Luis Bustamante Robin; José Guillermo González Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdés; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Verónica Barrientos Meléndez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andrés Oyarce Reyes; Franco González Fortunatti; Patricio Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma;Nelson González Urra ; Ricardo Matías Heredia Sanchez; Katherine Alejandra Del Carmen Lafoy Guzmán ; Alamiro Fernández Acevedo; Soledad García Nannig; Paula Flores Vargas; María Verónica Rossi Valenzuela; Aldo Ahumada Chu Han; Katherine Alejandra Del Carmen Lafoy Guzmán |
Secretario del rey. Los secretarios del rey con ejercicio componían en España una clase distinguida de la real casa cuya dignidad recaía en los caballeros oficiales de las secretarías de estado y del despacho por nombramiento particular del rey, que lo hacía en fuerza de decreto señalado de su mano, dirigido a la cámara de Castilla, por cuyo supremo tribunal se despachaba el título a los agraciados. El número variaba según las secretarías y esta dignidad recaía por derecho propio en los más antiguos de cada secretaría. Según las leyes de partida, los secretarios debían ser hombres entendidos, leales, reservados e hidalgos. Eran superiores a los escribanos del rey y a los secretarios de la cámara. Los sujetos más distinguidos han desempeñado en lo antiguo el cargo de secretarios, ocupando sus firmas los lugares más preeminentes en los privilegios: con sola su refrenda autorizan las decisiones sobre ramas más solemnes. Está a su cargo la custodia del sello real: juraban servir al rey bien y fielmente y decirle cuanto entendieran conveniente a su servicio, de palabra y si no, por escrito. Mediaban entre el Consejo de Castilla y el rey. Privilegios Los secretarios pertenecían al consejo del rey y tenían diversos privilegios:
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Los secretarios del Consejo de Estado en los orígenes del sistema polisinodial. La victoria de los Reyes Católicos en la Guerra Civil de sucesión de Castilla, impuso la autoridad del poder monárquico, de forma que el Consejo Real de Castilla, establecido en las Cortes de Valladolid (1385) se va a configurar como un instrumento de gobierno y de la administración al servicio del poder real fruto de la reformas emprendidas en las Cortes de Toledo de 1480. Este Consejo Real se va a encargar del asesoramiento en los nombramientos y concesión de mercedes, de las tareas judiciales como tribunal de suprema apelación de Castilla y de la supervisión del gobierno y administración del reino. Su labor se organizaba en cinco salas: asuntos internacionales, justicia, asuntos de los reinos de la Corona de Aragón, Asuntos de Hermandad y de Hacienda. Con la complejidad de los asuntos a gestionar y el progresivo aumento de los dominos de la Monarquía Hispana, hubo que clarificar la distinción entre el gobierno de la Casa Real de la administración territorial. Los monarcas crearon juntas de consejeros para asesorar al rey para un ámbito determinado, que serían el embrión de los Consejos. Durante los reinados de Carlos I y Felipe II, junto con el Consejo de Real de Castilla se va a producir la creación de Consejos tanto para asesorar en asuntos territoriales (Aragón, Navarra, Flandes, Portugal, Indias, Italia) como para asesoramiento en asuntos especializados, como el Consejo de Órdenes, el de Cruzada, Hacienda, Inquisición, Guerra o el de Estado. De este sistema polisinodial de Consejos, el Consejo de Estado fue creado en 1521 y organizado en 1526 como un organismo supraterritorial del asesoramiento al monarca con unas competencias indefinidas acerca de cualquier tema que fuera de interés del monarca, pero normalmente caía dentro de su conocimiento la política exterior y los graves problemas que pudieran afectar a la Monarquía. Desde el comienzo de este sistema a finales del siglo XV, junto a los miembros que formaban parte de cada Consejo —los consejeros—, fueron los secretarios privados del rey, al principio sin ningún tipo de jurisdicción ni facultades precisas, los que adquirieron mayor influencia en las decisiones políticas y administrativas, puesto que eran los que enlazaban al rey con los Consejos, asesorándolos y ejecutando su voluntad, resumían para el rey el asunto de la consulta elaborada por el Consejo, anotaban la decisión del monarca y redactaban la resolución del mismo para el Consejo, y al gozar de la confianza del monarca asumieron decisiones por cuenta propia a costa de las competencias del Consejo sin consultar a los letrados que componían los Consejos; además atendían la correspondencia diaria, preparaban los documentos con sus órdenes y despachaban las peticiones dirigidas al rey. El número de secretarios reales quedaba a voluntad del soberano, y de hecho en el Ordenamiento de Montalvo no indica nada acerca de un número limitado de secretarios, ni en la cámara del monarca ni en el Consejo. Además tampoco existía en el conjunto de secretarios reales ningún tipo de jerarquía ni distinción. No obstante se va apreciando una mayor especialización en determinados secretarios en virtud de su atención de la política internacional: Juan de Coloma, Miguel Pérez de Almazán (1498-1514), Pedro de Quintana (1514-1517) o Pedro Ruiz de la Mota (1517-1522). Los Reyes Católicos despachaban con seis o siete secretarios, cuyos sueldos estaban en torno a los cien mil maravedíes, aunque acumulaban más cargos y prebendas –y otros ingresos ilegítimos–, lo que les hizo acumular verdaderas fortunas. Y cumplieron un papel fundamental en la organización de la Monarquía Hispánica. Por su parte, cada Consejo tenía sus propios secretarios dependientes del propio Consejo y con las atribuciones limitadas a los asuntos de la competencia del Consejo, y por tanto, no tenía necesariamente que poder tener acceso directo al monarca ni despachar con él. Entonces el secretario personal del rey era el que establecía la relación entre el rey y los Consejos. Este secretario del Consejo preparaba el orden del día, levantaba acta de las sesiones llevaba a cabo la preparación del material que debía estudiar el rey y los asuntos que debían discutir los consejeros del Consejo, redactar y realizar resúmenes de memoriales a los consejeros para presentar en las deliberaciones, y redactar fruto de las deliberaciones del Consejo una consulta, que era el documento a someter a la decisión del rey. Pero con la creación del Consejo de Estado, que presidía el propio rey, el secretario del Consejo de Estado paso a depender directamente del rey y no del Consejo con lo que adquirió una posición preponderante sobre los propios consejeros, esto convirtió al secretario del Consejo de Estado, llamado secretario de Estado, en una figura privilegiada y personaje clave de la Administración y en el resorte del poder en toda la Monarquía, ya que tenía acceso continuo al rey y a los secretos de la Monarquía. Esto le permitió al secretario de Estado no solo limitarse a ejecutar la voluntad del rey, sino gozar de la confianza del rey para aconsejarle y orientar esa esa voluntad, sin que en ningún momento pudiera a aspirar a imponerse sobre las instancias administrativas, ya que ni por nacimiento ni título podía pretender tal cosa, puesto que procedían del patriciado urbano. |
El apogeo de la secretaría de Consejo de Estado en el siglo XVI Durante el reinado de Carlos I, tras ocupar las secretarías del Consejo de Estado, Juan Hannart, vizconde de Lombeck (1522-1524) y Jean Lallemand (Juan Alemán), barón de Bouclans (1524-1528), Francisco de los Cobos (1529-1547) obtuvo la posición, pero en su posición de secretario privado del rey lo acompañó en sus largas estancias fuera de España y por ello el despacho de los asuntos en España tenía que llevarse a cabo por interinos como Juan Vázquez de Molina o Gonzalo Pérez. Tras el fallecimiento de Francisco de los Cobos en 1547, la secretaría del Consejo de Estado quedó vacante una década en la que Juan Vázquez de Molina se ocupó del cargo de forma interina, controlando los resortes de la Administración durante las regencias establecidas por Carlos I. Con la abdicación de Carlos I en 1556, su hijo Felipe II dividió la secretaría del Consejo de Estado: Juan Vázquez de Molina para los asuntos de España en apoyo a la regente Juana de Austria para la gestión diaria del gobierno, y Gonzalo Pérez para los asuntos que se ofrecieren fuera de España. A lo largo de 1558 se fueron agudizando los conflictos entre la corte del rey establecida en Bruselas y la regencia establecida en España, lo que supuso el declinar de la influencia de Vázquez de Molina. Antes de su regreso a España —que se produjo en agosto de 1559— el rey preparó su personal de confianza para defender sus intereses en hacer cumplir sus órdenes en el gobierno, y de este modo designó a Francisco de Eraso para despachar interinamente en la secretaría del Consejo de Estado para España cuando Vázquez de Molina estuviera enfermo y no pudiera hacerlo por sí mismo. Vázquez de Molina aceptó esta situación y obtuvo la licencia definitiva para retirase en 1562, quedando Eraso a cargo de la secretaria hasta su muerte en 1570. Tras la muerte de Gonzalo Pérez en 1566, su secretaría fue ocupada de forma interina por Antonio Pérez y Gabriel de Zayas, y en 1567 el cardenal Diego de Espinosa, presidente del Consejo de Castilla, Inquisidor General y privado del rey, remodeló el Consejo de Estado para fortalecer la posición de los letrados en detrimento de la influencia de la nobleza, con los que Zayas fue designado con la secretaría del Consejo de Estado para el Norte («todos los negocios de Estado tocantes a las dichas embaxadas de la Corte del Emperador e reynos de Francia e Inglaterra, y los que más se ofrecieren concernientes y dependientes de aquellas partes»), y Pérez con la secretaría del Consejo de Estado para Italia («todos los negocios de Estado que se ofrecieren tocantes a todo lo de Italia, tanto a la embaxada de Roma como de los demás potentados y ministros y embaxadores nuestros de ella»). Esta división se mantuvo hasta 1706. La derrota y muerte del rey portugués en la batalla de Alcazarquivir en 1578, le supuso al rey español optar al trono portugués, para presionar y afirmar sus aspiraciones con una campaña militar requería dejar en Madrid personal de confianza para garantizar un gobierno estable, y dado que la actitud del monarca hacia Antonio Pérez era de desconfianza, su caída era inmminente. En julio de 1579 fue arrestado y en septiembre Juan de Idiáquez y Olazábal fue nombrado secretario del Consejo de Estado en la secretaría que dejaba Zayas y además asumió al mismo tiempo la secretaría de Antonio Pérez. No obstante, el rey dispuso de la confianza en su secretario personal Mateo Vázquez de Leca para intermediar entre la relación entre el monarca y el secretario del Consejo de Estado, lo que relegó al secretario de Estado a posiciones secundarias. El progresivo deterioro de Felipe II tras 1585, le llevó a crear una junta para asistir al monarca en el gobierno de la Monarquía, examinando consultas y correspondencia emitidas por los distintos órganos de la Monarquía y asesorando al rey en su resolución, y en la que Cristóbal de Moura va a prefigurar la figura del valido al gozar de la confianza del rey para responder la consultas de la junta o responder a órdenes reales. El Consejo de Estado, al ser supremo, no tenía que supervisado por esta junta y por ello se le sustrayeron asuntos confidenciales que podrían haber sido de su competencia. Esto supuso que el secretario del Consejo de Estado quedara limitado a tareas burocráticas y sin influencia de acción política sobre el rey. En este estado de cosas, Juan de Idiáquez preparó la sucesión de la secretaría del Consejo en sus familiares: a Martín de Idiáquez e Isasi le correspondió los asuntos del norte (Flandes, Francia y Alemania), y a Francisco de Idiáquez los asuntos de Italia. El relevo se produjo en verano de 1587. |
