; en la una y en los otros lo que determina la verdad no tiene relación alguna con ella” (Riflessioni politiche sull’ ultima Legge del Sovrano che riguarda la Riforma dell’ amministrazione della Giustizia, publicado como apéndice en la edición de S. Silvestri de la Scienza della legislazione, Milán, 1817-1818, vol. VI, pp. 192-5).

8 Cfr. Massetto, G. P., “Sentenza (diritto intermedio)”, en Enciclopedia del diritto, XLI, Milán, 1989, pp. 1224 ss.,  quien hace referencia a diversas opiniones jurisprudenciales, como esta del Hostiense: “Si cautus sit iudex, nullam causat exprimet” (Hostiensis, Summa aurea, Venetiis, 1570, lb. II, titulus De sententia, cpv. Qualiter proferri debeat, 199v.), o la siguiente de De Caevallos: “Notissima est in iure conclusio, quod in sententia non est causa inserenda” “alias enim fatuus esset iudex, qui id faceret, utpote, quia aperit viam suae ipsius impugnandae sententiae” (Speculum aureum omnium communium contra communes, I, Venetiis, 1604, q. DCCXVIII). 
Aunque la doctrina consideraba que la motivación no era un requisito para la validez de las sentencias, había ciertos casos en que alteraba la regla de la cautela y recomendaba al juez incluirla, con el solo objeto de permitir la determinación precisa del objeto de la decisión cuando quedaran a salvo acciones de las partes.
Contra esta opinión común, hubo también quienes argumentaron en favor de una exigencia jurídica de fundamentación. Es interesante reseñar brevemente la opinión disidente de un jurista de comienzos del siglo XVII, Van Tulden (Tuldenus, De causis corruptorum judicciorum et remediis libri IV, Lovanii, 1702, cap. XXI, p. 158-160), porque apunta precisamente al problema del fundamento de la autoridad del juez y de la validez de la sentencia, anticipando una temática ilustrada, al sostener que no es verdad que la motivación disminuya la autoridad de la sentencia, pues tanto su autoridad como la del juez deriva del derecho: “¿qué puede haber más absurdo que una sentencia de la que no aparezca el ‘ius’ aplicado, cuando el juez es por definición aquel que ‘ius dicit’?”.

9 Cfr. por todos el influyente Durantis, G., Speculum iuris, Venetiis, 1585, lib. II, p. 787, § 5. Al respecto también vid. Sauvel, T., “Histoire du jugement motivé”, Revue du droit public et de la science politique en France et a l’ étranger, LXXIe volume, p. 21, y Taruffo, M., La motivazione della sentenza civile, Cedam, Padua, 1975, p. 321.  

10 Taruffo M., “L’ obbligo di motivazione della sentenza civile tra diritto comune e illuminismo”, en Rivista di Diritto Processuale, vol. XXIX (II serie), 1974, p. 284.  

11 Antes del siglo XII la justicia había comenzado ya a perfilarse como la función real por excelencia, especialmente en algunos reinos, como el franco, el visigodo, el longobardo y el anglosajón, más estables y mejor organizados, en los que, resueltas las diferencias tribales y grupales, el rey pudo superar su papel de jefe guerrero y asumir la responsabilidad general de preservar la paz y administrar justicia.
La comprensión de esta función fue modelada por el cristianismo y la Iglesia, que a la vez de exaltar la posición del monarca –rey o emperador– como enviado de Dios e intermediario entre el cielo y la tierra, definió su rol como “el intérprete, el custodio y el ejecutor de la ley y ratio divina y natural, el abogado de la Iglesia, el instrumento para la realización en este mundo del ideal cristiano de la paz, de la justicia y de la protección de los débiles y de los pobres” (Morangiu, A., “Un momento típico de la monarquía medieval: el rey juez”, en Anuario de Historia del Derecho Español, 23, pp. 694-5).      

 Aunque la jurisdictio del rey juez no se agotaba en la actividad estrictamente judicial, una de las manifestaciones del nuevo papel del monarca fue el desarrollo de una justicia real que, a través de oficiales reales que actuaban localmente o de la curia regis, se ocupaba del juicio de ciertas ofensas que supusieran una afectación de esa idea de paz real.
A partir de la época de la revolución papal, el poder real tendió a secularizarse, su concepción territorial fue fortaleciéndose y su presencia legislativa, administrativa y judicial se vio progresivamente acrecentada. En el terreno que ahora nos interesa, el reforzamiento de las monarquías territoriales se tradujo en la formación de un una corte central profesional de justicia, desgajada del consejo real, a la cabeza de un cuerpo estratificado de oficiales profesionales con funciones judiciales. Con estas instituciones se iniciaba el proceso de centralización de la justicia y de unificación jurídica del reino en torno al derecho real que se acentuaría bajo el absolutismo y se prolongaría a lo largo de todo el antiguo régimen.
La estrategia para expandir el poder de la justicia real en detrimento de las jurisdicciones locales, señoriales y eclesiásticas se dirigió primero a restringir su competencia mediante diversos expedientes: la reserva del conocimiento de ciertos casos, generalmente crímenes graves (casos de corte, cas royaux, pleas of the crown o pleas of the sword); la afirmación de competencia in casibus negligentiae, cuando por supuesta negligencia del señor el oficial real llegara a tener conocimiento de una causa antes que él; el establecimiento de procedimientos especiales o de privilegios que permitían a los litigantes en materias civiles eludir a los tribunales del señor local y recurrir directamente a uno real (y la implementación en la justicia real de los nuevos mecanismos probatorios estimuló su uso).
 Luego, y solamente en el continente, se afirmó respecto de las jurisdicciones señoriales una competencia real a través de la apelación, configurada según el modelo del procedimiento romano imperial, cuyo conocimiento en última instancia correspondía a la corte central. Una buena síntesis del proceso de constitución de la justicia en un atributo del poder regio puede verse en Berman, H. J., Law and revolution. The formation of the western legal tradition, Harvard U. Press, Cambridge Mass., 1983, pp. 67ss.,  y Van Caenegem, R., I signori del diritto, Giuffrè, Milán, 1991 (1987), pp. 114 ss.  

