—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

400.-Constitución de Bayona de 1808.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; Carla Vargas Berrios; Alamiro Fernandez Acevedo; 


Constitución  de Bayona de 1808.



Aldo Ahumada Chu Han


En el nombre de Dios Todopoderoso: Don José Napoleón, por la gracia de Dios, Rey de las Españas y de las Indias: Habiendo oído a la Junta nacional, congregada en Bayona de orden de nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, Emperador de los franceses y Rey de Italia, protector de la Confederación del Rhin, etc.

Hemos decretado y decretamos la presente Constitución, para que se guarde como ley fundamental de nuestros Estados y como base del pacto que une a nuestros pueblos con Nos, y a Nos con nuestros pueblos.




TÍTULO 1 - DE LA RELIGIÓN.

Artículo 1. La religión Católica, Apostólica y Romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la Nación, y no se permitirá ninguna otra.

TÍTULO II - DE LA SUCESIÓN DE LA CORONA.

Art. 2. La Corona de las Españas y de las Indias será hereditaria en nuestra descendencia directa, natural y legítima, de varón en varón, por orden de primogenitura y con exclusión perpetua de las hembras. En defecto de nuestra descendencia masculina natural y legítima, la Corona de España y de las Indias volverá a nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, Emperador de los franceses y Rey de Italia, y a sus herederos y descendientes varones, naturales y legítimos o adoptivos. En defecto de la descendencia masculina, natural o legítima o adoptiva de dicho nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, pasará la Corona a los descendientes varones, naturales legítimos, del príncipe Luis-Napoleón, Rey de Holanda. En defecto de descendencia masculina natural y legítima del príncipe Luis-Napoleón, a los descendientes varones naturales y legítimos del príncipe Jerónimo-Napoleón, Rey de Westfalia. En defecto de éstos, al hijo primogénito, nacido antes de la muerte del último Rey, de la hija primogénita entre las que tengan hijos varones, y a su descendencia masculina, natural y legítima, y en caso que el último Rey no hubiese dejado hija que tenga varón, a aquél que haya sido designado por su testamento, ya sea entre sus parientes más cercanos, o ya entre aquellos que haya creído más dignos de gobernar a los españoles. Esta designación del Rey se presentará a las Cortes para su aprobación.

Art. 3. La Corona de las Españas y de las Indias no podrá reunirse nunca con otra en una misma persona.

Art. 4. En todos los edictos, leyes y reglamentos, los títulos del Rey de las Españas serán: D. N..., por la gracia de Dios y por la Constitución del Estado, Rey de las Españas y de las Indias.

Art. 5. El Rey, al subir al Trono o al llegar a la mayor edad, prestará juramento sobre los Evangelios, y en presencia del Senado, del Consejo de Estado, de las Cortes y del Consejo Real, llamado de Castilla. El ministro Secretario de Estado extenderá el acta de la presentación del juramento.

Art. 6. La fórmula del juramento del Rey será la siguiente: "Juro sobre los santos Evangelios respetar y hacer respetar nuestra santa religión, observar y hacer observar la Constitución, conservar la integridad y la independencia de España y sus posesiones, respetar y hacer respetar la libertad individual y la propiedad y gobernar solamente con la mira del interés, de la felicidad y de la gloria de la nación española."

Art. 7. Los pueblos de las Españas y de las Indias prestarán juramento al Rey en esta forma: "Juro fidelidad y obediencia al Rey, a la Constitución y a las leyes."

TÍTULO III - DE LA REGENCIA.

Art. 8. El Rey será menor hasta la edad de diez y ocho años cumplidos. Durante su menor edad habrá un Regente del reino

Art. 9. El Regente deberá tener, a lo menos, veinticinco años cumplidos.

Art. 10. Será Regente el que hubiere sido designado por el Rey predecesor, entre los infantes que tengan la edad determinada en el artículo antecedente.

Art. 11. En defecto de esta designación del Rey predecesor, recaerá la Regencia en el infante más distante del Trono en el orden de herencia, que tenga veinticinco años cumplidos.

Art. 12. Si a causa de la menor edad del infante más distante del Trono en el orden de herencia, recayese la Regencia en un pariente más próximo, éste continuará en el ejercicio de sus funciones hasta que el Rey llegue a su mayor edad.

Art. 13. El Regente no será personalmente responsable de los actos de su administración.

Art. 14. Todos los actos de la Regencia saldrán a nombre del Rey menor.

Art. 15. De la renta con que está dotada la Corona, se tomará la cuarta parte para dotación del Regente.

Art. 16. En el caso de no haber designado Regente el Rey predecesor, y de no tener veinticinco años cumplidos ninguno de los infantes, se formará un Consejo de Regencia, compuesto de los siete senadores más antiguos.

Art. 17. Todos los negocios del Estado se decidirán a pluralidad de votos por el Consejo de Regencia, y el mismo Secretario de Estado llevará registro de las deliberaciones.

Art. 18. La Regencia no dará derecho alguno sobre la persona del Rey menor.

Art. 19. La guarda del Rey menor se confiará al príncipe de signado a este efecto por el predecesor del Rey menor, y en defecto de esta designación a su madre.

Art. 20. Un Consejo de tutela, compuesto de cinco senadores nombrados por el último Rey, tendrá el especial encargo de cuidar de la educación del Rey menor, y será consultado en todos los negocios de importancia relativos a su persona y a su casa. Si el último Rey no hubiera designado los senadores, compondrán este Consejo los cinco más antiguos. En caso que hubiera al mismo tiempo Consejo de Regencia, compondrán el Consejo de tutela los cinco senadores, que se sigan por orden de antigüedad a los del Consejo de Regencia.

TÍTULO IV - DE LA DOTACIÓN DE LA CORONA.

Art. 21. El patrimonio de la Corona se compondrá de los palacios de Madrid, de El Escorial, de San Ildefonso, de Aranjuez, de El Pardo y de todos los demás que hasta ahora han pertenecido a la misma Corona, con los parques, bosques, cercados y propiedades dependientes de ellos, de cualquier naturaleza que sean. Las rentas de estos bienes entrarán en el tesoro de la Corona, y si no llegan a la suma anual de un millón de pesos fuertes, se les agregarán otros bienes patrimoniales, hasta que su producto o renta total complete esta suma.

Art. 22. El Tesoro público entregará al de la Corona una suma anual de dos millones de pesos fuertes, por duodécimas partes o mesadas.

Art. 23. Los infantes de España, luego que lleguen a la edad de doce años, gozarán por alimentos una renta anual, a saber: el Príncipe heredero, de 200.000 pesos fuertes; cada uno de los infantes, de 100.000 pesos fuertes; cada una de las infantas, de 50.000 pesos fuertes. El Tesoro público entregará estas sumas al tesorero de la Corona.

Art. 24. La Reina tendrá de viudedad 400.000 pesos fuertes, que se pagarán del tesoro de la Corona.

TÍTULO V - DE LOS OFICIOS DE LA CASA REAL.

Art. 25. Los jefes de la Casa Real serán seis, a saber: Un capellán mayor. Un mayordomo mayor. Un camarero mayor. Un caballerizo mayor. Un montero mayor. Un gran maestro de ceremonias.

Art. 26. Los gentiles-hombres de Cámara, mayordomos de semana, capellanes de honor, maestros de ceremonias, caballerizos y ballesteros, son de la servidumbre de la Casa Real.

TÍTULO VI - DEL MINISTERIO.

Art. 27. Habrá nueve Ministerios, a saber: Un Ministerio de Justicia. Otro de Negocios Eclesiásticos. Otro de Negocios Extranjeros. Otro del Interior. Otro de Hacienda. Otro de Guerra. Otro de Marina. Otro de Indias. Otro de Policía General.

Art. 28. Un Secretario de Estado, con la calidad de ministro, refrendará todos los decretos.

Art. 29. El Rey podrá reunir, cuando lo tenga por conveniente, el Ministerio de Negocios Eclesiásticos al de Justicia y el de Policía General al del Interior.

Art. 30. No habrá otra preferencia entre los ministros que la de la antigüedad de sus nombramientos.

Art. 31. Los ministros, cada uno en la parte que le toca, serán responsables de la ejecución de las leyes y de las órdenes del Rey.

TÍTULO VII - DEL SENADO.

Art. 32. El Senado se compondrá: 1.º De los infantes de España que tengan diez y ocho años cumplidos. 2.º De veinticuatro individuos, nombrados por el Rey entre los ministros, los capitanes generales del Ejército y Armada, los embajadores, consejeros de Estado y los del Consejo Real.

Art. 33. Ninguno podrá ser nombrado senador si no tiene cuarenta años cumplidos.

Art. 34. Las plazas de senador serán de por vida. No se podrá privar a los senadores del ejercicio de sus funciones, sino en virtud de una sentencia legal dada por los Tribunales competentes.

Art. 35. Los consejeros de Estado actuales serán individuos del Senado. No se hará ningún nombramiento hasta que hayan quedado reducidos a menos del número de veinticuatro, determinado por el artículo 32.

Art. 36. El presidente del Senado será nombrado por el Rey, y elegido entre los senadores. Sus funciones durarán un año.

Art. 37. Convocará el Senado, o de orden del Rey, o a petición de las Juntas de que se hablará después en los artículos 41 y 45, o para los negocios interiores del cuerpo.

Art. 38. En caso de sublevación a mano armada, o de inquietudes que amenacen la seguridad del Estado, el Senado, a propuesta del Rey, podrá suspender el imperio de la Constitución por tiempo y en lugares determinados. Podrá, asimismo, en casos de urgencia y a propuesta del Rey tomar las demás medidas extraordinarias, que exija la conservación de la seguridad pública.

Art. 39. Toca al Senado velar sobre la conservación de la libertad individual y de la libertad de la imprenta, luego que esta última se establezca por ley, como se previene después, título XIII, artículo 145. El Senado ejercerá facultades de modo que se prescribirá en los artículos siguientes.

Art. 40. Una junta de cinco senadores nombrados por el mismo Senado, conocerá, en virtud de parte que le da el ministro de Policía General, de las prisiones ejecutadas con arreglo al artículo 134 del título XIII, cuando las personas presas no han sido puestas en libertad, o entregadas a disposición de los tribunales, dentro de un mes de su prisión. Esta junta se llamará Junta Senatoria de Libertad Individual.

Art. 41. Todas las personas presas y no puestas en libertad o en juicio dentro del mes de su prisión, podrán recurrir directamente por sí, sus parientes o representantes, y por medio de petición, a la Junta Senatoria de Libertad Individual.

Art. 42. Cuando la Junta senatoria entienda que el interés del Estado no justifica la detención prolongada por más de un mes, requerirá al ministro que mandó la prisión, para que haga poner en libertad a la persona detenida o la entregue a disposición del Tribunal competente.

Art. 43. Si después de tres requisiciones consecutivas, hechas en el espacio de un mes, la persona detenida no fuese puesta en libertad, o remitida a los Tribunales ordinarios, la Junta pedirá que se convoque al Senado, el cual, si hay méritos para ello, hará la siguiente declaración: "Hay vehementes presunciones de que N... está detenido arbitrariamente." El presidente pondrá en manos del Rey la deliberación motivada del Senado.

Art. 44. Esa deliberación será examinada, en virtud de orden del Rey por una junta compuesta de los presidentes de sección del Consejo de Estado y de cinco individuos del Consejo Real.

Art. 45. Una junta de cinco senadores, nombrados por el mismo Senado, tendrá el encargo de velar sobre la libertad de la imprenta. Los papeles periódicos no se comprenderán en la disposición de este artículo. Esta junta se llamará Junta Senatoria de Libertad de la Imprenta.

Art. 46. Los autores, impresores y libreros, que crean tener motivo para quejarse de que se les haya impedido la impresión o Ja venta de una obra, podrán recurrir directamente, y por medio de petición, a la Junta Senatoria de Libertad de la Imprenta.

Art. 47. Cuando la Junta entienda que la publicación de la obra no perjudica al Estado, requerirá al ministro que ha dado la orden para que la revoque.

Art. 48. Si después de tres requisiciones consecutivas, hechas en el espacio de un mes, no la revocase, la Junta pedirá que se convoque el Senado, el cual, si hay méritos para ello, hará la declaración siguiente: "Hay vehementes presunciones de que la libertad de la imprenta ha sido quebrantada." El presidente pondrá en manos del Rey la deliberación motivada del Senado.

Art. 49. Esta deliberación será examinada de orden del Rey, por una junta compuesta como se previno arriba (art. 44).

Art. 50. Los individuos de estas dos Juntas se renovarán por quintas partes cada seis meses.

Art. 51. Sólo el Senado, a propuesta del Rey, podrá anular como inconstitucionales las operaciones de las juntas de elección, para el nombramiento de diputados de las provincias, o las de los Ayuntamientos para el nombramiento de diputados de las ciudades.

TÍTULO VIII - DEL CONSEJO DE ESTADO.

Art. 52. Habrá un Consejo de Estado presidido por el Rey, que se compondrá de treinta individuos a lo menos, y de sesenta cuando más, y se dividirá en seis secciones, a saber: Sección de Justicia y de Negocios Eclesiásticos. Sección de lo Interior y Policía General. Sección de Hacienda. Sección de Guerra. Sección de Marina y Sección de Indias. Cada sección tendrá un presidente y cuatro individuos a lo menos.

Art. 53. El Príncipe heredero podrá asistir a las sesiones del Consejo de Estado luego que llegue a la edad de quince años.

Art. 54. Serán individuos natos del Consejo de Estado, los ministros y el presidente del Consejo Real; asistirán a sus sesiones cuando lo tengan por conveniente; no harán parte de ninguna sección, ni entrarán en cuenta para el número fijado en el artículo antecedente.

Art. 55. Habrá seis diputados de Indias adjuntos a la Sección de Indias, con voz consultiva, conforme a lo que se establece más adelante, art. 95, título X.

Art. 56. El Consejo de Estado tendrá consultores, asistentes y abogados del Consejo.

Art. 57. Los proyectos de leyes civiles y criminales y los reglamentos generales de administración pública serán examinados y extendidos por el Consejo de Estado.

Art. 58. Conocerá de las competencias de jurisdicción entre los cuerpos administrativos y judiciales, de la parte contenciosa, de la administración y de la citación a juicio de los agentes o empleados de la administración pública.

Art. 59. El Consejo de Estado, en los negocios de su dotación, no tendrá sino voto consultivo.

Art. 60. Los decretos del Rey sobre objetos correspondientes a la decisión de las Cortes, tendrán fuerza de ley hasta las primeras que se celebren, siempre que sean ventilados en el Consejo de Estado.

TÍTULO IX - DE LAS CORTES.

Art. 61. Habrá Cortes o Juntas de la Nación, compuestas de 172 individuos, divididos en tres estamentos, a saber: El estamento del clero. El de la nobleza. El del pueblo. El estamento del clero se colocará a la derecha del Trono, el de la nobleza a la izquierda y en frente el estamento del pueblo.

Art. 62. El estamento del clero se compondrá de 25 arzobispos y obispos.

Art. 63. El estamento de la nobleza se compondrá de 25 nobles, que se titularán Grandes de Cortes.

Artículo 64. El estamento del pueblo se compondrá: 1.º De 62 diputados de las provincias de España e Indias. 2.º De 30 diputados de las ciudades principales de España e islas adyacentes. 3.º De 15 negociantes o comerciantes. 4.º De 15 diputados de las Universidades, personas sabias o distinguidas por su mérito personal en las ciencias o en las artes.

Art. 65. Los arzobispos y obispos, que componen el estamento del Clero, serán elevados a la clase de individuos de Cortes por una cédula sellada con el gran sello del Estado, y no podrán ser privados del ejercicio de sus funciones, sino en virtud de una sentencia dada por los tribunales competentes y en forma legal.

Art. 66. Los nobles, para ser elevados a la clase de Grandes de Cortes, deberán disfrutar una renta anual de 20.000 pesos fuertes a lo menos, o haber hecho largos e importantes servicios en la carrera civil o militan Serán elevados a esta clase por una cédula sellada con el gran sello del Estado, y no podrán ser privados del ejercicio de sus funciones, sino en virtud de una sentencia dada por los tribunales competentes y en forma legal.

Art. 67. Los diputados de las provincias de Estado e islas adyacentes serán nombrados por éstas a razón de un diputado por 300.000 habitantes, poco más o menos. Para este efecto se dividirán las provincias en partidos de elección, que compongan la población necesaria, para tener derecho a la elección de un diputado.

Art. 68. La junta que ha de proceder a la elección del diputado de partido recibirá su organización de una ley hecha en Cortes, y hasta esta época se compondrá: 1.º Del decano de los regidores de todo pueblo que tenga a lo menos cien habitantes, y si en algún partido no hay 20 pueblos, que tengan este vecindario, se reunirán las poblaciones pequeñas, para dar un elector a razón de cien habitantes, sacándose éste por suerte, entre los regidores decanos, de cada uno de los referidos pueblos. 2.º Del decano de los curas de los pueblos principales del partido, los cuales se designarán de manera que el numero de los electores eclesiásticos no exceda del tercio del número total de los individuos de la junta de elección.

Art. 69. Las juntas de elección no podrán celebrarse, sino en virtud de real cédula de convocación, en que se expresen el objeto y lugar de la reunión, y la época de la apertura y de la conclusión de la junta. El presidente de ella será nombrado por el Rey.

Art. 70. La elección de diputados de las provincias de Indias se hará conforme a lo que se previene en el artículo 93, título X.

Art. 71. Los diputados de las 30 ciudades principales del reino serán nombrados por el Ayuntamiento de cada una de ellas.

Art. 72. Para ser diputado por las provincias o por las ciudades se necesitará ser propietario de bienes raíces.