El Secretario de Estado y del Despacho Universal en el siglo XVII El reinado de Felipe III trajo una transformación institucional con la aparición del valido, puesto que la falta de dedicación de los monarcas a los asuntos públicos exigía la presencia de una persona que coordinara la política gubernamental, que tuviera la confianza del monarca y la autoridad sobre los Consejos, del mismo modo, la caída del valido se producía por la pérdida de confianza del rey. Este puesto no lo podía desempeñar un secretario a causa de su baja extracción social, sino alguien de la aristocracia, pero no de la más alta nobleza, aunque son engrandecidos por el cargo. Como tal, el valido ejerció a través de una delegación de poderes la intervención en los asuntos políticos, como la resolución de las consultas o supervisión de las instituciones, sin ser un mero transmisor de las órdenes del monarca. Al mismo tiempo, el distanciamiento de los monarcas respecto de los asuntos públicos les supuso mantener intacta su popularidad en tanto que las responsabilidades del ejercicio del poder recaía en el valido, y por ello en caso de fuertes oposiciones, el monarca tenía la posibilidad de reemplazarlo por otro. Dado que el secretario de Estado tenía acceso a los secretos la monarquía, los validos evitaron su competencia y limitaron su influencia controlando el Consejo de Estado mediante su intromisión en la elección de los secretarios, como manifiesta el ejemplo de Pedro Franqueza. Esto permitió al valido controlar el Consejo y a la misma vez, el despacho del secretario de Estado será con el valido en vez de con el monarca, y sea el valido el que despache a boca con el rey los asuntos políticos en curso; de este modo el secretario de Estado quedó limitado a tareas burocráticas dentro del Consejo de Estado y a entregar y recibirla ya elaborada, mientras que el valido quedó como el único intermediario entre el rey y el resto de instituciones. A través del despacho a boca el secretario elaboraba dictámenes y resúmenes las consultas emitidas por el Consejo, transmitía al monarca esos asuntos que requerían respuesta, y después plasmaba a los papeles la comunicación a las personas e instituciones afectadas por esa decisiones, pero cuando los validos suplantaron en el despacho a boca lo hicieron en la comunicación verbal, pero los validos al no ser burócratas no se hicieron cargo del despacho escrito, que fue asumido a través de personal de confianza, dado que el despacho directo del valido con el rey supuso la desaparición del secretario privado del monarca. El desajuste con la desaparición del secretario privado del rey vino a ser remediada en el reinado de Felipe IV. En los inicios del reinado de Felipe IV, su nuevo valido, Gaspar de Guzmán, va a procurar una mejor imagen del monarca, evitando una imagen de un monarca gobernado por su favorito, es por ello, para dar al rey una mayor visibilidad en la participación del gobierno y a la misma vez seguir manteniendo el valido la exclusividad en la intermediación entre el rey y el resto de instituciones, va a retomar la figura del secretario privado que impulse la labor burocrática que los validos no hacían respecto al manejo de papeles, como la elaboración, enmiendas o resoluciones a cartas o documentos. Para lograr esto, el Gaspar de Guzmán encargó la labor de despachar con el rey a un único secretario para evitar contactos indeseables, y que su elección estuviera controlada por el propio valido, por lo que el valido podía controlar y filtrar la información que debía conocer el rey. La asignación de este cometido, en vez de crearse un puesto nuevo, se va a escoger a uno de los dos secretarios de Estado para adscribirlo también a una secretaría con entidad propia dedicada a atender al despacho de papeles del monarca, sin mezclar ambas. En este sentido, en 1630 se crearía la secretaría de Estado para España («de España, Indias e islas adyacentes, costas de Berbería y todo lo indiferente») por encima de las otras dos (Norte e Italia), y aunque la iniciativa fracasó, puesto que esta secretaría estuvo vigente entre 1630-1643 y 1648-1661 (quedando sus asuntos integrados en la de Norte), sin embargo, la práctica funcional establecida de unión de las dos secretarías (Estado y Despacho), va a crear la institución de Secretario de Estado y del Despacho Universal hasta su división por el Real Decreto de 11 de julio de 1705. El reinado de Carlos II va a finalizar la época de los validos, a partir de entonces el gobierno va a estar dirigido por un primer ministro, un personaje impuesto al rey, y que por tanto no gozaba de la confianza del monarca, pero tenía el apoyo de alguna facción nobiliaria. El rey, incluso a pesar de sus intentos, no asumió las tareas de gobierno, y ante la situación de desorden administrativo sin un referente político absoluto, se va a incrementar la importancia de la figura del secretario del Despacho, como un intermediario entre el rey y el primer ministro o el privado del rey, y por tanto el personaje que va a tener el trato más directo con el rey. Junto a la labor de los secretarios de presentar los asuntos del día al monarca leyéndolos y resumiéndolos y transmitir las respuestas a sus destinatarios, podía recibir información confidencial reservada de distintas autoridades sin conocimiento de los Consejos para agilizar trámites y hacer pagos con fondos secretos del rey; pero en definitiva su labor principal será la de cursar y agilizar la documentación burocrática, en los sótanos de palacio, conocidos como la covachuela. |
Secretario del Consejo de Estado de España.
Antes del siglo XVIII el puesto de secretario del Consejo de Estado era sólo un oficio administrativo; no se debe confundir con los secretarios de Estado nombrados a partir del siglo XVIII, que actuaban como primeros ministros.
Alemán, Juan. Barón de Bouclans. Dole (Francia), c. 1470 – Franco Condado (Francia), 1560. Secretario del Consejo de Estado de Carlos V.
Jehan Hannart. Vizconde de Lombeek, en el Sacro Imperio Romano Germánico. ?, s. m. s. xv – 28.XII.1539. Político, diplomático, secretario del Consejo de Estado.
Francisco de los Cobos y Molina (Úbeda, ca. 1477 - Úbeda, 11 de mayo de 1547) fue caballero de la Orden de Santiago, comendador mayor de León en dicha Orden, adelantado de Cazorla, Contador Mayor de Castilla, Secretario de Estado del emperador Carlos I, Señor de Sabiote, Jimena, Recena, Torres, Canena y Velliza. Innegablemente una de las personalidades más influyentes y poderosas de su época.
Juan Vázquez de Molina (Úbeda; c. 1500-Ib.; 1570), fue un político español del siglo xvi.
Francisco de Eraso (Madrid, 1507 - ibídem, 26 de septiembre de 1570) fue un político español.
Gonzalo Pérez (Segovia, 1500-1566). Secretario del Consejo de Estado de Carlos I y Felipe II.
Mateo Vázquez de Leca (Córcega o Argel, c.1542-Madrid, 5 de mayo de 1591) fue un sacerdote católico y político español de ascendencia italiana.
Antonio Pérez del Hierro (¿?, 1540-París, 7 de abril de 1611)1 fue el secretario de cámara y del Consejo de Estado del rey de España Felipe II. Era hijo de Gonzalo Pérez, secretario, a su vez, de Carlos I. Juzgado culpable en los cargos de traición a la Corona y del asesinato de Juan de Escobedo, usó su ascendencia aragonesa (la familia procedía de Monreal de Ariza) para acogerse a la protección del justicia mayor de Aragón, y así ganar tiempo y apoyos para evadir la justicia real y poder huir a Francia.
Gabriel de Zayas (Écija?; 1526 –Madrid, 13 de julio de 1593) fue secretario de Estado del Rey de España Felipe II.
Juan de Idiáquez y Olazábal (Madrid, 12 de marzo de 1540 - Segovia, 12 de octubre de 1614) fue un hombre de estado español, menino del príncipe Carlos, embajador en Génova y Venecia, trece de la orden de Santiago, secretario real y consejero de Felipe II y presidente del Consejo de Órdenes con Felipe III.
Martín de Idiáquez e Isasi. Azcoitia (Guipúzcoa), 24.IX.1558 – Madrid, 29.X.1599. Secretario del Consejo de Estado del Norte.
Francisco de Idiáquez Tolosa (Guipúzcoa), p. m. s. XVI – ¿Madrid?, 1608. Secretario del Consejo de Estado de Italia.
Andrés de Prada y Gómez de Santalla (El Barco de Valdeorras, c. 1545 - Madrid, 13 de junio de 1611). Fue secretario del rey Felipe II desde 1586 hasta la muerte del monarca en 1598. En 1600 el nuevo monarca Felipe III lo nombró Secretario del Consejo de Estado para Francia, Flandes y Alemania, cargo en el que fue cesado en 1610, para pasar a ocupar la Secretaría de Estado para Italia, a la par que conservaba la Secretaría de Guerra que llevaba desde la época de Felipe II.
Pedro Franqueza y Esteve (Igualada, 29 de junio de 1547-León, noviembre de 1614), conde de Villalonga, fue un burócrata español que, con el favor del duque de Lerma, ascendió en la administración de Felipe III hasta acumular las secretarías de los consejos de Aragón, de Castilla, de Inquisición y de Estado y de las juntas de Hacienda de España y Portugal.
Anexo:Secretarios de Estado y del Despacho Universal.
Rey Felipe IV (1621-1665)
1621-24 de febrero de 1623 • Antonio de Aróstegui. Secretario de Estado en el negociado de Italia desde 1610.