12 Según las expresivas palabras de Cordero: “de posesión carismática el talento iusdiagnóstico se vuelve asunto técnico; desaparecen los rabdomantes del sentimiento comunitario” (Cordero, F., Riti.., cit., p. 529). Sobre este desplazamiento cfr. también Weber, M., Economía y sociedad, FCE, México D.F., 1945 (1922), pp. 525 ss. y 629 ss.    

13 Es la tesis que sostiene también Paul Godding, cuando afirma que “la majestad de la función judicial excluye toda idea de justificación de la sentencia” (Godding, P., “Jurisprudence et motivation des sentences, du moyen âge à la fin du 18e siècle”, en Ch. Perelman y P. Foriers [eds.], La motivation des décisions de justice, Bruselas, 1978, p. 20).  

14 Antecedente de la idea de soberanía que será afirmada a medida que se avance hacia el estado absoluto, la supremacía del monarca medieval era un rasgo que provenía, según destaca W. Ullman, de su faz de “rey teocrático” que se agregó –con la incorporación de las ceremonias de ungimiento real y la concepción de la facultad de gobierno como una concesión divina– a su faz de “rey feudal”: mientras bajo su función feudal el rey “tenía que actuar bajo consulta y acuerdo con las otras partes del contrato feudal o, cuando menos, con los barones”, bajo su función teocrática “el rey es libre: cuando opera como vicario de Dios no es responsable ante nadie, y puede desplegar todo el poder que le ha sido otorgado por aquél” (Ullman, W., Principios de gobierno y política en la Edad Media, Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid, 1971 [1961], pp. 155 y 175-6   respectivamente).

15 Gianformaggio, L., “Modelli di ragionamento giuridico. Modello deduttivo, modello induttivo, modello retorico” (1983), ahora en Id., Studi sulla giustificazione giuridica, Giappichelli, Turín, 1986, p. 40.       

16 Massetto, G. P., “Sentenza…”, cit., p. 1204. Ideas semejantes aparecen expresadas también en este pasaje del Style de la Chambre des Enquêtes du Parlament de Paris (citado en Godding, P., “Jurisprudence...”, cit., p. 52): “Nec debent cuilibet apparere secreta curie supreme, que non habet nisi Deum superiorem, que curia quandoque contra iuris rigorem, vel etiam contra ius aliquociens, ordinat ex causa, iusta apud Deum suum superiorem, que forte non reputaretur iusta sive procedere de iure, quod ius non ligat Regem, tamquam superiorem et solutum legibus et iuribus, et contingit aliquotiens propter causas quas non licet cuique dicere nec exprimere”. 

Aún en 1774 la idea supremacía y su vínculo con la exclusión de la motivación de las decisiones de los tribunales supremos encontraba eco en las quejas indignadas con que el Sacro Regio Consiglio, tribunal supremo del reino de Nápoles, recibía la pragmática real que le imponía la obligación de motivar sus decisiones: ella le habría impedido en adelante sentenciar “con fórmulas breves, majestuosas e imperativas como conviene a un magistrado Supremo” y a una corte que no era sino la boca del Rey, “quien aparece como presidiendo este tribunal” (citado en Massetto, G. P., “Sentenza...”, cit., p. 1236).

17 Cfr. Kantorowicz, E., Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Editorial Alianza, Madrid, 1985 (1970), pp. 93 ss.  

18 “Somos dignos de ser llamados los sacerdotes de este arte: pues veneramos a la Justicia y profesamos la sabiduría de lo bueno y lo justo” (Digesto 1,1,1, De iustitia et iure). Esta comparación ya era un lugar común en el siglo XII, como muestra esta cita de una colección de definiciones legales de esa época: “Existe una cosa sagrada que es humana, como las leyes; y existe otra cosa sagrada que es divina, como aquellas cosas que pertenecen a la Iglesia. Y entre los sacerdotes, algunos son sacerdotes divinos, como los presbíteros; otros son humanos, como los magistrados que son llamados sacerdotes porque administran cosas sagradas, esto es, las leyes” (citada en Kantorowicz, E., Los dos cuerpos, cit., p. 124).

