—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

lunes, 2 de junio de 2014

251.-La corona de Aragón. a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Carla Vargas Berrios; Alamiro Fernandez Acevedo;


La corona de Aragón.




Escudo de Aragón

La Corona de Aragón (en aragonés: Corona d'Aragón; en catalán: Corona d'Aragó; conocida también por otros nombres alternativos) englobaba al conjunto de territorios que estuvieron sometidos a la jurisdicción del rey de Aragón, de 1164 a 1707.

 El 13 de noviembre de 1137, Ramiro II el Monje, rey de Aragón, en la conocida como renuncia de Zaragoza depositó en su yerno Ramón Berenguer el reino (aunque no la dignidad de rey), firmando éste en adelante como Conde de Barcelona y Príncipe de Aragón. Petronila tomó el título de "Reina de Aragón" y Ramón Berenguer el de príncipe de Aragón.  En 1164, Alfonso II de Aragón heredaría el patrimonio conjunto de sus padres, reino de Aragon, y condado de Barcelona.
Más tarde, por conquistas de nuevos territorios y matrimonio, esta unión de reino y condado bajo una misma corona, ampliaría sus territorios hasta incluir otros dominios: fundamentalmente los reinos de Mallorca, Valencia, Sicilia, Córcega, Cerdeña y Nápoles, así como los ducados de Atenas (de 1331 a 1388) y Neopatria (entre 1319 y 1390).
Con la boda de los Reyes Católicos en 1469, se inicia el proceso de convergencia con la Corona de Castilla, formando la base de lo que luego se convertiría en la Corona de España, aunque los distintos reinos conservarían sus sistemas legales y características. 
Con los Decretos de Nueva Planta de 1705-1716, Felipe V elimina finalmente la mayor parte de estos privilegios y fueros.

Nombres alternativos

El nombre de «Corona de Aragón» se aplica en la historiografía actual a partir de la unión dinástica entre el Reino de Aragón y el Condado de Barcelona, aunque no se utilizó históricamente hasta el reinado de Jaime II el Justo a finales del siglo XIII, y entre el siglo XII y el XIV la expresión más extendida para referirse a los dominios del rey de Aragón fue la de «Casal d'Aragó».
Entre los siglos XIII y XV, el conjunto de las posesiones del rey era designado con variados nombres como «Corona regni Aragonum» (Corona del reino de Aragón), «Corona Regum Aragoniae» (Corona de los Reyes de Aragón), «Corona Aragonum» (Corona de Aragón) o «Corona Regia», y Lalinde Abadía señala que no hay muchas más razones para hablar de «Corona de Aragón» que para hacerlo de la «Corona del Reino de Aragón» u otras denominaciones cuyo elemento común es ser el conjunto de tierras y gentes que estaban sometidas a la jurisdicción del Rey de Aragón.
 Otros nombres de fines del siglo XIII son «Corona Real», «Patrimonio Real» y excepcionalmente, y en el contexto del Privilegio de anexión de Mallorca a la Corona de Aragón, de 1286, aparece la expresión «regno, dominio et corona Aragonum et Catalonie», que Ferran Soldevila traduce como Corona d'Aragó i Catalunya ('Corona de Aragón y Cataluña'), si bien solo cinco años más tarde, en 1291, en la renovación de estos privilegios, ya se habla de «Reinos de Aragón, Valencia y condado de Barcelona».
 A partir del siglo XIV se simplificó a «Corona de Aragón», «Reinos de Aragón» o simplemente «Aragón».

Historia

La formación de la Corona tiene su origen en la unión dinástica entre el reino de Aragón y el condado de Barcelona.

Tras la muerte sin descendencia de Alfonso el Batallador el año 1134, durante el sitio de Fraga, su testamento cedía sus reinos a las órdenes militares del Santo Sepulcro, del Hospital de Jerusalén y de los templarios. Ante este hecho insólito, los habitantes de Navarra, que en aquel momento formaba parte de las posesiones del rey de Aragón, proclamaron rey a García V Ramírez y se separaron definitivamente de Aragón.
 En este contexto, los nobles aragoneses tampoco aceptaron el testamento y nombraron nuevo rey a Ramiro II el Monje, hermano de Alfonso y que era entonces obispo de Roda-Barbastro. Ante esta situación, Alfonso VII de León aprovechó para reclamar derechos sucesorios sobre el trono de Aragón, mientras que García V manifestaba sus aspiraciones y el Papa exigía el cumplimiento del testamento.
Las pretensiones de Castilla creaban un problema para el conde de Barcelona, Ramón Berenguer, pues coincidían con la rivalidad entre el condado y el reino de Aragón por la conquista de las tierras musulmanas de la taifa de Lérida. El rey Alfonso VII dejó claras sus intenciones cuando en diciembre de 1134 penetró con una audaz expedición en Zaragoza e hizo huir a Ramiro. Sin embargo, esos hechos no acabaron siendo favorables a las aspiraciones del rey castellano, quien finalmente habría de renunciar a sus pretensiones sobre el reino aragonés. Por su parte, Ramiro II, a pesar de su condición de eclesiástico, se casó con Inés de Poitiers,20 matrimonio del que tuvieron una hija, Petronila, en 1136. Ello obligaba a planear el futuro matrimonio de la niña, lo que suponía elegir entre la dinastía castellana o la barcelonesa.

El condado de Barcelona, en aquella época, estaba en manos de Ramón Berenguer IV. Anteriormente, ya había consolidado su supremacía sobre otros condados catalanes como Osona, Gerona o Besalú. Al mismo tiempo, se había puesto de manifiesto la potencialidad de la flota catalana, con hechos como la conquista momentánea de Mallorca (1114) o las expediciones llevadas a cabo por los condes barceloneses en tierras moras de Valencia, siendo frustradas sus intenciones por la intervención de Castilla, personificada por Alfonso VI y el Cid (derrota de Berenguer Ramón el Fratricida en la batalla de Tévar). Al mismo tiempo, se iniciaba una política de alianzas ultrapirenaicas que culminarían en la unión de Barcelona y Provenza por el casamiento de Ramón Berenguer III con Dulce de Provenza.
Alfonso VII presentó la candidatura de su hijo Sancho, futuro Sancho III de Castilla, pero la nobleza aragonesa acabó eligiendo a la Casa de Barcelona, con la que se negociaron detalladamente los términos del acuerdo, por los cuales Ramón Berenguer IV recibiría el título de "príncipe" y "dominador" de Aragón. Se especificaba que si muriese la reina Petronila antes que Berenguer, el reino no quedaría en manos del conde hasta después de la muerte de Ramiro. Además, el Reino sí iría a manos de Berenguer si Petronila moría sin descendencia, o tenía sólo hijas, o hijos varones pero estos morían sin descendencia.
Ramón Berenguer pacta con el rey aragonés Ramiro Y yo el rey Ramiro sea rey, señor y padre en mi reino de Aragón y en todos tus condados mientras me plazca, entregando a la Corona de Aragón todos sus dominios como "dominador" o princeps para ejercer la potestas real, pero no cedió ni el título de Rey ni la dignidad ni el apellido o linaje.
La capacidad de Ramón Berenguer para ejercer la potestas real en Aragón se muestra en hechos como que es al conde de Barcelona (venerande Barchinonensium comes), como gobernante de Aragón, a quien los Caballeros del Santo Sepulcro, los Hospitalarios y los Templarios hacen concesión de sus derechos como herederos del rey Alfonso de acuerdo a su testamento, reconociéndole así como soberano en ejercicio sobre los territorios aragoneses.
En 1164, el hijo de Ramón Berenguer y Petronila, Alfonso II de Aragón, se convertiría en el primer rey de la Corona y tanto él, como sus sucesores, heredarían los títulos de "rey de Aragón" y de "conde de Barcelona".


Países de corona de Aragón

La entidad resultante fue una mera unión dinástica, pues ambos territorios mantuvieron sus usos, costumbres y moneda, y a partir del siglo XIV fueron desarrollando instituciones políticas propias. Del mismo modo, los territorios anexionados posteriormente por la política expansionista de la Corona, crearían y mantendrían separadas sus propias instituciones. La obra de Jerónimo Zurita, de 1580, Anales de la Corona de Aragón contribuye decisivamente a la difusión de esta denominación, que se impondrá a partir del siglo XVI.
 El término «Corona de Aragón» obedece a la preeminencia del título principal de dignidad con el que se conocía el conjunto de territorios, reconocida ya por Pedro IV el Ceremonioso: «los reyes de Aragón están obligados a recibir la unción en la ciudad de Zaragoza, que es la cabeza del Reino de Aragón, el cual reino es nuestra principal designación y título». Así pues, aparte de la figura común del monarca, las diversas entidades políticas que componían la Corona mantuvieron siempre su respectiva independencia administrativa, económica y jurídica.



Países de Corona de aragón.





1).-Reino de aragón.

2).-Reino de Valencia


3).-Condado de Barcelona

4).-Reino de las Islas baleares (Mayorca)

5).-Reino de Nápoles

6).-Reino de Sicilia

7).-Reino de cerdeña.



La sociedad en la Corona de Aragón:




 la nobleza

Los miembros del brazo o estamento militar pueden agruparse en dos categorías, la alta y la baja nobleza. A la alta nobleza pertenecían los condes, vizcondes y barones o ricos hombres, también llamados magnates. Constituían una minoría rica y poderosa, que controlaba buena parte de las tierras y hombres de la Corona, y vivía de las rentas de sus señoríos. Magnates aragoneses y catalanes, desde la instancia militar y política, participaron activamente en las empresas de expansión territorial y marítima de la Corona, y obtuvieron por ello cargos y honores que incrementaron sus patrimonios e ingresos. Aunque colaboraron con la monarquía, discreparon a veces sobre la línea política a seguir y rivalizaron por el reparto de las riquezas obtenidas con la expansión. Un sector de la nobleza superior procedía de la época carolingia y condal (los Pallars, Cardona, Montcada y Rocabertí, en Cataluña), pero otros habían llegado a la alta aristocracia durante los mismos siglos XIII y XIV. Era el caso de los segundones y bastardos de la familia real, origen de las casas aragonesas de Castro, Híjar, Xérica y Ayerbe, y de las nuevas dinastías condales de Ribagorza, Ampurias y Urgel, los duques de Gandía, los marqueses de Villena y los condes de Prades. Los monarcas de esta época otorgaron también títulos condales y vizcondales en favor de sus colaboradores más inmediatos, muchos de ellos miembros de la pequeña nobleza (Illa, Canet, Fenollet, Fortiá, Perellós, Entenza, Carrós) que así entraron en las filas de los barones. 

La pequeña nobleza, formada por caballeros, donceles, generosos y hombres de paratge, era muy numerosa. En sus estratos superiores tendía a confundirse con los niveles inferiores de la alta nobleza; los sectores intermedios se asemejaban al patriciado urbano, y las capas inferiores casi se entremezclaban con las elites campesinas. Los miembros genuinamente militares de esta pequeña nobleza entraron en una etapa de declive y conflictividad interna cuando la primera mitad del siglo XIV cesaron las guerras de conquista y empezó la crisis de la renta feudal. El relevo vino de la mano de ciudadanos ricos, poseedores de fincas rústicas y acreedores de la monarquía, que obtuvieron títulos de nobleza, como los Requesens, Margarit, Santcliment, March, Gualbes, Desbosch, etc.

 La nobleza, en general, vivía de la renta feudal, es decir, de las cargas sobre las tierras y los hombres de sus señoríos, que a mediados del siglo XIV, en Cataluña, englobaban cerca del 35 o 38 por ciento de los hogares. Las diferencias económicas entre la alta y la pequeña nobleza, en general, eran muy grandes, como también lo eran los modos de vida y las funciones. Los barones eran cosmopolitas, dispendiosos y ostentosos, en contraste con la relativa austeridad y localismo de caballeros y otros miembros de la pequeña nobleza, aunque de las filas de éstos surgieron algunos de los grandes nombres de la literatura catalana, como Ausias March y Joanot Martorell. 

Los magnates, como los Cabrera y los Cardona, ocuparon altos cargos de la administración y la política, y dieron hijos para la dirección de la Iglesia, mientras que los caballeros ocuparon los cargos intermedios de la administración y de la Iglesia, integraron las milicias de las órdenes militares y entraron en la red de fidelidades y servicios de los grandes, a cambio de feudos.

