—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

martes, 18 de septiembre de 2012

140.-Antepasados del rey de España: Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Hernandez Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;  


Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.


 
Carlos I de España (óleo de Tiziano)

 (Gante, 24 de febrero de 1500 - Cuacos de Yuste, 21 de septiembre de 1558), reinó junto con su madre —esta última de forma solamente nominal y hasta 1555— en todos los reinos y territorios hispánicos con el nombre de Carlos I desde 1516a​ hasta 1556, reuniendo así por primera vez en una misma persona las Coronas de Castilla —el Reino de Navarra inclusive— y Aragón. Asimismo, fue emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V de 1520 a 1558.
Hijo de Juana I de Castilla y Felipe el Hermoso, y nieto por vía paterna de Maximiliano I de Habsburgo y María de Borgoña, de quienes heredó el patrimonio borgoñón, los territorios austríacos y el derecho al trono imperial, y por vía materna de los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, de quienes heredó Castilla, Navarra, las Indias, Nápoles, Sicilia y Aragón.

Biografía 

 Hijo de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso de Castilla, fue educado en los Países Bajos por Adriano de Utrecht (el futuro papa Adriano VI) y Guillermo de Croy, recibiendo la influencia de los humanistas del Renacimiento, como Erasmo de Rotterdam.
En 1515 asumió la gobernación de los estados de la Casa de Borgoña (los Países Bajos, el Franco Condado, Borgoña y el Charolais), que le correspondían por herencia de su abuela paterna, María de Borgoña. Al morir en 1516 su abuelo materno, Fernando II el Católico, heredó las Coronas unificadas de Castilla (a la que se había anexionado Navarra el año anterior y se iban incorporando día a día los nuevos descubrimientos en las Indias) y de Aragón (con sus dominios mediterráneos de Nápoles, Sicilia, Cerdeña y el Rosellón).
Y en 1519, al morir su abuelo paterno, Maximiliano I de Austria, heredó los vastos estados patrimoniales de los Habsburgo (Austria, Tirol, Bohemia, Moravia, Silesia, Estiria, Carintia y Carniola), que llevaban aparejada la candidatura a la Corona imperial de Alemania, para la que Carlos fue efectivamente elegido aquel mismo año (aunque no sería coronado formalmente por el papa hasta 1530).
Dueño de tan extensos territorios, el rey y emperador Carlos asumió enseguida el proyecto de Mercurino Arborio Gattinara de restaurar un Imperio cristiano universal, para lo cual debía lograr una hegemonía efectiva sobre los restantes reyes de la Cristiandad. Ello lo enzarzó en guerras continuas contra los rivales de tal hegemonía. Como rey de España, Carlos suscitó importantes resistencias desde su llegada al país en 1517, debido a su condición de extranjero; compareció ante las Cortes desconociendo la lengua española, rodeado por un séquito de asesores flamencos y con la mirada puesta en objetivos políticos que excedían con mucho los límites de la Península.
Su política poco respetuosa de la autonomía municipal, al tiempo que la perspectiva de un monarca ausente durante largos periodos de tiempo que esquilmaba al reino con impuestos para financiar sus empresas europeas, determinaron las insurrecciones urbanas de las Comunidades de Castilla (1520-21) y de las Germanías de Valencia y Mallorca (1519-24), que Carlos hubo de aplastar militarmente. Para aplacar los ánimos permaneció unos años en la Península, donde contrajo matrimonio con su prima Isabel de Portugal (1526), como le habían pedido las Cortes de Castilla.
Aldo  Ahumada Chu Han 

La herencia de Carlos

En cuanto a su lucha por la hegemonía en Europa, Carlos tuvo que enfrentarse como campeón de la Cristiandad contra el avance de los turcos, que bajo el reinado de Solimán el Magnífico avanzaron por los Balcanes hasta el corazón de Austria (primer asedio de Viena en 1529 y anexión turca de Hungría en 1541), al tiempo que el corsario Barbarroja hostigaba la navegación en el Mediterráneo.
Carlos tuvo que librar también cuatro guerras contra el rey «cristianísimo» de Francia, Francisco I, en 1521-26, 1526-29, 1536-38 y 1542-44, motivadas por diversos contenciosos territoriales en Italia y los Países Bajos. Enrique VIII de Inglaterra y otros estados europeos (como Venecia, Florencia, Suiza, Dinamarca o Suecia) se aliaron ocasionalmente a Francia, temerosos de la hegemonía austriaca; e incluso el Papado (bajo León X y Clemente VII) luchó contra el emperador, quien no dudó en hacer que sus ejércitos saquearan Roma en represalia (1527).
En la propia Alemania, la Reforma protestante iniciada por Lutero en 1519-21 acabó con la unidad católica; Carlos se mostró inflexible con los príncipes protestantes, a los que exigió primero que retornaran al seno de la Iglesia (Edicto de Worms, 1521) y derrotó luego en la Guerra de Esmalcalda de 1546-47 (batalla de Mühlberg). Pero, finalmente, se vio obligado a reconocer la escisión religiosa (Paz de Augsburgo, 1555), mientras el Concilio de Trento (1545-63) iniciaba la «Contrarreforma» en el bando católico.
Fracasado de este modo su proyecto imperial, Carlos abdicó en Bruselas en 1555, dejando a su hijo primogénito, Felipe II, los reinos de España y los estados de la Casa de Borgoña, incluyendo las Indias, Italia (Cerdeña, Nápoles, Sicilia y Milán), los Países Bajos y el Franco Condado; junto con dichos territorios, Carlos legaba a su hijo una Hacienda abocada a la bancarrota por los ingentes gastos de las campañas imperiales.
Las tensas disputas en el seno de la Casa de Habsburgo le llevaron a desgajar de la herencia los estados patrimoniales de los Habsburgo en el centro de Europa, que pasaron a su hermano Fernando I junto con la Corona imperial (1558), quedando separada desde entonces en dos ramas la Casa de Austria. Carlos, enfermo de gota, se retiró al monasterio de Yuste, donde murió.



Escudo mayor.


Carlos I de España y V de Alemania. Gante (Bél­gica), 24.II.1500 – Yuste (Cáceres), 21.IX.1558. Rey de España, Emperador del Sacro Imperio.

Hijo de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso y nieto de los Reyes Católicos y del emperador Maxi­miliano I de Austria. La muerte de su padre en 1506 y la ausencia de su madre, Juana, deja al entonces prín­cipe, junto a sus hermanas Leonor, Isabel y María, al cuidado de la tía, Margarita de Austria, en su Corte de Malinas. Aunque tiene a su lado como preceptor español a Luis de Vaca, se educa preferentemente en el ambiente cultural francófono, que era el que se vi­vía en la Corte de Malinas. Desde 1511 su educación cae bajo la dirección de Adriano de Utrecht, entonces deán de Lovaina, más tarde cardenal y Papa; y muy pronto tendrá a su lado, como consejero, a Guillermo de Croy, señor de Chièvres. En 1515, el ya conde de Flandes es emancipado, cesando la tutela de su tía Margarita de Austria. Un año después, la muerte de Fernando el Católico le abre el futuro español; dado que vivía su madre Juana, le correspondía el título de gobernador de los Reinos Hispanos, para regirlos en nombre de su madre; pero el futuro Carlos V decide otra cosa: que las Cortes de Castilla y de Aragón le proclamasen rey.

Convertirse en rey en vida de su madre era algo inusitado —acaso por consejo de Chièvres—, no sin una primera oposición de la Corte española, entonces bajo la segunda regencia de Cisneros. La fórmula que acabó imponiéndose fue la de que reinara conjun­tamente con su madre, orillando el odioso plantea­miento de incapacitar jurídicamente a la reina Juana, aunque siguiera de hecho en su cautiverio de Tordesi­llas que había ordenado Fernando el Católico.

Carlos V llega por primera vez a España en 1517. Los españoles entonces en su Corte (obispo Mota, don Juan Manuel y Luis de Vaca) le hablan de las grandes hazañas de sus nuevos reinos. En su acci­dentada travesía por mar, en la que le acompaña su hermana Leonor, las tormentas le desvían de la costa cántabra poniéndole frente a un pequeño puerto as­turiano: Tazones. Era el 17 de septiembre de 1517. Cisneros esperaba anhelante a su nuevo rey para tras­pasarle el poder, pero la muerte se le adelantó, falleció el 8 de noviembre de aquel año en Roa, antes de que pudiera realizarse el encuentro.

La primera medida del rey Carlos fue visitar a su madre Juana en Tordesillas; allí pudo ver por primera vez a su hermana Catalina, que vivía su triste infancia al lado de su madre. En su entrevista con doña Juana, a la que asistió Chièvres, Carlos obtuvo su licencia para gobernar España en su nombre. Eso no alivió la situación de la Reina cautiva, que incluso vio cómo le apartaban de su lado a su hija Catalina, aunque por poco tiempo, pues la desesperación de Juana fue tan grande que Carlos cambió su decisión.

En 1518 Carlos convocó en Valladolid las primeras Cortes de Castilla; allí conoció a su hermano Fernando, el que había nacido en Alcalá de Henares en 1503.

Las Cortes castellanas se mostraron firmes con el nuevo Rey: debía hacerse pronto con la lengua y las costumbres de sus nuevos súbditos hispanos. Pero la nota extranjerizante de Carlos V y de su cortejo, en su mayoría flamenco, hizo que comenzara a germinar el mayor descontento.

Ese mismo año Carlos pasó a la Corona de Aragón para ser jurado Rey por aquellas Cortes. Estuvo unos meses en Zaragoza y se trasladó después a Barcelona.
Escudo menor.


Por entonces, la muerte del emperador Maximi­liano abría la vacante al Imperio. Carlos presentó su candidatura. Pero no era el único candidato. Sus di­plomáticos tuvieron que luchar fuertemente contra las aspiraciones del rey Francisco I de Francia. Al fin, los príncipes electores eligieron a Carlos el 28 de ju­nio de 1519. El joven señor de Flandes y rey de las Españas se convertía en el nuevo Emperador. Car­los V iniciaba su reinado siendo una gran incógnita. De momento, todas las amenazas se cernían sobre él. En España el descontento crecía. En Alemania estaba a punto de estallar la Reforma contra Roma, de la mano de Lutero. Francisco I no olvidaba la afrenta sufrida y se aprestaba a combatir al Emperador en to­dos sus dominios. Y finalmente surgía en oriente otro personaje de formidable poderío: Solimán el Magní­fico, el señor de Constantinopla. Era el otro empera­dor, y un Emperador que aspiraba a ser cada vez más grande a costa de la Cristiandad.

A Carlos V le llega la noticia de su proclamación imperial en Barcelona el 6 de julio de 1519; noticia acogida calurosamente por los catalanes, y en parti­cular por la Ciudad Condal. Inmediatamente Carlos toma su decisión: la de acudir al Imperio para ser coronado Emperador. Pero tiene que conseguir dinero, y eso sólo puede dárselo entonces Castilla. De ahí que atraviese toda España, desde Barcelona hasta Santiago de Compostela, sin darse tregua, sólo con una breve estancia en Valladolid.