10 de marzo de 1623-diciembre de 1626 • Pedro de Contreras. Secretario de la Cámara de Castilla.
diciembre de 1626-agosto de 1627 • Juan de Insausti
1627-1643 • Jerónimo de Villanueva. Secretario de Estado en el negociado de España desde el 27 de septiembre de 1630.
1643-1648 • Andrés de Rozas. Secretario de Estado en el negociado de Norte desde el 27 de noviembre de 1630.
30 de marzo de 1648-27 de julio de 1660 • Fernando Ruiz de Contreras. Secretario de Estado en el negociado de España.
1660 • Pedro Coloma
septiembre de 1660-1661 • Antonio Carnero Trogner. Secretario de Estado en el negociado de España desde octubre de 1660.
1661-8 de septiembre de 1665 • Luis de Oyanguren. Secretario de Estado en el negociado de Norte entre enero de 1660 y octubre de 1661, y desde entonces en el negociado de Italia.
Rey Carlos II (1665-1700)
septiembre de 1665-14 de octubre de 1669 • Blasco de Loyola. Secretario de Estado en el negociado de Italia desde abril de 1662.
18 de octubre de 1669-4 de octubre de 1676 • Pedro Fernández del Campo. Secretario de Estado en el negociado de Italia.
1677-5 de abril de 1682 • Jerónimo de Eguía y Grifo.
abril de 1682-10 de mayo de 1685 • José de Veitia y Linaje.
julio de 1685-junio de 1691 • Manuel Francisco de Lira y Castillo. Secretario de Estado en el negociado de Italia desde 1679.
1691-marzo de 1694 • Juan de Angulo
1694-enero de 1695 • Alonso Gaspar Carnero López de Zárate. Secretario de Estado en el negociado de Italia desde 1691.
junio de 1695-agosto de 1697 • Juan de Larrea.
agosto de 1697-8 de febrero de 1698 • Juan Antonio López de Zárate. Secretario de Estado en el negociado de Italia desde septiembre de 1694.
enero de 1698-enero de 1705 • Antonio de Ubilla, marqués de Rivas. Confirmado por Felipe V el 18 de febrero de 1701. Entre septiembre de 1703 y agosto de 1704, los asuntos de Guerra fueron atendidos por Manuel de Coloma y Escolano.
Rey Felipe V (desde 1700)
enero de 1705-11 de julio de 1705 • Pedro Cayetano Fernández del Campo. El 8 de febrero de 1705 obtuvo el cargo de secretario del Consejo de Estado en Italia.
1705-1714 • José de Grimaldo y Gutiérrez de Solórzano, secretario de Despacho para Hacienda y Guerra - Pedro Cayetano Fernández del Campo, secretario de Despacho para todo lo demás.
1714 • Manuel de Vadillo y Velasco, secretario de Despacho para todo lo demás
El año 1714 se produjo la muerte de la reina María Luisa Gabriela de Saboya en febrero y la vuelta de Jean Orry a España a final de abril, lo que trajo unos cambios administrativos: El secretario de Despacho Pedro Fernández del Campo fue sustituido por Manuel Vadillo y el Real Decreto de 30 de noviembre de 1714 implantó el sistema ministerial francés, estableciendo las secretarías de Despacho específicas.
El crimen de Escobedo, ¿caso abierto? A finales del siglo XVI, una oscura trama que acabó con el asesinato del secretario de Juan de Austria, Juan de Escobedo, parecía implicar al mismísimo rey Felipe II. Josep Tomás Cabot 27/08/2019 El 31 de marzo de 1578 era lunes de Pascua, día festivo, y a las nueve de la noche muchos madrileños paseaban todavía por las avenidas de su ciudad. Junto a los muros de la iglesia de Santa María, a cuatro pasos de la céntrica calle Mayor, tenía lugar a esa misma hora un suceso trágico. Un personaje elegantemente ataviado, montado en su caballo y rodeado de varios criados, se dirigía a su casa cuando tres espadachines se acercaron a la cabalgadura y, sin mediar palabra, propinaron al jinete una estocada mortal. Los primeros viandantes que se acercaron al hombre caído para trasladarle, ya agonizante, a la casa más próxima le reconocieron enseguida. Era un personaje famoso en Madrid. Había venido de Flandes unos meses antes, pero se exhibía a menudo junto a los altos dignatarios de la corte. Le gustaba llamar la atención de los madrileños con su apostura, su indumentaria espléndida y su aire desafiante. Se trataba de Juan de Escobedo, secretario y hombre de confianza de don Juan de Austria, el joven hermano de Felipe II nombrado gobernador de los Países Bajos el año anterior. Se comentaba en Madrid que Escobedo había venido a España para cumplir una delicada misión encomendada por don Juan: la de conseguirle tropas y dinero para continuar la guerra en tan difícil país. Aquellas Provincias Unidas de los Países Bajos las había recibido Felipe II de su padre, el emperador Carlos V, como herencia familiar, muy valiosa, pero nada cómoda. Por una parte, había arraigado en el seno de la nobleza autóctona cierto resentimiento por su marginación en el gobierno, y, por otra, habían proliferado las corrientes calvinistas, que eran sofocadas con dureza. Una pista falsa. Inmediatamente después del asesinato de Escobedo corrió el rumor en Madrid de que la inductora había sido la princesa de Éboli y el autor material, Antonio Pérez o unos sicarios enviados por él. Tanto Pérez como Escobedo habían sido amigos y servidores del marido de ella, Ruy Gómez de Silva, y tras la muerte de este siguieron frecuentando su casa: el primero en relación constante con la viuda, haciendo negocios con ella; el segundo como visitante distinguido cuando regresaba a Madrid de sus gestiones en el extranjero. Así pues, cabía suponer que un percance o enredo ocurrido entre los tres personajes ocasionase la tragedia. La suposición era esta: Escobedo había sorprendido in fraganti a la dueña de la casa y a Antonio Pérez juntos en la cama. Su lealtad de pupilo y secretario del marido difunto –o quizá sus celos– le enfurecieron y le indujeron a amenazar con un chantaje: revelar aquella relación al rey, que, por su parte, había sido también amante de la princesa y era el posible padre natural de uno de sus hijos. Para evitar esta delación, la acosada viuda y su nuevo amante, Antonio Pérez, entonces secretario del monarca, habrían planeado y cometido el asesinato. Los historiadores modernos rechazan esta interpretación. Las causas del asesinato fueron políticas, vinculadas a los problemas de Flandes y a don Juan de Austria, y no tuvieron nada que ver con la ilustre tuerta. La princesa de Éboli fue una mujer intrigante toda su vida, pero seguramente no mantuvo relaciones sexuales ni con Felipe II ni con el secretario de este. Así lo piensa una de las máximas autoridades en esta materia, el doctor Gregorio Marañón. El rumor de la intervención de la dama en el crimen se divulgó inicialmente para desviar la atención del público sobre los verdaderos motivos, que convenía mantener ocultos. En cualquier caso, las consecuencias del asesinato de Escobedo se prolongaron largo tiempo y fueron trascendentales no solo para la carrera política y la vida privada de Antonio Pérez, sino también del rey, inspirador del acto y sospechoso de serlo para todos aquellos que no creían en la intriga erótica. Las sospechas recaídas de inmediato sobre Antonio Pérez y la princesa de Éboli, que fueron denunciados por los parientes de Escobedo, obligaron a Felipe II a actuar en contra de la pareja. Sin embargo, no les imputó directamente el crimen, sino otros hechos graves que bastaban para apartarlos algún tiempo de la vista del público y para distraer la atención de este. Pérez y la princesa fueron acusados entonces de divulgar o vender secretos de Estado y de otras fechorías económicas, seguramente cometidas de manera conjunta y relacionadas con la tortuosa política que uno y otro realizaban en Flandes y quizá también en Portugal. Pese a su meticulosa atención y constante trabajo de despacho, el rey no siempre era conocedor exacto de lo que ocurría a su alrededor. Felipe II pudo haberse enterado entonces de algunos hechos ignorados o tenidos en poca consideración, como las discusiones entre sus dos secretarios, Mateo Vázquez y Antonio Pérez, rivales desde mucho tiempo atrás, y las intrigas urdidas por la ambiciosa viuda de Éboli. El monarca empleó en provecho suyo aquellos episodios, deseoso de apartar del caso Escobedo los ojos del pueblo y la intervención de la justicia que los parientes de aquel solicitaban. La princesa de Éboli fue recluida sucesivamente en la torre de Pinto, en la prisión eclesiástica de Santorcaz y en su casa de Pastrana, de la que se le prohibió salir y donde no podía recibir visitas. Su posible intervención en la muerte de Escobedo se fue olvidando, pero el rey, a pesar de apreciar mucho a uno de los hijos de la dama (tal vez también hijo suyo, fruto de unos supuestos amores juveniles) y de valorar en gran medida los méritos de uno de los yernos (el duque de Medina Sidonia, destinado a convertirse en jefe supremo de la Armada Invencible), no quiso ver más a la conflictiva princesa. La princesa envejeció muy pronto y enfermó hasta morir relativamente joven, a los 51 años, en su casa de Pastrana, olvidada de casi todo el mundo. Por lo que atañe a Antonio Pérez, estuvo cautivo un tiempo en la fortaleza de Turégano. Luego, aun desposeído de sus cargos oficiales y pese a haber sido procesado, siguió actuando al servicio directo del rey en determinados asuntos públicos. Contó casi siempre con la regia confianza, al menos aparente, y sostuvo con el monarca una relación que parecía cordial. Durante varios años, incluso aquellos en que Felipe II vivió en Portugal tras acceder al trono del vecino país, la suerte de Pérez tuvo altibajos. Pasó épocas de libertad y tranquilidad y otras de persecución y agobios, ocasionados por la severidad de un juez, Rodrigo Vázquez de Arce, que se consideraba obligado en conciencia a desenredar la confusa madeja del nunca aclarado caso Escobedo. La delación de uno de los sicarios contratados por Antonio Pérez para realizar aquel asesinato complicó su vida. Fue sometido a un proceso criminal y obligado en el potro –tormento no solo autorizado, sino querido entonces por el rey– a confesar gran parte de la verdad sobre el tenebroso asunto. Escobedo, enviado junto a don Juan para espiarle, se había pasado al bando de este y participaba con entusiasmo en sus planes secretos. El monarca, atosigado en aquel momento por su propia conciencia y por las exigencias de su confesor, el padre Chaves, decidió finalmente que se supiese toda la verdad, en especial los motivos por los que él y su secretario habían dispuesto de un modo arbitrario e injusto la muerte secreta de Juan de Escobedo. Las verdaderas razones. ¿Cuáles fueron estos motivos? Se conocerían con la publicación íntegra del proceso criminal y de muchas cartas, notas manuscritas y otros documentos secretos revelados por los historiadores modernos. Escobedo fue condenado porque se pensó que podía representar, lo mismo que su jefe don Juan de Austria, un