—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

lunes, 30 de abril de 2012

91.-Antepasados del rey de España :Rey Felipe II de España.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Hernandez Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;  

Aldo  Ahumada Chu Han 

(Valladolid, 21 de mayo de 1527-San Lorenzo de El Escorial, 13 de septiembre de 1598), fue rey de España​ desde el 15 de enero de 1556 hasta su muerte, de Nápoles y Sicilia desde 1554 y de Portugal y los Algarves —como Felipe I— desde 1580, realizando la tan ansiada unión dinástica que duró sesenta años. Fue asimismo rey de Inglaterra e Irlanda iure uxoris, por su matrimonio con María I, entre 1554 y 1558.

Hijo y heredero de Carlos I de España e Isabel de Portugal, hermano de María de Austria y Juana de Austria, nieto por vía paterna de Juana I de Castilla y Felipe I de Castilla y de Manuel I de Portugal y María de Aragón por vía materna; murió el 13 de septiembre de 1598 a los 71 años de edad, en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, para lo cual fue llevado desde Madrid en una silla-tumbona fabricada para tal fin.
Desde su muerte fue presentado por sus defensores como arquetipo de virtudes, y por sus enemigos como una persona extremadamente fanática y despótica. Esta dicotomía entre la leyenda blanca o rosa y leyenda negra fue favorecida por su propio accionar, ya que se negó a que se publicaran biografías suyas en vida y ordenó la destrucción de su correspondencia. La historiografía anglosajona y protestante lo ha calificado como un ser fanático, despótico, criminal, imperialista y genocida minimizando sus victorias hasta lo anecdótico y magnificando sus derrotas en exceso. Basta como ejemplo la pérdida de una parte de la Grande y Felicísima Armada —llamada por sus enemigos la Armada Invencible— debido a un fuerte temporal, que fue transformada en una victoria inglesa.
Su reinado se caracterizó por la exploración global y la expansión territorial a través de los océanos Atlántico y Pacífico, llevando a la Monarquía Hispánica a ser la primera potencia de Europa y alcanzando el Imperio español su apogeo, convirtiéndolo en el primer imperio mundial ya que, por primera vez en la historia, un imperio integraba territorios de todos los continentes habitados del planeta Tierra.
Hombre austero, profundamente religioso y perfectamente preparado para las labores de gobierno, a las que consagró todas sus energías, «el Rey Prudente» asumió como deber insoslayable la defensa de la fe católica, y combatió tanto la propagación de la Reforma protestante en Europa como los avances del Imperio Otomano en el Mediterráneo. De este modo, aun sin aquella aspiración a formar un Imperio cristiano universal que guió los pasos de su padre, Felipe II hizo de nuevo frente a los turcos, a los que derrotó en la batalla de Lepanto (1571), y extendió hasta dimensiones nunca vistas los dominios del Imperio español con la incorporación de Portugal y de sus colonias africanas y asiáticas.
Pero los designios de consolidar la hegemonía en Europa toparon, como ya había ocurrido en el reinado de Carlos V, con la expansión del protestantismo y la oposición de las potencias rivales: las campañas militares para frenar las revueltas protestantes de los Países Bajos desangraron la hacienda española, y el intento de someter a Inglaterra se saldó con la derrota de la «Armada Invencible» (1588), fracaso en el que suele situarse el inicio de la posterior decadencia española.

Biografía

Sus maestros le inculcaron el amor a las artes y las letras, y con Juan Martínez Silíceo, catedrático de la Universidad de Salamanca, el futuro soberano aprendió latín, italiano y francés, llegando a dominar la primera de estas lenguas de forma sobresaliente. Juan de Zúñiga, comendador de Castilla, lo instruyó en el oficio de las armas. A los once años quedó huérfano de madre, lo que lo afectó hondamente y marcó para siempre su carácter taciturno.
El joven Felipe participó personalmente en la defensa de Perpiñán con sólo quince años, y a los dieciocho había tenido su primer hijo, Carlos, y había quedado viudo de su primera esposa, su prima doña María Manuela de Portugal. Durante el reinado de su padre asumió varias veces las funciones de gobierno (bajo la tutela de un Consejo de Regencia) por ausencia del emperador, en ocasiones en que la atención de Carlos V era absorbida por conflictos en los Países Bajos (1539) o en Alemania (1543), adquiriendo de esta forma una experiencia directa que complementó los valiosos consejos de su progenitor.
En 1554, el rey y emperador Carlos V le transfirió la corona de Nápoles y el ducado de Milán. Ese mismo año, la boda con María Tudor convirtió a Felipe II en rey consorte de Inglaterra. Finalmente, el fatigado emperador resolvió abdicar en favor de Felipe II, que entre 1555 y 1556 recibió las coronas de los Países Bajos, Sicilia, Castilla y Aragón. Austria y el Imperio Germánico fueron entregados al hermano menor de Carlos V, Fernando I de Habsburgo, quedando separadas las ramas alemana y española de la Casa de Habsburgo.


El Imperio español bajo Felipe II

Felipe II modernizó y reforzó la administración de la monarquía hispana, apartándola de las tradiciones medievales y de las aspiraciones de dominio universal que habían caracterizado el reinado de su padre. Los órganos de justicia y de gobierno sufrieron notables reformas, al tiempo que la corte se hacía sedentaria (capitalidad de Madrid, 1560). Desarrolló una burocracia centralizada y ejerció una supervisión directa y personal de los asuntos de Estado. Pero las cuestiones financieras le sobrepasaron, dado el peso de los gastos militares sobre la maltrecha Hacienda Real; en consecuencia, Felipe II hubo de declarar a la monarquía en bancarrota en tres ocasiones (1560, 1575 y 1596).
Alrededor del rey se disputaban el poder dos «partidos»: el de Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, y el que encabezaron primero Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, y más tarde Antonio Pérez. Las luchas entre ambas redes se exacerbaron a raíz del asesinato del secretario Juan de Escobedo (1578), culminando con la detención de Antonio Pérez y el confinamiento del duque de Alba. Desde entonces hasta el final del reinado dominó el poder el cardenal Granvela, coincidiendo con la época en que, gravemente enfermo, el rey se alejó de los asuntos de gobierno y delegó parte de sus atribuciones en las «Juntas» de nueva creación.

La política exterior



La división de la herencia de Carlos V facilitó la política internacional de Felipe II: al pasar el Sacro Imperio Germánico a manos de Fernando I de Habsburgo, España quedaba libre de las responsabilidades imperiales. En política exterior, Felipe II hubo de abandonar el proyecto de alianza con Inglaterra a causa de la temprana muerte de María Tudor (1558). Las victorias militares de San Quintín (1557) y Gravelinas (1558) pacificaron el recurrente conflicto con Francia (Paz de Cateâu Cambrésis, 1559); el pacto quedó reforzado con el matrimonio de Felipe II con la hija de Enrique II de Francia, Isabel de Valois. Los inicios de su reinado no podían ser más prometedores: Francia, que había sido la perpetua potencia rival de Carlos V, dejaba de ser el principal problema para España.
En consecuencia, Felipe II pudo orientar su política exterior hacia el Mediterráneo, encabezando la empresa de frenar el poderío islámico representado por el Imperio Otomano; esta empresa tenía tintes de cruzada religiosa, pero también una lectura en clave interna, pues Felipe II hubo de reprimir una rebelión de los moriscos de Granada (1568-1571), musulmanes de sus propios reinos que habían apelado al auxilio turco. Para conjurar el peligro, Felipe formó la Liga Santa, en la que se unieron a España Génova, Venecia y el Papado. La resonante victoria que esta alianza cristiana obtuvo sobre los turcos en la batalla naval de Lepanto (1571) quedó reafirmada en los años posteriores con las expediciones al norte de África.

La batalla de Lepanto.

A finales de la década de 1570, distraída la atención de los turcos por la presión persa en el este, disminuyó la tensión en el Mediterráneo. Ello permitió a Felipe II reorientar su política hacia el Atlántico y atender a la grave situación creada por la sublevación de los Países Bajos contra el dominio español, alentada por los protestantes desde 1568; a pesar del ingente esfuerzo militar que dirigieron, sucesivamente, el duque de Alba, Luis de Requeséns, don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, las provincias del norte de los Países Bajos se declararon independientes en 1581 y ya nunca serían recuperadas por España.
La orientación atlántica de la Monarquía dio como fruto la anexión del reino de Portugal a España en 1580. Aprovechando una crisis sucesoria, Felipe II hizo valer sus derechos al trono lusitano mediante la invasión del país, sobre el que reinó como Felipe I de Portugal, sometiéndolo a la gobernación de un virrey. Con la incorporación de Portugal y, en consecuencia, de sus numerosas posesiones en África y Asia, el Imperio español alcanzó su mayor expansión territorial: la península, los dominios europeos y mediterráneos y las colonias españolas y portuguesas en América, África, Asia y Oceanía componían aquel vasto imperio en el que nunca se ponía el sol.
Aprovechando las guerras de religión, el monarca español se permitió también intervenir entre 1584 y 1590 en la disputa sucesoria francesa, apoyando al bando católico frente a los protestantes de Enrique de Navarra (el futuro Enrique IV de Francia). Felipe II intentó sin éxito poner en el trono francés a su hija Isabel Clara Eugenia, nacida de su matrimonio con la hija de Enrique II de Francia, Isabel de Valois, pero consiguió que Enrique IV abjurase del protestantismo (1593), quedando Francia en la órbita católica.
La mayor presencia española en el Atlántico acrecentó la tensión con Inglaterra, manifestada en el apoyo inglés a los rebeldes protestantes de los Países Bajos, el apoyo español a los católicos ingleses y las agresiones de los corsarios ingleses (con el célebre Francis Drake a la cabeza) contra el imperio colonial español. Todo ello condujo a Felipe II a planear una expedición de castigo contra Inglaterra, para lo cual preparó la «Grande y Felicísima Armada», que, a raíz de su fracaso, fue burlescamente rebautizada como la «Armada Invencible» por los británicos.
Compuesta por ciento treinta buques, ocho mil marineros, dos mil remeros y casi veinte mil soldados, la Armada zarpó del puerto de Lisboa en mayo de 1588 con destino a Flandes, donde las tropas habían de engrosarse aún más. En su primer encuentro con el enemigo en el mes siguiente se demostró fehacientemente la superioridad técnica de los ingleses, cuya artillería aventajaba de manera notoria a la española. Tras algunas desastrosas batallas en el mar del Norte, la Armada regresó, pero en el camino de vuelta halló fuertes galernas que provocaron numerosos naufragios y terminaron de malbaratar la expedición. Es fama que, enterado de este descalabro, compungido y contrariado, Felipe II exclamó:

 «No envié mis naves a luchar contra los elementos».
Con la derrota de la Invencible se iniciaba la decadencia del poderío español en Europa. Tal declive coincidió con la vejez y enfermedad de Felipe II, cada vez más retirado en el palacio-monasterio de El Escorial, construido bajo su impulso entre 1563 y 1584. Al morir le sucedió Felipe III, hijo de su cuarto matrimonio (con Ana de Austria). El primer heredero varón que tuvo (el incapaz príncipe Carlos, hijo de su primer matrimonio con María Manuela de Portugal) había muerto muy joven encerrado en el Alcázar de Madrid y, según la «leyenda negra» que alentaban los enemigos de Felipe II, por instigación de su padre.





Felipe II. Valladolid, 21.V.1527 – El Escorial (Madrid), 13.IX.1598. Rey de España y Portugal.

Primeros años. La formación de un príncipe: el nacimiento el 21 de mayo de 1527 en Valladolid del príncipe Felipe supuso un acontecimiento nacional: era el primer príncipe de Asturias destinado desde la cuna a heredar toda la Monarquía; lo que él cifró más tarde en su sello con esta inscripción: “Philippus Hispaniarum Princeps”, esto es, Felipe, príncipe de las Españas. De ese modo se hispanizaba la dinastía de los Austrias, como resultado de la política consciente de Carlos V al casar en Sevilla con la princesa Isabel de Portugal, y llevar su Corte a Valladolid al anunciarse el parto de su primer hijo.

Una hispanización que se completaba con la educación que se dio al príncipe bajo la tutela de ayos y profesores españoles: Juan de Zúñiga, como ayo, casado con una notable mujer catalana —Estefanía de Requesens—; el cardenal Silíceo, como maestro de primeras letras (y como confesor), y Juan Ginés de Sepúlveda, como humanista; sin olvidar que en los primeros años, durante su niñez, Felipe II estuvo bajo el cuidado de su propia madre, la emperatriz Isabel. Por eso, su muerte, en 1539, cuando el príncipe aún no había cumplido los doce años, supuso un duro golpe, tanto más cuanto que no hacía mucho que había visto morir a su hermano Juan, a poco de nacer. Lo que repercutió en otro acontecimiento de su vida, como se verá.
La infancia del príncipe transcurrió de una forma normal, bajo el control de su madre pero con la imagen de un padre con frecuencia ausente, dado que desde el año 1529, cuando el príncipe tenía dos años, Carlos V salió de España llamado por sus obligaciones imperiales (coronación imperial en Bolonia, defensa de Viena frente al Turco, conquista de Túnez, campaña de Provenza). De hecho, no vivió en la Corte con su padre salvo en algunas esporádicas ocasiones, hasta las Navidades de 1536.
Hay que destacar en ese período infantil la presencia de dos pajes: el portugués Ruiz Gomes de Silva, que le llevaba once años (el futuro príncipe de Éboli) y Luis Requesens de Zúñiga, el hijo de Zúñiga y Estefanía Requesens, al que el príncipe llevaba un año; ambos se convirtieron en sus amigos de la infancia y posteriormente en dos de los personajes más destacados de su reinado.

Pero hay una parte de esa formación del príncipe que don Carlos se reserva personalmente: el aspecto político. La inició el Emperador a raíz de su vuelta a España en el otoño de 1541, tras el desastre que sufre con Argel. En un principio, se trataba de íntimas conversaciones del padre con el hijo, que se mantenían regularmente, cuando el Emperador, dolido por la soledad que le había traído la muerte de la emperatriz Isabel, buscó en su hijo la ayuda que precisaba para gobernar, máxime pensando que pronto los acontecimientos internacionales lo iban a obligar a dejar nuevamente España. Y cuando eso ocurrió, en la primavera de 1543, Carlos V le mandará a su hijo desde Palamós, en la costa catalana, un conjunto de Instrucciones, algunas públicas, para que las leyera y releyera con sus principales consejeros, pero otras muy reservadas y secretas, para él sólo y que debía destruir una vez leídas. Constituyen un corpus documental del más alto valor para el conocimiento de esta etapa del príncipe; un corpus que se completó cinco años después con las Instrucciones de 1548, conocidas como el testamento político del César, pues si las primeras eran sobre todo de carácter moral y para prevenir al príncipe de cómo había de comportarse con sus ministros y consejeros (con la seria advertencia de que jamás cayese en la práctica de tener un valido “porque aunque os fuere más descansado, no es lo que más os conviene”), las de 1548 son una extensa consideración sobre política exterior, desarrollando una visión de la situación de las relaciones con los principales Estados de la cristiandad, así como con el Turco, con el que existían treguas que debían guardarse, porque el buen gobernante debía ser fiel a su palabra, la diese a cristianos o a infieles; unas Instrucciones que, como las de 1543, rezumaban sabiduría política y una fuerte carga ética, de forma que el quehacer del príncipe se supeditase siempre a principios morales.
Alter ego del Emperador: el príncipe inició su etapa de alter ego del Emperador bien asistido por los mejores ministros con que contaba Carlos V: el cardenal Tavera, al frente de todos, como gran hombre de Estado; Francisco de los Cobos, como notorio experto en los temas de Hacienda; el duque de Alba, el gran soldado, como suprema autoridad en las cosas de la guerra, y Juan de Zúñiga, el viejo ayo de los años infantiles y hombre de la confianza del Emperador, para llevar la Casa del príncipe. Y Felipe era advertido por su padre de que no debía tomar ninguna resolución sin la debida consulta con aquellos probados y experimentados consejeros imperiales. En los dos primeros años de esta andadura, de los doce que duró, Felipe II seguiría fielmente las instrucciones paternas, como propio de un muchacho que todavía no había entrado ni siquiera en la adolescencia.

Otra importante novedad le esperaba al príncipe: su matrimonio, que había de celebrarse por orden de Carlos V en aquel mismo año de 1543, pocos meses después de haber cumplido los dieciséis años. Se trataba así de forzar su mayoría de edad, pero, sobre todo, de dejar resuelto el problema de la sucesión, con la princesa adecuada. Y para ello se destinó a Felipe II una novia de su edad, María Manuela, la hija del rey Juan III de Portugal y de doña Catalina; un matrimonio arriesgado, dado el estrecho parentesco de los novios, primos carnales en doble grado y nietos los dos de Juana la Loca, pero justificado por el deseo de afianzar las relaciones con la dinastía Avis de Portugal, siguiendo la tradición marcada por los Reyes Católicos y continuada por el propio Carlos V, que apuntaba a la posibilidad de lograr la unidad peninsular por esta pacífica vía; sin faltar los motivos económicos, pues Juan III había dotado generosamente a su hija con 300.000 ducados, que eran ansiosamente esperados por las arcas siempre exhaustas de Carlos V.
La boda se celebró en Salamanca el 15 de noviembre de 1543. De allí se trasladaron los novios a Valladolid, no sin pasar antes por Tordesillas, para visitar a su abuela, la reina Juana, quien, según refieren las Crónicas, les pidió que danzaran en su presencia. Pero aquel matrimonio no duraría mucho. Aparte de que el príncipe pronto mostró un desvío, tanteando otras relaciones amorosas (y en este caso con una hermosa dama de la Corte, Isabel de Osorio), la princesa no soportó su primer parto y murió el 12 de julio de 1545, tras dar a luz a un varón al que se puso por nombre Carlos, en homenaje a su abuelo paterno, el Emperador.
Para entonces, ya Don Felipe se había iniciado en los problemas de Estado, ayudando a su padre en la guerra que sostenía en el norte de Europa, con el constante envío de hombres y dinero; eso sí, tratando de proteger los reinos hispanos de tanta sangría, en tiempos de suma necesidad y hambruna (la época reflejada en El lazarillo del Tormes).

La gran responsabilidad de gobernar España en años tan difíciles acabó de formar al príncipe, privado pronto además de sus principales consejeros: Tavera murió en 1545, Juan de Zúñiga en 1546 y Francisco de los Cobos en 1547, en el mismo año en el que Felipe tiene que prescindir del duque de Alba, llamado por Carlos V para que le ayudase en la guerra contra los príncipes protestantes alemanes.