Era incrementar el descontento en Castilla. Las Cortes habían sido convocadas antes de tiempo, con­tra la normativa acostumbrada que fijaba un plazo de tres años. También se quebrantaba otra norma, la de que fuera una ciudad meseteña o andaluza la que acogiera las nuevas Cortes. Y además estaba el he­cho de que don Carlos quería dinero de Castilla para su coronación imperial; esto era supeditar los intere­ses de Castilla a los del Imperio. Las laboriosas Cortes en las que hicieron falta cinco votaciones, para que al fin don Carlos consiguiera lo que quería, probaba que cuando se embarcase, como lo hizo en La Coruña el 20 de mayo de 1520, dejaba atrás un reino revuelto, a punto de estallar.

Don Carlos no iría directamente a los Países Bajos; antes visitaría Inglaterra para entrevistarse con Enri­que VIII y con la reina Catalina de Aragón, buscando una alianza ante la amenazadora actitud del rey de Francia; tenía a su favor el apoyo incondicional de la reina Catalina, la hermana pequeña de Juana la Loca, que entonces estaba en la cumbre de su privanza con el rey Enrique VIII, su marido.

La coronación imperial se llevaría a cabo en Aquis­grán el 23 de octubre de 1520. Allí proclamaría so­lemnemente don Carlos que defendería a la Iglesia de Roma. Y cumpliendo su promesa, dado que Lutero ya se había proclamado hereje, Carlos V convocó una Dieta imperial en Worms para la primavera de 1521, a la que ordenó que se presentase el rebelde monje agustino. Por unos instantes Carlos V pudo creer que Lutero se retractaría, volviendo al seno de la Iglesia. No fue así. Y entonces se produjo la solemne decla­ración del joven Emperador: él descendía de los muy cristianos Emperadores de Alemania y de los Reyes Católicos de España, y estaba dispuesto a emplear to­das sus fuerzas para defender la Iglesia y la fe de sus mayores.

De momento era lo único que podía hacer. De he­cho, al ausentarse del Imperio para pacificar España y para enfrentarse con la guerra que le había desatado Francisco I de Francia, el rey Carlos tenía que aplazar la cuestión religiosa alemana.

En efecto, le urgía regresar a España. No lo haría sin pasar antes por Inglaterra, para afianzar su alianza con Enrique VIII, lo que lograría por el tratado de Wind­sor (1522); un tratado que tendría una cláusula que acabaría volviéndosele en contra: su compromiso ma­trimonial con la princesa niña María Tudor, la hija de Catalina de Aragón. Cuando vulnerase esa cláusula se encontraría con un nuevo enemigo: el Rey inglés.

Para entonces, en 1522, la situación en España em­pezaba a mejorar. Los comuneros castellanos ya ha­bían sido vencidos en Villalar, el 23 de abril de 1521, y sus cabecillas (Padilla, Bravo y Maldonado) habían sido ejecutados. En la primavera de 1522 se había rendido Toledo, el último bastión comunero; y unos meses más tarde las otras alteraciones en tierras hispa­nas, las Germanías de Valencia y Mallorca, también eran sofocadas.

Carlos V dio un perdón general, con pocas excep­ciones; le apremiaba pacificar Castilla, donde la gue­rra contra Francisco I de Francia era ya una realidad. Las tropas de Francisco I habían irrumpido en Nava­rra, habían llegado incluso hasta el mismo Ebro, y en el País Vasco se habían apoderado de Fuenterrabía. Todo ello cuando todavía Carlos V no había llegado a España. Para hacer frente a tantas amenazas, Car­los V tiene ante todo que hacerse con el núcleo de su poder, con España, y particularmente con Castilla. Máxime cuando a las dos grandes amenazas exteriores (la guerra con Francia y la Reforma luterana) se añade la enemiga de Solimán el Magnífico, que en aquel mismo año de 1521 había ascendido Danubio arriba para conquistar Belgrado.

Hay, por lo tanto, cuatro objetivos para el Empera­dor: pacificar a España, doblegar a Francia, defender a Roma y combatir al turco. En 1524, sofocadas las revueltas de comuneros y agermanados, recuperada Fuenterrabía, y expulsados los franceses de España, se daba paso al segundo objetivo, la guerra con Francia, que a partir de esas fechas tendría un escenario: Italia.

En 1525 Francisco I invade el Milanesado. Con­fía en repetir sus triunfos de 1515, cuando con una sola batalla (Marignano) había conquistado el ducado de Milán. Las tropas imperiales parecen desorganiza­das y Carlos V, imposibilitado de acudir desde Es­paña, temía lo peor. Pero de pronto, le llega la in­creíble noticia: la batalla librada en torno a Pavía, no sólo había sido una gran victoria imperial, sino que se había cogido prisionero al mismo rey de Francia, Francisco I, que unos meses después sería llevado a Madrid. Resultado final de la primera guerra con Francia: Tratado de Madrid (1526), en el que Fran­cisco I se comprometía incluso a devolver el ducado de Borgoña, ocupado medio siglo antes por Luis XI en pugna con Carlos el Temerario, el bisabuelo de Carlos V.

Pero el inmenso poderío alcanzado por el Empera­dor alarmó a toda la Europa occidental. No sólo era el rey de las Españas, el que dominaba media Italia, con Nápoles, Sicilia, Cerdeña y ahora el Milanesado, el señor de los Países Bajos y del Franco-Condado y Emperador de la Cristiandad (aparte de ser también el señor de las Indias Occidentales, donde por aque­llas fechas Hernán Cortés le había hecho ya dueño del imperio azteca), sino que incluso había derrotado a la más poderosa nación de la Cristiandad, de forma tan aplastante que tenía a su Rey prisionero en España.

No es de extrañar que a Carlos V empezaran a sa­lirle enemigos, empezando por la propia Francia. La liga clementina promovida por el papa Clemente VII, surgiría para combatirle. Y Solimán, el otro Empe­rador, el señor de Constantinopla, a instancias de la diplomacia francesa, se sumaría a la gran alianza contra el Emperador. Carlos V trató de contrarres­tarla apoyándose en Portugal, con una doble alianza matrimonial. Su hermana Catalina (que de ese modo cambiaría Tordesillas por Lisboa) con Juan II, rey de Portugal, y la suya propia con la princesa portuguesa Isabel, hermana del rey Juan.

Pero eso era vulnerar los acuerdos de Windsor de 1522 que estipulaban su boda con María Tudor, con lo que un nuevo enemigo se añadiría a la liga clemen­tina: Enrique VIII de Inglaterra.

De todas esas amenazas, Carlos V fue librándose, menos de una: la turca. Nada pudo hacer para soco­rrer a su hermana María, que en 1521 había casado con el rey Luis II de Hungría. Dividida la Cristiandad en aquellas guerras internas, tuvo que asistir, impotente, a la invasión de Hungría por Solimán en 1526, y a la batalla de Mohacs, que dejaba Hungría bajo el dominio turco, con muerte del joven rey Luis II. Pero la guerra en Italia no fue tan favorable a los aliados de la liga clementina: un ejército imperial, reclutado en buena parte en Alemania, entró en Italia con tal ímpetu que se plantó ante la misma Roma, tomán­dola por asalto y sometiéndola a un espantoso saqueo durante una semana (el saco de Roma).

Pero también otra clara advertencia: el poder im­perial era tan fuerte como para dominar a poderes tan grandes como el rey francés y el propio papa Cle­mente VII. Al año siguiente (1528) un poderoso ejér­cito francés, enviado para conquistar Nápoles, era derrotado. La República de Génova, con su importante armada de guerra y con un gran marino (Andrea Doria) se convertía en aliado de Carlos V, haciendo que la posición imperial en Italia fuese fortísima.

La guerra por el dominio de Italia había concluido; algo ratificado por la paz de las Damas (Margarita de Austria y Luisa de Saboya, la madre de Francisco) en 1529. Una paz que permitiría a Carlos V pasar a la si­guiente fase: encarar el problema religioso en Alema­nia y acaudillar la cruzada contra el Islam.

Pero antes debía llevar a cabo una jornada triunfal: su coronación de manos del papa Clemente VII, su antiguo enemigo, en Bolonia.

En 1529 Solimán irrumpe de nuevo con un for­midable ejército Danubio arriba. No conformándose con el dominio de Buda, la capital de Hungría, ataca a Viena, poniéndole estrecho cerco. Ya para en­tonces el señor de Viena era Fernando de Austria, el hermano de Carlos V, nacido en Alcalá de Henares. Hubiera sido un golpe durísimo para la Cristiandad y para el propio Carlos V, la pérdida de Viena, a la que el Emperador no pudo socorrer personalmente, enfrascado como estaba en terminar su guerra con Francia y en preparar su coronación en Bolonia. Pero tuvo fortuna: Viena resistió heroicamente, el turco se retiró de Austria y Carlos pudo celebrar su brillante coronación en Bolonia (1530), mientras dejaba en España como gobernadora a su esposa, la emperatriz Isabel, convertida en su alter ego; para entonces, el nacimiento del príncipe heredero Felipe (1527) y de la infanta María (1528) e incluso el haber dejado nue­vamente embarazada a su esposa Isabel, parecía ase­gurar la sucesión.

De Bolonia, Carlos V pasaría a Italia, donde tenía pendiente la cuestión religiosa, agrandada en los últi­mos años, por el activo proselitismo de Lutero; pero las conversaciones entre las dos religiones mantenidas en Augsburgo, en 1531, no lograron la ansiada uni­dad de la Cristiandad. Sí pudo Carlos V tomar otras medidas importantes: la de conseguir que los prín­cipes electores reconocieran a su hermano Fernando como rey de Romanos y, por tanto, como su sucesor en el Imperio, y en aquel mismo año de 1531 cubrir la vacante producida en los Países Bajos por la muerte de su tía Margarita de Austria, nombrando para el cargo de nueva gobernadora de aquellas tierras a su hermana María. Una doble decisión con resultado di­verso, pues si Fernando nunca dejaría de mostrarse receloso y un aliado inseguro, María se convertiría en una gran gobernadora de los Países Bajos y en la me­jor consejera del Emperador.

La nueva ofensiva de Solimán contra Viena, en 1532, cogió a Carlos V en Alemania. Si no pudo lograr la unidad religiosa, sí pudo unir a católicos y protestantes para combatir al turco. Recabó otras ayudas: de los Países Bajos, de donde María de Hungría le mandaría hombres y dinero; de Italia, de donde acudieron los tercios viejos hispanos con otras formaciones auxiliares italianas, y sobre todo de España de donde llegarían no pocos miembros de la alta nobleza, y entre ellos el duque de Alba, con su inseparable amigo el poeta Garcilaso de la Vega. Las vanguardias turcas llegaron hasta las proximida­des de Viena, pero la resistencia que encontraron y el anuncio de que Carlos V se aproximaba con tan fuerte ejército hicieron batirse en retirada a Solimán. El campo quedaba para Carlos V y suya era la victo­ria, sin derramamiento de sangre. Su prestigio se hizo enorme, demostrando que lo que antes lograban sus generales ahora era él mismo el que lo conseguía.

La figura del Rey-soldado, la del Emperador victo­rioso rigiendo a la Europa cristiana, se afianzaba.

