Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti;
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Príncipe de Asturias. |
Biografía de Primeros Príncipes
Enrique III. Rey de Castilla y León (1379-1406), Príncipe de Asturias.
Rey de Castilla y León desde el año 1390 al 1406, apodado el Doliente. Hijo del rey Juan I de Castilla y León y de doña Leonor de Aragón. Nacido en Burgos, el 4 de octubre del año 1379, y muerto en Toledo, el 25 de diciembre del año 1406. Casado con Catalina de Lancaster, en el año 1388, fue el primer infante heredero en ostentar el título de Príncipe de Asturias. Cuando Enrique III accedió al trono, tan sólo contaba con once años de edad, por lo que el reino fue regido por una Junta de Regencia, encabezada por don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo. A pesar de sus esfuerzos, lo cierto es que los primeros años del reinado del joven Enrique III se caracterizaron por una gran anarquía que padeció el reino de Castilla y León a todos los niveles. Don Pedro Tenorio pretendió, como regente del reino absoluto, llevar a cabo un gobierno provisional de acuerdo con lo estipulado en las disposiciones legales de Las Partidas, en tanto en cuanto el príncipe no alcanzase la mayoría de edad. Los parientes más próximos del rey, don Fabrique, duque de Benavente, don Alfonso de Aragón, marqués de Villena, y doña Leonor, reina de Navarra (todos ellos bastardos del abuelo del rey, Enrique II) disputaron, con ferocidad, el poder a don Pedro Tenorio, quien no tuvo más remedio que aliarse con su oponente eclesiástico, don Juan García Manrique, arzobispo de Santiago, para frenar las ansias de poder de estos parientes nobles, los cuales arrastraban tras de sí a un gran número de nobles dispuestos a repartirse cualquier prebenda o poder. La total ausencia de unión entre ambos prelados permitió a los representantes de las ciudades y a los nobles imponer su voluntad, mediante la creación de un Consejo Real afín a sus intereses, integrado por catorce representantes de las ciudades, más ocho nobles y dos arzobispos. Las terribles diferencias políticas entre los miembros del Consejo Real provocó un clima de exaltación y desconfianza entre ellos, el cual acabó por trasladarse a los propios cabildos y ayuntamientos de las ciudades más importantes del reino desembocando en luchas civiles y de banderías entre los diferentes bandos litigantes, como ocurrió en Sevilla, ciudad convulsionada por la tremenda rivalidad entre los dos linajes más poderosos, los Guzmán y los Ponce de León. En Sevilla, concretamente, la situación de guerra nobiliar coincidió con la aparición de un fanático arcediano, de nombre Ferrán Martínez, que comenzó a predicar en contra de los judíos y de sus supuestas riquezas ocultas en sus aljamas, lo que acabó por provocar el furor del pueblo llano, el cual hasta la fecha se había mantenido al margen de las luchas nobiliarias. Los ataques, iniciados el 15 de marzo del año 1391, contra la aljama sevillana se propagaron como un reguero de pólvora por todas las ciudades más importantes del reino castellano-leonés donde hubiera un barrio judío (Carmona, Écija, Córdoba, etc), alcanzando a la corona aragonesa, concretamente en Valencia y Barcelona. La alta nobleza, con don Pedro Tenorio a la cabeza, intentó por todos los medios hacerse con el poder, pero los nobles de segunda fila, sin título, pero muy poderosos por estar agrupados en clanes cerrados pero muy cohesionados (Benavente, Trastámara, Noreña, Estúñiga, etc), apoyados por el arzobispo de Santiago, Juan García Manrique, impidieron tal maniobra. Así pues, el 2 de agosto del año 1393, Enrique III fue declarado mayor de edad, con la aquiescencia de esta poderosa facción de nobles segundones, los cuales coparían, en adelante, los puestos de más relevancia dentro de la corte y del reino en general. La primera medida de gobierno importante de Enrique III fue la convocatoria de Cortes en Madrid, en diciembre del mismo año de su subida al trono. En dicha asamblea, Enrique III intentó imponer su poder y preeminencia por encima de cualquier particularismo señorial. El nuevo monarca tuvo que hacer frente a dos graves problemas heredados de la tumultuosa época de la regencia, y que demandaban una urgente solución. El primero de ellos hacía referencia al grave problema ocasionado por la escalada de violencia y matanzas desatada contra los indefensos judíos del reino. Enrique III promulgó varios edictos severos prohibiendo taxativamente el uso de la violencia contra sus súbditos judíos, los cuales representaban para la corona una fuente no desdeñable de riqueza, ya que el impuesto que pagaban iba directamente a las arcas regías. El segundo asunto de importancia que Enrique III tuvo que solucionar fue el de calmar las ambiciones de los nobles, los cuales seguían en sus luchas privadas permanentes por incrementar sus riquezas y patrimonios, bien luchando contra el noble enemigo o rival, bien contra la propia monarquía. En este sentido, el reinado de Enrique III fue una constante lucha de la monarquía por mantener un equilibrio perfecto de poder con la nobleza, que hiciera posible regir los destinos del reino sin sobresaltos importantes. Para ellos, Enrique III encontró la solución al problema nobiliar rodeándose y encumbrando en la corte a esa nobleza segundona, también llamada de servicio, en detrimento y como freno de la nobleza alta emparentada con el rey. Esta nueva nobleza enseguida cerró filas en torno a su señor natural, preparándose para enfrentarse y eliminar a los parientes díscolos e ingratos de Enrique III. El rey se cuidó muy mucho de colocar a estos nobles se servicio en los puestos más altos y de mayor decisión de la corona: Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo; Diego López de Estúñiga, justicia mayor; Ruy López Dávalos, condestable de Castilla; Pero López de Ayala, etc. Los parientes directos del rey, Leonor de Navarra, el duque de Benavente y los condes de Noreña y de Trástamara, intentaron resistirse a la nueva realidad política del reino, pero fracasaron en todos sus intentos por recuperar el poder perdido. Enrique III supo rodearse de los suficientes elementos como para poder hacer frente a un ataque directo contra su autoridad. Si el rey caía, también caían los nobles sostenidos por él, por lo tanto éstos hicieron todo lo posible por no perder el poder conseguido al lado del rey. Uno a uno, todos los grandes nobles que se sublevaron contra la autoridad de Enrique III fueron derrotados con contundencia. En septiembre del año 1395, el movimiento opositor desapareció por completo. Además, ese mismo año, Enrique III acabó de un golpe con sus dos parientes más peligrosos, Alfonso Enríquez y Leonor de Navarra. Obligó a la infanta a permanecer retenida en el convento de clarisas de Tordesillas, en espera de regresar a Navarra con la orden de no regresar jamás a Castilla. Con respecto a Alfonso Enríquez, el rey y sus tropas le atacaron en Asturias, donde se había refugiado, obligándole a firmar la paz en Gijón, con la mediación del monarca francés, Carlos VI. La sentencia del arbitraje fue desfavorable al conde de Noreña, tras lo cual, Enrique III Arrasó literalmente Gijón, dando así por finalizada la oposición nobiliar hacia el rey. No obstante, el golpe más fuerte dado contra la nobleza titular fue la creación e institución, en el año 1396, de la figura de los corregidores, funcionarios mandados por el rey para el gobierno y control de las ciudades, con lo cual el poder de los nobles se redujo considerablemente. En las ya mencionadas cortes de Madrid, Enrique III atendió, con preocupación, las constantes quejas y protestas airadas de los procuradores de las ciudades del reino, los cuales estaban preocupados por el excesivo número de extranjeros que eran designados para ocupar los beneficios eclesiásticos del reino. Enrique III, deseoso de atraerse la alianza de las villas, mandó requisar en el acto todo el oro y la plata de estos beneficiados extranjeros, con el objeto de impedir que el metal precioso saliese del reino. El pontífice de Avignón, Clemente VII, protestó enérgicamente por lo que él consideraba como una intromisión de un príncipe en los asuntos eclesiásticos, solicitando al monarca castellano-leonés la inmediata derogación del embargo. Pero la muerte del papa Clemente VII, en el año 1394, interrumpió las negociaciones establecidas entre ambos poderes. En nuevo pontífice elegido en la sede de Avignón fue el aragonés don Pedro de Luna, quien ocupó el solio pontifican con el nombre de Benedicto XIII. Con la elección de este papa, el Cisma cristiano se complicó sobremanera, hasta el punto de dividir al continente entero en dos bandos totalmente enfrentados, según se apoyara al papa de Roma o al de Avignón. La Cristiandad entera se empezó a preocupar seriamente por la larga duración del conflicto religioso, por lo que se empezaron a buscar soluciones urgentes, desde todos los ámbitos posibles. En junio del año 1394, la Universidad de París, a requerimiento del rey francés, elaboró un plan con tres soluciones para liquidar el Cisma: la vía