        

La oligarquía de las ciudades
La bandera de Barcelona es la enseña que identifica actualmente al Ayuntamiento de Barcelona y por extensión a la ciudadanía barcelonesa. Su blasonado se remonta como mínimo al siglo XVI. Ha sufrido algunas modificaciones pero su diseño básico (cuartelado, señal real y señal de San Jorge) ha permanecido desde sus primeras apariciones. Como bandera heráldica tiene su origen en el escudo de Barcelona.


El franciscano gerundense Francesc Eiximenis, que escribía en pleno siglo XIV, dividía a los hombres de las ciudades en tres manos o sectores: la "má major", la "má mitjana" y la "má menor". La má major era el patriciado, es decir, la aristocracia del dinero, cuyos orígenes cabe situar en los negocios comerciales y financieros del siglo XII y comienzos del XIII. Se trata de unos hombres que muy pronto vincularon su suerte a la de la monarquía: ayudaron a las maltrechas finanzas de Pedro el Católico, colaboraron con los jerarcas de la nobleza y la Iglesia a garantizar el gobierno y la estabilidad política durante la minoridad de Jaime I y contribuyeron con sus recursos a las conquistas mallorquinas y valencianas de Jaime I. A cambio de esta colaboración con el poder real obtuvieron privilegios mercantiles y libertades políticas, que se concretaron en el gobierno de las ciudades, una jurisdicción propia en el ámbito comercial (los consulados de mar) y la formación o dirección del brazo real en las Cortes. Con el gobierno de Pedro el Grande, y superada en Barcelona una revuelta popular (revuelta de Berenguer Oller), la preeminencia política de las familias del patriciado se consolidó en las Cortes de 1283. 

Desde entonces, pero especialmente durante el siglo XIV, estas familias de antiguo origen, enriquecidas con el comercio y las finanzas, junto con otras, de fortuna más reciente, procedentes del mundo de los negocios y de las filas de la administración real, constituyeron un grupo cerrado (los ciutadans honrats), especie de nobleza urbana dedicada al gobierno de la ciudad (a pesar de ser un grupo minoritario ocupaban por privilegio la mayor parte de las magistraturas) y a la inversión en el sector rentístico. Poseedoras de fortuna monetaria, estas familias compraban inmuebles, tierras, señoríos y títulos de deuda pública de los municipios, además de invertir, generalmente a través de terceros, en el comercio y el transporte naval. En la conselleria, es decir, el órgano ejecutivo del gobierno de la ciudad de Barcelona, en 1274, había 2 ciudadanos, 1 mercader, 1 artista y 1 artesano, y en el Consejo de Ciento, órgano consultivo, había, en 1338, 63 ciudadanos, 9 juristas, 8 mercaderes, 5 notarios, 2 boticarios y 12 artesanos. Por debajo de los ciudadanos honrados o ricos hombres se encontraba el grueso de las familias de los negocios, los mercaderes, banqueros, hombres de profesiones liberales (notarios, juristas) y artesanos de oficios particularmente importantes (oficios artísticos).
 Era la má mitjana de la clasificación de Eiximenis, que tenía en los mercaderes al sector más dinámico y representativo. Los más importantes invertían en la industria naviera, se especializaban en el tráfico marítimo y participaban activamente en el comercio internacional por las rutas del Mediterráneo, Europa y los países nórdicos. 

Al decir de Eiximenis, hijo de mercaderes, sus capitales y negocios eran "vida de la tierra, tesoro de la cosa pública y manjar de los pobres", porque sólo ellos eran grandes limosneros, y no deja de ser cierto que, con sus actividades, los mercaderes impulsaban la producción de los sectores primario y secundario (suministraban materia prima, daban salida a excedentes), contribuían al gran desarrollo de la banca, colaboraban con limosnas en la construcción de los grandes edificios religiosos de la ciudades (catedrales góticas y conventos) y embellecían las ciudades con obras del gótico civil (residencias particulares y edificios públicos). Al servicio de estos mercaderes importadores y exportadores, o en conexión con ellos, trabajaban pequeños mercaderes que se dedicaban al tráfico interior, en ferias y mercados, notarios, banqueros, patrones de naves, cónsules, etc. 

Buen observador, Eiximenis desaconseja que los mercaderes se dediquen a la política y a la inversión en deuda pública, actividades a las que se inclinaban en el siglo XIV, y recomienda que se concentren en los negocios, para lo cual pide a los gobernantes que les concedan desgravaciones fiscales y protección. Las lonjas góticas de las principales capitales de la Corona de Aragón, donde los mercaderes se reunían para discutir sobre la marcha de los negocios, y, en cierto sentido, dirigir la política económica de la Corona, constituyen un testimonio de la pujanza de esta clase social.

Dinámica mercantil e infraestructura.

La Corona de Aragón, estratégicamente situada en el noreste de la Península, con una amplia fachada marítima, exportó una parte de su producción a los países del entorno y supo jugar un decisivo papel de intermediario mercantil entre los países del continente europeo, los reinos peninsulares y el Mediterráneo. La fase de máxima prosperidad de la Corona, dentro de un equilibrio global, corresponde a los años 1250-1350. La mayor actividad y volumen de negocios se dio entonces alrededor de las grandes capitales: Mallorca, Zaragoza, Valencia y Barcelona. Fue un momento único en la historia de catalanes y aragoneses, cuando la Corona se convirtió en una de las principales potencias del Mediterráneo. Manifestaciones de estabilidad en la prosperidad fueron la correspondencia entre expansión política y expansión económica, la cristalización de las instituciones, el equilibrio de la balanza comercial, la paz social relativa y la madurez cultural y artística (P. Vilar). 

El impulso fue tan grande que cuando cambió la coyuntura y se quebró el ritmo global de crecimiento, particularmente en el sector primario, el volumen de los negocios no decreció, aunque hubo que adoptar medidas proteccionistas. Roto el equilibrio interior en la prosperidad, se entró en una fase que, en perspectiva global, hay que calificar de crisis, pero que resulta contradictoria al considerar sus componentes por separado: mientras en el sector primario se producía una caída de la renta feudal, que ponía en marcha mecanismos de reacción (señorial) y revolución (campesina), y en el sector secundario, la contracción del mercado acentuaba la competencia y, con ella, la reacción corporativista (cierre de los gremios y proteccionismo), en el sector terciario, a pesar de signos alarmantes (quiebras bancarias e inestabilidad monetaria), siguió largo tiempo el ascenso de las cifras del gran comercio (M. Del Treppo), en el que los mercaderes de la Corona hacían un lucrativo papel de intermediarios. Contradictoria también la cronología y la geografía: mientras los grandes mercaderes catalanes alcanzaron probablemente el óptimo de sus negocios la primera mitad del siglo XV para quebrar después; los valencianos remontaron un siglo XIV difícil y llegaron a finales del siglo XV en fase ascendente, y los aragoneses, quizá porque no habían tenido una sólida estructura mercantil, la crearon durante los siglos XIV y XV en lucha contra la crisis. 

Ciudades y villas eran los centros principales del negocio mercantil. Merced a su amplia fachada mediterránea, y a las ventajas que ofrecía el transporte marítimo de mercancías, un gran número de ciudades y villas portuarias de la Corona desarrollaron una intensa actividad mercantil. Una lista, no exhaustiva, debería incluir Mallorca, Collioure, Roses, Cadaqués, Palamós, Sant Feliú de Guixols, Tossa, Sant Pol, Barcelona, Sitges, Tarragona, Cambrils, Portfangós, Peñíscola, Castellón, Burriana, Sagunto, Valencia, Cullera, Gandía y Denia. Y, claro está, a estos puntos de comercio marítimo deberían añadirse los puertos fluviales del Ebro, de Zaragoza a Tortosa. De ningún modo, por tanto, puede reducirse el comercio exterior de la Corona al de la ciudad de Barcelona. Sirvan como muestra los cálculos de C. Carrére para quien el valor total de las importaciones y exportaciones de la ciudad de Barcelona (o que pasaban por ella), hacia 1400, equivalía a la mitad del comercio exterior de Cataluña, lo que, ciertamente, no es poco.
 De hecho, Barcelona, desde el punto de vista demográfico y mercantil, era un ciudad de segundo orden en el Mediterráneo, por debajo de las grandes ciudades-estado italianas, donde había capitales y compañías más poderosas que las barcelonesas. Era el conjunto del comercio mediterráneo de la Corona el que podía competir con el de las grandes ciudades italianas e incluso superarlo. No obstante, hasta 1350-1400 Barcelona jugó el papel de principal motor mercantil de la Corona. Después perdió posiciones, hasta el punto que podría decirse que la segunda mitad del siglo XV Valencia la reemplazó como principal centro económico de la Corona. Con sus mercaderes, capitales e infraestructuras (lonjas de contratación, puertos, atarazanas), las ciudades eran la anilla central de una red comercial que tenía en las ferias y mercados de las villas sus células básicas. 

A ellos acudían los mercaderes, sobre todo para comprar alimentos, especias, productos tintóreos y materias primas (trigo, fruta seca, azafrán, lana), vender una parte de sus productos de importación (la elite campesina era buena consumidora) y contratar los servicios de la manufactura rural a la que proveían de materia prima. El comercio interior tenía, como es lógico, la dificultad del transporte, que imponía severos límites al volumen de mercancías y a la velocidad de desplazamiento. Por tierra, en caravanas, con carros de cuatro ruedas, arrastrados por mulas, las mercancías debían viajar un promedio de 50 km. por día. El transporte fluvial era mejor, más voluminoso y rápido. En la Corona, la gran ruta del Ebro enlazaba Aragón y Cataluña, cuyas economías se complementaban, y servía a los mercaderes catalano aragoneses como vía para introducir en la Península productos de importación mediterránea. Naturalmente, el sistema de transporte que más ventajas ofrecía, tanto por el volumen de mercancías como por la rapidez y las distancias que se podían cubrir, era el marítimo. 
La construcción naval, en las atarazanas o astilleros de las grandes ciudades mediterráneas de la Corona (Mallorca, Barcelona y Valencia), y de algunas villas portuarias (Mataró, Arenys de Mar, Blanes, Sant Feliú de Guixols, Calella, Palamós), era, por tanto, esencial. Las atarazanas de Cataluña trabajaron, sobre todo, con madera del Montnegre, el Montseny y el Pirineo central catalanoaragonés, y las de Valencia con madera aragonesa de la zona de Teruel y de los propios bosques valencianos. Las embarcaciones con las que los marinos y mercaderes de la Corona surcaban el Mediterráneo pertenecían a dos tradiciones náuticas: la latina, de embarcaciones ligeras, a remos (larga eslora, líneas planas, timón lateral, gran vela triangular), y la atlántica, de embarcaciones redondas (casco grande, eslora corta, timón único a estribor, vela cuadrada).

 A la tradición latina pertenecían la galera y el lleny. La galera, con una capacidad de carga de unas 40 toneladas, fue utilizada en el combate naval por su rapidez, y se mantuvo como barco mercante en las líneas de larga navegación. El lleny, con un porte no superior a las 10 toneladas, era utilizado en la navegación de cabotaje y en las rutas que enlazaban Mallorca con los puertos de Valencia y Cataluña. Las embarcaciones de tipología atlántica, que con mayor frecuencia navegaban por el Mediterráneo, compitiendo con las galeras, eran la nao y la coca, que a veces pertenecían a armadores cántabros, transportistas rivales de los catalanes en el propio ámbito mediterráneo. Mientras las galeras eran idóneas para el transporte de las ricas y poco voluminosas especias de los mercados de Oriente, los veleros de tradición atlántica servían mejor para el transporte de mercancías voluminosas y más baratas (cereales, madera, ganado, lana, vino) en el Mediterráneo occidental.

 El porte de las naos, con mayor capacidad de carga que las cocas, se situaba entre las 200 y las 400 toneladas, en el siglo XV. Complemento necesario de la construcción naval fue el perfeccionamiento de las técnicas de navegación, al que contribuyeron los portulanos ejecutados por la escuela cartográfica mallorquina.