Art. 73. Los 15 negociantes o comerciantes serán elegidos entre los individuos de las Juntas de Comercio y entre los negociantes más ricos y más acreditados del Reino, y serán nombrados por el Rey entre aquellos que se hallen comprendidos en una lista de 15 individuos, formada por cada uno de los Tribunales y Juntas de Comercio. El Tribunal y la Junta de Comercio se reunirá en cada ciudad para formar en común su lista de presentación.

Art. 74. Los diputados de las Universidades, sabios y hombres distinguidos por su mérito personal en las ciencias y en las artes, serán nombrados por el Rey entre los comprendidos en una lista: 1.º De 15 candidatos presentados por el Consejo Real; 2.º De siete candidatos presentados por cada una de las Universidades del Reino.

Art. 75. Los individuos del estamento del pueblo se renovarán de unas Cortes para otras, pero podrán ser reelegidos para las Cortes inmediatas. Sin embargo, el que hubiese asistido a dos juntas de Cortes consecutivas no podrá ser nombrado de nuevo sino guardando un hueco de tres años.

Art. 76. Las Cortes se juntarán en virtud de convocación hecha por el Rey. No podrán ser diferidas, prorrogadas ni disueltas sino de su orden. Se juntarán a lo menos una vez cada tres años.

Art. 77. El presidente de las Cortes será nombrado por el Rey, entre tres candidatos que propondrán las Cortes mismas, por escrutinio y a pluralidad absoluta de votos.

Art. 78. A la apertura de cada sesión nombrarán las Cortes: 1.º Tres candidatos para la presidencia. 2.º Dos vicepresidentes y dos secretarios. 3.º Cuatro comisiones compuestas de cinco individuos cada una, a saber: Comisión de Justicia, Comisión de lo Interior, Comisión de Hacienda y Comisión de Indias. El más anciano, de los que asistan a la Junta, la presidirá hasta la elección de presidente.

Art. 79. Los vicepresidentes sustituirán al presidente, en caso de ausencia o impedimento, por el orden en que fueron nombrados.

Art. 80. Las sesiones de las Cortes no serán públicas, y sus votaciones se harán en voz o por escrutinio; y para que haya resolución, se necesitará la pluralidad absoluta de votos tomados individualmente.

Art. 81. Las opiniones y las votaciones no deberán divulgarse ni imprimirse. Toda publicación por medio de impresión o carteles, hecha por la Junta de Cortes o por alguno de sus individuos, se considerará como un acto de rebelión.

Art. 82. La ley fijará de tres en tres años la cuota de las rentas y gastos anuales del Estado, y esta ley la presentarán oradores del Consejo de Estado a la deliberación y aprobación de las Cortes. Las variaciones que se hayan de hacer en el Código civil, en el Código penal, en el sistema de impuestos o en el sistema de moneda, serán propuestas del mismo modo a la deliberación y aprobación de las Cortes.

Art. 83. Los proyectos de ley se comunicarán previamente por las secciones del Consejo de Estado a las Comisiones respectivas de las Cortes, nombradas al tiempo de su apertura.

Art. 84. Las cuentas de Hacienda dadas por cargo y data, con distinción del ejercicio de cada año, y publicadas anualmente por medio de la imprenta, serán presentadas por el ministro de Hacienda a las Cortes, y éstas podrán hacer, sobre los abusos introducidos en la administración, las representaciones que juzguen convenientes.

Art. 85. En caso de que las Cortes tengan que manifestar quejas graves y motivadas sobre la conducta de un ministro, la representación que contenga estas quejas y la exposición de sus fundamentos, votada que sea, será presentada al Trono por una diputación. Examinará esta representación, de orden del Rey, una comisión compuesta de seis consejeros de Estado y de seis individuos del Consejo Real.

Art. 86. Los decretos del Rey, que se expidan a consecuencia de deliberación y aprobación de las Cortes, se promulgarán con esta fórmula: "Oídas las Cortes."

TÍTULO X -DE LOS REINOS Y PROVINCIAS ESPAÑOLAS DE AMÉRICA Y ASIA.

Art. 87. Los reinos y provincias españolas de América y Asia gozarán de los mismos derechos que la Metrópoli.

Art. 88. Será libre en dichos reinos y provincias toda especie de cultivo e industria.

Art. 89. Se permitirá el comercio recíproco entre los reinos y provincias entre si y con la Metrópoli.

Art. 90. No podrá concederse privilegio alguno particular de exportación o importación en dichos reinos y provincias.

Art. 91. Cada reino y provincia tendrá constantemente cerca del Gobierno diputados encargados de promover sus intereses y de ser sus representantes en las Cortes.

Art. 92. Estos diputados serán en número de 22, a saber: Dos de Nueva España. Dos del Perú. Dos del Nuevo Reino de Granada . Dos de Buenos Aires. Dos de Filipinas. Uno de la Isla de Cuba. Uno de Puerto Rico. Uno de la provincia de Venezuela. Uno de Caracas. Uno de Quito. Uno de Chile. Uno de Cuzco. Uno de Guatemala. Uno de Yucatán. Uno de Guadalajara. Uno de las provincias internas occidentales de Nueva España. Y uno de las provincias orientales.

Art. 93. Estos diputados serán nombrados por los Ayuntamientos de los pueblos, que designen los virreyes o capitanes generales, en sus respectivos territorios. Para ser nombrados deberán ser propietarios de bienes raíces y naturales de las respectivas provincias. Cada Ayuntamiento elegirá, a pluralidad de votos, un individuo, y el acto de los nombramientos se remitirá al virrey o capitán general. Será diputado el que reúna mayor número de votos entre los individuos elegidos en los Ayuntamientos. En caso de igualdad decidirá la suerte.

Art. 94. Los diputados ejercerán sus funciones por el término de ocho años. Si al concluirse este término no hubiesen sido reemplazados, continuarán en el ejercicio de sus funciones hasta la llegada de sus sucesores.

Art. 95. Seis diputados nombrados por el Rey, entre los individuos de la diputación de los reinos y provincias españolas de América y Asia, serán adjuntos en el Consejo de Estado y Sección de Indias. Tendrán voz consultiva en todos los negocios tocantes a los reinos y provincias españolas de América y Asia.

TÍTULO XI - DEL ORDEN JUDICIAL.

Art. 96. Las Españas y las Indias se gobernarán por un solo Código de leyes civiles y criminales.

Art. 97. El orden judicial será independiente en sus funciones.

Art. 98. La justicia se administrará en nombre del Rey, por juzgados y tribunales que él mismo establecerá. Por tanto, los tribunales que tienen atribuciones especiales, y todas las justicias de abadengo, órdenes y señorío, quedan suprimidas

Art. 99. El Rey nombrará todos los jueces.

Art. 100. No podrá procederse a la destitución de un juez sino a consecuencia de denuncia hecha por el presidente o el procurador general del Consejo Real y deliberación del mismo Consejo, sujeta a la aprobación del Rey.

Art. 101. Habrá jueces conciliadores, que formen un tribunal de pacificación, juzgados de primera instancia, audiencias o tribunales de apelación, un Tribunal de reposición para todo el reino, y una Alta Corte Real.

Art. 102. Las sentencias dadas en última instancia deberán tener su plena y entera ejecución, y no podrán someterse a otro tribunal sino en caso de haber sido anuladas por el Tribunal de reposición.

Art. 103. El número de juzgados de primera instancia se determinará según lo exijan los territorios. El número de las Audiencias o tribunales de apelación, repartidos por toda la superficie del territorio de España e islas adyacentes, será de nueve por lo menos y de quince a lo más.

Art. 104. El Consejo Real será el Tribunal de reposición. Conocerá de los recursos de fuerza en materias eclesiásticas. Tendrá un presidente y dos vicepresidentes. El presidente será individuo nato del Consejo de Estado.

Art. 105. Habrá en el Consejo Real un procurador general o fiscal y el número de sustitutos necesarios para la expedición de los negocios.

Art. 106. El proceso criminal será público. En las primeras Cortes se tratará de si se establecerá o no el proceso por jurados.

Art. 107. Podrá introducirse recurso de reposición contra todas las sentencias criminales. Este recurso se introducirá en el Consejo Real, para España e islas adyacentes, y en las salas de lo civil de las Audiencias pretoriales para las Indias. La Audiencia de Filipinas se considerará para este efecto como Audiencia pretorial.

Art. 108. Una Alta Corte Real conocerá especialmente de los delitos personales cometidos por los individuos de la familia Real. los ministros, los senadores y los consejeros de Estado.

Art. 109. Contra sus sentencias no podrá introducirse recurso alguno, pero no se ejecutarán hasta que el Rey las firme.

Art. 110. La Alta Corte se compondrá de los ocho senadores más antiguos, de los seis presidentes de sección del Consejo de Estado y del presidente y de los dos vicepresidentes del Consejo Real.

Art. 111. Una ley propuesta de orden del Rey, a la deliberación y aprobación de las Cortes, determinará las demás facultades y modo de proceder de la Alta Corte Real.

Art. 112. El derecho de perdonar pertenecerá solamente al Rey y le ejercerá oyendo al ministro de Justicia, en un consejo privado compuesto de los ministros, de dos senadores, de dos consejeros de estado y de dos individuos del Consejo Real.

Art. 113. Habrá un solo código de Comercio para España e Indias.

Art. 114. En cada plaza principal de comercio habrá un tribunal y una Junta de comercio.

TÍTULO XII - DE LA ADMINISTRACIÓN DE HACIENDA.

Art. 115. Los vales reales, los juros y los empréstitos de cualquiera naturaleza, que se hallen solemnemente reconocidos, se constituyen definitivamente deuda nacional.

Art. 116. Las aduanas interiores de partido a partido y de provincia a provincia quedan suprimidas en España e Indias. Se trasladarán a las fronteras de tierra o de mar.

Art. 117. El sistema de contribuciones será igual en todo el reino.

Art. 118. Todos los privilegios que actualmente existen concedidos a cuerpos o a particulares, quedan suprimidos. La supresión de estos privilegios, si han sido adquiridos por precio, se entiende hecha bajo indemnización, la supresión de los de jurisdicción será sin ella. Dentro del término de un año se formará un reglamento para dichas indemnizaciones.

Art. 119. El Tesorero público será distinto y separado del Tesoro de la corona.

Art. 120. Habrá un director general del Tesoro público que dará cada año sus cuentas, por cargo y data y con distinción de ejercicios.

Art. 121. El Rey nombrará el director general del Tesoro público. Este prestará en sus manos juramento de no permitir ninguna distracción del caudal público, y de no autorizar ningún pagamento, sino conforme a las consignaciones hechas a cada ramo.

Art. 122. Un tribunal de Contaduría general examinará y fenecerá las cuentas de todos los que deban rendirías Este tribunal se compondrá de las personas que el Rey nombre.

Art. 123. El nombramiento para todos los empleos pertenecerá al Rey o a las autoridades a quienes se confíe por las leyes y reglamentos.

TÍTULO XIII - DISPOSICIONES GENERALES.

Art. 124. Habrá una alianza ofensiva y defensiva perpetuamente, tanto por tierra como por mar, entre Francia y España. Un tratado especial determinará el contingente con que haya de contribuir, cada una de las dos potencias, en caso de guerra de tierra o de mar.

Art. 125. Los extranjeros que hagan o hayan hecho servicios importantes al Estado, los que puedan serle útiles por sus talentos, sus invenciones o su industria, y los que formen grandes establecimientos o hayan adquirido la propiedad territorial, por la que paguen de contribución la cantidad anual de 50 pesos fuertes, podrán ser admitidos a gozar el derecho de vecindad. El Rey concede este derecho, enterado por relación del ministro de lo Interior y oyendo al Consejo de Estado.

Art. 126. La casa de todo habitante en el territorio de España y de Indias es un asilo inviolable: no se podrá entrar en ella sino de día y para un objeto especial determinado por una ley, o por una orden que dimane de la autoridad pública.

Art. 127. Ninguna persona residente en el territorio de España y de Indias podrá ser presa, como no sea en flagrante delito, sino en virtud de una orden legal y escrita.

Art. 128. Para que el acto en que se manda la prisión pueda ejecutarse, será necesario: 1.º Que explique formalmente el motivo de la prisión y la ley en virtud de que se manda. 2.º Que dimane de un empleado a quien la ley haya dado formalmente esta facultad. 3.º Que se notifique a la persona que se va a prender y se la deje copia.

Art. 129. Un alcaide o carcelero no podrá recibir o detener a ninguna persona sino después de haber copiado en su registro el acto en que se manda la prisión. Este acto debe ser un mandamiento dado en los términos prescritos en el artículo antecedente, o un mandato de asegurar la persona, o un decreto de acusación o una sentencia.

Art. 130. Todo alcalde o carcelero estará obligado, sin que pueda ser dispensado por orden alguna, a presentar la persona que estuviere presa al magistrado encargado de la policía de la cárcel, siempre que por él sea requerido.

Art. 131. No podrá negarse que vean al preso sus parientes y amigos, que se presente con una orden de dicho magistrado, y éste estará obligado a darla, a no ser que el alcaide o carcelero manifieste orden del juez para tener al preso sin comunicación.

Art. 132. Todos aquellos que no habiendo recibido de la ley la facultad de hacer prender, manden, firmen y ejecuten la prisión de cualquiera persona, todos aquellos que aun en el caso de una prisión autorizada por la ley reciban o detengan al preso en un lugar que no esté pública y legalmente destinado a prisión, y todos los alcaides y carceleros que contravengan a las disposiciones de los tres artículos precedentes, incurrirán en el crimen de detención arbitraria.

Art. 133. El tormento queda abolido: todo rigor o apremio que se emplee en el acto de la prisión o en la detención y ejecución y no esté expresamente autorizado por la ley, es un delito.

Art. 134. Si el Gobierno tuviera noticias de que se trama alguna conspiración contra el Estado, el ministro de Policía podrá dar mandamiento de comparecencia y de prisión contra los indiciados como autores y cómplices.

Art. 135. Todo fideicomiso, mayorazgo o sustitución de los que actualmente existen y cuyos bienes, sea por si sólo o por la reunión de otros en una misma persona, no produzcan una renta anual de 5.000 pesos fuertes, queda abolido. El poseedor actual continuará gozando de dichos bienes restituidos a la clase de libres.

Art. 136. Todo poseedor de bienes actualmente afectos a fideicomiso, mayorazgos o sustitución, que produzcan una renta anual de más de 5.000 pesos fuertes, podrá pedir, si lo tiene por conveniente, que dichos bienes vuelvan a la clase de libres. El permiso necesario para este efecto ha de ser el Rey quien lo conceda.

Art. 137. Todo fideicomiso, mayorazgo o sustitución de los que actualmente existen, que produzca por sí mismo o por la reunión de muchos fideicomisos, mayorazgos o sustituciones en la misma cabeza, una renta anual que exceda de 20.000 pesos fuertes, se reducirá al capital que produzca líquidamente la referida suma, y los bienes que pasen de dicho capital, volverán a entrar en la clase de libres, continuando así en poder de los actuales poseedores.

Art. 138. Dentro de un año se establecerá, por un reglamento del Rey, el modo en que se han de ejecutar las disposiciones contenidas en los tres artículos anteriores.

Art. 139. En adelante no podrá fundarse ningún fideicomiso, mayorazgo o sustitución sino en virtud de concesiones hechas por el Rey por razón de servicios en favor del Estado, y con el fin de perpetuar en dignidad las familias de los sujetos que los haya contraído. La renta anual de estos fideicomisos, mayorazgos o sustituciones, no podrá en ningún caso exceder de 20.000 pesos fuertes ni bajar de 5.000.

Art. 140. Los diferentes grados y clases de nobleza actualmente existentes, serán conservados con sus respectivas distinciones, aunque sin exención alguna de las cargas y obligaciones públicas, y sin que jamás pueda exigir la calidad de nobleza para los empleos civiles ni eclesiásticos, ni para los grados militares de mar y tierra. Los servicios y los talentos serán los únicos que proporcionen los ascensos.

Art. 141. Ninguno podrá obtener empleos públicos civiles y eclesiásticos si no ha nacido en España o ha sido naturalizado.

Art. 142. La dotación de las diversas Ordenes de caballería no podrá emplearse, según que así lo exige su primitivo destino, sino es recompensar servicios hechos al Estado. Una misma persona nunca podrá obtener más de una encomienda.

Art. 143. La presente Constitución se ejecutará sucesiva y gradualmente por decreto o edictos del Rey, de manera que el todo de sus disposiciones se halle puesto en ejecución antes del 1 de enero de 1813.

Art. 144. Los fueros particulares de las provincias de Navarra, Vizcaya, Guipúzcoa y Alava se examinarán en las primeras Cortes, para determinar lo que se juzgue más conveniente al interés de las mismas provincias y al de la nación

Art. 145. Dos años después de haberse ejecutado enteramente esta Constitución, se establecerá la libertad de imprenta. Para organizarla se publicará una ley hecha en Cortes.

Art. 146. Todas las adiciones, modificaciones y mejoras que se haya creído conveniente hacer en esta Constitución, se presentarán de orden del Rey al examen y deliberación de las Cortes, en las primeras que se celebren después del año de 1820. Comuníquese copia de la presente Constitución autorizada por nuestro ministro Secretario de Estado, al Consejo Real y a los demás Consejos y Tribunales, a fin de que se publique y circule en la forma acostumbrada.

Dada en Bayona a seis de julio de mil ochocientos ocho. Firmado: José. Por su Majestad: El ministro Secretario de Estado, Mariano Luis de Urquijo.