cessionis, que pasaba por la renuncia voluntaria de los dos pontífices, la vía compromissi, que abogaba por una solución al conflicto llevaba a cabo por una serie de árbitros elegido expresamente para tal efecto, y la vía concilii, solución la Cisma mediante la convocatoria de una concilio ecuménico. Todas estas soluciones propuestas se vinieron abajo con la elección de Benedicto XIII, toda vez que el papa aragonés se negó en redondo a dejar la silla papal. En vista de tal negativa, en el año 1395, los duques franceses de Berry, Borgoña y Orleans intentaron forzar a Benedicto XIII a que se marchase de Avignón. A pesar de que Enrique III protestó enérgicamente ante el rey francés por no haberle pedido su opinión ante semejante acto, además de la tradicional adhesión de la corona de Castilla y León al papado de Avignón, en el año 1399, Enrique III se sustrajo a la obediencia del papa aragonés, solucionando, a su vez, el litigio del embargo de prebendas a los beneficiados extranjeros. El 12 de mayo del año 1396, Juan I de Portugal rompió el trato de paz firmado con Enrique III, tres años antes, con el que su puso fin a las hostilidades entre ambos reinos. El monarca luso, en un ataque sorpresa llevado a cabo con audacia, tomó la ciudad castellana fronteriza de Badajoz, e hizo prisionero a Garci González de Herrera, encargado por Enrique III de su defensa. La situación se hizo más peligrosa cuando el antiguo arzobispo de Santiago, Juan García Manrique huyó de Castilla y propuso al rey portugués la creación de una liga nobiliar en la que figuraría el conde de Noreña, exiliado en Borgoña por orden de Enrique III. El rey castellano-leonés reaccionó con celeridad, procediendo del mismo modo que hiciera el monarca luso, atizando las discordias entre los nobles portugueses, tras lo cual, logró que se pasasen a su bando varios miembros de la alta nobleza portuguesa, como Juan Alfonso Pimentel y Juan Fernández Pacheco. Aún cuando las tropas portuguesas lograron conquistar la ciudad de Tuy, en julio del año 1398, la guerra comenzó a inclinarse del lado de los castellano-leoneses, ya que, mientras el almirante Diego Hurtado de Mendoza se adueñó del mar, Ruy López Dávalos, con sus tropas de infantería y caballería, obligó al enemigo a levantar el cerco que sostenían sobre la población de Alcántara, a la par que conquistó la población portuguesa de Miranda de Duero. Juan I de Portugal, considerándose vencido, firmó una tregua de cuatro meses, el 1 de diciembre del año 1398, que fue posteriormente prolongada con otra de diez años, tras la firma de un nuevo acuerdo, el 15 de agosto del año 1402. Con el problema portugués solucionado, y con el regreso de Castilla y León al partido papal de Benedicto XIII, gracias a las presiones “amistosas” del rey aragonés, Martín el Humano, Enrique III pudo atender, con relativa tranquilidad, su anhelado objetivo exterior: la lucha contra la Granada nazarí. Enrique III encontró la ocasión perfecta para desatar la guerra contra Granada en el año 1406, fecha en la que el reino nazarí rompió, por su cuenta, la tregua firmada anteriormente con Castilla y León, invadiendo territorios del reino de Murcia. Las tropas castellanas reaccionaron con celeridad, defendiendo adecuadamente los puestos fronterizos más importantes, lo que no evitó la pérdida de poblaciones de relieve, como Ayamonte. No obstante, Enrique III obtuvo una resonante victoria cerca de Baeza, en la famosa batalla de los Collejares. En vista de que el conflicto con Granada no se solucionaba, Enrique III convocó cortes en Toledo, exponiendo sus deseos de terminar la guerra cuanto antes, por lo que pidió a los procuradores un sustancioso subsidio para poner en pie de guerra un ejército capaz de contrarrestar el empuje del enemigo musulmán. Las cortes acogieron favorablemente la petición del rey, e incluso, le prometieron otro adelanto de dinero sin necesidad de convocar nuevas cortes en caso de necesidad imperiosa. Enrique III comenzó los preparativos de un gran ejército, a cuya cabeza tenía pensado colocarse él mismo, cuando le sobrevino la muerte repentina en plena preparación de la campaña, dejando como sucesor a su hijo primogénito, Juan II, habido con la reina Catalina de Lancaster. Por otra parte, la política dinámica de Enrique III tuvo una proyección vital más allá del ámbito puramente peninsular. En el año 1400 mandó una escuadra a Tetuán, ciudad que en aquella época era un auténtico nido de piratas, con el objeto de limpiar de una vez la localidad de tan molestos personajes, los cuales dificultaban sobremanera el comercio marítimo castellano-leonés en la zona. Con la misma intención, el conde de Buelna realizó importantes correrías por el Mediterráneo, en lucha contra los musulmanes y sus acciones de piratería. En el año 1404, Castilla y León se hizo cargo de la financiación del proyecto de dos franceses, Juan de Béthencourt y Gadifer de la Salle, quienes tomaron posesión, en nombre del rey Enrique III, de las Islas Canarias. Pero, sin lugar a dudas, el acto más curioso y relevante de la política ultraeuropea practicada por Enrique III fue el envío de dos embajadas castellanas a la corte de Tamerlán, comandadas por Gómez de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos, la primera, y por Ruy González de Clavijo, la segunda. Ésta última nos es conocida al detalle gracias al propio testimonio escrito por el propio González de Clavijo, que asistió a los últimos momentos de la vida del gran Tamerlán. Enrique III. El Doliente. Burgos, 1379 – Toledo, 25.XII.1406. Rey de Castilla. Hijo de Juan I de Castilla y de Leonor de Aragón, este monarca de Castilla murió joven, y por su naturaleza enfermiza fue apodado el Doliente. Cuando muere Juan I en octubre de 1390 la situación del reino es catastrófica. Las relaciones con Portugal se sostenían en una frágil tregua que requería confirmación y la situación con Inglaterra era precaria. La guerra había dejado sin recursos la hacienda real y la situación interna estaba plagada de revueltas. En 17 de septiembre de 1388 se casó con Catalina de Lancáster, hija de Juan de Gante, duque de este título, y nieta, por parte de su madre, de Pedro I de Castilla. Este matrimonio se había realizado en virtud del Tratado de Bayona de 22 de julio de 1388. El matrimonio hubo de ser confirmado más adelante por la escasa edad de los contrayentes. La minoría de Enrique III, que dura tres años aproximadamente, es turbulenta, pero no estéril. Ya el propio Juan I había dejado claro que no era posible confiar a su segunda esposa, la joven reina Beatriz, de tan sólo dieciséis años, la regencia. Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, había tenido buen cuidado de ocultar la muerte de Juan I hasta que el niño fue reconocido como Rey. Se hacía preciso designar una regencia, y para ello fueron convocadas las Cortes de Madrid de 1391. En una reunión del Consejo previa a las Cortes, Pedro Tenorio, que había ocultado el testamento hecho por el Monarca difunto en 1385, antes de la batalla Aljubarrota, defendió la designación de una tutoría compuesta por una, tres o cinco personas, con arreglo a lo determinado por las Partidas. La opinión general era, sin embargo, la de una regencia múltiple que funcionase como una delegación y representación de las Cortes, cuestión que no agradó a Pedro Tenorio; primero, porque una regencia personal siempre contaría con él, mientras que en un consejo amplio, su influencia quedaría mermada; y segundo, porque teniendo en cuenta que se trataba de ejercer el poder real durante años, una asamblea numerosa, donde el acuerdo fuera difícil de alcanzar, no parecía lo más idóneo. Las Cortes de Madrid significaron el asentamiento de la regencia sobre el Consejo dominado por la nobleza, aunque sin olvidar la representación total del reino para acabar con las dudas sobre su legitimidad. La primera medida de las Cortes fue de tipo populista, al actualizar la moneda que desde Briviesca en 1387 había creado numerosos recelos, puesto que a la “blanca” no se le daba el mismo valor en todo el territorio. La cuestión quedó zanjada al establecer la equivalencia de un real de plata al de tres maravedís, y éste al de dieciocho blancas. Esta y otras medidas de carácter monetario fueron una victoria de la pequeña nobleza capitaneada por el arzobispo de Santiago. En el Ordenamiento de Cortes de 31 de enero de 1391 se decide que la mejor forma de regir el reino durante la minoridad del Rey es un consejo. Se decidió constituir una diputación de veinticinco personas, once ricos hombres y caballeros y catorce procuradores de las ciudades, que se encargarían de hacer las designaciones y redactar las normas. Así pues, fueron designados: Fadrique Enríquez, duque de Benavente; Alfonso de Aragón, marqués de Villena; Pedro, conde de Trastámara; Pedro Tenorio, y Juan García Manrique, arzobispos respectivamente de Toledo y de Santiago; los maestres de las Órdenes de Calatrava y Santiago (Gonzalo Núñez de Guzmán y Lorenzo Suárez de Figueroa) y ocho procuradores de las ciudades. Pedro Tenorio, descontento por un consejo tan numeroso y basándose en principios