Los grupos populares urbanos

La "má menor" o pueblo menudo, de que hablaba anteriormente Eiximenis, constituía la inmensa mayoría de la población urbana. En los estratos superiores de este conjunto social se encontraba la gente de los oficios, es decir, los maestros artesanos y sus oficiales; en los estratos intermedios, los obreros no especializados (los braceros, por ejemplo), y, en los estratos inferiores, los grupos marginales: esclavos, mendigos, vagabundos y pobres en general. En épocas de la prosperidad, la sociedad urbana, aleccionada por los frailes, consideraba al pobre casi un bien de Dios, imagen viviente de Cristo, el pobre por naturaleza. Los pobres eran objeto de la piedad popular, y recibían directamente o por mediación de la Iglesia las limosnas de los ricos, a cuya salvación de este modo contribuían.
 No obstante, cuando la crisis del siglo XIV estalló con toda crudeza y las epidemias se propagaron, el clima social se enrareció, los mendigos empezaron a ser sospechosos de contagiar enfermedades y empezó un largo proceso de casi criminalización de pobres y marginados. Al mismo tiempo, estos grupos marginales se sumaron a obreros sin trabajo o con trabajo ocasional y a obreros descontentos por las condiciones laborales y de mercado para protagonizar revueltas populares contra los ricos, que a veces derivaron hacia la persecución de minorías étnicas o religiosas como los judíos, en 1391.
 La gente de los oficios, sobre todo los maestros artesanos, dueños de sus talleres, eran conocidos por su especialidad. Se trataba de pequeños productores que vendían directamente los productos de su industria al consumidor, en el marco de la tienda-taller que poseían. La economía de las ciudades reposaba sobre el trabajo de este sector social, además de los negocios de los mercaderes. Los talleres eran auténticas empresas familiares: se encontraban en la planta baja de las viviendas de los propios artesanos y en ellos trabajaba toda su familia, además de algún oficial y aprendiz.

 Por propio interés y por voluntad de la oligarquía urbana dirigente, los artesanos se organizaron pronto en corporaciones (gremios y cofradías), que eran a la vez una forma de solidaridad lateral entre maestros del oficio y una especie de policía de las autoridades para el control del mundo del trabajo. El gremio, que agrupaba a maestros y artesanos, bajo la dirección de los primeros, servía para la ayuda mutua de sus afiliados, el desarrollo de una ética del oficio, la reglamentación de la producción, el proteccionismo, el rechazo de la competencia y la contención de los conflictos laborales. Desde el punto de vista de los gobiernos municipales, controlados por la oligarquía mercantil, que aprobaban las ordenanzas gremiales y supervisaban su cumplimiento, los gremios tenían que servir para fijar a cada artesano en su oficio y evitar que los hombres de la producción desbordaran el marco de su actividad y entraran en competencia con el mundo de los negocios. De hecho, las ciudades bajomedievales registraron dos tipos de conflictos: de la gente de los oficios en general contra la oligarquía gobernante y de los oficiales contra los maestros. En este último caso se trataba de conflictos sobre las condiciones de trabajo (horarios, salarios, producción). Más complejas eran las diferencias entre artesanos y oligarquía.

 En este caso había reivindicaciones políticas (exigencias de democratización de los gobiernos municipales), descontento por la distribución desigual de las cargas tributarias, quejas sobre el aprovisionamiento de las ciudades y voluntad de los artesanos de controlar en su provecho el mercado local contra la competencia de los productos foráneos introducidos por los mercaderes. 

Las razones de esta conflictividad son evidentes: baste recordar que el poder ejecutivo en la ciudad de Valencia estaba en manos de seis jurados que eran miembros de la oligarquía (2 caballeros y 4 ciudadanos) y que en el Consejo General de Valencia, asamblea consultiva del gobierno municipal, había 48 ciudadanos, 46 artesanos y 6 caballeros, es decir, que la gente de los oficios estaba en minoría, a pesar de ser el grupo social mayoritario de la ciudad. Y lo mismo sucedía en Mallorca, donde también había seis jurados, mayoritariamente miembros de la oligarquía (1 caballero, 2 ciudadanos, 2 mercaderes y 1 artesano), y un Gran y General Consejo, órgano representativo de la ciudad y la isla, formado por 25 caballeros, 25 ciudadanos, 25 mercaderes, 25 artesanos y 38 campesinos.

 La desproporción entre el número de artesanos y su representación política era grande pero un intelectual, como el franciscano Eiximenis, encontraba razones para justificarlo: sus obras artesanales son necesarias para el mantenimiento de su vida y de la cosa pública, no conviene, por tanto, que abandonen el trabajo; es mejor que deleguen la dirección de la comunidad en una minoría (los ciudadanos), que disponga de riqueza suficiente para liberarse del trabajo y ocuparse del gobierno, así, de paso, "si la comunidad se equivoca por mal consejo, es mejor que la culpa la tengan unos pocos y que toda la comunidad no sea por ello difamada". 

No parece que los artesanos acataran tales consejos, sino que presionaron y gracias a ello, en Barcelona, en 1453, consiguieron entrar en la conselleria (3 ciudadanos-mercaderes, 1 artista y 1 artesano) y aumentar su representación en el Consejo de Ciento: 32 ciudadanos, 32 mercaderes, 32 artistas y 32 artesanos.





LA CORONA DE ARAGÓN
600 AÑOS DE HISTORIA: SIGLOS XII a XVIII
Del 4 al 20 de junio de 2017
Coordinadores: José Ángel Sesma Muñoz y Xavier Gil Pujol

La Corona de Aragón es la formación política nacida de la unión en 1137 entre el reino de Aragón y el condado de Barcelona, establecida mediante el matrimonio de Petronila, hija y heredera de Ramiro II, rey de Aragón, y de Ramón Berenguer, conde de Barcelona. Es, por tanto, una alianza entre dos familias, sellada con un contrato matrimonial, que unía las fuerzas y los dominios de ambas con objeto de solventar las cuestiones internas respectivas y las comunes derivadas de disputarse un mismo espacio de expansión. No constituye una solución inédita, ya que en otros ámbitos se encuentran casos similares, como la Unión de Kalmar entre Dinamarca, Suecia y Noruega, de 1397 a 1523, ni conviene atribuirle mayor calado político inicial que la necesidad de dar respuesta rápida a situaciones concretas. Con todo, fue una solución coherente y oportuna, cuya eficacia el tiempo se encargaría de demostrar.

En efecto, la unión dinástica de 1137 recorrió un largo itinerario histórico de casi seis siglos, durante los cuales no sólo se consolidó sino que, además, la monarquía así surgida conquistó nuevos territorios, primero el reino de Mallorca y el de Valencia y, seguidamente, mediante una notable expansión mediterránea, tanto territorial como comercial, incorporó al dominio real Sicilia, Cerdeña y, finalmente, Nápoles. Y concluyendo los siglos medievales, el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en 1469 condujo, mediante una segunda unión dinástica, a la creación de la Monarquía Española.

Tanto la Corona de Aragón como ahora la Monarquía Española eran monarquías compuestas, integradas por distintos reinos, cuyo rey respectivo era, a la vez, el común de todos ellos. Tales reinos habían sido incorporados bien mediante uniones y sucesiones dinásticas, bien mediante conquistas, y conservaban, en mayor o menor grado, sus trazos institucionales particulares. La situación no se vio modificada por la sucesión de los Reyes Católicos en Carlos I de Austria en 1516 ni por la subsiguiente expansión imperial. Así pues, unión y diversidad eran sus rasgos característicos, igual que sucedía en otros casos, como la unión británica entre Inglaterra y Escocia en 1603.

La arquitectura institucional de la Corona de Aragón no conoció cambios substantivos durante los siglos XVI y XVII, si bien los ritmos políticos en la misma se vieron cada vez más influidos por la dinámica general española: monarquía de alcance global, asentamiento de la corte real en Castilla y guerras exteriores continuas. Con sus factores de cohesión y de tensión, el conjunto de la Monarquía y las clases dirigentes de sus distintos reinos mostraron suficiente capacidad de adaptación como para superar varias crisis mayores y lograr la continuidad de la misma.

El advenimiento de Felipe V de Borbón en 1700 no cambió la situación. Pero la subsiguiente Guerra de Sucesión española, que fue a la vez una conflagración internacional y un conflicto político interno, comportó la desaparición de la Corona de Aragón por la abolición de sus instituciones públicas entre 1707 y 1716. Con todo, pervivieron el derecho civil, aunque no en Valencia, así como otros rasgos institucionales. La tendencia europea se orientaba hacia la unidad entendida crecientemente como homogeneidad.



Las protestas de la Rosenstrasse: acción colectiva de mujeres frente al régimen nazi

The Rosenstrasse Protests: Women´s Collective Action Against the Nazi Regime





La ventana vol.6 no.54 Guadalajara jul./dic. 2021  Epub 15-Jul-2021
 
AVANCES DE TRABAJO


Ela Mertnoff.  

RESUMEN

En febrero de 1943, el régimen nazi arrestó a 2,000 hombres judíos quienes fueron llevados al centro administrativo ubicado en la Rosenstrasse de Berlín. Las parejas de los judíos encarcelados se reunieron frente al edificio a demandar por el retorno de sus seres queridos. Rápidamente estalló una protesta de 600 mujeres que duró una semana. Si bien esta coyuntura fue relevante en su contexto, desde el punto de vista de la historia de los movimientos sociales ha permanecido como un evento poco explorado. Esta protesta merece un lugar a destacar en el recorrido de lucha de la historia de las mujeres.
En el presente artículo abordaremos críticamente los debates respecto al movimiento social de las mujeres que protagonizaron las protestas de la Rosenstrasse que ocurrieron entre febrero y marzo de 1943 en Berlín durante el gobierno nazi. El interés radica en discutir la naturaleza de esta demanda social liderada por mujeres; analizar este reclamo de justicia tomando en cuenta el período desfavorable para el movimiento feminista alemán y los derechos de las mujeres; identificar su posición respecto a la perspectiva de género; y evaluar el impacto del movimiento social. La tesis de este artículo es que las protestas de la Rosenstrasse significaron un acto extraordinario de resistencia exitosa que demuestran el conocimiento del terror nazi por parte de los testigos alemanes. Estas protestas, a pesar de no ser antisistema, fueron una acción colectiva espontánea y lograron incidir tanto en la opinión pública como en el gobierno nazi en un contexto de fragilidad estatal. Si bien las mujeres se movilizaron interpelando al Estado desde su lugar de esposas, no desde una perspectiva feminista sino desde la moralidad de los valores tradicionales del hogar y la familia, no podemos dejar de resaltar la importancia que esta protesta tuvo en la construcción de la memoria de los movimientos sociales.

INTRODUCCIÓN

El sábado 27 de febrero de 1943, durante la llamada Fabrikaktion (Acción de Fábrica) organizada por la Gestapo de Berlín, fueron arrestados los últimos judíos restantes de la ciudad en el intento del régimen de finalizar con las excepciones de los individuos casados con los “alemanes arios”. Alrededor de 2,000 hombres fueron llevados al centro administrativo judío ubicado en la Rosenstrasse (Calle Rosa) 2-4, y fueron retenidos hasta aguardar su probable deportación a Auschwitz. Las parejas de los judíos encarcelados, en su gran mayoría mujeres, se reunieron en la calle frente al edificio a demandar por el retorno de sus seres queridos. Rápidamente estalló una protesta, que duró una semana, de 600 mujeres que gritaban en la puerta:
 “¡Devuelvan a nuestros esposos!”
Las protestas de la Rosenstrasse ciertamente despertaron una gran disputa entre los historiadores ya que remiten a varios aspectos controvertidos en la historiografía del Holocausto, pero también ha quedado como un evento poco explorado dentro de la historiografía de los movimientos sociales y la historia del feminismo. Esta manifestación no violenta fue protagonizada por un grupo de personas particularmente enigmáticas: no sólo eran testigos del Tercer Reich, sino también mujeres “arias” -de acuerdo a la terminología nazi-, casadas con judíos.
En el presente artículo abordaremos críticamente los debates que se desprenden de las protestas de la Rosenstrasse que ocurrieron entre febrero y marzo de 1943 en Berlín durante el gobierno nazi. El interés que guiará nuestro trabajo es comprender la naturaleza de esta demanda social liderada por mujeres. En la primera sección, a modo de contexto, analizaremos quiénes eran los testigos alemanes y el debate acerca de su grado de conocimiento del genocidio, así como también la actitud del nazismo frente a la anomalía que representaban los sujetos “mixtos”. En una segunda instancia, estudiaremos el estado del feminismo alemán del período y el vínculo entre la población femenina y el nazismo para determinar desde qué posición ideológica se manifestaron estas mujeres respecto a la perspectiva de género. Nos interesa analizar este caso interseccionalmente tomando en cuenta el rol de las mujeres en el contexto de este proyecto de reproducción nacional. Por último, indagaremos en el debate historiográfico sobre el éxito de las protestas para evaluar el impacto del movimiento social femenino.
La tesis de este artículo es que las protestas de la Rosenstrasse significaron un acto extraordinario de resistencia femenina exitosa que demuestran el conocimiento del terror nazi por parte de los testigos alemanes. Estas protestas, a pesar de no ser antisistema, fueron una acción colectiva espontánea y lograron incidir tanto en la opinión pública como en el gobierno nazi en un contexto de fragilidad estatal. Si bien las mujeres se movilizaron interpelando al Estado desde su lugar de esposas, no desde una perspectiva feminista sino desde la moralidad de los valores tradicionales del hogar y la familia, no podemos dejar de resaltar la importancia que esta protesta tuvo en la construcción de la memoria de los movimientos sociales. Estos son los postulados que nos proponemos comprobar en nuestra investigación.