De regreso a Italia, en 1533, pasa por Bolonia para entrevistarse de nuevo con Clemente VII. Convoca a su Corte a un gran pintor del Renacimiento italiano: Tiziano, el artista que daría ya para la posteridad la imagen del nuevo Emperador.

Ya en España, Carlos V dedica el año 1534 a visi­tar las principales ciudades de Castilla la Vieja; era como afianzarse en sus raíces hispanas. Y es entonces cuando recibe la alarmante noticia: Barbarroja, el bey de Argel y almirante de la flota turca, había tomado Túnez. Y en sus correrías asolaba el sur de Italia.

Entonces Carlos V decide hacer la gran cruzada. Si antes era por la defensa de Viena, como antesala de Alemania, el corazón del Imperio, ahora sería por Ita­lia, con la misma Roma en peligro.

Era toda una cruzada, contra el poderoso turco, ca­beza del Islam, que ponía en peligro a Roma, cabeza de la Cristiandad. Y como tal fue sentida en las dos penínsulas, tanto en Italia como en España. Hubo un primer alarde del ejército imperial en Barcelona, en la primavera de 1535. Allí llegaba también una lucida flota portuguesa, con la que Juan III quería auxiliar a su cuñado imperial, bien estimulado por Catalina, aquella infanta de Castilla que en su niñez había con­solado tanto a la reina Juana. Hubo una nueva concentración de la armada y del ejército en aguas de Baleares y finalmente en las de Cagliari, de donde zar­paba la flota el 14 de junio, rumbo al reino de Túnez.

Fue una campaña difícil, en aquel ardiente verano africano; pero a mediados de julio se tomaba su for­taleza principal, La Goleta, y once días después, el día de Santiago, la misma Túnez. Carlos V deshacía aquel nido de corsarios y libraba a Italia de tan peligrosa ve­cindad, liberando a miles de cautivos; pero Barbarroja se salvó, refugiándose en Argel, asolando poco des­pués las costas hispanas, y en particular Ibiza.

Una vez más, España daba a Europa más de lo que recibía.

Desde España, la emperatriz urgía a Carlos V para que aprovechase la rapidez con la que se había logrado la toma de Túnez para caer sobre Argel; pero en el consejo de guerra imperial se decidió que lo más pru­dente era dejarlo para la siguiente campaña. De ese modo, Carlos V pudo regresar aquel otoño a Italia, visitando sus reinos de Sicilia y Nápoles y entrando triunfante en Roma.

Ya no era el señor del ejército indisciplinado que ocho años antes había saqueado la Ciudad Santa; era Carolus Africanus, aclamado y recibido en triunfo como el liberador. Y en Roma tuvo un discurso me­morable ante el papa Paulo III y el Colegio Cardenalicio. Fue su famoso discurso de 1536, pronun­ciado en español, lo que lo hizo más significativo. Por una vez Carlos V estaba dispuesto a ser el pri­mero en desencadenar la guerra contra Francia, pues en Túnez se había hecho con un botín muy particu­lar: las cartas de Francisco I a Barbarroja que proba­ban la alianza del francés con el turco, tan enemigo de la Cristiandad, y eso merecía un buen castigo. Car­los trató de atraerse a Paulo III, pero el Papa prefirió mantenerse neutral.

De ese modo, en el verano de 1536 Carlos V dejó la cruzada contra el Islam volcándose en esa guerra contra el francés. Desde el norte de Italia atravesó los Alpes occidentales para invadir la Provenza: ob­jetivo, Marsella. Pero Francisco I se defendió bien. Rehuyó la batalla campal, temeroso de un nuevo de­sastre como el de Pavía, puso en práctica la táctica de la tierra quemada, para hacer cada vez más difícil el aprovisionamiento del ejército imperial, y estableció ante Marsella un campamento tan formidablemente fortificado, que Carlos V hubo de retirarse, consolán­dose con que aquélla había sido una operación de cas­tigo, y que el castigo estaba hecho; pero en la retirada perdió muchos de sus hombres, entre ellos algunos de los mejores, como Garcilaso de la Vega.

Aquellas Navidades Carlos V las pasaría con todos los suyos en Tordesillas, como un signo de sus senti­mientos familiares. El sistema de vigilancia a la reina Juana se mantenía, pero Carlos quiso hacer ver a toda la Corte que la Reina era su madre y que no la tenía abandonada.

En 1537, Paulo III trató de reconciliar al Empera­dor con Francisco I, promoviendo una entrevista en la cumbre; no lo consiguió, pero sí que Carlos V se le presentara en Niza. Y a su regreso, al pasar con su flota a la vista de la costa francesa, recibió un men­saje de Francisco I: le invitaba a ser su huésped. Y Carlos V aceptó (entrevista de Aigues-Mortes), con el resultado, no de una paz perpetua, pero sí de unas treguas.

Fue cuando Carlos V, creyéndose apoyado por Francia, planeó una vasta ofensiva contra el Islam, creando la Santa Liga con el Papa y con Venecia, comprometiéndose a aportar la mitad de los gastos de la campaña. Y como primer tanteo de aquella cru­zada, mandó establecer una cabeza de puente en la costa dálmata.

Sería la misión del tercio viejo que mandaba el maes­tre de campo Luis Sarmiento, que ocupó la fuerte plaza de Herzeg Novi (el “Castel Nuovo” de los do­cumentos italianos). Eso ocurría en 1538. Pero aquel invierno su hermana María de Hungría le mandaría a Carlos V un atemorizado mensaje: convocada por la hermana mayor, Leonor, entonces reina de Francia, le hacía saber la advertencia de Francisco I: Francia no consentiría aquel ataque de la Cristiandad contra el turco. El peligro de encontrarse con una guerra a sus espaldas, acaso con la invasión de las tierras en las que había nacido, era grandísimo. Y Carlos abandonó la cruzada, dejando sin efecto la Santa Liga.

No sin un penoso sacrificio: el del tercio viejo de Luis de Sarmiento, que hubo de afrontar la avalancha de la marina y del ejército turco al mando de Barba­rroja, negándose a rendirse, pues habían jurado de­fender aquella plaza en nombre del Emperador. Y a las instancias de que se rindieran dieron siempre la misma respuesta: ellos tenían una orden de defender el puesto a toda costa, así que atacaran cuando quisie­ran. Fue el holocausto de Castelnuovo, cantado tanto por la poesía española (Gutierre de Cetina) como por la italiana (Luigi Tansillo).

Un año, el de 1539, que traería otras penosas nue­vas para el Emperador: el 1 de mayo moría, a causa de un mal parto, su mujer la emperatriz Isabel, a la que tanto quería. Y a poco se entera de que la ciudad de Gante, aquella en la que había nacido, se había rebelado a causa de los muchos impuestos que sufría, promoviendo graves desórdenes. Algo que Carlos V se creyó obligado a castigar severamente. Y cuando preparaba el viaje, le llegó un mensaje de Francisco I, conocedor de lo que pasaba: le invitaba a que cruzase toda Francia (Carlos V estaba entonces en España), haciendo, por lo tanto, su viaje por tierra y no por mar, dándose por muy ofendido si Carlos rehusaba.

Y Carlos aceptó. En diciembre de 1539 atravesaba Francia con su cortejo. En todas partes fue objeto de una cordial acogida, como si entre ambos pueblos no hubiera existido ninguna diferencia, y menos una guerra. Y de ese modo pudo presentarse a principios de 1540 en Bruselas, procediendo a poco al severo castigo de Gante, la ciudad rebelde. De allí pasaría a Alemania para intentar un último acuerdo entre católicos y protestantes, en este caso en Ratisbona, pero con el mismo nulo resultado. Allí estuvo hasta bien entrado el año de 1541. Hasta que de pronto, como si le viniera el recuerdo de la Emperatriz y de sus ins­tancias para que acometiera la empresa de Argel, se dispuso a llevarla a cabo. Punto de reunión: las aguas de Palma de Mallorca. Pero aunque la armada y las tropas imperiales parecían suficientes para la empresa, algo fallaba: el verano se había acabado y los marinos eran pesimistas; las tormentas propias del inicio del otoño podían dar al traste con todo.

Y así fue, hasta el punto de que muchos de los ex­pedicionarios perecieron, que las pérdidas de naves y material de guerra fueron considerables, y que el pro­pio Carlos V corrió serio peligro de morir en aquella empresa de Argel, tan tardíamente acometida.

Definitivamente, el sueño de cruzado de Carlos V daba fin. Máxime que una formidable alianza de to­dos sus enemigos estaba germinando en el norte de Europa. La guerra marina daría paso a la de los ejér­citos tierra adentro. El infante de los tercios viejos se convertiría en el principal soporte del ejército impe­rial. Y el escenario del Mediterráneo dejaría paso al de las tierras del norte de Europa. Cesaban los ardo­res de los veranos africanos y vendrían los terribles fríos de los inviernos germanos.

En efecto, la situación en el norte de Europa era cada vez más difícil. Preparándose para el nuevo con­flicto, Carlos V tantea unas treguas con Turquía, de las que deja testimonio en las instrucciones que manda a su hijo Felipe cuando se ausenta de España.

Es cierto que las relaciones con Inglaterra comen­zaban a normalizarse, después de la muerte de Ca­talina de Aragón (1536), pero Francisco I no había quedado satisfecho con todo lo que se prometía des­pués de su hospitalaria acogida a Carlos V en el in­vierno de 1540. Y estaba la cuestión alemana cada vez más inquietante, con la formación de una liga que unía a todos los príncipes protestantes, verdadera­mente poderosa: la liga de Schmalkalden. Y se añadió otro adversario: el duque de Clèves, deseoso de agran­dar sus dominios a costa de los Países Bajos; apoyado por Francia, que aprovechó la muerte violenta de dos de sus diplomáticos enviados a Turquía (Fergoso y Rincón), que habían sucumbido a su paso por el Milanesado. Muertes que Francisco I tomó como ca­sus belli, declarando de nuevo la guerra.

Frente a tan formidable amenaza Carlos V sólo po­día contar con sus propios medios, sin ningún aliado, salvo el que le prestara el jefe de la otra rama de la casa de Austria, su hermano Fernando, el señor de Viena; y por supuesto el que le fueron aportando sus distintos dominios, tanto de los Países Bajos como de España e Italia. Y aún algo más: las remesas de oro y plata que año tras año le venían llegando de las Indias Occidentales. Hernán Cortés le había hecho señor de México y era muy reciente la conquista del Perú por Pizarro. De hecho, en sus cartas pidiendo dinero y más dinero, se intercala de cuando en cuando esta frase de Carlos V: 
“¡y si nos llega algún oro del Perú [...]!”.

Lo que sí tenía a su favor Carlos V era un arma de guerra formidable: los Tercios Viejos. Los cuales, alentados por la presencia de aquel rey-soldado iban a realizar hazaña tras hazaña.

Aun así, Carlos V, todavía bajo los efectos de la de­presión sufrida por el desastre de Argel, va a afrontar la guerra del norte con el mayor de los pesimismos. Se ve como perdido, como incapaz de salir victorioso, pero cree que es su deber salir de España y lo hace con su sentido característico de la responsabilidad, aun­que lleno de temores.