La Constitución de Bayona,​ también llamada Carta de Bayona o Estatuto de Bayona,​ y denominada oficialmente en francés Acte Constitutionnel de l’Espagne, fue una carta otorgada —una Constitución, según Manuel Moreno Alonso—​ promulgada en la ciudad francesa de Bayona el 6 de julio de 1808 por José Bonaparte como rey de España e inspirada en la bonapartista Constitución del Año XII. Aunque discutida y aprobada por la Asamblea de Bayona, su contenido fue impuesto por Napoleón Bonaparte, poseedor de los derechos de la Corona española tras las abdicaciones de Bayona. El emperador de los franceses solo admitió algunos cambios.
Fue la ley fundamental que rigió el reinado de José I de España.

División de poderes

Poder Legislativo. Iniciativa real, que promulga "oídas las cortes".
Poder Ejecutivo. Corresponde al Rey y sus ministros. El Rey ordena y los ministros son responsables.
Poder Judicial. Es independiente, pero el Rey nombra los jueces.

Confesionalidad del Estado

En principio, se abre con la definición confesional del estado, para tratar después todo lo referente a la Corona y, en títulos posteriores, aborda el entramado institucional, finalizando con un desordenado reconocimiento de determinados derechos y libertades. Pese a establecerse un conjunto de instituciones, no puede hablarse de división de poderes: las atribuciones del monarca eran amplísimas, las Cortes se estructuraban en la representación estamental y las facultades del Senado y de las propias Cortes carecían de fuerza para obligar. Respecto de los derechos y libertades, cabe destacar el exacerbado carácter confesional que se le atribuye a España:

El artículo 1 establecía que «la religión Católica, Apostólica y Romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la Nación y no se permitirá ninguna otra».

Derechos y libertades

En un último título se contempla (disposiciones generales) una serie de derechos y libertades. La influencia de la Revolución francesa fue importante: se regulaban derechos de los inicios del liberalismo burgués, lo que suponía un avance respecto a la situación existente:

  • Supresión de aduanas interiores (Art. 116).
  • Inviolabilidad del domicilio (Art. 126).
  • Libertad personal.
  • Derechos del detenido y preso (Arts. 41–43, 127–132).
  • Abolición del tormento (relacionado con la integridad física y moral) (Art. 133).

La Corona

El Estatuto preveía un papel predominante del monarca, aunque su estatuto personal y prerrogativas no venían claramente enunciados. No obstante, del ámbito funcional de las instituciones, se revelan los amplios poderes del Rey. La importancia se observa en su ubicación (tras la religión) y que le dedica 4 de 13 de los títulos.

Artículo 2.- La Corona de las Españas y de las Indias será hereditaria en nuestra descendencia directa, natural y legítima, de varón en varón, por orden de primogenitura y con exclusión perpetua de las hembras.
En defecto de nuestra descendencia masculina natural y legítima, la Corona de España y de las Indias volverá a nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, Emperador de los franceses y Rey de Italia, y a sus herederos y descendientes varones, naturales y legítimos o adoptivos.
En defecto de la descendencia masculina, natural o legítima o adoptiva de dicho nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, pasará la Corona a los descendientes varones, naturales legítimos, del príncipe Luis-Napoleón, Rey de Holanda.
En defecto de descendencia masculina natural y legítima del príncipe Luis-Napoleón, a los descendientes varones naturales y legítimos del príncipe Jerónimo-Napoleón, Rey de Westfalia.
En defecto de estos, al hijo primogénito, nacido antes de la muerte del último Rey, de la hija primogénita entre las que tengan hijos varones, y a su descendencia masculina, natural y legítima, y en caso de que el último rey no hubiese dejado hija que tenga varón, a aquel que haya sido designado por su testamento, ya sea entre sus parientes más cercanos, o ya entre aquellos que haya creído más dignos de gobernar a los españoles.
Esta designación del Rey se presentará a las Cortes para su aprobación.

Artículo 3.- La Corona de las Españas y de las Indias no podrá reunirse nunca con otra en una misma persona.

Artículo 4.- En todos los edictos, leyes y reglamentos, los títulos del Rey de las Españas serán: D. N..., por la gracia de Dios y por la Constitución del Estado, Rey de las Españas y de las Indias.

Artículo 5.- El Rey, al subir al Trono o al llegar a la mayor edad, prestará juramento sobre los Evangelios, y en presencia del Senado, del Consejo de Estado, de las Cortes y del Consejo Real, llamado de Castilla.
El ministro Secretario de Estado extenderá el acta de la presentación del juramento.

Artículo 6.- La fórmula del juramento del Rey será la siguiente:
«Juro sobre los santos Evangelios respetar y hacer respetar nuestra santa religión, observar y hacer observar la Constitución, conservar la integridad y la independencia de España y sus posesiones, respetar y hacer respetar la libertad individual y la propiedad y gobernar solamente con la mira del interés, de la felicidad y de la gloria de la nación española.»

Artículo 7.- Los pueblos de las Españas y de las Indias prestarán juramento al Rey en esta forma: «Juro fidelidad y obediencia al Rey, a la Constitución y a las Leyes.

Las Cortes.

No tuvieron vida efectiva. Se estructuraba en 3 estamentos (alto clero, nobleza y pueblo), donde se advertía una clara influencia del Antiguo Régimen, así como contradicción con los principios inspiradores de la Revolución. No se les confería de modo expreso la función legislativa, aunque sí de forma tácita en algunos preceptos.

El Gobierno y la Administración.

Desconocía la institución del Gobierno. Contemplaba un título a los ministerios en el que establece un número (7-9) y su denominación. Los ministros eran responsables de la ejecución de las leyes y órdenes del rey. También regula la Administración de Hacienda, que aboga por la supresión de aduanas interiores, separa el Tesoro público del de la Corona y se configura un Tribunal de Contaduría para el examen y aprobación de las cuentas.

El Senado.

Órgano no integrado en las Cortes. Podía suspender el imperio de la Constitución, a propuesta del Rey, en caso de sublevación armada y otras amenazas a la seguridad del Estado. En el Senado se constituía la Junta Senatoria de Libertad Individual para finalizar detenciones arbitrarias de las que daba parte el ministro de Policía General. También se constituía una Junta Senatoria de Libertad de Imprenta a la que recurrirían autores, impresores o libreros en caso de obstáculo a la impresión o venta de una obra. En ambos casos la Junta Senatoria correspondiente debía elaborar una deliberación motivada que era examinada por una junta formada por miembros del Consejo de Estado y del Consejo Real.

El Consejo de Estado.

Órgano que agrupaba funciones diseminadas del Antiguo Régimen y acaba con la polisinodial en la que se confundían funciones de orden normativo con otras ejecutivas y judiciales. Tenía la facultad de examinar y extender los proyectos de leyes civiles y criminales y los reglamentos generales de la Administración. No deben confundirse sus funciones con las del actual Consejo de Estado, meramente consultivo.

El poder judicial.

Tenía una importancia crucial. Se configuraba como independiente, aunque el Rey nombraba a todos los jueces. Se articulaba en distintas instancias a las que los ciudadanos podían acudir, se establecía la publicidad del proceso criminal y se emplazaba a la creación de un solo código de leyes civiles y criminales y otro de comercio para España y las Indias, para poder racionalizar el caótico sistema normativo de entonces.

Las Indias.

El título X en el Estatuto se estaba dedicado totalmente a los “Reinos y provincias españolas de América y Asia”, los cuales el art. 87 les reconocería mismos derechos que a los peninsulares. Entre los derechos reconocidos, estaba la libertad de cultivo, industria y comercio, con prohibición expresa de concesiones de privilegios de exportación e importación (arts. 88, 89 y 90). Aquello buscaba darle fin al descontento de los criollos. Además, los territorios indianos no sólo iban a disfrutar de una amplia representación en las Cortes,​ sino que, además, “cada reino o provincia tendrá constantemente cerca del Gobierno, diputados encargados de promover sus intereses y de ser sus representantes en las Cortes” (art. 91). Dichos diputados tenían que ser “naturales” y propietarios, y serían elegidos por sufragio indirecto de los ayuntamientos" (art. 93). Su mandato tendría una duración mayor que los peninsulares (ocho años), e incluso podrían alargarse hasta que fueran relevados (art. 94).

Resumen.

La Constitución de Bayona de 1808 fue el primer texto constitucional español, por más que su naturaleza sea el de carta otorgada. El intento de modernizar la Monarquía Hispánica trató de realizarse a través del modelo imperial, que fijaba una forma de gobierno en la que el Monarca aparecía como el centro político del Estado. Aunque se reconocía implícitamente la división de poderes, los demás órganos del Estado tenían facultades de acción muy limitadas, apareciendo ante todo como instrumentos de apoyo al Rey.



La construcción del Estado-nación.

Por Luis Garrido Muro, Universidad de Cantabria.



Certificado de nacimiento de Alfonso XII

I
En plena guerra de la Independencia, las Cortes de Cádiz, una reducida minoría, intentarán proseguir la obra de la Ilustración, interrumpida, aunque no totalmente, en el reinado de Carlos IV. La novedad entonces —los antecedentes ilustrados, sobre todo en los terrenos económico y educativo, son claros— será, sobre todo política. No se podrá confiar ya, después de todo lo ocurrido en España, en un rey absoluto. La Monarquía limitada, constitucional —soberanía nacional, derechos de los ciudadanos, división de los poderes estatales, principio de legalidad—, era necesaria si se quería evitar que un poder despótico rompiera la continuidad con aquellas medidas que la propia Monarquía había venido impulsando desde Felipe V a Carlos III. A partir de entonces, la España del siglo XIX describe una trayectoria que lleva desde la restauración absolutista de Fernando VII a la definitiva implantación del régimen parlamentario. Será un proceso complejo, viviendo el país una continua inestabilidad política: se producen las revoluciones de 1820, 1854 y 1868, las guerras carlistas, la Primera República y el pronunciamiento de Martínez Campos en 1874 1.

La década de 1833 a 1843 tiene un carácter decisivo. La revolución liberal en el campo económico-social, culminando el proceso iniciado por el absolutismo dieciochesco, se llevó a cabo con la desvinculación de los mayorazgos (1836 y 1841), la abolición del régimen señorial (1837) y la desamortización de los bienes de la Iglesia realizada mediante la ley de Mendizábal de 1837, completada en 1855, fecha esta última en que se liquidará también la propiedad comunal. Con el fin de la primera guerra carlista (1833-1840), el Estado liberal, dirigido políticamente por militares y en el que tendrán también carácter castrense las instituciones encargadas del orden público, se implanta definitivamente en una España romántica, convertida ya, después de la emancipación americana consumada entre 1820 y 1824, en una potencia de segunda fila.

El reinado de Isabel II, en el que España conoce un progreso económico que no alcanza a modificar una estructura social preindustrial, supone un momento clave en la configuración de un Estado nacional español y en la aparición de un nacionalismo cuyos contornos acabarán de perfilarse con las campañas y expediciones militares exteriores desarrolladas entre 1856 y 1868. La obra de gobierno de los moderados, herederos de la política de los Borbones, se caracterizará por estar orientada a la configuración de un orden jurídico unitario y de una Administración centralizada de acuerdo con el modelo francés. Y en ese período, intentando superar el exclusivismo político del moderantismo, la Unión Liberal de O'Donnell y de Posada Herrera, constituida formalmente en septiembre de 1854, gobernará —«Parlamento largo»— entre 1858 y 1863. El nuevo partido, heredero del «puritanismo» de Pacheco, Pastor Díaz, Ríos Rosas y Borrego que, concebido como alternativa al «gobierno de los espadones», fracasa entre 1847 y 1848, representará entre nosotros el intento más decidido, semejante a la regeneraçao portuguesa de Saldanha y al trasformismo italiano, para institucionalizar el liberalismo, atrayendo a las clases medias y buscando la cooperación leal entre los distintos grupos. Pero la Unión Liberal —que, junto con los «puritanos», constituye el origen del centrismo político y el antecedente más claro de la Restauración— tampoco alcanzó entonces sus objetivos.

El Sexenio democrático, iniciado con la Revolución de septiembre de 1868 —unidos por el Pacto de Ostende, señaló Azcárate, los progresistas representarán el «sentimiento», los demócratas, la «inteligencia», y los unionistas, la «fuerza militar», participando, asimismo, grupos proletarios del sur y del este del país, movilizados por el ideario federal—, desemboca en el fracaso político de la Primera República. A estos grupos progresistas, demócratas y federales corresponderá, sin embargo, en la España del tercer cuarto del siglo XIX, frente a los moderados y «unionistas», más identificados con la tradición, la «capacidad de utopía y vocación de futuro» (J. Mª Jover), trátese del sufragio universal, las reivindicaciones obreras o la libertad religiosa.

Finalmente, en 1875, la Restauración de Alfonso XII. Cánovas, antiguo puritano y «unionista», construirá la estructura política más eficaz y duradera en la historia del liberalismo español. Empero, ni siquiera el político malagueño, señala Duran, hubiera podido «levantar un edificio liberal perdurable con los tres elementos inevitables en la España isabelina: la Corona, el ejército y los partidos, o, dicho de otra manera, si se quiere, con Isabel II, Espartero y Narváez y la intolerancia erigida en sistema de gobierno». Por ello, sólo cuando se entiende y aprecia esta realidad, «el fracaso del quinquenio unionista cobra dimensiones de victoria; Cánovas triunfó cuando el reloj marcó al fin la hora del liberalismo en España, pero O'Donnell y la Unión Liberal hicieron posible la llegada de esa hora»2.


  1. Cfr. Morales Moya, A., «El Estado de la Ilustración. La Guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz: La Constitución de 1812», en ídem (coord. e intr.), Las bases políticas, sociales y económicas de un régimen en transformación (1759-Í834), vol. XXX de Historia de España Menéndez Pidal, dir. por J. Mª Jover, Madrid, Espasa Calpe, 1998, especialmente, pp. 11-232. Del mismo autor, «Posada Herrera entre los gobiernos moderados y progresistas», en Posada Herrera y los orígenes del Derecho Administrativo en España, I Seminario de Historia de la Administración, Madrid, INAP, 2001, pp. 169-183.
  2. Duran, N., La Unión Liberal y la modernización de la España isabelina. Una convivencia frustrada, Madrid, Akal, 1979.

II
La acción del Estado durante la segunda mitad del siglo XVIII había sido decisiva para la formación de una comunidad nacional, históricamente sedimentada, que se pretende territorialmente uniforme, culturalmente integrada e identificada en el tiempo y que, cambio decisivo, aparecerá en la Constitución de 1812 como soberana3. Un grupo reducido de intelectuales —Aguirre, Arroyal, Cabarrús, Foronda...—, perdida su confianza, señala Fernández Sebastián, «en la capacidad de la monarquía absoluta para asegurar y llevar a buen puerto las reformas ilustradas»4, enlazará ideológicamente Ilustración y Liberalismo. La Nación española, libre e independiente —«no es, ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona» (art. 12)—, se concibe por los constituyentes gaditanos como un sujeto político ideal, un cuerpo moral, en expresión de Juan Nicasio Gallego. Formada exclusivamente por individuos libres e iguales —reunión de todos los españoles de ambos hemisferios (art. 1.°)—, es, sin embargo, una entidad distinta de sus componentes: en la Nación, unitaria e indivisible, reside la soberanía y no en cada uno de los individuos, y su voluntad, aunque resultado de un conjunto de voluntades, es única y general a la vez. La concepción de la Nación como exclusivamente compuesta por individuos libres e iguales supone —junto con el rechazo del sistema representativo estamental tradicional, poniendo fin a las prerrogativas de los cuerpos privilegiados—, el del organicismo territorial: «Yo quiero —afirmará Muñoz Torrero— que nos acordemos que formamos una nación y no un agregado de varias naciones». De esta forma surge un nacionalismo liberal, vinculado a un Estado unitario y centralizado y cuyo fundamento no es ya el incremento del poder del soberano en orden a la eficacia administrativa, sino los principios de soberanía nacional e igualdad entre todos los ciudadanos. La Constitución gaditana implicaba, en consecuencia, la negación de realidades históricas con personalidad diferenciada, el fin de los fueros, contradictorios con los principios fundamentales de aquélla, y de sus principales instituciones, como las juntas y las diputaciones generales, sustituidas por una nueva organización de la Administración local y provincial dependiente de la Administración central. Y con ellos, «la eliminación de sus regímenes peculiares —legales, fiscales, aduaneros— en favor de un sujeto nacional, territorial, legal y económicamente unificado, compuesto de individuos formalmente iguales»5.

No obstante, precisa Fernández Sebastián, después de Cádiz, las corrientes hegemónicas del liberalismo renunciaron muy pronto en el País Vasco, sin administración común desde la desmembración, en torno al año 1200, del reino de Navarra, a las «veleidades rupturales»6. Contribuyó a ello la persistencia de las elites tradicionales al frente de las instituciones aun en las coyunturas constitucionales, de tal suerte que, afirma Coro Rubio, «al mediar el siglo XIX el régimen foral había quedado definitivamente consolidado; el gobierno había decidido formalmente confiarle la administración interior de las Provincias [vascas]»7. Valorar esta distorsión del carácter uniformizador de nuestro primer liberalismo no es fácil. De una parte, como pone de relieve Fernández Sebastián, «la intrusión de la neoforalidad vasco-navarra en el entramado constitucional español a partir de los años cuarenta [supondrá] un importante logro de las minorías rectoras provinciales que, en perfecta sintonía con el carácter oligárquico del moderantismo en el poder, legará a la posteridad una hipoteca histórico-política de liquidación harto difícil»8.

