—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.
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sábado, 27 de octubre de 2012

160.-Ancestros de Felipe VI de España: Rey Alfonso X el Sabio.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Hernandez Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma; Maria Francisca Palacio Hermosilla; 

Aldo  Ahumada Chu Han 

 (Toledo, 23 de noviembre de 1221​-Sevilla, 4 de abril de 1284), fue rey de León, Castilla, y de los demás reinos con los que se intitulaba entre 1252 y 1284. A la muerte de su padre, Fernando III «el Santo», reanudó la ofensiva contra los musulmanes, y ocupó Jerez (1253), arrasó el puerto de Rabat, Salé (1260) y conquistó Cádiz (c. 1262). En 1264, tuvo que hacer frente a una importante revuelta de los mudéjares de Murcia y el valle del Guadalquivir. Como hijo de Beatriz de Suabia, aspiró al trono del Sacro Imperio Romano Germánico, proyecto al que dedicó más de la mitad de su reinado sin obtener éxito alguno. Los últimos años de su reinado fueron especialmente sombríos, debido al conflicto sucesorio provocado por la muerte prematura de su primogénito, Fernando de la Cerda, y la minoridad de sus hijos, lo que desembocó en la rebelión abierta del infante Sancho y gran parte de la nobleza y las ciudades del reino. Alfonso murió en Sevilla durante el transcurso de esta revuelta, no sin antes haber desheredado a su hijo Sancho.
Llevó a cabo una activa y beneficiosa política económica, reformando la moneda y la hacienda, concediendo numerosas ferias y reconociendo al Honrado Consejo de la Mesta.

También es reconocido por la obra literaria, científica, histórica y jurídica realizada por su escritorio real. Alfonso X patrocinó, supervisó y, a menudo, participó con su propia escritura y en colaboración con un conjunto de intelectuales latinos, hebreos e islámicos conocido como Escuela de Traductores de Toledo, en la composición de una ingente obra literaria que inicia en buena medida la prosa en castellano. Elaboró de su pluma, las Cantigas de Santa María y otros versos, realizando una gran aportación a la lengua culta del momento en la corte del reino, el galaicoportugués, que por su noble autor nos ha perdurado.
En 1935, se le reconoce como astrónomo, nombrando en su honor al cráter lunar «Alphonsus».

Biografía

Era hijo primogénito de Fernando III el Santo, a quien sucedió en 1252. Ya como infante llevó a buen término importantes labores, como la conquista del Reino de Murcia (1241) o la paz con Jaime I de Aragón, que conllevó el matrimonio del mismo Alfonso X con Violante, hija del rey aragonés.
Alfonso X el Sabio impulsó la Reconquista tomando plazas como Jerez, Medina-Sidonia, Lebrija, Niebla y Cádiz (1262), y repobló Murcia y la Baja Andalucía. Hizo frente a una sublevación de los musulmanes de sus reinos, promovida por los reyes de Granada y Túnez (1264), e incluso continuó el avance frente al Islam pasando al norte de África, al enviar una expedición a Salé (1260). Otra parte de sus esfuerzos hubo de dedicarlos a reprimir rebeliones interiores, como la protagonizada por el infante Enrique y varios nobles (1255), la revuelta que se produjo en Vizcaya (1255) o la que encabezó el infante Felipe (1272).
Alfonso era hijo de Beatriz de Suabia, circunstancia que le hizo aspirar a la coronación imperial de Alemania, logrando la elección en 1257 con el apoyo de Sajonia, Brandeburgo, Bohemia y varias ciudades italianas. La oposición del papa hizo fracasar finalmente el empeño (en el que triunfó Rodolfo de Habsburgo), renunciando Alfonso en 1276. Este llamado «fecho del Imperio» fue muy impopular en Castilla, pues exigió dinero y hombres que, unidos a los gastos de la corte y a las continuas guerras, crearon dificultades financieras que obligaron a reducir la ley de la moneda y a crear nuevos impuestos.
Durante una de las ausencias del rey por el asunto del Imperio, los benimerines de Marruecos desembarcaron en Algeciras (1272); en la lucha contra aquella campaña murió el infante Fernando de la Cerda, primogénito de Alfonso y heredero del trono, antes de que su hermano Sancho consiguiera rechazar a los musulmanes. Posteriormente los benimerines derrotaron a una flota castellana en el estrecho de Gibraltar (1278), obligando a Alfonso a pactar una tregua.
Alfonso provocó con sus contradicciones un conflicto sucesorio: había promulgado las Partidas, según las cuales debía sucederle el hijo mayor del difunto Fernando de la Cerda; pero al morir éste prefirió declarar heredero en 1278 a su segundo hijo, Sancho IV, siguiendo la tradición castellana (quizá para evitar un enfrentamiento inmediato con éste). Un intento posterior de hacer al infante de la Cerda rey de Jaén provocó la rebeldía de Sancho, quien buscó apoyo en Aragón y Portugal (mientras que Francia apoyaba a los de la Cerda) y se hizo reconocer por unas Cortes reunidas en Valladolid, que depusieron a Alfonso (1282). Éste, confinado en Sevilla, buscó apoyo en el rey benimerín; pero murió antes de haberse enfrentado con Sancho. En su testamento desheredaba a Sancho y reconocía como sucesores a los infantes de la Cerda, dando así motivo para nuevas disensiones.

Obras de Alfonso X el Sabio

El reinado de Alfonso destacó sobre todo en el orden cultural. A Alfonso X el Sabio se le considera el fundador de la prosa castellana y, de hecho, puede datarse en su época la adopción del castellano como lengua oficial. Sus profundos conocimientos de astronomía, ciencias jurídicas e historia y su interés por las más diversas áreas del saber lo llevaron a impulsar la organización de tres grandes centros culturales que giraron alrededor de Toledo, Sevilla y Murcia.
En la primera ciudad quedó ubicada la famosa Escuela de Traductores de Toledo, la cual, junto a compiladores y autores originales repartidos por el resto, emprendió una ingente labor de recogida de toda clase de materiales para la elaboración de libros, que el propio rey corregía y supervisaba. Movido exclusivamente por un afán cultural, el rey hizo tabla rasa de las diferencias de raza o religión, por lo que reunió a judíos, musulmanes, castellanos e italianos, que colaboraron libremente y otorgaron al conjunto una proyección universal.
Las obras así producidas pueden encuadrarse en tres grandes apartados: obras jurídicas, obras científicas o de carácter recreativo y obras históricas. El propósito de las primeras fue contribuir a la labor unificadora iniciada por Fernando III el Santo. El Fuero real de Castilla (1254) preparó la redacción de la que sería su gran obra, el Código de las siete partidas (1256-1263 o 1265), donde se recoge lo mejor del derecho romano para unirlo a las más vivas tradiciones de Castilla. Este código, de larga influencia en el ordenamiento castellano y español, supuso la recepción del derecho romano en Castilla y su incorporación a la corriente europea del «derecho común».
Obras científicas o de carácter recreativo son los Libros del saber de astronomía con sus Tablas astronómicas o Tablas alfonsíes, integrados por tratados originales, refundiciones y traducciones que pretenden compilar todo el conocimiento astronómico de la época con el fin de promover su desarrollo. Asimismo cabe registrar el Lapidario (1276-1279), tratado en el que se describen quinientas piedras preciosas, metales y algunas sustancias, y los Libros de ajedrez, dados y tablas (1283). También se le atribuye la traducción de los cuentos de Calila y Dimna.
Entre las obras de carácter histórico figuran dos títulos fundamentales: la Crónica general y la Grande e general estoria, textos cuya ambiciosa empresa es contar, el primero de ellos, la historia de España desde un punto de vista unificador, en términos nacionales y políticos; el segundo, en cambio, se propone la relación de la historia universal.
Otra importante faceta de su actividad fue alentar la creación poética, así como escribir poesía en lengua gallega. Sus 453 composiciones, entre las que abundan las de "escarnio" vertidas en un lenguaje paródico o insolente que recurre a veces a la ironía mordaz, lo avalan como el primer lírico en dicha lengua. Sin embargo, es en su vertiente religiosa donde el rey alcanza sus mayores logros: las 420 canciones que componen las Cantigas de Santa María, dedicadas a enaltecer los milagros de la Virgen María, constituyen uno de los más preciados legados de musicalidad y variedad métricas.


Alfonso X. El Sabio. Toledo, 23.XI.1221 – Sevilla, 4.IV.1284. Rey de Castilla y León.

Alfonso X, conocido como el Sabio, era hijo del monarca castellano-leonés Fernando III y de su esposa la princesa alemana Beatriz de Suabia. Alfonso X fue rey de Castilla y León entre los años 1252, fecha de la muerte de su padre, y 1284, año de su muerte.

Su infancia la pasó lejos de la Corte, al cuidado de un importante magnate de la nobleza, que se llamaba García Fernández de Villamayor, señor de Villadelmiro y Celada. Buena parte de aquella etapa la vivió el joven príncipe Alfonso en las tierras gallegas. De todos modos es preciso señalar que en su infancia Alfonso recibió una sólida formación intelectual, punto de partida indiscutible de su futura proyección en el campo de la cultura.

En 1231, cuando el joven Alfonso sólo tenía diez años de edad, participó en una cabalgada hacia las tierras de los moros. La muerte de su madre, en el año 1235, dejó una profunda huella en Alfonso. En el año 1240 su padre, Fernando III, decidió poner a su hijo Alfonso nada menos que una casa propia. En su etapa de príncipe heredero, Alfonso, combinando sabiamente la diplomacia y las armas, logró la incorporación del reino taifa de Murcia —a cuyo frente se hallaba un personaje llamado Ibn Hūd—, a la Corona de Castilla. En el año 1243 se envió una embajada castellana, presidida por el infante Alfonso, a las tierras murcianas. En la localidad de Alcaraz se firmó un interesante pacto entre los dos bandos, el cristiano y el musulmán. El taifa cristiano se comprometía a entregar parias a la Corona de Castilla, a cambio de ser protegido por los cristianos. Aquel pacto, no obstante, fue mal visto por un sector de la población musulmana de las localidades de Cartagena, Lorca y Mula, lo que obligó al infante Alfonso a actuar militarmente para conseguir sofocar dichas revueltas. En el año 1245 las tres localidades citadas se habían rendido definitivamente a los cristianos.

Una vez en el Trono, Alfonso X, prosiguiendo la labor desarrollada por su padre en tierras de Andalucía, incorporó a sus dominios la zona suroccidental del valle del Guadalquivir. Hitos decisivos de aquella labor fueron la toma de la importante ciudad portuaria de Cádiz, acaecida en el año 1262, y posteriormente la ocupación del antiguo Reino de Niebla, coincidente con buena parte de la actual provincia de Huelva. Asimismo, en el año 1260, Alfonso X puso en marcha una cruzada dirigida hacia las tierras del norte de África, en donde las tropas cristianas llegaron a conquistar la ciudad de Salé, aunque al final terminaron por abandonarla. Ahora bien, unos años después, en concreto en 1264, tuvo lugar tanto en las tierras de la Andalucía Bética como en el Reino de Murcia una fuerte sublevación de la población mudéjar.

La Crónica del rey don Alfonso décimo señala que “los moros que avían afincado en Xerez et en Arcos et en Lebrixa et en Matrera, alçaronse contra el rey don Alfonso”. Una vez sofocada aquella peligrosa revuelta, el monarca castellano-leonés decretó la expulsión de los mudéjares de las tierras de la Andalucía Bética, en particular de aquellos lugares en donde habían ofrecido una dura y tenaz resistencia a los cristianos, como fue el caso de la comarca de la villa de Jerez. Tras aquella medida subsistieron en la Andalucía Bética muy pocos mudéjares. Por su parte, el rey de Aragón Jaime I, que era suegro de Alfonso X, el cual se había casado en la villa de Valladolid, en el año 1249, con Violante de Aragón, logró pacificar la región murciana, aun cuando de ese reino no fueron expulsados los mudéjares.

El reinado de Alfonso X fue testigo del importante impulso dado al proceso repoblador, fundamentalmente en las tierras del valle del Guadalquivir y del reino de Murcia. Un ejemplo sin duda emblemático lo constituye la repoblación de la ciudad de Sevilla y de su alfoz, recogida en el libro del repartimiento, analizado y editado en su día por el historiador Julio González. Los mudéjares se vieron obligados a salir de la ciudad de Sevilla, debido a la larga resistencia que habían ofrecido. Sus huecos fueron ocupados por los repobladores, procedentes de muy diversos lugares, aunque básicamente originarios de las tierras de la Meseta norte y, en segundo lugar, de la zona del valle del Tajo. En el repartimiento de Sevilla es preciso distinguir los “donadíos” de los simples “heredamientos”. Los “donadíos”, que tenían el carácter de destacados premios a los más poderosos, se dividían en mayores, otorgados a gentes de la familia real, a grandes magnates nobiliarios, a las órdenes militares y a la Iglesia, y menores, por lo general concesiones efectuadas a oficiales de la corte regia. Un ejemplo muy ilustrativo de donadío mayor fue el que otorgó Alfonso X a su tío Alfonso de Molina, el cual recibió la aldea de Corcubina, que contaba con 30.000 pies de olivar, 120 almarrales de viñas, higueras suficientes para recoger al año 1.000 seras de higos, 150 casas, 12 molinos de aceite y ocho huertas. Por lo demás Alfonso de Molina también fue beneficiado con 30 yugadas de tierra de labor en el lugar sevillano de Torres. Los “heredamientos” iban dirigidos a los auténticos repobladores de Sevilla y su término. De todos modos, a propósito de los “heredamientos”, hubo significativas diferencias entre las donaciones otorgadas a los caballeros de linajes, a los caballeros populares y, como remate, a los simples peones. Ahora bien, repartimientos se efectuaron también en otros muchos lugares de la Andalucía Bética, como por ejemplo Carmona, Écija, Jerez de la Frontera, El Puerto de Santa María o Vejer.