Contexto histórico de las protestas

Es importante aclarar que utilizaremos para nuestro análisis el tríptico que presenta Raul Hilberg (2005) del Holocausto dedicado a sus actores: perpetradores, víctimas y testigos. Sin embargo, destacamos que según Enzo Traverso (2012) este modelo reconstruye tres historias paralelas y separadas, -y que si bien la distinción continúa siendo válida en el plano analítico- estos tres actores participaban de la misma historia, por más que sus destinos hayan sido radicalmente distintos.
La categoría de nuestro interés para estudiar las protestas de la Rosenstrasse es la de “testigo” (o “espectador”) pero la terminología consensuada en la historiografía del Holocausto es la de bystander. Según Hilberg (2005), los bystanders fueron los contemporáneos a los hechos, que abarcaría a los colaboradores de los perpetradores, como también a aquellos quienes ayudaron a las víctimas. Esta definición ha demostrado ser problemática por lo uniforme para describir las acciones de las naciones o sus ciudadanos ante el genocidio. Las múltiples respuestas no pueden ser reducidas a la dicotomía de rescate en oposición a indiferencia, ya que los estudios comprueban que la ambivalencia fue más preponderante (Cesarani y Levine, 2013).
Dado que las protestas de la Rosenstrasse fueron protagonizadas por testigos alemanes que lucharon por la liberación de judíos, debemos adentrarnos en la opinión pública y el grado de conocimiento de la población alemana por esa época. No hace demasiado tiempo la naturaleza de la opinión pública durante el nazismo era esencialmente calificada como la de una sociedad de masas manipulada por una combinación de propaganda y coerción (Kershaw, 2008). En la posguerra predominaron imágenes distorsionadas del pueblo alemán: por un lado, la de una población completamente convencida de las ideas nazis y por el otro, la de un pueblo de víctimas desamparadas e incapaces de expresar su discrepancia con el régimen. Estas generalizaciones han sido descalificadas dado que el comportamiento de los “hombres corrientes” estuvo lejos de ser homogéneo.
Los historiadores que han estudiado la opinión pública de la época han llegado a distintas conclusiones respecto al grado en el que el pueblo alemán se mostró de acuerdo con las leyes antijudías. Por ejemplo, David Bankier sostiene la existencia de una complicidad entre el pueblo y el régimen, mientras que Otto Kulka sugiere que la mayoría de los alemanes estuvo de acuerdo con las leyes, con la idea de finalizar con las injusticias y la violencia (Gellately, 2005). En general, la población consintió los ataques contra los judíos en la medida en que no perjudicaran a los no judíos ni a los intereses del país.
Como afirma Ian Kershaw (2008) con respecto a la opinión pública en Alemania entre 1941 y 1943, cuando el proceso genocida había llegado a su punto cúlmine, puede sin duda establecerse que circulaban rumores sobre el destino de los judíos. También en esto coincide Eric Johnson (2003): “las fuentes de información sobre el asesinato en masa eran tan numerosas, tan detalladas y creíbles, que era muy difícil que millones de alemanes no conociesen los hechos” (p. 481). Había diferentes grados de conocimiento del tema y el silencio ante los crímenes predominó en la sociedad alemana, debido a una falta de preocupación moral por las víctimas y a una tendencia a la subordinación autoritaria, “una tradición que los nazis cultivaron pero no originaron” (p. 502). Mientras que Johnson acentúa el silencio alemán, Kershaw refuerza la idea de que la reacción general de la población fue la de pasividad frente a los hechos. La pasividad, señala Kershaw (2008), refleja la falta de interés por la “cuestión judía”; jugando un papel menor en la formación de la opinión pública.
El ascenso de la neutralidad como patrón de reacción predominante no se debió a la ignorancia, sino que fue resultado de una estrategia que a la gran mayoría le resultaba más fácil de seguir y justificar, una vía segura. En este sentido, Hilberg (2005) señala que la Rosenstrasse fue una circunstancia excepcional, que demuestra que en general los maridos y las esposas no judías se mantuvieron como cónyuges fieles en los matrimonios mixtos. Sin embargo, otros autores destacan que la tasa de matrimonios mixtos durante la Alemania nazi disminuyó de un 45% a un 15% (Thalhammer et al, 2007).

Esto nos lleva a la segunda cuestión, la cual refiere a “los matrimonios mixtos”; según la terminología nazi los constituían una pareja entre un “judío” y un “alemán ario”. Dada la convicción de Hitler de que cualquier nación que permite “la mezcla de sangre” estaba condenada a sucumbir, era cuestión de tiempo que se criminalizaran las relaciones sexuales o matrimoniales mixtas (Gellately, 2005). Esto fue dispuesto en las Leyes de Núremberg el 15 de septiembre de 1935, en la Ley para la protección de la sangre alemana y del honor alemán que establecía:
 “Quedan prohibidos los casamientos entre judíos y súbditos del Estado de sangre alemana o de sangre parentesca. Serán considerados inválidos los casamientos contraídos en el extranjero para eludir la ley” (Arad, Gutman y Margaliot, 1996, p. 86). 
En consecuencia, cuando se promulgó esta ley, el gobierno fomentó y facilitó los divorcios para los matrimonios mixtos. Esta legislación -fundamental en la construcción de una frontera entre un “nosotros” y “ellos”- se extendería generacionalmente, ya que las mujeres en tanto “productoras” biológicas de personas, también dan a luz a los colectivos nacionales (Yuval-Davis, 2004). A su vez, lo vinculamos con el planteamiento que hace Eilish Rooney (2008), quien enfatiza cómo el concepto de género también puede ilustrar las desigualdades interseccionales de raza y clase social.

El problema de definir a los judíos no fue una tarea sencilla. Las leyes raciales elaboradas exhibían su carácter secular y reivindicaban un estatus científico, pretendían calcular la cantidad de sangre aria y judía presente en cada individuo, y definían así diferentes categorías de “mestizos” o “híbridos” denominados Mischlinge (Traverso, 2012). En un primer momento los Mischlinge no estuvieron sometidos al proceso de destrucción. Sin embargo, los de primer grado en particular iban a sufrir una serie de discriminaciones cada vez más gravosas, tales como los despidos de las administraciones públicas, la exigencia de consentimiento especial para casarse con alemanes, la inadmisibilidad en instituciones educativas y al trabajo forzoso para construir fortificaciones (Hilberg, 2005).
Tras la declarada Solución Final, los nazis más radicales como Joseph Goebbels consideraban que era una humillación pública que los judíos continuaran habitando en Alemania, por lo que en mayo de 1942 instó a que los judíos que quedaban fueran deportados. La Gestapo presionó fuertemente a los matrimonios mixtos, aunque para fines de ese año seguía habiendo 16,760 parejas de ese tipo en Alemania (Thalhammer et al, 2007). A comienzos de 1943, la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA) ordenó a la Gestapo que utilizara las medidas para incriminar de cualquier modo a los judíos que formaban parte de un matrimonio mixto, para detenerlos y deportarlos inmediatamente (Gellately y Stoltzfus, 2018).
El 20 de febrero de 1943 la RSHA publicó las directrices del programa de deportaciones, aunque todavía quedaban exentos los judíos de los matrimonios mixtos (Stoltzfus, 2005). Una semana más tarde tuvo lugar la Fabrikaktion, organizada por la Gestapo y la SS, en un intento de hacer a Berlín Judenfrei (libre de judíos). Fueron arrestados en las fábricas de material bélico y en los sitios de trabajo forzado aproximadamente 10,000 judíos, quienes fueron llevados a varios puntos. A los pocos días, unos 8,000 de ellos fueron deportados a Auschwitz. Los 2,000 judíos que no fueron de inmediato enviados al Este, eran hombres que conformaban matrimonios mixtos, la Gestapo los transfirió al centro administrativo judío, un edificio ubicado en la Rosenstrasse en el corazón de Berlín (Stoltzfus, 1992). Podemos identificar este evento como el detonante del estallido de las protestas.

La relación entre las mujeres y el nazismo.

Los esfuerzos de resistencia por parte de la población femenina en la Alemania nazi han recibido poca atención por parte de los académicos. En efecto, la mayoría de las mujeres resistentes permanecen en el anonimato, invisibles en la historia (Koonz, 2013). Incluso, dentro de los estudios de la memoria, las investigaciones que explícitamente abordaron cuestiones de género, tendieron a ser vistas como menos relevantes que otros trabajos sobre la memoria que enfatizaron sobre la identidad nacional o la memoria traumática (Reading, 2014). Es por eso que vale la pena explorar el componente femenino de las protestas de la Rosenstrasse en pos de enmarcar esta coyuntura como parte de la historia de la lucha femenina. Es clave comprender la situación del movimiento feminista en la Alemania de ese período, como también la perspectiva de las mujeres frente al régimen nazi y viceversa, para analizar desde qué posturas se movilizaron las esposas de los matrimonios mixtos detenidos en la Rosenstrasse.
El historiador Richard Evans (1976b) estudió el movimiento feminista alemán y sostiene que su radicalización data de 1894 con la fundación de la Bund Deutscher Frauenvereine (BDF), la principal asociación de mujeres alemanas. Ésta era parte de un movimiento más general dentro del liberalismo alemán con una preocupación mayor por solucionar las tensiones que trajo el advenimiento de la industrialización. El giro al conservadurismo se dio en 1908; Evans argumenta que fue por los cambios en la naturaleza del liberalismo alemán, producto de la debilidad de la República de Weimar. Con la emergencia del nazismo, la BDF perdió a muchos de sus miembros y a la vez abiertamente repudió al partido. Los nazis disolvieron las asociaciones independientes, incluyendo a las femeninas. Sin embargo, la BDF se disolvió por sí misma, aunque no como un acto de desafío ideológico. Al contrario, en su argumentación insistían en su carácter social y nacionalista, en la tradición patriótica y en su preocupación por el bienestar de la “mujer como madre”.
Tradicionalmente se sostiene que fue el voto femenino el que llevó al triunfo de Hitler, lo cual según Evans es completamente falso. A pesar de que los contemporáneos de los años treinta intentaron explicar el apoyo femenino a Hitler como una decisión racional mezclada con un entusiasmo emocional, recientemente esta explicación ha sido más sistematizada (Evans, 1976a). Una postura señala que se deben observar las condiciones materiales de las mujeres durante la República de Weimar, un período al que se suele pensar de forma exagerada como de emancipación femenina, dada su inserción en el mundo laboral. Las mujeres jóvenes se opusieron al gobierno de Weimar debido a su fracaso en proveer seguridad económica, y por eso aceptaron la promesa nazi de estabilidad en el hogar (Evans, 1976a). Sin embargo, esto afectó sólo a una minoría de mujeres que habían sido perjudicadas por la Depresión de corto plazo más que la modernización de largo plazo que conllevó la República de Weimar (Evans, 1976a).
La tendencia general apunta a que la contribución femenina al éxito electoral de Hitler fue limitada e indica que el nazismo no ejercía una atracción particular en las mujeres. Aquellas profesionales de clase media que habían apoyado al movimiento feminista toleraron al Tercer Reich porque coincidía con sus propios intereses. Fueron los cambios económicos y sociales, y no el contenido dogmático, lo que determinó la posición de las mujeres y selló el destino del feminismo alemán (Evans, 1976a). La extirpación del feminismo de la política encontró su última expresión en la separación física de las líderes feministas del país.