Para entonces, a sus veinte años y tras cinco de tan intensa preparación, puede decirse que el príncipe es quien gobierna en pleno los reinos hispanos. Al año siguiente, en 1548, fue llamado por el Emperador a Bruselas; un largo viaje que llevó a Felipe por las tierras del norte de Italia, en especial por Génova y Milán, atravesó los Alpes para entrar en Innsbruck —donde pudo verse con sus primos, los archiduques de Austria—, después el ducado de Baviera y abrazó finalmente a su padre en Bruselas en abril de 1549. Se planeaba el problema de la sucesión al Imperio, en forcejeo con la Casa de Austria vienesa. El resultado fue el acuerdo de Augsburgo de 1551, por el que se aceptaba una sucesión alternada al trono imperial: a Carlos V le sucedería su hermano Fernando, a éste el príncipe Felipe y a Don Felipe su cuñado Maximiliano, ya casado con la infanta María. Pero fueron unas negociaciones muy forzadas que provocaron una fuerte tensión en la antigua alianza familiar de la Casa de Austria, situación aprovechada por los enemigos del Emperador para la gran rebelión; sería la grave crisis internacional de 1552, que tan en apuros puso a Carlos V.
Para entonces, ya Felipe II había regresado a España en 1551, con poderes muy amplios, para gobernar en ausencia del Emperador. A sus veinticuatro años quiso ponerse al frente de un ejército y llevar la guerra a Francia para ayudar a su padre, pero fue disuadido por el propio Carlos V.
La guerra no sólo era en los campos de batalla; también en la diplomacia, máxime cuando la muerte de Eduardo VI lleva al trono de Inglaterra a María Tudor, que no era ninguna niña (nacida en 1516) y muy poco agraciada; pero estaba soltera y era una Reina.
Y en la batalla diplomática desatada, Carlos V fue el vencedor.

Resultado: bodas de Felipe II con María Tudor en 1554 y su segunda salida de España para auxiliar a su segunda esposa en la restauración del catolicismo en Inglaterra; una difícil tarea, interrumpida por la muerte de María Tudor en 1558.

Para entonces, Carlos V había abdicado en Bruselas (1555), había estallado la guerra de Felipe II, ya Rey de la Monarquía Católica, contra la Francia de Enrique II, se había logrado la gran victoria de San Quintín, en presencia del nuevo Rey, pero se había perdido Calais y los diplomáticos empezaban a sustituir a los soldados, con el resultado de la Paz de Cateau Cambresis (1559).
A poco, Felipe II regresaba a España, para no salir ya de la Península hispana en el resto de su vida.
El árbitro de Europa (1559-1565): la Paz de Cateau Cambresis había cerrado una guerra, penosa herencia del Emperador, pues había sido una lucha contra la Roma de Paulo IV y la Francia de Enrique II, como si hubiera reverdecido la liga clementina de treinta años antes. El duque de Alba, entonces virrey de Nápoles, había dado buena cuenta de las tropas pontificias y obligado a Paulo IV a pedir la paz. Nivelada la lucha en el Norte, donde Felipe II contó con la alianza inglesa, se pudo firmar el tratado de paz que tanto necesitaba la Europa occidental, que venía a cerrar casi cuarenta años de guerras entre España y Francia; una paz que se mantuvo casi el resto del reinado. Se doblaba, además, con una alianza matrimonial. De ese modo Felipe II, viudo ya de María Tudor, casaba por tercera vez, con una princesa francesa (Isabel de Valois) a la que doblaba la edad: Isabel de Valois, conocida por el pueblo español como Isabel de la Paz, que cuando llegó a España, en 1560, apenas tenía catorce años y que le daría a Felipe II dos hijas, a las que amaría tiernamente: Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela.

Con la paz en la mano, Felipe II regresó a España en el verano de 1559. Para entonces ya había muerto en Yuste su padre, Carlos V, que en los últimos años se había convertido en su mejor y mayor consejero.
El año 1559 estuvo marcado en Castilla por la dura represión inquisitorial contra supuestos focos luteranos; serían los sangrientos autos de fe desatados en Valladolid y Sevilla, con no pocos condenados a la hoguera, algunos incluso quemados vivos. Y entre los procesados, una figura de excepción: el arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza.
Felipe II traía unos planes de gobierno: mantener en lo posible la paz con Francia, sanear la hacienda regia, poner orden en sus reinos desde una capital fija y levantar un monumento grandioso que recordase siempre a la dinastía. De ahí que trasladara pronto a su Corte a Madrid (1561) y que iniciara a poco las obras del impresionante monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Una etapa pacífica en el exterior que se cerró con dos conflictos serios, uno en el Nuevo Mundo y otro en el Viejo: la expedición de castigo contra los hugonotes afincados en La Florida, que fueron aniquilados por Pedro Menéndez de Avilés en 1565, y la defensa de la isla de Malta contra los turcos enviados por Solimán el Magnífico, derrotados en el mismo año por los tercios viejos de Álvaro de Sande. La primera potencia de Europa, luchaba nada menos que con el Imperio turco de Solimán el Magnífico. Y, por si fuera poco, aquel mismo año de 1565 la reina madre Catalina de Médicis pidió el apoyo del Rey para salir de la crisis en que había caído Francia, con el inicio de las guerras religiosas que destrozaron el país; serían las jornadas conocidas como las Vistas de Bayona, en las que Felipe II mandó una comisión presidida por su esposa, la reina Isabel de Valois, asistida por el duque de Alba.

Fue el final de una etapa dura en el interior, pero brillante en el exterior, a la que sucedió un lustro verdaderamente terrible, con el annus horribilis de 1568.

Se rompe la bonanza: 1568, el annus horribilis del reinado: en el lustro siguiente, entre 1565 y 1570, las crónicas de los sucesos íntimos de la Corte se entrecruzaron peligrosamente con los de Estado. Surgió un triángulo amoroso en la cumbre, que pronto evolucionó con la incorporación de otros dos personajes. Estaban implicados Gomes de Silva, su esposa Ana Mendoza (dama de la más alta nobleza castellana, más conocida como la princesa de Éboli), la reina Isabel de Valois y el príncipe heredero don Carlos de Austria. Todo ello daría lugar a un tema tan novelesco que pronto entró en la leyenda e inspiró a escritores y artistas de primera fila, de la talla del poeta alemán Schiller, en el siglo XVIII, y del músico italiano Verdi, en el XIX; de ese modo, el drama Don Carlos, así como la ópera de Verdi se convirtieron en dos referencias de primer orden de aquella actualidad cultural, con el resultado de que la Literatura y el Arte trastocaron año tras año la verdadera historia de los hechos; de modo que puede afirmarse que, pocas veces, una leyenda negra ha sido más difícil de esclarecer.
Todo arrancó en 1552, cuando el príncipe Felipe decidió favorecer a su privado, Ruy Gomes de Silva, desposándolo con una de las damas de la más alta nobleza castellana. La elegida fue Ana de Mendoza, tataranieta del gran cardenal Mendoza, que entonces apenas si tenía doce años. Concertada la boda para 1554, se cruzó entonces la operación de Inglaterra, con la boda en este caso de don Felipe con María Tudor.

Al acompañar Ruy Gomes de Silva a su señor, tuvo que aplazar su casamiento hasta el regreso. Fueron cinco años de espera. Al regreso de Felipe II y de su privado a España en 1559 se encontraron con un cambio notable: habían dejado a una chiquilla, casi una niña, y se encontraban con una espléndida mujer, la más atractiva de la Corte. Y el Rey, que ya había dado muestras de sus fuertes tendencias eróticas (a esta época pertenecen los célebres cuadros de desnudos encargados a Tiziano), se vio deslumbrado; de ese modo, Isabel de Osorio y, desde luego, las damas de Bruselas fueron desplazadas por la nueva amante del Rey, en unos años —hacia 1561— en los que la reina Isabel de Valois era todavía demasiado niña.
Pero Doña Isabel existía. Y también el príncipe don Carlos. Con la agravante de que ambos habían sido los elegidos por los diplomáticos hispano-franceses en el otoño de 1558 para la alianza matrimonial que sellaría la Paz de Cateau Cambresis; sólo que al enviudar Felipe II, aquellos diplomáticos cambiaron al hijo por el padre, y fue el rey Felipe en definitiva el marido de Isabel de Valois; otro motivo de conflicto entre padre e hijo que añadir al generacional y vocacional (frente al Rey-burócrata, el príncipe ansioso de la gloria de las armas). A la llegada de Isabel de Valois a España en 1560 fue don Carlos el enamorado, y no su padre el Rey, entonces ya prendado de la futura princesa de Éboli; si bien no se pudiera decir que correspondido por la joven Reina, que sólo trató de proteger al inquieto y desventurado heredero.
En tan enmarañada situación cortesana, los graves acontecimientos surgidos en 1566 no hicieron sino complicar las cosas de un modo gravísimo; porque los calvinistas de los Países Bajos rebelados ese año contra el gobierno de Margarita de Parma en su intento de socavar el poderío del Rey, y teniendo noticia de las diferencias que había entre el Rey y el príncipe heredero, tantearon el apoyo de don Carlos.
Por otra parte, Felipe II había roto sus relaciones con la princesa de Éboli, receloso de que aquella ambiciosa mujer se entrometiese en los asuntos de Estado.
Se sabe que en 1565 el Rey estaba viviendo una auténtica luna de miel con su esposa Isabel de Valois; de ahí que la mandara como su alter ego a las jornadas de Bayona para entrevistarse con la reina madre Catalina de Médicis. Y prueba indudable de esa luna de miel, es que al año siguiente nacería la primera hija de aquel matrimonio: la infanta Isabel Clara Eugenia.

Pero una cosa hay que destacar: que los grandes asuntos de Estado se estaban entrelazando con las delicadas situaciones familiares.
Una complicación de la política exterior, porque aunque la rebelión de los calvinistas holandeses pareciera un asunto interno de la Monarquía Católica, de hecho fue la oportunidad buscada y deseada por todos los enemigos que tenía Felipe II en Europa, para coaligarse en su contra.
Máxime cuando pronto un suceso gravísimo estalló en el seno de la Monarquía: la rebelión de los moriscos granadinos que desembocó en la tremenda y dura guerra de las Alpujarras que tardó tres años en sofocarse.
Y así se llegó al año 1568, el annus horribilis del reinado del Rey Prudente. Sabedor el Rey de los contactos de su hijo con los rebeldes flamencos y teniendo noticia de que preparaba su fuga de la Corte, no vaciló en tomar una decisión severísima: la prisión de su hijo y heredero. Tal ocurrió en la noche del 17 de enero de 1568 y de la mano del propio Felipe II, que aquella noche penetró por sorpresa en las cámaras de su hijo, acompañado de su Consejo de Estado y de los guardias de palacio.
En un principio don Carlos sufrió la prisión en sus propias habitaciones de palacio; pero a poco el Rey ordenó su traslado a uno de los torreones del alcázar, para tenerlo más incomunicado y más fácilmente vigilado.

De todo ello informó el Rey por cartas autógrafas, a los familiares más importantes de la Casa de Austria, tanto en Viena como en Lisboa (una inserta en la crónica de Cabrera de Córdoba, otra existente en la Real Academia de la Historia) y, por supuesto, también al papa san Pío V; una de ellas ha estado en manos del autor de este trabajo: la enviada por el Rey a su cuñado Maximiliano II, sita en el archivo imperial de Viena.
Se inició el proceso contra el príncipe, durísima medida que tiene pocos paralelos en la Historia; pero no hubo lugar a concluirlo, porque la débil constitución de don Carlos no le permitió sobrevivir al duro encierro en la torre en el tórrido verano de aquel año, y murió en prisión el 24 de julio de 1568.
Tras un primer distanciamiento con la Reina, muy afectada por aquellos graves sucesos, lo cierto es que Felipe II reanuda pronto su vida conyugal con normalidad, de lo que también dio testimonio el parto de la Reina en otoño de aquel año de 1568; aunque fuera un mal parto a consecuencia del cual no sólo nació muerta la criatura, sino que provocó la muerte de su madre.
Gravedad sobre gravedad. ¿Cómo aclarar a la opinión pública, fuera y dentro de España, lo que estaba sucediendo? Los hechos escuetos acusaban al Rey: la muerte del príncipe heredero en prisión y a poco la muerte de la misma Reina; esto es, de los que habían sido prometidos como futuros esposos en aquellas primeras deliberaciones de los diplomáticos hispanofranceses, que dieron lugar a la Paz de Cateau Cambresis.

Todo parecía apuntar a la cólera de un Rey cruel castigando con la vida a unos jóvenes amantes.
Y eso, que constituye verdaderamente una leyenda negra, fue muy difícil de deshacer, incluso hoy día, pese a lo que prueban los documentos: que la prisión del príncipe heredero fue por una verdadera razón de Estado y pese a que se sabe que la joven Reina murió a causa de un mal parto. Sin duda, Felipe II se mostró harto severo con su hijo, pero nada se le puede achacar en cuanto a que fuera el causante de aquellas dos muertes.
Tan graves sucesos internos se doblarían con aquellas dos alarmantes rebeliones que habían estallado al norte y al sur de la Monarquía: en los Países Bajos la primera, y en el reino de Granada la segunda.
De momento, el envío del duque de Alba con un fuerte ejército (los temibles tercios viejos) pareció solucionar el primer conflicto. El duque de Alba no sólo iba como general en jefe de aquella fuerza de castigo, sino también como nuevo gobernador de los Países Bajos, relevando a Margarita de Parma. Y en principio tuvo éxito aplastando literalmente a los rebeldes calvinistas.

Pero algunas medidas tomadas iban a minar su poderío: en primer lugar, la creación de un severísimo tribunal llamado de los Tumultos, encargado de descubrir y condenar a los cabecillas de aquel alzamiento contra el Rey. Conforme a las normas de la época, tal delito era de lesa majestad, que conllevaba, por lo tanto, la muerte. De ese modo, las ejecuciones se multiplicaron hasta tal punto de que el pueblo denominó aquel Tribunal, no de los Tumultos, sino de la Sangre. Y lo que fue más grave, si cabe, que dos de los inculpados, sentenciados y ejecutados fueran dos personajes del más alto nivel de la nobleza de aquellas tierras: los condes de Egmont y de Horn. Y no se puede olvidar que el conde de Egmont había servido a la Monarquía Católica con gran fidelidad y valentía, siendo uno de los héroes de la guerra que el Rey había tenido con la Francia de Enrique II. Es más, el conde de Egmont fue el enviado extraordinario por Carlos V y para representar al entonces príncipe Felipe en la primera ceremonia de la boda simbólica del príncipe con la reina María Tudor. Tal era su categoría y tal era el aprecio en que era tenido por el Emperador.
De ahí, el estupor y la consternación con que el pueblo de los Países Bajos asistió a su implacable ejecución en la Plaza Dorada de Bruselas el 5 de junio de 1568. Y la pregunta que se hizo toda Europa fue: ¿Era aquélla la muestra de la crueldad del duque de Alba o del propio Rey? Asimismo, Felipe II tuvo que afrontar la tremenda y dura rebelión de los moriscos granadinos en esos últimos años de la década de 1560. La misma capital, Granada, estuvo a punto de caer. Los moriscos se hicieron fuertes en las fragosísimas montañas de las Alpujarras, en las que fue muy difícil derrotarlos. Para ello Felipe II tuvo que acudir a los mayores esfuerzos: nombrar a su hermanastro don Juan de Austria generalísimo de su ejército y trasladar la Corte a Córdoba en 1570, para estar él mismo más cerca del teatro de las operaciones.
Vencidos los rebeldes moriscos granadinos, don Juan de Austria recibió la terrible orden: expulsar a todos los moriscos del reino de Granada, siendo dispersados por el resto de la Corona de Castilla, en particular por Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva; si bien la documentación local prueba que también llegaron algunos de ellos a las ciudades y villas de Castilla la Vieja.

La guerra contra el Islam. Lepanto: en 1570, contenidos los rebeldes holandeses por el duque de Alba, vencidos y sometidos en el sur los moriscos granadinos, Felipe II se planteó una doble cuestión: la doméstica, de asegurar la sucesión dada la carencia de hijos varones (aunque ya para entonces tenía dos hijas, las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela), lo que implicaba su cuarta boda; y volcar su poderío en la lucha contra el Islam, incorporándose a la Liga que auspiciaba el papa Pío V.
Como nueva esposa eligió a la primogénita de su hermana María, la archiduquesa Ana de Austria, que había nacido en plena Castilla, en Cigales en 1549.
Era seguir la línea de las alianzas familiares, pero ahora fuera de la Península; a las princesas portuguesas, de los reinados anteriores, iban a suceder las archiduquesas austríacas.
Ana de Austria llegó a España en 1570. Los cuadros de la Corte la presentan muy blanca y muy rubia, casi albina, y de aspecto enfermizo. Cumplió su deber conyugal, dando numerosos hijos al Rey, pero casi todos muertos poco después de nacer (Femando, Carlos Lorenzo, Diego, María). Sólo le sobrevivió el último, el que fue después Felipe III. Solícita cuidadora del Rey, murió Ana de Austria en 1580. Felipe II intentó nueva boda con otra archiduquesa, su sobrina Margarita, que había llegado a España acompañando a su madre, la emperatriz viuda María, pero fue rechazado, prefiriendo Margarita el claustro al trono.

Y en el exterior, aprovechando el respiro que le daban las rebeliones de los calvinistas holandeses, dominados por el momento por el duque de Alba, y de los moriscos granadinos vencidos por don Juan de Austria, Don Felipe entró en la Liga que auspiciaba Roma, junto con Venecia, en los términos que recordaban los intentados por Carlos V en 1538, afrontando la mitad de los efectivos, con el derecho, a cambio, de designar al caudillo de la empresa, para el que Felipe II escogió a su hermanastro don Juan de Austria, bien asesorado por Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y por Luis de Requesens, el amigo de la infancia del Rey. A Felipe II también le movía el replicar a la ofensiva otomana, que en 1570 se había apoderado de Túnez, la antigua conquista de Carlos V; de ese modo, el Rey parecía más que nunca el continuador de la obra imperial de su padre.
La armada de la Santa Liga, con los efectivos de España y de los otros dos aliados, Roma y Venecia, tardó en estar dispuesta para el combate; de hecho, la solemne entrega del estandarte bendecido por el Papa no se hizo hasta fines de agosto en Nápoles, y la concentración de la armada no se logró hasta principios de septiembre, en el puerto siciliano de Mesina.
A mediados de ese mes, reorganizada la flota y con una altísima moral de combate, zarpó en busca de las naves turcas. En los primeros días de octubre se avistó al enemigo en las costas griegas y, tras algunas vacilaciones, don Juan decidió ordenar el ataque en aguas de Lepanto.
Era el 7 de octubre de 1571. La victoria fue aplastante, salvándose sólo del desastre un reducido número de galeras turcas mandadas por su héroe, el almirante Euldj Alí. Y entre los soldados de los tercios viejos, un personaje legendario: Miguel de Cervantes.