19 Ibid., p. 129.

20 Jacob, R., “Le jugement de Dieu et la formation de la fonction de juger dans l’histoire européenne”, Archives de philosophie du droit, 39, 1995, pp. 101-2.

21 Kantorowicz, E., Los dos cuerpos, cit., p. 106. La trasposición de los mysteria eclessiae al ámbito secular se dio no sólo en el ámbito de la jurisdicción sino también en el del gobierno: de ello da cuenta la fórmula de los arcana imperii o “misterios del estado”, que se volvió usual en la literatura jurídica y política e incluso en el lenguaje común, a partir del siglo XVI, para designar los secretos del ejercicio del poder (cfr. Stolleis, M., “‘Arcana imperii’ e’Ratio status’. Osservazioni sulla teoria politica del primo Seicento”, en Id., Stato e ragion di stato nella prima età moderna, Il Mulino, Bolonia, 1998 (1995)). Es interesante notar, en el marco de este breve recuento de los desplazamientos en la sacralidad del poder (y el saber) real, cómo la ciencia jurídica que iba elaborándose en torno al derecho romano justinianeo sirvió para establecer una distancia entre el rey –que era justicia y ley animada en cuanto poseedor de ese saber, personalmente y a través de los juristas de la corona– y los súbditos que debían venerar y obedecer. Pese a la racionalización que la recepción del derecho romano supuso respecto del juicio jurídico (cfr. al respecto Wieacker, F., Storia del diritto privato moderno, v. I, Giuffrè, Milán, 1980, pp. 177ss. y 339ss.),  la ciencia del derecho aparecía como un saber misterioso, oculto: una religio iuris, en palabras de los glosadores (cfr. Kantorowicz, E., Los dos cuerpos.., cit., p. 141-2). Refiriéndose a este punto, Ajello ha mostrado cómo “la visión formal, ideal, sacral del derecho y de la tradición revelaba sus caracteres de instrumentum regni en manos de los sabios, es decir, de los juristas. (...) Un motivo que llevaba desde los arcana religionis a los arcana dominationis, y de ellos a los arcana juris (...)” (Ajello, R., Arcana Juris. Diritto e politica nel settecento italiano, Jovene Editore, Nápoles, 1976, pp. 139-40)     

22 Sobre estas reglas cfr. Garriga, C. y Lorente, M., pp. “El juez y la ley: la motivación de las sentencias (Castilla, 1489 – España, 1855)”, Anuario Facultad de Derecho U. Autónoma de Madrid, 1, 1997, pp. 108-9),    quienes se refieren al reino de Castilla, y Godding, P., “Jurisprudence...”, cit., pp. 53 y 63, que describe las prohibiciones semejantes impuestas a los jueces de los Parlament franceses por diversas ordenanzas a partir del siglo XIV.

23 Citado en Garriga, C. y Lorente, M., “El juez...”, cit., p. 108.

24 Resta, E., “Giudicare, conciliare, mediare”, Politica del diritto, año XXX, nº 4, 1999, p. 557.         [ Links ] La unanimidad no fue, ciertamente, la única estrategia a que se recurrió en los juegos de producción de verdad judicial del antiguo régimen. Como mostrara Michel Focault, en el proceso penal también el recurso a la confesión –ante el tribunal primero, forzada usualmente a través de la tortura, y reiterada luego como retractación pública dentro del ritual del castigo– unido a la imposición pública de penas que anticipaban y evocaban las penitencias del infierno, actuaban también como mecanismos certificadores de la verdad, y la justicia, de la decisión judicial: de ese modo, señala Focault “el suplicio hacía pasar la verdad secreta y escrita del proceso al cuerpo, el gesto y el discurso del criminal” (Focault, M., Vigilar y castigar, Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1998 [1975], p. 71).       

25 Garriga, C. y Lorente, M., “El juez...”, cit., p. 106.

26 Ibid., pp. 107-8.

27 Cit. en Ibid., p. 108.

28 J. de Palafox y Mendoza, Carta a S.M.,Puebla de los Ángeles, 04/06/1641, cit. en Ibid., p. 112.

29 El modelo usual de sentencia fue consistente con las recomendaciones de la communis opinio jurisprudencial a las que antes me he referido: la parte dispositiva era precedida solamente por la exposición de las peticiones y las defensas de las partes y por una fórmula en que el juez se limitaba a declarar que había seguido el ordo iudiciorum. La práctica dominante de no expresar en la sentencia los fundamentos de la decisión admitió sin embargo algunas excepciones: así, por ejemplo, existen testimonios de algunas sentencias motivadas del Parlament de Paris hasta 1330, práctica que ha sido vinculada con el contemporáneo proceso de verificación, por prescripción real, de las costumbres existentes (cfr. Sauvel, T., “Histoire...”, cit., pp. 17-8); también existen testimonios de sentencias fundadas de algunos tribunales hispanos, como por ejemplo ocurría en la Real Chancillería de Granada (cfr. Pedraz Penalva, E., “Ensayo histórico sobre la motivación de las resoluciones judiciales penales y su actual valoración”, Revista General de Derecho, num. 586-587, julio-agosto 1995, p. 7225).     