Es en 1543. Ya se ha producido la rebelión del du­que de Clèves. Los Países Bajos se hallan en claro pe­ligro. Y como no puede abandonar a su suerte sus tie­rras natales, Carlos V se decide a salir de España.

Tiene que dejar, como regente, a su hijo Felipe, pese a su corta edad, pues aún no había cumplido los dieciséis años. Concierta su matrimonio con la prin­cesa María Manuel de Portugal, en parte para dejar resuelto el siempre espinoso problema de la sucesión, y en parte para asegurar al menos, a las espaldas, la firme alianza portuguesa; una alianza matrimonial que tendrá, eso sí, el germen de un futuro destructor, dado el estrecho parentesco de los dos novios, ambos nietos de Juana la Loca.

Carlos V hará más, para dejar en orden los reinos hispanos: pone al lado de su hijo, todavía un mu­chacho, a los mejores ministros con los que enton­ces cuenta: en la Casa del Príncipe a Juan de Zúñiga; para las cosas de la milicia, al duque de Alba; para las finanzas, a Francisco de los Cobos. Y al frente de toda aquella Corte, a un gran hombre de Estado: al cardenal Tavera. Y no se conforma con eso, sino que le escribe a su hijo personalmente unas instruccio­nes privadas, verdaderamente admirables y de las que trasciende toda la sabiduría política del Emperador y su gran concepción moral como estadista de altos vuelos.

Carlos V deja España en la primavera de 1543 em­barcando en Barcelona con dirección a Génova. Atra­viesa el norte de Italia y se presenta en Alemania. En Italia se entrevista por última vez con Paulo III, con el que tantea la posibilidad de convocar un concilio que afrontara la solución de la división religiosa entre ca­tólicos y protestantes. Atraviesa los Alpes y se toma un breve descanso en Innsbruck, rodeado de sus familia­res austríacos. Cruza Alemania y se apresta a comba­tir, aquel verano, al duque de Clèves, poniendo cerco a su plaza fuerte de Düren, donde el duque confía resistir toda la campaña, dado que el verano ya estaba avanzado y que, por otra parte, la plaza se conside­raba, por su fortaleza, inexpugnable.

El 22 de agosto Carlos V planta su ejército ante Düren. En la alborada del 24, inicia su bombardeo. A las dos de la tarde se da la orden de asalto. Y en unas horas, aquella plaza que parecía inexpugnable sucumbe bajo el ímpetu de los tercios viejos, que im­ponen su ley: asaltan, penetran, derriban, matan sin piedad. La ciudad es puesta a saco; sólo se salvan las mujeres y los niños, a los que Carlos V da la orden expresa de respetar.

Es una victoria fulminante. De hecho, ha surgido la Blitzkrieg, la guerra relámpago, que después tanto juego dará en la historia de Europa. Y a ese tenor las otras plazas fuertes del duque de Clèves se rendirán y el propio duque se entrega en manos del Emperador, “reconociendo su culpa”.

Por entonces, unas naos francesas habían intentado asaltar Luarca, pero habían sido vencidas y buen nú­mero de sus marinos apresados y castigados:
 “[...] Los azotaron y desorejaron [...]”, según reza el docu­mento.

Vencido el duque de Clèves, Carlos V se encara con el rey francés. Sería la cuarta guerra con Francisco I. Tras un tanteo en el otoño de 1543, monta una ofen­siva formidable en el año siguiente, partiendo de los Países Bajos. Su penetración en el norte de Francia es tan fulminante que obliga a Francisco I a pedir la paz. Sería el tratado de Crépy. El Emperador había contado con la alianza de Enrique VIII, pero poco efectiva, pues el Rey inglés se había limitado a la con­quista de Boulogne. En Crépy Francisco I promete apoyar a Carlos V para que el Papa convoque el anhe­lado concilio de Trento. Y ése sería el primer notable resultado, pues el famoso concilio abriría sus puertas en Trento en 1545. Al año siguiente la muerte de Francisco I parece dejar a Carlos V con las manos más libres todavía y en condiciones de afrontar el último reto: la guerra con la poderosa liga alemana de los príncipes protestantes formada en Schmalkalden.

Para ese gran combate, que muchos tienen por im­posible, Carlos V reúne sus mejores tropas: un buen núcleo está reclutado en la misma Alemania. María de Hungría le ayuda con importantes contingentes de los Países Bajos. Y de España y de Italia le llegan los temibles tercios viejos, junto con formaciones auxilia­res italianas. Finalmente, para esta campaña Carlos V puede contar con su propio hermano Fernando. Y tiene grandes generales que le secundan, como el ale­mán Mauricio de Sajonia, y, sobre todo, como el du­que de Alba.

Será una guerra que se decidirá en dos campañas. En la de 1546, Carlos V va reuniendo poco a poco to­dos sus contingentes llegados de lugares tan dispersos, como de los Países Bajos, Alemania, Italia, España e incluso de Hungría. Sería el momento más difícil, hallándose al principio el Emperador a merced del ataque de las fuerzas de los príncipes protestantes que hacía tiempo tenían formado su propio ejército. Elu­diendo una prematura acción campal, en situación tan desventajosa, Carlos V supo, con hábiles marchas y contramarchas, poner en jaque al enemigo, hasta obligarle a licenciar sus tropas entrado el invierno: mientras que él resistía con sus soldados estoicamente aquel duro invierno. Al final de la campaña media Alemania quedaría ya a su merced.

Al año siguiente, en 1547, Carlos V decide dar un golpe decisivo y en la misma primavera de aquel año inicia una ofensiva sobre el curso medio del río Elba, que en una sola batalla le dará la más brillante de las victorias: Mühlberg.

La victoria fue aplastante: el ejército protestante vencido, sus tropas muertas o desbaratadas, sus prin­cipales jefes prisioneros, y entre ellos dos de sus ca­becillas: el príncipe elector de Sajonia y el landgrave de Hesse. Sería la victoria inmortalizada pocos años después por Tiziano en su famoso cuadro en el que nos presenta cabalgando a Carlos V por la campiña alemana, lanza en ristre.

La victoria de Mühlberg, la prisión de los principa­les jefes de la Liga de Schmalkalden y la muerte de al­gunos de sus rivales más destacados, como Francisco I y Lutero en 1546 y Enrique VIII en 1547, dejaba a Carlos V como el gran vencedor de una Europa que parecía bajo su dominio. Y ello cuando en el Perú ha­bía sido dominada la peligrosa rebelión de Gonzalo Pizarro. Así Carlos V se presentaba como el indiscuti­ble Emperador del viejo y del nuevo mundo.

Pero esa misma seguridad propició sus errores, por exceso de confianza. Las primeras grietas se abrie­ron en el seno de la alianza familiar con los Aus­trias de Viena. Felipe II ambicionó entrar en la su­cesión al Imperio; en principio pareció apuntar a ser el nuevo Emperador, tras su padre, desbancando a su tío, Fernando; finalmente se conformó con for­zar un compromiso por el que a Carlos V sucede­ría su hermano Fernando (que era lo ya establecido, pues Fernando era rey de romanos desde 1531), pero tras Fernando el cetro imperial volvería a España, quedando Maximiliano de Viena relegado al cuarto lugar, tras Felipe II; ésos serían los acuerdos firmados en Augsburgo en 1551, y en los que tuvo que mediar, como pacificadora, María de Hungría, a quien todos respetaban. Pero era un acuerdo forzado, que provo­caría la animadversión de los Austrias de Viena, rom­piéndose una alianza que había llevado a Carlos V a la cumbre. Añádase el hondo malestar provocado en Alemania, ante la noticia de que se estaba tramando el que un príncipe español rigiera los destinos del Impe­rio. Era la oportunidad para que la política francesa, llevada por el nuevo rey Enrique II, urdiera la gran alianza contra Carlos V; cosa nada de extrañar, pues Enrique II había sido uno de los rehenes dejados por Francisco I en España, tras el tratado de Madrid, y había estado tres años como prisionero en el castillo de Sepúlveda, anidando desde entonces un rencor a España, en general, y a Carlos V, en particular. Buscó la alianza de los príncipes alemanes e incluso de Fer­nando y Maximiliano de Austria. En 1552 estalló la conjura: Mauricio de Sajonia, el antiguo soldado fiel a Carlos V, uno de los jefes más notables del ejér­cito imperial, se sublevaba y se abalanzaba sobre Inns­bruck, sede de Carlos V, para coger prisionero al Em­perador, quien sólo pudo escapar mediante una fuga precipitada por los Alpes nevados. Y aquel mismo año, Enrique II invadía la frontera alemana y se apo­deraba de Metz, Toul y Verdún.

La réplica de Carlos V no se hizo esperar. Pidió un nuevo esfuerzo a España y con los hombres y el dinero que le mandó Felipe II, reorganizó su ejér­cito. La muerte de Mauricio de Sajonia le permitió concentrar sus esfuerzos en la recuperación de las plazas tomadas por Enrique II; pero la gota le tuvo inmovilizado más de un mes, y cuando se presentó al fin ante Metz ya era entrado el invierno, teniendo que levantar el asedio en enero de 1553. Al año si­guiente tuvo que rechazar, a duras penas, los ata­ques de Enrique II sobre la frontera belga. Y cuando todo parecía perdido, con un Carlos V cada vez más enfermo y más envejecido, incapaz ya de ser el rey-soldado que tantas victorias había conseguido, un nuevo suceso vino a darle un respiro: el ascenso al trono de Inglaterra de María Tudor. La diploma­cia carolina se empleó a fondo y consiguió un éxito que parecía nivelar la situación: la boda de Felipe II con la nueva reina de Inglaterra en 1554. Al año siguiente, la muerte de aquella olvidada cautiva de Tordesillas, Juana la Loca, permitiría al Emperador realizar un viejo proyecto: su abdicación. Firma con la Francia de Enrique II unas treguas (Vaucelles, 1555) y prepara las solemnes jornadas de Bruselas (25 de octubre de 1555), donde ante los Estados Generales de los Países Bajos pronuncia su memo­rable discurso de abdicación: había hecho todo lo humanamente posible para gobernarlos bien y jus­tamente, pero las fuerzas le faltaban para seguir su misión, por lo que era consciente de que tenía que abandonar el poder.

Eso rezaba, de momento, para los Países Bajos. En enero de 1556 lo haría con las coronas de sus reinos hispanos. Sólo a petición de su hermano Fernando, tardaría algo más para la corona imperial. Liberado al fin del poder cuando apuntaba el otoño de 1556, embarca con dirección a España. Al desembarcar en Laredo, mostraría su emoción: iba camino de su re­tiro extremeño, para bien morir. Tras unos meses en Jarandilla, al fin llegaría a su palacete construido a la vera del monasterio jerónimo de Yuste, en febrero de 1557. Allí encontraría, a medias, la paz que anhelaba; a medias, porque Felipe II seguía pidiendo su con­sejo y su intervención, y porque las noticias de nuevas guerras y de nuevas alteraciones llegaban hasta Yuste y alteraban su sosiego.

En el verano de 1558 unas fiebres palúdicas le ata­caron fuertemente. Era el final.