Pero los resultados de la victoria fueron menos espectaculares de lo que se esperaba, porque pronto surgieron diferencias entre los aliados. España deseaba la toma de Argel; Venecia pretendía más la reanudación de relaciones con Turquía, vital para su comercio en Levante y, en Roma, la muerte de san Pío V en 1572 enfriaba el entusiasmo por la empresa.
Las jornadas en los años siguientes (1572: acciones de la Armada en Modón y en Navarino; 1573: toma de Túnez) fueron poco efectivas, y se perdió de nuevo Túnez en 1574 ante la contraofensiva de la armada turca reverdecida, bajo el mando de Euldj Alí.
Graves sucesos en la Corte: asesinato de Escobedo: los últimos años de la década de los setenta el ambiente político en la Corte se fue enrareciendo. Ello en parte por la rivalidad cada vez más enconada entre Antonio Pérez, el secretario del Rey, y Juan de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria.
Para entonces don Juan de Austria había sido destinado por el Rey como gobernador de los Países Bajos. Don Juan, ambicioso, quería mucho más. Alentado por la Corte pontificia, don Juan de Austria soñó con una intervención en Inglaterra, donde por aquellas fechas la reina de Escocia María Estuardo era una prisionera de Estado vigilada por Isabel de Inglaterra.

Pero María Estuardo era católica y eso animó al Papa a un plan de altos vuelos: que don Juan de Austria invadiese la isla, liberase a María Estuardo, destronara a la reina herética Isabel, la hija de Ana Bolena, y pusiese en el trono, no sólo de Escocia, sino también de Inglaterra a la Reina cautiva. Por supuesto, el premio para tan heroica acción sería obtener la mano de María Estuardo. Pero eso, que parecía un gran bien de la Cristiandad según el punto de vista de Roma, era mirado con recelo por Felipe II. ¿No era dar demasiadas alas a su ambicioso hermanastro? ¿No habría el peligro de que don Juan de Austria quisiese incluso algo más y del calibre de hacerse con la propia España? Sospechas infundadas, porque hoy se sabe que la fidelidad de don Juan de Austria al Rey era firmísima.
Pero Antonio Pérez se encargó de hacer creer al Rey tales tramas conspiratorias, a lo que le ayudaba la misma indiscreción de Escobedo, quien, mandado por don Juan de Austria a la Corte para pedir encarecidamente a Felipe II una ayuda más eficaz en hombres y en dinero, a fin de poder concluir satisfactoriamente la rebelión de los Países Bajos, lo hizo con tan desmesurada forma que el Rey acabó teniendo por cierto que su hermano conspiraba y que quien alentaba sus planes traicioneros era Escobedo.

Hoy hay que dar por cierto, documentación en mano, que Antonio Pérez tramó el asesinato de Escobedo, movido por el temor de que su antiguo compañero de la clientela del príncipe de Éboli descubriese al Rey sus propios manejos; pues por aquellas fechas Antonio Pérez se había convertido en el confidente y acaso incluso en el amante de la princesa viuda de Éboli. Por lo tanto, se debe hacer referencia a aquella dama de la Corte que quince años antes era la amiga del Rey, con un puesto privilegiado del que se había servido para intrigar en los asuntos de Estado. Dándose cuenta el Rey de que estaba siendo manipulado la apartó de su lado (“hace tiempo que sé quién es esta señora”, confesó Felipe II años después); de forma que Ana de Mendoza se tuvo que conformar con intrigar desde un puesto inferior, pero todavía importante, como esposa del príncipe de Éboli, el privado del Rey. Al enviudar en 1573, tras un corto tiempo en que dio por recluirse en un convento, la princesa viuda de Éboli regresó a la Corte. Y la única vía que encontró abierta para volver a sus intrigas, fue la de seducir al secretario de Estado: Antonio Pérez. Acaso simplemente como socios en un turbio negocio de venta de secretos de Estado; acaso doblándolo todo con una relación amorosa (“prefiero el trasero de Antonio Pérez que a todo el Rey”, se le oyó decir).

Y eso fue lo que posiblemente descubrió Escobedo a su llegada a la Corte en 1577. Pero el imprudente secretario de don Juan de Austria dio a entender que era mucho lo que sabía, amenazando con ello a Antonio Pérez; y ésa fue su sentencia de muerte.
Para guardarse las espaldas, Antonio Pérez trató de conseguir el permiso regio para una acción violenta contra Escobedo. Con ese visto bueno, lo que se trataba era de eliminar a Escobedo sin despertar sospechas, y sin que la Justicia interviniese. Por lo tanto, el veneno.
En tres ocasiones Antonio Pérez trató de envenenar a Escobedo, la última en la propia casa de su antiguo compañero y amigo. Escobedo sobrevivió a los tres intentos de asesinato, pero la última vez cayó tan enfermo que ocurrió lo que temía el Rey: la intervención de la Justicia. Y la Justicia descubrió en la cocina de Escobedo una morisca al servicio del secretario.
Fue suficiente: ya había una culpable. Aparte de que ni el Rey ni Antonio Pérez hicieron nada por salvar a la morisca, tan inocente (“la quieren interrogar, como si ella supiera algo”, comentaría cínicamente Antonio Pérez al Rey), estaba el hecho de que Escobedo seguía vivo y, como parecía que era inmune al veneno, Antonio Pérez se decidió por encargar el asesinato a unos matones de oficio. Un paso que dio sin comunicárselo al Rey, quien al saber la noticia exclamó asombrado: 
“no entiendo nada”.
El asesinato de Escobedo produjo una gran consternación en don Juan de Austria, quien, desalentado por verse desasistido por su hermano, el Rey, acabó enfermando de muerte en los Países Bajos.
A Madrid llegaron junto con los restos de aquel gran soldado, sus papeles más íntimos; y por ellos, pudo comprobar Felipe II la inocencia de don Juan de Austria. Era el año de 1578, en unos momentos en los que la crisis de Portugal obligaba al Rey a concentrar todos sus esfuerzos de cara a la gran operación sobre Lisboa. Por lo tanto, había que poner en claro lo ocurrido y limpiar su secretaría de un sujeto tan peligroso como Antonio Pérez.
De ese modo se inició el proceso del secretario del Rey que produjo verdadero asombro en toda Europa.
Y no sólo aquel proceso, sino también la prisión nada menos que de la princesa de Éboli. Y la opinión pública se preguntaba dentro y fuera de España: ¿qué estaba pasando en la Corte del Rey Prudente? Los procesos más sonados se sucedían de una forma escalonada, provocando asombro y escándalo. Primero había sido el proceso de Carranza, arzobispo de Toledo (1559); unos años después sería el de don Carlos (1568) y diez años más tarde, el de Antonio Pérez. Por lo tanto, nada de figuras secundarias: el de la cabeza de la Iglesia española, el del príncipe heredero y el del secretario de Estado.
Operación Lisboa: incorporación de Portugal: cuando se producían esos graves sucesos en la Corte ya estaba en marcha el proceso histórico que acabaría con la incorporación de Portugal a la Monarquía Católica.
Todo había arrancado del arriesgado proyecto del rey don Sebastián por conquistar Marruecos. En diciembre de 1576, don Sebastián logró entrevistarse con Felipe II en Guadalupe para recabar su ayuda y para obtener, al menos, garantías de que Portugal nada tuviera que temer en su ausencia. Felipe II trató de disuadirle e incluso le aconsejó, conforme a sus principios, que mejor le iría mandando a sus generales.

En todo caso, le ofreció la ayuda castellana, con el duque de Alba, aunque en vano, por negativa del duque si no asumía el mando en jefe de la expedición portuguesa.
La ruina de la aventura africana, con muerte sin hijos del rey don Sebastián (batalla de Alcazarquivir, 4 de agosto de 1578), abrió el problema de la sucesión al trono portugués, de momento aplazada durante el breve reinado del anciano cardenal don Enrique, fallecido el 31 de enero de 1580. Tres eran los pretendientes al trono, los tres nietos del rey don Manuel el Afortunado: Catalina, duquesa de Braganza, Antonio, prior de Crato, y Felipe II; Catalina de Braganza como hija del infante Duarte; Antonio, como hijo del infante Luis y Felipe II como hijo de la emperatriz Isabel. Antonio era hijo ilegítimo y Catalina acabó renunciando a sus derechos, de forma que Felipe II se aprestó a tomar posesión de Portugal. Pero al no ser proclamado heredero por el cardenal-rey don Enrique y al conseguir Antonio el apoyo popular, no pudo hacerlo pacíficamente, teniendo que apelar a las armas.
Ya se ha visto que la cuestión portuguesa tuvo no poco que ver con el proceso de Antonio Pérez y con la prisión de la princesa de Éboli. En todo caso, Felipe II jugó bien sus cartas, rodeándose de un formidable equipo de ministros de Estado y de Guerra: el cardenal Granvela, traído de su virreinato de Nápoles; el duque de Alba (asistido por otro gran soldado, Sancho Dávila), Álvaro de Bazán y, como diplomático, a un portugués: Cristóbal de Moura. Y se explica porque era mucho lo que estaba en juego y porque Felipe II no podía olvidar que era el hijo de la portuguesa.
Mucho en juego: el dominio de todo Ultramar, con Brasil en las Indias Occidentales y con toda la talasocracia portuguesa conseguida en África y en las Indias Orientales, cuando ni Holanda, ni Inglaterra, ni Francia se habían incorporado al asalto de los mares.
De ahí la intervención del papa Gregorio XIII, que fue muy mal acogida por Felipe II, que dio la orden de invadir Portugal, en julio de 1580.

La pronta ocupación de Lisboa, en una operación conjunta de los tercios viejos mandados por el duque de Alba y de la marina dirigida por Bazán, fue secundada por una rápida acción en el norte de Portugal realizada por Sancho Dávila, que obligó a Antonio a refugiarse en Francia. Felipe II, superada su grave enfermedad contraída en Badajoz (curándole murió su cuarta esposa, doña Ana de Austria), entró en Portugal (diciembre de 1580) y fue proclamado Rey por las Cortes portuguesas celebradas en Tomar el 15 de abril de 1581. Todavía hubo de afrontarse dos campañas marítimas en las islas Azores, auxiliado Antonio por la Francia de Enrique III, en los años 1582 y 1583, ambas superadas por el gran marino Álvaro de Bazán.
La Armada Invencible: fue uno de los lances más destacados de la Historia del siglo XVI: la guerra naval entre la Monarquía Católica de Felipe II y la Inglaterra de Isabel, la hija de Ana Bolena.

En sus principios, Felipe II había sido el gran protector de la reina inglesa, temeroso de que Francia tratara de desplazarla del trono de Londres, relevándola por su aliada María Estuardo, en principio la esposa del rey francés Francisco II. Pero pronto, conforme se fue afianzando en el poder, Isabel de Inglaterra se convirtió en la protectora de todos los protestantes del norte de Europa, empezando por los calvinistas holandeses; de ese modo, Isabel se fue desplazando hacia una clara enemistad contra Felipe II. Una enemistad ideológica que se afianzó con la natural rivalidad en el mar entre las dos potencias, que llevaría a los corsarios ingleses a mostrarse cada vez más audaces en sus ataques a los navíos españoles que venían de las Indias; provocaciones constantes que Felipe II no sabía cómo contestar.
En 1583, Álvaro de Bazán, el vencedor de la Armada francesa en las islas Terceras, propuso al Rey proseguir aquella victoria con la invasión de Inglaterra.
Y le dio un año de plazo; propuesta orillada por el Rey porque estaba demasiado embarazado con la guerra de los Países Bajos. Pero cuando Alejandro Farnesio tomó Amberes, en 1585, el Rey creyó que era más viable la empresa contra Inglaterra y pidió a Álvaro de Bazán que le mandara un plan concreto para llevarla a cabo, cosa que hizo el marino a principios de 1586.

Otro suceso acabó de decidir a Felipe II, la ejecución en 1587 de María Estuardo ordenada por la reina Isabel. Eso daba a Felipe II la oportunidad de aparecer ante los ojos de Roma como el que castigaba tal muerte. Y, por otra parte, le permitía plantear una nueva candidata al trono inglés: su propia hija Isabel Clara Eugenia.
Todo parecía perfecto para los planes del Rey de acometer una empresa de tal envergadura; puesto que ya no se trataba de ayudar a una aliada dudosa (dados los vínculos de María Estuardo con Francia), sino a una princesa de la valía y de la confianza del Rey como era su hija Isabel Clara Eugenia.
Pero había un inconveniente y no pequeño: Isabel de Inglaterra había tenido tiempo para prepararse. Y lo aprovechó con creces. Hacía años que había ordenado la modernización de su escuadra, de tal forma que consiguió la marina más poderosa de su tiempo sobre la base de dos principios: naves más veloces y más maniobreras, y, sobre todo, con mayor potencia de fuego. Naves para una marina de guerra, no para transportar soldados. Los tiempos de Lepanto, con galeras lanzadas al abordaje, haciendo del combate naval un simulacro de combate en tierra, habían pasado. Una verdadera marina de guerra, con poderosos galeones artillados, desplazaba a las galeras medievales.

Isabel de Inglaterra estaba poniendo las bases del predominio marítimo de Inglaterra que duró casi hasta la actualidad.
Lo asombroso fue que Felipe II tuvo noticia de ello, puesto que la marina inglesa asaltó Cádiz, entrando en su bahía a todo su placer, sin que las naves hispanas surtas en el puerto pudieran hacer nada para evitarlo.
Eso ocurrió en el invierno de 1588. Pese a tener puntual noticia de ello, el Rey no hizo nada para mejorar su armada; únicamente aumentó su volumen, lo que suponía el peligro de que el desastre, en vez de ser evitado, fuera mayor. Con razón, Bazán se resistía ya a la empresa que antes había apremiado al Rey.
Había otra razón: en los planes de Felipe II, Álvaro de Bazán sólo tenía como misión permitir que Alejandro Farnesio desembarcara con los Tercios Viejos en Inglaterra.
No aceptando un papel secundario, Bazán se negó a salir de Lisboa. Poco antes de su muerte, Felipe II lo relevó por el duque de Medina-Sidonia, más dócil a sus órdenes, pero ignorante de las cosas de la mar y de la guerra.

Así las cosas, la superior marina inglesa, mandada por marinos de la pericia de Howard, de Hawkins y de Drake, rechazó fácilmente a la Gran Armada, gracias a su poderío, a la preparación de sus oficiales y a la moral de sus marinos, frente a una escuadra cuyos mandos ya estaban derrotados de antemano.
El regreso de la Armada, tras el largo rodeo que se vio obligada a realizar bordeando el norte de Escocia y el oeste de Irlanda, acabó por destrozarla, con pérdida ingente de naves, de marinos y de soldados; sería el gran desastre de 1588, que marcó el inicio del declive del poderío español en Europa.
Los últimos años: la guerra por mar y por tierra fue la nota de los últimos años del reinado de Felipe II. Inglaterra atacó por mar a La Coruña y a Lisboa en 1589, y volvió sobre Cádiz en 1590. La Francia de Enrique IV también declaró la guerra a España, mientras seguía abierto y muy activo el frente de los Países Bajos; una difícil situación salvada en parte por la valía de los tercios viejos, mandados por uno de los mejores capitanes del siglo: Alejandro Farnesio, el que había tomado Amberes en 1585 y el que entró en París en 1591. Y en el mar, se había logrado rechazar los ataques ingleses a La Coruña, donde brilló la intervención popular, alentada por María Pita, lo mismo que en Lisboa y, en Ultramar, en Puerto Rico.
Cuando vio cercano su fin, Felipe II comprendió que debía dejar otro legado a sus sucesores y se avino a la Paz de Vervins (1598) con Enrique IV de Francia y a desgajar los Países Bajos de la Monarquía, cediéndolos a su hija Isabel Clara Eugenia.

Fueron unos últimos años oscurecidos por el proceso de Antonio Pérez, reavivado tras el desastre de 1588.
Pero Antonio Pérez, el antiguo secretario de Estado del Rey, logró fugarse al reino de Aragón, y pasar después a Francia; un duro golpe para Felipe II que se encontró con la rebelión del pueblo de Zaragoza, amotinado a favor del secretario. El Rey tuvo que mandar una expedición de castigo al mando de Vargas, con la orden de ejecutar sobre la marcha al justicia mayor de Aragón, Juan de Lanuza (1591).
Fue entonces también cuando se produjo la conjura del pastelero de Madrigal, que se había hecho pasar por el rey don Sebastián de Portugal; conjura en la que estuvo implicada doña Juana de Austria, la hija natural de don Juan que profesaba como monja en el convento agustino de aquella villa.
Otro suceso que alteró los últimos años del Rey fue la protesta general de Castilla por el durísimo impuesto de los millones, y Ávila, que fue de las más destacadas en la protesta, sufrió una severa represión.
El reino asistió, de ese modo, cada vez más empobrecido, a los esfuerzos del Monarca por mantener su poderío en Europa. Y mientras los graves impuestos acababan por arruinar al país, Felipe II agonizaba en el monasterio de El Escorial, tras una dolorosa enfermedad; penosa situación resumida por el pueblo: 
“Si el Rey no muere, el Reino muere”.

El Rey y el hombre: el entorno familiar: Felipe II tuvo ocho hijos de tres de sus esposas: don Carlos, el hijo de su primera esposa María Manuela; Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, las amadas hijas que tuvo con Isabel de Valois; y Fernando, Diego, Carlos Lorenzo, María y Felipe (futuro Felipe III) que le dio Ana de Austria. No pocos de ellos muertos en tierna edad. Don Carlos tras su prisión en 1568, como ya se ha visto, y una de sus hijas predilectas, Catalina Micaela, en 1597; muerte que sintió tanto el Rey que aceleró la suya propia.
Fueron no pocas sus amantes, desde Isabel de Osorio hasta Eufrasia de Guzmán, incluida sin duda la misma princesa de Éboli, uno de cuyos hijos —el que luego fue segundo duque de Pastrana— era hijo suyo según el rumor general de la Corte.
Pero hay que destacar, en ese entorno femenino que rodeaba al Rey, el afecto que tuvo hacia sus dos últimas esposas y el amor entrañable a las dos hijas que había tenido con Isabel de Valois; de ahí que las cartas familiares mandadas desde Lisboa por Felipe II a Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela muestren a un Rey en su intimidad, amante de la naturaleza y, sobre todo, lleno de ternura hacia sus hijas.
Juicio sobre su obra: con algunos graves errores, que ya se han señalado, en especial su actitud frente a los rebeldes calvinistas holandeses y en la empresa de Inglaterra, otros muchos aspectos son dignos de valorar positivamente, empezando por su mecenazgo cultural.
Así, por ejemplo, su protección a músicos de la talla de Antonio Cabezón. Cierto que no acabó de valorar debidamente a El Greco, lo que le llevó a adornar el monasterio de El Escorial con no pocas pinturas de artistas italianos de segunda fila.
Tampoco apreció el valor del personaje más destacado de su reinado: Cervantes; si bien en ello tuvieron más culpa sus ministros que él mismo.