30 También en la práctica de la Rota romana, el tribunal central del Estado Pontificio en materia civil, hubo cambios a partir del siglo XVI: aunque la sententia siguió siendo inmotivada, se estabilizó en esa época la práctica de presentar a las partes antes de ella un texto, denominado decisio, en el que se exponían resumidamente las conclusiones del colegio judicial con las respectivas rationes dubitandi, con el objeto de permitir a las partes discutirlas y hacer posible de ese modo la revisión por el tribunal de sus propias decisiones en el ámbito del mismo procedimiento. Aunque las decitiones eran consideradas resolutiones extraiudiciales que no se incluían en las actas ni se conservaban, ellas llegaron a adquirir gran importancia entre los operadores del derecho como testimonio de la jurisprudencia de la Rota. (Cfr. Ascheri, M., “I ‘grandi tribunali’ d’Ancien Régime e la motivazione della sentenza”, en Id., Tribunali, giuristi e istituzioni. Dal medioevo all’ età moderna, Il Mulino, Bolonia, 1995, pp. 102 ss.).

31 Esta regla de restricción de la publicidad de la sentencia admitió sin embargo algunas excepciones. La más notable la encontramos en la regulación que se realizó de la fundamentación en el reino de Nápoles por una pragmática de 1774, a la que me referiré más adelante, y que preveía la publicación mediante imprenta de las sentencias motivadas: la radicalidad de esta innovación, que anticipa una temática que recuperará la legislación revolucionaria francesa, no llegó sin embargo a conseguir eficacia y la pragmática terminó siendo derogada. En el contexto de otra legislación procesal del absolutismo ilustrado, la prusiana, sólo se preveía la publicidad mediante lectura respecto de las partes del juicio (especialmente en el Allgemeine Gerichtsordnung für die Prussichen Staaten de 1781: Título XIII, § 44); casi contemporáneamente además, en 1784, se restringían las posibilidades de crítica pública a través de la siguiente ordenanza de Federico II: “Una persona privada no está autorizada a emitir juicios públicos, especialmente juicios reprobatorios, sobre tratados, procederes, leyes, reglas y directivas del soberano y de la corte, de sus servidores estatales, de colegios y cortes judiciales, ni está autorizada a dar a conocer noticias recibidas acerca de todo ello ni a divulgarlas por medio de la impresión. Una persona privada no está capacitada para someter todas esas cosas a juicio porque le falta el conocimiento completo de las circunstancias y los motivos” (Wörterbuch der hochdeutschen Mundart, Viena, 1808, 3ª parte, p. 856, citado en Habermas, J. Historia y crítica de la opinión pública [1962], Domènech, Gustavo Gili, Barcelona, 1981, p. 63).      

32 Cfr. el texto clásico de Meinecke, F., La idea de razón de Estado en la edad moderna, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983 (1924) y también Borrelli, G., Ragion di Stato e Leviatano, Il Mulino, Bolonia, 1993.  

33 Ascheri, M., “Firenze dalla reppublica al principato: la motivazione della sentenza e l’edizione delle pandette”, en Id., Tribunali, giuristi e istituzioni. Dal medioevo all’ età moderna, Il Mulino, Bolonia, 1995.    

34 Ya desde la creación de la Rota florentina, en el marco de la reforma judicial de 1502, se había hecho referencia expresa a la motivación de sus decisiones, exigiendo que en caso de falta de unanimidad tanto los jueces de mayoría como los de minoría expresaran por escrito en la sentencia sus motivos, que debían ser luego transcritos por un actuario en un libro públicamente accesible, conservado por el Procónsul del Arte de los jueces y notarios. En caso de decisión unánime, la sentencia no debía incluir las razones de la decisión, las que podían sin embargo ser comunicadas por escrito a las partes en caso de que lo solicitaran. Una nueva reforma extendió en 1532 la exigencia de enunciar la justificación de la decisión –“la ley, y las doctrinas, y las razones inductivas, y los motivos de su Juicio”– a todas las sentencias civiles de la Rota, contemplando una sanción pecuniaria para el juez que faltara a esa obligación. Sólo se excluían de la obligación de motivación las sentencias de primera instancia, en las que la motivación era facultativa; sin embargo, una ley de reforma de 1560 aplicó también a éstas el principio de obligatoriedad de la motivación. Finalmente, una reforma de 1678 adoptó un criterio diferente e impuso a la Rota la obligación de motivar todas las sentencias civiles que se refirieran a causas de valor superior a cien ducados o no susceptibles de valoración pecuniaria. A lo largo de todas estas reformas se conservó, además de la obligatoriedad de la motivación, su accesibilidad general a través de un mecanismo de publicidad que permitía a cualquier persona obtener una copia de la decisión y sus razones justificativas. Cfr. Ascheri, M., “Firenze...”, cit., y también Taruffo, M., “L’obbligo ...”, cit., pp. 279 ss.