Por otra, se producirá entonces, mediado el siglo XIX —los antecedentes: Floranes, Fernández de Mesa..., en la centuria ilustrada— un fuerismo liberal, exponente de un doble patriotismo vasco y español, con su divisa Fueros y Constitución, antecedente del binomio, autonomía vasca y democracia española, característico de los heterodoxos del nacionalismo vasco durante el siglo XX9.

El territorio, elemento esencial del Estado, ámbito al que la Nación extiende su soberanía, espacio en el que el gobierno despliega su actividad, es detalladamente especificado en el artículo 10 de la Constitución gaditana. Empero, el Estado unitario y centralizado exigirá una nueva división territorial que, con criterios de racionalidad, pusiera fin a la organización vigente, calificada por Toreno de «monstruosa». Sin precisar los criterios, aunque seguramente subyace, ejemplo máximo de racionalidad geométrica, el ejemplo departamental francés, el artículo 11 de la Constitución promete hacer una «división más conveniente del territorio español, luego que las circunstancias de la Nación lo permitan». Las instituciones locales, finalmente, se engranan y organizan, como instrumento de gobierno, en un sistema jerarquizado. Los ayuntamientos quedan subordinados a las diputaciones y mediante éstas —o directamente— al poder central, representado por el jefe político, arbitrándose un sistema de recursos respecto de las decisiones de aquéllos que permiten el control de la vida local por los superiores jerárquicos. El vértice de la vida local es, pues, el jefe político, quien ordena toda la Administración local, presidiendo las diputaciones y controlando y tutelando los ayuntamientos a los que también preside cuando asiste a sus sesiones.

El reinado de Fernando VII desempeña —frente a la concepción tradicional— un papel importante en la transición del Estado absoluto al Estado liberal. La tan reiterada idea según la cual los casi veinte años de permanencia en el trono de aquel monarca serían una sucesión de rupturas radicales, desprovistas de cualquier lógica o coherencia, no debe mantenerse. Por el contrario, resulta posible apreciar en dicho reinado una cierta unidad en muchos aspectos institucionales relativos a la construcción del Estado. Al margen de los sustanciales cambios políticos, acompañados del desbarajuste en el que se ve sumida la monarquía —por razones en parte ajenas al propio régimen despótico en el que la intriga, las vacilaciones y la incompetencia desempeñan un papel político fundamental— los tres períodos del reinado, Sexenio absolutista (1814-1820), Trienio liberal (1820-1823) y Década ominosa (1823-1833), participan de un común esfuerzo de reforma y racionalización administrativa, en sentido unificador y centralizador. De esta manera, no es difícil identificar en el reinado de Fernando VII elementos de continuidad tanto con el Estado absolutista anterior a la guerra de la Independencia como con el que llevarán a la práctica los moderados. De un lado, la supresión de las instituciones creadas por los liberales gaditanos tiene como referencia muchas de las reformas ilustradas y la Administración que se restaura en 1814 es la de 1808, es decir, la que había sido fruto de las reformas ilustradas. Por otro, la reforma administrativa del liberalismo moderado se orientará, sobre nuevas bases políticas, a perfeccionar técnicamente y hacer más eficaz el aparato administrativo legado por la Monarquía absoluta, del que no se apartará sustancialmente en su organización o planta interna, aunque sí en su régimen jurídico10. También, lo que es muy significativo, aparece entonces la normativa legal que hará posible la industrialización capitalista: Ley de Enjuiciamiento Mercantil (1800), promulgación del Código de Comercio (1829), de Sainz de Andino, y creación de la Bolsa (1831), así como las primeras regulaciones de lo que, más adelante, será el sistema de patentes.

Tras la muerte de Fernando VII, la edificación del Estado-nación liberal diseñado por las Cortes de Cádiz se reinicia. El reinado de Isabel II contempla, especialmente entre 1833 y 1843, como ya se ha señalado, la consumación de la revolución liberal y supone, además, o en consecuencia, un momento clave en la configuración de un Estado nacional español. El liberalismo doctrinario, en sus diferentes formulaciones —moderantismo, unionismo y canovismo— y, al margen de sus diferencias, trata de armonizar, «síntesis de los tiempos» (F. Cánovas), el orden tradicional y los principios liberales. Frente al progresismo gaditano, serán los principios del liberalismo conservador, fundados en los conceptos de Constitución material y de soberanía compartida, los que se plasmarán en los dos Códigos constitucionales de mayor vigencia hasta el actual, los de 1845 y 1876, iniciándose el proceso de parlamentarización de la Monarquía. Y es que para el liberalismo español, desde la recepción de las ideas y prácticas constitucionales de la Europa posnapoleónica y la experiencia del Trienio, la Constitución «ya no podrá ser sólo un símbolo, sino que era menester que se convirtiese en un instrumento garantizador del orden político. Y este instrumento (la del 12) para no pocos liberales, convencidos todavía de su bondad en 1820, se mostrará inservible o, cuando menos, harto deficiente»11.

Ahora bien, aunque limitado constitucionalmente, el poder de la Corona, después del «amago de Monarquía asamblearia» de la Constitución de 1812 (J. I. Marcuello), queda ahora restaurado. La Monarquía se convierte en centro de la gobernación del Estado y en impulsora del proceso político: soberanía compartida entre el rey y las Cortes, bicameralismo —con un Senado de designación real—, prerrogativa de disolución de la Cámara Alta, veto legislativo, discrecionalidad regia para fijar la duración concreta de la legislatura anual... La parlamentarización de la Monarquía no llegará a producirse: la práctica de la doble confianza —rey y Cortes— para la designación de los gobiernos quedó totalmente descompensada, desde el momento en que la confianza parlamentaria tuvo un carácter secundario respecto a la regia. El proceso legislativo, por otra parte, quedó profundamente desvirtuado, devaluándose el Parlamento mediante el sistema de delegaciones legislativas, cercanas a veces a los «plenos poderes», que permitió la regulación gubernamental de materias como la desamortización eclesiástica de 1836 y la Ley Moyano de Instrucción Pública de 1857, o la extralimitación en el ejercicio de la potestad reglamentaria.

En resumen, la Monarquía de Isabel II, de acuerdo con la Constitución de 1845, se fundó en la equidistancia —tal como ocurrió en Europa, con la Monarquía de Luis Felipe de Orleans como modelo— entre el absolutismo y el radicalismo doceañista, mas tendrá un papel tan determinante en la formación de los gobiernos que la parlamentarización no será sino «un espejismo». Resume Marcuello: «a la postre [dicha] dinámica no sirvió su objetivo de orden, porque al herir la representatividad del sistema provocó una pérdida de fe en la capacidad integradora de éste, inclusive dentro de la familia moderada —piénsese en el caso de los conservadores puritanos y de los unionistas— y terminó de potenciar lo que se trataba de evitar, como ilustrarían las crisis de 1854 y 18681»12.

García de Enterría ha puesto de relieve la importancia de la «espléndida generación» que sale a la luz a la muerte de Fernando VII y que en gran parte pasará a integrar el partido moderado. La constituyen los Olivan, Ortiz de Zúñiga, Pacheco, Silvela, Bertrán de Lis, Cárdenas, Mon, Escosura o Posada Herrera, formados en el doctrinarismo de influencia francesa y conocedores de las técnicas administrativas. A estos hombres les corresponde la implantación de una Administración pública, fundada en el régimen administrativo napoleónico —el llamado «monumento jurídico de la Revolución francesa»—, que, manteniendo la estructura de poder del Antiguo Régimen, incorporó las garantías jurídicas en la relación con los súbditos, ahora ciudadanos. Estos hombres conciben la Administración, en clara continuidad con los ilustrados —«Jovellanos es para nuestros administrativistas un confesado maestro»— como una «zona común y neutralizada, obra de todos los partidos políticos», lo que le permitiría ser, dada la debilidad de la sociedad civil, elevadora y creadora de vida social. Ellos, ante la crisis del Estado, esforzadamente creado en el siglo XVIII, fundaron una organización administrativa centralizada y unitaria —el partido progresista irá evolucionando hacia una concepción menos homogénea de la Nación y más descentralizada del Estado— como parte de una renovada organización estatal13.

Nuevos textos jurídicos —Código Penal (1848), Ley de Enjuiciamiento Civil (1855), Ley de Notariado (1862), Ley Hipotecaria (1863)—y nuevas instituciones, como la Guardia Civil, creada en 1844, testimonian la acción política del moderantismo que también afecta al sistema impositivo, simplificado y unificado por Alejandro Mon (1845), y a la educación, regulada por el Plan de Estudios de Gil de Zarate (1845) y la Ley Moyano de Instrucción Pública (1857). El régimen local, dividido el territorio en provincias (noviembre de 1833), se ordenará mediante las leyes provincial y local de 8 de enero de 1845, bajo la autoridad del gobernador civil, sucesor del jefe político, dependiente directamente del poder central. Asistiremos posteriormente, tal como señala Santamaría, a una «succión lenta e implacable de las competencias municipales por parte de la Administración central, que no utiliza los ayuntamientos como instancias ejecutivas, sino que absorbe sus funciones, confiándolas a una estructura de nuevo cuño (la Administración periférica, fundamentalmente)». La causa radica en la «endémica debilidad financiera de las corporaciones locales, cuyo régimen tributario (frente a las sucesivas reformas del ordenamiento fiscal del Estado) queda petrificado». Este proceso, iniciado en la década de 1830 «pero que se prolonga imperturbablemente hasta nuestros mismos días»14, revestirá, sin embargo, un cierto carácter pendular: frente al liberalismo doctrinario, el progresismo —ya se indicó— propugnará una relativa descentralización, manteniendo el carácter electivo del alcalde y propiciando, de esta forma, un mayor protagonismo de la ciudadanía. Pensemos, finalmente, en los obstáculos opuestos a la centralización por el carlismo y el federalismo, así como el mantenimiento del régimen foral en las «Provincias exentas», «dentro de la unidad constitucional de la monarquía».

Las disfunciones, como la que acabamos de citar, que el modelo francés tendrá entre nosotros son bien conocidas, especialmente la politización de nuestros gobernadores civiles, harto alejados de la rigurosa profesionalización de los prefectos franceses 15. O la constante adscripción del orden público al poder militar 16 y la relación de éste, no siempre constitucionalmente correcta, con el poder civil. Ahora bien, García de Enterría concluye que la recepción del régimen administrativo francés, al margen de la referida refracción institucional que sufrió entre nosotros y que repercutió de forma importante en los procesos de nacionalización, «no fue un capricho cumplido al acaso de nuestra patria [...] sino una corriente universal que [concluyó] por alcanzar en alguna medida a los únicos países que esgrimieron una particularidad en este orden: los países anglosajones». En definitiva, no había alternativa al régimen administrativo francés si abstraemos sus particularidades accidentales: en efecto, entre 1830 y 1870 cambiará el mapa de Europa bajo el impulso de un nacionalismo que en ese período construirá los grandes Estados —naciones liberales que sustituyen a las monarquías del Antiguo Régimen 17—. Afirma, por ello, «calurosamente» el citado jurista, que somos deudores al siglo XIX de una permanente gratitud por haber consumado el proceso de centralización que impidió la definitiva desintegración de nuestra patria y sobre la cual pudo montarse la vida civil que aún disfrutamos. Sólo apoyados sobre este vasto proceso centralizador, que es una ganancia definitiva de nuestra historia [...] podemos hoy plantearnos —escribe en 1954: hoy hablaríamos de un régimen autonómico— el tema de una posible descentralización 18.

El Estado-nación del liberalismo moderado tuvo en España, como en Europa su historiografía legitimadora al desvelar unos orígenes y unas continuidades que fundamentan y enaltecen el presente. La formulación de una historia nacional, la «nacionalización» de la historiografía española —sin ser, por supuesto una novedad— tendrá lugar, sobre todo, a partir de los año; cincuenta, superando el retraso producido durante el reinado de Fernando VII. Fiel a los principios del moderantismo, la historia se escribe con una visión de España como Estado nacional, poniendo de relieve sus pasadas grandezas y destacando los vínculos que unen a los ciudadanos con el Estado por encima de cualquier clase de diferencias.

Es el momento de apogeo en nuestra cultura de un género historiográfico, la «Historia general de España», en la que «convergen el gusto de la sensibilidad romántica, la exigencia del rigor documental aportada por la Ilustración y reactivada ahora por las tendencias realistas que se abren paso en Europa y la demanda de un público lector notablemente ensanchado por las clases medias» (Jover). La percepción de España como Estado nacional, reiterémoslo, la preocupación por la unidad nacional, estructura el pasado y le confiere sentido, valorando sobre todo, aquellos momentos en los que se avanza hacia la misma, se consigue o se defiende. Así: la época visigótica, el reinado de los Reyes Católicos, la guerra de la Independencia... elevadas a la categoría de mitos nacionales, constituyen momentos decisivos en la constitución de dicho Estado nacional, en el que la Monarquía ha desempeñado y desempeña un papel decisivo. En fin, la idea de un carácter español —hecho de orgullo, amor a la libertad y a la independencia, individualismo, sentimiento monárquico y religioso—, visible ya en la obra de un ilustrado como Masdeu, adquiere ahora consistencia. Lo «español», por tanto, fundamenta la historia de la nación española, cuyas viejas glorias se trata de revivir con una política «de prestigio», sobre todo, mediante las referidas expediciones militares del período de la Unión liberal: Cochinchina, México, guerra de África (1860) especialmente, guerra del Pacífico.

Entre las Historias generales de la época adscritas en su mayor parte al moderantismo —excepción: la de Patxot y Ferrer, publicada con el seudónimo de Ortiz de la Vega entre 1857 y 1859— merecen destacarse las de Eugenio Tapia (1840), Fermín Gonzalo Morón (1840-1843), Juan Cortada (1841-1842), Antonio Cavanilles (1865), Dionisio Aldama y Manuel García González (1863-1868), Antonio del Villar (1867), Rafael del Castillo (1871 -1872) y Eduardo Zamora y Caballero (1873-1875). Mas la obra cumbre de esta historiografía —«uno de los libros más leídos durante la segunda mitad del siglo XIX y en los primeros años de la centuria actual» (C. Pérez Bustamante)— es la Historia general de España desde los tiempos primitivos hasta nuestros días, de Modesto Lafuente (1806-1866). La Historia de Lafuente «vendrá a ser —escribe Jover— la Carta magna de esa España moderna alumbrada por el siglo XVIII, contemplada desde su orto: cuando ni el miedo a la Revolución social, en el mundo de la burguesía [...] ni la eclosión regionalista de los años ochenta han venido todavía a poner en evidencia cuanto de abstracto y ahistórico había en la, por demás, admirable revolución administrativa de signo centralizador llevada a cabo por los Borbones del siglo XVIII y los moderados del siglo XIX»19.

Estas Historias generales tendrán un decisivo influjo en la formación de una conciencia nacional española, es decir, en el proceso nacionalizador de nuestro país. Por ello, los temas considerados más relevantes de la historia nacional fueron objeto de un sinnúmero de reproducciones, más o menos artísticas, que divulgaron su conocimiento por todas partes. Especialmente, la «pintura de historia», promovida por el Estado como aspecto importante de su política cultural, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX, dotará de gran fuerza visual, y por tanto «propagandística», a los personajes y momentos decisivos de nuestra historia nacional: los asedios de Sagunto y Numancia, las figuras de Viriato y Sertorio, Recaredo, don Pelayo, el Cid, Guzmán el Bueno, los Reyes Católicos, Colón y los descubridores de América, los Comuneros, las grandes figuras de nuestro Siglo de Oro o, ya en el siglo XIX, la guerra de la Independencia, las Cortes de Cádiz, los mártires del liberalismo como Mariana Pineda, Torrijos, etc.20. Esteban de Vega subraya cómo la reproducción, utilización parcial e incluso la manipulación kitsch de estos cuadros de historia en «libros escolares y cuentos para niños, cromos, estampas, sellos, billetes, almanaques, tebeos, cerámicas, tapices, abanicos, muebles, etc., explican, en buena medida, el profundo arraigo en la memoria popular de versiones de algunos episodios de la historia de España»21. Este mismo autor señala también que las Historias generales, y muy en especial la de Lafuente, fueron el modelo que durante décadas siguieron los profesores universitarios y de enseñanza secundaria en sus manuales y libros de texto.