jurídicos sobre los nombramientos, se negó a jurar, se apartó de la Corte marchando a Alcalá de Henares y comenzó a enviar a las ciudades copias del testamento de Juan I, en el que, designando una comisión de regencia muy semejante a la formada en las Cortes, se excluía al duque de Benavente. Fue éste entonces quien se apartó del Consejo, al enfrentarse a la pequeña nobleza y al arzobispo de Santiago y se unió a Pedro Tenorio y al maestre de Calatrava. De esta forma, trataban de dar a entender que rechazaban la legitimidad del Consejo. En realidad se trata de dos concepciones muy diferentes de la potestad y autoridad reales: de un lado, los que daban preferencia a la voluntad del Monarca, expresada en su testamento; de otro, los que pensaban que es el reino, en caso de vacante, quien genera el nuevo principio de autoridad. Se formaron dos bandos. El presidente del Consejo, Juan García Manrique, arzobispo de Santiago, procuró consolidar su postura en el plano internacional con embajadas al Papa, a Inglaterra y Francia, pero sin mucho éxito. Mientras tanto, se negociaba con Pedro Tenorio, pero también sin mucho éxito. Las Cortes se clausuraron el veinticinco de abril con las negociaciones todavía en marcha, aunque el Consejo conservó la legalidad de su parte. Leonor de Navarra hizo valer su intervención concertando entre los dos partidos una entrevista en Perales. Allí se acordó la aceptación del testamento del Monarca difunto, añadiendo a los regentes en él consignados, el duque de Benavente, el conde de Trastámara y el maestre de Santiago. Una regencia de nueve miembros. Por otra parte, el Consejo, que no se disolvió, acompañaba al Rey a todas partes, e incluso ponía documentos a la firma del Monarca. La entrevista de Perales había de ser ratificada en las Cortes de Burgos de 1392, pero éstas se presentaban turbulentas. Los regidores de Burgos elevaron un plan para mantener la paz en la ciudad y asegurar el éxito de las Cortes. Así, a cada partido se le instaló en un lugar diferente y se negoció con cada uno por separado para conseguir un acuerdo previo, de tal manera que las sesiones de Cortes sólo tendrían un carácter formal. Pero el conde de Benavente y el arzobispo de Santiago entraron con las armas, lo que provocó que se pidiera que abandonaran todos la ciudad, quedando en ésta el Rey. La situación tardó en resolverse una semana. En Burgos se analizaron por parte de dos equipos de juristas, uno por cada bando, el testamento, la concordia de Perales y el resto de los argumentos. Se decidió que la regencia se formaría por un Consejo, cuyos componentes se decidirían por las Cortes. Esa imposición significaba una amenaza para el monopolio político que la nobleza había conseguido establecer. Leonor de Navarra advirtió que tal proposición daría a los ciudadanos, el tercer estamento, una superioridad tal que sus opiniones serían las que realmente se tendrían en cuenta. Había que elaborar un plan para que los dos primeros estamentos tuvieran ocho votos, frente a los seis de los ciudadanos. Se hizo la propuesta de establecer dos turnos de siete personas por turno. Si eclesiásticos y nobles permanecían unidos, serían los dueños del Consejo. Pero las rencillas, ataques y sospechas hicieron que los acontecimientos se precipitaran. Al final los procuradores decidieron, con amplia mayoría del estamento ciudadano, mantener el testamento del difunto Rey. De hecho se produjo entonces una situación de verdadera guerra civil. Juan Hurtado de Mendoza “el limpio” pasó a formar parte del Consejo. Salió de la prisión Alfonso Enríquez, el turbulento conde de Noreña, y exigió la entrada en la regencia. A pesar de las compensaciones económicas que les fueron ofrecidas, tanto él como el duque de Benavente, abandonaron la Corte. Por otra parte, Pedro Tenorio había chocado con los demás miembros de la regencia que incluso le habían puesto en prisión y arrebatado Talavera, Uceda y Alcalá. El arzobispo de Toledo, haciendo uso de las facultades que la ley canónica le otorgaba, pronunció un entredicho sobre la diócesis de Zamora, Palencia y Salamanca. El legado pontificio, ausente de Castilla, no mostró oposición. Juan García Manrique, arzobispo de Santiago, no se tomó la condena en serio y consiguió aislar a Tenorio, que terminó encarcelado. La vuelta del legado pontificio a Burgos en junio de 1393, supuso que Enrique III tuviera que pedir perdón en la catedral por todos los pecados cometidos. Enrique III, en las Huelgas de Burgos (1393) decidió tomar por sí mismo las riendas del gobierno. Faltaban dos meses para su mayoría de edad. La regencia tuvo que solucionar diversos problemas que surgieron tanto en política interior como exterior. El Consejo asumió la dirección de la política exterior una vez acabadas las Cortes de Burgos y tras trasladarse a Segovia, designando procuradores para la nueva negociación con Portugal, Navarra, Avignon, Granada e Inglaterra. Con Granada estuvo a punto de abrirse un conflicto tras la muerte repentina de Yūsuf, sucesor de MuÊammad V, sin que se confirmasen las negociaciones para una nueva tregua. MuÊammad VII amenazó Murcia, pero la razzia se solucionó de forma favorable a Castilla. También se firmaron acuerdos con los comerciantes genoveses, en el sentido de que los castellanos no tendrían preferencia a la hora de descargar sus barcos en Sevilla, ni podrían hacer reclamaciones sobre asuntos anteriores a la firma del acuerdo. Las relaciones con el duque de Lancáster fueron el principal escollo, ya que no se había pagado la renta anual de 40.000 francos fruto de los acuerdos del Tratado de Bayona, pero se pudo hacer frente a la deuda utilizando las rentas de beneficiados extranjeros que las Cortes de Burgos habían confiscado. En cuanto a las relaciones con Portugal, el Consejo no pudo sino aceptar las condiciones de la tregua presentada en Sabugal en 1393 que prorrogaba la anterior otros quince años, otorgándose libertad de comercio entre ambos países. En cuanto a la política interior, lo más llamativo del período de regencia fueron las matanzas de judíos en 1391. En aquella fecha fatídica, se unió a la debilidad de una minoría, el fallecimiento en 1390 del arzobispo de Sevilla Pedro Gómez Barroso que convirtió provisionalmente al arcediano de Écija, Ferrán Martínez, en la única autoridad eclesiástica en aquella diócesis provocando con sus fanáticos sermones antijudíos una serie de motines en diversas ciudades andaluzas, comenzando por la propia Sevilla. Las matanzas de Sevilla llegaron a conocimiento de los regentes, que estaban con el Rey en Segovia, y ordenaron a los concejos que tomaran las medidas necesarias para salvaguardar la vida y hacienda de los judíos, que eran propiedad del Rey. Pero en una clara demostración de la falta de autoridad de aquel Consejo, ni siquiera la propia Segovia se libró de algunos coletazos de la marea antijudía. En Castilla las matanzas fueron mucho menores que en la Corona de Aragón, y en el valle del Duero fue más el miedo que los hechos, pero fue suficiente para que se produjera un gran número de conversiones, y que algunas juderías desaparecieran para siempre. Tras su mayoría de edad, Enrique III restableció en 1393 el estatus judío invocando las antiguas tradiciones, pero aplicó de manera decidida las disposiciones conciliares en relación con la residencia obligatoria de los judíos en barrios señalados, la generalización del uso de la rodela bermeja, y la supresión de los antiguos privilegios judiciales. No se puede pensar que la declaración de mayoría de edad convirtiera a Enrique III en Rey de hecho. Lo que sí podía era consumar el matrimonio, haciendo irreversible el Tratado de Bayona. El acontecimiento era importante, puesto que se cerraba la fisura abierta con la muerte de Pedro I y el matrimonio suplía los defectos que la legitimidad de origen pudiera planear sobre su persona. Había paz, pero también había pobreza en el erario público, como quedó demostrado en las primeras Cortes que inauguraban su reinado al aprobarse sin votación la percepción de moneda. En 1393, Enrique III se encuentra ante una gran inestabilidad interna agravada por las recientes matanzas de judíos. Las ambiciones de los nobles no se calmaron con el gobierno personal del Rey. De esta forma, el reinado de Enrique III fue una constante lucha para mantener el orden y el ritmo de reconstrucción interna, intentando modernizar las estructuras de la monarquía castellana, y sosteniendo el equilibrio exterior. El primer gesto del Monarca fue el de convocar Cortes, como era la costumbre, pero no inmediatamente, sino para finales de año. La razón de dicho retraso puede encontrarse en la necesidad de Enrique III de acudir a Vizcaya para prestar juramento y ser reconocido como señor natural de esa tierra. La pérdida del control de Asturias a causa del retorno del conde de Noreña, daba esa importancia a Vizcaya, señorío integrado al patrimonio de la Corona desde 1375, y que proporcionaba suculentos beneficios comerciales. Pero según la costumbre no hay señor en Vizcaya hasta que el titular personalmente acude a tomar posesión y jurar los fueros