Escandalizó a Europa con los procesos, y muerte en su caso, de no pocos altos personajes: de Carranza, el arzobispo de Toledo, en 1559; de don Carlos, el príncipe heredero, en 1568; en el mismo año la ejecución en Bruselas de los condes de Egmont y de Horn; el proceso del secretario de Estado Antonio Pérez y la prisión sin proceso de la princesa de Éboli, en 1579. Y, finalmente, el degüello del justicia mayor de Aragón, Juan de Lanuza, en 1591.
Pero, en contraste, no se puede olvidar que a él se debió la nueva etapa de la América hispánica, dando paso a la pacificación y superando el período de conquista propio del reinado de su padre, Carlos V. A los grandes conquistadores van a seguir los grandes virreyes. La América hispana tuvo un fantástico despliegue desde Río Grande hasta la Patagonia, con la consolidación y, en su caso, con la fundación de importantísimas ciudades: México, Santafé, Cartagena de Indias, Lima, Santiago de Chile, Buenos Aires...
También habría que recordar con toda justicia que la única nación asiática incorporada al mundo occidental es Filipinas, que por algo lleva su nombre; de modo que, en su tiempo y por su orden, Legazpi fundó Manila en 1571 y el marino Urdaneta descubrió la ruta marina del tornaviaje, siguiendo la corriente del Kuro-Shivo, que permitió a los galeones hispanos enlazar Manila con Acapulco (México).

Finalmente hay que recordar que fue el fundador del magno monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que ya por los siglos irá unido a su memoria.

 

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La titulación variaba de unos territorios a otros, desde 1585 comprendía en su totalidad:

Rey de Castilla y de León —como Felipe II—, de Aragón, de Portugal, de las dos Sicilias (Nápoles y Sicilia) —como Felipe I—, de Navarra —como Felipe IV—, de Jerusalén, de Hungría, de Dalmacia, de Croacia, de Granada, de Valencia, de Toledo, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de  Gibraltar, de las islas Canarias, de las Indias orientales y occidentales, de las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña —como Felipe V—, de Brabante y Lotaringia, Limburgo, Luxemburgo, Güeldres, Milán, Atenas y Neopatria, Conde de Habsburgo, de Flandes, de Artois, Palatino de Borgoña, de Tirol, de Henao, de Holanda, de Zelanda, de Namur, de Zutphen, de Barcelona, de Rosellón y de Cerdaña, Príncipe de Suabia, Margrave del Sacro Imperio Romano, Marqués de Oristán y Conde de Gociano, Señor de Vizcaya y de Molina, de Frisia, Salins, Malinas, y de las ciudades, pueblos y tierras de Utrech, Overijssel y Groninga. Dominador en Asia y África

90.-Antepasados del rey de España : Fernando II. Rey de Aragón y V de Castilla (1452-1516) II a

Armas de Fernando II de Aragón y V de Castilla en el Palacio de los Reyes Católicos de La Aljafería (1488-1492). Se trata de un escudo cuartelado con las armas de Castilla, León, Aragón y Sicilia timbrado con la cimera del dragón, adoptada por Pedro IV el Ceremonioso y posteriormente usada como símbolo de dignidad del rey de Aragón.


La muerte de Isabel y las regencias.

Fernando, regente de Castilla y rey de Aragón (1506-1515)

Estando todavía en Génova, Fernando recibió la noticia de la muerte de su yerno Felipe, rey de Castilla, acontecida el 25 de septiembre de 1506. El inesperado suceso le obligó a improvisar sobre la marcha, pues aunque Italia era de su máxima preocupación, los mensajes que llegaban sobre Castilla eran alarmantes, dada la profundísima depresión en que cayó la reina Juana tras la muerte de su esposo y el caos gubernamental adyacente. Fernando reorganizó la fiscalidad y la tesorería de Nápoles y nombró como virrey a su sobrino, Juan de Aragón, Conde de Ribagorza, emprendiendo rápidamente el camino de regreso hacia España. Llegados a Valencia en julio de 1507, dejó a su mujer, Germana de Foix, como gobernadora de Aragón y cabalgó raudo hacia Castilla, alcanzando al cortejo fúnebre que trasladaba el cadáver de Felipe hacia Granada en la villa de Tórtoles de Esgueva (Burgos).
 Allí, el 29 de agosto de 1507, Fernando II pudo por fin ver a su hija; dejando al margen las lógicas palabras consolatorias paternofiliales, seguramente fue un momento poco agradable para Fernando al comprobar que la depresión hacía que Juana fuese inviable como reina de Castilla, por lo cual se había dado pábulo en el reino para que la facción borgoñona, encabeza por don Juan Manuel, valido del difunto Felipe, intentase anular la cláusula testamentaria de Isabel la Católica e impedir que Fernando II fuese regente de Castilla por la incapacidad de Juana, no dudando incluso en intentar secuestrar al infante Fernando, hijo de Juana y Felipe, que contaba con tres años de edad.
El Rey Católico pactó una alianza con el emperador Maximiliano, mediante la cual quedaba investido como regente a cambio de comprometerse a respetar los intereses del heredero, el príncipe Carlos de Gante, residente en Bruselas. Con la anuencia de su hija Juana y del emperador Maximiliano, Fernando II comenzó su segunda época como regidor de los destinos de Castilla, aunque hubo algunos nobles, como el Duque de Nájera o el Marqués de Cenete, que se resistieron hasta 1509, año en que también, con la definitiva residencia de Juana I en Tordesillas, a cargo de Mosén Luis Ferrer, camarero de la reina y estrechísimo colaborador del Rey Católico, la Historia parecía pasar página sobre los truculentos sucesos anteriores y comenzar una nueva etapa. Las Cortes de Madrid (1510) marcaron la puesta en escena de la regencia de Fernando, caracterizada por la reanudación de la tradicional política expansionista castellana.

Fernando de Aragón, aun a sus 57 años, no había perdido ni un ápice de su carácter, por lo que en 1509 volvió a plantear una empresa de altos vuelos: la conquista de África. Para ello contó con la ayuda del Cardenal Cisneros, convertido en nuevo hombre fuerte del reino de Castilla, que había supervisado algunos logros de pequeño calado en los primeros años del siglo XVI, como la conquista de Mazalquivir (1505), Cazaza (1506) o el peñón de Vélez de la Gomera (1508). En 1509, y en teoría como previo paso al envío de una gran Cruzada contra los turcos, las tropas castellanas, siguiendo instrucciones del regente Fernando y dirigidas por el Cardenal Cisneros, conquistaron Orán.
 Algo más tarde, la armada castellano-aragonesa dirigida por Pedro Navarro, Conde de Oliveto, conquistó Bugía (1509) y Trípoli (1510), logrando el vasallaje de la provincia de Argel. El espíritu milenarista y cruzado que abanderaba Fernando el Católico seguía acompañando a sus mayores gestas, llegando a pensar incluso en acceder a Chipre y conquistar Alejandría, para después atacar a la propia Estambul, capital del sultán Bayaceto II. Pero la derrota de los españoles en Djerba (Túnez) durante 1510, así como la convocatoria de Cortes de Aragón en la ciudad de Monzón (1510), paralizaron los planes de conquista africana, y con ella los sueños milenaristas de Fernando II. En Monzón, si bien el rey logró la concesión de una elevada cantidad de dinero para financiar sus empresas, sus planes de intervención el gobierno y la administración locales (conocidos en Cataluña con el nombre de redreç) levantaron tremendas suspicacias y lastraron las relaciones entre el rey y los territorios de la Corona de Aragón hasta su muerte.

De 1510 a 1516 las desgracias parecían acumularse: aunque en 1511 Fernando el Católico logró la firma de una Liga entre Castilla, Aragón, el Papado, Venecia e Inglaterra con objeto de asegurar su dominio del sur de Italia, en 1512 los franceses inflingieron una severísima derrota a las tropas de la Liga en la batalla de Rávena, lo que obligó a Fernando II a replantearse algo que no era de su agrado, como fue volver a enviar al Gran Capitán a tierras napolitanas, aunque finalmente la expedición se echó hacia atrás. La muerte del Gran Capitán (1515) coincidió en el tiempo con la victoria del nuevo rey de Francia, Francisco I, en el Milanesado, lo que abrió de nuevo la conflictividad en Italia pero ya en época del emperador Carlos, sin el Rey Católico. Las últimas energías de éste se gastarían en un asunto ibérico que tuvo que solucionarse por la vía de las armas: la cuestión de Navarra.
Armas de Fernando II de Aragón y V de Castilla . Se trata de un escudo cuartelado con las armas de Castilla, León, Aragón y Sicilia timbrado con la cimera del dragón, adoptada por Pedro IV el Ceremonioso y posteriormente usada como símbolo de dignidad del rey de Aragón.

La conquista de Navarra (1512-1515)

El reino de Navarra, que era propiedad del padre del Rey Católico, Juan II, pasó a la muerte de éste (1479) a Leonor de Aragón, hermana de Fernando, casada con Gastón de Foix; pero con la pronta muerte de Leonor (que ya era viuda) a los 24 días de ser coronada, fue su hijo Francisco Febo el rey de Navarra. A la muerte de Francisco Febo, en 1483, le sucedió su hermana Catalina, también sobrina de Fernando el Católico pero casada con Juan de Albret, pariente del rey de Francia. Por ello, aunque desde 1479 el rey de Aragón tuteló los sucesos de Navarra, amparado en su poder omnímodo no sólo como monarca hegemónico de la Península Ibérica, sino como pariente mayor del linaje, los conflictos entre Fernando II y Francia repercutieron negativamente en el devenir del pequeño reino pirenaico, hasta el punto de hacer insostenible la tradicional situación navarra de puente entre España y Francia.

 Ya en 1507, en unas escaramuzas alrededor de la fortaleza de Viana dentro del inacabable conflicto entre beaumonteses y agramonteses, había muerto César Borja, hijo del Papa Alejandro VI, cuñado del rey Juan de Albret y enemigo odiadísimo por Fernando el Católico, ya que ambos se habían enfrentado en las guerras de Italia. Pese a que la boda entre Fernando de Aragón y Catalina de Foix parecía calmar las relaciones entre Francia y España, la cuestión navarra estalló en el verano de 1512, en que los ejércitos castellanos, capitaneados por el Duque de Alba, el más fiel y estrecho colaborador de la política imperialista del Rey Católico, penetraron en el reino y tomaron Pamplona, obligando a los Albret a exiliarse hacia Francia. Entre 1513 y 1515 se verificó la incorporación de Navarra a los territorios dominados por Fernando II, que se convertía, ahora sí y con todas las de la ley, en el unificador de las Españas, en el más grandioso monarca de la Historia, pues había conseguido completar la unidad visigoda rota por los musulmanes en el año 711, como el mismo Fernando escribía, orgulloso y exultante, a su embajador ante el emperador Maximiliano en el año 1514:

Una sola cosa havéys de responder: que ha más de setecientos años que nunqua la corona d’España estuvo tan acrecentada ni tan grande como agora, assí en Poniente como en Levante; y todo (después de Dios), por mi obra y travajo.
(Recogido por Belenguer Cebriá, 1999, p. 365).

El problema más delicado de la conquista de Navarra fue precisamente su incorporación a la Corona de Castilla y León, y no a la de Aragón. Ni que decir tiene que esta decisión fue tomada desde la lógica más rotunda en términos de la época, al igual que nadie discutió que Nápoles fuese incorporada a la Corona de Aragón a pesar de ser empresa realizada por soldados de Castilla y financiada con recursos económicos castellanos. Si el Rey Católico, en el caso de Navarra, se decidió por su incorporación a Castilla fue para evitar a Francia, para que jamás volviese a estar bajo influencia francesa, asunto que no finiquitaría en caso de incorporarse a la Corona de Aragón. Obviamente, esta decisión encontró sus apoyos en la época (sobre todo los beaumonteses), pero también contó con sus detractores (los agramonteses), que reaccionaron llamando al monarca Fernando el Falsario. 
Tal problemática sobre Navarra ha pasado a la historiografía, donde partidarios y detractores han debatido sus diferentes perspectivas de forma vigorosa y pasional (como se observa en el estudio de Víctor Pradera), o bien de forma más argumentada (como puede verse en la obra de Luis Suárez Fernández). Faltos de un acuerdo entre todas las partes afectadas, habrá que contentarse con considerar a Navarra como la última gran empresa realizada por Fernando el Católico, pues sus días estaban próximos a finalizar.

La humilde muerte del más poderoso rey (1516)

En 1509, la reina Germana parió un hijo de Fernando el Católico, que fue llamado Juan en homenaje a su abuelo paterno; sin embargo, el bebé apenas sobreviviría unas horas. El interés del monarca por engendrar hijos en su segunda esposa constituyó la preocupación personal más visible en sus últimos años, sobre todo después de este suceso. Para conseguir tal fin, el rey llegó incluso a ingerir un preparado líquido con supuestos efectos vigorizantes, que, a decir de algunos, le fue suministrado por la propia reina Germana. La poción, sin embargo, obtuvo un resultado totalmente opuesto al pretendido, de forma que no sólo no sirvió para engendrar hijos sino que lastró gravemente la salud del rey en su último lustro de vida. Este rumor sobre el brebaje, que nació en la corte aragonesa y fue propagado por el pueblo llano, lo recogió el cronista Prudencio de Sandoval pocos años más tarde, al narrar en su crónica imperial la muerte del Rey Católico:

Falleció vestido en el hábito de Santo Domingo. Estaba muy deshecho porque le sobrevinieron cámaras, que no sólo le quitaron la hinchazón que tenía de la hidropesía, pero le desfiguraron y consumieron de tal manera que no parecía él. Y a la verdad, su enfermedad fue hidropesía con mal de corazón, aunque algunos quisieron decir que le habían dado yerbas, porque se le cayó cierta parte de una quijada; pero no se pudo saber de cierto más de que muchos creyeron que aquel potaje que la reina Germana le dio para hacerle potente le postró la virtud natural.
(Sandoval, Historia..., I, p. 63).

La hidropesía o gota, enfermedad muy proclive a causar muertes en la clase dirigente por lo abusivo de su dieta, se vio agravada por la presencia de pústulas (cámaras), culpables con casi total seguridad de la desfiguración de su cuerpo. Con respecto a la caída de la quijada, se trata de una descripción simple de un episodio embólico o de parálisis parcial del sistema nervioso, seguramente producto de las derivaciones de un problema cardiovascular agudo. A los 63 años de edad, el monarca sufría las consecuencias de una vida plagada de excesos en todos los sentidos.

Fernando II tenía previsto pasar la primavera de 1516 en Andalucía, donde al parecer iba a supervisar la formación de una flota para reanudar la empresa norteafricana; pero a su paso por Extremadura, camino de Sevilla, se sintió muy enfermo y se hospedó en Madrigalejo, una humilde villa que fue testigo de su muerte, el 23 de enero de 1516, al igual que otra humildísima villa, Sos, lo había sido de su nacimiento. Siguiendo las noticias de Zurita, en su testamento el Rey Católico pidió ser enterrado en la capilla real de Granada, junto a su esposa la Reina Isabel I, al tiempo de que tuvo la tentación de nombrar heredero al infante Fernando en detrimento de Carlos, ya que Fernando se había criado en la Península Ibérica y no en Flandes. Fueron sus colaboradores, como Luis Zapata, Francisco de Vargas y el doctor Carvajal, quienes le persuadieron de embrollar más la cuestión sucesoria y ofrecer a la nobleza dos bandos claramente enfrentados para que las luchas civiles, que habían sido finiquitadas por los Reyes Católicos, regresasen como fantasmas del pasado.
 Así pues, en cuanto a la gobernación, el cardenal Cisneros quedaba nombrado regente de Castilla y León, mientras que su hijo ilegítimo, Alonso de Aragón, Arzobispo de Zaragoza, lo sería de la Corona de Aragón hasta la llegada de Carlos de Gante, finalmente heredero de ambos tronos. En las disposiciones testamentarias el fallecido monarca también incluía la formación de un fuerte patrimonio para el infante Fernando, así como aconsejaba al futuro Carlos I que cuidase de su viuda, la reina Germana. Y de esta forma humilde, austera y cristiana, acabó sus días el más poderoso de los monarcas del Renacimiento, como relata Mártir de Anglería en una de sus epístolas:

Mira lo poco que se debe confiar en los aplausos de la Fortuna y en los favores seculares. El señor de tantos reinos y adornado con tanto cúmulo de palmas, el Rey amplificador de la religión cristiana y domeñador de sus enemigos, ha muerto en una rústica casa y en la pobreza, contra la opinión de la gente. Apenas sí se encontró en poder suyo, o depositado en otra parte, el dinero suficiente para el entierro y para dar vestidos de luto a unos pocos criados, cosa que nadie hubiera creído en él mientras vivió. Ahora es cuando claramente se comprende quién fue, con cuánta largueza repartió y cuán falsamente los hombres lo tacharon del crimen de avaricia.
(Mártir de Anglería, Epistolario..., III, p. 217).
Armas adoptadas por Fernando II de Aragón como rey de Nápoles en 1504 y que fueron usadas hasta 1512, cuando se incorporó el blasón de Navarra. En el segundo cuartel puede observarse, junto a las Barras de Aragón, el escudo del reino de Nápoles formado por los blasones de los reinos de Jerusalén y de Hungría


El legado de Fernando el Católico

La imagen del príncipe perfecto

En el que quizá sea el tratado político más famoso del Renacimiento, el teórico italiano Nicolás Maquiavelo escribía la siguiente descripción del más poderoso príncipe del que había tenido noticia, que constituye a su vez uno de los mejores resúmenes de la vida del Rey Católico:

Tenemos en nuestros tiempos a Fernando de Aragón, actual rey de España. A éste se le puede llamar casi príncipe nuevo, porque de rey débil que era se convirtió, guiado por la astucia y la fortuna más que por el saber y la prudencia, en el primer rey de la cristiandad. Si consideramos sus acciones, las encontraremos todas sumamente grandes y algunas extraordinarias. Al principio de su reinado, atacó Granada; y esta empresa fue el fundamento de su Estado. La comenzó sin pelear y, sin miedo de hallar estorbo en ello, tuvo ocupados en esta guerra los ánimos de los nobles de Castilla, los cuales, pensando en ella, no pensaban en innovaciones; por este medio, él adquiría reputación y dominio sobre ellos sin que ellos lo advirtieran. Con el dinero de la Iglesia y del pueblo pudo mantener ejércitos y formarse, mediante esta larga guerra, sus tropas, que le atrajeron mucha gloria [...] Bajo esta misma capa de religión atacó África, acometió la empresa de Italia, últimamente ha atacado Francia; y así siempre ha hecho y concertado cosas grandes, las cuales siempre han tenido sorprendidos y admirados los ánimos de sus súbditos y ocupados en el resultado de las mismas. Estas acciones han nacido de tal modo una de otra que, entre una y otra, nunca han dado a los hombres espacio para poder urdir algo tranquilamente contra él.
(Maquiavelo, El Príncipe, XXI, 1).

A Fernando II siempre se le ha presentado como hace Maquiavelo: como un gobernante sagaz, astuto, experto en la negociación, ávido de recursos y que jamás dudaría en obtener beneficio político a costa de sacrificar cuantos ideales fuesen menester. Sin llegar a ser extremista en el análisis, hay mucho de cierto en tal estereotipo, sobre todo en lo concerniente a adueñarse de la bandera religiosa, de la extensión del cristianismo, para su propio provecho. Por ejemplo, Fernando II siempre tuteló a las órdenes militares utilizando sus recursos, militares y económicos, en las guerras de Granada y de Italia. En 1506, en el trasvase de poderes con Felipe y Juana, el Rey Católico puso especial empeño en mantener para sí la administración de las órdenes militares. No es de extrañar, pues, que algunos eruditos, desde Gracián y Saavedra Fajardo, pasando por historiadores de todas las épocas, hayan visto a Fernando II como el primer príncipe secular, el primero en acabar con la tradicional unidad medieval de lo religioso y lo gubernativo, para separarlo en dos vertientes, tal como se hizo a lo largo de la Edad Moderna.