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  4. Cfr. Morales Moya, A., «Estado y nación en la época contemporánea», Ayer, 37 (2000), pp. 233-269.
  5. Fernández Sebastián, J., «España, monarquía y nación. Cuatro concepciones de la Comunidad política española en el Antiguo Régimen», Studia Histórica, 12 (1994), pp. 45 y ss.
  6. Pérez Núñez, J., La Diputación Foral de Vizcaya. El régimen foral en la Constitución del Estado liberal, Madrid, 1996.
  7. Fernández Sebastián, J., La génesis del fuerismo. Prensa e ideas en la crisis del Antiguo Régimen (País Vasco, 1750-1840), Madrid, Siglo XXI, 1991, p. 500.
  8. Rubio, C., Revolución y tradición. El País Vasco ante la Revolución liberal y la construcción del Estado español, 1808-1868, Madrid, 1996, p. 259. Herbosa López, A., «Los intentos de adaptación de las instituciones forales vizcaínas al Estado liberal», Revista Vasca de Administración Pública, 13 (septiembre-diciembre 1985), pp. 45-73.
  9. Fernández Sebastián, J., «España, monarquía y nación...», op. cit., pp. 72-73.
  10. Granja Sainz, J. L, «La idea de España en el nacionalismo vasco», en Morales Moya, A. (ed.), Nacionalismo e imagen de España, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, esp. pp. 42 y ss.
  11. Esteban de Vega, M., «El reinado de Fernando VII», en Historia de España Menéndez Pidal, vol. XXX, 1998, pp. 233-329.
  12. Varela Suances-Carpegna, ]., «La Constitución de Cádiz y el liberalismo español del siglo XIX», Revista de las Cortes Generales, 10 (primer cuatrimestre 1978), p. 67.
  13. Marcuello Benedicto, J. I., «La Corona y la desnaturalización del parlamentarismo isabelino», en La política en el reinado de Isabel II, ed. de I. Burdiel, Ayer, 29 (1998), p. 36.
  14. García de Enterría, E., La Administración Española, Madrid, IEP, 1964, esp. pp. 37-38.
  15. Santamaría Pastor, J. A., Fundamentos de Derecho Administrativo, Madrid, 1988, I, pp. 139 y ss.
  16. García de Enterría, E., «Prefectos y gobernadores civiles. El problema de la Administración periférica en España», en ídem, La Administración..., op. cit., pp. 83-118.
  17. Cfr. Ballbé, M., Orden público y militarismo en la España Constitucional (1812-1983), Madrid, Alianza Editorial, 1983.
  18. Hobsbawm, E. ]., Naciones y nacionalismos desde 1780, Barcelona, Crítica, 1991.
  19. García de Enterría, E., «Alejandro Olivan y los orígenes de la España contemporánea», en ídem, La Administración..., op. cit., pp. 21-39.
  20. Jover Zamora, J. M., «Caracteres del nacionalismo español», Zona Abierta, 31 (abril-junio 1984), p. 13.
  21. Cfr. Reyero, C., La pintura de historia en España. Esplendor de un género en el siglo XIX, Madrid, 1989. Las Exposiciones de Bellas Artes, a través de sus reglamentos y galardones —los primeros premios solían ser adquiridos por el Estado—, estimularon a los artistas a cultivar este género pictórico.
  22. Esteban de Vega, M., «Historias generales de España y conciencia nacional», Revista de Historia das Ideias. Història. Memória. Naçao (Coimbra), 18 (1996), p. 57; Pérez Rojas, J., y). L. Alcalde, «Apropiaciones y recreaciones de la pintura de Historia», en VVAA., La pintura de historia del siglo XIX en España, Madrid, 1992, pp. 103-118.
III
La debilidad y pobreza del Estado español decimonónico —«centralismo legal y localismo real»—, cuya maquinaria y atribuciones se ven como limitados, si no decididamente pequeños, ha sido considerada por J. P. Fusi22 y Borja de Riquer23 como causa principal del fracaso en la modernización del país. J. Aróstegui afirma también la falta de un eficiente Estado centralizador, cuyos gobernadores civiles, frente al prefecto francés, «ejemplo mismo del administrador superior», no lograron profesionalizarse24: «meros delegados del Ministerio de la Gobernación, su supremacía sobre los funcionarios territoriales será únicamente política. Políticos, gobernadores y caciques formarán los tres niveles de la jerarquía del país, acentuándose, y con ella su desprestigio, la apariencia represiva del Estado».

Débil, pobre, ineficaz..., adjetivado de tal suerte el Estado liberal, resultará inevitable concluir en el fracaso de una política nacionalizadora, incapaz de crear una conciencia colectiva española. Un régimen político liberal frágil y corrupto; una vida política escasamente socializada con amplios sectores marginados; desequilibrios económicos en incremento; inexistencia de auténticas clases nacionales; un mensaje nacionalizador conservador y nostálgico; insuficiencia de las instancias nacionalizadoras estatales —escuela pública, lengua, ejército—; escaso prestigio de la Corona; orientación antiliberal de la Iglesia... Desde este sombrío panorama, desde la incapacidad de los políticos liberales para construir un proyecto colectivo nacional del que se sintieran partícipes todos los españoles, resume Borja de Riquer: «quizá ya sea hora de que los historiadores españoles empiecen a considerar seriamente que no fueron los nacionalismos periféricos los que destruyeron una supuesta unidad nacional española, sino que al contrario contemplen la posibilidad de que el fracaso del nacionalismo español del siglo XIX, o la crisis de su penetración social, también facilitará, por reacción, el éxito político de los nacionalismos alternativos»25.

Jover, matizadamente, critica el funcionamiento real de nuestro liberalismo histórico incluyendo tanto «la implantación de una centralización cartesiana, inadecuada a la realidad histórica de España, semillero de unas guerras civiles que han sido el cáncer de nuestra historia contemporánea», como «la falsificación sistemática del sufragio, clave y fundamento de todo régimen representativo». Mas también se refiere a la herencia «preciosa e irrenunciable» de dicho liberalismo: «una tradición constitucional y parlamentaria; una formulación y reconocimiento formal de los derechos de la persona; una sólida tradición jurídica cimentada en la obra de un conjunto de expertos en las distintas ramas del Derecho; la experiencia de un conjunto de hombres de Estado que, partiendo de posiciones políticas diversas, se esforzaron en racionalizar y, en la medida de lo posible, de reformar la estructura y el funcionamiento del Estado y de la Administración»26.

Tal fue la obra esencial del liberalismo español, la construcción de un Estado burocrático legal-racional, reivindicando Arranz el papel decisivo que en ella desempeñaron los liberales conservadores27. Aún más, la compleja institucionalización del régimen liberal no supondrá la impugnación del Estado o de la Nación española durante la mayor parte del siglo XIX, afirman De Blas y Laborda, unificándose los manifiestos particularismos regionales y sectoriales en un mercado español —realmente un mercado cautivo y explotado por las regiones industrializadas, País Vasco y Cataluña, como consecuencia de las políticas proteccionistas28—y consolidándose una burguesía española. Es la firmeza del Estado español hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX, por el contrario, «el factor clave para entender el carácter tardío del nacionalismo español en un viejo Estado carente de una seria política expansiva y sin importantes desafíos internos o externos capaces de animar el despertar que al fin se producirá con la crisis finisecular»29. Pérez Garzón, finalmente, partiendo del carácter transitivo del verbo «nacionalizar», precisa que la transferencia transitiva se refiere a dos contenidos básicos de la acción nacionalizadora. Por una parte, es la propia nación la que, a partir de las Cortes de Cádiz, nacionaliza la soberanía, organizando el Estado desde la perspectiva liberal. Por otra, el propio Estado transfiere la acción y nacionaliza cuantas esferas de actividad considera imprescindible para desarrollarse como entidad sociopolítica, ya creando el mercado nacional, ya nacionalizando ese bien básico que es la tierra, ya convirtiéndose el Estado en palanca de acumulación de capital mediante la deuda pública, porque la nueva clase de propietarios que protagoniza semejante proceso se constituye igualmente como clase nacional y así se conjuga en el sistema representativo que desde el reinado de Isabel II se hace irreversible30.

¿Estado y Nación débiles? No tal, el nacionalismo español «tuvo la fuerza necesaria para desplegar los intereses de esos sectores burgueses que necesitaban rebasar el espacio nacional y acceder al control de los resortes estatales». Otra cosa es que el proyecto nacional liberal español no se acomodara a las fórmulas que, desde la perspectiva actual, «más nos agraden para un supuesto modelo de desarrollo nacional o estatal o democrático»31.

Procede recalcarlo: la implantación del régimen liberal se hará dentro del marco del Estado y de la Nación española. La nación española tanto para el nacionalismo liberal progresista como para el conservador, deficiente, frente al primero, de una dimensión proyectiva, aparece como una realidad indiscutible, en la que confluyen factores espirituales y materiales, fruto de una larga convivencia común. Dicho de otra manera: la Nación, y ello fue patente a partir del Trienio 1820-1823, se convertirá en un mito progresista primero, republicano después. Empero, aun para el moderantismo, si bien intencionadamente difuminado en su construcción por los doctrinarios galos por considerarlo peligroso, dado su reciente sentido democrático-revolucionario, ciertamente «el concepto político de pueblo o nación continúa desempeñando en su doctrina un importante papel por representar un sustrato imprescindible en la construcción jurídico-política»32. El conservadurismo antiliberal, iniciado en Cádiz, en cuyos planteamientos resuenan ecos austracistas y que concebía la nación como «un ayuntamiento indisoluble entre el monarca y el pueblo», agregado organicista de estamentos y territorios, irá, sin embargo, recuperando terreno a lo largo del siglo XIX. Parte de una visión de la comunidad política como totalidad cultural dotada de una esencia ancestral y de un discurso lingüístico-identitario que subraya la irreductible singularidad de cada nación y tiene como fundamento un catolicismo intransigente (J. Fernández Sebastián). Tras los debates de las Cortes de 1856 y 1869, se irá produciendo la conjunción conservadurismo, catolicismo y nacionalismo, que alcanzará su más precisa formulación en la Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882), de Marcelino Menéndez Pelayo33.

No se producirá, sin embargo, una identidad nacional española plenamente homogénea. En cuanto a Cataluña, Fradera ha mostrado la aparición, coetánea al nacionalismo español, cuyas diversas formulaciones hemos expuesto, de la peculiar «estructure of feelings» que dará lugar a la Reinaxença, tras la ruptura crítica de Piferrer y Milá y Fontánals con los postulados de la revolución liberal. Los Juegos Florales restaurados serán el espacio de representación permanente de una reivindicación, acorde con las exigencias de la moralidad burguesa, del pasado medieval catalán, al que, sin éxito, Víctor Balaguer tratará de asociar a los planteamientos liberales, del catolicismo y la lengua propia, y de un idealizado mundo rural. En cualquier caso, el discurso cultural provincial de los renaixentistes, criticado por dos relevantes personalidades de la izquierda liberal catalana, como Laureano Figuerola y Juan Güell i Mercader, estará al margen de la política. No llegará nunca, por ello, a formular una identidad opuesta o enfrentada a la española que venía vertebrando al país desde una Revolución liberal con la que se identificaban las masas populares. La noción de «doble patriotismo» español y catalán a la vez resume la compleja realidad descrita34. En otros términos: «la función de la Reinaxença consistió en Cataluña (como en el País valenciano) —señalan Martí y Archilés— en la aportación de materiales culturales y en el inicio de una labor de (re)construcción de la identidad propia, pero también pone de relieve que de ello no se desprendía, necesariamente, un camino directo ni unidimensional que condujera a la enunciación de un planteamiento nacional alternativo».

Concluyendo: «los catalanes hicieron suyo el proyecto liberal español, siquiera, desde fines de siglo, especialmente, después del 98, la lógica del doble patriotismo parecerá agotada para un nacionalismo catalán que no supondrá sino una forma específica, regeneracionista, de entender España» (V. Cacho Viu).

También, ya se ha apuntado, debe destacarse que desde los años treinta se advierte, tanto en Madrid como, sobre todo, entre los liberales vascos, el esfuerzo por hacer coexistir «la Constitución General del Reino con los Fueros o constituciones particulares de las Provincias Vascongadas»35. Galicia, por último. Para los galleguistas del siglo XIX, considera Justo Beramendi, España era, a la vez, «nacionalmente una y provincial o regionalmente, múltiple». Los primeros regionalistas, Neira de Mosquera, Murguía, Camino, Benito Vicetto, Seoane..., coinciden en un rechazo de la España oficial del siglo XIX, centralista y uniformista, proponiendo como alternativa una España diversificada etnoculturalmente y políticamente descentralizada. La consideración de Galicia como nación se abre paso, sin embargo, con la obra de Manuel Murguía (1833-1923), especialmente en su «Discurso preliminar» y en las «Consideraciones generales» que preceden en 1865 a su Historia de Galicia 36.

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  22. Fusi considera que la España del siglo XIX fue «una red social de comarcas mal integradas, definida, además, por una fuerte fragmentación social». Vid. Fusi, J. P, «La organización territorial del Estado», en España. Autonomías, t. V, Madrid, 1989, p. 19.
  23. Riquer, B. de, «Nacionalidades y regiones», en Morales Moya, A., y M. Esteban de Vega, La Historia Contemporánea en España, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 1996, pp. 72-89.
  24. Aróstegui, J., «El Estado español contemporáneo: centralismo, inarticulación y nacionalismo», Historia Contemporánea, 17 (1998), esp. pp. 50 y ss.
  25. Subrayado en el original, op. cit., p. 89.
  26. Morales, A., «Conversaciones con José María Jover», Nueva Revista, 43 (1996), pp. 20-21.
  27. Arranz, L., «Los liberal-conservadores y la consolidación del régimen constitucional en la España del siglo XIX», Historia contemporánea, 17 (1998), pp. 169-190.
  28. González Portilla, M., «Primera industrialización, desequilibrios territoriales y Estado», Historia Contemporánea, 17 (1998), p. 203.
  29. Blas, A. de, y J. J. Laborda, «La constitución del Estado en España», en Estructuras sociales y cuestión regional en España, Barcelona, 1986, p. 477; Blas, A. de, Sobre el nacionalismo español, Madrid, CEC, 1989.
  30. Pérez Garzón, J. S., «La nación, sujeto y objeto del Estado liberal», Historia Contemporánea, 17 (1998), pp. 122-123.
  31. Ibid., p. 138.
  32. Diez del Corral, L., El liberalismo doctrinario, Madrid, IEP, 1956, pp. 492-493.
  33. Cfr. Álvarez Junco, J., Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001.
  34. Cfr. Fradera, J. M., Cultura nacional en una societat dividida. Patriotisme i cultura a Catalunya (1838-1868), Barcelona, Curial, 1992.
  35. Cfr. Sagarmínaga, F. de, El gobierno y el régimen foral del Señorío de Vizcaya, Bilbao, 1892, p. 248.
  36. Beramendi, J., «Las Españas del galleguismo político (1840-2000)», en Morales Moya, A. (ed.), Nacionalismo..., op. cit., pp. 63-89.



Provincialismos y diferencialismos culturales.

Por Justo Beramendi. Universidad de Santiago de Compostela.


Víctor Balaguer: Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón. Barcelona: Salvador Manero, 1860-1863. 27,6 x 18,5 cm. Madrid, Biblioteca Nacional (1/64806, vol. 1)


En el reinado de Isabel II y en los años inmediatamente anteriores observamos dos fenómenos relativamente nuevos. Uno, de naturaleza ideológico-política, se define por la defensa del autogobierno para ciertas provincias o unidades históricas integrantes de la Monarquía española desde su constitución y por la consiguiente oposición al modelo centralista de Estado liberal. En unos casos, como en los provincialismos catalán y gallego, se trata de corrientes de opinión más o menos influyentes en la sociedad pero que no se articulan en movimientos políticos organizados y, por tanto, no son capaces de incidir de modo sostenido sobre la dinámica política ni del territorio en que surgen ni del conjunto de España. Simplemente afloran aquí y allá, en escritos de publicistas, en discursos de diputados o políticos, en cierta prensa o en las reivindicaciones que inspiran algunos conflictos, más o menos violentos. En otro caso, el del fuerismo vasco-navarro, apoyado en el control de las únicas instituciones de autogobierno corporativo que sobrevivieron a la liquidación definitiva del Antiguo Régimen, tiene la suficiente fuerza social para mantener durante largo tiempo, y desde luego durante todo el reinado de Isabel, la gran excepción a las previsiones constitucionales en materia de distribución territorial del poder, como ya se ha dicho en la contribución de Antonio Morales en este mismo volumen.

El otro fenómeno es de índole lingüístico-cultural, aunque en absoluto está exento de una fuerte carga ideológica, como comprobaremos enseguida. Se trata de los revivals o «renacimientos» que se dan en territorios con lenguas distintas de la castellana. Presentan dos dimensiones principales. La primera es la recuperación del cultivo culto de la lengua autóctona, cuya literatura había florecido en la Edad Media en todos los casos menos en el vasco para sufrir un prolongado eclipse después. La segunda es el nacimiento y desarrollo de una historiografía particularizadora destinada a demostrar, explícita o implícitamente, que los habitantes del territorio en cuestión forman, por su lengua, su raza, su forma de ser, sus costumbres, su folclore y sus instituciones, una nación orgánica, que se ha ido generado espontáneamente a lo largo de una historia propia desde un pasado muy remoto.

Para muchos de quienes contemplan estos renacimientos desde la óptica nacional española, su causa principal está en la aplicación de la moda romántica y del historismus de origen germánico a las peculiaridades etnolingüísticas e históricas de regiones especialmente aptas para esa aplicación. Para muchos de quienes lo hacen desde el correspondiente nacionalismo subestatal, estos renacimientos lo son en sentido pleno, pues lo que renace no sólo es la lengua y la cultura sino la propia nación objetiva, que despierta en forma de conciencia creciente en cuanto encuentra condiciones favorables. Por tanto, estaríamos, desde esa óptica, ante la consecuencia ineludible de la existencia de la nación, ante el primer paso necesario del desarrollo ulterior, también necesario, del propio nacionalismo.

Considero que ambas imágenes son demasiado simplistas y en parte erróneas. Conviene, pues, corregirlas. Y en varios sentidos. En primer lugar, la propia idea de «renacimiento cultural» debe relativizarse. Josep Fontana lo hizo acertadamente hace años para el caso catalán señalando que ni la literatura popular ni la edición de libros en catalán se habían interrumpido totalmente en ningún período anterior. Las únicas novedades que aportaban las décadas centrales del siglo XIX en este campo eran una nueva historiografía y la reaparición de una literatura «patricia» en catalán que, además, tuvo durante bastante tiempo una incidencia social muy reducida incluso en los sectores a los que se dirigía preferentemente. Este error de tomar el todo cultural por la parte que corresponde a unas elites, e incluso a unas minorías dentro de las elites, se comete también con vascos, gallegos, valencianos o baleares, por hablar sólo de los casos en que una lengua diferente actúa de principal marcador cultural. Todas esas lenguas-culturas habían sido socialmente mayoritarias en sus respectivas sociedades durante siglos. Y lo seguían siendo a la altura de 1840. Por tanto, lo único que «renace» después de esta fecha, o un poco antes, son prácticas de alta cultura que habían permanecido atrofiadas. Y paradójicamente, este renacer fue acompañado en algunos casos por un acusado retroceso social del conjunto de la cultura autóctona debido a la acción combinada del proceso de nacionalización español y de las transformaciones socioeconómicas (migraciones, urbanización, industrialización), acción que fomentaba la lengua y la cultura de estirpe castellana en detrimento de las otras.

