María Teresa Osende Cuenca –«Piruca», en familia– es prima hermana de Luis Cuenca Estevas, el verdugo del líder monárquico José Calvo Sotelo. Nacida en La Coruña el 15 de marzo de 1929, María Teresa conserva todavía hoy la mente lúcida a sus 88 años y ha decidido romper por fin su silencio para proclamar con rotundidad, en honor a la tranquilidad de su conciencia ante la Historia: «Luis Cuenca fue el autor del asesinato de Calvo Sotelo», asegura a LA RAZÓN. Nadie de su familia había sido capaz hasta ahora de reconocer públicamente que Luis Cuenca disparó a bocajarro por dos veces consecutivas en la nuca al líder monárquico Calvo Sotelo, cuyo crimen provocó, como ya sabe el lector, el estallido de la Guerra Civil española. Cuenca viajaba aquel infausto 13 de julio de 1936 justo detrás del diputado, a bordo de la camioneta número 17 de la Dirección General de Seguridad. María Teresa Osende Cuenca nos ha facilitado también una valiosa fotografía de Luis Cuenca de niño-adolescente, pues nunca hasta ahora se había publicado un solo retrato de él, permitiéndonos acceder además a parte de su correspondencia privada; en concreto, a una carta de Luis dirigida a su padre seis años antes de perpetrar el vil asesinato. Fechada el 30 de marzo de 1930, a la edad de veinte años, la epístola constituye una prueba de la bondad que caracterizaba entonces al futuro homicida:
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Castillo Sáenz de Tejada, José del. Alcalá la Real (Jaén), 29.VI.1901 – Madrid, 12.VII.1936. Teniente de Infantería. Hijo del abogado Valeriano del Castillo Martínez y de Cariño Sáenz de Tejada, emparentada con los condes de Ripalda. Tras finalizar los estudios de bachillerato en el colegio del Sagrado Corazón de Granada, ingresó por oposición en la Academia de Infantería de Toledo el 21 de agosto de 1922, en una abultada promoción formada por 458 alumnos, a causa de la necesidad de nutrir de mandos subalternos las tropas que combatían en Marruecos. En julio de 1926, tras repetir curso en la Academia, recibió el despacho de segundo teniente y fue destinado al Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas de Infantería Tetuán n.º 1, con el que intervino en las operaciones que condujeron al total sometimiento de la zona occidental del Protectorado en 1927. Allí trabó estrecha amistad con Fernando Condés Romero, un teniente de la promoción siguiente a la suya, de ideas muy radicales. En julio de 1928 ascendió a primer teniente, siendo destinado al Regimiento de Infantería Saboya n.º 6, de guarnición en Alcalá de Henares. Poco después, el teniente Condés ingresó en la Guardia Civil y fue trasladado a Madrid, donde se consolidó la amistad entre los dos oficiales. A partir de la proclamación de la Segunda República en 1931 ambos comenzaron a frecuentar círculos vinculados al Partido Socialista Obrero Español, a cuyas Juventudes terminarían afiliándose. En octubre de 1934, el teniente Castillo marchó con su unidad a Asturias, al frente de una sección de morteros, para intervenir en la represión del estallido revolucionario. Al serle ordenado abrir fuego sobre una concentración de mineros en la zona de Villaviciosa, se negó a cumplir la orden, por lo que fue procesado y condenado a un año de reclusión, que cumplió en la Prisión Militar de Alcalá de Henares. En noviembre de 1935, al ser puesto en libertad, se afilió a la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA). En enero de 1936 fue procesado por pertenecer a las Juventudes Socialistas, pero resultó absuelto por falta de pruebas. Tras el triunfo electoral del Frente Popular el 16 febrero, solicitó destino en el Cuerpo de Seguridad y Asalto, quedando encargado del mando de una de las secciones de la 2.