Por lo que se refiere a las tierras murcianas el rey de Aragón, Jaime I, cuando intervino en aquel lugar para aplastar la revuelta mudéjar, realizó algunas importantes concesiones a importantes caballeros de sus reinos. No obstante, el repartimiento más notable de aquel territorio, que ofrece muchas similitudes con el de Sevilla, fue el llevado a cabo por Alfonso X, entre los años 1266 y 1267, en la ciudad de Murcia. Importantes fueron también los repartimientos efectuados en Lorca y en Orihuela. Por lo demás, hubo también durante el reinado de Alfonso X una interesante actividad repobladora en el norte de la Península Ibérica, así por ejemplo en el País Vasco, en donde se crearon, entre otras villas, Orduña, Tolosa, Segura y Mondragón, en Asturias, testigo del asentamiento de Cangas de Tineo, Grado, Lena o Somiedo, y en Galicia. Asimismo se fundó en aquel reinado, en concreto en el año 1255, la localidad de Villa Real, la cual estaba situada en el territorio de La Mancha.

En otro orden de cosas es preciso señalar el importante significado que tuvo para Alfonso X su aspiración al título de emperador germánico. Ese acontecimiento es conocido en las fuentes de la época como “el fecho del Imperio”. Alfonso X, que era hijo de una princesa alemana, perteneciente a la familia de los Staufen, presentó su candidatura al título imperial germánico después de que se lo suplicara una embajada que vino a las tierras hispanas, en el año 1256, desde la ciudad italiana de Pisa. Los emisarios pisanos le consideraron a Alfonso X nada menos que “el más distinguido de todos los reyes que viven”, así como “el más cristiano y más fiel”, a la vez que le indicaban “que descendéis de la sangre de los duques de Suabia, una Casa a la que pertenece el Imperio con derecho y dignidad por decisión de los príncipes y por entrega de los Papas de la Iglesia”. Alfonso X, después de aceptar aquella sugestiva sugerencia, fue elegido emperador el día 1 de abril del año 1257, intitulándose “Rey de Romanos y emperador electo”. Pero al mismo tiempo tuvo lugar, sin duda de manera sorprendente, la elección imperial de otro candidato a dicho título: el inglés Ricardo de Cornualles. Alfonso X, pese a todo, indicaba que él había sido elegido emperador “por la mayor y más importante parte de los príncipes de Alemania”. De todos modos a partir de aquel momento se inició una áspera y fuerte disputa entre los dos electos por el Trono imperial germánico. Por de pronto Alfonso X pidió subsidios extraordinarios, totalmente necesarios para sus aspiraciones imperiales, en las continuas reuniones de Cortes que se celebraron en los reinos de Castilla y León. Asimismo Alfonso X buscó también fortalecer sus relaciones con el bando de los gibelinos de la vecina Italia. Mas a la postre Alfonso X no encontró, ni mucho menos, apoyo en los pontífices, si siquiera a raíz de la muerte de su rival, el inglés Ricardo de Cornualles, suceso que aconteció en el año 1272. Aquella dura pugna acabó en el año 1273, fecha en la que accedió al título imperial germánico un miembro de la familia de los Habsburgo, de nombre Rodolfo. El definitivo fracaso de Alfonso X en su aspiración al título imperial germánico, justo es señalarlo, perjudicó otras facetas de su actividad, tanto en el terreno político como en el económico. Tampoco tuvo mucho éxito Alfonso X en su intento de incorporar a la Corona de Castilla el territorio del Algarve, que estaba situado en el sur de Portugal, el cual finalizó por ser incluido en el vecino reino lusitano. Asimismo es preciso señalar que Alfonso X hubo de renunciar a sus hipotéticos derechos al ducado francés de Gascuña.

En cualquier caso es imprescindible destacar el carácter internacional que tuvo en todo momento la Corte del rey castellano-leonés Alfonso X. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, a los numerosos vasallos de países extranjeros que acudieron a dicha Corte, entre ellos Gastón de Bearne, Gui de Limoges, Hugo de Borgoña o Guido de Flandes? ¿No fue también a dicha Corte, para que el rey de Castilla y León le armara caballero, el príncipe Eduardo de Inglaterra? Por su parte, el infante lusitano don Dionís dijo al monarca Alfonso X que “sodes el más noble rey que ha en el mundo”.

El reinado de Alfonso X fue de suma importancia en el ámbito de la vida económica. No sólo se pusieron en marcha durante aquel reinado numerosas ferias, sino que, al mismo tiempo, se instituyó, en concreto en el año 1273, el “Honrado Concejo de la Mesta”. Es posible, de todos modos, que la institución de la Mesta surgiera no por iniciativa real, sino por solicitud de los propios ganaderos. A este respecto es imprescindible recordar que con anterioridad habían existido Mestas de carácter local o regional. Se trataba de una institución, proyectada sobre el conjunto de los reinos de Castilla y León, que controlaba la actividad ganadera de todos los territorios de los mencionados reinos, en particular la ganadería ovina, la cual efectuaba grandes recorridos, desde el norte hasta el sur de la Península Ibérica, a través de las denominadas cañadas. Se ha discutido si la Mesta funcionaba de forma democrática o si, por el contrario, era controlada por los propietarios de los grandes rebaños, lo que sin duda parece más adecuado. De todos modos la vida económica de tiempos de Alfonso X conoció también notables reveses, plasmados tanto en el continuo alza de los precios como en las frecuentes devaluaciones monetarias. Hay que recordar la depreciación que aplicó Alfonso X, hacia los años 1270-1271, a la política de vellón, medida que resultó un completo fracaso. Por lo demás, las medidas tomadas por Alfonso X relativas a la política económica fueron, por lo general, inoportunas, debido a que se adoptaron, como ha señalado el profesor Miguel Ángel Ladero, “por necesidades urgentes derivadas de empresas políticas o bélicas costosísimas”. Por otra parte, su política fiscal motivó un gran descontento, tanto en los concejos como en la alta nobleza, protagonista de una revuelta contra el rey Alfonso X en el año 1272. Eso sí, conviene recordar la presencia en la Corte regia, como almojarife mayor, del judío Zag de la Maleha, el cual tuvo un final trágico, pues terminó siendo ajusticiado por orden del monarca castellano-leonés Alfonso X. Alfonso X pretendía uniformizar a sus reinos desde el punto de vista legislativo. Para llevar adelante esos planes elaboró, con el concurso de destacados juristas, entre los que destaca el italiano Jacobo el de las Leyes, diversos textos jurídicos, como por ejemplo el Fuero Real, el cual quería introducir el monarca Alfonso X en todas las ciudades y villas de sus reinos, el Espéculo, libro que serviría en adelante de base para la actuación de los jueces, y, sobre todo, las denominadas Siete Partidas, la cual constituía una imponente compilación doctrinal. La primera Partida se refiere a las fuentes y al derecho de la Iglesia; la segunda trata de los emperadores y los reyes o si se quiere del Derecho Político; la tercera alude al Derecho Procesal; la cuarta trata de los desposorios y casamientos; la quinta de las compras y ventas; la sexta de cuestiones relacionadas con el Derecho Civil; y, como remate, la séptima del Derecho Penal. Sin duda alguna esos textos se inspiraban, esencialmente, en la tradición del Derecho Romano, el cual, como ha señalado el historiador Bartolomé Clavero, era “el único cuerpo de doctrina jurídica realmente desarrollado a la altura de las necesidades sociales del momento”. Por otra parte Alfonso X dio también importantes pasos para lograr fortalecer el poder regio.

En las Partidas se afirma que “Vicarios de Dios son los Reyes cada uno en su reyno, puestos sobre las gentes para mantenerlas en justicia e en verdad quanto en lo temporal, bien assí como el Emperador en su Imperio”. Asimismo se identificaba en aquel tiempo a los reyes y a los emperadores al afirmar que rex est imperator in regno suo. Ciertamente sus antecesores habían ostentado grandes poderes, pero Alfonso X, como ha señalado el historiador Manuel González, quería “innovar, crear Derecho y facer leyes”. Por lo demás Alfonso X instituyó cargos nuevos, como el de almirante, persona a la que se le encomendaba el gobierno de la actividad marinera, y los de los adelantados, los cuales tenían básicamente atribuciones judiciales aunque también podían desempeñar funciones de carácter militar. Asimismo conviene señalar que durante el reinado de Alfonso X se fortaleció la institución de las Cortes, generalizada para los reinos de Castilla y de León. Sin duda alguna Alfonso X procedió a convocar Cortes con gran frecuencia, por lo general ante la necesidad de solicitar destacados recursos económicos, de todo punto imprescindibles para mantener su aspiración al imperio germánico.

Pero posiblemente la faceta más llamativa del reinado de Alfonso X fue la que tuvo que ver con el mundo de la cultura. El Monarca, según lo pone de manifiesto un documento de aquel tiempo, fue “escodriñador de sciencias, requeridor de doctrinas e de enseñamientos”. El historiador Robert Sabatino López ha afirmado que el principal legado transmitido a la posteridad por Alfonso X fue “su patronato y su contribución personal a todas las ramas del saber y del arte”. El Monarca castellano-leonés era, por supuesto, el dirigente de un vasto programa, que abarcaba campos muy variados, como la astrología o la historia. Un texto muy significativo de aquella época afirma lo siguiente: “El Rey faze un libro, non porquel escriva con sus manos, mas porque compone las razones del, e las emienda e yegua e endereça e muestra la manera de cómo se deven fazer, e desi escrívelas qui él manda, pero dezimos por esta razón que él faze un libro”.

Al monarca Alfonso X, justo es indicarlo, le interesaba mucho el mundo de los astros. El historiador de la ciencia medieval Julio Samsó ha dicho del Rey Sabio que tenía una indiscutible “pasión astronómica”. En el terreno de la astronomía, o si se quiere de la astrología, expresión generalizable en aquel tiempo, se hicieron en el reinado de Alfonso X numerosas traducciones, entre ellas el Libro de la Açafea, el Libro de la ochava esfera, el Libro de las Armellas y el Libro del astrolabio redondo. Esa disciplina interesaba mucho en aquella época porque se partía de la idea de que los astros ejercían una notable influencia en los seres humanos. Pero al mismo tiempo se llevó a cabo, durante el reinado de Alfonso X, una obra astronómica original. Me refiero al libro que publicaron dos expertos judíos, Ishaq ben Sid (o Sayyid) y Yehudé ben Mosé, los cuales habían efectuado importantes observaciones en el firmamento de la ciudad de Toledo, entre los años 1263 y 1272. Los mencionados hebreos redactaron una obra que lleva el siguiente título: Tablas astronómicas alfonsíes.

Por lo que se relaciona con el ámbito de la historia el Rey Sabio impulsó la redacción de una especie de historia universal, la Grande e General Estoria, la cual, justo es reconocerlo, no pasaba del siglo I después de Cristo. Pero el trabajo de índole histórica más importante que se efectuó en tiempos de Alfonso X fue la denominada Primera Crónica General de España. Dicha obra, que percibe el término de España como un elemento unitario, ofrece, siguiendo la línea del famoso escritor visigodo Isidoro de Sevilla, varias “Laudes Hispaniae”. Cabe recordar, como ejemplo llamativo, aquella frase que dice: “¡Ay Espanna! Non a lengua nin engenno que pueda contar tu bien”, o aquella otra en la que se indica que “entre todas las tierras que ell (Dios) onrró más, Espanna la de occidente fue”. Alfonso X, que estudia en la Primera Crónica General de España lo acontecido en el solar ibérico hasta el reinado del monarca castellano Alfonso VIII, apoyándose para ello en los más significativos cronistas del pasado, como Lucas de Tuy y Jiménez de Rada, no deja de señalar el importante papel ejercido, aparte de los cristianos, tanto por los musulmanes como por los judíos. He aquí un texto muy llamativo que alude a la intervención de las tres religiones en el desarrollo de la historia de España: “Ca esta nuestra Estoria de las Espannas general la levamos Nos de todos los reyes dellas et de todos los sus fechos que acaescieron en el tiempo pasado, et de todos los que acaescen en el tiempo present en que agora somos, tan bien de moros como de cristianos, et aún de judíos si acaesciese en qué”.