En segundo lugar, sin negar la importancia del romanticismo y del historicismo como factores instrumentales de estos renacimientos, resulta obvio en el ámbito español, como en tantos otros de Europa, que no cabe considerarlos fenómenos sólo culturales, ni siquiera a efectos puramente analíticos. Como veremos, estuvieron siempre íntimamente relacionados con tendencias ideológicas coetáneas y con los principales procesos y contenciosos políticos en curso, aunque esa relación fuese diferente, en naturaleza e intensidad, según los territorios y los momentos. Y dentro de los principales contenciosos políticos tienen especial relevancia para nosotros dos cuestiones muy vinculadas entre sí: la composición nacional del Estado y su estructura territorial.

En este sentido conviene recordar que el período isabelino es el primero en el que, al no haber ya ninguna posibilidad real de restauración del Antiguo Régimen, la prioridad mayor del liberalismo pasa a ser, por encima de los duros enfrentamientos entre los partidarios de sus diferentes modalidades, la socialización de la nación española en sentido estricto. No podemos entrar aquí en la discusión que se viene dando entre los historiadores acerca de si ese proceso de nacionalización fue o no «débil» durante todo el siglo XIX y si hay que atribuir o no a esa debilidad una de las causas mayores del nacimiento y ulterior desarrollo de nacionalismos subestatales opuestos al español a lo largo del primer tercio del siglo XX. En todo caso, es cierto que, como ha demostrado José Álvarez Junco, intelectuales, organizaciones políticas y Estado hicieron durante la época isabelina un considerable esfuerzo, continuado en los períodos posteriores, por construir la identidad nacional española, por hacer del pueblo una nación, fuese en clave liberal-moderada, en clave tradicionalista o en clave democrática. Para ello procuraron imbuir en los ciudadanos un conjunto de actitudes, emociones, símbolos, mitos, versiones del pasado y creencias acerca de lo español. Y en ese empeño utilizaron, como en todos los procesos similares que tenían lugar en la Europa coetánea, la prensa, la escuela, el discurso, los símbolos comunitarios, las efemérides y las diferentes manifestaciones públicas del poder.

Suficiente o no, ese esfuerzo consiguió al menos la continuidad de la integridad territorial del Estado hasta hoy y desde luego hizo que la mayoría de los ciudadanos acabaran considerándose nación española. No obstante, es igualmente cierto que, al contrario que en Francia, el nation-building español no fue capaz de erradicar o de reducir a la insignificancia social otras identidades etnoculturales de ámbito subestatal, susceptibles de ser materia prima de lealtades nacionales alternativas cuando se diesen circunstancias suficientemente estimuladoras. Por el contrario, desde el principio la nacionalización española se vio acompañada en determinados territorios, y muy especialmente en Cataluña, Galicia y País Vasco, de movimientos que enaltecían las diferencias etnolingüísticas e históricas y que, si bien no solían poner en cuestión la unicidad nacional española, y mucho menos la integridad del Estado, podían preparar el camino para que en el futuro naciesen y se desarrollasen nacionalismos negadores de esa unicidad en nombre de los argumentos, símbolos y emociones particularistas que habían sembrado previamente esos renacimientos provincialistas del período isabelino.

Por otra parte, la propia trayectoria anterior de la Monarquía española desde el siglo XVI, pero sobre todo durante el XVIII, impedía que esa nacionalización española de la sociedad se abordase sobre una base plurilingüística y pluricultural. La identidad española anterior a la revolución liberal se había cimentado sobre la homogeneidad lingüística, religiosa e incluso racial, así como sobre una clara vocación centralista desde la llegada de los Borbones. Era casi inevitable que la nueva identidad colectiva a construir, basamento imprescindible de la nación, asumiese la herencia de aquellos rasgos de la vieja identidad que no fuesen directamente contradictorios con el sistema político liberal. Pero estas continuidades implicaban una actitud excluyente y combativa contra todo aquello que, aun sin tener de momento manifestaciones expresamente políticas, pudiese socavar tal homogeneidad. De aquí el recelo, cuando no la abierta hostilidad, con el que las autoridades y la mayor parte de la opinión pública de habla castellana acogían todo atisbo de «renacimiento» heterocultural lo que, por reacción, contribuía a politizarlo. Politización que no se producía sólo por reacción frente a la presión exógena, sino también por la existencia de factores endógenos, de índole cultural y política, que actuaban en la misma dirección.

Ya hemos mencionado el principal factor de naturaleza cultural: la recepción positiva del romanticismo y del historicismo por parte de una proporción significativa de las intelligentsias provinciales. Con su asunción de los sujetos colectivos populares como agentes históricos mayores, del folclore y las lenguas minoritarias, de la primacía de la singularidad sobre los principios y leyes universales, de la génesis espontánea e involuntaria de culturas, instituciones y supuestos espíritus nacionales (Volkgeist), de la historia como superior partera del buen Derecho a partir de la costumbre, con todo ello tales movimientos artísticos y tales corrientes de pensamiento eran unos instrumentos idóneos para afirmar la existencia y la legitimidad de «naciones» o «nacionalidades» orgánicas, tuviesen o no Estado, o para apoyar reivindicaciones de autogobierno basadas en diferencias culturales y en precedentes históricos reales o supuestos, próximos o lejanos. No es extraño, pues, que la preocupación etnográfica, el cultivo literario de la propia lengua y la re-escritura de la Historia en sentido diferenciador respecto de la española fuesen casi siempre indisolublemente unidos. Por otro lado, la relativa polivalencia ideológica de estos planteamientos organicistas e historicistas les permitía combinarse tanto con el liberalismo como con el tradicionalismo, lo que aumentaba aún más sus posibilidades de difusión. De hecho, sabemos que apenas hubo pueblo ni intelectualidad en Europa que se viese totalmente libre de su influencia.

Pero en el caso español se daban además factores socio-políticos peculiares. Las décadas que nos ocupan son también las de definición y asentamiento del modelo de Estado liberal. Y que prevaleciese uno u otro modelo tenía consecuencias de peso tanto «en vertical» (para las diferentes clases sociales en todo el Estado) como «en horizontal» (para las diferentes fracciones territoriales de cada clase). Las consecuencias del primer tipo dependían de la naturaleza más o menos representativa del sistema y por tanto se relacionaban con la dura pugna entre carlistas, moderados, progresistas y demócratas. Las del segundo tipo nos remiten a los enfrentamientos entre centralistas y descentralizados, que son los de relevancia más directa para el tema que nos ocupa. En efecto, para las elites provinciales o regionales, las oportunidades de «tocar poder» efectivo eran mucho menores con una estructura centralizada, por lo que no es extraño que una parte de esas elites defendiese una u otra forma de descentralización tanto desde ideologías de izquierda como desde las de centro, derecha o extrema derecha. Los descentralizadores de izquierda podían justificar sus aspiraciones, al modo del republicanismo federal, con el argumento de que ese era el sistema más democrático y participativo posible, aunque tampoco venía mal el refuerzo de los argumentos étnicos e históricos. Para los de mentalidad conservadora o abiertamente tradicionalista estos últimos argumentos eran ingrediente imprescindible en la demostración de la legitimidad y las bondades de un autogobierno entroncado con la tradición. He aquí el nexo de unión entre los renacimientos culturales y el fuerismo vasco-navarro o los provincialismos catalán y gallego. Veamos muy brevemente los aspectos fundamentales de esa relación.

Los precedentes en la fase final del Antiguo Régimen.

En Cataluña el vigor social de la lengua había resistido bien, durante todo el siglo XVIII, la pérdida del autogobierno tras los decretos de Nueva Planta de Felipe V y los reiterados intentos de los Borbones por excluir el catalán de los usos públicos y de la enseñanza elemental. A pesar de que la política económica de la nueva dinastía propició el desarrollo agrario y la protoindustrialización en el país, y con ellos la fidelidad de la naciente burguesía a la Monarquía, el deseo de recuperar las instituciones suprimidas siguió vivo en amplios sectores de la sociedad catalana. Más vivo permaneció el apego del pueblo a su lengua y su cultura. Como señala Pere Anguera, los sucesivos decretos destinados a imponer el uso exclusivo del castellano en la docencia y la administración indican, con su reiteración, un incumplimiento bastante generalizado. Esta realidad explica que, durante la guerra de la Convención, las autoridades publicasen pasquines en catalán llamando a la lucha contra el francés, y que años después los ocupantes franceses intentasen atraerse a la población del mismo modo.

No es de extrañar, pues, el vigor del teatro popular en catalán durante el primer tercio del siglo XIX ni la relativa abundancia de ediciones y reediciones en ese mismo idioma de romances, sainetes, devocionarios y manuales de cuestiones prácticas o de enseñanza primaria, así como de folletos y catecismos políticos dirigidos a un público popular. A veces estos textos eran bilingües para reflejar la distribución social de las dos lenguas. Por ejemplo, el Nuevo diálogo entre un oficial y una pastora catalana, en el que la gente del pueblo se expresaba en catalán y los otros lo hacían en castellano. En cambio, durante el reinado de Isabel II, la propaganda liberal en castellano ganará rápidamente terreno, aunque la otra no desaparecerá por completo. Una muestra más de la contribución de los principales partidos a la nacionalización española en una sociedad que, en su mayor parte, seguía siendo catalanoparlante.

También hay precedentes del posterior binomio provincialismo-Renaixença en sus dimensiones no literarias. Como dice Albert Balcells, tanto el estudio de la lengua como la valoración y defensa de la historia y las instituciones propias comienzan ya en la época de la Ilustración y en los comienzos del siglo XIX, antes de la recepción del pensamiento romántico. Ahí están para probarlo la obra de Ramón Llàtzer de Dou, catedrático de la Universidad de Cervera y diputado en Cádiz, sobre el Derecho Civil catalán, la Gramatica i apologética de la llengua catalana, de Josep Pau Ballot (1814), el Diccionario de Félix Amat o, en el terreno de la reconstrucción de un pasado específicamente catalán, las Memorias históricas sobre la marina, el comercio y las artes de la antigua ciudad de Barcelona, de Antoni de Capmany (1779-1792).

Pero estos afanes lingüísticos, historiográficos o jurídicos tenían lugar en medio de confrontaciones políticas con las que estaban claramente relacionados. Ya en plena guerra del francés, a pesar de la oleada de patriotismo español de la que participó también la mayoría del pueblo catalán, sectores minoritarios, que podemos personificar en Tomás Puig, aprovecharon la coyuntura para proponer la recuperación de las viejas libertades catalanas con un proyecto prenacionalista. Menos radicales, los diputados catalanes en Cádiz se opusieron con firmeza a la desmembración de la unidad catalana en varias provincias. Durante el Trienio, los propios liberales catalanes, para aumentar sus adeptos, recurrieron a la evocación del antiguo autogobierno catalán, proscrito «por el antisocial derecho de conquista», en clara alusión a los decretos de Nueva Planta. Y cuando perdieron el poder fueron más allá al prometer desde el exilio, durante la «década ominosa» (1823-1833), nada menos que la restitución de los fueros, lo que se traducía, en términos políticos modernos, en reconocer su «independencia» y establecer la posterior unión federativa entre las diferentes partes de España. Aunque los liberales olvidaron estas promesas cuando recuperaron el poder tras la muerte de Fernando VII en 1833 y el fracaso del Estatuto Real de 1834, el hecho de que las incluyesen en sus ofrecimientos en tiempos de turbación indica que estaban convencidos de que eso era lo que deseaba una parte importante de la sociedad catalana. Los indicios en el mismo sentido aumentarán en el conflictivo decenio que precede a la subida al trono de Isabel II.

En el País Vasco, la mayor parte de la población también era monolingüe en vasco, salvo en las ciudades. El euskera no empezó a retroceder significativamente hasta las guerras civiles del siglo XIX y la posterior generalización del servicio militar obligatorio. De ahí que desde el siglo XVII fuesen relativamente numerosas las ediciones de diccionarios vasco-castellanos y gramáticas, así como de obras religiosas. A pesar de ello, la exigencia de que los cargos públicos de municipios y juntas generales conociesen el castellano, reforzada por la política castellanizante de los Borbones, resultó siempre muy difícil de satisfacer fuera del ámbito urbano y de hecho se incumplía en numerosas ocasiones. No obstante, esa política hizo que el euskera empezase a perder prestigio entre el conjunto de la población al convertirse el castellano en medio imprescindible para el ascenso social. Pero esto no impidió que algunos escritores diesen los primeros, y fallidos, pasos en la idealización del ethnos vasco y en la consiguiente promoción de una literatura culta en euskera. Y así, Juan Antonio Moguel, en su novela Perú Abarca, escrita en 1802 pero publicada mucho después, exaltaba la figura del campesino en cuanto depositario de los caracteres culturales y de los valores éticos del pueblo vasco. Después, con la llegada de las primeras influencias románticas, se reforzó la valoración del folclore, con especial atención a bailes y canciones populares, como en la recopilación Guipuzcoaco dantza gogoangarrien condaina que hizo Juan Ignacio Iztueta en 1824.

Por otra parte, la justificación y defensa de los fueros como forma de cosoberanía basada en un supuesto pacto primigenio entre iguales (entre la Monarquía castellana y los pueblos vascos) había dado lugar siempre a una literatura histórica, cuya necesidad aumentó tras la ofensiva deslegitimadora de esa teoría que supuso la obra de Juan Antonio Llórente, incitada por Godoy alrededor del cambio de siglo, y más aún después de la Constitución de Cádiz, que diseñaba un sistema político incompatible en principio con el viejo régimen foral. De aquí la aparición de algunas obras que pretendían salir al paso de esos cambios recurriendo de nuevo a una reconstrucción vasquista del pasado como la Historia de las naciones vascas (1818), de Juan Antonio Zamácola.

En Galicia la situación era parecida y diferente a la vez. Parecida en que la lengua de la gran mayoría de la población (campesinos y clases populares urbanas) era el gallego. Diferente en dos aspectos fundamentales. El primero es que nunca había existido un verdadero autogobierno corporativo gallego ni dentro de la monarquía castellana ni dentro de la española. Fuera del ámbito antropológico, las únicas señas diferenciales de Galicia respecto de Castilla, aparte de un régimen específico de cesión de la tierra a los campesinos, eran un derecho civil algo diferente del castellano y la existencia desde el siglo XVI de la Junta del Reino de Galicia, formada por los procuradores de las siete ciudades y desprovista de competencias reales. Poca cosa para generar en los grupos sociales dominantes, y desde ellos en toda la sociedad, una conciencia de identidad política particular.

Por otra parte, y esta es la segunda gran diferencia, la acelerada castellanización de los grupos sociales superiores en el siglo XVI, incluido el poderoso clero, había eliminado la lengua gallega casi completamente de los usos públicos, civiles y religiosos, con lo que ese idioma funcionaba como marcador social negativo. Por eso los textos en gallego, literarios o no, eran muy escasos, a pesar de la obligada existencia de un folclore muy rico. Prácticamente se reducen en el siglo XVIII a la obra poética del cura de Fruime y algún panfleto, como el irreverente La Piligrina (1787). En cambio, sí se dan entre los ilustrados pronunciamientos en defensa de Galicia y de su etnicidad, frente a lo que se considera trato injusto en relación con otras partes del reino o postergación de sus señas de identidad. Destacan en esto los alegatos del padre Sarmiento a favor de la enseñanza primaria en gallego a los campesinos y de que los cargos públicos conociesen la lengua del país. Sin embargo, estas manifestaciones de la segunda mitad del XVIII, que podríamos considerar precedentes del provincialismo posterior, decaen hasta casi desaparecer en el primer tercio del siglo XIX.

En cuanto a la presencia pública del idioma, los agudos conflictos que se inician en 1808 la activan algo sin que la situación cambie cualitativamente. En el campo literario la producción sigue siendo muy escasa y parece responder siempre, bien a la continuación de tradiciones populares, bien a divertimentos de ocasión entre los cultos. Podemos mencionar el sainete costumbrista A casamenteira, que el liberal Antonio Benito Fandiño escribe en 1812 en la cárcel de Compostela, algunas poesías de este mismo autor, otras del canónigo orensano Juan Manuel Bedoya en 1816, los villancicos de los mindonienses Antonio Castro y Luis Corral, un par de composiciones de Nicomedes Pastor Díaz en los años veinte y poco más. Mayor interés tiene, como expresión de los nuevos tiempos, la aparición de textos, en prosa o verso, destinados al combate político, pues indican la necesidad de propagar las ideologías en conflicto entre un pueblo que es mayoritariamente gallegohablante. Naturalmente, los que aparecen primero están al servicio de la resistencia antifrancesa, como el romance anónimo de orientación tradicionalista Un labrador que foi sarxento (1808) o las patrióticas Proezas de Galicia (1810) de José Fernández Neira. Expulsado el francés pasa a primer término la lucha entre absolutismo y liberalismo, y ambos usan de vez en cuando el gallego, aunque lo hace más el segundo. Absolutistas son, por ejemplo, los textos que publica Manuel Freire Castrillón en la Estafeta de Santiago (1813-1814). Liberales, los que aparecen en la Gazeta Marcial y Política de Santiago (1812-1813); Os rogos de un gallego establecido en Londres (1813), diatriba anti-Inquisición del cura liberal Miguel Pardo de Andrade; y el Diálogo entre dos labradores gallegos, afligidos, y un abogado instruido (1823) en el que Pedro Boado, abogado y jefe político de Ourense durante el Trienio, ataca el régimen señorial y en el que sólo los campesinos se expresan en gallego.