peligro para la persona de Felipe II y para la monarquía hispánica. Esto era, al menos, lo que creía el rey en aquellos momentos. Escobedo, enviado junto a don Juan para espiarle, se había pasado enteramente al bando de este y participaba con sincero entusiasmo en sus planes secretos. Planes que, según la desaforada imaginación del monarca y de su secretario Antonio Pérez, podían tener como objetivo la vuelta de don Juan a España, rodeado de una tropa adicta, para suplantar a Felipe II y ocupar su trono. La ambición juvenil del hermano bastardo del rey, orgulloso de su triunfo en la batalla de Lepanto contra los turcos, sus constantes requerimientos de tropas y de dinero desde Flandes, su propósito frustrado de invadir Inglaterra y de casarse con María Estuardo (para tener por fin el reino soñado), sus entrevistas secretas con el papa y con el duque de Guisa (jefe de los católicos franceses)... Estos eran hechos que habrían podido despertar algunas sospechas en la corte española. Pero no hasta el punto de hacer pensar en una conjura de don Juan contra su propio hermano, Felipe II. Ahora bien, tanto el monarca como Antonio Pérez estaban predispuestos a aceptar aquella posibilidad y consideraban imprescindible hacerla abortar antes de que fuese demasiado tarde. Felipe II y su secretario eran suspicaces y desconfiados. A uno y a otro habría podido aplicarse el diagnóstico que el experto médico y documentado historiador Gregorio Marañón aplica a Pérez: “Es tal la contumacia y la seguridad de sus fantasías que a veces da la impresión, más que de malvado, de ser uno de esos enfermos de seudología fantástica que creen que el mundo de su imaginación es el de la realidad”. "Hacedlo y daos prisa antes de que él nos mate”, escribía confidencialmente a Antonio Pérez. La llegada inesperada de Escobedo a Madrid fue para el rey y su secretario la prueba evidente de que algo se tramaba contra ellos. Pérez se hacía pasar en sus cartas a Flandes por fidelísimo amigo de don Juan y seguro colaborador suyo en cualquier empresa presente o futura. Pero se encontró de pronto en una posición desairada y difícil de sostener ante la presencia del desconfiado Escobedo, que parecía observarlo e investigarlo todo. El propio Felipe II temía las añagazas del Verdinegro –apodo con que se conocía en Madrid al enviado de don Juan a causa del color de su piel–, y no ocultaba la necesidad que tenía de librarse en seguida de él: “Convendrá lo de la muerte del Verdinegro antes que haga algo con que no seamos después a tiempo... Hacedlo y daos prisa antes de que él nos mate”, escribía confidencialmente a Antonio Pérez. Por su parte, Escobedo no siempre hablaba o escribía con la prudencia y el realismo sensato que entonces le convenían, con lo cual daba más pábulo a las peores sospechas del rey. Con el tiempo, la situación no hizo sino complicarse más, envueltos todos los protagonistas en mentiras, dudas y temores que ya parecían incurables. Al delirio de grandezas de Escobedo correspondían los recelos del soberano, los consejos del secretario y las razones de la condena. “Estas fueron las causas principales –terminó confesando Pérez en el tormento– de que advertí a Su Majestad. Y pareció entonces que si le prendían [a Escobedo], el señor don Juan se recataría; si le dejaban volver [a Flandes], haría verterlo todo; y que era menester algún medio con que se excusase un inconveniente y el otro; y pareció al marqués de los Vélez ser lo mejor darle un bocado y acabarle". Con la palabra “bocado” se entendía por entonces “veneno”. Y la primera tentativa de acabar con Escobedo se practicó de esta forma, siguiendo el consejo de aquel amigo del rey, el marqués de los Vélez, pero sin ningún resultado. Habiendo fallado el veneno nada menos que tres veces, no hubo otra solución que recurrir a los espadachines y al crimen de sangre. Pero luego resultó que las sospechas sobre la conjura de don Juan eran totalmente infundadas. Muerto aquel en Flandes a consecuencia de la peste poco después del asesinato de Escobedo, llegaron todos sus papeles a Madrid. Ellos ponían en evidencia la sinceridad y lealtad del infante. Entonces el rey abrió los ojos y quiso echar sobre el asunto toda la luz que fuera posible, aunque procurando que los documentos más comprometedores no se hicieran públicos, primero para no manchar la fama de su hermano, acusado en ellos de traición, y, segundo, para no poner en evidencia su propia desconfianza enfermiza. Por eso, hasta después de mucho tiempo, no dejó sin protección a su cómplice Antonio Pérez. Pero entonces, en 1590, agotada su paciencia, impulsado por su conciencia y por su confesor, incluso le exigió que declarara, sometido a tormento, todo lo que supiera al respecto. De esta forma, las declaraciones de Pérez y de los otros testigos pusieron fin a la causa criminal. El acusado huyó primero a Aragón, patria de su familia paterna y zona sublevada en ese momento contra Felipe II, y logró liberarse luego de la cárcel de la Inquisición gracias a la acción de muchos aragoneses amigos suyos. De otro modo no lo habría podido contar, pues la condena era a muerte. En cualquier caso, Antonio Pérez pudo huir al extranjero. En un principio no directamente a Francia, como se ha dicho, sino al fronterizo condado independiente de Bearn, situado al norte de Navarra, y luego a Inglaterra, de donde pasó finalmente a París. Y allí murió en su cama, casi olvidado, en 1611, treinta y tres años después de la muerte de Escobedo, reo inocente, infortunada víctima de un trágico malentendido. Juan de Escobedo. Escobedo, Juan de. El Verdinegro. ¿Colindres? (Cantabria), c. 1530 – Madrid, 31.III.1578. Secretario de Juan de Austria y del Consejo de Hacienda. Se desconoce el lugar y la fecha exacta de su nacimiento, aunque distintos autores sitúan su origen en la villa cántabra de Colindres, próxima a Laredo, la que fuera capital de hecho del corregimiento de las Cuatro Villas de la costa de la mar. Incluso en Colindres se rinde memoria a este ilustre hidalgo montañés, dando nombre a una de sus calles principales. Sin embargo, no existe prueba documental alguna que acredite su lugar de nacimiento o la fecha exacta en que se produjo. El apellido y linaje de los Escobedo no aparece en los distintos padrones de Colindres del siglo xvi, ni entre sus vecinos hidalgos, ni entre sus vecinos pecheros. El apellido Escobedo, muy extendido en los siglos modernos por todo el corregimiento o bastón de Laredo, se halla vinculado al lugar de Escobedo del también montañés valle de Camargo, o al lugar de Mompía, en la histórica abadía santanderina, hoy Ayuntamiento de Santa Cruz de Bezana; o, incluso, a la villa pasiega de Selaya, o al valle de Cayón. La circunstancia que Pedro de Hoyo, también secretario de Felipe II hasta su muerte en 1568, fuese oriundo de la villa, donde además poseía una casatorre, y que una hija suya, de nombre Catalina, casase con Pedro de Escobedo, hijo a la sazón de Juan de Escobedo, ha podido inducir a error a aquellos que sitúan su cuna en esta villa de Colindres. Esa casatorre, conocida como La Casona del Valle, siendo ya propiedad de Catalina de Hoyo y de su esposo, Pedro de Escobedo, sirvió de retiro, a partir de 1582, a Bárbara de Blömberg, conocida popularmente como La Madama, la última amante de Carlos V y madre de Jeromín, Juan de Austria, el vencedor de Lepanto, quien a la postre tendrá una decisiva influencia en la biografía de Juan de Escobedo. Poco se conoce de sus primeros años de vida y de su etapa de formación. Juan de Escobedo pudo vivir los primeros años en la villa de Santander, donde un tal Juan de Escobedo, seguramente su progenitor, de condición letrada, era en 1532 procurador general del regimiento santanderino. De su formación universitaria, poco se sabe. Alguno de sus biógrafos narra que Juan de Escobedo compartió estudios con Antonio Pérez, secretario de Felipe II, probablemente en la Universidad de Salamanca o de Alcalá. Que Escobedo estudiara en cualquiera de esas universidades, o en las dos, está dentro de lo posible, aunque se carece de información documental. Lo que es más que discutible, dada la diferencia de edad entre ambos (Pérez era unos diez años más joven), es que compartieran estudios, simultáneamente, en las mismas universidades. En todo caso, entre ambos existió una relación de amistad, no desprovista de recelos mutuos. Por encima de esa fluctuante relación, ambos compartieron una relación política de mutuo provecho, relación que habría indefectiblemente de marcarle durante toda su vida, hasta incluso el mismo momento de su muerte. Después de sus estudios universitarios, pasó a la Corte, bajo la protección del príncipe de Éboli, Ruy Gómez de Silva, privado del Rey y con algún grado de parentesco con Escobedo, circunstancia que le facilitó el acceso al mundo cortesano. Antes de alcanzar puesto alguno en la Corte, Juan de Escobedo contrajo nupcias con la que sería su primera esposa, María de Alvarado Rada, sin duda de origen también montañés, y madre que fue de Pedro de Escobedo, quien siguió la estela de su padre en distintos destinos de la corte de Felipe II. En segundas nupcias, Juan de Escobedo contrajo matrimonio con Constanza Castañeda, del linaje de los Mendoza, naciendo de ambos Leonor, que heredaría del padre su título más honorífico que real, de alcayde del castillo y de las casas reales de la villa de Santander. Esta merced le fue otorgada por Felipe II, por medio de real cédula despachada por su Consejo de Guerra en 1569, autorizando a Juan de Escobedo la edificación de una casa-fortaleza para su morada, en el lugar privilegiado que ocupaba el solar del viejo castillo de San Felipe, inmediato a la catedral santanderina, en un punto dominante sobre la bahía, y en cuya fortaleza, a la postre, nunca llegó a vivir a causa de su prematura muerte. La concesión de la merced no satisfizo al regimiento de Santander, por temor a que su presencia en la villa encrespase los ánimos entre facciones enfrentadas. No en vano los regidores tenían memoria de los motines y altercados que sufrió la villa con motivo de la cesión real que de la misma, con su castillo y fortaleza, hizo el rey Enrique IV a favor de Diego Hurtado de Mendoza, el marqués de Santillana, por privilegio de 25 de enero de 1466. Esa merced hubo de ser revocada por el Rey el 8 de mayo de 1467, con el propósito de sofocar los conflictos de orden público que provocó el paso de la villa santanderina del realengo a los dominios señoriales. Con estos antecedentes, en 1570 el regimiento de Santander interpuso el correspondiente recurso ante el Consejo de Guerra contra la merced despachada a favor de Juan de Escobedo, alegando sus regidores, entre otras razones, que “esta tierra es tierra de bandos y parcialidades y el agraciado pertenece a uno de ellos y so este color podría alborotar la comarca”, al ser “natural y vecino de la Tierra del Duque del Infantado”, referencia esta última, en cuanto a la procedencia de Juan de Escobedo, que desencadena las dudas acerca del lugar de su nacimiento. Pese a la impugnación del concejo santanderino, la merced no fue revocada por el Consejo, siendo disfrutada honoríficamente en vida por su titular y a su muerte, por su hija Leonor de Escobedo y Castañeda, habida de su segundo matrimonio. En la corte de Felipe II, Juan de Escobedo inició su andadura al servicio del Rey desempeñando los cargos de contador del sueldo y contador de relaciones, una especie de oficios menores de la Hacienda, dependientes en el organigrama del ramo de la hacienda pública de los Contadores Mayores. Eran de la competencia de esos oficiales los asuntos relacionados con el gasto público —sueldo, mercedes, quitaciones...