35 Ascheri, M., “Firenze...”, cit., p. 59.

36 Ibid., pp. 61ss.

37 Cfr. Damaska, M., Las caras de la Justicia y el poder del Estado, trad. cast. de A. Morales, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2000 (1986), pp. 57-59 y 88.        [ Links ]
38 Cfr. Taruffo, M., “L’obbligo...”, cit., pp. 274 ss. y La motivazione...,cit., pp. 328ss.

39 Sobre estas exigencias de fundamentación cfr. Taruffo, M., “L’obbligo....”, cit., pp. 280ss.

40 En Francia no fue necesaria una prohibición de la fundamentación, pues en la práctica judicial se había impuesto un modelo de sentencia inmotivada, pero sí se adoptaron diversas medidas destinadas a velar por los “secretos de la Corte” –la expresión que utilizaba la ordenanza de 13 de enero de 1344 sobre el secreto de las deliberaciones–, impidiendo la publicación privada de fallos judiciales o de comentarios sobre ellos. Cfr. al respecto Sauvel, T., “Histoire...”, cit., pp. 31ss.

41 Esa Real Cédula se encuentra recogida en la Novísima Recopilación de las Leyes de España, VIII, Tit. XVI, Lib. XI. Aunque la fecha que allí se indica para su promulgación es el 23 de junio de 1778, se ha sostenido que el año debe rectificarse por 1768 (cfr. Garriga, C. y Lorente, M., “El juez...”, cit., p. 101, quienes refieren sobre el punto a Mariluz Urquijo, J. M., “La acción de sentenciar a través de los apuntes de Benito de Mata Linares”, en Revista de Historia del Derecho, 4, 1976).  

42 Se ordena el cese de la práctica de motivar “para evitar los perjuicios que resultan (...) dando lugar a cavilaciones de los litigantes, consumiendo mucho tiempo en la extensión de las sentencias, que vienen a ser un resumen del proceso, y las costas que a las partes se siguen”.

43 Es la tesis que sostienen, por ejemplo, Ernesto Pedraz Penalva y Luis Prieto Sanchís. Cfr. Pedraz Penalva, E., “Ensayo histórico..”, cit., pp. 7228-9, y Prieto Sanchís, L., “Motivazione delle decisioni giuridiche e certezza del diritto”, Studi Senesi, CVI, fasc. 3, 1994, pp. 403-4.  

44 El texto de la Pragmática puede consultarse en Massetto, G., “Sentenza...”, cit., pp. 1221 y 1236.

45 Sobre este proceso, ya afianzado en torno al siglo XVI, cfr. Plucknett, A., A concise history of the common law, 5ª edición, Londres, 1956, pp. 342ss.         [ Links ] y Van Caenegem, R., The birth of english common law, Cambridge U. Press, Cambridge, 1973.      

46 Si desde este punto de vista la fundamentación de las sentencias aparece como una condición necesaria para la formación de un sistema de precedente vinculante, desde otra perspectiva es posible sostener que de una práctica de exponer públicamente las razones generales que fundan una decisión particular debería seguirse un sistema de respeto al precedente, en cuanto principios mínimos de racionalidad discursiva, como los de sinceridad y no-contradicción, llevan a vincular a esa enunciación pública de razones un compromiso con su mantenimiento frente a casos futuros similares. Interesantes exploraciones de esta última perspectiva pueden encontrarse en Schauer, F., “Giving reasons”, Stanford Law Review, vol. 47, 1995, pp. 633-659,    y en Alexy, R., Teoría de la argumentación jurídica, Centro de Estudios Constitucionales, 1997 (1978), pp. 261ss.  

47 A ellas se confiaba, como señala Ascheri (“I grandi tribunali...”, cit., p. 91), “la función de crear un campo de certezas –dado que entonces era para todos obvio que en la gran mayoría de los casos importaba descubrir en juicio no tanto la norma legal a aplicar sino la ‘doctrina puntualis’–, más allá de las antinomias y controversias propias de la literatura proveniente de Universidades, consultores, tratadistas, recolectores de ‘communes opiniones’, etcétera”.

48 Cfr. Ibid., pp. 120-3, y Godding, P., “La jurisprudence...”, cit., pp. 62ss. Cuando las sentencias carecían de motivación –y eso era, según hemos visto, lo usual– las colecciones no reproducían documentos oficiales sino que contenían relatos de los litigios, en los que se narraban las circunstancias del caso, los argumentos de las partes, la deliberación de los magistrados, los motivos de la decisión.