En otra de las cosas en que fue pionero el Rey Católico fue en la multifuncionalidad de su modelo de gobierno, que de tan gran utilidad sería a los Habsburgo para dirigir la marcha de la España imperial de la Edad Moderna. No es de extrañar que, como se dice, su bisnieto Felipe II, al observar el retrato de Isabel I y de Fernando II, exclamase "A ellos se lo debemos todo". Partiendo del sistema castellano del Consejo Real, Fernando el Católico fue añadiendo Consejos para cada uno de los asuntos a tratar: Órdenes Militares, Indias (para los asuntos de América), el de Aragón (creado en 1494)... 
El llamado sistema polisinodial, superpuesto a la autoridad del rey, fue copando las decisiones que antaño tomaban las Cortes, y si bien supuso un hito de importancia como organizador de los vastos territorios imperiales, también supuso apartar a las ciudades y a la burguesía urbana de los asuntos de gobierno. Y es que, al igual que su esposa Isabel, Fernando el Católico fue el paradigma de monarca con una inmensa creencia en la potestad absoluta del rey sobre leyes e instituciones, iniciando el camino hacia el autoritarismo absolutista de las monarquías de la Edad Moderna.
 No es de extrañar que la mayor parte de quejas de los procuradores de Cortes hacia el Rey sea que éste gobernaba a base de pragmáticas, sin contar con las Cortes, recurso el de las pragmáticas que fue en aumento constante para fundamentar el autoritarismo regio en detrimento del pactismo característico de las monarquías feudales. Además, se da la curiosa circunstancia de que Fernando era de Aragón, la más pactista de todas las monarquías hispanas y con cuyas autoridades tuvo más de un altercado debido a este carácter autoritario, como, entre otros ejemplos, la muerte de Gimeno Gordo, preboste zaragozano, el 19 de noviembre de 1474, en el mismo palacio de la Aljafería, debido a las supuestas relaciones que éste mantenía con el rey de Francia Luis XI y que Fernando el Católico no toleró, aun a costa de ganarse el oprobio de los procuradores de Cortes por no respetar el entonces príncipe de Aragón la inmunidad parlamentaria que correspondía a Gimeno Gordo.

Pero si el Fernando político y gobernante es bien conocido por multitud de estudios, antiguos y modernos, en cambio algunos otros aspectos de su personalidad todavía permanecen sumidos en una oscuridad nada deseable. Al contrario que su esposa la Reina Católica, a quien sí se le reconoce la cualidad de mecenas de empresas culturales, a Fernando de Aragón siempre se le ha visto como un príncipe más austero, al que la caza y los juegos ocupaban sus momentos de ocio. Es indudable que el monarca gustaba de la caza, bien fuese cinegética o bien de caza mayor, y a lo largo de toda su vida gastó ingentes cantidades de dinero en halcones, ballestas, paramentos, armas y oficiales del deporte de ocio caballeresco por excelencia en la Edad Media. Pero que amase más otras actividades no significa que, como buen rey, descuidase del todo el mecenazgo cultural, tal como era costumbre de los monarcas de la época. Así, los estudios de Tess Knighton, continuadora de los iniciados por Romeu Figueras en los años 60 del siglo XX, han demostrado la labor de gran patrono de la Capilla Real Aragonesa, una de las entidades musicales de mayor impacto en el temprano Renacimiento, lugar donde trabajaron músicos tan famosos como Juan de Urreda y Francisco de Peñalosa. De hecho, en 1539, más de cuatro lustros después de la muerte del monarca, el músico Mateo Flecha, en una humorística imitación de las inmortales coplas manriqueñas, ponía en boca de la Música lo mucho que se echaba de menos el mecenazgo fernandino:

¿Qué fue de aquel galardón?
Las mercedes a cantores
¿qué se hizieron?
Rey Fernando, mayorazgo
de toda nuestra esperanza
¿tus favores a dó están?
(Recogido por Knighton, op. cit., p. 21).

Otros estudios, como los del profesor Claramunt (en Fernando II de Aragón, el Rey Católico), también han demostrado la intercesión del rey a favor de las universidades, a las que protegió y fomentó su expansión, tanto en Castilla (la de Alcalá de Henares, fundada en 1503) como en Aragón (la de Valencia, fundada en 1499). Grandes literatos, como Marineo Sículo, Mártir de Anglería, Pere Miquel Carbonell, Antonio Geraldino, Juan Sobrarias, o artistas como Gil de Siloé y Antón Egas, encontraron acomodo en el entramado cortesano de Fernando de Aragón. Así pues, si la Reina Católica prestó un grandísimo apoyo al arte y a la cultura de su tiempo, el Rey Católico hizo lo mismo en la Corona de Aragón, inaugurando un mecenazgo artístico que en la Edad Moderna sería continuado no sólo por el emperador Carlos, sino por su hijo el Arzobispo Alonso de Aragón, conocido mecenas del siglo XVI.

Mesianismo y profecías alrededor de Fernando el Católico

En los meses centrales del año 1452, aproximadamente en la misma época en que nació el príncipe Fernando de Aragón, el cometa Haley realizó su cíclico recorrido por los cielos del planeta. En una época como la medieval, donde la astrología tenía tanta importancia y donde la interpretación de estos signos como presagios era harto frecuente, la coincidencia de ambos factores, nacimiento de Fernando y cometa Haley, no pudo ser más que interpretada como una señal de providencia, como lo hizo, entre otros ejemplos, Juan Barba en su Consolatoria de Castilla:

Y no pudo más de ser comprendido
estonçes del caso admirativo,
mas yo, que só viejo, agora lo escrivo,
qu’el espirençia lo da conoçido:
que no se mirava que era naçido
allá do venía la çeleste seña
aquel don Hernando que nos enseña
por obras divinas quánto á venido.
(Cátedra, ed. cit., pp. 182-183).

Desde su mismo nacimiento, a Fernando el Católico le acompañaron diversas profecías y textos providencialistas que, como en el caso de la Consolatoria de Barba, pretendidamente anunciaban los grandes triunfos logrados por el monarca. En este sentido, en el Rey Católico confluyeron dos tipos de tradiciones: por un lado, la castellana, construida por apologetas políticos y teóricos como Alfonso de Cartagena, Pablo de Santa María y Rodrigo Sánchez de Arévalo, según los cuales la monarquía Trastámara era la legítima heredera de la monarquía visigoda, pero sólo se vería completada cuando la pérdida de España ante los musulmanes efectuada por el rey don Rodrigo fuese recuperada, es decir, no sólo la conquista de Granada sino también la unidad de todos los reinos de la Península Ibérica. La otra tradición, más profética que política, enlazaba con los escritos de Arnau de Vilanova (1240-1311) y de Joan de Rocatallada (1315-1365) a favor de la monarquía siciliana, que fueron incorporados por los reyes de Aragón después de su dominio de Nápoles y Sicilia.
La confluencia de ambas tradiciones hizo que Fernando el Católico fuese presentado como el Monarca Universal de las profecías bíblicas, aquel que reinaría en toda la tierra antes de la llegada del Milenio, y también como el Emperador Encubierto, el que, después de Granada, volvería a conquistar Jerusalén a los musulmanes, expandiendo la Cristiandad hasta límites insospechados, como hacía este anónimo poeta:

Que vos soys lexso vespertilión
qu’están esperando los reynos d’Espanya,
senyor noblescido de gran perfecçión,
remedio bastante del mal que les danya.
(Recogido por Sesma Muñoz, Fernando de Aragón..., p. 80).

Los estudios de E. Durán, J. Requesens o J. Guadalajara, entre otros, han puesto de relieve toda esta ingente cantidad de textos que presentan a Fernando II de Aragón como una especie de Mesías prometido y de gran conquistador del mundo conocido, cualidades de las que, como es lógico pensar, el monarca se aprovechó para construir una imagen apologética a su medida, que funcionase como propaganda ideológica favorable a su causa. Desde hace algún tiempo, se tiene la sospecha más o menos cierta de que el Rey Católico no sólo estaba al tanto de estas profecías y signos apologéticos, sino que además estimuló su expansión a propósito, fomentando su presentación como Monarca Universal. Como muestra, valga uno de los tan caros a la Edad Media cálculos milenaristas, efectuado esta vez por el erudito hebreo Isaac Abravanel, según el cual en 1492 habría de llegar el Milenio, es decir, el triunfo sobre la Bestia y los mil años de paz y justicia previos al Juicio Final.
 La entrada en Granada estaba pactada desde algún tiempo antes y el Rey Católico, conociendo la aceptación que tenían los cálculos milenaristas de Abravanel, hizo efectiva la conquista en un momento en que, además de las inherentes, podía obtener ventajas propagandísticas, al hacer coincidir la entrada en Granada, la recuperación de la monarquía visigoda, el fin de la reconquista, con el inicio del Milenio de paz, volviendo a ser presentado como el Monarca Universal, como el Rey de los Últimos Días, como si Granada fuese un episodio predestinado desde el origen de los tiempos y, por supuesto, como un hito menor en el camino hacia Jerusalén. 
Que años más tarde de su muerte todavía apareciesen en la Corona de Aragón síntomas de este mesianismo profético, como el Encubierto de las Germanías de Valencia, es buena prueba de la vigencia que estas imágenes habían tenido durante los años de gobierno fernandino. Todavía unos días antes de fallecer Fernando II, una adivinadora extremeña que andaba siguiendo a la corte regia fue consultada, ante el empeoramiento de salud del Rey Católico, sobre qué ocurriría: la nigromante respondió que no había de morir, sino que todavía ceñiría la corona jerosolimitana al año siguiente.
 En aquella ocasión se equivocó, pero muchas de estas profecías, al ser cumplidas por el monarca, constituyeron gran parte del asombro con que niños y ancianos, pueblo llano y nobleza, prelados y damas, súbditos y extranjeros, vieron su figura durante el largo tiempo que permaneció como rey de Castilla y de Aragón.
Escudo posterior a 1512 tras la incorporación de Navarra. Originalmente Fernando el Católico había previsto agregar Navarra a la Corona de Aragón y ello explica que el emblema navarro figure partido con los palos de Aragón

Fernando el Católico como padre

La descendencia de Fernando de Aragón fue copiosa, pues nada menos que tuvo diez hijos, entre legítimos e ilegítimos. De su matrimonio con Isabel I la Católica nacieron, en primer lugar, Isabel, Princesa y Reina de Portugal (1470-1498); el príncipe Juan (1478-1497); Juana, Reina de Castilla y León (1479-1555); María, Reina de Portugal (1482-1519); y la benjamina, Catalina, Reina de Inglaterra (1485-1536). Aunque se conoce bastante bien la infancia y la vida de los hijos de los Reyes Católicos, lo cierto es que las fuentes no disponen prácticamente de información acerca de cuál fue la relación paternal de Fernando sobre sus hijos; dada la habitual separación por sexos de la educación en la época medieval, sus hijas se criaron en la corte castellana y fue la reina Isabel quien más se ocupó de ellas. 
En el caso del príncipe Juan, y aun con la parquedad de las fuentes, sí debió de ser Fernando el Católico un modelo y estímulo en su educación, con quien seguramente compartiría algunas veladas en su formación caballeresca y militar. Y, por supuesto, el monarca sintió muchísimo la muerte de su hijo y heredero, no sólo por los problemas que representaba desde la perspectiva política, sino por la intrínseca desgracia de un padre que pierde a su vástago.
 Al menos, así lo atestigua la memoria colectiva que se deriva de una de las más dramáticas piezas del romancero castellano, en la que el diálogo entre el príncipe Juan, el Doctor de la Parra y el Rey Católico acaba con el desmayo de este último, roto por el dolor del inminente fallecimiento de su hijo:

Estas palabras diziendo, siete dotores entravan;
los seis le miran el pulso, dizen que su mal no es nada;
el postrero que lo mira es el dotor de la Parra.
Incó la rodilla en el suelo, mirándole está la cara:
- «¡Cómo me miras, dotor! ¡Cómo me miras de gana!»
- «Confiésese Vuestra Alteza, mande ordenar bien su alma:
tres oras tiene de vida, la una que se le acava».
Estas palabras estando, el Rey, su padre, llegava:
- «¿Qué es aqueso, hijo mío, mi eredero de España?
O tenéis sudor de vida o se os arranca el alma.
Si vos morís, mi hijo, ¿qué hará aquel que tanto os ama?»
Estas palabras diziendo, ya caye que se desmaya.
(Recogido por Pérez Priego, op. cit., p. 47).

Quizá pueda parecer que se trata de un sentimiento estereotipado por el romance, pero la verdad es que Fernando II de Aragón, aun con toda la imagen de político sagaz, astuto y con pocos escrúpulos que muchos de sus panegiristas nos han legado, también mantuvo actitudes de cariño hacia su esposa, hacia sus hijos, y, por supuesto, hacia sus nietos. Por ejemplo, el propio monarca, de su puño y letra, escribía en 1498 al baile general de Valencia, Diego de Torres, esta carta, en la que le daba a conocer el estado de salud de la Reina Católica y de su nieto, el príncipe Miguel, tras otra triste muerte, la de Isabel de Portugal, madre del príncipe:

Lo que de presente vos podemos scrivir es que la dicha Serenísima Reyna, nuestra mujer, a Dios gracias está ya muy bien, y el ilustríssimo príncipe don Miguel, nuestro muy caro y muy amado nyeto, muy bonico.
(Archivo del Reino de Valencia, Real Cancillería, L. 596, fol. 208r).

Se puede señalar, anecdóticamente, que Fernando II deja traslucir su origen aragonés para denominar «bonico» a su nieto, demostrando con ello que, como cualquier padre y cualquier abuelo, el monarca tenía sus momentos afectivos hacia su familia. Por estas razones, entre otras, se debe poner en entredicho la acusación tradicional hacia Fernando el Católico de actuar sin escrúpulos en el asunto de los supuestos problemas de salud mental de su hija Juana, pactando con su yerno, Felipe el Hermoso, el ostracismo de la legítima reina de Castilla. Algunos datos objetivos desmienten tal actitud y que padre e hija mantuvieran una mala relación: en primer lugar, en Alcalá de Henares, en 1503, Juana parió a su segundo hijo, al cual puso el nombre de Fernando en claro homenaje a su progenitor. 
En segundo lugar, el memorial leído en las Cortes de Toro (1505), en que se daba cuenta de los problemas mentales de Juana I, fue enviado desde Flandes por Felipe el Hermoso y sorprendió tanto a Fernando como a los procuradores, quienes rápidamente le concedieron la regencia temporal alertados ante lo que se decía de la reina. En tercer lugar, durante la celebración de la citada entrevista de Villafáfila entre Fernando y Felipe, el monarca aragonés rogó en reiteradas ocasiones que quería ver a Juana, y si el encuentro no se produjo fue por los temores de Felipe, receloso ante un posible acuerdo entre padre e hija.
Seguramente no fue hasta la terrible depresión sufrida por Juana a la muerte de Felipe, en 1506, cuando Fernando el Católico tuvo plena constancia de que a su hija le era imposible ceñir la corona de Castilla y León; quizá también el hecho de que, según la disposición testamentaria de Isabel I, fuera el propio Fernando quien rigiese el reino en calidad de regente ayudó a dejar correr la situación, pero no por falta de escrúpulos ante su hija sino porque el Rey Católico, al igual que su ya fallecida esposa, Isabel I, siempre antepuso la seguridad de sus reinos a sus propios intereses o sentimientos personales, de ahí que las acusaciones de falta de escrúpulos con respecto a Juana se deban a la supremacía de lo público con respecto a lo privado dentro de la vida de un rey como Fernando II de Aragón.

Las infidelidades matrimoniales del rey

Como podrá observarse en este apartado, desde luego no se puede considerar que Fernando II de Aragón fuese un esposo ejemplar, si bien se debe matizar que durante la Edad Media y la Edad Moderna, al realizarse los matrimonios entre los reyes de forma únicamente política, las infidelidades matrimoniales solían ser frecuentes y no demasiado mal vistas, tanto por parte de los reyes como de las reinas.
 No fue así el caso de Isabel I, ya que la Reina Católica amó profundamente a su esposo y sufrió terribles celos al tener conocimiento de que su marido "amava mucho a la Reyna, su muger, pero dávase a otras mugeres" (Pulgar, Crónica..., I, p. 75). 
No se sabe cómo reaccionaría el rey ante los celos de su esposa, pero por los testimonios que se poseen parece que no les prestó mucha atención o, en todo caso, que estos celos no le impidieron continuar con sus aventuras extramaritales. La prole bastarda del Rey Católico se inició incluso antes de que casase con Isabel I, pues ya en 1470 nació Alfonso de Aragón, el futuro Arzobispo de Zaragoza y regente del reino, fruto de las relaciones entre el entonces Rey de Sicilia y doña Aldonza Roig de Iborra y Alemany, dama de la nobleza catalana, natural de Cervera, que fue la amante más conocida del monarca durante la juventud de éste.
Pero no fue la única, ya que de otra dama, si bien desconocida, Fernando el Católico engendró a su segunda hija bastarda, llamada Juana de Aragón, que fue entregada en 1492 como esposa a Bernardino Fernández de Velasco, Conde de Haro y Condestable de Castilla, recompensado por esta boda regia con el título de Duque de Frías. Además, Fernando tuvo otras amantes: una doncella bilbaína llamada doña Toda, de la que tuvo una hija llamada María, así como una dama portuguesa llamada María Pereira, en quien engendró otra hija llamada también María. 
Según informa Salazar y Mendoza (p. 376), ambas Marías profesaron hábitos religiosos en el monasterio agustino de Madrigal. De esta forma, hay que otorgar credibilidad al testimonio de Mártir de Anglería al respecto, pues el humanista italiano no duda en señalar a la lujuria como uno de los vicios del Rey incluso cuando ya era un hombre veterano. Teniendo en cuenta estos antecedentes, no debe extrañar la sorpresa que Mártir de Anglería ante un rey que, catorce meses antes de fallecer, no se contentaba con yacer con su joven esposa, la reina Germana, sino que continuaba buscando otras amantes:

Pongo por testigos a todos los espíritus celestiales: si nuestro Rey no se desprende de dos apetitos, muy pronto entregará su alma a Dios y su cuerpo a la tierra. Ya tiene sesenta y tres años y no se separa ni un instante del lado de su esposa. No tiene bastante con un respiradero -me refiero a la respiración del pecho-, sino que se empeña en utilizar el matrimonial más allá de sus fuerzas. La otra causa que le segará su vida es su afición a la caza.
(Mártir de Anglería, Epistolario, III, pp. 162-163).