El reinado de Alfonso X conoció asimismo la publicación, por el franciscano fray Juan Gil de Zamora, de una interesante obra titulada Historia naturalis. En ella destacan las diversas referencias al mundo de la medicina, con alusiones frecuentes a médicos de la época griega, como por ejemplo Galeno, pero también a médicos árabes, entre ellos Avicena. También fue de un gran relieve la obra poética de Alfonso X, cuyo testimonio más importante fue las Cantigas, escritas en lengua gallega, que el Monarca castellanoleonés consideraba un idioma mucho más apropiado para la lírica. También hay que destacar el decisivo papel que el Rey Sabio dio a la lengua castellana, en la cual se efectuaban las traducciones que se realizaban en la escuela de Toledo. Es más, en castellano se elaboraron las obras originales de aquel tiempo.

Como dijo en su día el filólogo Emilio Alarcos, la lengua castellana “fue literariamente normalizada en el siglo XIII”. Asimismo impulsó Alfonso X el cultivo de la música, de los juegos, en particular del ajedrez, e incluso de las artes plásticas, plasmadas tanto en el estilo gótico de inspiración francesa como en el arte de procedencia islámica. No es posible olvidar, por otra parte, el impresionante empuje que dio el rey Alfonso X a la Universidad de Salamanca, en donde decidió fundar, en el año 1254, varias cátedras.

Una faceta sumamente interesante del reinado de Alfonso X fue la relativa a las relaciones que mantuvo con las minorías musulmana y judía. En un principio Alfonso X llevó a cabo una fuerte lucha contra los musulmanes de al-Andalus e incluso contra los islamitas que estaban afincados en el norte del continente africano. Es más, si se acude a los textos legales de la Corte alfonsina, y en concreto a Las Partidas, se encuentran opiniones negativas tanto hacia los musulmanes como hacia los judíos. Respecto a estos últimos se puede leer en Las Partidas que los hebreos vivían en tierras de cristianos “como en cativerio para siempre e fuese remembranza á los homes que ellos vienen del linage de aquellos que crucificaron a nuestro señor Jesucristo”. Tampoco es posible la imagen que se proyecta en Las Partidas acerca de los musulmanes, de los que se afirma que eran “una manera de gentes que creen que Mahoma fue profeta e mandadero de Dios”. Pero esos puntos de vista no impidieron, ni mucho menos, que hubiera una excelente comunicación entre las gentes de las tres religiones citadas, sobre todo en lo que se refiere al ámbito de la vida intelectual. Recuérdese, a este respecto, que los judíos, como lo ha demostrado el historiador David Romano, supusieron un cuarenta y dos por ciento del total de los colaboradores de Alfonso en el ámbito de la cultura, interviniendo a su vez en un setenta y cuatro por ciento de todas las obras realizadas en aquella época. A propósito de la actitud de Alfonso X hacia los intelectuales judíos el historiador israelí Yitzhak Baer afirmó en su día que “Don Alfonso dispensó a los sabios judíos una hospitalidad tal que non es posible hallar nada igual entre los gobernantes de su tiempo. Ni siquiera el emperador Federico II se le puede comparar”. Al margen de lo señalado, un ejemplo muy significativo, nos lo ofrece el judío alemán Abraham de Colonia, el cual decidió trasladarse desde su país de origen hacia la Corona de Castilla, debido a la excelente imagen que daba a la mencionada comunidad hebraica el monarca Alfonso X.

Los últimos años del reinado de Alfonso X fueron de una gran tensión. Por de pronto el monarca castellano-leonés tuvo serios problemas con algunos sectores de la alta nobleza de sus reinos, la cual, a raíz de una reunión celebrada en la villa de Lerma, en el año 1271, se rebeló contra su monarca en el año siguiente, es decir en 1272. Los “ricos omes” sublevados, entre los que figuraban los poderosos linajes de los Lara, los Haro, los Castro y los Saldaña, se quejaban de la pretensión regia de generalizar el Fuero Real a todas las ciudades, al tiempo que solicitaban una reducción en los servicios extraordinarios que Alfonso X pedía en las reuniones de las Cortes. Al mismo tiempo los magnates nobiliarios pedían que a ellos no se les cobrase la alcabala, impuesto que gravaba el tráfico mercantil. De todos modos Alfonso X procuró pactar con los nobles rebeldes, pero fue la intervención de su esposa, la reina Violante, en el año 1274, la que logró acallar aquella peligrosa revuelta. No obstante lo más grave que le sucedió en sus últimos años a Alfonso X fue, sin duda alguna, la pugna abierta que llegó a mantener con su segundo hijo, Sancho. Éste reclamaba el Trono castellano-leonés, frente a los posible derechos de los herederos de su hermano mayor, Fernando de la Cerda, el cual había fallecido unos años atrás. Sancho, futuro monarca castellano-leonés conocido como Sancho IV, llegó a convocar unas Cortes en la villa de Valladolid, en el año 1282. En dichas Cortes Sancho reivindicó lo que él consideraba sus legítimos derechos al Trono de los reinos de Castilla y León. Alfonso X, tristemente apenado por aquellos lamentables sucesos, murió en la ciudad de Sevilla en el año 1284. No obstante, antes de su fallecimiento, manifestó su voluntad de perdonar a su hijo Sancho, así como a todos aquellos naturales de sus reinos que le habían ofendido por una u otra vía. Al morir Alfonso X, según la Crónica del rey Alfonso X, “el infante don Juan, é todos los ricos omes, é la reina de Portugal, su fija, é los otros infantes sus fijos ficieron muy grand llanto por él”. Los restos mortales de Alfonso X fueron depositados en Santa María de Sevilla, cerca de los de su padre, Fernando III, y de los de su madre, Beatriz de Suabia.

 

Obras de ~: El Fuero Real, 1252 (atrib.); Lapidario, 1253 (atrib.); Las Cantigas, 1257-1283 (atrib.); Espéculo (atrib.); Setenario, c. 1270 (atrib.); Libro de Astronomía, 1272 (atrib.); Primera Crónica General de España, 1276 (atrib.) (ed. de R. Menéndez Pidal, Primera crónica de España, Madrid, Gredos, 1955); Grande e General Estoria, 1280 (atrib.) (ed. de A. García Solalinde, General Estoria Primera Parte, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1930; ed. de A. García Solalinde y otros, General Estoria Segunda Parte, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1957-1961); Libro del axedrez, dados et tablas, 1283 (atrib.).

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martes, 23 de octubre de 2012

156.-Antepasados del rey de España: Reina Isabel I de Castilla.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Hernandez Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;  


  

Aldo  Ahumada Chu Han 

 (Madrigal de las Altas Torres, 22 de abril de 1451-Medina del Campo, 26 de noviembre de 1504) fue reina de Castillaa​ desde 1474 hasta 1504, reina consorte de Sicilia desde 1469 y de Aragón desde 1479,​ por su matrimonio con Fernando de Aragón. Se la conoce también como «Isabel la Católica», título que les fue otorgado a ella y a su marido por el papa Alejandro VI mediante la bula Si convenit, el 19 de diciembre de 1496.3​ Es por lo que se conoce a la pareja real con el nombre de Reyes Católicos, título que usarían en adelante prácticamente todos los reyes de España.
Se casó el 19 de octubre de 1469 con el príncipe Fernando de Aragón. Por el hecho de ser primos segundos necesitaban una bula papal de dispensa que solo consiguieron de Sixto IV a través de su enviado el cardenal Rodrigo Borgia en 1472. Ella y su esposo Fernando conquistaron el reino nazarí de Granada y participaron en una red de alianzas matrimoniales que hicieron que su nieto, Carlos, heredase las coronas de Castilla y de Aragón, así como otros territorios europeos, y se convirtiese en emperador del Sacro Imperio Romano.
Isabel y Fernando se hicieron con el trono tras una larga lucha, primero contra el rey Enrique IV (véase Conflicto por la sucesión de Enrique IV de Castilla) y de 1475 a 1479 en la Guerra de Sucesión Castellana contra los partidarios de la otra pretendiente al trono, Juana. Isabel reorganizó el sistema de gobierno y la administración, centralizando competencias que antes ostentaban los nobles; reformó el sistema de seguridad ciudadana y llevó a cabo una reforma económica para reducir la deuda que el reino había heredado de su hermanastro, y predecesor en el trono, Enrique IV. Tras ganar la guerra de Granada los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de sus reinos​ y, años más tarde, también a los musulmanes.
Isabel concedió apoyo a Cristóbal Colón en la búsqueda de las Indias occidentales, lo que llevó al descubrimiento de América.​ Dicho acontecimiento tendría como consecuencia la conquista de las tierras descubiertas y la creación del Imperio español.
Isabel vivió 53 años, de los cuales gobernó 30 años como reina de Castilla y 26 como reina consorte de Aragón al lado de Fernando II.

Biografía

 Hija de Juan II de Castilla y de Isabel de Portugal, Isabel la Católica tenía sólo tres años cuando su hermano Enrique IV ciñó la corona castellana (1454).
En 1468 Enrique IV, hombre de carácter débil e indeciso, reconoció a la princesa Isabel como heredera al trono en el pacto de los Toros de Guisando, con lo cual privó de sus derechos sucesorios a su propia hija, la princesa Juana. La maledicencia suponía que la princesa Juana era en realidad hija de Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque; de ahí su sobrenombre de Juana la Beltraneja.
Con el objetivo de consolidar su posición política, los consejeros de Isabel la Católica acordaron su boda con el príncipe Fernando de Aragón, primogénito de Juan II de Aragón, enlace que se celebró en secreto, en Valladolid, el 19 de octubre de 1469. Al año siguiente, molesto por este matrimonio, Enrique IV de Castilla decidió desheredar a Isabel y rehabilitar en su condición de heredera a Juana la Beltraneja, que fue desposada con Alfonso V de Portugal.
La consecuencia fue que, a la muerte del rey Enrique IV (1474), un sector de la nobleza proclamó a Isabel soberana de Castilla, mientras que otra facción nobiliaria reconocía a Juana la Beltraneja (1475), lo cual significó el inicio de una sangrienta guerra civil. A pesar de la ayuda del monarca portugués a la Beltraneja, el conflicto sucesorio se decantó a favor de Isabel en 1476, a raíz de la grave derrota infligida a los partidarios de Juana por el príncipe Fernando de Aragón en la batalla de Toro.
Los combates, sin embargo, se sucedieron en la frontera castellano portuguesa hasta 1479, en que el tratado de Alcaçobas supuso el definitivo reconocimiento de Isabel como reina de Castilla por parte de Portugal, además de delimitar el área de expansión castellana en la costa atlántica de África. Aquel mismo año, por otra parte, el óbito de Juan II posibilitó el acceso de Fernando II de Aragón al trono de la Confederación catalano aragonesa, y la consiguiente unión dinástica de Castilla y la Corona de Aragón.
Las líneas maestras de la política conjunta que desarrollaron Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón (que pasarían a la historia como los Reyes Católicos, título concedido en 1494 por el papa Alejandro VI) fueron el afianzamiento y la expansión del poder real, el estímulo de la economía, la conclusión de la reconquista a los musulmanes de todo el territorio peninsular y el fortalecimiento de la fe católica.
Para consolidar y prestigiar la monarquía, la reina implantó la Santa Hermandad, institución encargada de garantizar la estabilidad del orden público y la administración de justicia (1476), abolió las prerrogativas otorgadas a la nobleza por Enrique IV (1480) y convirtió el Consejo Real en el principal órgano de gobierno del reino, en detrimento de las Cortes.
En el aspecto económico, Isabel la Católica saneó la hacienda pública merced a un estricto sistema fiscal e incentivó el desarrollo de la ganadería ovina y del comercio lanero. Además, supo canalizar la tradición militar y expansiva de Castilla hacia la conquista del reino nazarí de Granada, último bastión islámico en la Península (1492), y la guerra contra los musulmanes norteafricanos, a los que arrebató Melilla (1497). Con todo, el mayor logro de la política exterior isabelina fue, sin duda, el apoyo a la expedición que culminaría con el descubrimiento de América por Cristóbal Colón (1492).

En materia religiosa, por último, Isabel la Católica llevó a cabo una profunda reforma eclesiástica con la ayuda del cardenal Cisneros, creó el tribunal de la Inquisición para velar por la ortodoxia católica (1478) y culminó el proceso de unificación religiosa con la expulsión de los judíos (1492) y los mudéjares (1502). A su muerte, acaecida el 26 de noviembre de 1504, el trono castellano pasó a su hija Juana la Loca (Juana I de Castilla), madre del futuro rey y emperador Carlos.

Isabel I. La Católica. Madrigal de las Altas Torres (Ávila), 22.IV.1451 – Medina del Campo (Valladolid), 26.XI.1504. Reina de Castilla.

Hija del rey Juan II de Castilla y de su segunda esposa —Isabel de Avís—, que pertenecía a la Casa de Braganza, nació en la tarde del Jueves Santo de 1451 en la residencia aneja al convento de Madrigal; su padre estaba ausente, por lo que hubo que enviarle un correo para comunicar la feliz noticia. Apenas pudo llegar a conocerlo, ya que el Rey falleció en 1453. En su testamento, Isabel ocupaba el tercer lugar en la sucesión, después de sus hermanos varones, Enrique IV y Alfonso, que llegaría a titularse rey durante una de las graves revueltas. La infanta creció alta, rubia, como su bisabuela Felipa de Lancaster, de tez blanca, lechosa, dulce en su apariencia y en el trato con las personas aunque, según todos los testimonios, se hallaba dotada de extraordinaria inteligencia y energía. Destacaba especialmente la intuición que le permitía desenvolverse con acierto en medio de problemas muy complejos que a lo largo de su vida surgieron. Sin embargo, fue la piedad religiosa la nota más destacada de su carácter. Algunas decisiones que hoy se consideran erróneas fueron fruto de dicha piedad.