— y con los ingresos —rentas, relaciones y extraordinario—. Posteriormente, Escobedo continuó su cursus honorum en la Administración, ascendiendo al cargo de secretario del Consejo de Hacienda en sustitución de Francisco Eraso, también del partido ebolista. Nombrado para dicho destino por Felipe II el 8 de mayo de 1566, cesó en el cargo en el mes de octubre de 1576, desempeñando una labor que, aunque eminentemente burocrática, no le impidió mantener frecuentes relaciones con el mismo Rey y con otros altos personajes de la Corte, logrando así una notable influencia en los ambientes sociales y políticos. En 1576 marchó a Flandes como secretario personal de Juan de Austria, cuando éste, hermanastro de Felipe II, fue designado gobernador de los Países Bajos, tras la muerte de Luis de Requesens, y ante la dificultad que entonces ofrecían los asuntos de Flandes para la corte del Rey. Los motivos de la marcha de Escobedo a Flandes son bien conocidos. Juan de Austria, envalentonado después de su éxito en la campaña de Lepanto contra los turcos, considerados hasta entonces invencibles (1571), y en la campaña de Túnez (1573), se convirtió, según afirma Escudero (2002: 272), en un personaje “rutilante y de difícil encaje político”, que ambicionaba empresas políticas más elevadas, como el trono de Inglaterra. Para conseguir sus aspiraciones, diseñó una ingeniosa trama que incluía su matrimonio con la heredera al trono inglés, María Estuardo. Habilidoso como diplomático, entabló para ello negociaciones al más alto nivel con la Santa Sede, deseosa de extender el catolicismo por aquel reino; con la Corte de Francia, e incluso con los católicos de Inglaterra, para así conseguir los necesarios apoyos ante una empresa que se antojaba difícil. Esas ambiciones desmedidas de Juan de Austria no encajaban en las previsiones de su hermanastro el rey Felipe II, en tanto que podían trastocar sus planes de política internacional y sus aspiraciones al trono de Portugal. Por ello, Juan de Escobedo, a instancias de su amigo y correligionario Antonio Pérez, fue designado por el Rey para acompañar a Juan de Austria en su destino flamenco, con la finalidad de seguir sus pasos e informar puntualmente al Rey de sus movimientos. Pero todo parece indicar que Juan de Escobedo se convirtió en el principal confidente y valedor de los planes políticos de Juan de Austria, burlando así las expectativas que sobre él habían puesto quienes tomaron la decisión de su nombramiento. Cuando los asuntos de Flandes estaban en vías de pacífica solución, dadas las cualidades mediadoras de Juan de Austria, y cuando su presencia en los Países Bajos como gobernador general no fue cuestionada por las partes en conflicto, Juan de Escobedo, en la primavera de 1577, se trasladó a Madrid por orden de Juan de Austria. El motivo de su viaje, además de informar al Rey del estado de las negociaciones pacificadoras, fue el de persuadir a Felipe II de la conveniencia de afrontar el proyecto de la conquista de Inglaterra y a la vez, gestionar ante la Corte la financiación de una empresa en sumo costosa. Seguramente también, como sugiere Parker, Juan de Escobedo aprovechó la ocasión para solicitar del Rey alguna encomienda o recompensa que colmase sus propias ambiciones personales, por los años de servicio a la Corona. Para entonces, Juan de Escobedo, apodado como El Verdinegro en los papeles confidenciales cruzados entre el Rey y su secretario Antonio Pérez, era ya un hombre temido en algunos sectores de la Corte, pues no en vano había acumulado una amplia documentación sobre los negocios ilícitos de Pérez y la princesa de Éboli, su amante, con los banqueros de Génova a cambio de secretos de estado, y sobre el apoyo que el secretario del Rey prestaba a los rebeldes flamencos. Toda esta comprometida información habría de inquietar sobremanera al todopoderoso Antonio Pérez, quien con argucias e intrigas de cortesano habilidoso convenció al Rey de la inoportunidad política de los planes de Juan de Austria sobre Inglaterra y de la conveniencia de silenciar la voz de Escobedo, su gran valedor ante la Corte. Sólo la muerte de Juan de Escobedo dejaría a Antonio Pérez a cubierto ante el Monarca de su doble juego político. Víctima sin duda de todo ello, en un mundo de intrigas y asechanzas palaciegas y tras distintos intentos de envenenamiento nunca esclarecidos, Juan de Escobedo murió asesinado en Madrid, en la misma callejuela del Camarín de Nuestra Señora de la Almudena, cerca del alcázar, al atardecer del día 31 de marzo de 1578, a manos de unos sicarios que recibieron la orden de ejecución del propio Antonio Pérez. En torno a su muerte se han vertido un sinfín de opiniones, basadas en hechos ciertos y probados, y también no pocas conjeturas. A la vista de los trabajos más recientes y rigurosos, especialmente los de Parker y Escudero, puede concluirse sin género de dudas que fue el propio secretario del Rey quien tramó, ordenó y pagó a los autores del alevoso crimen. También tiene visos de ser cierta la complicidad —“manifiesta”, según Escudero— del propio monarca Felipe II, aunque de su participación por una supuesta “razón de estado”, no quede rastro documental alguno, al no lograr Antonio Pérez arrancar del Rey una orden escrita de la ejecución. La responsabilidad del Rey en los hechos por mera tolerancia o consentimiento en la ejecución, le es atribuible tanto por su estrecha relación con su secretario, quien a no dudar informó al Monarca de la conveniencia del asesinato, como de la inactividad o desidia de los alcaldes de la Casa y Corte que debían dar persecución a los autores del crimen, o de la permisividad que tuvo con ellos, una vez presos, consintiendo, cuando no facilitando, su huida. La muerte de Juan de Escobedo, cuya responsabilidad nunca fue plenamente esclarecida, afectó profundamente a Juan de Austria, quien al mando de unas tropas desmoralizadas y maltrechas, y sin recursos económicos ni modo de conseguirlos, vio cómo sus planes se desmoronaban poco antes de su muerte, acaecida el 1 de octubre de 1578, a causa del tifus. Provocó una profunda convulsión en la vida cortesana, en tanto que Juan de Escobedo, como secretario del Rey y de Juan de Austria, era considerado como un personaje importante e influyente en la Corte. Su muerte acabó salpicando al propio Monarca, quien se vio obligado a variar el rumbo político de su gobierno. Para ello llamó al anciano cardenal Granvela, que vivía retirado en Roma, tras ordenar la salida de la Corte de su secretario; y acto seguido instó la persecución de Pérez, pero no como inductor del asesinato cometido, sino como implicado en un caso de corrupción descubierto en una visita realizada en las dependencias de su Secretaría. Huyendo de la orden de detención, Antonio Pérez hubo de refugiarse en, un primer momento, en Aragón al amparo de sus fueros, en su calidad de hijo de aragonés, provocando su intento de encarcelación en la cárcel inquisitorial, graves alteraciones populares en el reino (1591), circunstancia que aprovechó el secretario para huir a Francia, y después a Inglaterra, países en los que reveló secretos de estado, a cambió de protección. Además de detonante de los cambios políticos introducidos en la Corte, la muerte de Escobedo fue sentida también popularmente, y evocada en coplas y romances. Una muerte tan atroz que encontró inspiración en el poeta cordobés Ángel de Saavedra, el Duque de Rivas, en su romance histórico Una noche de Madrid en 1578: “A la mañana siguiente / cuando fue devoto pueblo / a oír la misa del alba / de Santa María al templo, / en aquella corta calle, / más bien callejón estrecho, / que por detrás de la Iglesia / sale frente a los Consejos, / se halló tendido un cadáver, / de un lago de sangre en medio, / con dos heridas de daga / en el costado y en el pecho. / Pronto fue reconocido / por el de Juan de Escobedo, del insigne don Juan de Austria, secretario y camarero. / Y como aún rico, ostentaba / la cadena de oro al cuello, / y magníficos diamantes / en los puños y en los dedos, / que obra no fue de ladrones / se aseguró, desde luego / el horrible asesinato, / que a Madrid cubrió de duelo [...]”. A la muerte de Juan de Escobedo le sucede en la Secretaría su hijo Pedro de Escobedo, quien ya había ocupado interinamente el cargo en 1576, con motivo de la marcha de su padre a Flandes. Esta decisión del Rey de mantener a Pedro de Escobedo en el destino de su padre no acalló las súplicas de justicia de la familia del asesinado. La actitud confusa y vacilante del Rey en la persecución del asesinato desvela su complicidad en un crimen que alimentó la leyenda negra de su reinado. Bibl.: J. A. Escudero, Los Secretarios de Estado y del Despacho (1474-1724), Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1969, 4 vols.; G. Marañón, Antonio Pérez (El hombre, el drama, la época), Madrid, Espasa Calpe, 1977; G. Ungerer, La defensa de Antonio Pérez contra los cargos que se le imputaron en el proceso de visita (1584), Zaragoza, Diputación Provincial, Institución Fernando el Católico, 1980; M. 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Ezquerra Revilla, El Consejo Real de Castilla bajo Felipe II: grupos de poder y luchas faccionales, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000; J. A. Escudero, Felipe II, el Rey en el despacho, Madrid, Editorial Complutense, 2002; M. Fernández Álvarez, La España de Felipe II (1527-1588), Madrid, Espasa Calpe, 2003; G. Parker, Felipe II, Madrid, Alianza Editorial, 2008.