ª Compañía de Especialidades de Madrid. Al frente de ella intervino para preservar el orden público en diversas manifestaciones y algaradas organizadas por grupos violentos de ultraderecha. Especial relevancia tuvo la realizada el 16 de abril en el entierro del alférez de la Guardia Civil Anastasio de los Reyes López, que dos días antes, mientras presenciaba el desfile conmemorativo del quinto aniversario de la proclamación de la República, había sido accidentalmente abatido por unos pistoleros en el curso de los disturbios producidos al paso de las unidades de la Guardia Civil. Durante su sepelio, presidido por las autoridades de los Ministerios de la Guerra y de la Gobernación, se produjeron varios tiroteos y menudearon los incidentes, que se recrudecieron tras despedirse el duelo en la plaza de Manuel Becerra, donde se habían concentrado numerosos militantes ultraderechistas. El jefe superior de Policía ordenó disolverlos, la situación se encrespó y la policía hizo uso de sus armas de fuego, causando cinco muertos y numerosos heridos graves. Entre los muertos estaba el falangista Andrés Sáenz de Heredia y Arteta, primo hermano de José Antonio Primo de Rivera, y entre los heridos, el requeté José Llaguno Acha, alcanzado por un proyectil procedente de la pistola del teniente Castillo, que estuvo a punto de ser linchado por la enfurecida multitud. Los hombres de su Sección lo rescataron y, al llegar al cuartel de Pontejos, se le abrió un expediente informativo, que consideró su conducta ajustada a la legalidad vigente. No obstante, los elementos violentos ligados a los partidos de extrema derecha ¾Acción Popular, Comunión Tradicionalista, Falange Española y Renovación Española¾, que ya estaban implicados en la preparación del golpe de Estado que se produciría en el mes de Julio, centraron sus miradas en el teniente Castillo, que comenzó a recibir amenazas de muerte. Sus superiores intentaron apartarlo de Madrid y a finales de abril quedó adscrito a la escolta del presidente del Consejo de Ministros, Diego Martínez Barrio, durante la visita que realizó a Sevilla. A su regreso a Madrid, rechazó el ofrecimiento de ser trasladado a Barcelona, alegando que el 20 de mayo iba a contraer matrimonio con Consuelo Morales del Castillo. También debió de pesar en su ánimo su deseo de no abandonar la instrucción de la Milicia de las Juventudes Socialistas, tarea a la que dedicaba todos sus ratos libres y que consideraba esencial para poder hacer frente a los golpistas. Tras sufrir dos intentos de atentado, que hicieron que la citada Milicia le prestara contra su voluntad un servicio de escolta en sus desplazamientos rutinarios al cuartel de Pontejos, cuatro requetés pertenecientes al Tercio de Madrid le localizaron el domingo 12 de julio a la salida de la Plaza de Toros de las Ventas y le siguieron los pasos. Primero recogió a su mujer en la calle de Augusto Figueroa y fueron a dar un paseo. Alrededor de las nueve, dejó a su esposa en su domicilio y él continuó hacia la de Fuencarral para tomar el tranvía que llevaba a la Puerta del Sol pues aquella noche estaba de servicio. Justo en el cruce de ambas calles, frente a la ermita del Humilladero, los requetés descargaron sobre él sus pistolas, resultando gravemente herido y falleciendo durante su traslado a la Casa de Socorro de la calle Ternera. En el atentado resultaron también heridos dos transeúntes. Al conocerse la noticia, decenas de guardias civiles y de guardias de asalto abarrotaron los pasillos de la Casa de Socorro, atribuyeron el asesinato a los falangistas y la Dirección General de Seguridad puso en marcha un dispositivo para intentar detener a los culpables. Entre los reunidos, se significó el capitán Condés, quien se comprometió entre lágrimas de despecho a vengar la muerte de su amigo. Unas horas después, Condés reunió un grupo de guardias de asalto y de militantes de las Juventudes Socialistas, requisó una furgoneta de la Dirección General de Seguridad y partió con intención de detener a un falangista que tenía localizado. Al no lograrlo, se encaminaron al domicilio de Antonio Goicoechea Cosculluela, uno de los líderes de Renovación Española, a quien tampoco localizaron. Finalmente, hacia las tres de la madrugada, al circular por la calle de Velázquez, cayeron en la cuenta de que allí residía el diputado de Renovación Española José Calvo Sotelo. Condés logró que accediera a acompañarle y, nada más entrar en el vehículo, Luis Cuenca Estevas, un exaltado militante de las Juventudes Socialistas, sentado detrás del líder conservador, le descerrajó dos tiros en la nuca, dejando después su cadáver en el depósito del cementerio del Este, donde no sería identificado hasta el mediodía. Aquella misma mañana, la capilla ardiente del teniente Castillo se instaló en el Salón Rojo de la Dirección General de Seguridad y por la tarde se le inhumó en el llamado Cementerio Civil, acto al que acudieron miles de madrileños. Bibl.: Historia de las Campañas de Marruecos, Madrid, Servicio Histórico Militar, 1951; R. de la Cierva, “¿Quién mató al teniente Castillo?”, en Nueva Historia, 2 (1977); I. Gibson, La noche en que mataron a Calvo Sotelo, Barcelona, Plaza & Janés, 1986; F. Puell de la Villa, Historia del Ejército en España, Madrid, Alianza, 2005 (2ª ed.). F. Puell de la Villa |