Alejada su madre de la Corte al producirse el relevo en el Trono, vivió sus primeros años en Arévalo, recibiendo una muy cuidada y austera educación. En ella participaron santa Beatriz de Silva, fundadora de las Concepcionistas, fray Martín de Córdoba —que le dedicó especialmente un ejemplar de su famoso libro El jardín de las nobles doncellas—, Gutierre de Cárdenas, Gonzalo Chacón y sus respectivas esposas, antiguos colaboradores de Álvaro de Luna, cuya reivindicación asumiría luego Isabel, y Gómez Manrique, tío del famoso autor de las Coplas. Todos coincidían en inculcarle profundos sentimientos religiosos a los que se mantuvo fiel toda su vida. Terciaria dominica, sintió especial apego a los jerónimos, de donde procedía el que habría de convertirse en su confesor y hombre de confianza, fray Hernando de Talavera. En Guadalupe, donde se había establecido el sepulcro de Enrique IV, ella se hizo reservar una celda, cara al altar mayor, a la que se retiraba a orar y meditar; la llamaba “mi paraíso”. Algunas de las decisiones importantes se tomaron precisamente en ese lugar.

Su actividad política resulta inseparable de la de su marido Fernando, a quien se puede asegurar que profesó profundo amor. Ella le definiría, pocas horas antes de su muerte, como “el mejor rey de España”. En ocasiones resulta imposible distinguir en las decisiones que se tomaron, el protagonismo de una y otro. Curiosamente fue el de este infante aragonés el primer nombre, en el amplio abanico de posibles esposos que se manejaron, cuando la infanta era solamente una pieza en posibles alianzas. El nombre fue rechazado por el marqués de Villena y los otros consejeros de Enrique IV, porque parecía significar el retorno de los infantes de Aragón. Fueron para ella duros los años de estancia en Arévalo, pues desde 1454 su madre presentaba ya signos acusados de locura. Además, durante este tiempo la menguada Corte de la Reina viuda pasaba estrecheces que contribuyeron a aumentar el espíritu ahorrativo de Isabel.

Mientras tanto, Enrique IV, en el momento mismo de comenzar a reinar, había contraído segundo matrimonio, tras divorciarse de Blanca de Navarra —hermanastra de Fernando—, alegando impotencia, con una pariente suya, Juana de Portugal. Matrimonio que, por la sentencia no confirmada en Roma y por las razones alegadas, era muy discutible en su legitimidad. Pasaron años sin descendencia, pero en 1461 Juana anunció que esperaba un hijo. Tendría más adelante otros dos, claramente adulterinos. Los rumores de la Corte negaban que Enrique pudiera ser el padre, dada la declarada impotencia. Para evitar peligrosas conspiraciones, Juana hizo traer a los dos infantes, Alfonso e Isabel, a la Corte. Los seis años en que Isabel estuvo alojada en el Alcázar de Segovia fueron definidos por ella como una prisión. Nació una niña, Juana, como su madre, a la que los calumniadores acabarían llamando “beltranica”, porque atribuían al valido Beltrán de la Cueva la paternidad. La Reina decidió que Isabel fuera una de las madrinas de bautismo, creando así vínculos espirituales, a los que la propia Isabel se sentiría luego obligada a responder. Como el derecho castellano daba preferencia a los varones, se produjo en la Corte una fuerte tensión y se comenzó a pensar en un matrimonio conveniente para Isabel. Juana prefería un candidato portugués, su propio hermano Alfonso V, ya viudo y de bastante edad.

Estalló la revuelta y los nobles proclamaron rey a Alfonso, negando a Enrique IV la legitimidad de ejercicio. El marqués de Villena propuso al Rey un arreglo: le proporcionaría los medios necesarios para liquidar el movimiento si casaba a Isabel con su propio hermano, Pedro Girón, maestre de Calatrava. De este modo, Girón se instalaba en la dinastía real, en un puesto en aquel momento lejano, en la línea de sucesión. Isabel, desolada, se puso de rodillas pidiendo a Dios que la ayudara en aquel trance. Curiosamente Girón enfermó y murió durante el viaje a la Corte para celebrar su boda. Así, cuando los rebeldes que reconocían al autotitulado Alfonso XII tomaron el Alcázar de Segovia y “liberaron” a Isabel, ella exigió un juramento: no se la casaría contra su voluntad. Podían proponerle candidatos, pero a ella, en último término, correspondería la decisión.

Los nobles negaban a Juana, “hija de la reina”, legitimidad de origen, pero recurrían con exceso a calumnias y otras falsedades vejatorias para el Rey. Enrique IV, demasiado dominado por Villena, que estaba con los rebeldes, accedió a negociar, porque no contaba con fuerzas suficientes para someter a los rebeldes. La base de la negociación consistía ahora en reconocer a Alfonso como sucesor bajo el compromiso de casarse con Juana. Estas negociaciones se vieron interrumpidas por la muerte del infante el 5 de julio de 1468. De acuerdo con el testamento de Juan II, Isabel pasaba a primera fila. Los nobles trataron de proclamarla reina, pero ella se negó; aunque estaba convencida de su propia legitimidad, dada la invalidez del segundo matrimonio de Enrique IV, no negaba en modo alguno que la legitimidad de origen pertenecía a éste. De nuevo el marqués de Villena indujo a Enrique IV a negociar, proponiéndole un plan muy complejo que alejaba definitivamente a los aragoneses y permitía restablecer la paz interior. Isabel sería reconocida como legítima heredera, obligándosela después a casar con Alfonso V, lo que le obligaría a residir, como reina, en Portugal y, al mismo tiempo, a Juana se la desposaría con el heredero de aquél, Juan, uniéndose de este modo los dos reinos y siendo ambas muchachas sucesivamente reinas. Isabel nada sabía de esta urdimbre. Las negociaciones culminaron el 18 de septiembre de 1468 con un acuerdo personal (Cadalso/Cebreros), estableciendo que la legitimidad correspondía a Isabel, no porque Juana fuese adulterina, sino porque Enrique IV “ni estuvo ni pudo estar legítimamente casado” con doña Juana. Todo el reino volvía a la obediencia de Enrique, cuya legitimidad la princesa nunca había puesto en duda. Esta última contraería posteriormente matrimonio con quien el Rey propusiera, y ella aceptara. El acuerdo se ejecutó al día siguiente en un acto celebrado en la explanada de Guisando. Enrique firmó una carta que aún se conserva, asegurando que Isabel era la única legítima sucesora, lo cual desautorizaba a Juana de un modo definitivo.

El plan secreto fue comunicado a los Mendoza, custodios a la sazón de la reina Juana, que iba a ser madre del primero de sus dos adulterinos. Se enviaron cartas a las ciudades, pero se evitó una convocatoria de Cortes, como figuraba también en el compromiso. Isabel rechazó la propuesta de matrimonio con Alfonso V, inconveniente para el reino, obligando a que se presentaran otros candidatos, y pudo recordar que Fernando había sido el primer nombre. A sus íntimos Chacón y Cárdenas reveló que “me caso con Fernando y no con otro alguno”. De este modo se cerraban las dos ramas de la dinastía y se lograba la incorporación de Castilla a la Corona de Aragón. Villena trató de impedir este matrimonio.

Ocultamente Fernando, que ya era sucesor en Aragón por muerte de su hermanastro el príncipe de Viana, entró en Castilla, llegando a Dueñas. Ambos príncipes —Fernando usaba título de rey de Sicilia— comunicaron en tono respetuoso a Enrique IV su propósito de casarse. El matrimonio tuvo lugar el 19 de octubre de 1469 en Valladolid y fue inmediatamente consumado. Dieron cuenta al Rey asegurándole que en nada se alteraba su fidelidad y obediencia. Pero el marqués de Villena, al ver desbaratados sus planes, propuso a Enrique IV repetir el acto de Guisando en otro lugar, reconociendo a Juana como sucesora, alegando que, por desobediencia, Isabel perdía sus derechos. Pero una vez establecida la no legitimidad de Juana, nada podía devolvérsela. En Val de Lozoya (26 de octubre de 1470) Enrique IV y su esposa juraron que Juana era hija suya y nacida de su unión. Isabel y su marido evitaron el recurso a las armas. Pero se ganaron la adhesión de Asturias y Vizcaya, los dos principales señoríos patrimoniales de la Corona, y muchas ciudades y la mayor parte de los nobles siguieron la misma conducta.

La principal decisión de apoyo vino del papa Sixto IV, que envió a la Península a su principal consejero, el valenciano Rodrigo Borja, futuro papa. Él, sobre el terreno, llegó a la decisión de que Fernando e Isabel eran, para la Iglesia, la mejor de las soluciones: se bendijo su matrimonio y se impidieron otros que hubieran podido hacer sombra. En las Navidades de 1473 Enrique IV operó una reconciliación, reuniéndose con Fernando e Isabel en Segovia, cuyo Alcázar, con el tesoro que encerraba, les fue entregado.

Se prometía para Juana un matrimonio digno, que la permitiera permanecer dentro del más alto nivel. De este modo, cuando, ausente Fernando por la guerra del Rosellón, murió Enrique IV (12 de diciembre de 1474), Isabel fue proclamada reina, sin que se produjese en las primeras semanas ninguna disensión. Los consejeros de Fernando, que no estaban convencidos de que una mujer pudiera reinar, reclamaron que se le entregara la Corona, siguiendo en esto las costumbres aragonesas. La querella quedó saldada mediante una sentencia arbitral que el cardenal Mendoza y el primado Carrillo elaboraron en Segovia: a falta de varón en la línea de sucesión, a la mujer correspondía ceñir la corona y reinar. Isabel compensó inmediatamente a su marido, firmando un documento que daba a éste los mismos poderes que ella misma, ausente o presente: en adelante todas las cosas se harían a nombre “del Rey y de la Reina”. Fueron cursadas órdenes a los cronistas para que así lo hicieran constar. Una curiosa anécdota pretende que, en el momento del nacimiento de Juana, el cronista Pulgar propuso escribir que “los reyes parieron una hija”. Las bromas son a veces muy reveladoras.

Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, se sintió defraudado: él había sido cabeza del bando isabelino y ahora le desplazaban los antiguos partidarios de Enrique IV. Uniéndose a los Pacheco (Villena) y a los Stúñiga, que temían verse despojados de señoríos que pertenecieran a los infantes de Aragón, reclamaron la ayuda de Portugal, que podía sentirse amenazado por esta unión de reinos, y promovió un alzamiento en favor de Juana, cuya madre fallecía en Madrid por estos mismos días. Juana, con trece años de edad, fue proclamada reina en Trujillo, concertándose su matrimonio con su tío Alfonso V, que le excedía en más de treinta años. El Papa nunca autorizó dicho matrimonio.

Pocos nobles y casi ninguna ciudad se sumaron al alzamiento, que fracasó, provocando una guerra entre Castilla y Portugal, que culminó con la victoria de Fernando en Toro el 1 de marzo de 1476. Evitando incurrir en represalias, Fernando e Isabel firmaron pactos con cada uno de los nobles, garantizando sus rentas, y negociaron ampliamente con Portugal. Los acuerdos de Alcáçovas (1479) sellaban una fraternidad con Portugal: la primogénita de los Reyes Católicos, Isabel, se casaría con el nieto de Alfonso preparándose para ser reina, y a Juana se la prometía con el príncipe de Asturias, recién nacido, garantizándosele una indemnización. Se reconocía el monopolio portugués a las navegaciones más allá del cabo de Bojador. En un gesto de dignidad, Juana rechazó el matrimonio —se la estaba tomando por una simple pieza— e ingresó en un monasterio, con disgusto para Isabel. En cambio, la infanta de este nombre se casaría por dos veces en Portugal y sería Reina, muy bien amada por sus súbditos. Con los linajes de nobles se establecieron acuerdos de los que, en puridad, no podían tener queja. De este modo, se completaba el programa de Enrique II respecto a las relaciones entre los reinos peninsulares y a la consolidación de la nobleza en los tres niveles. Uno de los principales errores de la historiografía del siglo XIX es presentar a Isabel como enemiga de la nobleza; se sirvió de ella, y la consolidó como élite social.

Terminada la guerra, Isabel y su esposo convocaron Cortes en Toledo (1480) —se habían celebrado ya otras en Madrigal—, donde se esbozó un ambicioso programa para el establecimiento de un orden institucional de la Monarquía. Sus leyes pueden considerarse como la primera constitución de ella. En estas Cortes se decidió establecer una definición concreta del poderío real absoluto, es decir, independiente de cualquier otro superior, ejercido en dos niveles, el del Rey y el de su sucesor el príncipe de Asturias. También se dispuso una codificación de todas las leyes vigentes para que Castilla dispusiese, como los reinos de la Corona de Aragón, de un código. Éste fue el Ordenamiento de Montalvo que, merced a la imprenta, pudo llegar a todos los rincones en donde se administraba justicia. Se logró una absorción completa de la deuda pública y se acometió un proceso de estabilización monetaria que fijaría las relaciones entre los dos patrones, oro y plata, asignando a las piezas acuñadas un precio que permanecería inalterable hasta el fin del reinado. Se mantuvieron sin variación los impuestos, y se renunció, en favor de la Hermandad general, a todas las ayudas y servicios extraordinarios que se solicitaban anteriormente a las Cortes.