49 De Ferriere, C. J., Dictionnaire de droit et de pratique, II. Jurisprudence des arrêts, Paris, 1779 (citado en Godding, P., “La jurisprudence...”, cit., p. 65. Un testimonio expresivo es el de Raoul Spifame, un jurista del siglo XVI que dedicó buena parte de su vida a imaginar falsas ordenanzas de Enrique II, entre las que incluyó una referida a la necesidad de una publicación regular de las decisiones judiciales y su motivación que, según cita Tony Sauvel, disponía: “... que todos los jueces expresen en los dichos de sus sentencias y juicios la causa expresa y especial de ellos para formar una ley general y dar forma a los juicios en los procesos futuros fundados sobre las mismas razones y las mismas diferencias...y para aquel fin ordeno que todos los dichos, sentencias y fallos sean impresos, de modo que cada uno pueda recurrir a ellos para su ayuda, consejo y dirección” .
El mismo autor menciona testimonios de demandas similares formuladas en las convocatorias de los Estados generales: una de 1560, donde a petición de la nobleza se solicitó la supresión de los fallos no motivados y la imposición a los jueces de un deber de “expresar y declarar los motivos de sus juicios” para que de ese modo sus fallos “sirvan como instrucción a todos en causas similares”; y otra muy similar de 1614 en que el Tercer Estado reclamaba que los juicios fueran motivados para que “los motivos sirvan ellos mismos de leyes” (Sauvel, T., “Histoire...”, cit., pp. 27-8).

50 Este vínculo reapareció en el continente a medida que, avanzando el siglo XIX, fue cediendo la inicial confianza en la autosuficiencia de los códigos, varió la comprensión de la misión de las cortes de casación –de ser guardianas del texto expreso de la ley a ser, como lúcidamente dijera Geny (Méthode d’ interprétation et sources de droit privé positif, Libraire générale de droit & de jurisprudence, Paris, 1932, p. 88), “soberanas de la interpretación”– y se volvió progresivamente a valorar como un bien ligado a la certeza la uniformidad de la jurisprudencia.

51 La distinción entre la perspetiva ex parte principis y la perspectiva ex parte populi fue sugerida por Bobbio como una herramienta útil en el análisis de cualquier problema referente a la esfera política (Bobbio, N., “La democracia y el poder invisible”, en El futuro de la democracia, trad. cast. J.F. Fernández Santillán, FCE, Buenos Aires, 1993 [1985], p. 79).       
Recientemente Luigi Ferrajoli ha recuperado el uso de esta distinción de perspectivas, aunque con un sentido algo diverso, para referir, respectivamente, al punto de vista interno o de la validez jurídica y al punto de vista externo o de la legitimidad ético-política (Ferrajoli, L., Derecho y razón..., cit., pp. 854 y 880ss.).

52 Taruffo, M., “L’obbligo di motivazione della sentenza civile tra diritto comune e illuminismo”, cit. El desinterés de la ilustración jurídica por la fundamentación de las sentencias no fue, sin embargo, absoluto. Hubo algunas voces aisladas que destacaron circunstancialmente su potencial garantista. Entre ellas destaca un texto de Gaetano Filangeri, quien comentando la pragmática napolitana de 1774 que estableció la obligatoriedad general de la motivación y su publicidad mediante impresión, afirmaba que ésta induciría al juez a ponderar mejor su decisión, alejándolo de la parcialidad y el arbitrio y que además expondría su actuación al control crítico de la opinión pública: “No es sólo una persona la que debe ser persuadida por las falaces inducciones de un juez corrupto; es un público entero, inexorable en sus juicios, el que debe examinar sus decisiones. Nada ha provocado tanto temor, aun en los espíritus más intrépidos, como la censura pública. (...) Si la opinión de la propia seguridad es la base de la libertad social (...) y si esta opinión se refiere a la suma y a la intensidad de los obstáculos que un ciudadano debe superar para violar los derechos de otro ciudadano, no encuentro medio más efectivo para fomentar esta saludable opinión, en relación a los magistrados, que aquél de constreñirlos a dar razón al público de la justicia de sus decisiones” (Filangeri, G., Riflessioni politiche..., cit., p. 252). Entre los philosophes franceses sólo Condorcet y Voltaire prestaron alguna atención a la fundamentación de las decisiones judiciales. El primero señalaba, en un texto crítico de las arbitrariedades de la justicia penal, como una exigencia de derecho natural “que todo hombre que emplee contra miembros de la sociedad la fuerza que ella le ha confiado, le rinda cuentas de las causas que le han movido a ello” (Condorcet, Réflections d’un citoyen non gradué sur un procés bien connu [1786], en Oeuvres de Condorcet, Firmin Didot, París, 1847, vol. VII, p. 152). El segundo, por su parte, comentando el libro de Beccaria, De los delitos y las penas, se preguntaba “¿por qué en algunos países las sentencias no son nunca motivadas? ¿hay acaso vergüenza en dar el motivo de un juicio?”(Voltaire, “Commentaire sur le livre des délits et des peines par un avocat de province” [1766], en Id., Melanges, Gallimard, Paris, 1961, p. 825).

53 Hablar de una concepción ilustrada de la función judicial implica ciertamente una simplificación de un conjunto complejo de ideas que tuvieron una génesis y una difusión diferente, además de una generalización que pasa por alto importantes diferencias entre las posiciones de los autores que las sostuvieron. Creo que en el marco de este trabajo ese nivel de generalidad es, sin embargo, suficiente para caracterizar los tópicos que perfilaron la imagen deseable de la función judicial que se integró al proyecto político liberal. Cfr. sobre ella Cattaneo, M., Illuminismo e legislazione, Edizioni di Comunità, Milán, 1966.