Y tanto que continuaba gozando de los placeres de la carne. En los primeros años del siglo XVI nació en Italia la última hija bastarda del monarca, Juana de Aragón, princesa de Tagliacozzo, fruto de las relaciones del Rey Católico con alguna dama de la nobleza napolitana durante su estancia en el reino partenopeo. Hay que hacer notar que posiblemente tanto furor sexual lo heredase Fernando II de su padre, Juan II, que también fue muy conocido por sus amoríos extraconyugales incluso durante sus últimos días, cuando ya se hallaba muy enfermo. La búsqueda de intensa actividad sexual parece ser una cualidad de los varones Trastámara aragoneses, pues también fue heredada por el hijo del Rey Católico, el príncipe Juan, a quien el gusto por la cópula frecuente se reveló fatal en combinación con su frágil salud. 
Para concluir, se puede decir que el profundo amor que sintió Fernando de Aragón por Isabel de Castilla no fue óbice para que mantuviese frecuentes relaciones extramaritales, incluso en su época de senectud, cuando además estaba casado con Germana de Foix, una princesa mucho más joven que él. El apetito sexual del último monarca Trastámara en la península fue, como mínimo, tan amplio como lo fueron los territorios que cayeron bajo su gobierno y dirección.

La deuda historiográfica con el Rey Católico.

El yugo y las flechas, símbolos del
escudo conjunto de Isabel y Fernando

En 1516, en el texto que ya se ha citado más arriba, Mártir de Anglería realizó una defensa de las virtudes del monarca cuya muerte alababa, inaugurando de esta forma los juicios de valor efectuados sobre su persona por la historiografía posterior. Pero casi al tiempo que el italiano presentaba a un rey fallecido en la pobreza como ejemplo de muerte virtuosa y cristiana, no faltaron aquellos que, ante idéntico suceso, presentaron esta pobreza como síntoma de la ruindad y tacañería del último monarca Trastámara de la Península Ibérica. Y eso que el Rey Católico contó con un excepcional historiador dedicado a glosar su vida y hechos, labor además efectuada muy cercana a su muerte. En efecto, tanto los Anales de Aragón (1562) como la Historia del Rey don Hernando (1580), obras de Jerónimo Zurita, son consideradas como fuentes indispensables para el conocimiento de su reinado y, por extensión, de la vida del rey.
Durante el siglo XVI, y concretamente en la primera mitad del siglo XVII, Fernando II fue presentado, en la línea del pensamiento de Maquiavelo, como el político perfecto, el modelo ideal para todo monarca, el "oráculo mayor de la razón de estado", como lo denominase Baltasar Gracián en su obra El político don Fernando el Católico (1640). No es de extrañar tampoco que en el mismo año otro teórico, Diego Saavedra Fajardo, alumbrase su Política y razón de Estado del Rey Católico don Fernando, o que seis años más tarde Blázquez Mayoralgo entregase a las prensas su Perfecta razón de Estado, deducida de los hechos del señor rey don Fernando el Católico. Sin embargo, el contexto en que se insertan estas aportaciones historiográficas tiene que ver con la crisis en el reinado de Felipe IV, lo que provocó que personajes ilustres de su corte, como el más tarde vilipendiado Conde-Duque de Olivares, Gaspar de Guzmán y Pimentel, sacasen a la palestra al rey de Aragón y de Castilla y León como unificador territorial. Pero a los eruditos como Gracián o Saavedra Fajardo sólo les preocupaba, en la línea de Maquiavelo, la presentación de Fernando de Aragón como el príncipe perfecto.
En el siglo XVIII, con la entrada de los Borbones en el trono español, el modelo político representado por el Rey Católico se difuminó un tanto, pues el respeto de tradiciones forales, de leyes y de costumbres de los pueblos que el Trastámara gobernó, no casaba demasiado bien con el centralismo borbónico; además, desde la perspectiva historiográfica, comenzó la homologación de Isabel la Católica con su esposo, lo que fue en detrimento de éste: las obras del Padre Flórez (1790) y, en especial, la de Diego Clemencín (Elogio de la Reina Católica doña Isabel, 1820), comenzaron a subrayar los aspectos negativos del monarca, como su austeridad, su insaciable apetito sexual, su enemistad con algunos de los hombres más decisivos de su época (Hernando de Talavera, el Gran Capitán, Cristóbal Colón). Si la preocupación por la crisis del Estado en el siglo XVII había fomentado la imagen positiva de Fernando el Católico, la preocupación en los siglos XVIII y XIX por prestigiar a otra reina, esta vez a Isabel II, dio pábulo a que en los estudios prevaleciese la imagen de Isabel I sobre la de Fernando II.
Para colmo de males, en la misma época comenzó la propagación de esa especie de leyenda negra sobre el Rey Católico, iniciada por la historiografía catalana de la Renaixença, en especial los estudios del archivero Antoni de Bofarull, los de Sempere i Miquel y los de Carreras Candi. A Fernando lo veían como el introductor del centralismo en Cataluña por su matrimonio con Isabel la Católica y por haber sido el instigador de la ley que apartaba a los no castellanos del suculento negocio comercial de América. Hoy día, diversos estudios actuales han demostrado con solvencia ejemplar que en ningún caso hubo centralismo oficial en el matrimonio de Fernando, sino que cada corona continuó conservando sus leyes, fueros y costumbres, al tiempo que el apartamiento de los no castellanos en el negocio de Indias se hizo pensando en franceses y flamencos, no en súbditos de Aragón quienes, en la práctica, colaboraron estrechísimamente, aunque no de forma oficial, con las redes comerciales del Nuevo Mundo.
 Pero pese a esta demostración, es difícil derribar tópicos y mitos creados al albur de un sentimiento tan personal como el nacionalismo, de manera que han sido necesarios muchos años de investigación para que el Rey Católico ocupe el lugar en la historiografía peninsular que debe, pues ninguna figura como la suya ha soportado tantos reveses en el análisis de su devenir y su legado.
Fernando el católico

A finales del siglo XIX, algunos historiadores como Ibarra y Rodríguez y, en especial, el aragonés Vicente de la Fuente, habían comenzado la recuperación de Fernando el Católico, labor continuada antes de la Guerra Civil Española por Serra Rafols, autor de un excelente análisis del conflicto remensa y de sus repercusiones en la política del rey de Aragón. Pero en los albores de la lucha fratricida de nuevo la historiografía se fragmentó alrededor del Rey Católico, presentándose quienes, por un lado, consideraban a Fernando II como el más nefasto rey de toda la historia, culpable no sólo de las calamidades de su tiempo, sino de las miserias de los años 30 en la península.
De este grupo de historiadores sobresalen los continuadores de las tesis de la Renaixença, como Ferrán Soldevila ( Historias de Cataluña, vol. II, 1934) y Antoni Rovira i Virgili (Historias de Cataluña, vol. VII, 1935). En cambio, para otro grupo de historiadores, Fernando de Aragón era el verdadero artífice de esa primera España imperial, a modo de antecedente exegético del caudillo triunfante en la contienda civil. De entre estos historiadores hay que citar los estudios de Ricardo del Arco (1939) y de Andrés Giménez Soler (1941). Quizá los únicos intentos realizados en esta época por presentar a un Rey Católico medianamente objetivo fueron los efectuados por el diplomático José María Doussinague, si bien adolecían también de cierto idealismo espiritual.
Recién acabada la Guerra Civil, el profesor Ferrari Núñez realizó (1945) la primera gran aproximación a la política del Rey Católico, encauzando las opiniones de Maquiavelo, Gracián y Saavedra Fajardo, además de otras menores, y llegando a una cierta sistematización del significado de Fernando de Aragón como político. La senda de Ferrari Núñez fue continuada por los estudios sobre la política de época fernandina efectuados por Cepeda Adán (1954) y Maravall Casesnoves (1952). Desde la perspectiva de la Corona de Aragón, se continuó esta labor de recuperación primero por la recopilación documental del valenciano Manuel Ballesteros Gaibrois (1944), y, en especial, por los estudios de Jaume Vicens Vives, que pudo continuar su labor sobre Fernando el Católico después de presentar su tesis doctoral en 1936.
 Sin duda, la historiografía debe mucho a los estudios de Vicens Vives, que representaron en su momento el punto de equilibrio y de objetividad más altos en relación con el personaje estudiado. El siguiente hito en la recuperación historiográfica de la figura del Rey Católico tuvo lugar en 1952, con motivo del quinto centenario del nacimiento del Rey Católico, cuando se organizó el V Congreso de Historia de la Corona de Aragón, cuyos volúmenes fueron publicados entre 1954 y 1961. Todas las ponencias, conferencias y aportaciones de los asistentes conforman un caudal de datos asombroso y de obligada consulta para cualquier aspecto relacionado con la vida de Fernando II de Aragón.
Al igual que sucediera con la Reina Isabel, la producción historiográfica de los años 70 en relación con Fernando el Católico tuvo como principal protagonista al vallisoletano Instituto «Isabel la Católica» de Historia Eclesiástica, dirigido por Antonio de la Torre y del Cerro, autor asimismo de una ingente cantidad de trabajos sobre documentación de la época entre los años 50 y 60. Al abrigo de esta institución y de tal director crecieron los más reputados especialistas hispanos en los Reyes Católicos, como A. Rumeu de Armas, L. Suárez Fernández y M. A. Ladero Quesada. Pero en Cataluña, Aragón y Valencia, desde la desaparición de Vicens Vives y Ballesteros Gaibrois, los estudios sobre Fernando el Católico no han sido demasiado proclives, quizá por pensar que todo está escrito ya sobre este personaje de la Historia, o porque, como denuncia el profesor Belenguer Cebriá, ni medievalistas ni modernistas se sienten demasiado cómodos en una época tan compleja y de tantos matices como el tránsito entre el Cuatrocientos y el Quinientos.

 La escuela aragonesa, al abrigo de la Institución «Fernando el Católico» de Zaragoza, ha sido la que con más profusión ha investigado en la época, destacando los trabajos de Solano Costa, Solano Camón, Redondo Veintemillas y, en especial, Sesma Muñoz, autor de una biografía fernandina (1992) donde, por encima de otras consideraciones, el mito de la subyugación de la corona aragonesa a la castellana por parte del Rey Católico cae por completo debido a la documentación estudiada. Se trata de esta biografía de un completo y ameno estudio, donde la conjugación de rigor y amenidad lo convierten en lectura recomendable para la aproximación al renombrado Rey de las Españas nacido en Sos. Lástima que finalice en 1492 y no se adentre, por ejemplo, en los últimos quince años del monarca, verdaderamente decisivos en su devenir histórico.

En los últimos años del siglo XX y primeros del XXI, tres estudios más merecen ser destacados. En 1996, bajo el patrocinio de la Institución «Fernando el Católico» de Zaragoza, vio la luz otro trabajo colectivo presentado por Esteban Sarasa, donde diversos especialistas glosaban la figura del Rey Católico desde tan diversas como ejemplificantes perspectivas. Posteriormente, salió de las prensas la completísima, rigurosa y trabajada biografía fernandina efectuada por el profesor Belenguer Cebriá, cuya primera edición data de 1999 y que ha sido reeditada, ampliada y corregida en los años posteriores. Se trata de un estudio ejemplar sobre el monarca, y, lógicamente, también de obligada consulta para los interesados en ampliar su conocimiento sobre el Rey Católico. Por último, en el año 2004 el académico L. Suárez Fernández publicó una erudita biografía del monarca, centrándose en los aspectos políticos de su ejemplar gobierno sobre tantos y tan diversos territorios.
Lo cierto es que la historiografía en general, y la hispana en particular, no parece haberse portado demasiado bien con una figura que, en sus líneas maestras, presenta un amplio abanico de matices personales que deberían de ser observados desde su propia esencia, renunciando a obtener en el estudio del Rey Católico respuesta a ninguna de nuestras encrucijadas actuales, sino simplemente a disfrutar de toda la gama de comportamientos de uno de los monarcas más poderosos del mundo en todos sus tiempos.

Condecoraciones 

 Caballero de la Orden del Toisón de Oro.
 Gran Maestre de la Orden de Santiago.
 Gran Maestre de la  Orden de Calatrava.


Las guerras remensas.

Las guerras remensas fueron dos revueltas campesinas contra los abusos señoriales (malos usos) que comenzaron en el Principado de Cataluña en 1462 y terminaron en 1485. Fernando II puso fin al conflicto en 1486 con la Sentencia Arbitral de Guadalupe que abolió los malos usos a cambio del pago de una indemnización de los remensas a los señores feudales.


La Sentencia Arbitral de Guadalupe.

La Sentencia Arbitral de Guadalupe fue una resolución jurídica dictada en el Monasterio de Santa María de Guadalupe, Extremadura, el 21 de abril de 1486​ por Fernando el Católico para liberar a los campesinos remensas del Principado de Cataluña de los malos usos a los que los tenían sometidos sus señores feudales a cambio del pago de una indemnización.​

Antecedentes

Tras su victoria en la batalla de Llerona de marzo de 1485, que puso fin a la segunda guerra remensa, las fuerzas realistas desataron una fuerte represión contra los remensas rebeldes ―entre otras medidas se les prohibió llevar armas―, pero no se consiguió pacificar la Montaña de Gerona ―que, en palabras de Vicens Vives, «seguía en pie de guerra»―, ni acabar con la tensión que se vivía en las comarcas vecinas como la de La Selva. Por su parte el gobernador Requesens, siguiendo las instrucciones del rey Fernando, optó por buscar el acuerdo con los remensas para conseguir la total pacificación del territorio y el 1 de abril permitió que estos se reunieran en asamblea en Madremaña. Allí los congregados acordaron deponer las armas y discutir la propuesta de concordia del monarca.​ Este nada más conocer la derrota de Pere Joan Sala, el líder remensa de la última guerra, había enviado una carta al lugarteniente de Cataluña en la que, sin dejar de abogar por el castigo de los líderes de los insurrectos ―los «conduzidores de la facción»―, apoyaba la vía del compromiso para poner fin al pleito remensa: 

Ca la conclusión de aquestas diferencias, como podeys considerar, no solamente consiste en el castigo de los dichos payeses, que es razón se faga debitamente, mas ahun en poner ley cierta y determinada sobre la paga de los d(e)rechos que deuen fazer daquí adelante, porque en ningún tiempo mas susciten y sean extinctas para siempre… E por esso… vos rogamos y encargamos… que con la discrecion que conuiene entadays con todo studio e por las vías que mejor os parecieren como el dicho compromiso se firme por am(b)as partes… Quanta al castigo e punición de los dichos Pere Johan Sala y otros paiesos nos parece que hos deueys hauer con la prodencia y rectitud que de vos se spera, faziendo justicia mesclada (con) misericordia, según los demeritos de cada uno, hauendo sguart a los autores e conduzidores de la facción, usando de clemencia a la multitud por aquellos seduzida e traída
El rey, que se encontraba en Sevilla, encargó a Lluís Margarit, sobrino del obispo de Gerona Joan Margarit, que fuera a Cataluña para conseguir que los señores y los remensas llegaran a un acuerdo partiendo de la concordia rubricada por los síndicos remensas en enero de 1485. Margarit, que llegó a Barcelona a finales de abril, se reunió el 9 o el 10 de junio en el castillo de San Gregorio, que era de su propiedad, con los caudillos remensas de la Montaña, entre los que se encontraban Francesc de Verntallat y Pere Antoni de Viloví de Oñar. Cinco días más tarde, el 15 de junio, tenía lugar una segunda asamblea en Cassá de la Selva en la que se concretó el acuerdo. Este sería presentado a los jurados de las tres ciudades cabeza de obispado (Barcelona, Gerona y Vich) para que mediaran ante los señores y para que supieran que «los payeses querían la justicia». Pero las conversaciones que mantuvieron representantes de los remensas y de los señores en Barcelona no dieron ningún resultado ―según el lugarteniente Enrique de Aragón los síndicos remensas pedían cosas «deshonestas e indebidas»―. Además los consejeros de Barcelona escribieron el 27 de junio al rey acusando a Margarit de no ser imparcial y de alentar la rebelión remensa.

La falta de acuerdo incitó a los remensas radicales contrarios a la vía del compromiso. Así entre finales de junio y principios de julio de 1485, cuando la ruptura de las conversaciones de Barcelona era ya un hecho, un grupo de remensas encabezados por Bartolomé Sala saqueó la villa de Moncada, mientras que otro grupo, tras intentar tomar del castillo de Anglés, se apoderaba del castillo de Hostoles. Unos días más tarde un tercer grupo procedente de Llagostera compuesto por unos treinta hombres atacaba por dos veces consecutivas el monasterio de San Felíu de Guixols. Por esas mismas fechas bandas remensas asaltaron Calonge y Castellfullit de la Roca. Estos grupos remensas violentos tenían sus bases de operaciones en los condados de Rosellón y de Cerdaña, entonces en posesión del reino de Francia, por lo que el lugarteniente de Cataluña le pidió al gobernador de los condados que actuara contra ellos, pero no obtuvo ningún resultado.
 Por su parte, Margarit siguió intentando el acuerdo y volvió a reunirse con los líderes remensas de la Montaña el día 20 de julio en Viloví de Oñar. Una segunda reunión tuvo lugar el 20 de agosto en Amer. Allí se eligieron los síndicos remensas que irían a la corte pero estos finalmente no pudieron ir a causa de la negativa del Consejo Real y del lugarteniente a proporcionarles los salvoconductos para el viaje y el permiso para que pudieran recaudar el dinero necesario para el mismo, además de rechazar otras peticiones que Margarit había presentado en su nombre.

Ante el fracaso de la misión de Margarit el rey Fernando II decidió enviar a Cataluña al noble castellano don Iñigo López de Mendoza, «persona comuna y sin passion, con instrucciones y cartas assi para los senyores como para los pagesses, para darles una ultima peremptoria fadiga por traerles a la firma del compromis, pues aquel es el solo útil remedio para las partes desta negociacion», en palabras del propio rey Fernando. Llegó a Barcelona a principios de octubre de 1485. 

Por aquellos días estaba operando por la veguería de Gerona una partida compuesta por unos 60 hombres encabezados por Narciso Goxart cuya acción más destacada había sido la toma del castillo de Palau de la Tor, que los remensas moderados consiguieron recuperar el 6 de octubre. También estaba actuando el grupo de Bartolomé Sala que había tomado Castellbell y después ―probablemente el 21 de octubre― había atacado la fortaleza de Monistrol, de la abadía de Montserrat. Al conocer el ataque el lugarteniente, tras calificar a los remensas de «malhechores, homicidas, ladrones y despobladores», había ordenado la convocatoria del somatén y recabado del Consell de Cent la intervención de la Bandera de Barcelona.