Por tanto, cuando la primera fase de la revolución liberal llega a su término, la situación, en lo que a nuestro objeto se refiere, era más o menos así: la composición pluriétnica de la monarquía apenas había experimentado cambios en relación con el siglo XVIII, por lo que la extensión social y el vigor de las culturas populares no castellanas en nada habían retrocedido en sus respectivos territorios. En cambio, los movimientos de reivindicación culta de esas etnicidades apenas daban sus primeros pasos. Por otra parte, el protagonismo del enfrentamiento liberalismo-absolutismo dejaba en segundo plano, de momento, la polémica centralización-descentralización del Estado. Por ello, la conexión entre las actitudes descentralizadoras, por un lado, y la especificidad cultural y/o institucional y el precedente histórico, por otro, variaba mucho según los casos: era fuerte en el País Vasco, débil pero significativa en Cataluña y casi inexistente en Galicia, Valencia y Baleares.

Culturas periféricas y parto traumático del estado liberal
Los años que median entre la muerte de Fernando VII en 1833 y la coronación de Isabel II en 1843 o el comienzo del predominio político del liberalismo moderado y la promulgación de la Constitución de 1845 son, como es bien sabido, de graves conflictos, entre los que destaca la guerra civil de 1833-1839 que enfrentó a los absolutistas partidarios de la subida al trono del infante don Carlos María Isidro con los liberales agrupados alrededor de la figura de la reina niña. La guerra se saldó con una transacción que, en todo caso, implicaba la liquidación definitiva del Antiguo Régimen y ponía en primer plano la cuestión del tipo de Estado liberal a construir. Pero los conflictos también brotaron por doquier en el seno del bando liberal ya en plena guerra y mucho más cuando ésta acabó. Como ya hemos dicho, dos eran los principales motivos de enfrentamiento entre la derecha y la izquierda del liberalismo: el grado de representatividad social del sistema político y el carácter centralizado o descentralizado del Estado. Ambas cuestiones, pero especialmente la segunda, cambiaron radicalmente la situación en lo que se refería a la consideración cultural, social y política de las lenguas y culturas particulares.

En efecto, en 1833-1843 resucitó con fuerza el modelo juntista, típico de los episodios anteriores de la revolución liberal española desde los primeros de 1808-1810. Según ese modelo, el nuevo poder se constituía de abajo hacia arriba, o de la periferia al centro, es decir, siguiendo un camino realmente federativo desde las juntas locales o regionales a la formación de una junta o gobierno provisional central. Y aunque al final éste acababa siempre forzando la disolución de aquéllas y, por tanto, la génesis federativa terminaba por parir una criatura centralizada, la misma naturaleza del proceso alimentaba las pretensiones y las ulteriores protestas de los federalistas, se diesen o no ese nombre.

En Cataluña estos fenómenos tuvieron especial intensidad porque, además, se unían al nacimiento de nuevas tensiones sociales urbanas que hacían más duros los enfrentamientos entre los defensores de un parlamentarismo de representatividad muy reducida y los partidarios de más democracia, pugna que avivaba la otra y llevó a muchos al convencimiento de que federalismo y verdadera democracia eran la misma cosa. En efecto, en el decenio 1834-1843 se suceden en Cataluña, y muy especialmente en Barcelona, numerosos disturbios o bullangas, en algunos de los cuales el componente obrero se hace ver con fuerza por primera vez, así como movimientos revolucionarios acompañados de la formación de juntas más o menos insumisas respecto del gobierno central, insumisión que en ocasiones llegaba a la rebeldía abierta, como la que llevó a Espartero a bombardear la capital en 1842. En este ambiente, una parte de la izquierda liberal comienza a apoyar sus reivindicaciones democráticas y vagamente federalistas en el recuerdo de las viejas libertades catalanas, eliminadas por la fuerza, y en la denuncia de la prepotencia de los funcionarios castellanos, la marginación de los catalanes de los altos cargos del Estado y los perjuicios económicos que el sistema fiscal trae a la región. Tal hacen, por ejemplo, algunos colaboradores de El Vapor, entre ellos Pedro Mata. Incluso se discute en la prensa la posible independencia de Cataluña, aunque sea siempre para desaconsejarla, sea por razones económicas o por otras. En todo caso, está claro que en ese período convulso una parte importante de la izquierda catalana, con una base popular urbana no despreciable, empieza a postular un modelo de nación española muy diferente del que acabará prevaleciendo y emplea para ello argumentos históricos y políticos que más adelante serán moneda común en todas las fases de la historia del catalanismo.

En otro orden de cosas, la historiografía catalanista posterior fijó el hito inaugural de la Renaixença, y con ella el despertar de la conciencia catalanista, en la publicación de la «Oda a la Patria» de Bonaventura Caries Aribau en El Vapor el año 1833. Aunque hay además otras manifestaciones coetáneas del mismo tenor, como el poema menos conocido de Antoni Puigblanch, «Les Comunitats de Castella», hoy sabemos que el hito no lo fue tanto, no sólo porque, en el caso de Aribau, se trataba de una poesía de circunstancias en un autor que, salvo en muy contadas ocasiones, se expresaba siempre en castellano, sino sobre todo porque, como hemos visto, había usos anteriores del catalán socialmente más importantes y porque los que serían considerados propiamente renaixentistas aún tardarían bastante en adquirir una dimensión significativa. Con todo, aparecen ya precursores claros de la Renaixença, como el poeta y novelista romántico Pablo Piferrer, que murió a los treinta años en 1848, o el catedrático de literatura Joaquim Rubio i Ors, quien en 1839 publicó en el Diario de Barcelona la poesía «Lo Gaiter del Llobregat», título que luego usaría como seudónimo. Dos años después sacó a la luz una recopilación de sus poesías, precedida de un prólogo en el que reclamaba la independencia literaria de Cataluña. También se dieron los primeros pasos de lo que dos décadas después sería el movimiento de los juegos florales. La iniciativa de evocar el pretérito poético medieval fue de Joan Cortada, profesor de Historia, quien en diciembre de 1840 propuso a la Academia de Buenas Letras de Barcelona la convocatoria de un certamen bilingüe, que se celebró al año siguiente y en el que fue premiado Rubio i Ors por un poema en catalán.

Al mismo tiempo se inicia el movimiento historiográfico centrado en el pasado catalán. En algunos autores, ese movimiento es todavía muy deudor de la erudición ilustrada y apenas apuntan los planteamientos catalanistas posteriores. Tales son los casos de Félix Torres Amat, con sus Memorias para ayudar a formar un diccionario crítico de los escritores catalanes (1839), y de Prosper de Bofarull, impulsor del Archivo de la Corona de Aragón, con Los condes de Barcelona vindicados (1836), historia positivista y laudatoria de los primeros soberanos catalanes, que el catalanismo posterior tomará como uno de sus puntos de referencia. Pero en otros aparecen ya con fuerza tanto el estilo romántico como la motivación nacionalizadora. El ejemplo más claro en esto son los dos volúmenes dedicados a Cataluña que Pablo Piferrer escribió en 1839 para la colección Recuerdos y bellezas de España. En ellos, aparte de evocar con nostalgia «las felices épocas de los Raimundos y los Jaimes» en que brillaban las libertades patrias, se esbozaba ya la sucesión de hitos nacionalitarios típica de la ulterior imagen catalanista de la historia propia, Once de Septiembre incluido.

En el País Vasco, este período está totalmente marcado, lógicamente, por la primera guerra carlista (1833-1839) y sus consecuencias inmediatas. Como es bien sabido, el conflicto se saldó con la derrota pactada de los absolutistas pero también con la preservación de los aspectos fundamentales del régimen foral vasconavarro, que quedó así como la gran excepción al centralismo del Estado liberal. Mutatis mutandis se repetía en el siglo XIX, tras el fin de esa guerra y las leyes de 1839 para el País Vasco y 1841 para Navarra, la situación en que quedaron esas «provincias exentas» tras la guerra de Sucesión y los decretos de Nueva Planta de principios del siglo XVIII. Sin embargo, en los años inmediatamente anteriores al acceso de Isabel II al trono, no estaba nada claro que esa excepcionalidad fuera a consolidarse. No es extraño, pues, que la guerra primero y la incertidumbre después acuciasen en algunos el afán de afirmar la organicidad y la historicidad de lo vasco hasta el extremo de adelantarse en muchas décadas a las formulaciones propiamente nacionalistas. Tal es el caso, por cierto muy excepcional y en su momento de influencia sociopolítica nula, del liberal vascofrancés Joseph Augustin Chaho, cuyo libro Voyage en Navarre pendant l'insurrection des Basques (1836) pintaba la contienda como una guerra de liberación nacional. En la misma vena protonacionalista, romántica y anticatólica publicó en 1843 La leyenda de Aitor, primitivo ancestro del pueblo vasco, homólogo del Breogán celta del galleguismo. De este modo un mito fundacional pagano, y por tanto laico, sustituía al mito fundacional religioso que, en la persona de Túbal, nieto de Noé, había presidido hasta entonces la genealogía vasca. En la estela de esta leyenda se desarrollaría durante el resto del siglo la literatura historicista ligada al fuerismo.

Al contrario que en Cataluña o en el País Vasco, no hay en Galicia durante la guerra carlista asomo de planteamientos descentralizadores, ni siquiera aislados. El enfrentamiento entre liberales y carlistas ocupa todo el escenario sin dejar sitio a otros matices. El único y débil precedente de lo que aparecerá después es la introducción en su historiografía del celtismo, o teoría según la cual los gallegos descienden de los celtas y son por tanto de raza diferente a los demás pueblos peninsulares. Esta aportación corresponde a un viejo liberal de estirpe ilustrada, Joseph Verea i Aguiar y concretamente a su Historia de Galicia (1838). Por otra parte, la situación de la lengua y la cultura gallegas no cambió en nada respecto de los años precedentes. Los textos publicados en gallego fueron muy escasos y casi todos de carácter político, como las anticlericales Tertulias de Picaños (Santiago) o los constitucionalistas Diálogos en la Alameda de Santiago, ambos de 1836. Al igual que ocurría con los del período anterior, nada hay en ellos de galleguismo ideológico. Simplemente expresan en gallego cuestiones de política general de España. Es significativa también su escasez, indicativa de que el grueso de los destinatarios de los mensajes políticos en aquel momento, las clases medias y altas, tenían el castellano como lengua de comunicación. Por tanto, sólo se enviaban tangencial y esporádicamente mensajes en gallego a los sectores populares en los momentos de máxima conflictividad para intentar atraerlos, aunque sin mucha esperanza de conseguirlo, a juzgar por la debilidad del esfuerzo.

A partir de 1840 la situación cambia cualitativamente con el comienzo del provincialismo gallego, que nace como una corriente diferenciada en el seno del progresismo español en Galicia. Hasta 1846 el grueso de sus adeptos se concentró en Santiago, alrededor de la Academia Literaria, impulsada por el militar progresista Domingo Díaz de Robles. La mayoría eran estudiantes de la universidad compostelana y el resto estaba formado por profesores y profesionales liberales. Su diferencia ideológica respecto de los progresistas estrictos consistía en una valoración especial de Galicia como sujeto histórico y político que, en su opinión, merecía pesar más en el concierto ibérico, para lo cual aspiraban a una descentralización del Estado, cuyas características no concretaban. Más clara era su reacción contra el menosprecio de lo gallego y la consiguiente exaltación de las glorias pretéritas del país y, en menor medida, de su lengua y su cultura. En esta línea, Antolín Faraldo, en sus artículos en El Recreo Compostelano (1842-1843), introdujo en Galicia la concepción historicista y la combinó con las tesis celtistas de Verea para sentar las bases de la reconstrucción galleguista del pasado que desarrollarán los historiadores de la generación siguiente. Al servicio de la difusión de este ideario promovieron una prensa tan numerosa como efímera. La centralidad de Galicia en sus visión del mundo campeaba rotunda en las propias cabeceras: El Idólatra de Galicia (1841-1842), La Situación de Galicia (1843), etc.

Pero la actuación de estos primeros provincialistas gallegos no se limitó al ensayo y la publicística. Participaron muy activamente en política, aunque siempre lo hicieron en cuanto progresistas españoles. Sus principales figuras ya tuvieron una participación relevante en la formación de las juntas revolucionarias de 1840 y 1843. Esta trayectoria culminó, y acabó, con el pronunciamiento progresista iniciado en Lugo contra Narváez el 2 de abril de 1846 por el comandante Miguel Solís, que ni era gallego ni provincialista. En los días siguientes se suman al levantamiento numerosas ciudades y villas, obligando al gobierno a enviar tropas para sofocarlo, para lo que fueron precisas varias pequeñas batallas y más de tres semanas. Tras las últimas escaramuzas en las calles de Santiago, Solís y sus oficiales fueron fusilados en Carral (A Coruña) el 26 de abril. Los provincialistas constituyeron una parte importante de la trama civil de la sublevación. El propio Faraldo fue secretario de la Junta Suprema de Gobierno de Galicia, que se constituyó en Santiago. El fracaso del movimiento y la represión posterior trajeron consigo la desbandada de este grupo iniciador del galleguismo.

A este primer provincialismo gallego corresponden también las primeras obras en gallego de los autores que se considerarán después precursores del Rexurdimento, todos provincialistas: Vicente Turnes, Alberto Camino, Francisco Añón y otros. Pero hasta 1853 todo se reducirá a poemas sueltos de los que además sólo se publicará una pequeña parte desperdigados por la prensa, especialmente por la de tendencia provincialista. Hoy conocemos la mayoría gracias a su recopilación en antologías muy posteriores.

Renacimientos en el Estado liberal moderado
En Cataluña, Renaixenga literaria, historiografía catalanista y provincialismo político se entrelazan de un modo muy claro durante el reinado isabelino, como ocurrirá también en Galicia. La fuerza del sentimiento descentralizador se puso claramente de manifiesto en 1843, con motivo de la nueva oleada juntista que pondría fin a la regencia de Espartero. Jaime Balmes incluso consideró necesario combatir desde la prensa algunas actitudes independentistas. Pero lo que realmente predominaba en aquel movimiento no era el deseo de independencia, sino el de recuperar para Cataluña un amplio autogobierno dentro de una España unida pero federativa. Muy representativos de esta doble lealtad eran los planteamientos de la primera revista en catalán, Lo Verdader Català (1843).

La consolidación del poder moderado a partir de 1845 no trajo consigo la desaparición de estas aspiraciones. La propia guerra dels Matiners (1846-1849), o segunda guerra carlista, contribuyó a mantenerlas vivas, aunque los absolutistas catalanes todavía estaban a medio camino en su posterior asunción plena de un catalanismo tradicionalista. Pero la situación parecía abrir la posibilidad de unir a derechas e izquierdas en la defensa de la reivindicación catalana. Y algunos intentaron esa unión, de momento sin éxito. Como Tomás Bertrán con su propuesta de Diputación General de Cataluña y su llamamiento a la unidad de acción de carlistas y progresistas bajo la bandera de los fueros.

Pacificada la situación tras el final de esta guerra, continuaron hasta 1868 tanto la afirmación de la personalidad histórica y cultural de Cataluña (Juan Cortada, Cataluña y los catalanes, 1860) como los pronunciamientos en pro de una concepción y una organización diferentes de España. J. B. Guardiola fue probablemente uno de los primeros que se atrevió a decir, en 1851, que España no era una nación «sino un conjunto de naciones». Esa misma tesis de fondo, aunque formulada con menos radicalidad, estaba presente también en el conservador Mañé i Flaquer, que soñaba con generalizar el «oasis foral» vasco. En 1854, aprovechando la mayor libertad de prensa que trajo la Vicalvarada, el progresista Víctor Balaguer puso en marcha La Corona de Aragón, periódico al servicio de la descentralización. No obstante, las profundas diferencias ideológicas entre todos estos provincialistas impidieron la formación de un partido de esa orientación. Pero ésta tenía suficiente arraigo social para que en 1860 media docena de diputados catalanes encuadrados en la Unión Liberal presentaran en la Cortes un proyecto de moderada descentralización, probablemente redactado por Manuel Durán i Bas, que fue derrotado por 88 votos contra 44. Con todas las precauciones interpretativas que sea menester, estas cifras dan una idea de que la oposición al centralismo, aunque minoritaria, no era desde luego desdeñable ni en Cataluña ni en el conjunto de España.

En el ámbito del renacimiento cultural catalán, seguimos observando dos tendencias diferenciadas: una de base popular y más escorada a la izquierda, y otra más arcaizante, cuyo motor son intelectuales de clase media y mentalidad más conservadora El romanticismo influye más en la segunda, al igual que la filosofía del sentido común y la escuela histórica del derecho. En esta última es determinante el pensamiento jurídico catalán del momento, en el que destaca el conservador Manuel Durán i Bas (1823-1907), profesor de la Universidad de Barcelona desde 1850.

En el campo de la aproximación a la música popular tal división es muy clara. Los eruditos hacían una valoración ideológica positiva de esa música por considerar que constituía un ingrediente mayor y palpable del «esperit català». Pero de momento no pasaban de ahí. En cambio, el verdadero movimiento musical surgió de abajo y se desarrolló durante bastante tiempo al margen de la Renaixença elitista. Para ello fue fundamental la figura del obrero demócrata Josep Anselm Clavé, que fundó en 1845 el primer coro, «La Aurora», al que siguieron muchos otros en los años posteriores. Al principio, estos coros cantaban en castellano, pero desde 1854 empezaron a hacerlo en catalán, con lo que contribuyeron notablemente a afianzar la conciencia de la propia identidad entre las clases populares.