54 Cfr. Accatino, D., “La conocibilidad del derecho y la extinción de los abogados: un corolario utópico de la codificación”, en Revista de Derecho, U. Austral de Chile, vol. X, diciembre 1999.

55 Cfr. Taruffo, M., “L’obbligo....”, cit., pp. 268-9. La misma explicación ofrece Letizia Gianformaggio, destacando como la ausencia de preocupación por la motivación de la sentencia es coherente con la supuesta evidencia de la solución judicial (Gianformaggio, L., “Modelli di ragionamento...”, cit., pp. 44-5).

56 Cfr. Vigoriti, V., “La pubblicità delle procedure giudiziarie (Prolegomeni storicocomparativi), Rivista Trimestrale di diritto processuale civile, 1973, pp. 1423-1488.    
Una de las más brillantes defensas de la publicidad de los procesos se encuentra en la obra de Jeremy Bentham. En su Tratado de las pruebas judiciales (Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1959 [1823], pp. 140ss.) Bentham sostiene que la publicidad, “alma de la justicia” (p. 140), no sólo podía favorecer la veracidad del testimonio, sino que sobre todo debía asegurar la probidad de los jueces, actuando como “freno en el ejercicio de un poder del que es tan fácil abusar” pues el juez, sometido continuamente al “tribunal” de la “opinión pública”, “aunque llevase la injusticia en el corazón, sería justo a pesar suyo por estar en una posición en la que no puede hacer nada sin suministrar pruebas en contra de sí mismo” (pp. 142-3). A la vez que hace visible el juicio a la crítica de sus espectadores, la publicidad, al dotar también de “apariencia” de justicia a la decisión, funda según Bentham la “confianza del público” en las sentencias de los tribunales.
Por el contrario, el secreto provoca naturalmente la desconfianza pública, pues “la inocencia y el misterio nunca van juntos, y quien se oculta está más que a medias convicto” (p. 145). Ya Kant en La paz perpetua (Calpe, Madrid, 1919 [1795], pp. 77- 8) había expresado una idea similar al sostener que “sin publicidad no habría justicia, pues la justicia no se concibe oculta, sino públicamente manifiesta”, de modo que “las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas si su máxima no admite publicidad”, pues “(e)n efecto, una máxima que no puedo manifestar en alta voz, que ha de permanecer secreta, so pena de hacer fracasar mi propósito; una máxima que no puedo reconocer públicamente sin provocar en el acto la oposición de todos a mi proyecto; una máxima que de ser conocida suscitaría contra mí una enemistad necesaria y universal y, por lo tanto, cognoscible a priori; una máxima que tiene tales consecuencias, las tiene forzosamente porque encierra una amenaza injusta al derecho de los demás”.

57 Cfr. artículo 15, título V de la ley de 16- 24 de agosto de 1790 sobre la organización judicial, que disponía que “Los juicios deben bajo pena de nulidad ser motivados” y luego el artículo 208 de la Constitución del año III, que establecía que “Las sesiones de los tribunales son públicas; los jueces deliberan en secreto; las sentencias son pronunciadas en voz alta; ellas son motivadas y enuncian los términos de la ley aplicada”.

58 La Corte de casación fue creada a través de la ley de 27 noviembre-1 diciembre de 1790 –poco tiempo después de la ley que se refería a la motivación– como una emanación del poder legislativo, encargado de controlar la actuación de los jueces y anular “todo juicio que contenga una contravención expresa del texto de la ley” (artículo 3º).

59 En relación al primer punto, como dice G. Poggi refiriéndose a las revoluciones francesa y americana, “los fines constitucionales de la revolución expresamente hicieron del proceso electoral un mecanismo (al menos desde el punto de vista formal) para transmitir periódicamente a un cuerpo legislativo las preferencias políticas que se formaban al interior de un cuerpo constituyente amplio (el pueblo de los Estados Unidos, la nación francesa)” (Poggi, G., Lo stato. Natura, sviluppo, prospettive, Il Mulino, Bolonia, 1992, pp. 83ss.).    
Sobre el segundo punto cfr. Cattaneo, M. , Illuminismo..., cit., pp. 99ss.