EL ROBO DE LA AUTOPSIA Presentado el «personaje», reconstruyamos los hechos advirtiendo antes que el informe de la autopsia practicada al cadáver de José Calvo Sotelo resulta todavía hoy tan estremecedor como ignorado. A las seis de la mañana del 14 de julio de 1936, Antonio Piga, médico forense del Juzgado número 3 y profesor de la Escuela de Medicina Legal, acudió al cementerio de Nuestra Señora de la Almudena acompañado por los también doctores Blas Aznar y José Águila Collantes, forense éste del Juzgado número 2 saliente, que realizaría también la autopsia al cadáver del republicano Melquíades Álvarez, acribillado a balazos al mes siguiente en la cárcel Modelo. Los tres galenos se disponían a cumplir una misión decisiva para desentrañar las circunstancias que rodearon la fechoría cometida con nocturnidad y alevosía contra un hombre inocente e indefenso. El magistrado de Guardia Ursicino Gómez Carbajo, sustituido luego al frente del caso por el Juez Especial Eduardo Iglesias del Portal, el mismo que presidiría en noviembre el Tribunal Popular que condenaría a muerte a José Antonio Primo de Rivera, había ordenado la autopsia de Calvo Sotelo, cuyos detalles quedaron plasmados en un revelador informe. Hasta tal punto era trascendental este documento para esclarecer el crimen, que un grupo de milicianos armados hasta los dientes sustrajo con violencia la copia literal del mismo, custodiada en el Juzgado que instruía la causa. Por fortuna, además de su buena memoria, los médicos forenses conservaban todas sus notas sobre la inspección del cadáver y las fotografías de las lesiones externas en el Archivo de la Sección de Investigación Criminal de la Escuela de Medicina Legal. Gracias a eso, pudieron reconstruir fidedignamente por segunda vez los hechos y las conclusiones a las que llegaron el 14 de julio de 1936, remitiéndoselas al fiscal instructor delegado de la Causa General de Madrid, el 5 de julio de 1941. Cabello ensangrentado. Los médicos habían procedido en su momento a desnudar el cadáver, comprobando la completa rigidez de las cuatro extremidades. Llamó enseguida su atención el cabello impregnado de sangre. En la órbita del ojo izquierdo había un orificio de salida de bala; y en el dorso de la nariz, un hematoma de un centímetro de diámetro. Dieron la vuelta al cuerpo inerte y hallaron en la nuca dos orificios de entrada de proyectiles, cuya separación distaba tan sólo 25 milímetros. Las balas habían atravesado el cerebro por su base, produciendo con toda seguridad la muerte instantánea. En la cara externa de la pierna izquierda detectaron otro hematoma de unos quince centímetros de largo por tres de ancho. Distinguieron también las inconfundibles manchas hipostáticas de color rojo vivo que salpicaban el cadáver, cuya presencia solía hacerse patente a partir de las tres o cuatro primeras horas post mortem. Los ojos estaban recubiertos por una especie de tela corneal y la deshidratación del cuerpo, iniciada a partir de la octava hora de la muerte, se apreciaba en la depresión de los globos oculares. La temperatura del cadáver estaba equilibrada con la del medio ambiente. Las manos de concertista del doctor Antonio Piga sujetaron con firmeza el bisturí para practicar una profunda incisión en el cuero cabelludo de la víctima. El bisturí de Piga recorrió con destreza la parte trasera de la oreja derecha de Calvo Sotelo, pasando por la coronilla de su cabeza, y alcanzando instantes después el lado posterior de la otra oreja. Luego, fue desprendiendo con admirable pericia la piel y los tejidos, desde la parte inferior del rostro hasta la nuca. Echó mano de la sierra para cortar el cráneo por el ecuador. Levantó la tapa y cogió el cerebro con los guantes, con la misma delicadeza que si sostuviera una esfera de cristal de Bohemia.