Pocos días después de llegar a Barcelona López de Mendoza se reunió con los brazos eclesiástico y nobiliario a los que hizo llegar los deseos del rey para que se alcanzase a un acuerdo, única forma según el monarca de poner fin al conflicto. Después de arduas negociaciones los dos brazos firmaron el 28 de octubre el compromiso, con algunas salvaguardias. Pocos días antes López de Mendoza había partido de Barcelona hacia Gerona para entrevistarse con los síndicos remensas. Por el camino, en San Celoni, se reunió con Bartolomé Sala consiguiendo que este devolviera la fortaleza de Castellbell, quedando esta en tercería ―un acuerdo que fue muy criticado por los señores y por el Consell de Cent partidarios de acabar con el conflicto recurriendo al uso de la fuerza―.

Placa Conmemorativa del 500 aniversario de la asamblea de Amer del 8 de noviembre de 1485 en la que los delegados de los remensas aceptaron el arbitraje del rey Fernando II en su conflicto con los señores feudales.


El 8 de noviembre tuvo lugar en Amer la reunión de López de Mendoza con los delegados de los remensas ―entre los que se encontraba Francesc de Verntallat― quienes volviendo a confiar en la corona, a pesar de la decepción sufrida por el fracaso de la misión de Margarit, firmaron el compromiso que dejaba en manos del rey la solución definitiva del conflicto. Además López de Mendoza consiguió que retornaran los castillos y fortalezas que todavía se hallaban en su poder ―una veintena― y que se comprometieran a perseguir a los remensas que cometieran robos y otros excesos, devolviendo a los señores los bienes muebles de los que se hubieran apoderado. También se acordó en Amer que se reunirían de nuevo en Olot el 22 de noviembre para elegir allí a los síndicos remensas que irían a la corte ―«irían al rey»― para discutir y firmar el acuerdo final. 
«Mucho había avanzado Mendoza en pocos días, y aunque sus negociaciones se beneficiaran de los sembrado poco antes por Margarit, es de justicia reconocer que el noble castellano puso a contribución del éxito un trabajo incansable y una inteligencia expeditiva y desapasionada», comenta Vicens Vives.​ 
Tras el acuerdo de Amer ya solo unas pocas partidas remensas siguieron actuando ―las encabezadas por Narciso Goxat, Pedro Vila y Francisco Sala, hijo de Pere Joan Sala―.

Las duras negociaciones en la corte entre los síndicos remensas, los representantes de los señores y los oficiales de la Corona ―representada esta última habitualmente por el vicecanciller de Aragón Alfonso de la Cavalllería, en estrecho contacto con el rey― duraron tres meses, desde principios de enero a principios de abril de 1486. La solución final al conflicto remensa dictada por el rey Fernando fue hecha pública el 21 de abril de 1486 cuando la corte se encontraba en el monasterio de Guadalupe camino de Andalucía. Fue conocida como la Sentencia Arbitral de Guadalupe.

La sentencia

La sentencia constaba de dos partes. En la primera, capítulos 1 al 17, se desarrollaba la sentencia propiamente dicha en la que se declaraban abolidos los malos usos y el resto de abusos sufridos por los remensas y se establecía también la nueva situación jurídica del payés respecto a su señor; en la segunda parte, capítulos 18 al 24, se referían las medidas que el rey dictaba para liquidar completamente la segunda guerra remensa, como el castigo de los «contumaçes» que todavía venían alterando el orden en el campo catalán.
En la primera parte de la sentencia se declaraba «la abolición, extinción y aniquilación» de los seis malos usos (remensa, intestia, cugucia, exorquia, ársia y firma de espoli forzada), calificados como una «iniquidad evidente» (artículo 1º). Y también se declaraban abolidos otros abusos señoriales como el derecho de maltratar o ius maletractandi (artículo 6º), el ius primae noctis, el didatge (la obligación de la esposa del remensa que ha acabado de dar a luz de ser ama de crianza del hijo recién nacido del señor), ous de cogul y derecho de flassada, así como la prohibición de vender grano, vino y otros productos sin permiso del señor (artículo 9º). Asimismo quedaban abolidos los trabajos que el campesino tenía que hacer para el señor (joves, batudes, jornals, podades, femades, segades, tragines, etc.) y un largo número de derechos difíciles de identificar (poll de astor, pa de ca, brocadella de cavall, cussura, etc.), todos ellos enumerados en el artículo 10.21​19​

Como compensación por la supresión de los malos usos, los señores recibirían de los campesinos 60 sueldos por cada mas, a razón de 10 sueldos por cada mal uso.​
  «Suponiendo que existían 20.000 hogares remensas, la cantidad máxima a desembolsar por los payeses ascendía, por tanto, a unas 6.000 libras barcelonesas, suma no despreciable considerada en conjunto, pero condigna del beneficio económico y humano que recibían los campesinos», comenta Jaume Vicens Vives.

Con esta parte de la sentencia los campesinos veían garantizada su libertad personal y quedaban libres de cualquier abuso de los señores, por lo que podían vender, comprar, enajenar o permutar sus bienes muebles y las tierras que hubieran adquirido por su cuenta sin necesidad de contar con el permiso del señor. En cuanto a las tierras del mas sobre las que el señor tenía derechos el campesino venía obligado a reconocerlos prestándole homenaje, aunque ahora ya podía abandonarlas llevándose sus bienes muebles y tras haber saldado sus deudas con el señor.​ Si el campesino prefería quedarse se le reconocía el derecho a cultivar las tierras indefinidamente siempre que pagara los censos y otros derechos correspondientes al señor y mantuviera la fidelidad que le había jurado.

La segunda parte de la sentencia está dedicada a las medidas conducentes al restablecimiento de la paz en el Principado de Cataluña. Así se dispone la restitución de los castillos y fortalezas que todavía estuvieran en manos de los rebeldes y la devolución de los bienes que hubieran sido usurpados a los señores. Estos a cambio debían poner en libertad a todos los remensas que tuvieran detenidos. Asimismo se revocan todas las causas eclesiásticas que hubiera abiertas contra los payeses. Y además se establece que los remensas pagarán a los señores la importante suma de 6000 libras en concepto de indemnización por los daños sufridos por estos durante la última guerra y que habrá de hacerse efectiva en dos plazos anuales.
Esta parte de la sentencia también se ocupa de los castigos a imponer a los remensas rebeldes, pues «si tales actos no se castigaban, sería en gran deservicio de Dios, muy grande ofensa a Nuestra Majestad, y ejemplo para malhacer y vivir muy permiciosos». Así a los cabecillas de la rebelión ―unos setenta, cuyos nombres aparecían en una cédula adjunta― son condenados a muerte y descuartizamiento y a la confiscación de sus bienes. Al resto de los remensas rebeldes, «que aunque no tenga menor culpa no ha de ser castigada criminalmente en las personas», se les impone una multa de 50.000 libras, a pagar en diez años ―eximiéndoles del pago de la cantidad de 60.000 florines que todavía adeudaban a la Corona por las concesiones hechas por Alfonso el Magnánimo y que era más o menos equivalente a las 50.000 libras de la multa―.
​La sentencia fue firmada por cinco representantes de los señores ―dos del estamento eclesiástico: el abad del monasterio de San Pedro de Galligans y el tesorero de la catedral de Gerona; y tres del estamento nobiliario: Pedro Galcerán de Cruïlles, barón de Llagostera; Juan Pedro de Vilademany, valvasor; y Martín Juan de Torrelles, señor del castillo de La Roca― y dieciocho síndicos remensas, entre los que se encontraba Francesc de Verntallat.

Consecuencias

El 8 de mayo de 1486 el rey ordenaba el restablecimiento del derecho de los remensas a reunirse volviendo a poner en vigor la salvaguardia de 1483 que había sido revocada por el rey al año siguiente. Gracias a esta medida el 3 de julio se reunieron unos cuarenta síndicos remensas en el convento de San Francisco de Asís de Gerona. Allí fue leída la sentencia que fue aceptada por todos ellos quienes a continuación nombraron una comisión de nueve miembros que se encargaría de intervenir en su aplicación. Estos el 11 de julio se reunieron con Antonio de Vivers y Jaime Ferrer, que eran los delegados nombrados por el rey Fernando para la ejecución de la sentencia.
Los principales cabecillas condenados por la sentencia, entre ellos Narciso Goxat y Bartolomé Vila, huyeron al condado del Rosellón, entonces bajo el dominio del Reino de Francia.​ Sin embargo, la ejecución de algunos condenados no devolvió la tranquilidad al Principado.32​ A finales de 1487, pasado un año y medio de la promulgación de la sentencia, la situación que se vivía en Cataluña era la siguiente, según Vicens Vives:33​ «La gran mayoría de los payeses la habían aceptado, pero había algunos que, no encajando en su articulado, hacían lo imposible para perturbar su aplicación; tampoco los señores la acataban, complicando su desarrollo con pretensiones excesivas».
Entre finales de 1487 y principios de 1488 tuvo lugar en Zaragoza, donde se encontraba el rey Fernando, una importante reunión a la que asistieron representantes de los señores, de los remensas y una delegación de las autoridades catalanas con el lugarteniente al frente, para intentar salvar los obstáculos que estaban dificultando la aplicación de la sentencia. Además de puntualizar algunas cuestiones que se habían suscitado en su ejecución, el rey decidió acceder a la petición de los síndicos remensas de reducir el número de condenados a doce, quedando el resto libre de regresar a sus casas y volver a cultivar sus tierras ―entre los doce que seguían siendo reos de la justicia se encontraba Narciso Goxat, pero no el hijo y el sobrino de Pere Joan Sala―, aunque sin poder entrar en ciudades y villas amuralladas ―una prohibición que sería levantada por el rey el 29 de noviembre de 1492―.
 Como señala Vicens Vives, «inspiraba esta decisión el hecho de haberse ya cumplido el propósito de inspirar un saludable ejemplo entre los demás payeses y de haber sido ejecutados y castigados varios de los criminales y procesados por las últimas turbaciones. Esta actitud generosa, que abarcaba a gente de tanto prestigio entre los remensas como los Sala, no podía menos de tener favorables repercusiones en la pacificación espiritual del campo de Cataluña».

Un grupo de los condenados, al mando de Goxat y de Terrés lo Barbut, siguieron actuando cometiendo, según Vicens Vives, «todo género de tropelías en despoblado, atacando a los oficiales encargados de la percepción de los talls y destruyendo los bienes de los payeses adictos a la sentencia». En enero de 1489 este grupo de Goxat y Terrés incendiaba la casa de un síndico remensa en Vallmajor y causaba graves daños a sus ganados. En junio asaltaban la casa del noble Juan Pedro de Cruïlles en Caldas de Malavella que tras saquearla la incendiaron al grito de Muyren, muyren gentilshomens! (‘Mueran, mueran gentilhombres’). 
Después robaron y asesionaron al caballero Juan Pedro de Viure. Tal vez su hazaña más notable fue la toma del castillo de Santa Coloma de Farners. Pero finalmente en septiembre de 1489 el lugarteniente organizó un somatén al mando del oficial real Gilabert Salbá contra los payeses «malhechores y condenados» que consiguió expulsarlos del Principado, poniéndose fin así al problema de los condenados que nunca habían encontrado apoyo entre los campesinos ya exremensas. Restablecido el orden el rey aprobó el 24 de mayo de 1490 el indulto de los doce condenados excluidos de la amnistía de 1488 si renunciaban a sus acciones criminales y se sometían a su autoridad. Sin embargo Goxat siguió actuando y a finales de 1490 dio un golpe de mano en el pueblo de Abellas.​ Probablemente la «última nota» de este «ciclo sangriento», en palabras de Vicens Vives, fue la «tentativa de asesinato cometida en diciembre de 1492 por el payés Joan de Canyamás en la escalinata del palacio real de Barcelona» contra el rey Fernando II.

La aplicación de todos los términos de la sentencia finalizó en 1501, año en que los síndicos campesinos cesaron en sus funciones ―«con unos pagos decretados el 23 de enero y el 13 de febrero de 1501, se extingue el último eco de la actuación de los síndicos, quienes desaparecieron a partir de la última fecha indicada»―​. Entre 1494 y 1501 las referencias a los remensas en la documentación son prácticamente inexistentes prueba de que, como afirma Vicens Vives, «el problema remensa había dejado de existir».

En cuanto a los pagos efectuados por los campesinos exremensas, hubo ocho talls. Los tres primeros, anteriores a 1488, fueron de 5, 10 y 25 sueldos por hogar, dedicados «al abono de los gastos de la embajada remensa de 1484-1485, a la satisfacción de los sueldos a los oficiales reales y al pago de la primera parte de la multa de 56.000 libras fijada por la Sentencia de Guadalupe». Los cinco siguientes, entre 1488 y 1493 («aunque las operaciones de cobro y fiscalización de cuentas duraron hasta 1499 y los pagos hasta 1501»), fueron uno de 35 sueldos, tres de 23 sueldos 6 dineros, y otro de 11 sueldos y 11 dineros.​ El número de hogares que pagaron ronda los 9.000 y casi la mitad de ellos correspondía a la taula ('mesa') o lugar de recaudación de Gerona.
 En total entre el 20 de junio de 1488 y el 31 de diciembre de 1497 los remensas pagaron al monarca la suma de 47.291 libras, 5 sueldos y 7 dineros, «correspondientes a las 45.000 libras de las 50.000 de condena pecuniaria y a las 3000 de las 6.000 de daños, y abonaron además unas 5.580 libras para pagar a cuantos habían intervenido en el asunto remensa».​

Según Vicens Vives,

a partir de 1490 la verdadera paz se entronizó en el corazón de los que, aun no hacía un lustro, habían seguido con las armas en la mano la temeraria empresa de Pere Joan Sala. Sin don Fernando y sus fieles colaboradores la revolución social agraria habría podido terminar con el aplastamiento definitivo de los remensas; sin la acción de los síndicos, la aplicación de la Sentencia arbitral de Guadalupe habría ofrecido obstáculos quizá insuperables. Gracias a la acertada política de aquellos y al entusiasmo y prestigio de estos, se pudo solucionar, en una atmósfera de positivo beneficio para todas las clases catalanas, una cuestión que durante tres reinados había amenazado la prosperidad del Principado. Así, poco a poco, mientras se alzaban las nuevas masías del siglo XVI, testigos de la creciente prosperidad de los payeses, iba borrándose el recuerdo de una palabra ―’’remensa’’― que había sido signo de oprobio, violencia y vilipendio para una de las clases más sufridas de Cataluña.
Valoración

Jaume Vicens Vives considera el fallo «justo y equitativo en su aspecto social y, desde luego, favorable a los remensas. Sin embargo, en él la corte procuró robustecer la autoridad jerárquica de la monarquía y de la nobleza contra toda posible veleidad de orden demagógico. Releyendo las frases del articulado de la Sentencia, se comprueba el minucioso interés puesto en hacerla derivar de principios jurídicos de carácter general y no de una revolución campesina, victoriosa en el fondo aunque destrozada en el campo de batalla. En una palabra, en la obra de Guadalupe culmina el complicado y sutil juego político de don Fernando durante los dos últimos años, quien habían logrado reducir a los nobles y a los payeses a un acuerdo firme después de un siglo de enconadas y devastadoras luchas».
Según este mismo historiador con la Sentencia arbitral de Guadalupe, se produjo el «nacimiento de un nuevo orden jurídico en el campo del Principado, el mismo que, manteniéndose inquebrantable durante más de cuatro siglos, había de probar, con el esplendor dado a la agricultura catalana, el acierto del Rey Católico en otorgarlo y la justicia constitucional de sus disposiciones».45​ Esta valoración es compartida por César Alcalá cuando afirma que «la sentencia posibilitó un aumento de las explotaciones agrícolas y dejó las manos libres a los campesinos para dedicarse a otras tareas relacionadas con la industria y el comercio».

Para Ernest Belenguer, con la sentencia se acabó con el problema remensa «no en beneficio de todos… pero sí de una gran mayoría». Belenguer añade, coincidiendo con Vicens Vives, que la sentencia también supuso la consolidación del poder del rey Fernando II en el Principado.
 «Y para hacer ver que la autoridad del rey era intocable, ya que "si tales actos no se castigaban, sería en gran deservicio de Dios, muy grande ofensa a Nuestra Majestad, y ejemplo para malhacer y vivir muy perniciosos", el soberano ejecutó a los capitostes, remensas o no, que habían intervenido en la última guerra, y además impuso por esta causa una fuerte multa de 50.000 libras, que tenía que cobrar el Real Patrimonio».
Para Santiago Sobrequés y Jaume Sobrequés la sentencia es una «pieza capital» de la historia de Cataluña ya que «no solamente liquidaba un grave problema envenenado por la guerra, sino que ponía definitivamente punto final a un pleito secular y creaba en el campo catalán unas nuevas estructuras socioeconómicas que han perdurado hasta nuestro tiempo».

Angès Rotger, Àngels Casals y Valentí Gual matizan que «de Guadalupe, salieron reforzados los campesinos acomodados, mientras que los otros fueron tirando, soportando situaciones duras y con un malestar larvado que duró mucho tiempo», aunque por otro lado reconocen que los remensas, protagonistas de la primera revolución catalana, «consiguieron el reconocimiento que en otros lugares del mundo solo llegó unos cuantos siglos más tarde».

César Alcalá se pregunta «¿Qué ganaron los remensas con la sentencia?» 

Él mismo se responde: 
«Estabilidad. Si bien es cierto que consiguieron la abolición de los malos usos y una ligera libertad, todavía dependían de los señores feudales». Sin embargo, «gracias a la Sentencia Arbitral de Guadalupe, Cataluña se convirtió en el primer país de Europa donde el régimen feudal había imperado plenamente que rompía los lazos de ignominia a que estaban sometidas buena parte de sus clases rurales».
 Una valoración esta última que es compartida, además de por Angès Rotger, Àngels Casals y Valentí Gual, por Francesc X. Hernández Cardona:
  «la rebelión remensa significó la primera victoria revolucionaria de los campesinos europeos. Conquistas similares no se generalizarían en Europa hasta finales del siglo XVIII».


Reina Consorte Germana de Foix.