La misma diferenciación seguimos encontrando en la literatura en catalán. Por un lado, continuaron los romances y el teatro popular escrito en la lengua del pueblo, género en el que alcanzó especial celebridad el relojero Frederic Soler («Serafí Pitarra»), cuyas sátiras a costa del conservadurismo social, representadas al principio en veladas privadas, llegaron a tener un gran éxito de público desde 1864, año en que su pieza L'Esquella de la Torratxa se escenificó por primera vez en un teatro. Pero en los años sesenta emergió también un teatro «culto» en catalán que fue obteniendo una aceptación creciente. El éxito de ambos géneros alarmó al gobierno hasta el punto de que, como señala Fontana, el26 de enero de 1867 prohibió la representación de «obras dramáticas que estén exclusivamente escritas en cualquiera de los dialectos de las provincias de España», por cuanto «esta novedad», al «fomentar el espíritu autonómico», destruiría «el medio más eficaz para que se generalice el uso de la lengua nacional». Estaba claro que los responsables de la nacionalización española se mantenían alerta y percibían muy bien la peligrosa conexión entre renacimiento cultural y provincialismo político. La revolución de 1868, de orientación más democrática y tolerante, derogaría esta prohibición.

Por otro lado, el cultivo de la poesía culta, iniciada por los precursores de años precedentes y escrita en un catalán arcaizante, acabó sirviendo de elemento aglutinador alrededor del cual se organizó la tendencia catalanista que articulaba su discurso en clave orgánico-historicista y en la que predominaba el conservadurismo político. Fruto de esta agrupación fueron los primeros Juegos Florales (1859) de los tiempos modernos, en los que actuó de mantenedor Víctor Balaguer. El certamen siguió celebrándose anualmente sin interrupción hasta 1868. En su promoción colaboraron catedráticos de profesión y poetas de ocasión como Rubio i Ors y Milà i Fontanals con historiadores como Joan Cortada o Antoni de Bofarull, sobrino de Prosper de Bofarull y secretario de los primeros juegos. Este último personifica bastante bien esa unión de literatura, historia y provincialismo: primer recopilador de la nueva poesía (Los trobadors nous), autor del primer intento de novela histórico-romántica en catalán (L'orfeneta de Menargues) e historiador cuyo catalanismo conservador no sólo estaba implícito en los temas que elige (Hazañas y recuerdos de los catalanes, ediciones críticas de las crónicas de los grandes reyes) sino que se hacía explícito en numerosas ocasiones. Y así, en el prólogo a su edición de la crónica de Pere el Cerimoniós (1850) se lamentaba de que Cataluña hubiese dejado de ser «nación independiente». Y en el de la de Muntaner (1860) repetía la tesis de Guardiola sobre la plurinacionalidad de España. Y, como hará después Manuel Murguía en Galicia, innovó el método histórico combinando el rigor documental con un estilo literario-romántico que resultase atractivo para el lector común.

En este movimiento de afirmación de la nacionalidad catalana a partir del binomio historia-etnicidad el papel de mayor impacto social corresponde quizá al político Víctor Balaguer, poeta y novelista romántico además de «historiador». Su Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón, escrita para darla a conocer al pueblo (1860-1863), carente de todo rigor profesional, tuvo sin embargo la virtud de ser muy leída, por lo que probablemente difundió más que ninguna otra obra de la época la conciencia de patria catalana, en clave liberal-progresista y protofederalista. De aquí su idea de que España debía ser «un pueblo único, sí, pero confederado».

La Renaixença catalana tuvo unos ecos, más bien débiles, en Valencia y Baleares, como era de esperar por el parentesco lingüístico e histórico. El renacimiento poético valenciano (Teodor Llorente, Vicent Querol), que se inicia en los sesenta y acusa una gran influencia del provenzal Frederic Mistral, está lleno de ensueños medievalizantes y rechaza las connotaciones políticas del provincialismo catalán y muy especialmente la línea progresista de Víctor Balaguer. En Mallorca, los simpatizantes de la Renaixença se expresan a través de revistas como La Palma (1840-1841) o El Isleño (1856-1898), mediante la poesía (Tomàs Aguiló) o una historiografía (Joseph María Quadrado) inspirada en el catolicismo conservador de Balmes.

En el País Vasco, el factor fundamental seguía siendo la pervivencia de los fueros, cuya vigencia en ningún momento estuvo incorporada a la Constitución, sino que se basaba en disposiciones legales de menor rango y, en determinados aspectos, era simplemente una realidad de facto. Es decir, desde el punto de vista jurídico, el régimen foral, a pesar de su anómala longevidad y de que incluso se reforzó competencialmente en la época isabelina, como ha demostrado Coro Rubio, existía en precario, sostenido sólo por la voluntad de los partidos españoles mayoritarios de evitar la repetición de conflictos graves en esos territorios. Ello exigía, por parte vasca, una actitud permanente de defensa de esa peculiar forma de autogobierno que, por un lado, garantizaba el poder de los sectores tradicionalmente dominantes en la sociedad vasca y, por otro, ofrecía claras ventajas comparativas al conjunto de los vascos respecto del resto de los ciudadanos del Estado.

Y de esa defensa se encargó el fuerismo, un fenómeno ideológico y político análogo a los provincialismos catalán y gallego, pero muy diferente en multitud de aspectos. En primer lugar, porque se basaba en una descentralización real encarnada en instituciones de muy largas raices históricas y de resultados tangibles. En segundo lugar, porque estaba mucho más escorado a la derecha, de modo que, aun descontando el carlismo estricto (que también enarbolaba la bandera de los fueros), el resto era casi todo, en expresión de Jon Juaristi, «la expresión vascongada y navarra del moderantismo español». Y en tercer lugar, porque no se trataba de un movimiento minoritario o marginal, sino de algo que era asumido por la práctica totalidad de la sociedad vasca que, de hecho, acentuó en este período su conciencia de «ser diferente» al resto de los pueblos que formaban España, aunque eso no llevase en ningún momento a predicar o desear la separación. En realidad, predominaba un doble patriotismo que sólo aspiraba a mantener el statu quo.

Como toda opción política, este fuerismo necesitaba una apoyatura ideológica que lo justificase y para ello se autojustificaba remitiéndose a realidades culturales, populares y cultas, según las pautas propias de su tiempo y en continuidad más o menos clara con lo que se había iniciado en los años precedentes. La primera apoyatura era afirmar la existencia de un pueblo vasco de orígenes remotos mediante los argumentos al uso en la época: lengua, etnia y cultura popular específicas. Y con ese fin se usaban a veces términos que empezaban a estar de moda en Europa, como esa «nacionalidad» vasca a que aludía en 1864 el fuerista Egaña para justificar la «autonomía» de que gozaban las Vascongadas. La segunda apoyatura consistía en seguir insistiendo en que los fueros no fueron, ni en su origen ni en ningún momento, una concesión graciosa de los monarcas, sino el resultado de un pacto entre sujetos equiparables de soberanía que, por tanto, obligaba por igual a ambas partes. Y para demostrarlo estaba la historia más o menos inventada o novelada. Ambos tipos de recursos nos remiten a las dimensiones principales de las novedades culturales específicamente vascas del período, las mismas por cierto que en Cataluña y Galicia, aunque con la particularidad de que buena parte de esas novedades tiene por escenario el país vascofrancés o son promovidas por personas de ese origen, como ya había ocurrido con Chaho.

En el terreno literario se resucitaron los Juegos Florales en 1853, a iniciativa del suletino Antoine d'Abbadie. Con estos certámenes se intentaba dignificar la lengua autóctona. Y aunque esto dio lugar a la aparición de algún poeta de salón, como Jean-Baptiste Elissamburu, el verdadero protagonismo siguió monopolizado por la poesía popular de los bertsolaris, que incluso llegó a saltar del medio rural al urbano, como fue el caso del donostiarra Indalecio Bizcarrondo. Por su parte, los folcloristas, vascos y foráneos, se afanaban en la recopilación y estudio de la literatura oral (poesías, canciones, refranes, cuentos, leyendas) para ofrecer la materia prima de lo que algunos llaman, siguiendo a Hobsbawm, la invención de la tradición vasca. Destacaron en este campo las obras de Antonio Trueba (El libro de los cantares, 1851) y Venancio de Araquistáin (Tradiciones vasco-cántabras, 1866). La conexión más clara entre esta literatura y el fuerismo fue la poesía de José María Iparraguirre, y más concretamente su Gernikako Arbola (1853) que, transformado en himno, se convirtió en uno de los grandes emblemas del fuerismo primero y del nacionalismo después.

En Galicia, la desbandada provincialista de 1846 abrió una cesura generacional que, sin embargo, se cerró en poco tiempo. Desde los primeros años cincuenta, una hornada de jóvenes, que se formó como grupo en el Liceo de la Juventud de Santiago aunque luego se desperdigó por toda Galicia, ocupó el vacío de los huidos tras los fusilamientos de Carral. A esta segunda generación provincialista pertenecían todos los nombres importantes de la literatura, la historiografía y el periodismo galleguista del período isabelino: Rosalía de Castro, Manuel Murguía, Benito Vicetto, Eduardo Pondal, los hermanos De la Iglesia y otros. Pero estos nuevos provincialistas, al contrario que sus mayores, se abstuvieron de la acción política hasta 1868 (no así después) y limitaron sus actividades al terreno cultural, a la elaboración teórica y a la difusión de sus ideas mediante la promoción de una prensa que era galleguista para todo lo referente a su país y progresista o demócrata en lo relativo a las cuestiones políticas generales de España. Destacaron en este terreno cabeceras como La Oliva (Vigo, 1856-1857) de Manuel Murguía o El Clamor de Galicia (A Coruña, 1854-56) de Benito Vicetto.

El primer jalón del Rexurdimento literario llegó en 1853 con la publicación en Pontevedra del libro de Juan Manuel Pintos, A gaita gallega, el primero íntegramente en un gallego todavía muy trufado de castellanismos. Su carácter provincialista está explícito en las quejas por los agravios que sufre Galicia y en el consiguiente deseo de dignificarla mediante el renacimiento de su idioma que se expresan en el prólogo. El 2 de julio de 1861 llegó el segundo jalón con los primeros Juegos Florales de la Galicia contemporánea, que se celebraron en A Coruña a imitación de los de Barcelona de 1859. Sin embargo, había una diferencia importante: el idioma oficial del certamen coruñés era el castellano, lengua en la que también estaban escritas la mayoría de las composiciones presentadas. Unicamente se premió una poesía en gallego, A Galicia, de Francisco Añón, y sólo con un áccesit. La memoria que leyó el secretario de los juegos, Antonio de la Iglesia, en la que se ensalzaba el uso del gallego, estaba también en castellano. Pontevedra repitió la experiencia floral con sus juegos del 10 de agosto del mismo año, que tuvieron un carácter provincialista aún más acusado. A partir de aquí se organizaron festejos de este tipo en las ciudades gallegas durante todo lo que restaba de siglo XIX y los primeros lustros del XX. Pero habrá que aguardar hasta los organizados por los regionalistas en Tui en 1891 para encontrar unos exclusivamente en gallego.

En 1862, el propio Antonio de la Iglesia editó en A Coruña, por encargo del mecenas Pascual López Cortón, el Album de la Caridad, con todos los trabajos presentados a los juegos más un Mosaico poético de nuestros vates gallegos contemporáneos, antología bilingüe en la que figuraban ya cuarenta poetas en gallego, hecho que, en opinión de Ricardo Carballo Calero, constituía «el registro de un verdadero renacimiento poético». Un renacimiento que culminará su primera andadura con los Cantares gallegos de Rosalía de Castro en 1863, pero que no alcanzará su plenitud hasta la Restauración cuando, al resto de la producción rosaliana, como Follas novas (1880), se sumen las obras de las otras grandes figuras de la poética gallega decimonónica: Eduardo Pondal, Manuel Curros Enríquez y Valentín Lamas Carvajal.

El estudio de la lengua sólo da en estas décadas sus primeros pasos con el diccionario de Francisco Javier Rodríguez, que Antonio de la Iglesia publica por entregas en 1863 en Galicia. Revista Universal de este Reino, y las gramáticas de Francisco Mirás (1864), Antonio Saco y Arce (1868) y Juan Cuveiro (1868).

El interés etnográfico, y dentro de él la preocupación por la música popular, es otra dimensión significativa de este renacer. Pero los primeros frutos importantes en este campo no se darán hasta después del Sexenio, a pesar de que la atención a la cultura popular fue constante en eruditos e historiadores desde el principio. En efecto, cabe situar el nacimiento de la etnografía galleguista en 1883, con la fundación en A Coruña de la Sociedad del Folklore Gallego, anterior por tanto a la conocida agrupación sevillana de Antonio Machado Álvarez, por cierto nacido en Compostela y siempre en contacto con algunos significados provincialistas como José Pérez Ballesteros. Lo mismo ocurre con la música popular, cuyas primeras agrupaciones y certámenes serán posteriores a 1876. Desde luego, no hay en la Galicia isabelina nada parecido a los coros Clavé en Cataluña.

La segunda dimensión mayor del Rexurdimento es, sin duda, el desarrollo de una historiografía galleguista y de una literatura historizante muy ligada a ella. Aunque ambas se expresan en castellano contienen ya el embrión de lo que serán las ideologías regionalistas y nacionalistas posteriores. Desde el punto de vista metodológico, esa historiografía presenta una dualidad similar a la que vimos en Cataluña. La incompleta Historia de Galicia (Madrid, 1849) de Leopoldo Martínez Padín hace de puente entre las obras de José Verea y Antolín Faraldo y la maduración posterior, cuyas dos ramas podemos personificar en Benito Vicetto y Manuel Murguía. El primero es el arquetipo del historiador-novelista romántico, ignorante de las escuelas europeas y carente de base documental fiable. Sin embargo, como sucedía con Víctor Balaguer en Cataluña, tanto sus novelas históricas de los sesenta (Los reyes suevos de Galicia, Los hidalgos de Monforte) como su Historia de Galicia (Ferrol, 1865-1873, 7 vols.) alcanzaron una popularidad muy eficaz para empezar a crear en ciertos sectores sociales una conciencia de la identidad gallega. Mucha más importancia tuvo de cara al futuro la obra de Manuel Murguía, y en especial los dos primeros tomos de su Historia de Galicia (Lugo, 1865-1866), en los que se combina ya, al modo historicista, el afán de basar la escritura de la historia en hechos probados documentalmente con la voluntad de ponerla al servicio de unos objetivos nacionalizadores. De hecho, en el «Discurso preliminar» y las «Consideraciones generales» que preceden al primer tomo, Murguía sienta las bases conceptuales de las ideologías posteriores del regionalismo y el nacionalismo gallegos al formular in nuce lo que será el concepto canónico de Galicia-nación: la raza celta, del tronco ario y reforzada después por el aporte suevo, se asentó en el territorio galaico, conservó casi intacta su pureza hasta hoy y, en íntima comunión con una tierra de características únicas, generó un Volksgeist específico, base mayor de una identidad nacional irreductible a cualquier otra.

A modo de conclusión
Después de este breve repaso a los dos primeros tercios del siglo XIX cabe extraer algunas conclusiones. La primera es la íntima vinculación de posturas políticas descentralizadoras y movimientos de afirmación de las culturas y las historias particulares en aquellos territorios que presentaban condiciones objetivas favorables. Casi podríamos decir que los segundos son una variable dependiente de las primeras, a juzgar por la secuencia cronológica comparada entre ambos fenómenos en todos los casos. Esa vinculación continuará, acrecentada, en los períodos posteriores, en un proceso de retroalimentación recíproca que alcanzará su máxima intensidad en los nacionalismos subestatales del primer tercio del siglo XX.

La segunda conclusión es que, por encima de coincidencias muy generales, hay profundas diferencias entre unos casos y otros, como no podía ser menos dada la distancia existente en todos los parámetros que condicionaban nuestro objeto, desde las estructuras y dinámicas socioeconómicas a la existencia o ausencia de instituciones de autogobierno en el pasado y en el presente, pasando por las muy distintas valoraciones que cada sociedad hacía de las lenguas y culturas autóctonas. Estas diferencias también se acentuarán en el futuro y en un doble sentido. Habrá regiones en que estos fenómenos de la época isabelina acabarán desembocando entre 1900 y 1936 en un nacionalismo subestatal con capacidad para incidir significativamente en la dinámica política (País Vasco, Cataluña, Galicia) y otras en que no, a pesar de que, en principio, los estimulantes etnolingüísticos eran similares (Valencia, Baleares). Y en segundo lugar, dentro de los tres primeros casos, serán también muy notables las diferencias en todos los planos: ideologías presentes, proyecto nacional y relaciones con el Estado, apoyos sociales, ritmos de crecimiento electoral, modelos organizativos, etc.

La tercera conclusión es que el período isabelino no es, para nuestro objeto, ni un nacimiento ni una culminación, sino sólo un punto de inflexión en una trayectoria que se inicia antes y que madurará después, tanto en la dimensión política como en la lingüístico-cultural. En el primer aspecto, hay que esperar a la Restauración para que los balbuceos programáticos y la nulidad organizativa de los provincialismos den paso a unos regionalismos política y organizativamente autónomos. Y lo mismo sucede, aunque en menor medida, con los renacimientos culturales, pues tanto la Renaixença como el Rexurdimento no alcanzarán su madurez hasta después de 1875. Cabría decir, pues, que, en lo que se refiere a estos movimientos, el reinado de Isabel II fue tiempo de siembra y la Restauración tiempo de cosecha.

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