El 21 de septiembre de 1558 Carlos V murió en Yuste. El sempiterno viajero, el rey-soldado, el gran defensor de Europa, contra la enemiga turca y con­tra los disidentes internos, dejaba de existir. Pero lo­gró que su imagen quedara para siempre reflejada en el luminoso cuadro de Tiziano, cabalgando sobre los campos de Europa, lanza en ristre, para defenderla de todos sus enemigos. De ahí que Carlos V se presente como un precursor de la Europa actual.

Pero Carlos V es también señor del Nuevo Mundo; el único en toda la Historia que se puede titular Em­perador del Viejo y del Nuevo Mundo. Cierto que la expansión española en Indias escapa, muchas veces, a la acción del Estado. Pero en todo caso existen un órgano institucional, unas normas, y un estímulo y todo eso se concretó en los tiempos del César. No hay que olvidar que es entonces cuando surge el Consejo de Indias, que tantas leyes y tantas ordenanzas esta­bleció para canalizar la acción expansiva en América.

Y estaba también el espíritu con que aquellos con­quistadores emprendieron aquella gigantesca tarea: unos cientos, en ocasiones, para lanzarse a la con­quista de imperios de tan fabulosas riquezas como el azteca en México, y aún más el de los incas con su núcleo en Perú.

Y ese espíritu lo proclaman los mismos conquista­dores. Cuando Hernán Cortés se adentraba por las tierras mexicanas, al encontrar resistencia en algunos de sus compañeros, les decía, como recuerda en sus cartas al Emperador:

 “Que mirasen que eran vasallos de Vuestra Alteza y que jamás los españoles en nin­guna parte hubo falta y que estábamos en disposición de ganar para Vuestra Magestad los mayores reinos y señoríos que había en el Mundo [...]” ¿Ycuál fue el resultado?: “[...] y les dije otras cosas que me pareció decirles de esta calidad, que con ellas y con el real fa­vor de Vuestra Alteza cobraron mucho ánimo y los atraje a mi propósito y a hacer lo que yo deseaba, que era dar fin a mi demanda comenzada”.

De modo que Carlos V no estaba ausente en la gran empresa de la conquista de las Indias, que bá­sicamente se realiza bajo su reinado. Es la época de Hernán Cortés, Pizarro, Almagro, Alvarado, Ji­ménez de Quesada y tantos otros. Entre 1519 y 1521 Hernán Cortés conquista el Imperio Azteca, preci­samente por las mismas fechas en que Carlos V era elegido y coronado Emperador de Alemania. Una sincronización que es destacada por el propio con­quistador:

 “[...] Vuestra Alteza [...] se puede intitular de nuevo Emperador de ella y con título y no menos mérito que el de Alemaña, que por la gracia de Dios Vuestra Sacra Magestad posee” (Cartas de relación citadas). 
En 1535, cuando Carlos V acomete la em­presa de Túnez, es también el mismo año en el que Pizarro funda la ciudad de Lima, con la que se afianza el dominio sobre el imperio incaico.

Pero no sólo la figura y personalidad de Carlos V hay que unirla a la época de la conquista de las In­dias Occidentales. Es también en su tiempo y bajo su mandato cuando se acomete la mayor hazaña de aquel siglo: la primera vuelta al mundo iniciada por Magallanes y terminada por Juan Sebastián Elcano.

Todo eso es lo que da un signo tan particular de espectacular grandeza a la obra imperial de Carlos V. Mientras él defiende a la Cristiandad en el Viejo Mundo, los españoles extienden ese cristianismo en su nombre y bajo su mandato en el Nuevo.

Carlos V tiene una formación humanista ensalza­dora de las grandes figuras de la Antigüedad. De ahí que al convertirse en el prototipo del rey-soldado de su tiempo, tenga un modelo que imitar: Julio César. De hecho, de los pocos libros que llevaba consigo en su continuo ir y venir por sus dominios de la Europa Occidental, el que siempre le acompañaba era el de Los comentarios de Julio César. Por supuesto que era aficionado, como lo era toda aquella sociedad, a los libros de caballerías, y en particular al de Olivier de la Marche (el que había sido preceptor de su padre), Le chevalier délibéré. En su formación cultural podría decirse que prevalecía su amor a la música por encima de las otras artes, de ahí que, en su retiro de Yuste, exija que los monjes jerónimos de aquel monasterio fueran buenos cantores.

Es de destacar, como una nota muy particular del Emperador, su rendido amor a su esposa la empera­triz Isabel de Portugal; de modo que al enviudar, trate de mantener su recuerdo con los cuadros que encarga a su pintor de cámara, Tiziano. De ella tendría cinco hijos pero sólo le vivirían tres: Felipe, María y Juana; esto es, su sucesor Felipe II, María (la futura Empera­triz, esposa de Maximiliano II de Austria), y la prin­cesa Juana, la que sería madre del rey Sebastián de Portugal.

Pero no hay por qué silenciar que Carlos V tuvo otros amores, de los que saldrían no pocos hijos na­turales. Dos destacarían con un gran protagonismo: Margarita de Parma, que había cogido bajo su protec­ción la tía del Emperador Margarita de Austria (y de ahí su nombre) y el famosísimo Juan de Austria. Y es de anotar que esos dos lances amorosos los tiene el Emperador, el primero en su juventud, antes de ca­sarse con la emperatriz Isabel, y el segundo cuando ya hacía no pocos años que había enviudado.

 

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 Margarita de Austria.

 
Aldo  Ahumada Chu Han 

conocida como Margarita de Parma, (Oudenaarde, Flandes, 28 de diciembre de 1522 - Ortona, Nápoles, 18 de enero de 1586), fue hija natural de Carlos I de España y de Johanna Maria van der Gheynst.​ Fue duquesa consorte de Florencia y Parma y gobernadora de los Países Bajos.

Biografía

Su madre, Johanna, sirvienta de Charles de Lalaing, señor de Montigny, era flamenca. El rey Carlos I de España, en la única referencia personal en su testamento, declaró que «estando en estas partes de Flandes, antes que me casase y desposase, hube una hija natural que se llama Madama Margarita». Poco después de su nacimiento, Margarita fue confiada a la familia Douwrin durante algún tiempo.
Su destino habría sido crecer como una hija natural más, sin privilegios o poder y con un obscuro porvenir. Sin embargo, se vio encumbrada gracias a su tía-abuela, Margarita de Austria, gobernadora de los Países Bajos desde 1507, la cual decidió encargarse de su educación. Después de la muerte de Margarita, en 1530, le sucedió como gobernadora su tía María de Austria, reina-viuda de Hungría, la cual también tomó la tutela de la pequeña Margarita, su sobrina carnal.

Duquesa de Florencia

Los convulsos asuntos de Italia y la lucha de poderes con el rey Francisco I de Francia estaban en plena efervescencia en la década de 1520. En 1527, viéndose cercado después del saqueo de la Ciudad Eterna, el Papa Clemente VII finalmente aceptó firmar la paz con el emperador Carlos V de Alemania, el cual como parte del trato debió reponer a los Medicis en el gobierno de Florencia en la persona de Alejandro de Médicis -aparentemente hijo natural del Papa con una sirvienta negra-. Como manera de conservar la lealtad del papa de manera definitiva, se acordó el compromiso de Alejandro con Margarita, de apenas cinco años de edad. El 9 de julio de 1529, Margarita fue legitimada por su padre a ruego de su tía-abuela, Margarita de Austria.
Alejandro de Médicis no entró formalmente en Florencia como su duque soberano hasta el 5 de julio de 1531; nueve meses más tarde, en abril de 1532, el emperador elevó a Florencia al rango de ducado hereditario.
El 29 de febrero de 1536 se celebró el enlace entre Alejandro de Médicis y Margarita de Austria en Nápoles.​La novia, para entonces de apenas 13 años, tuvo que soportar desde el comienzo de su matrimonio la indiferencia de su marido, el cual permanecía fielmente al lado de su único amor, Taddea Malaspina, la cual le había dado dos hijos.
Once meses más tarde, el 6 de enero de 1537,​ Alejandro fue asesinado por un primo lejano y Florencia pasó a manos de una nueva rama de los Médicis. Viuda con apenas 14 años, Margarita regresó a los Países Bajos al lado de su tía María, donde permaneció hasta que su padre decidió una nueva alianza italiana para ella.

Duquesa de Parma

En el año 1539, Margarita contrajo matrimonio con Octavio Farnesio, duque de Parma; desde ese entonces se la conoce como Margarita de Parma.​ De esta unión matrimonial nació Alejandro Farnesio.

Gobernadora de los Países Bajos.

En el año 1559, Margarita de Parma fue nombrada gobernadora de los Países Bajos,​ en medio de una difícil y convulsionada situación, ya que el protestantismo calvinista estaba extendiéndose con fuerza en aquellos dominios españoles.
En esos países existían constantes problemas internos, una alarmante situación económica, problemas sociales y continuos complots de la nobleza: a eso había que añadir que la política de su medio hermano, el rey Felipe II de España, causó grandes estragos en la gobernación de los Países Bajos.
En el mes de agosto del año 1567, estallaron una serie de disturbios y protestas. Margarita de Parma no recibió ningún apoyo por lo que tuvo que recurrir a la diplomacia para separar a la nobleza del levantamiento popular.
Una vez logrado esto, el levantamiento empezó a ser sofocado, aunque demasiado tarde según el criterio de Felipe II, quien nombró a Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba de Tormes (descendiente del rey Alfonso XI de Castilla) para reemplazar a su media hermana Margarita en la gobernación de los Países Bajos.

Escudo de Margarita de Parma (hija natural del emperador Carlos V, Carlos I como rey de España) antes de su matrimonio. Margarita de Parma, hija [natural] de Carlos V, llevaba simplemente un partido de Austria y Borgoña antiguo. MENÉNDEZ-PIDAL

  
Parma, Margarita de. Duquesa de Parma (II). Oudenarde o Tournai (Bélgica), X-XII.1521 – Ortona (Italia), 18.I.1586. Gobernadora de los Países Bajos y del Condado de Borgoña.