La política de los nazis hacia las mujeres fue compleja y contradictoria; el lugar común es pensar que era simplemente antifeminista. Generalmente se califica a la visión de los nazis acerca de las mujeres como puramente reaccionaria, como un llamado a las mujeres a regresar a la servidumbre de las tareas domésticas. En la práctica, sin embargo, representaba una síntesis de visiones progresistas y reaccionarias, característica de la ideología fascista (Evans, 1976a). Los nazis contemplaban al feminismo como parte de una conspiración judía para socavar a la raza aria. No obstante, los nazis no demandaron la exclusión total de las mujeres del ámbito laboral, aunque sí del espacio político. La principal preocupación por las mujeres era en relación a su rol de portadoras de la futura raza dominante (Mason, 1976). En este sentido, como sostiene Nira Yuval-Davis (2004), entender el papel protagónico de las mujeres en la reproducción de las naciones tanto biológica, como cultural y simbólicamente en este contexto es sumamente significativo.
Otro lugar común generalmente aceptado es que los nazis deseaban simplemente que las mujeres regresaran a sus roles tradicionales como madres y amas de casa. En la práctica sus políticas eran consideradas más radicales. Esto fue reflejado en las “medidas eugenésicas” que incluían medallas, reducción de impuestos y otros privilegios a las madres fértiles (Mason, 1976). A su vez, se avalaba el aborto en los casos de “inaptitud” racial, como también el divorcio era dado fácilmente a las infértiles. Estas medidas eran aún más drásticas que las que planteaba la BDF y otros partidos políticos, y vistas por muchos como una afrenta moral a la integridad de la familia (Evans, 1976a). Sin embargo, no debemos descontextualizar la mirada sobre medidas como el aborto o el divorcio. Tales acciones en este contexto histórico no tienen un significado progresista, sino por el contrario, se trata de otro mecanismo de control de reproducción de los cuerpos y las mujeres, ligado a medidas de carácter eugenésico (Yuval-Davis, 2004).
La hostilidad nazi a la “familia burguesa” se basaba en la creencia de que ésta promovía los valores “privados”. Una característica de la tendencia totalitaria nazi fue la de borrar los límites entre la vida pública y privada, y de politizar cada aspecto de la existencia individual (Mason, 1976). Por eso, la familia era para los nazis una institución tan pública como el Estado. Por ejemplo, la ciudad de Berlín simbolizaba todo lo que el conservadurismo temía del desarrollo de la vida pública bajo la República de Weimar. La ciudad cosmopolita albergaba en esa época a las mujeres jóvenes insertadas en el ámbito laboral, y contaba con la tasa de natalidad más baja y la tasa más alta de divorcios de la región (Mason, 1976).
Las mujeres no fueron completamente eliminadas de la vida pública bajo el régimen nazi, sino que su rol fue reducido a lo que el partido consideraba que eran asuntos femeninos. Es probable que las organizaciones femeninas nazis estuviesen compuestas por mujeres de clase alta, y no del proletariado o del campesinado. La tendencia indica que hubo un nivel menor de participación femenina en los grupos de resistencia, lo cual se vincula con el grado de aceptación pasiva del régimen por parte de las mujeres en Alemania (Mason, 1976).

Sin embargo, otras investigaciones demuestran que existió la resistencia femenina y que sus esfuerzos fueron significativos (Wales, 2013). A través de protestas o movimientos clandestinos, muchas mujeres socavaron la autoridad nazi y fueron más allá de las expectativas de género para resistir en la esfera pública y privada (Kwiet, 1979). Esta omisión historiográfica refuerza la creencia ampliamente sostenida de que las mujeres fueron bystanders pasivos en el Tercer Reich de carácter patriarcal (Stibbe, 1993). A pesar de tener distintas motivaciones, muchas mujeres desarrollaron métodos de oposición basados en la feminidad: explotando sus roles como amas de casa, se reapropiaron de las normas de género para resignificarlas en pos de proteger sus acciones privadas disidentes (Stibbe, 1993). Estos estudios reivindican los casos de Sophie Scholl, las mujeres del Círculo de Kreisau y de la Orquesta Roja, así como también el de las esposas de las protestas de la Rosenstrasse (Wales, 2013).

El libro Resistance of the heart: Intermarriage and the Rosenstrasse protest in Nazi Germany (1996) de Nathan Stoltzfus recopila información sobre la Rosenstrasse a través de una amplia literatura testimonial. El autor argumenta que las parejas de los judíos arrestados usaron conexiones personales para informar sobre los eventos y rápidamente formaron una multitud. El estallido de la protesta es evidente en la siguiente fuente: un testimonio de 1955 en respuesta al pedido de la Oficina de Reparaciones de Berlín, realizado por Gertrud Cohen, una de las esposas que se manifestó. La fuente es valiosa ya que, como señala Anna Reading (2014), muchas de las historias de las mujeres sobrevivientes del Holocausto se mantuvieron marginadas dentro de la memoria pública. Sin embargo, se debe tomar en cuenta el problema de la distorsión de tiempo (dado que es una declaración datada doce años después de la protesta); como también el hecho de que el testimonio oral puede verse afectado por los sesgos subjetivos inherentes a las reconstrucciones personales del pasado.

El sábado 27 de febrero por la noche, mi esposo el Dr. Jur. Hans Cohen, judío que usaba la estrella amarilla, fue arrestado por la SS. Buscando el paradero de mi esposo, descubrí que a los judíos arrestados los retenían en el edificio de la comunidad judía en la Rosenstrasse, y fui allí, donde muchas esposas se habían reunido. A pesar de que la policía a cargo nos ordenó dispersarnos, desafiamos en coro juntas: “¡queremos que devuelvan a nuestros esposos!” (Stoltzfus y Maier-Katkin, 2015, p. 242)

Por una semana protestaron día y noche, lo que era extremadamente peligroso ya que arriesgaban a ser asesinadas o encarceladas. Los guardias de la SS ordenaron: 
“¡Despejen las calles o dispararemos!”
 Una y otra vez la protesta se desintegraba por las amenazas de disparos, las mujeres se aglomeraban cada vez más, convocando a sus esposos, quienes las escuchaban y se esperanzaban. Se estima que se formó un grupo de 600 personas en la calle, e incluso que atrajo gente que no eran miembros de las familia (Stoltzfus, 1996). Como informó un testigo, “los llantos demandantes de las mujeres se elevaron sobre el ruido del tráfico” (Stoltzfus, 1992, p. 88). La protesta captó la atención de los estratos superiores nazis, evidenciado en el diario de Goebbels quien describió: “un gran número de personas se agruparon e incluso se pusieron del lado de los judíos” (Thalhammer et al, 2007, p. 120).

Para comprender desde qué posición ideológica se movilizaron las mujeres, podemos observar otro testimonio de una mujer que protestó. Al igual que la fuente anterior, es necesario remarcar que es alguien contemporáneo a los hechos, pero es una entrevista realizada por Stoltzfus en 1989, es decir, aún más lejana en el tiempo.

Aún así en el testimonio de Elsa Holzer es posible identificar una síntesis de las motivaciones de las mujeres que se manifestaron:

Estaba sola allí la primera vez que fui a la Rosenstrasse. No pensaba necesariamente que serviría de algo, pero tenía que ver qué estaba pasando. Actuamos desde el corazón, y mira lo que pasó. Si hubieras tenido que calcular si hacías bien en protestar, no hubieras ido. Pero queríamos mostrar que no estábamos dispuestas a dejar a nuestros maridos. Cuando mi esposo necesitó protección, lo protegí. Fui a la Rosenstrasse todos los días antes del trabajo. Y siempre había una avalancha de personas allí. No era organizado, o instigado. Simplemente todos estaban allí. Exactamente como yo. Eso es lo maravilloso de esto. (Stoltzfus, 1996, p. 343)

Es importante destacar que los estudios feministas son en sí mismos un trabajo de memoria que ha recuperado a muchas mujeres en tanto actores históricos, y su propia existencia atestigua las dinámicas generizadas de poder del recuerdo y del olvido (Reading, 2014). En este sentido, comprendemos que el legado social de los eventos traumáticos en las sociedades se encuentra generizado a través de sus diferentes formas de comunicación.
A su vez, al contar con estos dos testimonios podemos afirmar que los análisis generizados de memorias traumáticas parecen ser ámbitos especialmente delicados debido a las emociones y las pérdidas (Troncoso Pérez y Piper Shafir, 2015). La memoria hegemónica de las mujeres en tanto víctimas del Holocausto se construyó principalmente con base en dos marcos visuales: las mujeres como madres, vistas a través del lente tradicional de la maternidad y del sufrimiento materno y como víctimas de atrocidades cometidas, específicamente como objetos sexuales de subyugación y violación. En este sentido, éstos se enuncian en sus testimonios desde los “marcos de reconocimiento” que, según Judith Butler, son socialmente producidos (citada en Rooney, 2008). Por lo tanto, nos preguntamos hasta qué punto estas representaciones refuerzan estereotipos de género y documentan de forma parcial las realidades de las mujeres bajo el régimen nazi. Esto se debe a que
[...] al privilegiar el sufrimiento y el desamparo se borran las imágenes de resistencias y heroísmos de mujeres que bajo la opresión Nazi asumieron múltiples roles que incluyen comportamientos arriesgados y combatientes que parecen ser más bien ignorados en las construcciones hegemónicas de sus memorias. (Troncoso Pérez y Piper Shafir, 2015, p. 81)
Es posible observar en los testimonios de las mujeres de la Rosenstrasse que construyen su legitimidad para reclamar al Estado desde su lugar de esposas, y no se posicionan en tanto valientes heroínas. En las intersecciones entre género y nación, este es un contexto que supone el rol “naturalizado” de las mujeres como reproductoras biológicas de la misma (Yuval-Davis, 2004). En ese sentido, este movimiento social femenino apela, quizás estratégicamente, a su “deber-ser” al enunciarse desde su rol de esposas. En este acto de protesta, instituyen al parentesco como una instancia de moralidad superior que antecede al Estado nazi.
Consideramos necesario hacer hincapié en que el Holocausto constituye una prueba esencial para historizar el siglo XX. Así como fue reconocido como un acontecimiento “excepcional” por muchos autores, otros creen que es posible utilizarlo como “modelo” para estudiar otras violencias (Traverso, 2012). En este sentido, los estudios de la antropología política y de la historia argentina reciente sobre violencia estatal y la constitución política de las Madres de Plaza de Mayo resultan útiles como punto de comparación, ya que nos permite iluminar y comprender la posición de las esposas que resistieron en la Rosenstrasse.
En el contexto de la dictadura militar argentina, los vínculos de parentesco se han revelado como un valor central en la construcción de demandas públicas de justicia. Los familiares de las víctimas se habrían apropiado del modelo tradicional de familia para producir un discurso de oposición al poder (Zenobi, 2014). La transformación de lo familiar en político fue un producto de la invasión del espacio privado por el poder dictatorial a través de las prácticas represivas, situación que politizaba el ámbito de lo doméstico (Vecchioli, 2005). Así como en el caso de las Madres de Plaza de Mayo la eficacia de esta posición reside en la apelación a los lazos de sangre como principio de adhesión colectiva (Vecchioli, 2005), vemos que en nuestro caso, el lazo de parentesco al que se apela es el de la alianza.
La historia de la Rosenstrasse demuestra una resistencia unificada espontánea y remarca cómo individuos que no están formalmente organizados pueden colectivamente reclamar justicia (Thalhammer et al, 2007). Para muchas de estas mujeres, su resistencia pública no era una transformación a un nuevo tipo de comportamiento, sino más bien una continuación de una resistencia cotidiana. Ellas habían estado bajo una presión constante desde 1933; habían sufrido ostracismo social y adversidad económica por negarse a divorciarse. Es por eso que no sorprende que al momento de las detenciones fueran un paso más allá de este camino (Thalhammer et al, 2007).
El 6 de marzo de 1943 la Gestapo liberó a los judíos de la Rosenstrasse tras una semana de protestas. Es evidente que el carácter de la protesta no fue disruptivo ni contra el sistema, sino más bien una movilización para influir en la opinión pública (Thalhammer et al, 2007). Debido a las características particulares de la protesta, el pueblo alemán se solidarizó con el reclamo de las mujeres (Thalhammer et al, 2007). Podemos observar que en condiciones en que el movimiento feminista alemán estaba disuelto, las mujeres utilizaron como fuerza aglutinante la perspectiva del hogar, la familia y la relevancia de la institución del matrimonio. Cabe destacar que las manifestantes establecieron los propios límites de su activismo. Con la decisión de los nazis de liberar a sus esposos, las mujeres regresaron a sus hogares. Es decir, su contacto estrecho con otras mujeres se mantuvo como un episodio aislado y no llevó a una militancia o búsqueda de la liberación de otras víctimas. Las mujeres trabajaron juntas sólo por un tiempo limitado y no conformaron una comunidad perdurable en el tiempo (Thalhammer et al, 2007).