A continuación, el fiscal Lacambra transcribía, en folios numerados, la primera versión impresa que se conoce del asesinato de Calvo Sotelo. Su autor, el gallego Manuel Domínguez Benavides (1895-1947), no era un consumado fabulador, aunque así lo considerase Luis Romero en su meritoria obra «Por qué y cómo mataron a Calvo Sotelo». De hecho, el relato de los acontecimientos efectuado por Benavides coincidiría en aspectos y detalles fundamentales con la propia narración final del instructor de la Causa General, tras tomar declaración a una legión de testigos. Por primera vez, Benavides desenmascaraba ya en 1937 al asesino de Calvo Sotelo y facilitaba extremos y situaciones que ayudarían a completar la secuencia de los hechos criminales tal y como sucedieron. Asesino, por cierto, que se llamaba Luis Cuenca, y no «Victoriano Cuenca», como le denominaba reiteradas veces Luis Romero en su obra galardonada con el Premio Espejo de España 1982. Movido por el interés, no me conformé con leer la transcripción de la docena de páginas del libro de Benavides, perdida entre los centenares de legajos de la Causa General; ni tan siquiera con verlas reproducidas en uno de los anexos del también valioso libro «La noche en que mataron a Calvo Sotelo», del hispanista irlandés Ian Gibson, quien sí denominaba a Cuenca por su verdadero nombre. La temprana versión de Benavides me llevó a conseguir un ejemplar en una librería anticuaria y a devorarlo enseguida. El insigne poeta y doctor en Filología Románica, Eugenio García de Nora, elogiaba a Benavides en su célebre estudio «La novela española contemporánea»: «Es un escritor más culto, o un temperamento más equilibrado y armónico que Arderíus [el murciano Joaquín Arderíus y Sánchez-Fortún]; de modo que lo que pierde acaso frente a él en originalidad o fuerza creadora, lo gana en ponderación, claridad de ideas, precisión en el análisis de la sociedad que lo rodea, y eficacia y belleza formal y expresiva del lenguaje». Su biografía novelada del magnate Juan March, titulada «El último pirata del Mediterráneo», le valió a Benavides la pena de cárcel en 1934. Estudió Derecho en la Universidad de Santiago y fue funcionario del Ministerio de Hacienda, además de redactor del semanario «Estampa» y colaborador del diario «El Liberal». Antes de su muerte en el exilio mexicano, registrada el 19 de octubre de 1947, dejó escrita para la posteridad su narración del crimen de Calvo Sotelo que no merece pasar inadvertida, como hasta ahora, en cuanto a documento primigenio se refiere. Advirtamos en justicia, eso sí, que Benavides incurría en algunas partes de su relato en un juicio ignominioso de Calvo Sotelo, inducido sin duda por su odio visceral al líder monárquico, a quien acusaba sin pruebas de ser un criminal de la derecha:
Nos interesa ahora su relato estricto del crimen porque, al margen de algunos errores garrafales, como confundir la fecha del asesinato del teniente Castillo y la del propio Calvo Sotelo, facilitaba ya entonces la identidad del asesino y de algunos de sus cómplices, así como el doble disparo efectuado contra la víctima en la nuca; por no hablar del crimen premeditado de Calvo Sotelo, a quien el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés y Luis Cuenca habían decidido ya asesinar antes de que la camioneta saliese del Cuartel de Pontejos. Como si el mismo Benavides hubiese estado allí... Comparto la tesis de Gibson, según la cual Benavides debió hablar con un testigo presencial del asesinato que le refirió multitud de detalles del mismo; testigo a quien el autor llamaba «Julio Robles» y que Gibson sospechaba que fuera el trasunto literario de Enrique Robles Rechina quien, según la Causa General, fue uno de los ocupantes de la camioneta número 17. Pero, en todo caso, a Benavides le hubiese bastado con leer el informe de la autopsia de Calvo Sotelo, robado a punta de pistola por un grupo de milicianos en julio de 1936, para componer su crónica negra del luctuoso episodio. Párrafos coincidentes ¿Quién estaba en condiciones de asegurar, acaso, que el documento o una copia del mismo no pudo llegar a sus manos por conducto de alguno de sus confidentes? Sea como fuere, su larga versión del crimen coincide, insistimos, con algunos detalles esenciales de la minuciosa reconstrucción efectuada por los médicos forenses. Al año siguiente de publicarse la versión de Benavides, la revista «Fotos» dio a conocer el relato de uno de los ocupantes de la maldita camioneta. Incluido en el número 91 del citado semanario gráfico, correspondiente al 26 de noviembre de 1938, y bajo el llamativo título «Yo iba en la camioneta número 17», el autor del testimonio era el ex guardia de Asalto Aniceto Castro Piñeiro, recluido entonces en la cárcel conquense de Tinajas. Castro Piñeiro tenía