Aragonés. “Linaje antiguo, son buenos hijosdalgo descendientes del marquesado de Santillana. Son los más nobles los que dizen del abad en el concejo de Escobedo y llámanse del abad porque hera abadía y son de los ynfanzones que ganaron honra en España y dicha abadía digo está en la valle de Camargo de la provincia de Cantabria de la abadía de Santander y del concejo de Bezana, donde está la casa solar conoscida de dichos está en el concejo de Escobedo, los cuales de allí se an estendido por diversas partes de España de cuya cepa era el secretario don Juan de Escobedo tan nombrado en vida de Felipe 2º Rey de España, y traen por armas un escudo campo de oro, y partido en palo, en el primero, un robre verde y en el segundo, cinco escobas de azul, y estas son sus armas verdaderas como consta de relación de Diego de Urbina, Rey de Armas, la qual relación tiene en su poder Miguel Escobedo Bello el cual vive en el lugar de Utrillas cerca de Montalbán en este Reyno de Aragón.” (sic) [J. del Corral]. |
Antonio Pérez. Biografía Pérez, Antonio. Madrid, 1540 – París (Francia), 3.XI.1611. Secretario de Estado de Felipe II. Hijo de Gonzalo Pérez, también secretario de Estado de Felipe II, y probablemente de Juana Escobar y Tobar. Cuando engendró a Antonio, su padre debía ser ya clérigo y la madre una mujer casada, aunque el acta de legitimación de Antonio asegura que su padre, “soltero, no obligado a matrimonio ni a religión alguna, os hubo y procreó de una mujer, siendo asimismo soltera”. Felipe II afirmaría a su vez mucho más tarde: “Creo que era su padre clérigo cuando le hubo”. En todo caso, en vida pasó por sobrino de Gonzalo Pérez. Se crió de niño en Val de Concha, pequeña aldea del partido de Pastrana, en tierra de los Éboli. Pasó luego a las Universidades de Alcalá, Lovaina, Venecia, Padua y Salamanca, donde tuvo como maestro a León de Castro, enemigo de fray Luis. De sus correrías universitarias aprendió francés y, sobre todo, italiano, profesando siempre una clara afición a Italia y a sus gentes, a las que tuvo siempre como amigos. Con todo, su formación principal de cara al oficio que había de desempeñar la adquirió junto a su padre, de conformidad con el uso habitual entonces de que los secretarios enseñaran a sus hijos desde niños el manejo de los papeles. Dividida la política cortesana en dos facciones lideradas por el duque de Alba y el príncipe de Éboli, se dio el fenómeno curioso de que, mientras el padre, Gonzalo Pérez, aparecía alineado junto a Alba, el hijo, Antonio, estaba con Éboli. Ambos grupos, entre otras cosas, habrían de enfrentarse en lo relativo a la política a seguir en Flandes, donde los partidarios de Alba mantenían una posición más dura y tajante, y los de Éboli más dialogante y concesiva. Cuando tenía veintiséis años, en 1566, falleció su padre y quedó vacante la Secretaría de Estado. Por entonces Antonio era ya un hombre atractivo —“gentilhombre de cuerpo y buen rostro”, le pinta el cronista Cabrera de Córdoba—, extremadamente simpático y con llamativo don de gentes. Antonio pretendió inmediatamente la Secretaría, pero Felipe II, pese a la estimación que le profesaba, decidió pensarlo y pospuso unos meses el nombramiento. Al parecer el Rey, según el mismo cronista, tenía a Antonio por “mozo derramado”, es decir, liviano o indiscreto; persona, en fin, en la que, pese a las simpatías que despertaba, era arriesgado confiar. 1567 fue un año clave en la vida de Antonio Pérez. En el mes de enero se casó con Juana de Coello, noble y de origen portugués, con la que ya tenía un hijo. En el mes de julio, el día 17, Felipe II le concedió el título de secretario del Rey, lo que era un nombramiento genérico que facilitaba otros ulteriores a plazas concretas. Y finalmente en diciembre, el día 8, el Rey dividió la hasta entonces única Secretaría de Estado, que se ocupaba de la política internacional, dando la parte del norte a un oficial llamado Gabriel de Zayas, y a Antonio Pérez los asuntos de Italia. Entonces mismo recibió una instrucción en la que se le recordaba su obligación de no aceptar regalos, no tener familiaridad con los negociantes, no hacer propuestas de oficios en favor de parientes y amigos, y la diligencia en el trabajo. A partir de entonces, Zayas y Pérez rigieron las dos Secretarías de Estado en un clima a veces conflictivo, debido al carácter extrovertido y arrollador de Antonio que de vez en cuando invadía las competencias de su compañero. Muerto en julio de 1573 su principal protector, el príncipe de Éboli, Antonio Pérez mantuvo una estrecha relación personal con la viuda y princesa, Ana Mendoza y de la Cerda, relación que para el secretario habría de resultar más que conflictiva. Por entonces, Antonio Pérez dirigía los asuntos de Italia, pero al incorporarse a Flandes Juan de Austria, Pérez, por su amistad con Don Juan, pasó a ocuparse también de los asuntos más importantes del norte de Europa que entonces le fueron sustraídos a su colega Zayas. Así las cosas, y en tanto en cuanto las ambiciosas pretensiones políticas de don Juan llegaron a convertirse en problemáticas para su hermanastro el Rey, Antonio Pérez quedó en una situación difícil, interpuesto entre ambos personajes. Mientras se agravaban las relaciones Madrid-Flandes, la princesa de Éboli, tras una reclusión de tres años a partir de la muerte de su marido, retornó a la vida cortesana en 1576 contando entre sus amigos a Antonio Pérez. Las connivencias de Antonio con la princesa, haciendo frente común contra el duque de Alba, condujeron al destierro de éste, pero también a la sospecha de los manejos políticos urdidos por la Éboli y el secretario. Además, cuando Felipe II hizo pública su pretensión al Trono de Portugal, pareció advertirse una actitud equívoca, cuando no fraudulenta, de Pérez y la Éboli, circulando por Madrid el rumor de que Antonio informaba a la princesa de los planes de Felipe II sobre el país vecino, habida cuenta de que ella quería casar a una de sus hijas con el hijo del duque de Braganza. El detonante de la situación tuvo que ver con la venida a Madrid del secretario de Juan de Austria, Juan de Escobedo, un hidalgo montañés aludido en los papeles cruzados entre el Rey y Pérez como el Verdinegro, quien traía a la Corte las pretensiones y propuestas de don Juan. Por otra parte, Antonio Pérez temía que Escobedo revelara cosas comprometidas, reales o imaginarias, y entre ellas el doble juego del secretario o quizás sus relaciones amorosas con la Éboli. La solución, pues, a falta de escrúpulos parecía clara. Antonio Pérez persuadió al Rey de “que el ángel malo de don Juan era Escobedo, y que suprimiéndole desaparecerían la tentación y el pecado”. El secretario de Estado planeó el asesinato. Felipe II accedió y no ordenó. El caso es que en la noche del 31 de marzo de 1578, el hidalgo de Colindres cayó apuñalado en las cercanías del Alcázar. El asesinato de Escobedo, que habría de causar la salida y persecución de Antonio Pérez, junto al papel del Rey y de la princesa de Éboli, han sido objeto de una abundante literatura científica y también pseudocientífica. A tenor de esta última, la princesa de Éboli habría sido la amante de Antonio Pérez. Escobedo habría conocido esta situación, sorprendiendo a Ana y a Antonio en sus relaciones. Por si fuera poco, la princesa habría sido a su vez amante del Monarca, o por lo menos éste lo habría pretendido. Sin entrar en los numerosos problemas, reales e imaginarios, que esta versión plantea, hoy pueden darse por seguras tres cosas: la complicidad política del Monarca con el crimen de Estado; las relaciones del secretario con la princesa (que, como dijo un testigo, “sabía secretos de Estado”), y la carencia de cualquier tipo de relación pasional entre el Rey y ella. En cuanto a la primera, la complicidad de Felipe II parece manifiesta, tanto por el hecho de que transcurrieran meses hasta iniciarse la investigación, como porque los jueces llegaron a preguntar a Pérez sobre “las causas que había habido para que Su Majestad diese su consentimiento a la muerte del Secretario Escobedo”, o por la tolerancia que se tuvo para que escaparan los asesinos contratados por Pérez. En todo caso, esa complicidad fue tácita, pues el secretario no pudo arrancar del Monarca una orden escrita de la ejecución. A su vez, las relaciones de Pérez con la Éboli parecen notorias, debiendo ella, cuando menos, estar al tanto de cuanto sucedía, hasta el punto de que Pazos, el presidente de Castilla, comunicó al Rey que “tenemos sospecha de que [ella] es la levadura de todo esto”. Las relaciones amorosas de Felipe II con la Éboli, en fin, no pasan de ser una lucubración melodramática. La difícil situación de Antonio Pérez por el affaire Escobedo se complicó debido a su enfrentamiento con Mateo Vázquez, el secretario privado de Felipe II, y por aspirar Antonio a la vacante que se había producido en la secretaría del Consejo de Italia, con lo que, de haberla conseguido, habría acaparado el despacho de todos los asuntos y negocios italianos (los de la Secretaría del Consejo de Estado y los de la Secretaría del Consejo de Italia). Por lo demás, en los primeros meses se pasaron por alto las demandas de los parientes del difunto Escobedo, hasta que las presiones forzaron a tomar alguna determinación. Con gesto caballeresco, Antonio Pérez propuso al Monarca hacer frente él solo a las acusaciones, a cambio de que fueran retiradas las dirigidas a la princesa, “como se acostumbra en semejantes casos cuando interviene honor de mujer”. Esta solución, que se completaría con la marcha de España del secretario de Estado, o con su apartamiento a la Secretaría