Nacida entre octubre y diciembre de 1521 en Oudenarde o Tournai. Hija del emperador Carlos V y de Juana van der Gheynst, dama de confianza de la señora baronesa de Montigny en el período en el que Carlos V se alojó en el castillo del conde Carlos de Lalain, barón de Montigny y Escornay durante el sitio de Tourney. Su primera infancia transcurrió confiada a una familia de Bruselas (los Douvin). A los siete años, tras ser legitimada, la responsabilidad de su educación y crianza pasó a la entonces regente de los Países Bajos, duquesa de Saboya y tía de Carlos V, Margarita de Austria (1480-1530). Ésta a su vez, al cesar en la regencia, la confió a la nueva gobernadora María de Hungría (1505-1558), hermana del Emperador.
Doña María la hizo educar con esmero. Aprendió francés, italiano, flamenco, castellano, latín, pintura y música. Tocaba el arpa, entre otros instrumentos, y fue una buena amazona.
Desde el convenio suscrito entre Carlos V y el papa Clemente VII (Julio de Médicis) en 1529, quedó acordado que Margarita contrajera matrimonio con un pariente del Pontífice, el I duque de Florencia, Alejandro.
El 28 de febrero de 1536, tras cumplir catorce años, se verificaron las bodas en Nápoles entroncando así la casa de Julio de Médicis con la del Emperador. El talante personal corrupto y violento de Alejandro de Médicis fue insufrible para Margarita que, a poco de casada, se retiró a la residencia de Elena de Toledo, la hija del virrey de Nápoles, el duque de Alba, en cuya casa había permanecido casi tres años (1533-1535) al llegar a Italia desde Flandes. Poco después su esposo murió víctima de una conjura urdida dentro de la propia familia Médicis. Tras enviudar, Margarita permaneció en Toscana; primero en Florencia y más tarde en Prato, protegida por el cardenal Cibo. Recibió oferta de matrimonio del nuevo duque, Cosme de Médicis, pero en su nómina de pretendientes figuraban también Carlos de Angulema, tercer hijo de Francisco I de Francia, y Alfonso d’Este. Sin embargo, en el esquema de las relaciones diseñadas por el Emperador con los estados italianos, su hija estaba destinada a ser el medio para estrechar lazos con el Pontificado, razón por la que fue prometida en 1538 al príncipe Octavio Farnesio, de trece años, prefecto de Roma y nieto del nuevo papa Pablo III (1534-1549). Este nuevo matrimonio, desigual respecto a la madurez mental de los contrayentes, generó, al principio, rechazo en Margarita.
Dos años después del enlace, el duque Octavio partió con Carlos V a la empresa de la conquista de Argel ausentándose de Roma durante dos años. A su vuelta, Pablo III concedió al padre de Octavio, Pedro Luis Farnesio, el ducado de Parma y Piacenza, confirmando, además, a Octavio en el ducado de Castro. El 27 de agosto de 1545 la princesa Margarita dio a luz a dos mellizos, Alejandro (1545-1592) y Carlos que murió siendo niño.
Los beneficios concedidos por Pablo III a Pedro Luis Farnesio rompieron el difícil equilibrio existente entre los distintos estados italianos. Esta situación densa desembocó finalmente en un violento episodio protagonizado por Ferrante Gonzaga en diciembre de 1547, en el que el suegro de Margarita fue asesinado.

Su marido, Octavio Farnesio, reclamó entonces su derecho a heredar el ducado de Parma, pero Pablo III no quiso confirmarlo y, de hecho, ordenó a los Orsini que ocuparan el fuerte parmesano. Octavio viajó entonces a Milán y planteó a Ferrante Gonzaga —ejecutor de su padre— que actuara de mediador para concluir una alianza con Carlos V, rompiendo los lazos políticos que le unían con el papado. Ante esta situación de fuerza, Pablo III no tuvo más remedio que reconocerle los derechos sobre Parma y Piacenza, pero el nuevo pontífice Julio III (1550- 1555) fraguó poco después una alianza con el Emperador para expulsar a Octavio del ducado. Según este acuerdo, la Casa de Austria tendría infeudadas de la Santa Sede las villas de Parma y Piacenza. Carlos V ocupaba esta última plaza desde 1547 y exigió a Octavio Farnesio la cesión de Parma. El duque propició una alianza con Francia y el 27 de mayo de 1551, Enrique II lo tomó bajo su protección y le prometió soldados además de un subsidio anual de 12.000 escudos de oro. Como respuesta el Emperador confiscó las rentas que Margarita de Parma disfrutaba en el Reino de Nápoles. Julio III, por su parte, declaró en rebeldía a Octavio, lo despojó de todos sus títulos y le declaró la guerra. Las tropas imperiales coaligadas con las pontificias asediaron Parma aunque Carlos V dio orden al jefe del cerco para que su hija pudiera salir libremente de la ciudad. Margarita no aceptó la oferta, permaneciendo al lado de su marido. Finalmente, en mayo de 1552, la lucha entablada en solitario por Octavio contra los intereses papales e imperiales en conjunción se saldó con el reconocimiento definitivo del derecho de los Farnesio a Parma. Varias razones contribuyeron a este desenlace, entre ellas, que la ciudad se encontrara en la ruta obligada hacia Trento. El cerco a la ciudad parmesana interceptaba el camino hacia la sede del concilio y tanto Carlos V como Julio III tenían gran interés en que éste se celebrara por fin. Piacenza, sin embargo, permaneció en poder de los imperiales. A pesar de la crisis política que enfrentó a los Farnesio con el Emperador, las relaciones entre padre e hija no quedaron rotas, como prueba la numerosa correspondencia existente entre ambos, en la que Margarita, en medio de aquella tensión política, daba a su padre noticias concretas y personales de la familia, tanto de su nieto Alejandro como del propio Octavio.

Tras el acceso a la silla pontificia de Pablo IV (1555), antes cardenal Juan Pedro Caraffa y decidido partidario de los Farnesio, la cuestión de Piacenza seguía estando pendiente. Margarita partió junto con su hijo, en diciembre de 1556, a Bruselas para entrevistarse con el Emperador y el príncipe Felipe. Presenció la ceremonia de abdicación de los derechos de Carlos V sobre Felipe II y en la primavera de 1557 embarcó con su hermanastro para asistir en Londres a la boda de éste con María Tudor. Margarita se atrajo el aprecio de la reina de Inglaterra, con la que mantuvo contacto epistolar tras su partida. En el viaje de regreso acompañó de nuevo a Felipe II y obtuvo de él un arreglo en el contencioso que su esposo mantenía respecto a Piacenza. Felipe II ofreció su protección a los Farnesio y encomendó al duque de Alba la negociación concreta para alcanzar un acuerdo. En las conversaciones que Fernando Álvarez de Toledo y Octavio Farnesio celebraron, se acordó que el joven Alejandro marchara a España, donde se educaría junto con su tío Juan de Austria. También se decidió establecer con carácter permanente una guarnición española en la fortaleza de Piacenza que quedaría a partir de entonces en manos de los Farnesio. De este modo la familia se insertó en el sistema augsbúrgico y por algunos decenios permaneció como un contrapeso de cierta eficacia con la Florencia de los Médicis en Italia. Meses después Felipe II, hallándose todavía en Bruselas, propuso a Margarita ocuparse de la regencia de los Países Bajos, vacante por la dimisión del duque de Saboya. Esta elección resultaba idónea por ser Margarita natural de aquellos estados y haber sido educada al lado de María de Hungría.

El 7 de agosto de 1558, los Estados Generales de los Países Bajos recibieron por gobernadora a la duquesa de Parma. Entre su séquito, ejerciendo de secretario, se hallaba el hijo del autor de El Príncipe, Tomás de Maquiavelo. Una vez establecida en Bruselas, Margarita gobernó asesorada por un Consejo de Estado encargado de los asuntos de política interna y de los exteriores, de un Consejo de Finanzas y de un Consejo de Cámara que tenía responsabilidad en temas judiciales; tres organismos creados en 1551. El de Estado estaba compuesto, entre otros, por el marqués de Berghes, un letrado de origen frisio llamado Viglius, Guillermo el Taciturno, príncipe de Orange, el conde de Egmont, Montmorency, el conde de Horn, el noble valón Berlaymont, que ejercía además de presidente del Consejo de Finanzas, y Antoine Perrenot, obispo de Arrás desde 1540, arzobispo de Malinas a partir de 1560 y cardenal en 1561, conocido desde entonces como el cardenal Granvela, hijo del principal consejero de Carlos V y primer ministro de la Regente. A pesar de la existencia de este entramado de gobierno, el poder ejecutivo estaba en manos de Felipe II, ya que el Rey encargó a su hermana, en unas instrucciones secretas, que le escribiera para informarle de todos los asuntos importantes, ordenándole que, dentro de lo posible, no tomase decisión alguna sin consultarle primero. El Rey otorgó además una posición especial a Granvela, quien mantenía correspondencia directa con Felipe II y daba a sus colegas cumplidas noticias de las opiniones del Rey. También se asignó a Margarita un secretario privado, Tomás de Armenteros, primo de Gonzalo Pérez y estrechamente vinculado, por tanto, al secretario de Estado de Felipe II.

Berlaymont, Viglius y Granvela formaron un consejo dentro del Consejo conocido como “la consulta”, en el que se discutían las decisiones importantes en contradicción muchas veces con la opinión del resto de los nobles pertenecientes al Consejo de Estado. La princesa intentó situarse en ocasiones por encima de las discordias internas del órgano asesor e incluso los propios orangistas reconocieron su prudencia, tacto político y habilidad diplomática. Una prueba de este talante la dio en 1561 cuando tuvo que enviar apresuradamente a Roma a su secretario Tomás de Maquiavelo, ya que el Papa pretendía excomulgar al príncipe de Orange por noticias particulares recibidas desde Flandes —remitidas probablemente por Granvela— que le señalaban como colaborador de los calvinistas.
Este talante conciliador ha sido interpretado por algunos historiadores como una falta de energía en las acciones de gobierno.

Con un trasfondo de crisis financiera y religiosa, los nobles y magnates de aquellos territorios desencadenaron durante su mandato (1558-1567) una crisis de graves consecuencias políticas. Las dificultades en el ejercicio de su nueva responsabilidad comenzaron muy pronto. La duquesa debió gestionar, entre otros problemas, una gran deuda derivada de las guerras con Francia que engullía no sólo los recursos procedentes de Castilla, sino las rentas ordinarias y extraordinarias de los Países Bajos; 800.000 florines anuales se pagarían durante nueve años según la concesión que habían hecho los Estados Generales. Era un dinero necesario que, sin embargo, se retenía cada vez que las asambleas provinciales consideraban que se había infligido un ataque contra sus privilegios, sirviendo además las negativas de caja de resonancia contra la política de Felipe II. El primero de estos episodios se produjo cuando el propio Rey salió de tierras neerlandesas y decidió establecer tropas españolas en la frontera sur para prevenir un posible ataque francés. Las autoridades locales interpretaron que aquella presencia era un agravio para sus libertades.
Las asambleas de cada una de las provincias se negaron a pagar servicios hasta que las tropas españolas no abandonasen sus territorios. Sin la aportación de los fondos locales, algunos destacamentos comenzaron a estar mal abastecidos y se amotinaron, mientras que las poblaciones afectadas dieron muestras públicas de descontento. Finalmente, el 10 de enero de 1561 la crisis quedó resuelta temporalmente al conseguir la gobernadora que Felipe II accediera a retirar las guarniciones españolas establecidas en Flandes y el Artois.