60 Taruffo, M., “L’obbligo..., cit., pp. 271.

61 Cfr. Habermas, J. Historia..., cit., pp. 115ss.

62 Esta forma extremadamente penetrante de control –que había sido requerida años antes en los cahiers de doléances– fue establecida respecto de los juicios civiles por la Constitución de 1793 (artículo 94) y respecto de los juicios penales por la ley de 26 de junio de 1793. Su vigencia sólo se extendió hasta 1795, cuando la Constitución del año III dispuso el secreto de la deliberación y dio rango constitucional a la exigencia de motivación (artículo 208). Cfr. Vigoriti, V., “La pubblicità...”, cit., pp. 1447 y 1465-6. A partir de entonces la motivación constituyó el único vehículo de control sobre el razonamiento judicial y el modelo silogístico de juicio, que integraba la concepción ilustrada de la función judicial, pasó, casi imperceptiblemente, de ser un modelo de razonamiento decisorio a uno de razonamiento justificativo.
 La fundamentación sólo permitirá conocer la posición que obtuvo el consenso unánime o mayoritario dentro de un tribunal colegiado, a menos que se admita la expresión de votos disidentes. Aunque la aceptación de la expresión y justificación de los votos particulares habría sido coherente con la voluntad de extender la publicidad al ámbito de la deliberación del tribunal, ella no encontró reconocimiento en la legislación francesa (y, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros ordenamientos de tradición continental, especialmente tras la Segunda Guerra, no lo encuentra todavía: cfr. Ezquiaga Ganuzas, F.J., El voto particular, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990, pp. 66ss.),  probablemente porque el modelo silogístico de decisión judicial fundada en la ley esbozaba de nuevo la imagen de una verdad judicial única, necesariamente unánime. El modelo más cercano al de la deliberación pública es el de los tribunales ingleses, en los que cada juez da lectura sucesivamente a su propio voto fundado (opinión), sin que exista una decisión unitaria del tribunal como tal (cfr. Atiyah, P., “Judgements in England”, en AAVV, La sentenza in Europa. Metodo, tecnica e stile, Cedam, Padua, 1988 y MacCormick, N., “The motivation of judgments in the common law”, en Perelman, Ch. y Forier, P. (eds.), La motivation…, cit.).

63 Cfr. Taruffo, M., La motivazione..., cit., pp. 465ss. y “Motivazione della sentenza civile (controllo della)”, en Enciclopedia del diritto, Aggiornamento III, Giuffrè, Milán, 1999, p. 775.

64 Ramat, M., “Significato costituzionale della motivazione”, en Maranini, G. (ed.), Magistrati o funzionari?, Edizioni di Comunità, Milán, 1962, p. 705.

65 La exigencia de fundamentación de las sentencias fue impuesta por primera vez, aunque sin lograr eficacia, por el Reglamento Constitucional 1822. Sólo en 1837, a través de un Decreto dictado por el Presidente Prieto en ejercicio de las facultades extraordinarias que le habían sido conferidas por ley para hacer frente a la guerra contra Perú, vuelve a establecerse el deber de motivar. Cfr. Hanisch, H., “Contribución al estudio del principio y de la práctica de fundamentación de las sentencias en Chile durante el siglo XIX”, en Revista de Estudios histórico-jurídicos, VII, 1982, pp. 131-173.  

66 Cfr. Bravo, B., “Judicatura e Institucionalidad en Chile (1776-1876): del Absolutismo ilustrado al Liberalismo parlamentario I”, en Revista de Estudios histórico-jurídicos, I, 1976, pp. 61-87;       Aldunate, E., “La constitución monárquica del poder judicial”, en Revista de Derecho de la U. Católica de Valparaíso, XXII, 2001, pp. 193-207.        [

67 Bello, A., “Necesidad de fundar las sentencias”, en El Araucano, Nº 197, 20 de junio de 1834, ahora en Id., Escritos jurídicos, políticos y universitarios, selección y prólogo de Agustín Squella, Edeval, Valparaíso, 1979, p.112.

68 Bello, A., “Administración de justicia”, en El Araucano, Nº 296, 6 de mayo de 1836, ahora en Id., Obras completas, Tomo IX, Santiago, 1885, p. 152.

69 Tomo la expresión del libro del mismo nombre de E. García de Enterría, La lengua de los derechos. La formación del derecho público europeo tras la revolución francesa, Alianza, Madrid, 1994.

70 Los textos constitucionales revolucionarios hacían expresa referencia a la garantía social: la Constitución del año I, señalaba en su artículo 23 “la garantía social consiste en la acción de todos para asegurar a cada uno el disfrute y la conservación de sus derechos; esta garantía descansa en la soberanía nacional”; y la Constitución del año III –la misma que dio jerarquía constitucional al principio de obligatoriedad y publicidad de la motivación–, que se cerraba con la siguiente disposición: “el pueblo francés confía en depósito la presente Constitución a la fidelidad del cuerpo legislativo, del Directorio ejecutivo, de los administradores y de los jueces; a la vigilancia de los padres de familia, a las esposas y a las madres, al afecto de los ciudadanos jóvenes, al coraje de todos los franceses”.

71 Un cambio jurídico que ha estimulado la discusión sobre la fundamentación de las sentencias ha sido la formación en diversos ordenamientos de tradición jurídica continental de tribunales constitucionales, muchos de los cuales han realizado notables esfuerzos argumentativos en sus fallos para dar legitimidad a su posición de garantes últimos de la Constitución, capaces de imponer su comprensión de la misma a la expresada por los legisladores democráticamente legitimados. Cfr. una buena sinopsis comparada en Ruggeri, A. (ed.), La motivazione delle decisioni della Corte Costituzionale, Giappichelli, Turín, 1994.        
 Ese mismo proceso ha conducido a un fortalecimiento de la posición de la exigencia de motivación como derecho fundamental procesal: cfr., por ejemplo, en relación a la experiencia española Colomer Hernández, I., La motivación de la sentencias: sus exigencias constitucionales y legales, Tirant lo Blanch, Valencia, 2003, e Igartúa Salaverría, J., La motivación de las sentencias: imperativo constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003.


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