Dos o tres años antes, en Guadalupe y en Sevilla, los Reyes celebraron importantes conversaciones con el nuncio de Sixto IV, Nicolás Franco. Coincidieron también con una asamblea del clero, en que abordaron los problemas de una reforma de la Iglesia extendida a sus miembros no religiosos. Con el nuncio se abordaron especialmente algunas líneas de actuación que marcaron el reinado. Aparte del fortalecimiento de la disciplina y del refuerzo de la fe como signo de unidad entre todos los súbditos que, por esta razón debían considerarse libres, entraban la eliminación del Reino de Granada, que se había independizado en rebeldía de la Corona de Castilla, a la que desde el principio perteneciera, la reforma de la Inquisición, introducida ya por Pío II a fin de acabar con las desviaciones de los falsos conversos, y la defensa del Mediterráneo frente a la amenaza turca. En 1480 se produjo el primer envío de barcos y tropas a Italia para colaborar en la recuperación de Otrantyo.

La Guerra de Granada, que se justificaba reclamando a los nazaríes que volvieran al vasallaje castellano, como en el siglo XIII, fue enfocada desde una estrategia de desgaste para lograr la capitulación, de modo que sólo Málaga fue combatida hasta una entrega sin condiciones; en los demás casos, se permitía a la población rendida conservar su fe en ciertas condiciones. Fernando e Isabel hicieron una especie de reparto de papeles: el Rey estaba con sus tropas en primera línea, tomando decisiones y haciendo alarde, pero la Reina sostenía los ánimos y allegaba recursos.

Por primera vez, Isabel organizó hospitales de campaña de gran eficacia. En determinados momentos, también ella acudía a la primera línea para estimular con su presencia a los combatientes. Al final, la resistencia se quebró. Algunos ilustres granadinos permanecieron recibiendo el bautismo y fueron incorporados a la nobleza. Boabdil recibió una muy fuerte compensación económica por sus propiedades y emigró a Marruecos en donde fue muy mal tratado.

Como Ladero Quesada ha podido demostrar documentalmente, la experiencia adquirida en esta guerra permitió crear un ejército real, partiendo, sobre todo, de las llamadas lanzas de la Ordenanza, pagadas directamente por el Estado, las unidades de las Órdenes Militares, y las compañías de la Hermandad general que procedían de los grandes municipios. Al término de la guerra, cumpliendo un programa previamente esbozado, se suprimieron los maestrazgos de las Órdenes Militares, que fueron asumidos por el propio Rey, pasando éstas a ser una de las dimensiones de la Corona. Los comendadores, nombrados por el Rey, se hallaban así bajo su directa dependencia. Los nombres de las órdenes han sobrevivido hasta nosotros como títulos para distintos regimientos. En este ejército se daba preferencia a la Infantería sobre la Caballería, con resultados satisfactorios, y se inició el desarrollo de una potente artillería que permitía culminar con éxito los asedios.

La entrega de la ciudad de Granada, en enero de 1492, marcó la que podemos considerar como la cúspide del reinado. Los cronistas afirmaron que se había remediado la “pérdida” del 711 y vieron en Isabel una restauradora de aquella Hispania. Este mismo año Nebrija entregó a la Reina el primer ejemplar de su Gramática, con las conocidas palabras de que “siempre fue la lengua compañera del Imperio”. Sin embargo, el Reino de Granada seguía contando con una población que era mayoritariamente musulmana. Isabel emprendió un intenso trabajo de adoctrinamiento para conseguir que se produjesen numerosos bautismos. Fray Hernando de Talavera ocupó la sede arzobispal, recién creada —el cristianismo había estado prohibido hasta entonces— y el Papa otorgó a los Reyes un derecho de patronato sobre las diócesis que se fueran creando, de modo que ellos escogían los obispos. Es el mismo sistema que se aplicaría luego en América, descubierta precisamente en ese mismo año.

La Inquisición, que se puede llamar “nueva” porque se insertaba en las estructuras del Estado, había comenzado a funcionar en Sevilla con dos jueces nombrados por los Reyes, los cuales actuaron con tanta dureza, que Sixto IV pensó que se había excedido en las concesiones, pensó por un momento en suspenderlas y acabó decidiendo devolver a la Orden dominicana el control de la misma. Hubo tensas negociaciones en las que Isabel intervino preconizando ceder, hasta que se llegó al acuerdo de nombrar un inquisidor general de quien dependiesen todos los jueces. Fue escogido fray Tomás de Torquemada, subprior de Santa Cruz de Segovia, sobrino de un famoso cardenal y persona de confianza para el Papa y la Curia vaticana, ante quien se reconocía un derecho de apelación.

La opinión de la Reina —aceptar las consignas del Papa— prevaleció en esta ocasión sobre la de su marido, si bien ambos dijeron haber obrado siempre de acuerdo. Muchas leyendas siniestras se han formado en torno a este personaje. Se debe, sin embargo, decir, a la vista de los documentos, que su línea de acción significó una evidente moderación en relación con el rigor de los últimos años. Esto no significa que no deba reconocerse un matiz desfavorable: la Iglesia, que es instrumento de perdón y reconciliación, se veía directamente comprometida en operaciones de represalia contra los que se consideraban peligrosos para el Estado. Pues la Monarquía se asentaba sobre el principio de que la religión católica era el signo de unidad y la condición indispensable para ser considerado súbdito y, en calidad de tal, recibir el status de libertad personal con los derechos naturales fundamentales. Y ahora, Torquemada, al ocuparse del problema de los falsos conversos que “judaizaban” pese a ser bautizados, recibió informes de otros inquisidores y los pasó a los Reyes. No era posible castigar las prácticas judaicas de algunos de estos conversos, cuando el judaísmo y su práctica se hallaban bajo la protección de la propia Corona. Prácticamente todos los reinos de Europa habían suprimido el judaísmo, siendo España una excepción y también un refugio para muchos emigrados de sus lugares de origen. Había que aplicar la doctrina enseñada por Ramon Lull: invitar a la conversión y prohibir luego la práctica de los que no la aceptasen. Los Reyes cedieron y Torquemada preparó el texto del Decreto de 31 de marzo de 1492, que daba un plazo para que cesase el culto judío en España. Abrabanel negoció con Isabel buscando una ampliación de los términos, pero la Reina hubo de desengañarle; se trataba de una opinión general. Los judíos tenían dos opciones: bautizarse integrándose en la comunidad con garantías frente a la Inquisición, o tomar sus pertenencias y emigrar. Isabel extendió luego una norma. Los que hubiesen salido, si tornaban para ser cristianos, podrían recobrar los bienes vendidos pagando por ellos el mismo precio que recibieron. Probablemente fueron bastantes los que se bautizaron, entre ellos el Rab mayor, Abraham Seneor y su familia, que fue integrada en la nobleza con el apellido Fernández Coronel. Pero, sin duda, fue muy superior el número de los que prefirieron el exilio; las persecuciones sufridas habían servido para fortalecer su fe.

Análogo proceso se ensayó con los musulmanes, objeto de adoctrinamiento, al que muchos resistieron. Se produjeron revueltas, ya que los granadinos sostenían que se estaban quebrantando los pactos y no se respetaba su libertad religiosa. Ante la revuelta, en 1501, los Reyes decidieron que todos debían bautizarse o emigrar. De este modo, se estableció como norma la unidad religiosa, que Isabel consideró como una gran ventaja para sus reinos, ya que de este modo cobraban solidez moral al someterse todos los súbditos a un mismo principio de autoridad. Desde su punto de vista, inserto en la fe, éste era el mayor bien que podía procurar a sus reinos, al abrirles las puertas que conducen, en definitiva, a la salvación. Es necesario colocarse en su posición para entender dicha política, si bien es necesario recordar también que comportaba alcanzar una meta de reconocimiento de la libertad y de los derechos naturales humanos para todos.

1492 contempla, pues, cuatro acontecimientos singulares, Granada, la Gramática de Nebrija, la expulsión de los judíos y América. En este último asunto, la participación de Isabel resultó decisiva. Fernando, más reflexivo y mejor informado, desconfiaba del proyecto de Colón, llegar a China desde las costas españolas, pues los expertos de su Corte lo juzgaban, con razón, imposible. Además, se mostraba reacio a las exigencias de aquel genovés que proyectaba construirse un señorío, sabe Dios de que límites, al otro lado del mar, usando para ello el dinero de la Corona. Las disponibilidades náuticas no permitían entonces viajes demasiado largos. Pero la intuición femenina triunfó esta vez de los recelos: valía la pena arriesgar los moderados recursos que se programaban —1.200.000 maravedís sería la aportación de la Corona— cuando se trataba de explorar posibles islas en el Atlántico al otro lado del espacio de reserva de Portugal. No hacía mucho tiempo que se hicieran los decisivos descubrimientos de Azores y Canarias, que estaban siendo incorporadas a la cristiandad. De este modo, gracias a Isabel, se abrió para la Monarquía española un nuevo horizonte. Pues islas se descubrieron en los primeros viajes.

Aunque no es posible separar la política preconizada por ambos Reyes, se puede decir que Fernando desempeñó un papel predominante al de su esposa en relación con la política exterior. Titular de la Corona de Aragón, aspiraba a lograr el cierre poderoso de todo el Mediterráneo occidental sustrayéndolo a la amenaza turca, instalando fortalezas en el norte de África y abriendo, por medio de la fuerza naval, las rutas de Rodas y de Alejandría, en donde se estableció un consulado catalán. Esta política se vería bruscamente interceptada por las pretensiones de los sucesivos reyes de Francia, Carlos VIII y Luis XII, que reclamaban para sí la lejana herencia de los angevinos y, en suma, una hegemonía sobre Italia, incluyendo el Reino de Nápoles. A Isabel le disgustó profundamente aquella guerra, que se prolongaría en el tiempo, pero apoyó a su marido con todos los recursos a su alcance: soldados veteranos de Granada, barcos y dinero castellanos demostraron aquí que la Monarquía española estaba en condiciones de ejercer una verdadera hegemonía sobre Europa. Otros medios castellanos se emplearon también en conseguir la recuperación económica de Cataluña. En este principado Isabel tuvo oportunidad de recibir muchas muestras de afecto.

Personalmente ella se volcó de modo especial en la política religiosa. Para ella la maduración y reforma del catolicismo romano eran tarea esencial. Así lo reconocieron los Papas y, por eso, Alejandro VI, a quien conocía desde su legación en España, le otorgó el título de Católica, compartiéndolo con su marido. En esta tarea pudo contar con tres importantes colaboradores: el cardenal Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo, el ya mencionado fray Hernando de Talavera, su confesor, y el franciscano de la observancia fray Francisco Jiménez de Cisneros, que sucedería al segundo como confesor y al primero en la sede arzobispal de Toledo. Para ella elaboraron un amplio programa.

Volviendo a ciertos puntos que ya se han insinuado, Talavera, que había intervenido en todos los asuntos importantes del reinado, pasó a ser prelado de Granada, en donde la Iglesia partía de un punto cero, con el encargo preciso de conseguir que el mayor número posible de musulmanes se convirtiera a la fe católica. Se trataba de invertir los términos. Fray Hernando, profundamente religioso, aunque desde dentro de la Orden jerónima, rehuyó cualquier clase de presión o de violencia; había que demostrar a la gente común que la verdad cristiana tenía todas las características necesarias para ser preferida a cualquier otra. Sus modos fueron tan humanos que los musulmanes, refiriéndose a él, llegaron a llamarle “el alfaquí santo”. El procedimiento tenía un inconveniente; era lento. Por eso en 1499, al asumir la dirección de la Iglesia en España, Cisneros convenció a la Reina de que había que cambiar el modo, presionando, en algunos casos con violencia. Así fue como se produjo la rebelión de la que con anterioridad se ha hablado. La pragmática de mayo de 1501, firmada por Fernando, prohibía la práctica de la religión musulmana en todos los reinos de Castilla. Se tomaron, además, medidas que dificultaban la emigración, evitando así una salida en masa. La norma no fue aplicada en los reinos de Aragón y de Valencia, produciéndose un trasiego, ya que aquí la nobleza no quería prescindir de esta valiosa mano de obra. Bautizados prácticamente a la fuerza en el ámbito castellano o supervivientes de un islamismo poco eficiente en los reinos de la Corona de Aragón, fueron identificados, en la conciencia hispánica como “moriscos”. De este modo nacía un problema, el de la simpatía de estos moriscos hacia los turcos, que persistiría hasta principios del siglo XVII, causando injusticias, molestias y pequeñas ocasiones de revuelta.