Muy pronto, otro acontecimiento desató una nueva situación de malestar. En ese mismo año de 1561 se publicó una bula papal que imponía una reorganización eclesiástica en los Países Bajos. Las teorías de Erasmo y sus próximos sobre una reforma de la Iglesia desde dentro a partir de la exaltación del espíritu de piedad, ilustración y concordia, habían calado hondo en esos territorios. La influencia erasmista sobre las clases cultas fue grande y persistía a pesar de la aparición desde 1520 de reformadores más radicales. Contra ellos (luteranos, anabaptistas, mennonitas), Carlos V emitió sus edictos (placards). Pero a excepción de los luteranos, las nuevas sectas no lograron conectar con la aristocracia bátava que, sin embargo, no veía con buenos ojos la persecución física por causas religiosas. En 1525, y también entre 1551 y 1552, se habían hecho propuestas para incrementar el número de obispados en los Países Bajos con el objetivo de frenar el avance protestante, pero cuando Carlos V transfirió el poder a Felipe II nada se había hecho en este sentido, pues seguían existiendo sólo cuatro diócesis dependientes de las provincias eclesiásticas de Reims y Bolonia (ambas fuera de los territorios de la Monarquía hispánica) con una población estimada de unos tres millones de habitantes. Fue en mayo de 1559 cuando se llegó a un acuerdo entre el Papa y Felipe II para crear catorce nuevas diócesis que se añadirían a las existentes. Casi al mismo tiempo, y por primera vez, los predicadores calvinistas, apoyados desde Ginebra, Alemania e Inglaterra, comenzaron a aparecer en número considerable y consiguieron hacer un gran número de conversos entre la nobleza.
La presencia de hugonotes en la frontera sur francesa supuso también un apoyo para sus correligionarios de los Países Bajos. Desde un punto de vista social, a partir de entonces el calvinismo asumió un carácter de respetabilidad que las sectas anabaptistas nunca tuvieron. Margarita de Parma describía esta situación cuando afirmaba que “la herejía crece aquí en proporción a la situación en nuestros países vecinos”.
Los acuerdos de 1559 se materializaron en una bula emitida en 1561 que pretendía dar una mejor organización a una Iglesia católica notoriamente débil y materialmente mal dotada. Por ella los Países Bajos estarían divididos a partir de entonces en tres provincias eclesiásticas independientes —Cambrai, Utrecht y Malinas—, constituidas en arzobispados que a su vez incluirían en Cambrai: Arras, Namour, Saint-Ormer y Tournay; en Utrecht: Dewenter, Gröningen, Haarlem, Lemwade y Nudelburg, y en Malinas: Ambres, Bois-le-Duc, Brujas, Gante, Ruremonde e Iprés.

Las nuevas sedes se mantendrían con las rentas de varias abadías ricas y los obispos y principales canónigos serían escogidos por el Rey entre los teólogos destacados y los legistas canónicos. Los abades protestaron contra su pérdida de independencia y de rentas. Los nobles vieron como sus segundones eran desplazados de las lucrativas sinecuras eclesiásticas por letrados y clérigos de extracción social inferior. Un ejemplo evidente se vivió en los estados de Brabante, donde se reemplazó a sus tres abades por obispos realistas, entre ellos Granvela, que, además, en calidad de arzobispo de Malinas y cardenal, pasó a preceder en las reuniones del Consejo de Estado a los hasta entonces cabezas del organismo asesor, Egmont y Orange. En la misma calidad de prelado se convirtió también en la primera voz de la Asamblea de los Estados de Brabante.
Egmont y Orange se sintieron insultados y redactaron una carta de protesta que hicieron llegar al Rey. Los aristocráticos magnates sospechaban que si el Rey controlaba al completo la Iglesia de los Países Bajos, no sólo haría más efectiva la persecución religiosa, sino que en un corto espacio de tiempo podría prescindir de la colaboración de la alta nobleza en el gobierno de aquellos territorios.
Bajo la dirección de Orange, los magnates conformaron una alianza contra Granvela, al que culpaban de todas estas decisiones, y enviaron a Montigny a Madrid en el otoño de 1562 para pedir al Rey su sustitución.

Al mismo tiempo, desde los círculos calvinistas se insistía en que todas estas novedades incluían implícitamente el establecimiento del Santo Oficio, pues la bula establecía que dos canónigos pertenecientes a cada una de las diócesis prestarían servicio como inquisidores en los lugares de su jurisdicción.

Ante la resistencia de Felipe II a prescindir de su ministro, en marzo de 1563 varios de los nobles integrantes del Consejo de Estado, entre ellos Guillermo de Orange, el conde de Egmont, el de Horn, el marqués de Vergel, el conde de Mansfeld, el de Meschgen y el de Scornay, barón de Montigny, comunicaron a Margarita su decisión de dimitir, argumentando que no podían prestar su asistencia a un ministro como el cardenal Granvela que “conspiraba contra los privilegios del reino para que en estos territorios se implantara la Inquisición”. Por sugerencia de Horn, los opositores formaron una liga cuyos miembros, identificados por una librea monocolor, celebraban reuniones y banquetes en los que el cardenal era objeto de descalificaciones, insultos y mofas. Finalmente, en una carta fechada el 29 de junio comunicaron al Rey su decisión de abandonar el Consejo. A partir de entonces se mantuvieron alejados de la Corte. Al mismo tiempo, los estados de Brabante decidieron retener todos los tributos que debían pagar hasta que no se produjera la marcha del cardenal. Este hecho supuso la crisis de autoridad más grave que se había vivido hasta esos momentos. Margarita de Parma dio instrucciones a su secretario Tomás de Armenteros, el 12 de agosto de 1563 para que, en su nombre, ofreciera razones suficientes al Rey que le inclinaran a decidir la destitución de Granvela. Al día siguiente, y en contra de las instrucciones de Felipe II, dio curso favorable a una súplica de las abadías brabanzonas y aceptó entablar negociaciones entre los representantes de éstas y el Gobierno. Abriendo estas conversaciones, la Regente tomaba una medida política importante por propia iniciativa. Se ha argumentado que quizá también tuvo motivos personales contra Perrenot, ya que éste, en sus informes secretos, incluía en ocasiones comentarios críticos a su gestión. Margarita creía, además, que el cardenal no maniobró con la suficiente intensidad como para conseguir que su hijo Alejandro se casara con una Hagsburgo de la rama austríaca.

Mientras tanto en Madrid, Eraso y Ruy Gómez de Silva, que contaban con informes particulares proporcionados por residentes en los Países Bajos, maniobraron simultáneamente para que la caída de Granvela se produjera. Aunque desde Madrid Perrenot contaba con el apoyo del duque de Alba, Felipe II le invitó a retirarse a sus tierras borgoñonas en marzo de 1564.

La victoria de los magnates en los Países Bajos parecía completa. Los miembros dimitidos volvieron al Consejo de Estado colaborando con la Regente y las propuestas sobre la asimilación de las rentas de las abadías a los obispados quedaron en suspenso.
A cambio, los Estados de Brabante incrementaron el importe de su servicio. Pero en realidad poco había cambiado en el ambiente político. La facción de Granvela, aunque descabezada, seguía existiendo en Bruselas y sobre todo en Madrid y los Estados Provinciales se resistían a votar nuevos impuestos, aunque ahora los demandantes fueran Orange y sus partidarios y no el cardenal. La petición de incrementos fiscales coincidió además con una coyuntura económica general muy desfavorable. Miles de trabajadores textiles flamencos se vieron abocados al desempleo, por la prohibición decretada por Isabel I de exportar lana cruda para la elaboración de paños. Era la respuesta a un bloqueo decretado a su vez por Margarita de Parma sobre determinados productos ingleses. 
Desde los Estados Provinciales se insistía en que se convocaran los Estados Generales para tratar globalmente todos los problemas del país, incluido el de poner en práctica una política religiosa más tolerante. En este contexto, en agosto de 1564, llegaron órdenes de Felipe II para que se promulgaran los edictos de Trento. Margarita retrasó deliberadamente su publicación, mientras Egmont volvía a Madrid con el encargo del Consejo de Estado de solicitar moderación en la política religiosa. Tras el regreso del consejero, dos cartas de Felipe II dirigidas a Margarita, que llegaron a Bruselas en octubre de 1565, exigían que los edictos religiosos se cumplieran y que la Inquisición castigara rigurosamente a los herejes, insistiendo en que la Regente no podría convocar los Estados Generales hasta que la legalidad religiosa no se estableciera.

Margarita tardó una semana en publicar las órdenes del Rey para no arruinar los festejos por la boda de su hijo y en previsión de posibles desórdenes.

Tras la publicación de los edictos, los predicadores calvinistas intensificaron su actividad. También numerosos miembros de la nobleza inferior celebraron reuniones y finalmente redactaron un documento denominado el “Compromiso” que, firmado por unos cuatrocientos nobles tanto católicos como protestantes, casi todos de mediana o baja extracción, pero entre los que se encontraban también el hermano de Guillermo de Orange, Luis de Nasau, Carlos de Mansfeldt y el barón de Brederode, solicitaba la supresión de las actividades de la Inquisición y un cambio en la política religiosa. Este documento, respaldado por unos trescientos confederados armados que empezaron a llamarse a sí mismos “les Gueux” (mendigos), se presentó el 5 de abril de 1566 ante Margarita y, aunque el tono del escrito era leal, el hecho resultaba revolucionario, pues un grupo armado se había personado ante la hermana y representante suprema del Rey sin que nadie hubiera sido capaz de detenerlo. La combinación del descontento popular y de la organizada protesta aristocrática colocó a la Regente en una posición muy comprometida. Al día siguiente, Margarita impartió instrucciones a todos los magistrados y jueces para que —hasta nueva orden— mostraran mayor indulgencia con los acusados de herejía. Esta petición se reiteró en una circular del 9 de abril, aunque la publicación oficial debía retrasarse hasta que el Rey otorgara su aprobación formal.

En medio de esta crisis, los grupos sociales más desfavorecidos se rebelaron. Las condiciones económicas de los Países Bajos entre 1563 y 1566 habían empeorado.
La Guerra de los Siete Años (1563-1570) entre Dinamarca y Suecia supuso el cierre del Sound al tráfico comercial, lo que generó desempleo entre los asalariados. El invierno de 1565-1566 resultó muy riguroso y las cosechas fueron escasas, mientras el trigo polaco no llegaba. Los predicadores calvinistas excitaban a la población con vehementes denuncias de las riquezas de los clérigos y de las idolatrías practicadas en las iglesias. Las reuniones al aire libre con gentes armadas para escuchar los Evangelios y cantar los salmos se sucedían y, a través de ellas, se organizaron las iglesias reformadas. Ni los Grandes ni los confederados fueron capaces de controlar estos movimientos.
Margarita, temiendo la desestabilización, envió urgentes mensajes a las ciudades para organizar sus defensas y colocar guardas en las iglesias, pero los gobiernos municipales apenas respondieron. El 10 de agosto, coincidiendo con una nueva subida en el precio del cereal, la cólera de los más desfavorecidos se desató. La insurrección no pudo frenarse. En Steenvoorde (oeste de Flandes) penetraron en las iglesias, destrozaron las imágenes y se apoderaron de los ornamentos de oro y plata. La reacción iconoclasta se expandió y alcanzó a Amberes el 20 de agosto y a Gante y Ámsterdam el 22. La gobernadora no pudo reaccionar inmediatamente. Carecía de tropas y no sabía en quién podía confiar. Sin embargo, los católicos y los moderados firmantes del “Compromiso” quedaron impresionados por los efectos de la revuelta y manifestaron su lealtad hacia la Regente. Margarita consiguió convencerlos el 23 de agosto para que disolvieran su asociación, a cambio de la promesa de trabajar para abolir la Inquisición de los Países Bajos y moderar los edictos contra la herejía. En esta coyuntura, un miembro de la vieja generación de nobles borgoñones, el católico conde de Mansfeld, se convirtió en su consejero de confianza.
Felipe II envió dinero y Margarita reclutó tropas y comenzó una campaña armada para restituir la autoridad en los lugares sublevados, comenzando por Saint-Ormer a fines de agosto de 1566. Durante el otoño y el invierno siguientes, las bandas armadas de Brederode fueron dispersadas y los nobles católicos derrotaron a los movimientos populares calvinistas en el Flandes valón. Durante la primavera y el verano de 1567, muchos rebeldes buscaron refugio en Endem, Colonia, Francia e Inglaterra. Su salida era símbolo evidente de la derrota sufrida.