del Consejo de Italia, no debió parecer bien al Monarca, quien prefirió abordar el problema y que interviniese como componedor el presidente del Consejo Real. Efectivamente, por encargo de Felipe II, Pazos llamó a Pedro de Escobedo, hijo del difunto, y a Mateo Vázquez, asegurándoles que Antonio era inocente, con lo que aquél, convencido o sobornado, retiró la acusación. Todo parecía quedar así resuelto en abril de 1579, cuando además ya había muerto de tifus Juan de Austria en Flandes, pero inopinadamente empezaron a surgir demandas por parte de otros deudos de Escobedo, mientras Felipe II mantenía una actitud confusa y vacilante. Antonio Pérez decidió entonces abandonar e irse, amenazando de paso al Monarca. “Tendré —dijo— que descargarme de lo visible y de lo invisible y plegue a Dios que de camino no me lleve alguna pieza del arnés, de las mejores”. A partir de entonces, se inició la pugna entre Pérez, que quería irse, y Felipe II, que no le dejaba. Al fin, el 28 de julio llegó a Madrid como nuevo hombre de confianza el cardenal Granvela, llamado por el Rey, y ese mismo día fueron detenidos Antonio Pérez y la Éboli. Antonio pasó cuatro meses en la posada del alcalde de Corte, Álvaro García de Toledo. Pese a las consideraciones que se tenían con él, permitiéndole visitas de parientes y otras personas, no debió resultarle fácil soportar la humillación del cautiverio. Cayó, así, enfermo y fue trasladado entonces a su domicilio en la plaza del Cordón, donde gozó de cierta libertad, mientras la Éboli pasaba de Pinto al castillo de Santorcaz, y desde allí a su palacio de Pastrana. Por lo demás, el doble arresto del secretario y la princesa, produjo asombro y conmoción tanto en España como en el extranjero, dando lugar a habladurías de todo tipo. En circunstancias normales, la prisión del secretario habría significado su cese fulminante en el cargo. Pero en esta sorprendente historia, en la que lo raro y extraordinario eran regla común, las cosas no sucedieron de esa forma y Antonio Pérez, aunque a distancia y de forma precaria, mantuvo la titularidad de la Secretaría. Así el propio Pérez contaría en sus Obras y Relaciones que, tras la marcha de Felipe II a Portugal en 1580, quedó él en Madrid en su casa, “en aquella manera de prisión”, y que “en su oficio no se hizo ninguna novedad”. A los que han puesto en duda esta afirmación del secretario, Marañón les hace ver que fácilmente se pueden examinar documentos firmados por él, por lo menos hasta 1582. Por otra parte, el mismo autor aduce la sentencia del proceso de visita, de junio de 1585, que condena a Pérez a la “suspensión de su empleo de Secretario de Estado durante diez años”, lo que carecería de sentido si hubiera sido antes destituido. El caso es que, arrestado Antonio Pérez pero conservando su título de secretario de Estado, el Rey ordenó que siguieran en el despacho sus oficiales, pero bajo las órdenes del secretario vasco Juan de Idiáquez. En 1583 regresó el Rey de Lisboa, mientras Pérez vivía bastante libremente en su casa madrileña y en otra que tenía en el campo. Esta situación se mantuvo en el bienio siguiente, hasta que en 1585, con ocasión de la asistencia de Felipe II a las Cortes de Monzón, el proceso de visita concluyó y Pérez fue detenido, pasando al castillo de Turégano, donde el 23 de marzo le fue comunicada la sentencia que le condenó a dos años de reclusión y diez de destierro, con la mencionada suspensión durante ese tiempo del cargo de secretario de Estado. Con ello, concluía su carrera administrativa y política. No así su agitada vida, que prosiguió con el proyecto de huir de Turégano mientras agentes del Monarca lograban hacerse con los comprometidos papeles que custodiaba su mujer Juana. Vuelto a Madrid entre 1586 y 1587, se reactivó el proceso por la muerte de Escobedo, protagonizando Pérez un confuso periplo que le llevó de nuevo preso a la fortaleza de Torrejón de Velasco, de ahí a Madrid, luego a Pinto, y de nuevo a Madrid, donde quedó encerrado y donde, ante el ultimátum del Monarca que se creía engañado, en febrero de 1590 llegó a aplicársele tormento. Dos meses después, en la noche del Miércoles Santo, 19 de abril, escapó a Aragón. Al parecer, una vez atravesada la raya fronteriza entre los Reinos castellano y aragonés, situada en Arcos de Jalón, la comitiva llegó al Monasterio de Santa María de Huerta. Allí, según algunos testimonios, Antonio se arrodilló y besó la hospitalaria tierra gritando “¡Aragón, Aragón!”. Ya en Calatayud, escribió una carta al Rey y otras al confesor Diego de Chaves y al cardenal de Toledo. En la misiva al Monarca, todavía llena de sumisión y respeto, recordaba las penalidades que le habían forzado a la huida: “Me resolví a hacer lo que he hecho y venirme a este reino de V. Magestad, naturaleza de mis padres y abuelos, pues en él es y será V. Magestad tan señor de my todo”. Felipe II no aceptó, sin embargo, reconducir pacíficamente el problema, y reaccionó ordenando detener al secretario y prender a su mujer e hijos. Para evitar ser apresado, Antonio se instaló en Calatayud en el Convento de los dominicos, dedicado a San Pedro Mártir, acogiéndose inmediatamente al privilegio de manifestación, con el que obtuvo la protección del justicia. A continuación, viajó a Zaragoza, donde fue recluido en la cárcel de manifestados. Los intentos de concordia hechos por Pérez fracasaron ante la actitud beligerante de la Junta que el Rey había nombrado para este asunto y, sobre todo, ante la sentencia de 1 de julio de 1590, que declaró “lo debían condenar y condenaban en pena de muerte natural de horca y a que primero sea arrastrado por las calles públicas en la forma acostumbrada. Y después de muerto le sea cortada la cabeza con un cuchillo de hierro y acero y sea puesta en lugar público”. Perdida así cualquier esperanza de arreglo, Antonio contraatacó con una cédula de defensiones, en la que ya acusaba claramente al Rey, cuya indicación en un antiguo billete de que “conviene abreviar lo del Verdinegro”, debía entenderse como la verdadera orden de muerte que el Monarca había dado para hacer desaparecer a Escobedo. Además, con objeto de dar publicidad a sus argumentos, el secretario redactó un amplio Memorial del hecho de su causa, entonces conocido como el Librillo, cuyas copias manuscritas circularon entonces por Castilla y Aragón, y que al ser impreso años más tarde en Pau, tras la fuga de Pérez, se difundió también por Europa. Mientras tanto, seguía tramitándose en nombre del Rey la causa enviada desde Castilla a los tribunales de Aragón, pero de esa causa se apartó Felipe II por razones no claras en agosto de 1590. Con ello, se entró en una nueva etapa, con un nuevo proceso, el de la “Enquesta”, presentado ante el justicia por los procuradores del Monarca, y en el que se volvía a acusar a Pérez de los mismos delitos que en el proceso de Castilla y en el primitivo de Aragón —es decir, haber hecho matar a Escobedo y revelar secretos de Estado—, con el añadido ahora de haber quebrantado la prisión en Castilla y haber revelado en el Librillo otros secretos de Estado. De este nuevo proceso, que era un juicio de visita de tipo inquisitivo en el que el Rey nombraba a un comisionado para indagar posibles delitos cometidos por los oficiales públicos, se defendió Pérez solicitando del tribunal una firma que le amparase, y cuando el lugarteniente del justicia, micer Francisco Torralba, se la denegó, el secretario denunció al propio lugarteniente ante el Tribunal de los Diez y Siete por haber entregado “la persona, vida y honra y bienes del dicho Antonio Pérez y la libertad de este reino”, con lo que hábilmente mezclaba el problema personal con la autonomía y libertad de Aragón. En el proceso, además, se intercaló un incidente de suma importancia, cual fue el supuesto intento de fuga de Pérez para escapar al Bearn, en Francia, donde, como decía el fiscal, “hay muchos herejes” y donde reinaba un príncipe calvinista, lo que habría de dar pie, por presunta asociación con esos herejes, a la intervención del Santo Oficio y a un último proceso inquisitorial. Dotado el Tribunal de la Inquisición de jurisdicción universal en el conjunto de la Monarquía, la intervención en Aragón sólo requería que Pérez fuera acusado en forma. Para hacerlo, el inquisidor Molina de Medrano urdió una burda herejía que fue confirmada como tal por el padre Diego de Chaves, confesor del Rey. Y así, junto a lo referido de la proyectada huida al Bearn, expurgando algunos dichos y afirmaciones de Pérez en sus días de prisión se entresacaron ciertas frases sospechosas, como la de que “si Dios padre se atravesara en medio, le llevara las narices a trueque de hacer ver cuán ruin caballero ha sido el rey conmigo”. Según el dictamen de Chaves, “esta proposición, cuanto a lo que dice que si Dios Padre se atravesara en medio le llevara las narices, es proposición blasfema, escandalosa, piarum aurium offensiva y, en sus términos, sospechosa de la herejía de los badianos que dicen que Dios es corpóreo y tiene miembros humanos. No se puede excusar con decir que Cristo tiene cuerpo y narices después que se hizo hombre, porque consta que se habla a cuenta de la primera persona de la Santísima Trinidad que es el padre”. En resumen, una estupidez tomada como herejía, y la consiguiente instrumentalización del Santo Oficio para objetivos de la política de Estado. Así las cosas, el 24 de mayo de 1591 los inquisidores aragoneses formalizaron el mandamiento de prisión y ese mismo día fue trasladado Pérez de la cárcel de los manifestados a la del Santo Oficio, en el palacio de la Aljafería. Cuatro meses justos, del 24 de mayo al 24 de septiembre, pasó el secretario bajo control del Tribunal inquisitorial. En aquella fecha, con ocasión de la entrega de Pérez al alguacil del Santo Oficio, estalló en Zaragoza un motín contra el enviado de Felipe II, marqués de Almenara, quien con la anuencia del justicia, Juan de Lanuza el Viejo, fue arrebatado de su casa y encarcelado. Otros amotinados, a su vez, llegaron a la Aljafería reclamando que Antonio Pérez retornara a la cárcel de los manifestados, a lo que se avinieron los inquisidores con el acuerdo de que siguiese bajo su jurisdicción. Antonio fue llevado así de nuevo triunfalmente a la cárcel aragonesa, mientras una multitud de gentes le aclamaba pidiendo libertad. Poco después murió Almenara. La noticia sorprendió a Felipe II en la cama. El breve comentario del Monarca —“¡ Con que han muerto al Marqués!”