En el plano familiar, Isabel y Fernando tuvieron cinco hijos nacidos según este orden: Isabel, Juan, único varón, Juana, Catalina y María. Para la Reina fueron causa de experiencias muy amargas, que influyeron en el deterioro de su salud en los años posteriores a 1497. De acuerdo con los tratados de Alcáçovas, la mayor, Isabel, casó con el heredero de Portugal, Alfonso, a quien conocía, pues de niños vivieron en casa de su hija la condesa Beatriz de Braganza. De modo que al celebrarse la boda en 1491 se creó en torno a ellos la noticia de que estaban profundamente enamorados, cosa que al parecer era muy cierta; cuando Alfonso murió en 1491 de un accidente hípico, la viuda desgarró su velo, como una dama de la Corte de Arturo, y anunció que no volvería a casarse, haciendo vida religiosa. Sus padres consiguieron que rectificara: tenía que ser reina de Portugal, por lo que se casó en 1497 con Manuel, que había sucedido a Juan II. Al mismo tiempo se celebraba la doble boda de Juan y Juana con Margarita y Felipe, hijos de Maximiliano. Había que unir a los Habsburgo y a los Trastámara frente al poder de Francia.

El príncipe de Asturias, que había padecido siempre mala salud, falleció el 4 de octubre de 1497 sin descendencia, de modo que Isabel fue reconocida como sucesora, con disgusto de Felipe el Hermoso. Ella murió también al dar a luz a su hijo Miguel. Hasta 1500 este niño fue la gran esperanza de unión entre España y Portugal. Falleció también en dicho año, cuando Juana ya tenía un hijo varón al que llamaron Carlos, como al Temerario.

Consecuente con los principios que siempre defendiera, Isabel no dudó en ningún momento que Juana tenía derecho a sucederla en el Trono, y así fue reconocida y jurada por las Cortes en Toledo. Felipe no estaba conforme; compartía la doctrina francesa de que las mujeres deben transmitir los derechos a sus hijos o maridos. Quería, en consecuencia, ser rey. En el viaje que los nuevos príncipes de Asturias hicieron a España para ser jurados, Isabel y Fernando pudieron comprobar dos cosas: que la princesa Juana presentaba trastornos mentales, como su abuela, y que Felipe, ligado estrechamente a Francia, no mostraba hacia su esposa la debida corrección de conducta y la presionaba con dureza para que firmase un documento en que hiciera plena transmisión de sus funciones, pudiendo ser retirada de la escena. Estas circunstancias influyeron negativamente en la salud de la Reina, que ya estaba muy quebrantada, de modo que fallecería el 26 de noviembre de 1504, cuando contaba únicamente cincuenta y tres años de edad. Poco antes de morir, redactó un testamento que, contado entre las leyes fundamentales del reino, establecía, por primera vez en Europa, el reconocimiento de los derechos naturales humanos a todos los moradores de las islas y tierra firme recién descubiertas. Aunque conculcado muchas veces, como sucede con todas las leyes fundamentales que se promulgan, el principio se mantuvo en lo esencial, haciendo que América se constituyera en forma de reinos y no de colonias y se diera al principio de unidad religiosa el mismo valor que se le otorgaba en la Península. La Constitución de los Estados Unidos menciona en primer término el nombre de Dios. En ese mismo documento, Isabel, que acababa de expresar las elevadas cualidades de su marido, disponía que si Juana estaba ausente o no podía o no quería ejercer sus funciones, éstas fueran asumidas por Fernando, ya que así se lo habían solicitado las Cortes de Toledo. Esta cláusula no fue observada, porque Felipe el Hermoso, contando con el apoyo de una parte de la nobleza, lo impidió. Pese a todo, la temprana muerte de Felipe hizo que Fernando pudiera volver a sentarse en el Trono completando la obra de Isabel.

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miércoles, 2 de mayo de 2012

95.-Antepasados del rey de España: Fernando III de León y de Castilla, llamado «el Santo» a

Rey de Castilla y de León con él volvieron a unirse ambas Coronas, al heredar el reino de Castilla por la muerte de su tío Enrique I (1217) y el de León por la muerte de su padre Alfonso IX (1230). Las dos herencias plantearon problemas y resistencias, salvadas gracias a la habilidad diplomática de la reina madre Berenguela.
San Fernando III.

(Peleas de Arriba, 1199 o 24 de junio de 1201​-Sevilla, 30 de mayo de 1252), fue rey de Castilla entre 1217 y 1252 y de León​ entre 1230 y 1252. Hijo de Berenguela, reina de Castilla, y de Alfonso IX, rey de León, unificó definitivamente durante su reinado las coronas castellana y leonesa, que habían permanecido divididas desde la época de Alfonso VII «el Emperador», quien a su muerte las repartió entre sus hijos, los infantes Sancho y Fernando.


Durante su reinado fueron conquistados, en el marco de la Reconquista, los reinos de Jaén, Córdoba, Sevilla y lo que quedaba del de Badajoz (la Extremadura leonesa), cuya anexión había empezado Alfonso IX, lo que redujo el territorio ibérico en poder de los reinos musulmanes. 
Al finalizar el reinado de Fernando III, estos únicamente poseían en la Andalucía el Reino de Niebla, Tejada y el Reino de Granada, este último como feudo castellano. El infante Alfonso, futuro Alfonso X, fue enviado por Fernando a la conquista del Reino de Murcia; los moros capitularon y la región quedó como señorío castellano, tras lo cual Alfonso conquistó las plazas de Mula y Cartagena. Cuando Fernando accedió al trono, en 1217, su reino no rebasaba apenas los ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados; en 1230, al heredar León, obtuvo otros cien mil y, a base de conquistas ininterrumpidas, logró hacerse con ciento veinte mil más. Fue canonizado en 1671, siendo papa Clemente X, y reinando en España Carlos II.

Una vez sometidos los nobles díscolos y unificados los dos reinos, Fernando dio un fuerte impulso a la Reconquista, aprovechando la superioridad militar obtenida sobre el Islam desde la victoria de su abuelo Alfonso VIII en la batalla de Las Navas (1212). Dicha empresa habría de conducir a la reconquista del valle del Guadalquivir, que convirtió al reino castellano-leonés en un territorio mucho más extenso que cualquiera de sus vecinos y el único que conservaba frontera terrestre con el Islam (por la supervivencia del reino de Granada hasta el siglo XV). El inicio de esa gran campaña guerrera fue aprobado en la Curia de Carrión de 1224, coincidiendo con las luchas por el poder que se abrieron entre los musulmanes al morir el sultán almohade Abú Yacub Yusuf.
Una tras otra fueron cayendo en manos cristianas ciudades musulmanas tan significativas como Córdoba (1236) o Jaén (1246). Sevilla, en cambio, resistió duramente, exigiendo añadir al esfuerzo militar en tierra la actuación de la flota castellana del Cantábrico bajo el mando de Ramón Bonifaz, que asedió la ciudad por el río y bloqueó el Atlántico para impedir que llegaran refuerzos. Finalmente, Sevilla se rindió al rey Fernando en 1248.
En cambio, no consiguió completar el dominio de la Baja Andalucía con la toma de Cádiz -aunque lo intentó varias veces-, objetivo que cumpliría su hijo Alfonso X. A la reconquista siguió la repoblación de las tierras recién incorporadas mediante repartimientos a caballeros y peones cristianos. Murió en 1252, cuando preparaba una campaña para continuar la Reconquista hacia el norte de África; fue enterrado en la catedral de Sevilla.

Legado

Trató de unificar y centralizar la administración de los reinos castellano y leonés, promovió la traducción del Fuero juzgo e impuso el castellano como idioma oficial de sus reinos y de los documentos en sustitución del latín. Amante de la poesía, se conserva de él una cantiga en gallego que compuso en loor de la Virgen que indica además su gran devoción mariana. Mandó hacer el Libro del septenario, conocido también llanamente como Setenario, una especie de borrador de Las siete partidas de su hijo Alfonso X que era un texto orientado a la educación y de índole filosófica que habla de los siete ramos de las artes liberales y contiene algunos conceptos de derecho común. Alfonso X concluiría después satisfactoriamente este proyecto de su padre dándole un sentido más jurídico. 
También ordenó hacer hacia 1237 el Libro de la nobleza y lealtad, compuesto por doce sabios conocido también como Libro de los doce sabios, un espejo de príncipes que propone un grupo consultivo de doce personas doctas para ayudar a ser un buen gobernante. Este tratado posee un epílogo de su hijo, Alfonso X el Sabio.​ Se trata de una obra de derecho político y normas de los deberes del gobernante para un buen gobierno y las virtudes que debe reunir para cumplir esas obligaciones. El libro se inspira en la escolástica y en las doctrinas isidoriana y tomista y puede considerarse un antecedente del llamado Consejo de Castilla.
En el ámbito cultural y religioso, mandó levantar las catedrales de Burgos y León. En su tiempo, el arzobispo Rodrigo inició las obras de la catedral de Toledo. El canciller del rey, Juan, fundó la catedral de Valladolid y, posteriormente, siendo obispo de Osuna, edificó esa catedral. Nuño, obispo de Astorga, hizo la torre y el claustro de su catedral. Lorenzo, obispo de Orense, levantó la torre que le faltaba a su templo. Mandó edificar el rey innumerables iglesias, conventos y hospitales y tanto él como su madre efectuaban importantes donaciones.
Pese a sus esfuerzos por revitalizar el Studium Generale de Palencia, entrado en una irremediable decadencia y fundado en 1212 por Alfonso VIII de Castilla y trasladado a Salamanca en 1218 por Alfonso IX de León, como no parecía funcionar al nivel universitario que se quería por los escasos recursos de que disponía lo anuló en 1240 y desde este momento Fernando dedicó toda la atención y recursos a la Universidad de Salamanca para que se convirtiera en una de las mejores de Europa.
Fernando III, preocupado por sus conquistas en Andalucía, buscó la quietud social en Galicia, y para ello se inclinó a favor de los señores eclesiásticos en la pugna que estos tenían con los concejos de Compostela en 1238, de Tuy en 1249 y de Lugo en 1252 y creó la figura del representante del poder real, ya que él, desde tan lejos, no podía ejercer el poder mediante adelantados. Repartió las nuevas tierras conquistadas entre las órdenes militares, la Iglesia y los nobles, lo que dio lugar a la formación de grandes latifundios.

Información religiosa
Canonización1671, por Clemente X
Festividad30 de mayo
Venerado enIglesia católica y anglicana
PatronazgoEs patrón de varias localidades como: Sevilla, Aranjuez, San Fernando de Henares, Maspalomas, Villanueva del Río y Minas, San Fernando de Apure, San Fernando de Occidente en el departamento colombiano de Bolívar, San Fernando localidad del departamento colombiano del Magdalena, Pivijay y de la pedanía albaceteña Ventas de Alcolea. También es patrón del Arma de Ingenieros (del Cuerpo General de las Armas, tanto de las especialidades de transmisiones como de zapadores) y de las especialidades de Construcción y Telecomunicaciones y Electrónica (del Cuerpo de Ingenieros Politécnicos) del Ejército de Tierra de España. Además es compatrono de la Diócesis de San Cristóbal de La Laguna​ y patrono de la universidad de esta ciudad.
TítuloRey de Castilla y de León
Orden religiosaTercera Orden de San Francisco 

  

Fernando III. El Santo. Peleas de Arriba (Zamora), 24.VI.1201 – Sevilla, 30.V.1252. Rey de Castilla (1217-1252) y de León (1230-1252). Conquistador de Córdoba, Murcia, Jaén y Sevilla, santo.

Cuando a fines de junio del año 1201, probablemente el día 24, festividad de san Juan, nacía el que iba a ser Fernando III de Castilla y de León en el camino de Salamanca a Zamora, en el monte al que luego se trasladaría el monasterio bernardo de Valparaíso, Castilla y León eran desde hacía cuarenta y cuatro años dos reinos distintos, separados y frecuentemente enfrentados. Fernando era hijo del rey Alfonso IX de León y de la castellana doña Berenguela, hija primogénita de Alfonso VIII de Castilla. Aunque procedente de doble estirpe regia, Fernando no nacía como heredero de ninguno de los dos tronos: en León le precedía un hermanastro suyo, nacido hacia 1194 y llamado igualmente Fernando, hijo del Rey leonés y de doña Teresa de Portugal, que ya había sido jurado como heredero del Trono de León; en Castilla el heredero era igualmente otro Fernando nacido en 1189, hijo de Alfonso VIII y hermano de doña Berenguela, la madre del Fernando nacido en 1201.
El matrimonio de sus padres no pudo mantenerse, pues había sido contraído sin la necesaria dispensa papal del impedimento de consanguinidad, pues el padre de doña Berenguela, Alfonso VIII de Castilla, era primo carnal de Alfonso IX de León. Ante los requerimientos de Inocencio III a los cónyuges para que se separaran, éstos rompieron su convivencia, tras seis años y medio de vida matrimonial (1197-1204) en los que nacieron cinco hijos, dos de ellos varones: el futuro Fernando III y su hermano Alfonso de Molina. Rota la convivencia de los padres cuando Fernando no había cumplido aún los tres años, la educación infantil de éste corrió a cargo de su madre doña Berenguela que había regresado a Burgos con su prole; más tarde la formación y la vida del pequeño infante se repartieron entre Burgos, donde era conocido como el leonés, para distinguirlo de su tío Fernando, heredero del Trono castellano y doce años mayor, y en León al lado de su padre, donde era llamado el castellano para diferenciarlo de su hermano mayor, también homónimo y heredero de la Corona de León. Además en Burgos, había nacido ya a Alfonso VIII, el 14 de abril de 1204, otro hijo varón, Enrique, que igualmente precedía a doña Berenguela y a su hijo Fernando en el orden sucesorio.
Mas la muerte imprevista el 14 de octubre de 1211 de Fernando, el hijo y heredero de Alfonso VIII, a los veintidós años de edad, acercó al pequeño Fernando al Trono castellano, del que sólo lo separaba su tío el infante Enrique. En agosto de 1214 otra muerte igualmente impredecible, la de Fernando, el hijo de Alfonso IX, cuando rondaba los veinte años de edad, aproximaba también al futuro Fernando III al Trono de León.