y libertades; por consiguiente, no se consideraban obligados a pagar los pechos de los últimos tres años. El Rey juró observar las libertades, privilegios y fueros; los vizcaínos habían “tomado” señor. Pero Vizcaya no era un señorío homogéneo. Así en las Cortes de Madrid de 1393 se empezaron los trámites para constituir una Hermandad que sirviera como vehículo de pacificación y de sometimiento de los linajes de hidalgos. Ante las Cortes se hizo una confirmación de las decisiones y actos realizados por la Regencia en política exterior: estrecha alianza con Francia, apoyo al Papa de Avignon, cumplimiento de los acuerdos con el duque de Lancáster, apertura de las relaciones comerciales con Inglaterra, treguas generales prorrogadas con Portugal. También en el orden interno, se otorgaron rentas a Leonor de Navarra, al conde de Noreña y al de Trastámara, sustituyendo las que el Consejo de Regencia les había reconocido. Al mismo tiempo, el Monarca lucha en el interior. Él supo comprender que los dos principales elementos de discordia eran su tío Alfonso Enríquez y Leonor, esposa de Carlos III de Navarra. En un mismo año acabó con ambos. Leonor de Navarra aducía problemas de seguridad, y que temía por su vida, para no regresar a Navarra. Ante este hecho el Consejo recabó la opinión de los prelados de Palencia y Zamora, quienes concluyeron que dadas las seguridades ofrecidas exigía la obligación de devolver a Leonor a Navarra. Así, se obligó a la infanta a regresar al lado de su marido. El otro problema era Alfonso Enríquez en Asturias. Éste se refugió en Gijón, un pueblo casi inexpugnable. El Monarca y el rebelde llegaron al acuerdo de someterse al arbitraje de Carlos VI de Francia. Éste se encontró en una posición difícil y muy comprometida. No le convenía generar un nuevo enemigo, pero tampoco herir a un aliado como el Rey de Castilla. Se negó a dar sentencia ya que carecía de la información necesaria y propuso una prórroga de seis meses. Pero el conde de Noreña expuso sus razones en París: se le había despojado de sus tierras, no tenía otro deseo que servir al Rey, y Castilla había abandonado la amistad de Francia y la había sustituido por Inglaterra. Carlos VI se negó a dictar sentencia, y recomendó al conde que se sometiera a Enrique III. La crisis se resolvió por sí sola. Gijón, incendiado y abandonado por sus defensores, dejó de ser un peligro para Enrique III. Entre 1395 y 1399 Enrique III dedicó su atención a los asuntos interiores reorganizando la Administración. La reordenación interna favoreció a los nobles debido a los reajustes en sus propiedades y señoríos. La caída de los parientes del Rey puso en manos de Enrique III un gran número de estados señoriales, disponibles para ser entregados a los nobles como remuneración. Los nobles tenían conciencia de que dentro de la comunidad humana que formaba el reino ellos eran una minoría superior por su origen y forma de vida. El sostenimiento de esta forma de vida correspondía mayoritariamente a las rentas, y en menor proporción al comercio. Las transformaciones sociales del siglo XIV habían propiciado que los sectores más elevados del tercer estado quedaran asimilados en muchos aspectos a la nobleza, y reclamaron la exención de tributos. Las Cortes de Toro de 1398 dictaminaron que hidalguía era una condición hereditaria que poseían únicamente los de solar conocido, esposas y viudas, pero no las hijas que casasen con no hidalgos. Otra característica del reinado de Enrique III es una tendencia a afirmar la independencia en la administración de justicia. El Rey no quería modificar las atribuciones de los jueces locales, en los concejos y los señoríos, pero reforzó el sistema de alzadas y la intervención de los altos funcionarios reales. Con esto, lo que pretendió fue más eficacia. En 1396, la institución de los corregidores fue entendida por la nobleza como un fuerte golpe, pero a los ojos de los ciudadanos eran funcionarios reales encargados de poner orden donde éste faltaba. Ubicó la Audiencia Real o Chancillería en Valladolid, acometiendo una depuración entre jueces y oidores. La postura de Castilla frente al Cisma había venido marcada por la relación mantenida con Francia durante la Guerra de los Cien Años. Tras la muerte del Papa en Avignon, Clemente VII en 1394, eligió al aragonés Pedro de Luna que tomó el nombre de Benedicto XIII. La Universidad de París ya había elaborado un informe con las tres vías posibles para solucionar el escándalo que representaba la dualidad papal. En 1395 los duques de Berry, Borgoña y Orleans, presionaron a Benedicto XIII a fin de acelerar una solución, lo que causó la protesta de Castilla. Sin embargo, en 1397, se sumó a la embajada francesa e inglesa, la cual obtuvo un rotundo fracaso. Castilla, siguiendo el ejemplo francés, en una asamblea del clero reunida en Alcalá de Henares el 13 de diciembre de 1398, hacía pública la decisión de sustraer obediencia a Benedicto XIII. Igual que ocurriera en Francia, no se trataba de si Benedicto XIII era o no verdadero Papa; lo que se atacaba era el principio mismo de la autoridad pontificia. A ello había que sumar la protesta que en las Cortes de Madrid de 1393 habían realizado los procuradores de las ciudades contra el número excesivo de extranjeros que eran designados para los beneficios eclesiásticos de Castilla. Por ello, y para impedir la salida de oro y plata, Enrique III embargó todos los bienes de estos beneficiados extranjeros. El Papa solicitó que se levantase el embargo, pero la muerte del Pontífice, en 1394, había interrumpido estas negociaciones. Sin embargo, esta sustracción de obediencia era una situación insostenible, debido a que tanto en Castilla como en Francia estaban naciendo Iglesias autocéfalas rígidamente sometidas a los deseos de la Monarquía. En Castilla se publicaron unas ordenanzas para la administración de las iglesias, que las ponía en manos del Rey; los beneficios serían cubiertos por designación episcopal, y las abadías por elección de los monjes; el nombramiento de obispos quedaba a discreción del Soberano. También hubo desilusión entre quienes esperaban que la sustracción aliviara la recaudación de tasas y otras contribuciones económicas: las autoridades laicas eran más exigentes que las apostólicas. Tras la muerte de Pedro Tenorio en mayo de 1399, van a ir ganando posiciones los partidarios de la restitución dirigidos por Pablo de Santa María. El fracaso de la sustracción estaba próximo. A pesar de la amistad entre Castilla y Francia, Enrique III mantenía contactos con Martín I en Aragón. Ambos Monarcas habían contemplado cómo el malestar entre el clero imponía una pronta restitución de obediencia. Así, en 1401 Enrique III volvió a someterse a Benedicto XIII, aunque el acto público, tal y como exigía el Papa no se celebró hasta el 29 de abril de 1403 en la Colegiata de Santa María la Mayor de Valladolid. La sustracción terminaba en fracaso. La paz concertada con Juan I de Portugal en 1393, duró poco tiempo. Los regentes de forma precipitada se comprometieron a liberar sin rescate todos los prisioneros y a estudiar las indemnizaciones que debían pagarse por los casos de violación de la tregua. Pero estos prisioneros portugueses eran muchos y en la mayor parte de los casos en paradero desconocido. Por otro lado, la deuda adquirida con Portugal debía ser aplazada hasta que no se pagara la contraída con el duque de Lancáster. Todo esto hizo entender a Portugal que tenía derecho a ejecutar represalias. Así pues, en 1396, este Monarca rompió súbitamente las hostilidades, tomando a Badajoz por sorpresa y haciendo prisionero al obispo. Aun cuando los portugueses conquistaron más adelante Tuy, la guerra fue, en general, desfavorable para ellos, pues mientras el almirante Diego Hurtado de Mendoza se adueñaba del mar, Ruy López Dávalos obligaba al enemigo a levantar el cerco de Alcántara y conquistaba Miranda de Duero. Las pérdidas sufridas por ambas partes superaban ya el montante global de las indemnizaciones anteriormente reclamadas; además, el comercio con los genoveses y con Inglaterra estaba sufriendo graves pérdidas por los ataques marítimos en la zona del Estrecho y en Galicia. Fueron los comerciantes genoveses quienes tomaron la iniciativa para una nueva negociación de paz. Así, a partir de diciembre de 1398, se fueron negociando treguas sucesivas, pero el interés se centraba en conseguir un tratado de paz; las negociaciones no prosperaron al considerar los castellanos inaceptables las condiciones portuguesas. El 15 de agosto de 1403 se firmó una tregua por otros diez años. Sólo desde entonces pudo Enrique III atender al problema de Granada. Aun cuando las treguas con este reino se mantienen, una serie de incidentes van agriando las relaciones. En 1394, un portugués “desnaturado”, Martín Yáñez de la Barbuda, maestre de Alcántara, invadió el Reino de Granada en plena paz y sufrió una derrota que le costó la vida. En 1397, fray Juan Lorenzo de Cetina y fray Pedro de Dueñas, intentaron predicar el Evangelio en el reino moro y fueron degollados. Desde 1406 la tregua se rompe a causa de los granadinos