Una vez dominada la insurrección Margarita prometió que los que juraran de nuevo fidelidad al Rey estarían exentos de culpa. Lo hicieron los condes de Egmont y Horn, pero Orange, que había mantenido una actitud equívoca que le había hecho aparecer como traidor tanto a los ojos del Gobierno como a los de los calvinistas, se marchó a tierras alemanas para no verse en la obligación de hacerlo. La gobernadora escribió a Felipe II inclinándole a la clemencia y al espíritu de conciliación. Aseguraba que en el caso de tomar medidas extremas, se enquistarían para siempre el odio y la incomprensión en aquellas tierras. Sin embargo, en el verano de 1566 Felipe II decidió que para reafirmar su autoridad, a pesar de la derrota del movimiento, era necesario enviar a su mejor general, el duque de Alba, y a un copioso contingente de tropas experimentadas.
Margarita, convencida de que había acabado con la oposición, suplicó a su hermano que desistiera de tal proyecto. En agosto de 1567, un ejército de diez mil veteranos españoles bajo el mando del duque de Alba llegaba a las inmediaciones de Bruselas. Margarita, tras recibir al duque, optó por retirarse, abandonando su cargo de gobernadora de los Países Bajos.
Tras su regreso a Italia, permaneció apartada de la política, aunque en varias ocasiones se barajó la posibilidad de que volviera a ocupar el cargo de regente en aquellas tierras. En 1572 fue nombrada gobernadora de los Abruzos y, tras la muerte de Juan de Austria (1 de octubre de 1578), Felipe II volvió a proponerle el gobierno civil de los Países Bajos, reservando el militar a su hijo Alejandro, que ya se encontraba allí. A sus cincuenta años, Margarita de Parma inició viaje hacia Bruselas en el mes de marzo de 1580 y llegó a la capital belga a últimos de julio. Alejandro Farnesio, sin embargo, no deseaba compartir el poder con su madre y amenazó con abandonar su puesto si se imponía la fórmula del gobierno compartido. Finalmente, un Decreto Real de 31 de diciembre de 1581 le confería plenos poderes civiles y militares en los Países Bajos. A pesar de las repetidas solicitudes de Margarita para volver a Italia tras este episodio, no obtuvo el permiso de Felipe II hasta julio de 1583.
Pasó sus últimos años entre Aquila y Città-Ducale en viajes casi continuos. No regresó a Parma. Murió en la ciudad de Ortona, donde erigió su palacio a principios de 1586. Uno de los lemas funerales de su tumba, situada en la iglesia de San Sixto en Piacenza, venía a definir su talante en la acción de gobierno en los Países Bajos: “Aquella que gobernando Bélgica en nombre de Felipe, Rey de las Españas, consiguió la Paz” (Quae Philippi Hispaniarum regis fratis// nomine Belgio Mansuetudine prefuit).

 

Bibl.: M. Kervyn de Volkaersbeke (introd. y notas), Collection de Mémoires relatifs a l’histoire de Belgique, Bruxelles, Éditions Muquaratt, 1858-1874, 42 vols.; M. L. P. Gachard, Marguerite d’Autriche duchesse de Parma, Bruxelles, 1867; A. Reumont, “Margherita d’Austria duchessa di Parma”, en Archivio Storico Italiano, VI (1880), págs. 15-74; F. Rachfahl, Margaretha von Parma, Statthalterin der Niederlande, München, 1898; G. I. d’Onofrio, Il carteggio intimo di Margherita d’Austria Duchessa di Parma e Piacenza. Studio critico di documenti farnesiani, Napoli, Nicola Jovene, 1919; M. R. C. Bakhuizen van den Brink y J. S. Theissen, Correspondance française de Marguerite d’Autriche, duchesse de Parme, avec Philippe II, Utrecht, Kemink et fils, 1925; C. Pérez Bustamante, La correspondencia diplomática entre los Duques de Parma y sus agentes o embajadores en la Corte de Madrid, Madrid, Real Academia de la Historia, 1934; M. A. Romani y A. Quondam, Le corti farnesiane di Parma e Piacenza (1545-1622), Roma, Bulzoni, 1978; B. W. Meijer, Parma e Bruxelles. Commitenza e collezionismo farnesiani alle due corti, Parma, Silvana, 1988; G. Parker, España y la Rebelión de Flandes, Madrid, Nerea, 1989; P. del Negro y C. Mozarelli (eds.), I farnese. Corti, guerra e nobiltà in antico regime, Roma, Bulzoni, 1997.


  

Johanna Maria van der Gheynst (también llamada Jeanne Marie van der Gheynst, Johanna María van der Gheenst: c. 1500 - 15 de diciembre de 1541) fue desde 1521 a 1522, por un corto tiempo, la amante del emperador Carlos V y le dio una hija, Margarita de Parma, que fue gobernadora de los Países Bajos desde 1559 hasta 1567 y desde 1580 hasta 1583.

Biografía

Nació hacia el año 1500, posiblemente en Nukerke, población cercana a Audenarde (Oudenaarde, provincia de Flandes Oriental, Bélgica). Era hija de Gilles Johann van der Gheynst, un aristócrata fabricante de alfombras del lugar, con fama de honrado, y de Johanna van der Caye van Cocambi.
Los padres murieron cuando ella tenía 5 años, parece ser que en la epidemia de peste de 1505-1506. A esa edad, y para hacerse cargo de la huérfana, entró al servicio de Carlos de Lalaing, (barón y, más tarde, primer Conde de Lalaing), que era el gobernador de Audenarde (Oudenaarde) y señor de Montigny (más tarde conde de Montigny).
En otoño (otras fuente se refieren a primavera) de 1521, en una visita que realizó el también joven emperador Carlos V al castillo del gobernador, situado en Audenarde, con motivo de la reunión de la Orden del Toisón de Oro, la conoció. Dada su belleza, llamó la atención del emperador. La historia de pasión que siguió entre ratos de ocio y paseos por el Rihn, aun de corta duración (1521-1522), supuso el nacimiento de una hija, personaje de relevancia histórica que pasará a conocerse como Margarita de Parma, en recuerdo de la tía paterna de Carlos (Margarita de Austria, gobernadora de los Países Bajos).

Parece ser que Juana era una joven de voz hermosa, y que era una de las debilidades "físicas" del emperador. Algunos afirman que ésta fue la primera relación extramatrimonial que mantuvo el emperador; otros, la segunda tras su más que posible romance con Germana de Foix (viuda de su abuelo, Fernando el Católico y con la cual habría tenido una hija, Isabel) pero, sea como fuere, no la última, pues se le conocen hasta 5 hijos naturales, todos ellos con diferentes mujeres. Ninguna de estas relaciones se produjo durante su matrimonio con Isabel de Portugal. Margarita nació el 28 de diciembre de 1522, en las afueras de Audenarde (Oudenaarde), en la casa del tío materno de Johanna. No obstante, otras fuentes indican que nació en el castillo del gobernador de Audenarde.
El emperador nunca ocultó esta relación. Así, el 9 de julio de 1529, mediante escrito fechado en Barcelona, reconoció como hija a Margarita, lo que supuso que ésta llegase años después a ocupar altos cargos en los territorios de la monarquía y del imperio, entre ellos la de gobernadora de los Países Bajos durante el reinado de su hermanastro Felipe II de España.
El emperador concedió a Johanna una modesta pensión. El 13 de octubre de 1525, Johanna se casó con un jurista de nombre Jean van den Dyke (1500-1572), también van den Dijck, señor de Zandvliet y Berendrecht, caballero de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, miembro y consejero de la oficina de auditorías de Brabante. La pareja tuvo nueve hijos. Johanna murió en Bruselas, el 15 de diciembre de 1541.

Comentario.

Juana María van der Gheynst, nacida en el siglo XVI, fue una figura que, a pesar de su posición social, dejó una huella significativa en la historia. Su nombre se asocia principalmente a su relación con Carlos I de España, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, con quien tuvo una hija ilegítima: Margarita de Parma.
La vida de Juana María estuvo marcada por la discreción y la privacidad. Se sabe que era una sirvienta al servicio de Charles de Lalaing, señor de Montigny, y que su encuentro con Carlos I se produjo en Flandes, antes de que él se casara con Isabel de Portugal.
A pesar de la posición de Carlos I, Juana María no tuvo ningún privilegio ni reconocimiento oficial. Su hija, Margarita, fue criada por su tía abuela, Margarita de Austria, quien se encargó de su educación y la introdujo en la corte. Margarita se convirtió en una figura importante en la política europea, casándose con Alejandro de Médici, duque de Florencia, y posteriormente con Octavio Farnesio, duque de Parma.
Juana María, por su parte, desapareció del registro histórico. Su historia se reduce a una breve mención en el testamento de Carlos I, donde la reconoce como su hija natural. Su vida, llena de anonimato y marcada por la sombra de la ilegitimidad, nos ofrece un vistazo al lado menos conocido de la realeza, donde las relaciones fuera del matrimonio se mantenían en secreto y las mujeres que las protagonizaban quedaban relegadas a un segundo plano.
A pesar de su anonimato, Juana María tuvo un impacto indirecto en la historia a través de su hija Margarita. La vida de ambas mujeres, separadas por el destino, nos recuerda la complejidad de las relaciones humanas y la influencia que pueden tener las figuras más discretas en el curso de la historia.
A través de la historia de Juana María van der Gheynst, podemos comprender que la historia no solo se escribe en los grandes eventos y las figuras más poderosas, sino también en los pequeños detalles, en las vidas de personas que, a pesar de su anonimato, tuvieron un papel en el tejido social de su tiempo.



El emblema nacional de Corea del Norte, adoptado en septiembre de 1948, es un símbolo oficial del país.



Artículo 169
El emblema nacional de la República Popular Democrática de Corea lleva el diseño de una gran central hidroeléctrica bajo el Mt. Paektu, la montaña sagrada de la revolución, y la luz radiante de una estrella roja de cinco puntas, con espigas de arroz formando un marco ovalado, atado con una cinta roja con la inscripción «La República Popular Democrática de Corea».



Modelo más moderno.


El emblema, que forma un marco oval, lleva en su parte superior el Monte Paektu —considerado en Corea del Norte como un lugar sagrado—, y es coronado por una estrella roja de cinco puntas, en representación del Estado socialista. En el centro del emblema, una central hidroeléctrica con las espigas de arroz que pretende reflejar la fuerza de la industria y la agricultura del país, y la determinación del pueblo norcoreano por avanzar hacia el socialismo y el comunismo con una economía autosuficiente.
 El marco está delimitado por una cinta roja que lleva la inscripción Chosŏn Minjujuŭi Inmin Konghwaguk (República Popular Democrática de Corea) en caracteres Hangul..

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