¿Una resistencia femenina exitosa?

Los motivos detrás de la liberación de los judíos en matrimonios mixtos y el nivel de impacto y éxito de las protestas de la Rosenstrasse generaron una Historikerstreit (disputa histórica), como apunta Stoltzfus (2005). Los historiadores han esgrimido diversas causas para explicar los resultados de las protestas analizando los actores y el contexto general del gobierno nazi.
En este sentido, varios académicos señalan que efectivamente las protestas tuvieron un impacto, si bien éste se dio dentro de una coyuntura de debilidad estatal. Hacia 1943 el gobierno necesitaba evitar la agitación social, y el hecho de que la protesta haya sido en un lugar público, en un contexto de esfuerzo bélico enorme, hizo difícil al nazismo responder de forma violenta y los forzó a dar marcha atrás (Gellately y Stoltzfus, 2018). A su vez, la protesta fue efectiva porque Goebbels temía la resistencia, ya que si se permitía que ésta continuara podría servir como ejemplo y así erradicar el apoyo popular al régimen. Las demandas de las mujeres manifestantes fueron concedidas por razones estratégicas de corto plazo, ya que se limitaban a un objetivo específico (Stoltzfus, 1992). En este sentido, Gellately también concuerda que el régimen no necesitaba más desastres publicitarios, particularmente después de la derrota de Stalingrado (Gellately, 2005). El autor resalta también que las esposas no podían saber cuáles eran los planes de la Gestapo, y eso lo refuerza el hecho de que el gobierno nunca había sido completamente claro con la política hacia los Mischlinge. También en esta línea se encuentra Evans (1996), quien sugiere que probablemente Hitler y Goebbels deseaban evitar alarmar a la población femenina alemana en un momento en que los líderes nazis habían hecho un llamamiento a la movilización para la “guerra total”.
Stoltzfus sostiene que, si más gente hubiese actuado de forma similar a la de las mujeres de la Rosenstrasse, las deportaciones y la exterminación hubiesen parado. Sin embargo, el historiador Wolf Gruner (2003) discute con esta tesis ya que la investigación de Stoltzfus se basa solamente en los testimonios de los sobrevivientes. Según Gruner, la tesis clásica es que, en el transcurso de la Fabrikaktion, la Gestapo planeó deportar a todos los judíos que formaban un matrimonio mixto, quienes hasta ese momento eran considerados “protegidos”. Se asume que su reclusión era en preparación para la deportación y se supone que la manifestación pública de las esposas logró impedirlo. El postulado de Gruner, por el contrario, es que la Gestapo nunca tuvo la intención de deportar a los judíos de matrimonios mixtos, sino que los detuvo para determinar su estatus racial y seleccionar individuos para que trabajaran en instituciones judías reemplazando a los Volljuden (judíos plenos) que ya habían sido deportados, es decir que el propósito de la Fabrikaktion fue simplemente remover a este grupo del trabajo industrial para usarlo exclusivamente en trabajo forzado.
Mientras que Stoltzfus asume que dentro del liderazgo nazi prevalecía la visión de que la protesta no podía acabarse por la fuerza sino con la liberación de los reclusos, Gruner (2005) se pregunta por qué el régimen toleró por tantos días una protesta de carácter pública. El autor responde que posiblemente la academia exageró el número de manifestantes y fue probablemente menos provocativa de lo pensado.
Por otra parte, Stoltzfus (2005) discute con Gruner (2003) sosteniendo que, si las mujeres no hubieran protestado, los judíos probablemente hubieran sido deportados a campos de trabajo forzado o de concentración. Los líderes nazis liberaron a los judíos por motivos tácticos, no por dudas de índole moral. Resulta difícil, según este autor, recrear la toma de decisiones por parte de la Gestapo, así que es insostenible afirmar que los manifestantes no tuvieron ningún tipo de impacto en el veredicto de la Gestapo. Una protesta como la de la Rosenstrasse sólo podía ocurrir en Berlín, donde proliferaban los matrimonios mixtos y podían generar ese nivel de protesta. Gruner no brinda demasiada relevancia a la preocupación de los nazis por la opinión pública. Es poco verosímil que el régimen no se preocupe por una disidencia abierta. Una explicación posible es que la liberación de los judíos fuese para evitar aún más multitudes en la calle, lo cual brindaría más atención al programa de exterminio que el régimen anhelaba ocultar.
Resulta más eficaz observar el desenlace de las protestas para analizar su éxito. Los 2,000 judíos casados con mujeres alemanas fueron liberados y permanecieron en Berlín con estatus oficial, incluyendo raciones de alimentos hasta el final de la guerra (Thalhammer et al, 2007). Las protestas causaron que el régimen utilizara la política de deportar sólo a aquellos judíos de matrimonios mixtos cuyas parejas habían fallecido o acordado el divorcio. De acuerdo a Stoltzfus, la gran mayoría de los judíos alemanes que sobrevivieron el Holocausto, y no fueron deportados a los campos o se escondieron de forma clandestina, eran de matrimonios mixtos. Por lo tanto, aún si aceptamos que las mujeres arias que protestaron en la Rosenstrasse no fueron la causa principal para la liberación de los judíos, podemos al menos conceder que fueron los agentes para su supervivencia.

CONCLUSIÓN

Al reflexionar sobre las protestas de la Rosenstrasse, Walter Laqueur señala: “lo ocurrido en esa pequeña y ordinaria calle de Berlín fue una manifestación extraordinaria de coraje en una época en que tal coraje solía estar tristemente ausente” (Stoltzfus, 1996, p. 11). A pesar de que su oposición al régimen fue motivada por razones personales, el comportamiento de las mujeres de la Rosenstrasse en apoyar públicamente a los judíos fue significativo.
Como hemos expuesto en este artículo, las protagonistas de las protestas fueron mujeres no judías que se manifestaron por la liberación de sus parejas. Como pudimos ilustrar, al momento de las protestas había diversos grados de conocimiento sobre el genocidio de los judíos, pero existe un amplio consenso en que una gran parte del pueblo alemán estaba al tanto de las deportaciones y el exterminio. Debido a esto, las mujeres de los matrimonios mixtos en Berlín fueron a protestar ya que probablemente se podían imaginar el posible destino de sus maridos judíos, lo cual indica la difusión de lo que el régimen deseaba ocultar. A su vez, esto contradice la noción de que los bystanders alemanes fueron sujetos pasivos ante el Tercer Reich, y más específicamente, también rechaza la idea de que las mujeres fueron indiferentes al nazismo.
En este sentido, es interesante notar que las mujeres que protestaron no sólo tenían un vínculo de alianza con las víctimas judías, sino que debido a esto habían sufrido discriminaciones a lo largo de diez años por conformar un matrimonio mixto de acuerdo con la legislación nazi. Es por eso que desde un plano más amplio, se puede identificar en las protestas de la Rosenstrasse un punto de inflexión en la resistencia cotidiana que realizaban las mujeres.
Por otra parte, también hemos analizado que para ese período el feminismo alemán no se encontraba amparado en ninguna organización formal e incluso su ideología a la hora de la emergencia del nazismo carecía de carácter radical. Comprendemos que las mujeres que se movilizaron no lo hicieron desde una perspectiva feminista o de género, sino que se reapropiaron de los valores tradicionales para enfrentar al régimen en una situación en donde sus propias familias no se alineaban con la norma. La lucha se la puede catalogar como coyuntural, al ser espontánea y no conformar un lazo de militancia colectiva posterior.
En síntesis, si bien los motivos detrás de la liberación de los hombres de la Rosenstrasse continúan siendo un debate para la historiografía, es claro que la protesta tuvo un impacto, dado que la mayoría de los judíos alemanes que sobrevivieron la guerra eran de matrimonios mixtos. Específicamente, hacia 1933 habían 525,000 judíos viviendo en Alemania, y alrededor de 35,000 estaban casados con personas no judías. Al finalizar la guerra, aproximadamente el 65% de los 15,000 judíos alemanes que sobrevivieron el Holocausto, conformaban matrimonios mixtos, afirmando que estas uniones fueron instancias que fomentaron las chances de supervivencia.
Al mismo tiempo, es posible establecer que, en un momento de debilidad del régimen nazi, las protestas pudieron influir en la opinión pública debido a que las demandas por parte de las mujeres se basaban en los vínculos de parentesco, y la familia era una institución que contaba con una legitimidad que pudo interceder en este caso frente al Estado.



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Matrimonios mixtos en la Alemania nazi.

23 DE FEBRERO DE 2017

En febrero de 1945, los nazis casi habían perdido la guerra y estaban perdiendo rápidamente el control y su capacidad de deportar a la gente a los campos. Sin embargo, todavía había judíos en las ciudades alemanas, sobre todo en Berlín. La mayoría de ellos (unos 4.000 en Berlín) estaban casados ​​con esposas “arias”. Fue este “matrimonio mixto” lo que los mantuvo con vida durante tanto tiempo, pero ahora los nazis querían acabar con ellos también, el último grupo de judíos que aún vivía legalmente en Alemania, antes de que fuera demasiado tarde.

Uno se preguntará por qué en 1945, después de que los nazis llevaran 12 años en el poder, todavía se celebraban matrimonios mixtos entre judíos y alemanes. Aunque los nazis ilegalizaron estos matrimonios en 1935, como parte de las llamadas Leyes de Núremberg, esa nueva legislación sólo prohibía futuros matrimonios. Es muy raro que las nuevas leyes se apliquen retroactivamente, por lo que incluso esta prohibición de los matrimonios mixtos no se aplicó a las parejas ya casadas. Al fin y al cabo, Alemania se consideraba un país de absoluta legalidad y los nazis querían mantener esa imagen. Disolver matrimonios y separar familias que antes eran perfectamente legales habría sido bastante desastroso para esa imagen. Por eso los nazis recurrieron a otros medios. Para reducir los matrimonios ya existentes, empezaron a ejercer mucha presión sobre los cónyuges alemanes para que se divorciaran de sus parejas judías, por ejemplo, haciendo que a los alemanes con matrimonios mixtos les resultara absolutamente imposible conservar sus puestos de trabajo.

Veamos las cifras: en 1933, cuando los nazis tomaron el poder, había en Alemania unos 35.000 matrimonios mixtos. En 1939, ya eran unos 20.000. La reducción sustancial no se debió sólo a los divorcios, sino también a la muerte natural y a la migración (el famoso novelista alemán Thomas Mann, por ejemplo, abandonó Alemania con su esposa, que se hizo luterana, pero había nacido judía). Después de 1939, las cifras siguieron bajando: unos 16.000 en 1942 y unos 12.000 a finales de 1944, poco antes de las últimas deportaciones. Para entonces, aproximadamente la mitad de esas parejas vivían en Berlín.
A diferencia de los Mann, en la mayoría de los casos se trataba de hombres judíos casados ​​con mujeres alemanas. No porque fueran más los hombres alemanes que las mujeres quienes solicitaban el divorcio (todo lo contrario), sino porque, sencillamente, había muchas más parejas de ese tipo que a la inversa. Desde la introducción del matrimonio civil en Alemania en 1875, tres de cada cuatro parejas mixtas estaban formadas por un hombre judío y una mujer alemana.

Después de la Noche de los Cristales, el 9 de noviembre de 1938, los nazis empezaron a diferenciar entre matrimonios “privilegiados” y “no privilegiados”, dependiendo de si los hijos habían sido criados como judíos o no. Si la pareja no tenía hijos, dependía de si el marido era judío o la mujer. Sólo en este último caso el matrimonio se consideraba “privilegiado”.