que invadieron el Reino de Murcia. El cruce de embajadas granadinas y castellanas hacía entrever la firma de una tregua que debía durar dos años. Pero MuÊammad VII no quiso o no pudo controlar a los suyos que en plenas negociaciones intensificaron los ataques. Los cristianos se defendieron bien en todas partes y aun cuando perdieron Ayamonte, obtuvieron una victoria cerca de Baeza en la batalla llamada de “los Collejares” (1406). La política de Enrique III alcanza una extensión insospechada, índice de la vitalidad de Castilla. Una escuadra castellana destruyó Tetuán en 1400, que era un nido de piratas. El famoso Pero Niño, conde de Buelna, verificó un crucero por el Mediterráneo en busca de piratas musulmanes. En 1404, dos franceses, Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle, tomaron posesión de las principales islas Canarias, con subsidios y bajo la soberanía castellana. Pero acaso lo más curioso de su política exterior sean las dos embajadas a Tamerlán, muestra de una preocupación por el avance de los turcos, muy natural en aquel tiempo. La primera estuvo formada por Payo Gómez de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos. Asistieron a la batalla de Angora y regresaron con suntuosos regalos. La segunda, compuesta por Ruy González de Clavijo, fray Alonso Páez de Santa María (OP) y Gómez de Salazar, asistió a los últimos momentos de la vida de Tamerlán y nos es conocida a través de una sugestiva relación escrita por Ruy González. El 14 de noviembre de 1401 Catalina de Lancáster dio a luz una niña, María. Este nacimiento alejaba al infante Fernando, que hasta entonces había actuado como heredero reconocido del Trono. Desde luego no se iba a resignar a ser desplazado de forma radical. Pero las esperanzas de asumir el trono se desvanecieron definitivamente en 1405, cuando Catalina dio a luz al que sería Juan II. La monarquía de Enrique III se caracterizó por un fuerte centralismo, haciendo del Consejo un verdadero órgano de gobierno en manos de algunos linajes privilegiados, que se repartían los oficios: la justicia para los Stúñiga, la mayordomía para los Mendoza, condestables son los Dávalos, camareros los Velasco... La confirmación de heredero se produjo en las Cortes de Valladolid de 1405, cuando la enfermedad del Rey hacía prever un cambio en la titularidad de la Corona. Ello permitió a las Cortes recuperar el protagonismo perdido desde 1393. Enrique III murió el 25 de diciembre de 1406. Por utilizarse entonces la era de la Natividad, era aquél el primer día del año; ésta es la razón por la que en muchos libros se da el año 1407 como fecha de su muerte. Enrique III había convocado Cortes para atender a los gastos de la guerra musulmana cuando murió. Al infante don Fernando le correspondería terminar el avance. Bibl.: G. González Dávila, Historia de la vida y hechos del rey don Henrique Tercero de Castilla..., Madrid, Francisco Martínez, 1638; L. Suárez Fernández, “Problemas políticos de la minoridad de Enrique III” y “Nobleza y monarquía en la política de Enrique III”, en Hispania, XII (1952); E. Mitre Fernández, “Enrique III, Granada y las Cortes de 1406”, en VV. AA., Homenaje al Excmo. Sr. D. Emilio Alarcos García, vol. II, Valladolid, Universidad-Facultad de Filosofía y Letras, 1965; F. Pérez de Guzmán, Generaciones y Semblanzas, ed. de R. B. Tate, Londres, Tamesis Books Limited, 1965; E. Mitre Fernández, Evolución de la nobleza de Castilla bajo Enrique III (1396-1406), Valladolid, Universidad, 1968; “Cortes y política económica de la Corona de Castilla bajo Enrique III”, en Cuadernos de Historia (Madrid), VI (1975); “Las relaciones castellano-aragonesas al ascenso al trono de Enrique III”, en Anuario de Estudios medievales (Barcelona), 17 (1987); P. López de Ayala, Crónica del rey don Enrique tercero de Castilla e de León, Barcelona, Planeta, 1991; F. Suárez Bilbao, “Enrique II, rey de León y Castilla. El Cambio Institucional (1391-1396)”, en Archivos Leoneses, 93 y 94 (1993); E. Mitre Fernández, Una muerte para un rey. Enrique III de Castilla (Navidad de 1406), Valladolid, Universidad, Ámbito, 2001. |
Catalina de Lancáster. (Hertford, 31 de marzo de 1373 – Valladolid, 2 de junio de 1418), hija de Juan de Gante y de su segunda esposa, Constanza de Castilla y reina consorte de Castilla por su matrimonio con el rey Enrique III de Castilla.
Reina de Castilla, nacida en Bayona en 1373 y muerta en Valladolid en 1418. Era hija de Juan de Gante, duque de Lancaster, y de Constanza de Castilla, segunda hija y heredera de Pedro I. En 1388, en Bayona, se acordó su matrimonio con el infante Enrique, hijo de Juan I Trastámara. Este acuerdo puso fin a la guerra dinástica entre el rey castellano y Juan de Gante, que reclamaba los derechos sucesorios de su esposa al trono de Castilla. La renuncia de Juan de Gante a sus derechos sucesorios y el matrimonio de Catalina con el heredero del rey castellano sirvieron para anular la linea de descendencia de Pedro I y para poner fin a la guerra que había iniciado la revolución trastamarista. La boda tuvo lugar en Palencia, el 17 de noviembre de 1388. El reinado de Enrique III y la minoridad de Juan II Catalina y Enrique fueron los primeros herederos al trono en ostentar la dignidad de Príncipes de Asturias. En 1390 se inició el reinado de Enrique III. Catalina tuvo de él dos hijas y en 1405 nació su hijo Juan, que heredaría el trono de su padre. La muerte del Enrique III cuando su hijo contaba apenas dos años de vida dio paso a una larga regencia. El testamento del rey disponía que el gobierno del reino recayera conjuntamente en la reina Catalina y en el infante don Fernando, hermano de Enrique III. Como instancia mediadora entre ambos quedaba el Consejo real, en el que Enrique III había incluido a los hijos de don Fernando, lo que dio a éste un gran peso en el Consejo. Previendo que pudieran producirse desavenencias entre los regentes o que éstos vivieran separados, Enrique III estableció que pudiera dividirse el territorio en dos partes en las que gobernarían por separado los regentes. La custodia de Juan II fue encomendada a los nobles Diego López de Stúñiga y Juan Fernández de Velasco, antiguos consejeros del rey. La reina Catalina se negó a entregar la tutela de su hijo, encastillándose en Segovia. Esto dio la oportunidad a don Fernando de modificar el testamento de Enrique III, al mediar en el conflicto consiguiendo que los tutores designados por el testamento regio delegaran la tutela del rey-niño sobre su madre, a cambio de una importante suma de dinero. Aparte del desgarro que para Catalina hubiera supuesto entregar a un hijo todavía lactante, la reina quiso evitar que su hijo, el rey, cayera en manos de la nobleza, lo que le habría convertido en un rehén valiosísimo para las ambiciones nobiliarias de ésta. El mismo objetivo perseguía don Fernando, que pretendía controlar el Consejo real y apartar del gobierno a la nobleza aupada en tiempos de su hermano Enrique. En las Cortes reunidas en Segovia en 1407, el infante don Fernando exigió el control sobre los subsidios concedidos para la guerra contra Granada y consiguió que la asamblea aprobara la división del reino en dos zonas de gobierno. Catalina gobernaría sobre la mitad norte, mientras Fernando se reservaba la mitad sur del reino. Aunque sus estados patrimoniales quedaban en la zona de gobierno de Catalina, don Fernando deseaba controlar los dominios de las órdenes militares del sur de la península, que constituían una de las principales fuentes de riqueza en Castilla. La difícil minoridad de Juan II Las campañas contra Granada emprendidas por don Fernando en 1407 tuvieron escaso éxito, lo que disminuyó el prestigio del infante. Este momento fue aprovechado por los Stúñiga y los Velasco, que habían perdido buena parte de su influencia, para debilitar el gobierno del infante, atrayéndose a la reina. Los bandos se enfrentaron en agosto de 1408 en Segovia, ciudad donde moraba aquélla. Don Fernando se vio obligado a restablecer la composición del Consejo dictada por el testamento de Enrique III. El infante fue elevado al trono de Aragón, en virtud del Compromiso de Caspe, pero no abandonó la regencia de Castilla, a pesar de las esperanzas que de apartarlo del poder tenía la reina Catalina, deseosa de proteger a su hijo Juan del creciente poder del linaje de don Fernando. Éste se esforzó durante su regencia por dejar sólidamente asentadas las bases del poder y la riqueza de sus hijos, a los que se conocía como los infantes de Aragón. Los éxitos militares que cosechó don Fernando en los años de su regencia y sus hábiles maniobras políticas le entregaron el monopolio del poder en Castilla, eclipsando así la actuación de Catalina de Lancaster, mujer por otra parte poco aficionada a la política y que delegó su gobierno en su valida Leonor López de Córdoba. Tras la muerte de don Fernando en 1416, tomó el control del bando familiar su hijo don Juan, duque de Peñafiel, jefe indiscutible de la nobleza, que a partir de entonces dirigió la política castellana, sin que la reina madre pudiera hacer nada por preservar el poder de su hijo Juan. La muerte