Germana de Foix. ¿Mazeres (Francia)?, c. 1488 – Liria (Valencia), 15.X.1536. Reina de Aragón. Segunda esposa de Fernando el Católico, había nacido probablemente en Mazeres, donde su madre residía, en torno a 1488 y su infancia transcurrió en la órbita de la Monarquía francesa, pese a su pertenencia a la Casa Real de Navarra. Era hija de Juan de Foix, conde de Étampes y vizconde de Narbona, y de María de Orleans, hermana de Luis XII de Francia. Su abuela paterna, la reina Leonor de Navarra, era la hermana mayor del Rey Católico, por lo que doña Germana era sobrina nieta de su futuro marido. Su padre, Juan de Foix, había sido servidor de Carlos VIII de Francia, primero como gobernador de Milán y, luego, del Delfinado. Por estas razones, había recibido del monarca francés, en 1478, el condado de Etampes y —a la muerte en 1483 de su sobrino el rey de Navarra Francisco Febo— comenzó a titularse rey de Navarra y conde de Foix, pretensiones que transmitió a su único hijo varón, el duque de Nemours, valeroso rival del Gran Capitán en las campañas de Italia. Debía de tener doña Germana cerca de dieciocho años cuando su tío materno, Luis XII de Francia, la acordó en matrimonio con Fernando el Católico, que había cumplido ya los cincuenta y cuatro. Las razones para esta boda se basaban en la necesidad que tenía don Fernando de mejorar sus relaciones con Francia, ahora que sus desavenencias con su yerno, Felipe el Hermoso, ponían en peligro la continuidad de su política en Italia. De no hacerlo, las incipientes relaciones entre Luis XII y el odiado yerno podían dar al traste con su laboriosa política de los pasados años. Don Fernando, con la finalidad de atraerse al monarca francés, había enviado a la negociación a fray Juan de Enguera, provincial del Císter en Aragón, quien había alcanzado un primer acuerdo el 28 de julio de 1505, ratificado por el Rey el 26 de agosto siguiente. En su virtud, Luis XII cedía a su sobrina el título de rey de Jerusalén y sus derechos a la mitad del reino de Nápoles, que revertirían a Francia en caso de no haber descendencia. El Rey Católico, además de una gruesa compensación económica por los gastos de la Corona francesa en Nápoles —1.000.000 de ducados pagaderos en diez años— se comprometía a que la descendencia del matrimonio heredaría la Corona de Aragón con sus posesiones italianas. Las bodas se contrajeron por poderes en Blois, el 19 de octubre de 1506, siendo representado el rey aragonés por el conde de Cifuentes, alférez mayor de Castilla. La nueva Reina entró en España por Fuenterrabía, a donde fue a recibirla Alonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza —hijo natural de su marido— y luego se dirigió hacia Valladolid, pues su esposo se hallaba en Salamanca. El encuentro, el 18 de marzo, tuvo lugar en Dueñas, donde se consumó el matrimonio, celebrándose a continuación grandes festejos en Valladolid. Pero la llegada a España del yerno austríaco y su desembarco en La Coruña, apenas un mes más tarde, el 28 de abril siguiente, provocó el viaje del nuevo matrimonio hacia sus tierras aragonesas, tras el breve encuentro de ambos Reyes y su concordia de Villafáfila.

Don Fernando y doña Germana se habían embarcado en Barcelona el 4 de septiembre rumbo a las posesiones italianas, cuando la muerte de Felipe el Hermoso, el 25 de septiembre, convirtió otra vez a don Fernando, como padre de su enajenada hija, en soberano de facto de la Corona castellana. Los Reyes tardaron todavía en regresar, pues hasta el 21 de julio siguiente no desembarcarían en Valencia. Allí se quedó unos días doña Germana, como gobernadora, aunque luego se reuniría con su marido en Burgos, acompañándole el año siguiente, 1508, en su viaje por Andalucía. El 3 de mayo de 1509, nació en Valladolid el único hijo de este matrimonio, el infante Juan de Aragón, príncipe de Gerona, que falleció unas horas más tarde. El rey Fernando manifestó siempre una gran consideración a su nueva esposa, con gestos de ternura y respeto y cuentan los cronistas coetáneos los grandes deseos que el Monarca mantuvo hasta el final de alcanzar con ella la ansiada sucesión masculina, pese a que ello habría puesto en peligro la unidad de los reinos. Algunos autores han atribuido a estos deseos el que los remedios suministrados al Rey, en forma de yerbas, para favorecer su paternidad, fueron los que ocasionaron su muerte. Nada serio hay, sin embargo, sobre estas noticias, pues no era el apetito sexual lo que le faltaba al Rey Católico, de quien cuenta Pedro Mártir de Anglería:

“Nuestro Rey, si no se despoja de los apetitos dará pronto su alma al creador y su cuerpo a la tierra; está ya en los sesenta y tres años de su vida y no consiente que su mujer se separe de él y no le basta con ella, al menos en el deseo”.
El 28 de enero de 1513 el Rey había concedido a su esposa el vizcondado de Castellbó, antigua posesión de la casa de Foix, con los valles de Argua, Valherrera y Andorra, y la villa de Castellón de Farfaina. La reina Germana, a la que no se ha atribuido una especial atracción por las labores de gobierno ni influencia en las decisiones políticas de su marido, fue, sin embargo, una eficaz colaboradora de su esposo, a quien representó en las Cortes Generales de 1512 y en las de Aragón de 1515, que estaba presidiendo cuando le llegó la noticia de la última enfermedad del Rey Católico. Germana tuvo tiempo de llegar a asistir a la muerte de Fernando, ocurrida en Madrigalejo, cerca de Trujillo, el 23 de enero de 1516.
 
En su testamento, otorgado por el difunto el día anterior a su muerte, dejaba a su viuda —“nuestra muy cara y muy amada mujer [...] en la qual [...] habemos hallado mucha virtud e tenemos muchisimo amor”— la ciudad de Siracusa en Sicilia, las villas de Tárrega, Sabadell y Villagrasa, en el principado de Cataluña, con todas sus rentas y derechos, más otros 5.000 ducados de oro sobre las rentas de la Basilicata en el reino de Nápoles, de forma vitalicia. 

Asimismo, encomendaba a su nieto, el futuro Carlos V, que la honrara y protegiera. 

Al llegar a España don Carlos, el nuevo Monarca, acudió doña Germana a rendirle pleitesía. 
El encuentro se produjo el 16 de noviembre, en Valladolid, ya que la Reina viuda se hallaba alojada en el monasterio de Abrojo, muy cerca de esta ciudad, y cuenta Sandoval que don Carlos “si ella entraba y el Rey estaba sentado, se levantaba de su asiento y se descubría y la hablaba rodilla en tierra”
Aunque matiza a continuación que “no duró esta cortesía mucho tiempo, porque el Rey luego cobró autoridad y ella miró poco por la suya”

 Lo que sí hizo Carlos V fue concederle, por privilegio de 19 de junio de 1517, las villas de Olmedo y Madrigal de las Altas Torres, en sustitución de parte de los 25.178 ducados sobre las rentas del reino de Nápoles, otorgados por su marido. El 15 de marzo de 1518 le añadiría, con la misma finalidad, las de la ciudad de Arévalo. 
La Reina era por entonces una mujer de unos veintinueve años, y, según Sandoval, “era poco hermosa, algo coja, amiga mucho de holgarse y andar en banquetes, huertas, jardines y fiestas”
También informa de que “introdujo esta señora en Castilla soberbias comidas siendo los castellanos y aun sus reyes, muy moderados en esto”. 

Dos años después de este encuentro, el 17 de junio de 1519, en Barcelona, don Carlos la casaría con un personaje de su séquito, el margrave Juan de Brandeburgo-Ansbach, cinco años más joven que ella, y perteneciente a una rama menor y no muy favorecida de los Hohenzollern alemanes. Él era primo hermano del príncipe elector, con lo que el futuro César ganaba su voto para la Corona imperial, como sugiere Pedro Mexía. Don Carlos, en 1523, nombró a doña Germana lugarteniente general del reino de Valencia, y a su marido capitán general, teniendo que sofocar como tales, al poco tiempo, la rebelión de las germanías de Valencia.
 El margrave, que resultó un pésimo marido —de comportamiento violento y costumbres disolutas—, murió el 5 de julio de 1525, sin haberle dado tampoco sucesión. Viuda otra vez, casó doña Germana en Sevilla, en terceras nupcias, en agosto de 1526, con Fernando de Aragón, duque de Calabria, heredero que había sido del reino de Nápoles, y a quien el Emperador invistió por entonces de virrey de Valencia. Sobre este matrimonio dejó escrito Dantisco, el embajador polaco:

“Este buen príncipe que cuenta entre sus antepasados con más de ochenta reyes de la casa de Aragón, forzado por la penuria, ha venido a caer con esta corpulenta vieja y a dar en un escollo tan famoso por sus naufragios”.

Pues, en efecto, la Reina, muy aficionada a los placeres de la mesa, llegó a ser excesivamente gorda. Conocida es la historieta con la que el bufón Francesillo de Zúñiga hacía las delicias de la Corte, narrando la imaginaria historia de la noche en que, por un temblor de tierra, la Reina se había caído de la cama y, de resultas, había roto dos entresuelos y matado varios criados que dormían debajo. Los duques, instalados desde entonces en la capital de su virreinato, mantuvieron allí una auténtica Corte de enorme actividad cultural y artística, plenamente renacentista. En ella se caracterizaron por su mecenazgo sobre la música y la literatura —entre sus protegidos destacan el poeta Juan Fernández de Heredia, Luis Milá o Baltasar de Romaní— y por su afición coleccionista, especialmente de los códices grecolatinos, hoy conservados en la Biblioteca de la Universidad de Valencia. Doña Germana, que había testado en Liria el 8 de septiembre de 1536, falleció allí el 15 de octubre siguiente. Algunos autores, siguiendo sin duda al padre Anselme en su gran obra sobre la Monarquía francesa, retrasan erróneamente la fecha de su muerte hasta el 18 de octubre de 1538. Fue sepultada en el monasterio de San Miguel de los Reyes, que ella misma había fundado, extramuros de Valencia, en la huerta del Turia. Su marido, el duque don Fernando, la sobreviviría catorce años, pues murió en Valencia, tras veinticuatro años de virreinato, el 26 de octubre de 1550, y también sin sucesión de una segunda esposa, Mencía de Mendoza, marquesa de Cenete. Conviene subrayar, por otra parte, que es completamente infundada la reciente teoría de que la reina Germana dejara descendencia ilegítima. Fuentes y bibl.: P. Anselme, Histoire Généalogique et Chronologique de la Maison Royale de France, des Pairs et des Grands Officiers de la Couronne et de la Maison du Roy, vol. III, Paris, 1726-1733, pág. 377; J. M. Doussinague, Fernando el Católico y Germana de Foix, Madrid, Espasa Calpe, 1944; P. Mexía, Historia del Emperador Carlos V, ed. de J. de Mata Carriazo, Madrid, Espasa Calpe, 1945, pág. 107; P. de Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, ed. de Carlos Seco Serrano, vol. I, Madrid, Atlas, 1955-1956, pág. 374; F. Zúñiga, Crónica burlesca del Emperador Carlos V, ed., introd. y notas de J. A. Sánchez Paso, Salamanca, Ediciones de la Universidad, 1989; J. M. Carriazo y Arroquia, La boda del Emperador, Sevilla, Ayuntamiento, Patronato del Real Alcázar, 1997, págs. 118-119; J. Salazar y Acha, “Sobre una posible hija de Carlos V y de Germana de Foix”, en Boletín de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, 28 (1998), págs. 14- 16; M. Fernández Álvarez, Carlos V, el César y el hombre, Madrid, Espasa Calpe, 1999, págs. 97-99; A. Kohler, Carlos V, Madrid, Marcial Pons Historia, 2000, pág. 25.




El Vizcondado de Castellbó.






El Vizcondado de Castellbó fue una jurisdicción feudal de la Alta Edad Media, que comprendía el Valle de Castell Lleó (desde el siglo XI Castellbó), Valle de Aguilar y Valle Pallerols, en el Alt Urgell (Lérida, Cataluña, España).




El vizcondado de Castellbò fue una jurisdicción feudal del condado de Urgell, originada en el vizcondado de Urgell . Los vizcondes de Urgell incorporaron el vizcondado de Cerdanya y la jurisdicción resultante tomó el nombre de Castellbò, del Valle que en 989 les había dado el conde Borrell II de Barcelona (Castillo-león transformado después en Castellbò.) Historia

En el siglo IX se mencionan diversos nombres de vizcondes de Urgel, movibles y de designación del soberano. El conde Borrell II de Barcelona y Urgel cedió estas tierras al vizconde Guillermo I de Urgel. Sus sucesores se titularon vizcondes de Urgel. Antes de 1094 el vizcondado tomó el nombre de Alto Urgel. Su biznieto Pedro I, como el nuevo vizconde del Bajo Urgel en el sur del condado, tomó el nombre de Vizconde de Ager y adoptó para su vizcondado el nombre de Vizcondado de Castellbó o bien de Castellbó y Cerdaña, al unirlo con las tierras de su esposa Sibila, vizcondesa de Cerdaña. En 1135 una sentencia arbitral de Ermengol VI de Urgel le concedió la posesión de Castellciutat. Por matrimonio con la familia Caboet se incorporó al patrimonio el Valle de Cabó y el Valle de San Juan y los derechos feudales sobre Andorra como feudo del Obispado de Urgel. Por el matrimonio de Ermesenda de Castellbó con el conde Rogelio Bernardo II de Foix, en 1208, este pasó a ser vizconde de Castellbó con el nombre de Rogelio Bernardo I. Siguieron los condes de Foix gobernando el vizcondado, extendiendo sus posesiones hasta Oliana y Coll de Nargó a mediados del siglo XIII, y adquiriendo más tarde la Vall Ferrera, la Coma del Burg y Tirvia al condado de Pallars (1272). En 1315 fue separado del patrimonio principal de los Foix (ahora dueños de Bearn y otros territorios en Gascuña) pasando a una rama secundaria, salvo Donasà (Donauzan) y Andorra que quedaron en poder de la rama principal. En la segunda mitad del siglo XIV el vizcondado adquirió Bar en Cerdaña y Aramunt en Pallars Jussá. En 1391 el vizconde Mateo I reunió de nuevo todos los territorios de los Foix. En 1396, tras fracasar en un ataque al conde de Barcelona, Bar y Aramunt fueron recuperados por la corona aragonesa, así como otros territorios del vizcondado. En 1426 adquirió Gerri, en 1430 Bellestar, y en 1435 la Baronía de Rialp y el Valle de Ássua (Sort),​ estas dos últimas no fueron entregadas por la corona hasta 1460. En 1462 la Generalidad cedió el vizcondado a Hugo Roberto III de Pallars, pues el vizconde era partidario de Juan II, pero la medida no fue efectiva y los Foix continuaron gobernando, derivando en reyes de Navarra. En 1512 Fernando el Católico ocupó Navarra y confiscó los territorios del Vizcondado incorporándolos a la corona, pero el 1513 lo cedió a su esposa Germana de Foix vitaliciamente, pasando luego a ser perpetuo por decisión de Carlos I de España. Germana pignoró el usufructo en 1528, pero en 1548 la corona recuperó el pleno dominio (Germana había muerto en 1536).


Lista de Vizcondes de Urgel

Ermeniro (929-941) Primer vizconde de Urgel del que se tienen noticias. Aparece mencionado en el año 929. Se le identifica con Ermeniro I vizconde de Osona Giscafredo 941-956 Simplicio 956-c.960 Miro II de Urgel c. 960-975 Guillermo I de Urgel c. 975-1036 Miro II de Urgel 1036-1079 Ramón I de Urgel 1079-1114 Pedro I de Alto Urgel 1114-1126

Vizcondes de Castellbó y Cerdaña

: Pedro I de Castellbó 1126-1150 (antes Pedro I de Alto Urgel) Ramón II de Castellbó 1150-1186 Arnaldo I de Castellbó 1186-1226 Ermesenda de Castellbó 1226-1230

Vizcondes de Castellbó, condes de Foix

: Rogelio Bernardo I 1222-1241 (Roger Bernardo II de Foix el Grande de Foix) Rogelio I, 1241-1265 (Roger IV de Foix) Rogelio Bernardo II, 1265-1302 (Rogelio Bernardo de Foix) Gastón I de Foix, 1302-1315 Gastón II de Foix el Paladino, 1315-1343 Gastón III de Foix-Bearn Febus, 1343-1391

Vizcondes de Castellbó

: Mateo I de Castellbó, 1391-1398 Isabel de Castellbó, 1398-1426 Arquimbaldo I de Grailly (consorte), 1398-1413 Vizcondes de Castellbó, condes de Foix, vizcondes de Bearne (luego reyes de Navarra) Juan I de Foix, 1426-1436 Gastón IV, 1436-1472 Francisco I de Foix, 1472-1483 (rey de Navarra) Catalina I, 1483-1512 (reina de Navarra) Fernando I de Aragón 1512-1513 Germana de Foix 1513-1536 Luis Oliver de Boteller, castellano de Peñiscola 1528-1548 (usufructuario)


Oliver de Boteller, Luis. Vizconde de Castellbó. Tortosa (Tarragona), s. m. s. xv – ?, 1552 post. Noble.

Hijo de Francisco Oliver Alaix y de Angelina Boteller y de Garret. Es el genearca del linaje tortosino de los Oliver de Boteller, ya que fusionó los apellidos paterno y materno en uno solo.

Contrajo matrimonio, el año 1507, con Jerónima Tomasa Riquer con la que tuvo, como mínimo, once hijos. Fuera del matrimonio engendró a Francisco Oliver de Boteller, que fue abad de Poblet y presidente de la Generalitat.

Fue un hombre de gran actividad y capacidad, tanto en el campo de los negocios como en el político y militar, y en todo momento estuvo vinculado a las más altas instituciones de su época. Como síndico de Tortosa asistió a las Cortes de Barcelona del año 1519 con el encargo de informar acerca de las elecciones municipales que aquel año ocasionaron serios tumultos entre los gremios tortosinos. Durante las Germanías valencianas defendió Benicarló y Peñíscola de la que fue castellano al menos hasta 1536. El año 1521, por encargo del virrey de Valencia, levantó un contingente de dos mil catalanes y participó en las batallas de Oropesa y Almenara.

Los buenos servicios prestados a la Monarquía le fueron recompensados por Carlos I con la concesión del privilegio de nobleza. El año 1528 Germana de Foix le empeñó el vizcondado de Castellbó que conservó hasta 1548, en que Carlos I lo recuperó tras pagarle 18.500 florines.

Bibl.: M. Beguer Pinyol, Llinatges tortosins, Tortosa, Editorial Dertosa, 1980; S. J. Rovira Gómez, Els nobles de Tortosa (segle xvi), Tortosa, Consell Comarcal del Baix Ebre, 1996.


El condado de Urgel.


(en catalán: Comtat d'Urgell) se sitúa en un pagus de la corona franca en el siglo viii. Es uno de los condados medievales históricos independientes, situados en el territorio de la actual Cataluña (España), y fronterizo con los de Pallars y Cerdaña. Mantuvo una dinastía propia desde comienzos del 815 hasta 1413, si bien desde comienzos del siglo xiv estuvo integrado políticamente en el dominio de la Corona de Aragón. Su máxima extensión abarcó los Pirineos y el reino taifa de Lérida, esto es, las comarcas de Alto Urgel, Noguera, Solsonés, Plana de Urgel, Urgel y Andorra, esta última independiente en la actualidad.

La capital histórica fue primero Seo de Urgel (La Seu d'Urgell) y más tarde Balaguer. Aunque la capital política, como sede de sus condes, fue Agramunt, donde se acuñó la moneda propia, la denominada «agramuntesa». En un panteón condal del Monasterio de Bellpuig de las Avellanas se enterraron algunos de sus antiguos condes.​ Andorra fue cedida al obispo de La Seo de Urgel por el conde Armengol IV de Urgel en el siglo xi. Después de muchas vicisitudes y tres dinastías sucesivas, el condado se extinguió y pasó a la Corona de Aragón tras la frustrada revuelta del conde Jaime II de Urgel contra el rey Fernando I de Aragón (Fernando de Antequera, el primer rey de la dinastía Trastámara) en 1413.