Para los cónyuges judíos, el privilegio era muy importante. A diferencia de otros judíos, los privilegiados no estaban obligados a llevar la estrella judía a partir de 1941 y no fueron incluidos en las deportaciones hasta el final de la guerra. Sin embargo, esto cambió tan pronto como el cónyuge “ario” ya no estaba vivo. Muchas de las parejas mixtas que todavía estaban en Alemania eran personas mayores (era mucho más fácil para los adultos jóvenes obtener visados ​​para otros países y salir de Alemania). Pero no solo las razones naturales jugaron un papel: los bombardeos aéreos fueron igualmente importantes y algunos matrimonios mixtos terminaron cuando el marido alemán murió como soldado.

Cuando los nazis se hicieron con los judíos, Alemania se estaba desmoronando. Muchas ciudades ya habían sido bombardeadas, innumerables personas habían sido desalojadas y se habían ido. Sobre todo en las grandes ciudades, donde vivían sobre todo parejas mixtas, las autoridades locales habían perdido a menudo el control. El erudito Victor Klemperer, que había podido sobrevivir tanto tiempo gracias a su esposa “aria” Eva, se salvó –por absurdo que parezca– gracias a los famosos bombardeos sobre Dresde. Tras sobrevivir a la destrucción masiva de su propia ciudad, la pareja aprovechó la oportunidad y escapó con una identidad falsa.

En resumen, el caos general hizo que a los nazis les resultara muy difícil llevar a cabo estas últimas deportaciones. El plan de asesinar a los últimos judíos de Alemania no se llevó a cabo. Por suerte, la mayoría de los judíos “privilegiados” sobrevivieron: unos 10.000 en Alemania, casi la mitad de ellos en Berlín.

SOBRE EL AUTOR
Yoav Sapir es guía de Berlin Jewish Tours . 
Estudió historia judía alemana en Jerusalén, Viena, Heidelberg y Berlín.





Felipe de Francia antes de ser investido como Felipe V de España.



Donde se alzan los tronos.

Ángeles Caso.



A la muerte de Carlos II, los Borbones consiguen hacerse con el trono de España y colocan a la cabeza al Duque de Anjou, que se convertirá en Felipe V. El nuevo rey tiene apenas diecisiete años, es un joven tímido y abúlico.
Consciente del riesgo que supone dejar el imperio en manos de alguien tan inexperto, su abuelo, el gran Luis XIV de Francia, encomienda a la princesa de los Ursinos la labor de proteger, dirigir y vigilar al soberano y a su esposa, la pequeña María Luisa de Saboya.
Mariana de Trémoille, princesa de los Ursinos, es pues nombrada Camarera Mayor de la reina. Durante los catorce años que permanece en Palacio, este fascinante personaje conseguirá manipular y dirigir los designios reales como asesora del Rey, convirtiéndose en uno de los personajes más decisivos de la política española de la época.
Una magnífica novela histórica de vanidad, ambición y poder, con la Guerra de Sucesión como telón de fondo.


Marie-Anne de la Trémoille.




Biografía
Trémoille, Anne-Marie de la. Princesa de los Ursinos. París (Francia), c. 1642 – Roma (Italia), 5.XII.1722. Camarera Mayor de la reina María Luisa Gabriela de Saboya, primera esposa de Felipe V.

Descendiente de una rama menor de la familia La Trémoille, uno de los linajes más antiguos de la nobleza francesa, la futura princesa de los Ursinos nació en París aproximadamente en torno al año 1642. Hija de Louis de La Trémoïlle, marqués y luego duque de Noirmoutiers, y de Renée Julie Aubery, que pertenecía a una familia de reciente ennoblecimiento, se desconocen las características de la educación que la joven Anne-Marie La Trémoille pudo recibir. Marianne Cermakian, una de sus biógrafas, señaló que probablemente fuera educada bajo las directrices de su madre, mujer de ciertas inquietudes culturales que en su juventud había frecuentado el reputado salón literario de la marquesa de Rambouillet. El 5 de julio de 1659 contrajo primeras nupcias con Adrien-Blaise de Talleyrand (c. 1638-1670), descendiente de otra distinguida familia de la nobleza francesa, príncipe de Chalais, marqués de Excideuil, conde de Grignols y barón de Mareuil y Boisville, con quien no tuvo sucesión. Tras su matrimonio, la nueva princesa de Chalais se convirtió en asidua de algunos de los centros de sociabilidad más relevantes del París posterior a las Frondas, como los Hôtels de Estrées, Richelieu y Albret, donde tuvo la oportunidad de establecer algunos contactos que más tarde serían determinantes para su trayectoria. En efecto, fue en este entorno en el que la futura princesa de los Ursinos se encontró por primera vez con la que años después sería la esposa morganática de Luis XIV, madame de Maintenon, conocida entonces como madame Scarron.

En 1662, tras participar en un duelo del que resultó muerto uno de los oponentes, el príncipe de Chalais se vio obligado a huir de Francia. Instalado en Madrid en junio de 1663, Chalais entró a servir en los ejércitos del rey de España. Su esposa le seguiría en torno al año 1666. Si bien la documentación de la que se dispone no permite afirmarlo categóricamente, es posible que durante esta primera estancia en España la princesa de Chalais aprendiera a hablar castellano, como también que fuera recibida en audiencia por la entonces reina regente, Mariana de Austria. Tras su periplo español, los príncipes de Chalais se trasladaron a la República de Venecia. El príncipe falleció en Mestre, a causa de unas fiebres, en el verano de 1670. Viuda y con escasos recursos, en 1673 la princesa de Chalais se estableció en Roma bajo la protección del cardenal d’Estrées, futuro embajador de Francia ante la Santa Sede, quien negoció su segundo matrimonio con el príncipe Flavio Orsini (1620-1698), duque de Bracciano y Grande de España. Este tuvo lugar el 17 de febrero de 1675 en la capilla del Palacio Farnesio de Roma. La pareja no tuvo descendencia. En lo sucesivo, la ahora duquesa de Bracciano dividiría sus días entre Italia y Francia, donde sería bien recibida en la corte de Luis XIV. En su palacio de la capital pontificia, situado en la via de Pasquino, cerca de Piazza Navona, la duquesa de Bracciano presidió un salón que se convirtió en centro de difusión de la cultura francesa en la Roma papal, así como en un espacio de socialización frecuentado por cardenales, diplomáticos y aristócratas procedentes de distintos puntos de Italia y Europa. Desde su salón, la duquesa de Bracciano promovió asimismo los intereses diplomáticos de Francia ante la Santa Sede, entre otras cuestiones la candidatura de un nieto de Luis XIV, el duque de Anjou, futuro Felipe V, como sucesor de Carlos II en el trono español.

Obligado en 1696 a vender el ducado de Bracciano al príncipe Odescalchi, Flavio Orsini falleció el 5 de abril de 1698. Si bien la concesión de una pensión por Luis XIV permitió a su viuda conservar el palacio de la via Pasquino y mantener abierto su salón, en los años siguientes los problemas financieros fueron una constante para la ahora princesa Orsini (castellanizado Ursinos). La dama permaneció en Roma hasta el verano de 1701, cuando se postuló para acompañar a España a María Luisa Gabriela de Saboya, casada por poderes con Felipe V, quien acababa de suceder a Carlos II. La elección de la princesa de los Ursinos al frente del séquito de la reina se debió a la mediación en su favor de la duquesa de Noailles, de madame de Maintenon y del cardenal Portocarrero, miembro del Consejo de Estado y personaje muy influyente en los inicios del nuevo reinado, con quien la princesa había entrado en contacto años antes en la capital pontificia. 
El puesto ostentado por la dama durante el viaje de María Luisa Gabriela de Saboya constituyó el paso previo a su posterior nombramiento como camarera mayor, que tuvo lugar el 16 de marzo de 1702. En un principio la princesa de los Ursinos estaba llamada a reforzar la influencia francesa en el entorno de la reina, supervisar los contactos de esta con los cortesanos españoles y el resto de mujeres a su servicio y alentar la relajación del protocolo borgoñón vigente en la corte de Madrid. Según revela la correspondencia del embajador saboyano, durante sus primeros meses en España, que transcurrieron en Barcelona, a donde Felipe V se había trasladado con motivo de la convocatoria de las Cortes catalanas, la princesa se procuró la confianza de la reina gracias a su afabilidad y a su capacidad para aconsejar adecuadamente a la soberana en su conducta pública.

La proyección de la princesa de los Ursinos sobre la esfera político-cortesana se incrementó desde el verano de 1702, a raíz de la primera gobernación María Luisa Gabriela de Saboya en ausencia de Felipe V, quien se encontraba en Italia a la cabeza de las tropas borbónicas que se enfrentaban en la Guerra de Sucesión a las potencias de la Liga de La Haya (Austria, Prusia, Inglaterra, Provincias Unidas y, desde 1703, Portugal y Saboya). En estas circunstancias, la corte de Versalles se sirvió de la camarera mayor para dirigir las acciones de la reina gobernadora al frente del poder. Convertida en la principal consejera oficiosa de la soberana, a lo largo de estos meses la princesa tuvo la oportunidad de establecer diferentes contactos que contribuyeron a reforzar su posición como agente político de Francia en la corte de Madrid. Entre ellos cabría destacar la vinculación de la dama con el conde de Frigiliana y el duque de Veraguas, consejeros de Estado, con Francisco Ronquillo, corregidor de Madrid, y con Jean Orry, financiero francés al servicio de Felipe V que debía examinar el estado de la Hacienda real y estimular la adopción de distintas reformas que contribuyeran a racionalizar e incrementar sus ingresos.

El regreso de Felipe V a España en diciembre de 1702, en compañía de un nuevo embajador francés, el cardenal d’Estrées, al que Luis XIV había encargado asesorar al monarca en el tratamiento de los negocios de Estado, inauguró un periodo de tensión en las relaciones entre las cortes Madrid y Versalles. La situación, motivada por el enfrentamiento del cardenal d’Estrées y la princesa de los Ursinos, que aspiraban a “fare la prima figura in questo gobernó”, en palabras del embajador de Toscana en Madrid, se prolongó durante dos años y afectó a la estabilidad del gobierno español. En el contexto de su rivalidad con el embajador francés, la princesa de los Ursinos se valió del favor de la reina María Luisa, quien a su vez ejercía un notable ascendiente sobre su esposo el rey, con el fin de consolidar su influencia política. Tal y como ha señalado Pablo Vázquez Gestal, la princesa hizo uso de sus atribuciones como camarera mayor para monopolizar la vida cotidiana de los soberanos. 
En lo sucesivo, la cámara de la reina y los aposentos de la princesa se convirtieron en sendos espacios de poder en los que Felipe V adoptaba decisiones, aconsejado por los partidarios de la camarera mayor en la corte, que posteriormente transmitía a las instituciones de gobierno. Entre los sujetos agraciados con el favor de la dama se encontraba Jean Orry. La princesa protegió la carrera del financiero al servicio de los reyes de España y Francia, favoreció su acceso a la pareja real y defendió ante la corte de Versalles la pertinencia de sus primeras reformas institucionales (la división de la Secretaría del Despacho Universal y la creación de la Tesorería Mayor de Guerra en el otoño de 1703).
 Asimismo, la camarera mayor impulsó la participación de algunos Grandes de España en la ejecución de los proyectos del financiero y desarrolló una activa labor de patronazgo entre sus parciales. En este sentido, la princesa no sólo abogó por la concesión de la mayordomía mayor de la Casa de la reina al conde de Santisteban, sino que también alentó los nombramientos de los duques de Montellano y Veraguas como gobernadores de los Consejos de Castilla y Órdenes respectivamente.

La colaboración entre la princesa y Orry a lo largo de 1703 y los primeros meses de 1704 contribuyó a limitar la influencia de los sucesivos embajadores franceses, el cardenal y el abad d’Estrées, sobre la toma de decisiones en el gobierno español e indispuso a la dama con la corte de Versalles. En razón de ello, en abril de 1704 Luis XIV ordenó a Felipe V su destitución como camarera mayor y su regreso a Roma. El monarca francés dispuso, además, la revocación de las reformas a las que Orry había dado curso con anterioridad y, en un intento por restablecer el ascendiente de Francia sobre el gobierno español, designó al duque de Gramont al frente de la embajada francesa en Madrid.