de los viejos consejeros de Enrique III, Diego López de Stúñiga y Juan Fernández de Velasco debilitó aún más la posición de Catalina de Lancaster, que murió en mayo de 1418, tras haber visto como los infantes de Aragón se repartían el poder político y económico de Castilla, mermando progresivamente las bases del poder monárquico. Real Academia de Historia. Catalina de Lancaster. Bayona (Francia), 1372 – Valladolid, 1418. Esposa de Enrique III Trastámara, princesa de Asturias (1388-1390), reina de Castilla (1391-1406) y regente. Catalina fue la hija mayor de Juan de Gante y de su segunda esposa, Constanza de Castilla. En 1369, doña Constanza, hija del rey Pedro I, refugiada en Bayona junto a su hermana Isabel a raíz del fratricidio de Montiel, casó con Juan de Gante, hijo y heredero de Eduardo III de Inglaterra, y su hermana con Edmundo, duque de Cambridge. Juan de Gante, duque de Lancaster por su primer matrimonio, reunió en sus dominios una Corte de ingleses y de exiliados (“emperigilados”) de Castilla. El duque, que se autointitulaba rey de Castilla y León, realizó tres intentos para conseguir la Corona. El primero de ellos en 1374, como los demás, inserto en la Guerra de los Cien Años, fracasó después del cerco al que fue sometida Bayona, centro de sus dominios. En 1372 había nacido Catalina. Fue educada como una princesa, futura heredera de Castilla. Tuvo su casa a los tres años en el castillo ducal de Melbourne y su educación fue confiada a una noble dama inglesa, lady Mohun, viuda de un miembro del séquito del príncipe Negro. A la muerte de Eduardo III, Juan de Gante no fue elegido heredero, sino Ricardo, su sobrino, y pasó a ocupar un puesto en el Consejo de Regencia. Esta circunstancia reavivó en el duque la voluntad de conseguir el trono de Castilla. Preparó una segunda ofensiva, fracasada por problemas internos (la peasant’s revolt) que le impidieron abandonar Inglaterra. En 1381, sin embargo, Catalina ya figura en la documentación como Katerine d’Espaigne, y la alianza con Fernando I, rey de Portugal, se mantiene hasta el advenimiento de la Casa de Avis y la derrota de Juan I de Castilla en Aljubarrota (agosto de 1385). Son buenas noticias para el duque de Lancaster, nuevas posibilidades se abren y no está dispuesto a desaprovechar la favorable coyuntura. Y prepara con cuidado su nueva intervención. Firmó una alianza anglo-portuguesa, el Tratado de Windsor de 1386, y ese mismo año embarcó con su mujer y sus hijas, seguidos por el ejército que había conseguido reunir, rumbo a Castilla. El 25 de julio, fiesta de Santiago, estaban en La Coruña, luego se trasladaron a Orense. Allí acudieron los embajadores castellanos enviados por Juan I. Expusieron la legitimidad de su Rey y propusieron el matrimonio entre el heredero de la Corona, el príncipe Enrique, y la hija del duque: Catalina. Un año después se aseguró la alianza con la boda de João I y doña Felipa, hermanastra de Catalina. Se celebraron grandes festejos y, a su término, el rey de Portugal y el duque de Lancaster emprendieron la ofensiva militar contra Castilla. Por tercera vez el éxito no acompañó a la alianza entre el duque y el rey de Portugal; a pesar del cambio de dinastía, existían situaciones de desencuentro entre Juan de Gante y su recién estrenado yerno. Pactar con Castilla era necesario, por lo que, entre junio y julio de 1387, negociaron las dos partes en Trancoso y se cerraron en Bayona el 18 de julio de 1388. En virtud de este acuerdo, las dos partes se comprometían a actuar en uno para lograr la unidad de la Iglesia (Cisma de Occidente) y Catalina y Enrique, príncipe heredero de Castilla, contraerían matrimonio. El duque de Lancaster y su esposa, Constanza, renunciarían a los derechos a la Corona de Castilla a cambio de una importante compensación económica (seiscientos mil francos), pagaderos en tres plazos, una renta anual de cuarenta mil, y Constanza recibiría de por vida Guadalajara, Olmedo y Medina del Campo. Catalina era mayor de edad y la historia la describe como “hermosa, alta, y bien dispuesta en el talle y gallardía en el cuerpo”. Firmó las condiciones de matrimonio, se convocaron Cortes en Palencia y en la catedral de San Antolín se celebraron las bodas. Por primera vez la pareja ostentó el título de príncipes de Asturias, que, a semejanza de Inglaterra (príncipe de Gales), era concedido al heredero de la Corona. Enrique era menor de edad todavía, razón por la que no se consumaría el matrimonio hasta 1393. Pero lo esencial era que este enlace ponía fin a las contiendas entre Trastámaras y partidarios de Pedro I (“emperegilados”). Faltan noticias sobre el tiempo en que Catalina fue princesa de Asturias hasta la trágica muerte de su suegro Juan I, el 9 de octubre de 1390, cerca de Alcalá, de una caída de caballo. Don Pedro Tenorio convocó Cortes y éstas se celebraron en Madrid en Santo Domingo el Real. Presagiaban una regencia difícil y agitada por los desacuerdos entre la nobleza, que durante el reinado de Enrique III se enfrentará y concluirá con el fin del poder de los parientes del Rey, los llamados “epígonos” Trastámara. Catalina asistirá poco más que en calidad de espectadora, pero el haber presenciado estos conflictos, sin duda, años más tarde le servirá de ejemplo para exigir la custodia y educación de su hijo Juan, el heredero de la Corona, a la muerte de su marido. Esta confusa situación tiene una importante consecuencia: se creó un vacío de poder que tuvo su más trágica representación en el pogromo de 1391 en las juderías andaluzas. Partiendo de las inflamadas predicaciones antijudías del arcediano de Écija, el alboroto y los desmanes se saldaron con gran número de muertes en Andalucía. Después, la animadversión y persecución se extendieron a Castilla. Catalina asistió a las Cortes reunidas en diciembre del mismo año, así como el Rey y, a su lado, el hermano del Rey, el infante Fernando y doña Leonor Urraca de Castilla, su mujer. Dos años más tarde se celebraron Cortes en Madrid y, también en 1393, se firmarán treguas con Portugal por un período de quince años, Enrique III asume el poder antes de cumplir los catorce años y consuma su matrimonio en Madrid con Catalina. Comienza la etapa de gobierno de su marido, durante el cual Catalina de Lancaster no tuvo intervención alguna en los asuntos de Estado, ni en los negocios del gobierno. De su actividad pública las crónicas recogen su visita a Andalucía en compañía del Rey, su entrada en Sevilla y el encarcelamiento del arcediano de Écija, que hasta entonces había sido tratado con excesiva benevolencia. Pero la falta de noticias oficiales no presupone que permaneciese inactiva, al contrario, pues se ocupó de los asuntos locales de las villas de su señorío. Añadió a sus títulos los de duquesa de Soria, condesa de Carrión, señora de Molina, Huete, Atienza, Coca, Palenzuela, Mansilla, Rueda y Deza. Concedió especial atención y esfuerzo a las relaciones familiares, primero a la rama petrista en liquidación. Procuró la liberación de los hijos de Pedro I encarcelados al finalizar la guerra civil: Juan, casado y con dos hijos (Constanza, que sería abadesa de Santo Domingo el Real de Madrid, y Pedro, que accedería al obispado de Osma). Después Sancho y Diego, hijos de doña Isabel, dueña del hijo mayor del rey Pedro y María de Padilla. Otra rama familiar estaba constituida por la famosa priora Teresa de Ayala y su hija María, nacida de una relación del rey Pedro, a finales de su reinado, con Teresa, hija de Diego Gómez de Toledo, alcalde y notario mayor de Toledo, padre a su vez de Pedro Suárez de Toledo (notario mayor de Castilla) y esposo de Inés de Ayala (hermana del famoso canciller y cronista Pedro López de Ayala). También fortaleció mediante vínculos familiares la relación con Inglaterra (muerta su madre, siguió el contacto con su padre, que la recordará en su testamento), recuperando las ciudades concedidas en Bayona a doña Constanza de por vida y que revirtieron a la Corona. Además, como describen las crónicas, “gustaba de las religiosas y las favorecía”, como lo demuestran las fundaciones (como Santa María de Nieva, en 1392 convento de la Orden de Predicadores) y las ayudas importantes a nuevos monasterios de los jerónimos en Toledo (1396). Favoreció singularmente las casas de clarisas, franciscanos y dominicos, como Santo Domingo de Toledo (en la persona de la priora Teresa de Ayala y su hija). Las fundaciones reales continuarán con nuevos monasterios de los jerónimos en Toledo (1396), y la cartuja de Santa María de Las Cuevas (1400). De su predilección por los dominicos da fe la elección de sus confesores: fray Álvaro de Córdoba (fundador del convento Escala Celi), fray Juan de Morales (obispo de Badajoz y Jaén, enviado al concilio de Constanza), y fray García de Castronuño, obispo de Coria, benefactor del convento de los predicadores de Toro, en donde está enterrado. De acuerdo con el Tratado de Bayona, Catalina de Lancaster podía mantener su adhesión al papa Urbano VI, siempre que lo hiciera en privado (concesión a los ingleses), pero, al acceder al trono, su postura en el conflicto del Cisma era una