veintisiete años entonces y era natural de Pol, un pueblo de Lugo donde residían sus padres José Manuel y Manuela. En un despacho de la prisión se llevó a cabo la desconocida entrevista, firmada por un tal «Raniato», de la que existen algunos párrafos coincidentes, en líneas generales, con la versión publicada por Benavides; salvo en algún que otro detalle significativo, como que el cadáver de Calvo Sotelo fue abandonado a la entrada del Depósito, y no en el interior del mismo. La memoria debió traicionar también a Castro Piñeiro al referirse a sus cómplices del crimen con nombres o apellidos incorrectos, aunque respetando en todo momento su graduación; o tal vez se debió a un error del reportero durante la transcripción de la entrevista. El testigo ocular eludió, por último, pronunciar el nombre del indeseable que disparó a bocajarro sobre la víctima, alegando que no lo sabía. Pero ahora ya sí, confirmado por su prima hermana María Teresa Osende Cuenca. |
Luis Cuenca Estevas (La Coruña, 1910 - Somosierra, 22 de julio de 1936) fue uno de los participantes en el asesinato de José Calvo Sotelo.-26- Hijo de un ingeniero, estudió en el instituto Eusebio da Guarda de La Coruña e intentó acceder al Cuerpo de Aduanas, pero no superó los exámenes de acceso. En 1928 su familia marchó a Cuba, país donde residiría durante los siguientes cuatro años. Fue en 1932, con la Segunda República ya instaurada, cuando regresó a España, donde se le conocería como El cubano o El pistolero (sobre la base de los rumores de que había sido guardaespaldas del dictador Gerardo Machado). En 1932 se integró en las Juventudes Socialistas y más adelante sería miembro de la Motorizada, un grupo de guardaespaldas formado por militantes socialistas que protegían a miembros del PSOE, especialmente a Indalecio Prieto, durante los actos de masas organizados por el partido. Dirigentes socialistas como Julián Zugazagoitia tenían una pésima opinión sobre Cuenca, por su carácter agresivo y violento. Esta opinión era compartida por algunos compañeros socialistas de Cuenca, que también lo consideraban una mala persona. En 1936, durante un mitin electoral Luis Cuenca intervino personalmente para proteger a Indalecio Prieto, después de un alboroto. El 12 de julio de 1936 el teniente de Asalto José del Castillo fue asesinado en Madrid por pistoleros no identificados. Castillo también era uno de los instructores de la Motorizada. Esa madrugada se congregaron en el cuartel de la Guardia de Asalto en Pontejos algunos paisanos pertenecientes a las milicias socialistas entre los que se encontraban Cuenca y el oficial de la guardia civil Fernando Condés, al que ya conocía con anterioridad. En medio de la indignación, muchos clamaban venganza por este y otros asesinatos cometidos por pistoleros derechistas. Desde Pontejos partieron varias camionetas policiales con listas de falangistas a los que detener. En una de estas camionetas se encontraban un grupo de guardias de Asalto, miembros de las milicias socialistas, Condés, Santiago Garcés y el propio Cuenca. Con el pretexto de efectuar un registro, y amparados en las credenciales de la Guardia Civil de Condés, este y algunos otros penetraron en casa del diputado monárquico José Calvo Sotelo, a quien pidieron les acompañase a la sede de la Dirección General de Seguridad. Según su hija Enriqueta, Calvo Sotelo dijo sorprendido: “¿Detenido? ¿Pero por qué?; ¿y mi inmunidad parlamentaria? ¿Y la inviolabilidad de domicilio? ¡Soy Diputado y me protege la Constitución!”. Condés entonces se identificó como oficial de la Guardia Civil, lo que tranquilizó a Calvo Sotelo, quien, a pesar de las reticencias iniciales, finalmente aceptó ir. Calvo Sotelo se despidió de su familia y prometió telefonear cuando llegara, "a no ser que estos señores se me lleven para darme cuatro tiros". La camioneta se dirigía hacia la Dirección General de Seguridad cuando, tras circular unos doscientos metros, se realizaron dos disparos sobre Calvo Sotelo que falleció en la madrugada del 13 de julio. Desde la Guerra Civil mucho se ha escrito sobre este suceso, pero a día de hoy la mayoría de autores que lo han investigado, en especial Ian Gibson y Luis Romero, coinciden en señalar a Cuenca como el autor material del disparo que mató a Calvo Sotelo. Mientras el cadáver de Calvo Sotelo era depositado en el Cementerio del Este, Cuenca fue a la sede del periódico El Socialista y le contó a Julián Zugazagoitia lo que había ocurrido. Al día siguiente, Luis Cuenca, Condés y otros de los que iban en la camioneta fueron detenidos por la policía e interrogados. Tras el comienzo de la Guerra civil, Cuenca marchó al frente de la Sierra de Madrid, donde moriría en combate a los pocos días de empezar la guerra. |
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