— era el prólogo al nuevo cariz del problema, que dejaba de ser una cuestión personal del secretario para convertirse en un gravísimo problema de orden público nacional con Antonio como agitador y rebelde. Los sucesos del 24 de mayo habían quebrantado tanto la autoridad del Rey, como la del justicia y la del Santo Oficio. Por si fuera poco, en junio tomó posesión del cargo de diputado de Aragón un exaltado fuerista, Juan de Luna, patrocinado de Pérez que desde la cárcel alentaba una campaña de agitación, en la que los hidalgos, llamados “caballeros de la cárcel de la libertad”, junto a clérigos, menestrales, labradores, y aun extranjeros como algunos bearneses que vivían en Zaragoza, constituían un verdadero cuerpo rebelde. Entretanto, Felipe II, que había preparado un ejército en Ágreda a las órdenes de Alonso de Vargas, dispuso que Pérez fuera de nuevo trasladado a la prisión inquisitorial de la Aljafería, lo que habría de tener lugar el 28 de septiembre. Ese día, al ejecutarse lo dispuesto, estalló otro motín popular que rescató y puso en libertad al secretario, que permaneció oculto en Zaragoza, protegido de Martín de Lanuza. Así las cosas, y ante el anuncio de la entrada en Zaragoza del ejército acuartelado en Ágreda, los diputados aragoneses juzgaron esa amenaza como contrafuero, calificando de legítima la resistencia a aquel ejército “extranjero”. Desoyendo la opinión y el consejo de su lugarteniente, el nuevo justicia, Juan de Lanuza el Mozo, que acababa de suceder a su padre en el cargo, hizo suyo el parecer de los diputados, recabando un apoyo de ciudades de Aragón, Valencia y Cataluña, que por desgracia para él no llegó a materializarse. De esta suerte, con toda facilidad el ejército regio penetró en Aragón y llegó a Zaragoza el 12 de noviembre. Ocho días más tarde el verdugo ajustició a Lanuza y poco después fueron arrestados otros colaboradores. Entretanto, Antonio Pérez se encaminó a Francia. Cruzó el Pirineo el 24 de noviembre y pidió asilo a la gobernadora de Bearn, Catalina, hermana de Enrique de Borbón, mediante una carta en la que Pérez mostraba ser bien consciente del eco internacional de sus peripecias: “Pues no deve de aver en la tierra rincón ny escondrijo adonde no aya llegado el sonido de mis persecuciones y aventuras”. Acogido a la protección de Catalina, Antonio Pérez permaneció unos meses en Pau, donde, además de defenderse de quienes pretendían eliminarle, proyectó un ataque a Aragón que, en cierto sentido, era también una utópica invasión de España. Aquejado de lo que Marañón llamó “el espejismo del emigrado”, Antonio sobreestimó sus posibilidades y creyó contar con amigos anti-Felipe II en todas partes. Derrotados los invasores bearneses y algunos pocos españoles, y fracasada aquella ridícula intentona, Pérez ofreció sus servicios a Isabel de Inglaterra. En este país estuvo desde los primeros meses de 1592 al verano de 1595, mientras en Zaragoza un auto de fe celebrado el 20 de octubre de aquel año, le condenaba en ausencia y rebeldía a ser relajado al brazo secular como convicto de herejía. En Londres se alojó Antonio en el Colegio de Eton, donde también vivía entonces otro famoso Antonio, el prior de Crato, pretendiente al Trono de Portugal. Allí, con el nombre supuesto de Raphael Peregrino, publicó las Relaciones, que el mismo año de su edición (1594) fueron traducidas al holandés, y allí conspiró con el conde de Essex, animando el proyecto de ataque inglés a Cádiz que llegaría a realizarse más tarde, en 1596. Poco antes de esta fecha, invitado por Enrique IV, Pérez se instaló en París, donde, a despecho de dos viajes más a Inglaterra, permaneció hasta su muerte. Tras los primeros años disfrutando en Francia de admiración y notoriedad, llegó una última etapa de crisis a la que contribuyó la Paz de Vervins, entre Felipe II y Enrique IV, que Pérez intentó evitar y que le colocó en una situación marginal. Muerto Felipe II en 1598 y entrado el siglo XVII pudieron cambiar las cosas, pues Antonio Pérez tenía buena relación con el duque de Lerma, valido todopoderoso, y además, Enrique IV llegó a pedir a Felipe III que le perdonara. El nuevo Rey, sin embargo, accedió a mejorar la situación de la mujer e hijos de Antonio, pero nada llegó a hacer por el secretario. Por lo demás, la decapitación de su amigo inglés, el conde de Essex, y el asesinato de su amigo francés, el rey Enrique IV, le fueron dejando carente de protección. Los últimos años, en los que vivió en París en la calle del Faubourg-St. Victor (luego Linné), estuvieron marcados por la añoranza de su país y el retorno a la fe religiosa. El 29 de octubre hizo testamento encomendándose a Dios, “a la gloriosa Virgen María y a todos los santos y santas del cielo”. Y el 3 de noviembre de 1611 dictó a su amigo Gil de Mesa una declaración de fe religiosa y patriotismo que apenas pudo firmar: “Por el paso en que estoy y por la cuenta que voy a dar a Dios, declaro y juro que he vivido siempre y muero como fiel y católico cristiano; y de esto hago a Dios testigo. Y confieso a mi rey y señor natural y a todas las coronas y reinos que posee que jamás fui sino fiel servidor y vasallo suyo”. Ese mismo día falleció al anochecer, siendo enterrado en el Convento de los Celestinos con el siguiente epitafio:
La tumba con la inscripción se conservó hasta las revueltas de la Revolución Francesa, en las que el Convento desapareció para dar paso a un cuartel de la Guardia Nacional. Por lo demás, la memoria del ilustre personaje se benefició tras su muerte de una cierta rehabilitación promovida por la viuda e hijos. El Tribunal de la Inquisición revisó el proceso y el 16 de junio de 1615 revocó la sentencia que le había condenado como hereje, liberando así a la familia de la correspondiente tacha de infamia. La sentencia revocatoria fue leída a su hijo Gonzalo, quien, descontrolado por la alegría, imprimió el texto fijándolo en diversos lugares públicos de Zaragoza. Enojados los inquisidores, secuestraron el cartel y ordenaron detener y encausar a Gonzalo, quien, para protegerse, hubo de huir de Aragón a Castilla, justo al revés de lo que había hecho su padre. La Inquisición, en fin, aun condenando la ligereza del mozo, sobreseyó la causa. Obras de ~: Segundas cartas de Ant. Pérez [...] Más los Aphorismos dellas sacados por el curioso que sacó los de las primeras; del mismo los Aphorismos del libro de las Relaciones, París, Francisco Huby, 1603 [ed. de E. de Ochoa, Madrid, Atlas, 1856 (col. Biblioteca de Autores Españoles, XIII)]; Relaciones de Antonio Pérez, 1624 (Las Obras y Relaciones de Antonio Pérez [...], Génova, Juan de la Planche, 1631; Las obras y relaciones de Antonio Pérez secretario de Estado que fue del Rey de España D. Felipe II, Ginebra, Juan Antonio y Samuel de Torres, 1654; Las obras y relaciones de Antonio Pérez, Secretario de Estado [...], Ginebra y Colonia, Samuel de Tournes, 1676; Relaciones de Antonio Pérez, secretario de Estado que fue del Rey de España Felipe II de este nombre, Madrid, Imprenta L. García, 1849, 2 vols.; Norte de príncipes, virreyes, presidentes y consejeros y governadores, y advertencias políticas sobre lo público y lo particular de una monarquía, introd. de M. de Riquer, Madrid, Espasa Calpe, 1969 (Madrid, Secretaría General del Senado, 1997); Antonio Pérez, relaciones y cartas, introd. notas y ed. de A. Alvar Ezquerra, Madrid, Turner, 1986; Relaciones de Antonio Pérez, introd., ed. y notas de P. J. Arroyal Espigares, Málaga, Universidad, 1989 (ed. facs. de E. Botella Ordinas, Madrid, Cultura Hispánica, 1999); Cartas de Antonio Pérez para diversas personas después de su salida de España, París, s. f. Bibl.: M. Fernández de Navarrete (comp.), “Documentos relativos a Antonio Pérez”, en Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España (CODOIN), vol. XII, Madrid, Viuda de Calero, 1848; “Legitimación de Antonio Pérez. Relación sumaria del discurso de las prisiones de Antonio Pérez. Breve noticia de Gonzalo Pérez”, en CODOIN, vol. XIII, Madrid, Viuda de Calero, 1848; M. Landeira, “Extractos de documentos originales sobre Antonio Pérez”, en CODOIN, vol. XV, Madrid, Imprenta Viuda de Calero, 1850; G. Muro, Vida de la Princesa de Éboli, pról. de A. Cánovas del Castillo, Madrid, Aribau y Cía., 1877; G. Marañon, Antonio Pérez (El hombre, el drama, la época), Madrid, Espasa Calpe, 1947; J. A. Escudero, Los Secretarios de Estado y del Despacho, Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1969, 4 vols.; F. Mignet, Antonio Pérez y Felipe II, pról. de H. Kamen, Madrid, La Esfera de los Libros, 2001; J. A. Escudero, Felipe II: el rey en el despacho, Madrid, Universidad Complutense-Colegio Universitario de Segovia, 2002; G. Parker, Felipe II, Madrid, Alianza Editorial, 2008. |
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