cuestión de Estado. Se intentó cambiar su adhesión (según las crónicas inglesas valiéndose del engaño): el duque de Benavente, de acuerdo con un fraile carmelita, entregó a la Reina unas cartas, supuestamente escritas por el duque de Lancaster a su hija recomendándole el cambio de obediencia. El engaño se descubrió porque Catalina siempre había mantenido relación con su padre, como también la mantuvo con el rey de Inglaterra como primo a través de una correspondencia frecuente. Cuando el rey Juan I falleció, Clemente VII envió cartas de pésame a la pareja real, pero Catalina seguía todavía en la obediencia del sucesor de Urbano VI, Bonifacio VIII, que le había concedido la primera dispensa papal para su matrimonio. Así, se consideraba aceptado por Roma, pero Castilla apoyaba a Clemente VII de Aviñón y su dispensa era necesaria para que la Iglesia de Castilla considerara válido el enlace. Catalina cambió de obediencia, probablemente en 1390, pues, con ocasión de la fundación de Santa María de Nieva, los permisos eran concedidos por el papa Clemente VII. En 1394, Aragón y Castilla dieron su obediencia al papa electo Benedicto XIII, don Pedro de Luna, de origen aragonés. Los sucesivos intentos de llegar a una solución a la división de la Iglesia en dos obediencias fracasaron. Enrique III también, su embajada sin resultado fue seguida por la convocatoria de una asamblea en Salamanca en 1397. Las sucesivas vías de solución se demostraron inoperantes. En 1404, Benedicto XIII se instaló en Marsella, paso previo en su camino a Roma. Enrique III envió a Ruy Barba para proseguir las negociaciones. Catalina de Lancaster se mostraba muy inclinada a favor del papa Luna. Y mantendrá su fidelidad hasta la sentencia final el año de 1417. El matrimonio real, a pesar de la escasez de testimonios usual en la vida privada de los Reyes, debió de transcurrir en un clima de comprensión y ayuda mutua. Catalina, seis años mayor que su marido, vivió los conflictos de una turbulenta regencia, probablemente sin poder intervenir. Cuando su marido fue declarado mayor de edad antes de cumplir los catorce años, solamente disfrutó de su juventud hasta los diecisiete, cuando por primera vez se manifestó la enfermedad (probablemente una lepra de tipo tuberculoide) que progresó lentamente al principio. Así, aunque la pareja tardó trece años en tener descendencia, los cronistas no achacaron a la salud de Enrique III la tardanza, sino a la falta de templanza en la comida de Catalina. Según Fernán Pérez de Guzmán “el gran talle del cuerpo de la Reyna estaba acompañado de robustez de humores y gran fuerza de calor natural que la incitaba a tomar más alimento en las comidas de lo que es regular en las mujeres”. Su poca templanza en ello le haría contraer, después del nacimiento de su primera hija, “el accidente de perlesía”. En 1401 nació la primogénita: María (que casará en 1415 con su primo Alfonso V de Aragón, primogénito del infante Fernando, rey de Aragón, y morirá en 1458 poco después de su marido). Fue jurada sucesora en el trono en caso de faltar hijo varón en las Cortes de Toledo reunidas ese mismo año. Poco después, nacerá Catalina (que casó con su tío el infante Enrique, hermano de Alfonso V de Aragón, en 1420) y murió de parto en 1439. La priora Teresa de Ayala acompañó a la Reina en los dos partos y el maestro Alfonso Chirino actuó como físico. La segunda hija no nació con buena salud, una hinchazón excesiva del estómago y dolor en el costado hicieron que la Reina, muy preocupada, pidiera a la priora que hiciera rogativas a Dios y a la Virgen. La salud de la Reina continuó empeorando, se puso demasiado gruesa, los temblores propios de la perlesía se acentuaron, y la esperanza de una nueva preñez parecía remota toda vez que la salud de su marido, el Rey, empeoraba. Junto a su hermano, doliente, el infante Fernando se mantenía expectante sabedor de que, a falta de descendencia, el heredero al trono de Castilla era él. Su matrimonio con Leonor de Albuquerque, la “rica hembra”, le dio una descendencia numerosa: cinco varones y dos hijas. Hasta 1401 había actuado como heredero reconocido, era muy difícil que se resignara a verse desplazado. En enero de 1403, cuando nació Catalina, las esperanzas del infante seguían esfumándose, pero la noticia de una tercera preñez de la Reina en 1404 le hizo temer que esta vez naciera un varón, con lo que se desvanecería definitivamente toda pretensión al trono, a menos que lo usurpara. El 6 de marzo de 1405, nació un heredero: Juan. Don Enrique que tomó más precauciones de las habituales ante el tercer parto, escribió a la priora Teresa de Ayala para que acudiese a Toro con tiempo para ayudar a Catalina en el parto, que sería atendido por un nuevo físico real de gran renombre: Juan de Toledo. Además, confirmó los privilegios que Juan I había otorgado a su hermano el infante Fernando, y nombró almirante a Alfonso Enríquez. Leonor de Albuquerque fue invitada a visitar a la Reina en Toro, no así su marido. La salud de Enrique III se agravó. Catalina ya se preparaba para defender la tutela del heredero, y estaba dispuesta a luchar para conservarla. Al infante Fernando no le quedaba otra vía que aumentar su poder, y la mayor riqueza posible para él y para sus hijos. Es decir: la vuelta al gobierno de los parientes del Rey. En diciembre de 1406, murió Enrique III. La Reina vistió el luto. El príncipe heredero contaba veintidós meses de edad. El testamento real dejaba la regencia en manos de la Reina y de su cuñado, regencia que se preveía muy larga hasta que el príncipe heredero, el futuro rey Juan II, alcanzara la edad para reinar. Esta larga y difícil etapa supuso para ambos regentes grandes esfuerzos para conciliar o, al menos, guardar las apariencias de sus profundas desavenencias, salvo en una importante cuestión: respecto al Cisma de la Iglesia, ambos apoyarían la candidatura de Benedicto XIII, don Pedro de Luna. La Reina para fortalecer la posición del heredero y el infante para conseguir el trono de Aragón. Con su apoyo. Catalina de Lancaster demostró sobradamente las cualidades que le atribuye el cronista: “fue muy honesta y liberal” y también su principal defecto: “y sujeta a validos”. Los cronistas aluden en primer lugar a Leonor López, hija del maestre de Calatrava en tiempos de Pedro I, nacida en Córdoba y que estaba en el alcázar de Segovia junto a otras damas de su compañía cuando enviudó la Reina. Pero parece ser que era muy preferida por la Reina; el Consejo Real decidió que debía ser apartada de la Corte, y con ella los parientes que ocupaban puestos gracias a su ascendiente sobre la Reina. A esta decisión probablemente no fue ajeno el infante Fernando. La segunda favorita fue Inés de Torres, apartada del entorno de Catalina con los mismos pretextos: la Reina se decidía sólo después de escuchar su consejo. Todos los asuntos se libraban únicamente por su mano. Estaba también Alfonso de Robles, contador del rey, amigo de Juan Álvarez de Osorio, que mantenía una relación con Inés de Torres. Los tres decidían sin el acuerdo de los grandes ni del Consejo. La muerte de Enrique III causó también gran preocupación a Benedicto XIII. Prestó ayuda a Catalina, y su apoyo para que pudiese ejercer la regencia, y también al infante Fernando, con el que se había reconciliado en 1407, siendo su principal valedor en el Compromiso de Caspe (1412). En 1407, el infante tenía veinticinco años, necesitaba destacar, crearse un nombre heroico y el único horizonte. Para lograrlo quería reiniciar la guerra de Granada; la Iglesia apoyaba económicamente la lucha contra el infiel, y las Cortes votaron muy a regañadientes cuarenta y cinco cuentos de maravedís. Entonces, como estaba previsto, ambos regentes se repartirían el gobierno de Castilla, pero de un modo muy desigual: Fernando la parte meridional a partir de Guadarrama, y para Catalina la parte norte, en donde estaban las mayores posesiones de su cuñado, por lo que su gobierno se encontraba muy disminuido. La primera campaña resultó un fracaso; después de unos primeros éxitos el infante fracasó en Setenil y las Cortes no le otorgaron los sesenta cuentos que había pedido. Según los cronistas afectos a don Fernando, la culpa fue de la Reina, por oponerse a sus proyectos. Pero esto no es creíble porque la oposición era con mucho más amplia. A favor de Catalina se encontraban Juan de Velasco y Diego López de Stúñiga, que habían perdido la custodia del heredero al ceder a una compensación económica ofrecida por el infante. Los Mendoza de Guadalajara, apoyados por el maestre de Santiago (Lorenzo Suárez de Figueroa) también apoyaron a la Reina. Con el infante estaban el conde de Trastámara, los Sarmiento, Rojas y Enríquez, que alzaban la voz para afirmar que la Reina estaba mal aconsejada. La concordia entre los infantes era ficticia, y por ambas partes se movilizaron tropas. La segunda etapa de la guerra de Granada se saldó en 1410 con la toma de Antequera; don Fernando será en adelante conocido como Fernando “el de Antequera”. Y la guerra se interrumpió. La muerte del rey Martín el Humano planteó el problema sucesorio