El 6 de octubre de 1214 fallecía el rey de Castilla Alfonso VIII, el vencedor de las Navas de Tolosa, y lo sucedía en el Trono su hijo Enrique, un menor de diez años y medio de edad; veintiséis días más tarde fallecía la reina doña Leonor, por lo que recayó la tutoría y la regencia en doña Berenguela, pero al cabo de algunos meses las intrigas de los tres hermanos Lara forzaron la renuncia de la madre de Fernando y se hizo cargo de ambos oficios Álvaro Núñez de Lara. Las tensiones entre los hermanos Lara y los magnates que apoyaban a doña Berenguela se trocaron en choque armado y mientras aquéllos cercaban a doña Berenguela en Autillo (Palencia), en el palacio episcopal de Palencia un accidente de juego causaba graves heridas al rey Enrique I, a resultas de la cuales falleció el 6 de junio de 1217, cuando acababa de cumplir los trece años. En ese momento el futuro Fernando III se encontraba en Toro junto a su padre; doña Berenguela envió mensajeros para reclamar la presencia de su hijo, sin declarar nada de lo sucedido; Alfonso IX autorizó la partida del infante, que fue a reunirse con su madre.
Los Lara levantaron el asedio de Autillo, marcharon a Palencia y con el cadáver del rey Enrique abandonaron la ciudad, seguidos a corta distancia por doña Berenguela y los suyos. Los intentos de llegar a un acuerdo entre ambos bandos fracasaron, pues los Lara exigían que les fuera entregado el infante don Fernando, que estaba por esos días a punto de cumplir los dieciséis años, y quedara sometido a su tutela.

Doña Berenguela se estableció con su hijo en Valladolid, desde donde trataba de ganarse el apoyo de los concejos de la Extremadura castellana. Dichos concejos estaban reunidos en Segovia, deliberando para mantener una cierta unidad entre ellos, cuando, invitados por doña Berenguela, accedieron a trasladarse a Valladolid. El 2 o el 3 de julio los concejos congregados en el campo del mercado rogaron a doña Berenguela que acudiese ante ellos con sus hijos; allí tras reconocerla como reina y señora de Castilla, le rogaron que hiciese entrega del reino a su hijo mayor, al infante don Fernando, a lo que accedió en el acto la Reina, siendo así aclamado por todos Fernando III como rey de Castilla.

La primera tarea que tuvo ante sí el joven Monarca fue la pacificación del reino, superando la rebeldía de los Lara y logrando que su padre Alfonso IX, que había penetrado en el reino castellano como aspirante también a esta Corona, se retirara pacíficamente y depusiera sus aspiraciones; ambos objetivos eran alcanzados en el transcurso de los años 1217 y 1218. Al año siguiente, el 30 de noviembre de 1219, tuvo lugar en Las Huelgas Reales de Burgos el matrimonio de Fernando III con la princesa alemana doña Beatriz de Suabia, hija de Felipe de Suabia, emperador electo de Alemania en 1198 y que falleció en 1208, sobrina del emperador Enrique VI (1190-1197) y nieta de Federico I Barbarroja. Por parte de su madre, la bizantina Irene, era también nieta del emperador de Oriente Isaac de Ángel (1185-1204) y de su esposa Margarita, hija del rey Bela de Hungría. Con la elección de esta princesa extranjera quiso sin duda doña Berenguela evitar a su hijo la triste experiencia de una anulación matrimonial, ya que estaba unido por lazos de sangre a todas las casas reinantes en España.
Los primeros años del reinado de Fernando III transcurrieron en paz, pues desde 1214 se venían renovando las treguas firmadas por Alfonso VIII poco después de la batalla de Las Navas con los almohades, treguas que continuaron observándose durante el reinado de Enrique I (1214-1217) y los cuatro primeros años del de Fernando III, esto es, hasta 1221. En este año las treguas se renovaron hacia el mes de octubre por tres años más, por lo tanto, hasta 1224. Las treguas fueron escrupulosamente observadas por ambas partes, a pesar del clima de cruzada creado en Europa por el concilio de Letrán de 1215 y promovido por el papa Inocencio III.

Al finalizar el mes de septiembre de 1224 expiraban las treguas suscritas entre Castilla y el Califa almohade; había que tomar una decisión que significaba la paz o la guerra, y en la toma de esta decisión quiso Fernando III que participara primero su curia ordinaria, reunida en el castillo de Muñó (Burgos) el domingo de Pentecostés, 2 de junio de 1224, y luego una curia extraordinaria de todos los magnates y prelados del reino convocada en Carrión de los Condes a principios del siguiente mes de julio. En ambas asambleas la decisión fue la misma: no renovar por más tiempo las treguas, que venían durando ya diez años completos.
Así se cerraban los siete primeros años de reinado de Fernando III, caracterizados por la pacificación y recuperación interior, por el sometimiento de los magnates y por el robustecimiento de la autoridad regia, todo ello destinado a la creación de un reino próspero, fuerte y unido a las órdenes del Monarca. Ahora se abría otra época de su reinado de veintiocho años de duración, que sólo acabó con su muerte, durante los cuales, sin pausa ni desmayo y con el apoyo incondicional y entusiasta de su pueblo, Fernando III se consagró a extender sus fronteras a costa del enemigo musulmán hasta acabar con el poder islámico, expulsándolo hacia África o sometiendo a vasallaje al último reino mahometano que quedaba en España, el de Granada.
Las circunstancias no podían ser más propicias para el inicio de las operaciones militares. El 6 de enero de 1224 había muerto el califa almohade al-Mustanşir (Yūsuf II); la desaparición del Emir había dado lugar a luchas intestinas en al-Andalus, destacando entre los rebeldes el llamado al-BayasÌ, esto es, el Baezano, que, asediado en su ciudad de Baeza por el gobernador de Sevilla, no dudó en reclamar la ayuda del Rey cristiano. Respondiendo a esta llamada, el 30 de septiembre de 1224 salía de Toledo Fernando III y, unidas sus fuerzas a las del Baezano causaron grave quebranto a los enemigos, ya que conquistaron Quesada y no menos de otros seis castillos, que fueron entregados al aliado musulmán.
Esta alianza permitió repetir la entrada en al-Andalus al año siguiente, 1225, cuando los cristianos recorriendo las comarcas de Jaén, Andújar, Martos, Alcaudete, Priego, Loja, Alhama de Granada y Granada y colocaron ya guarniciones permanentes en las fortalezas de Andújar y Martos, la primera custodiando la entrada en Andalucía por Puertollano o río Jándula, la segunda como una flecha clavada en el interior de la Andalucía islámica. La alianza con el Baezano se demostraba muy fructífera, sobre todo cuando éste, en el año 1226, logró apoderarse de Córdoba y, reconociéndose fiel vasallo del Monarca castellano, le ofreció los castillos de Salvatierra, Borjalamel y Capilla. Pero la guarnición de Capilla no obedeció las órdenes del Baezano y no entregó la fortaleza a Fernando III, por lo que a principios del verano de 1227 éste se puso en campaña para someter el castillo rebelde; estaba sitiando Capilla cuando recibió la noticia de que los cordobeses habían asesinado al Baezano, por lo que, tras rendir Capilla, pasó a Andalucía a asegurar la posesión de Baeza, Andújar y Martos. Este año y el siguiente se aceleró la desintegración del imperio almohade en la Península, dividiéndose en varios principados o reinos taifas, lo que facilitaría la conquista de al-Andalus por Fernando III.
En el año 1228 tampoco faltó la campaña anual de quebranto y castigo del enemigo musulmán dirigida, como todas las demás, personalmente por Fernando III; al llegar a Andújar, donde se encontraba como jefe militar de todas las fuerzas de la frontera Álvar Pérez de Castro, recibió del gobernador almohade de Sevilla la oferta de 300.000 maravedís de oro, a cambio de que respetara sus tierras por un año; habiendo aceptado la oferta, Fernando III pudo talar impunemente las tierras de Jaén, que obedecían a Ibn Hūd. Al año siguiente, 1229, de nuevo el gobernador de Sevilla compró otra tregua de un año por otros 300.000 maravedís; también Ibn Hūd, imitando al sevillano, pagó otra tregua con la entrega de tres fortalezas: Saviote, Garcíez y Jódar, que vinieron a aumentar la base castellana para futuras operaciones al sur del puerto Muradal. Desde esta base, en el año 1230, intentó Fernando III apoderarse de la ciudad de Jaén, a lo que puso cerco hacia el 24 de junio, pero ante la tenaz resistencia de la plaza, que aguantó más de tres meses de duro asedio, el Rey cristiano cejó en el empeño e inició el regreso hacia Castilla.
En el camino de retorno, al pasar por Guadalerza (Toledo), le llegó un mensajero de doña Berenguela que le anunciaba la muerte de Alfonso IX en Villanueva de Sarria el 24 de septiembre de 1230. Ante Fernando III se abría la posibilidad de acceder también al Trono leonés. Su madre salió a recibirlo a Orgaz y juntos siguieron hasta Toledo, donde madre e hijo deliberaron sobre la línea de conducta que convenía seguir. Aunque tenía a su favor la varonía, ante las reticencias de su padre y el no reconocimiento por parte de éste de su derecho a sucederlo una vez que contra los deseos paternos había alcanzado el trono castellano, don Fernando se había procurado una bula del papa Honorio III, de 10 de julio de 1218, que le declaraba legítimo heredero del Trono leonés. A su vez Alfonso IX, ignorando los derechos de su hijo, venía, desde 1218, reconociendo en reiterados documentos y actos públicos, como sucesoras suyas, a las infantas doña Sancha y doña Dulce, hijas de su primera mujer, Teresa de Portugal. El conflicto estaba servido.
Por Ávila, Medina del Campo y Tordesillas, Fernando III se dirigió hacia el reino de León en el que entró por San Cebrián de Mazote y Villalar (Valladolid), donde fue acogido como Rey; reclamado por la ciudad de Toro fue en esta ciudad y su castillo reconocido también como Rey, lo mismo hicieron Villalpando, Mayorga y Mansilla a su llegada. En esta última villa tuvo noticias de que los obispos de Oviedo, Astorga, León, Lugo, Salamanca, Mondoñedo, Ciudad Rodrigo y Coria con sus ciudades se habían declarado por él, mientras que León se hallaba dividido en banderías; tras una espera en Mansilla, también en León triunfaban sus partidarios. Fernando III hacía su entrada en la ciudad regia, donde fue proclamado Rey, probablemente el 7 de noviembre de 1230. De este modo volvían a reunirse bajo un único Monarca los dos reinos separados setenta y tres años atrás.
Por esos días llegaban a León mensajeros de la reina doña Teresa que, con el apoyo de Zamora, había avanzado hasta Villalobos, dieciocho kilómetros al sureste de Benavente, trayendo proposiciones de paz. Doña Berenguela y doña Teresa, ésta con sus dos hijas, se reunieron en Valencia de Don Juan el 11 de diciembre de 1230. El acuerdo logrado por ambas Reinas consistió en la renuncia de las dos infantas a sus derechos a cambio de una pensión vitalicia de 30.000 maravedís anuales. Fernando de Castilla se convertía también en rey indiscutido de León. Tras el acuerdo de Valencia de Don Juan, dedicó lo que restaba de 1230, y los dos años siguientes a visitar la Extremadura leonesa, las tierras centrales de su reino en la Meseta y Galicia, para conocer a sus nuevos súbditos y ser conocido por ellos.
Esta ausencia del Rey, ocupado en los asuntos leoneses, no impidió que en el año 1231 dos ejércitos castellanos penetraran en territorio musulmán; el primero, movilizado y dirigido por el arzobispo de Toledo, atacó y conquistó Quesada; el segundo, a las órdenes de Álvar Pérez de Castro, llevando consigo al infante heredero, el futuro Alfonso X, entonces de nueve años de edad, llegó en sus incursiones hasta Vejer (Cádiz). Sorprendido junto a los muros de Jerez de la Frontera por un ejército islámico muy superior en número, en una serie de ataques suicidas logró dispersarlo y aniquilarlo causando una mortandad tremenda y obteniendo un botín cuantioso. Ésta fue la última batalla campal reñida con el islam durante el reinado de Fernando III; a partir de entonces sólo se tratará de asedios de ciudades y escaramuzas durante los mismos, sin que los musulmanes osaran presentar en todo el resto del reinado fernandino una batalla en campo abierto.
La derrota de Jerez precipitó todavía más la descomposición y desunión en el territorio musulmán; en el año 1232 se proclamó independiente el gobernador de Arjona (Jaén) MuÊammad b. Naşr al-AÊmar (MuÊammad I), fundador de la dinastía nazarí que perduró en Granada durante más de doscientos cincuenta años. En ese mismo período en el sector leonés, los freires de Santiago y la hueste del obispo de Plasencia conquistaron Trujillo.
Unidas ya las fuerzas de Castilla y de León, en el año 1233 el rey Fernando reanudó las operaciones militares con la conquista de Úbeda, que se rindió en el mes de julio; al mismo tiempo el rey Jaime I iniciaba sus profundas incursiones en el Reino de Valencia.
En 1234, el rey Fernando estuvo ausente de la primera línea, porque tuvo que ocuparse de las graves discordias surgidas entre la Monarquía y algunos nobles, como Lope Díaz de Haro y Álvar Pérez de Castro; esto no impidió que los caballeros de la órdenes militares conquistaran en ese verano Medellín, Santa Cruz y Alange y que toda la comarca de Hornachos se entregara a los caballeros de la Orden de Santiago.
En 1235, resueltas las discordias nobiliarias, pudo Fernando III continuar sus campañas por Andalucía con la conquista de Iznatoraf y Santisteban; pero en ese mismo año tuvo que sufrir la pérdida de su esposa doña Beatriz, muerta en Toro el 5 de noviembre de 1235, después de dieciséis años de matrimonio bendecido con diez hijos, de los que sobrevivían ocho. Al año siguiente, 1236, se inician las grandes conquistas de Fernando III en la cuenca del Guadalquivir con las fuerzas unidas de Castilla y de León, a las que sólo pondrá fin en el año 1248 la toma de Sevilla.
En un audaz golpe de mano, un grupo de soldados de la frontera se apoderaba en la noche del 24 de diciembre de 1235 de algunas torres y de una puerta de la muralla cordobesa, que abrieron a un destacamento cristiano que se apoderó del barrio conocido como La Ajarquía y se hizo fuerte en él. Tan pronto como le llegó la noticia de lo sucedido, Fernando III marchó lo más aprisa que pudo hacia Córdoba, al mismo tiempo que ordenaba la movilización de los concejos castellanos y leoneses más próximos; los socorros llegaron puntuales para mantener y reforzar las posiciones ya obtenidas e iniciar el asedio de la ciudad, que tuvo que rendirse el 29 de junio de 1236. En los años siguientes toda la campiña cordobesa fue entregándose a Fernando III mediante capitulaciones que permitían por primera vez la continuidad de los musulmanes en sus hogares; no así en la sierra cordobesa, que tuvo que ser conquistada militarmente, y en la que no se toleró la presencia islámica.
Al mismo tiempo los concejos de Cuenca, Moya y Alarcón aprovechaban el derrumbamiento del reino islámico de Valencia, que se entregaba a Jaime I, para ganar para su Rey y para Castilla las villas de Utiel y Requena. En el sector de Extremadura continuaron los avances de las órdenes militares: la de Santiago ganaba y repoblaba Almendralejo y Fuentes del Maestre, mientras los caballeros de Alcántara, desde Magacela, ocupaban Benquerencia y Zalamea; en el sector de Murcia los mismos santiaguistas se instalaban en el campo de Montiel y en la sierra de Segura.