La primera caída en desgracia de la princesa de los Ursinos apenas duró unos meses. Las disposiciones adoptadas por Luis XIV en la primavera de 1704 no lograron restablecer la concordia en las relaciones francoespañolas. Descontenta con el cese de su camarera mayor, la reina María Luisa acogió con hostilidad al duque de Gramont y trató de obstaculizar su influencia sobre el tratamiento de los negocios de Estado. Con el fin de calmar la indignación de la soberana, en enero de 1705 Luis XIV aceptó recibir en Versalles a la princesa de los Ursinos, que a la sazón permanecía en Toulouse. Tras dos audiencias con el monarca francés, en las que la antigua camarera mayor tuvo la oportunidad de justificar sus acciones entre 1703 y 1704, Luis XIV dispuso el regreso de la princesa a España. La rehabilitación de la dama se vio acompañada de la adopción de otras medidas susceptibles de garantizar la definitiva estabilidad en las relaciones entre las cortes de Madrid y Versalles, prioritaria en un momento en el que la evolución del conflicto sucesorio, que afectaba ya al territorio español, resultaba poco favorable a las fuerzas borbónicas. 
En primer lugar Luis XIV destituyó al duque de Gramont y designó un nuevo embajador francés, Michel-Jean Amelot de Gournay. La elección fue aprobada por la princesa, quien se comprometió a proteger la carrera en España del diplomático. Asimismo, el monarca también aceptó el regreso de Jean Orry a la corte española. Por último, con el fin de canalizar la circulación de la información entre Madrid y Versalles y evitar la propagación de rumores entre ambas cortes, quedó dispuesto que, mientras Amelot informaría puntualmente al rey de Francia y a su secretario de Estado de Asuntos Exteriores, el marqués de Torcy, del desarrollo de su misión en España, la princesa de los Ursinos haría lo propio con madame de Maintenon, a la que escribiría semanalmente. Antes de abandonar París, la princesa elaboró una Memoria en la que describía su percepción sobre el estado de la corte y el gobierno españoles y abogaba por el desarrollo del programa de reformas esbozado en su día por Orry.

Durante su segunda etapa en España, la influencia política de la princesa de los Ursinos quedó definitivamente consolidada. Instalada en Madrid desde el verano de 1705, la colaboración de la camarera mayor y el nuevo embajador francés otorgó un considerable impulso al proceso reformista. A lo largo de su embajada, que se prolongó hasta 1709, Amelot de Gournay mantuvo con la princesa una relación basada en el respeto y la confianza mutua. La camarera mayor secundó las iniciativas del diplomático en materia política, hacendística y militar. Si bien el contenido de la documentación conservada hace difícil precisar cuál fue la intervención de la princesa en el diseño de las medidas de gobierno planteadas por Amelot, la correspondencia del embajador de Toscana en Madrid revela que las decisiones políticas más importantes continuaron dirimiéndose en los aposentos de la reina María Luisa, en presencia de la pareja real, el embajador francés, la camarera mayor y José Grimaldo, Secretario del Despacho de Guerra y Hacienda. En este periodo, la princesa protegió las carreras de algunos burócratas españoles como el mencionado Grimaldo, Francisco Ronquillo, nombrado gobernador del Consejo de Castilla en 1705, o Melchor de Macanaz. Esta protección se hizo extensiva, asimismo, tanto a ciertos militares destinados en España por el rey de Francia durante la Guerra de Sucesión, por ejemplo el conde Tessé y el duque de Noailles, como a algunos aristócratas procedentes de los territorios flamencos e italianos de la Monarquía española, como los duques d’Havré, Popoli y Gioveannazzo o el príncipe de Cellamare, entre otros.

El interés de Francia en encontrar una salida pactada al conflicto sucesorio conllevó nuevos cambios en las relaciones francoespañolas a partir de 1709. Aunque las conversaciones del gabinete de Versalles con las potencias de la Liga de La Haya terminaron en fracaso, la necesidad de allanar el camino a la negociación de una próxima paz comportó la salida de España de Amelot en septiembre de ese mismo año. Sus sucesores al frente de la embajada francesa en Madrid carecieron de la influencia política de la que este había disfrutado y circunscribieron su papel a la función diplomática. En estas circunstancias, la princesa de los Ursinos fue autorizada por Luis XIV a permanecer en España.

Desde 1709 la camarera mayor se convirtió en la principal intermediaria entre las cortes de Madrid y Versalles.
 “Il faut que la princesse des Ursins l’aide, s’il veut réussir dans l’exécution des ordres que Sa Majesté lui donnera”, constataban las instrucciones del nuevo embajador francés, el marqués de Bonnac, en 1711. En cualquier caso, pese a la protección que Luis XIV y madame de Maintenon dispensaron a la princesa, el favor y la confianza de María Luisa de Saboya continuaron siendo los principales pilares de la influencia de la dama sobre la esfera político-cortesana: “per questo canale la Principessa va sostenendo il suo crédito”, informó el embajador de Toscana. A lo largo de estos años, Ursinos acompañó a la pareja real cuando hubo de abandonar Madrid tras la ocupación de la capital por las fuerzas aliadas, en 1706 y 1710, asesoró a María Luisa Gabriela de Saboya en los momentos en los que volvió a ejercer la gobernación y continuó desempeñando sus funciones como camarera mayor, a las que se añadieron desde 1707 las derivadas de su puesto de aya del príncipe de Asturias y los infantes.

En relación a este punto, Francisco Andújar ha puesto de relieve los amplios poderes de Ursinos en la gestión de los ingresos destinados a la cámara y bolsillo de la soberana, al igual que su probable participación en la venta de honores y cargos públicos. En 1712 la princesa alentó la reforma de la cámara de la reina quien, a semejanza de las soberanas francesas, sería servida en lo sucesivo por damas casadas de diversa procedencia (Italia, Flandes, Francia, España…). Por las mismas fechas, la camarera mayor supervisó la remodelación de los interiores del Alcázar emprendida por René Carlier y comenzó a disponer, para solaz de los reyes, la puesta en escena de algunas de las piezas teatrales más conocidas del repertorio de Molière, Racine y Corneille, que fueron representadas por algunos de los miembros del entourage francés de la pareja real.

Carente de descendencia directa, desde 1712 la princesa dispuso el establecimiento en la corte española de sus sobrinos, María Ana y Alejandro Lanti de la Rovere y el príncipe de Chalais. La primera casó con el duque de Havré y fue nombrada dama de palacio. En cuanto a Chalais y Alejandro Lanti, pasaron a servir en las guardias flamenca e italiana del rey. Además, en el caso de Lanti, Ursinos organizó su matrimonio con la heredera del conde de Priego.

Las postrimerías del conflicto sucesorio abrieron nuevas perspectivas para la princesa. En el curso de la negociación de las paces de Utrecht-Rastadt-Baden (1713-1714) la camarera mayor aspiró sin éxito a obtener una soberanía en los Países Bajos dotada de 30.000 escudos de renta anual. Las pretensiones de la dama no sólo obstaculizaron la firma de los acuerdos de paz entre España y los aliados sino que contribuyeron a tensar las relaciones de la princesa con la corte de Versalles. El cercano cese de las hostilidades se vio acompañado a su vez del desarrollo de cambios en las instituciones de gobierno. En 1713 la camarera mayor favoreció el regreso a España de Jean Orry, quien había abandonado Madrid en el verano de 1706, e hizo uso de su ascendiente sobre la pareja real para impulsar los nuevos proyectos del financiero. Estos cristalizaron en la reforma de los Consejos de la Monarquía y en la ampliación a cuatro del número de las Secretarías del Despacho (1713-1714). Además, la princesa secundó las propuestas de corte regalista de otro de los colaboradores de Orry, el recién nombrado fiscal general del Consejo de Castilla, Melchor de Macanaz, lo que la indispuso con el inquisidor general, el cardenal del Giudice, que sería alejado de Madrid a instancias de la dama.

El crédito del que disfrutaba en la corte convirtió a la camarera mayor en una figura notablemente impopular entre el pueblo y la alta nobleza. En un clásico estudio, Teófanes Egido mencionó en su día los frecuentes ataques de los que la princesa fue objeto por parte de la sátira política. La reputación de la dama entre la Grandeza española tampoco era buena. Si bien la camarera mayor contaba con ciertos parciales en el seno de la alta aristocracia, como los duques de Veraguas y Osuna por ejemplo, su defensa del destierro y encarcelamiento del marqués de Leganés (1705) y el duque de Medinaceli (1710), añadida a la protección que dispensó a Amelot y Orry, le granjearon la hostilidad de los sectores de la corte contrarios al reformismo borbónico. Una fuente de 1709 se hacía eco de algunas de las críticas de los Grandes hacia la camarera mayor, a la que acusaban:
 “d’avoir fait faire au Roy et à la Reine beaucoup de choses qui rebutoient leur nation, comme d’avoir ôté les dames du Palais, et de faire croire […] que la pluspart des Espagnols étoient traitres et par là éloignoit le Roy d'eux […].”

El fallecimiento de María Luisa Gabriela de Saboya el 14 de febrero de 1714 privó a la princesa de los Ursinos de la que hasta la fecha había sido su principal valedora ante las cortes de Madrid y Versalles. Tras la muerte de la soberana, la dama dispuso el retiro de Felipe V a las Casas del duque de Medinaceli. El aislamiento del monarca y el ascendiente que la antigua camarera mayor ejercía sobre él dieron lugar a la circulación de distintos rumores, carentes de todo fundamento, relacionados con el interés de la princesa en contraer matrimonio con el rey. No obstante, en esos momentos Ursinos estaba barajando las segundas nupcias de Felipe V. A instancias del abate Alberoni, enviado de Parma en la corte española, la princesa eligió como esposa del monarca a Isabel de Farnesio, a quien Alberoni describió como una mujer insignificante que toleraría su influencia sobre la corte española. Nada más lejos de la realidad. Si bien no se conoce con precisión cuanto aconteció en realmente, lo cierto es que Isabel de Farnesio dispuso el destierro de la princesa en el curso de su primer encuentro con la dama en Jadraque, el 23 de diciembre de 1714. Sin tiempo para recoger sus pertenencias y efectos personales, Ursinos se vio obligada a viajar en plena noche en dirección a la frontera francesa. Aunque Felipe V no cuestionó en ningún momento las órdenes de su nueva esposa, otorgó a la princesa 120.000 reales para cubrir los gastos del viaje.

Tras su segunda y definitiva caída en desgracia, la princesa fue recibida por Luis XIV en marzo de 1715. En agradecimiento a sus servicios, el monarca francés le concedió una pensión de 40.000 libras anuales. Sin embargo, no le fue permitido establecerse en Francia, donde la dama se había granjeado la hostilidad del duque de Orleáns, futuro regente durante la minoría de edad de Luis XV, desde que en 1709 desvelara las supuestas intrigas del duque contra Felipe V.

Instalada en Génova en abril de 1716, en la primavera de 1719 la princesa fue autorizada a trasladarse a Roma, donde disfrutó del favor del pretendiente católico a la corona británica, Jacobo Eduardo Estuardo, y de su esposa María Clementina Sobieska. La princesa falleció en la capital pontificia el 5 de diciembre de 1722 tras una breve enfermedad. En su testamento, otorgado en Génova el 18 de octubre de 1718, designó su hermano el duque de Noirmoutiers como principal heredero de sus bienes. Los restos de la dama reposan en la Iglesia de San Juan de Letrán de Roma.

D'or, au chevron de gueules, accompagné de trois aiglettes d'azur becquées et membrées de gueules


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Nota

La Casa de La Trémoïlle es una familia noble francesa de Poitou cuyo nombre proviene del pueblo La Trimouille en el departamento de Vienne. Esta familia se conoce desde mediados del siglo xi, y desde el siglo xiv sus miembros han destacado en la historia de Francia como nobles, líderes militares y cruzados, e influyentes como líderes políticos, diplomáticos, hugonotes y cortesanos. La rama principal se ha apagado en 1933, mientras que las herederas de línea del último duque han mantenido vivo el apellido La Trémoïlle en Bélgica, así como las hijas del décimo Duque de Thuars en Francia.


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