En marzo del 1243, Fernando III, enfermo en Burgos, confiaba el mando del ejército, que como otros años se disponía a partir de Toledo hacia Andalucía, a su hijo Alfonso; todavía en Toledo el infante, llegaron mensajeros del Rey de Murcia que ofrecía un pacto de vasallaje por el que sometía su reino al Monarca de Castilla y León. El futuro Alfonso X, sin vacilar un instante, aceptó la oferta y, modificando el destino de la expedición, marchó hacia las tierras de Murcia; en Alcaraz, a principios de abril, se suscribió el pacto por el que el rey de Murcia con los arráeces de Alicante, Elche, Orihuela, Alhama, Aledo, Ricote, Cieza y Crevillente se sometían a la soberanía y autoridad del rey cristiano permaneciendo ellos en sus hogares, practicando su religión y trabajando sus heredades. En cumplimiento del pacto, el ejército de don Alfonso fue ocupando pacíficamente las villas y castillos del reino; Lorca, Cartagena y Mula que se negaron a entrar en el convenio, tuvieron que ser sometidas por la fuerza. La pacificación del Reino de Murcia ocupó también los años 1244 y 1245; y al rozar con las fuerzas de Jaime I, que estaban completando la ocupación de Valencia hubo precisión de fijar la frontera entre Castilla y Valencia, lo que se hizo el 26 de marzo de 1244 por el tratado de Almizra.
En 1244 Fernando III duplicaba el esfuerzo de sus fuerzas bélicas; mientras una hueste operaba en tierras murcianas, otra penetraba en el reino granadino, conquistaba Arjona, Menjíbar y Pegalajar y asolaba su territorio; estas razias pretendían debilitar al reino musulmán de Granada para asestar el gran golpe contra Jaén al año siguiente. En efecto, los campos de Jaén y de las ciudades de su contorno fueron arrasados a partir de julio de 1245, para formalizar el asedio de la urbe jienense a finales de septiembre de 1245. Era el tercer sitio que sufría la ciudad. Los anteriores, de 1225 y 1230, habían fracasado; pero éste, llegado enero de 1246, proseguía con todo ahínco, por lo que el rey de Granada MuÊammad b. Naşr al-AÊmar consideró perdida la ciudad de Jaén y, deseando salvar una parte de su reino, se presentó directamente ante el rey Fernando y, entregándose a su merced, le besó la mano declarándose su vasallo para que dispusiese de él y de su tierra, cediéndole además al instante la ciudad de Jaén.
El pacto de vasallaje obligaba no sólo a MuÊammad b. Naşr y a Fernando III, se extendía también a sus sucesores en Granada y Castilla; el Rey musulmán serviría fielmente a Fernando III en tiempo de paz, acudiendo cada año a su Corte, y en tiempo de guerra engrosaría su hueste contra cualquier enemigo del Rey castellano-leonés. El de Granada conservaría en pleno señorío todo su reino, excepto la ciudad de Jaén, bajo la protección del Monarca cristiano, al que debía abonar cada año la suma de 150.000 maravedís. La ciudad de Jaén sería entregada en el acto a Fernando III y sus habitantes debían abandonarla perdiendo casas y heredades. Establecidas estas capitulaciones, el monarca cristiano hizo su solemne entrada en Jaén comenzado ya el mes de marzo de 1246. Pocos meses después, el 8 de noviembre, sufrió don Fernando la pérdida de su madre, la reina doña Berenguela, que durante todo su reinado había sido su más íntima consejera e inspiradora, y en cuyas manos dejaba el gobierno del reino durante las largas temporadas que él pasaba en Andalucía, consagrado a las operaciones militares.
Desde el año 1224, Fernando III venía acrecentando las fronteras de su reino, pero le faltaba todavía la joya de al-Andalus: la ciudad de Sevilla. Después de la conquista de Jaén en el mes de marzo no demoró mucho el dirigir sus armas contra la capital de al-Andalus, y ya en el mes de octubre de 1246 aparecía con una reducida hueste de trescientos caballeros e iniciaba la tala de los campos de Carmona; allí se presentó sin tardanza, como fiel vasallo, el Rey de Granada con quinientos caballeros. Desde Carmona, ambos Reyes se dirigieron contra Alcalá de Guadaira, que se entregó a Fernando III, actuando de intermediario el Rey de Granada.
Con el invierno no interrumpió don Fernando las hostilidades contra Sevilla, pero comprendió que un verdadero asedio de la ciudad no era posible sin contar con una flota que bloquease también las comunicaciones por el río; en consecuencia, hizo acudir a Jaén, adonde se había retirado, al burgalés Ramón Bonifaz, al que ordenó preparar en el Cantábrico la flota mayor y mejor pertrechada que pudiese, de naves y galeras. Del mismo modo ordenó una movilización de las mesnadas nobiliarias y de las milicias concejiles para el siguiente verano de 1247.

Mientras llegaba la flota, puso Fernando III sitió a Carmona, que optó por capitular ante el Rey cristiano y lo mismo hicieron Reina y Constantina. Lora del Río se rindió sin resistencia, Cantillana fue tomada por asalto, mientras Guillena se entregaba sin hacer frente; también sucumbían Gerena y Alcalá del Río. Antes de que llegara la flota ya dominaba Fernando III todo el norte y el este de Sevilla. Por fin, en la primera quincena de julio de 1247, aparecía por el Guadalquivir la esperada flota de Ramón Bonifaz, integrada por trece galeras.
Con la llegada de las naves a Sevilla se inició una dura guerra de desgaste, de hostigamiento y destrucción de cosechas, de ataques a cualquier avituallamiento y asaltos a los arrabales, guerra que se iba a prolongar durante todo el invierno y que se trocó en un duro y ceñido asedio al fin de marzo del 1248, cuando apareció ante la ciudad el heredero de la Corona, el infante don Alfonso, con grandes contingentes de castellanos, leoneses y gallegos. Sevilla ya no tenía reservas, Castilla y León podían movilizar más y más hombres y armas. El dogal que apretaba a Sevilla era cada día más recio: en el mes de mayo ya no quedaba otra vía a los musulmanes, para recibir auxilio, que el puente de Triana. Contra este puente y las gruesas cadenas de hierro que enlazaban las barcas que lo formaban, lanzó el 3 de mayo de 1248 Ramón Bonifaz sus dos naves más pesadas; el puente cedió y Sevilla quedó aislada de Triana, cuyo castillo se rindió seguidamente. La pérdida de Triana hizo que los sitiados ofrecieran capitular, conservando la mitad de la ciudad, lo que fue rechazado; otra segunda propuesta, ahora ya de dos tercios de la ciudad, fue asimismo declinada por la firme decisión de Fernando III de tener para sí Sevilla entera libre de musulmanes. Éstos finalmente tuvieron que capitular el 23 de noviembre de 1248, entregando la ciudad entera y disponiendo de un mes para partir hacia África o hacia el Reino de Granada.
El 22 de diciembre de 1248 hacía Fernando III su solemne entrada en Sevilla. En los meses siguientes se fueron entregando y sometiendo al castellano-leonés, mediante pactos y capitulaciones, todas las ciudades de la ribera meridional del Guadalquivir. Con la conquista de Sevilla se puede decir que la Reconquista había finalizado, pues en ese momento ya sólo quedaba a los musulmanes el Reino de Granada, como vasallo del Monarca cristiano.

En Sevilla se asentó Fernando III los tres años y medio últimos de su vida; sólo se ausentó para un corto viaje a Jaén, de dos meses de duración, pasando por Córdoba, en febrero y marzo de 1251. En Sevilla le alcanzó la muerte el 30 de mayo de 1252, cuando estaba abrigando proyectos de continuar sus conquistas por el norte de África; a sus exequias y sepultura en la antigua mezquita, convertida en catedral, asistió el Rey de Granada.
A partir de 1224 y hasta el fin de sus días, Fernando III concentró todos sus esfuerzos en engrandecer las fronteras de su reino y en ultimar la recuperación de todo el territorio peninsular. Había recibido de su madre un reino, el de Castilla, de unos 150.000 km2; heredó de su padre otro reino, el de León, con otros 100.000 km2; había conquistado el territorio de un tercer reino de unos 100.000 km2 más ricos y feraces. No sólo se había ocupado de conquistas, tuvo también que entregarse a la repoblación cristiana de ese tercer reino que había ganado, efectuando llamamientos a castellanos, leoneses y gallegos para que acudieran a poblar las ciudades y los campos de Andalucía, ofreciendo y realizando entre ellos los repartimientos de casas y heredades.
Con su primera esposa, Beatriz de Suabia, Reina de 1219 a 1235, tuvo diez hijos, siete de ellos varones: Alfonso, Fadrique, Fernando, Enrique, Felipe, Sancho y Manuel, y tres hembras, dos de éstas muertas en edad infantil; la tercera, Berenguela, ingresó en Las Huelgas Reales de Burgos, donde fue designada como “señora de la casa”. Contrajo Fernando segundas nupcias en noviembre de 1237 con Juana de Ponthieu, con la que tuvo otros cinco hijos: Fernando, Leonor, Luis, Simón y Juan, pero los dos últimos murieron en su tierna infancia.
La profunda religiosidad de don Fernando a lo largo de toda su vida, no desmentida en ningún momento, así como la memoria de su vida limpia, fueron creando en torno a su persona una fama de virtudes y santidad. El proceso de beatificación se puso en marcha en 1628, duró veintisiete años, y el 29 de mayo de 1655 fue aprobado el culto como beato, limitado a Sevilla y a la capilla de los Reyes. El 7 de febrero de 1671, el papa Clemente X extendía su culto a todos los dominios de los reyes de España y finalmente, el mismo Pontífice, lo canonizaba el 6 de septiembre de 1672.
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