en la Corona de Aragón. La Reina ofreció todo su apoyo con la esperanza de que si salía elegido, abandonaría la regencia. Previamente había consultado los posibles derechos de su hijo, y renunció a ellos, volcándose en la empresa de su cuñado. El Compromiso de Caspe de 1412, con la ayuda de fray Vicente Ferrer y del papa Luna, elige a Fernando “el de Antequera” rey de Aragón. Ese mismo año, Catalina dispuso de un ordenamiento de moros y judíos siguiendo la corriente del predicador fray Vicente. Dos años más tarde, don Fernando fue solemnemente coronado como rey de Aragón. La esperada renuncia a la regencia no tuvo lugar. Se restableció la división territorial en Castilla, aunque mejorada a favor de Catalina, cuyo generoso comportamiento se había hecho una vez más patente con ocasión de la rebelión del conde de Urgel en 1413, pues le ofreció un importante contingente de tropas. Y todavía se manifestó una vez más: cuando en 1414 se coronó rey de Aragón, Catalina le envió una corona del tesoro real de gran valor. Con la muerte del rey de Aragón comenzó la última etapa del reinado de esta prudente reina, magnífica educadora del príncipe heredero (en opinión de Sánchez de Arévalo), última defensora de Benedicto XIII, con el que siguió manteniendo correspondencia hasta el veredicto de 1417. Y, aún antes de morir, la Reina se dirigió al nuevo papa Martín V para exponerle las causas de su retraso en retirar la obediencia a don Pedro de Luna. Como única regente tuvo que enfrentarse a la nobleza, que pretendía tener secuestrado al príncipe heredero. Velasco y Stúñiga entraron en la custodia del futuro rey sin ninguna oposición. En los dos últimos años de su vida, firmó treguas con el rey de Granada y favoreció la ocupación de las Islas Canarias, episodio poco afortunado porque su concesión a Juan de Bethencourt fue un error. En 1418, su salud empeoró, pidió ser llevada a Valladolid, y que su hijo Juan II se acercase a Simancas. Murió a la edad de cuarenta y seis años y está enterrada en la capilla que fundó en la catedral de Toledo junto a Enrique III. Bibl.: G. González Dávila, Historia de la vida y hechos del Rey don Henrique III, Madrid, F. Martínez, 1638; E. Flórez de Setién Huidobro, Memorias de las reynas catholicas: historia genealógica de la Casa Real de Castilla y Leon, Madrid, Viuda de Marín, 1790, 2 vols.; I. I. Mac Donald, Don Fernando de Antequera, Oxford, Dolphin Book, 1948; C. Rosell (ed.), Crónicas de los Reyes de Castilla: desde don Alfonso el Sabio hasta los Católicos don Fernando y doña Isabel, vol. II, Madrid, Atlas, 1953 (col. Biblioteca de Autores Españoles, 68); J. Torres Fontes, La regencia de don Fernando de Antequera, vol. I, Barcelona, Escuela de Estudios Medievales-Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1964, págs. 375-429; L. Suárez Fernández, Nobleza y monarquía, Valladolid, Universidad, 1975; M. V. Amasuno Sárraga, Alfonso Chirino, un médico de monarcas castellanos, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1993; L. Suárez Fernández, Monarquía hispana y revolución Trastámara, Madrid, Real Academia de la Historia, 1994; F. Suárez Bilbao, Enrique III (1390-1406), Burgos, La Olmeda, 1994; P. A. Porras Arboledas, Juan II, 1406-1454, Valladolid, La Olmeda, 1995; V. M. Márquez de la Plata y L. Valero de Bernabé, Reinas medievales españolas, Madrid, Alderabán, 2000; L. García Ballesteros, La búsqueda de la salud, Barcelona, Editorial Península, 2001; E. Mitre, Una muerte para un rey: Enrique III de Castilla, Valladolid, 2001; E. Benito Ruano, Los infantes de Aragón, Madrid, Real Academia de la Historia, 2002; L. Suárez Fernández, Benedicto III: ¿Antipapa o Papa? (1328-1423), Barcelona, Editorial Ariel, 2002; A. Echevarría, Catalina de Lancaster, Hondarribia, Nerea, 2002; M. A. Ladero Quesada, Las fiestas en la cultura medieval, Barcelona, Editorial Areté, 2004; M.ª Teresa Álvarez, Catalina de Lancaster: primera Princesa de Asturias, Madrid, La Esfera de los Libros, 2008. |
La insignia (también conocida como condecoración o placa) del príncipe de Asturias es un distintivo externo propio de los príncipes de Asturias, cuya actual portadora es Leonor de Borbón. Historia De forma tradicional el principado de Asturias entregaba a sus príncipes en su nacimiento una ofrenda de mil doblas, conocida como mantillas.
En 1830 ante el próximo parte de María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, se formó una comisión del Principado de Asturias destinada a felicitar a un eventual príncipe de Asturias y ofrecerle las mantillas. Esta comisión presentó a Fernando VII una serie de modelos para realizar una insignia o condecoración con la Cruz de la Victoria, destinada al nuevo príncipe. Al nacer una infanta (después jurada princesa heredera y que acabaría siendo Isabel II) no se le impuso la condecoración prevista. Posteriormente, en 1850 se repitió una situación parecida cuando la comisión asturiana no pudo entregar la condecoración por haber nacido muerto, un varón, Fernando. En el año de 1851, nació una infanta, María Isabel que sería princesa de Asturias. En esta ocasión la comisión asturiana presentó a la princesa únicamente las mantillas y no la condecoración.
La primera vez en que pudo imponerse la insignia fue en el nacimiento del futuro Alfonso XII en 1857. Con posterioridad la insignia se ha impuesto a la mayoría de aquellos titulados príncipes o princesas de Asturias, con independencia de su sexo. La última vez en que se impuso de forma solemne fue en 1907 a Alfonso de Borbón y Battenberg. Juan Carlos de Borbón llevaría la insignia en ocasiones solemnes hasta su designación como heredero de Franco en la jefatura del Estado con el título de rey en 1969. Tras la instauración de la monarquía en la persona de Juan Carlos I no se tiene constancia de la imposición de la placa al entonces príncipe don Felipe. En 2018 se diseñó una nueva insignia realizada con un diseño distinto a la histórica destinada a Leonor de Borbón. Descripción. La condecoración histórica consistía en una placa ovalada en la que se disponía la Cruz de la Victoria sobre un fondo esmaltado en azul. En la parte inferior de la Cruz de la Victoria a ambos lados de la misma se disponían dos ramas de laurel. La placa impuesta a Leonor de Borbón en 2018 es distinta a la insignia histórica, siendo de menores dimensiones y forma circular. Fue realizada en oro blanco y amarillo. La insignia era entregada solemnemente por una comisión especialmente formada al efecto, elegida por la Diputación Provincial de Oviedo. En el caso de imponerse en el momento del nacimiento del príncipe el acto podía realizarse en dos momentos: En 1857, el acto tuvo lugar inmediatamente después del bautismo de su bautismo y antes de la imposición de las órdenes del Toisón de Oro, Carlos III e Isabel la Católica En 1907, el acto se realizó en la Real Cámara, algunos días después del bautismo. |
El Principado de Asturias (en asturiano: Principáu d'Asturies; en eonaviego: Principao d'Asturias) es una comunidad autónoma uniprovincial de España, con una población de 1 006 060 habitantes (INE 2023). Bañada al norte por las aguas del mar Cantábrico, limita al oeste con la provincia de Lugo (Galicia), al sur con la provincia de León (Castilla y León) y al este con Cantabria. Recibe el nombre de «Principado» por razones históricas, al ostentar el heredero de la corona de Castilla y, por extensión, de la corona de España el título nobiliario de príncipe de Asturias, establecido por Juan I de Castilla en el año 1388. La ciudad de Oviedo es la capital y, según el Estatuto de Autonomía, sede de las instituciones del Principado de Asturias. La ciudad más poblada de la comunidad es Gijón. El actual espacio territorial asturiano coincide básicamente con el antiguo territorio de las Asturias de Oviedo, contiguas a las Asturias de Santillana. Con la división territorial de Javier de Burgos en 1833, la región de las Asturias de Oviedo se convirtió en la provincia de Oviedo, recibiendo una porción del territorio de las Asturias de Santillana —los concejos de Peñamellera Alta, Peñamellera Baja y Ribadedeva—, mientras el resto de las mismas se integró en la provincia de Santander, posterior comunidad autónoma de Cantabria. El Principado de Asturias, según el artículo 1 de su Estatuto de Autonomía, está considerado como una comunidad histórica. Posee una asamblea legislativa llamada Junta General del Principado, en recuerdo de una antigua institución medieval de representación de los concejos ante la Corona. Coincide su territorio en parte además, con la zona nuclear del antiguo reino de Asturias del año 718 y posee dos idiomas propios: el asturiano o bable, del tronco lingüístico asturleonés, que aun no siendo considerada lengua oficial, tiene un estatus jurídico parecido al de la oficialidad[cita requerida] y el eonaviego o gallego-asturiano, del tronco lingüístico galaicoportugués, hablado en los concejos del extremo occidental y que goza de un estatus similar. Etimología. El término «Asturias» recibe el nombre de sus antiguos pobladores, los astures, primitivos habitantes de orillas del río Astura (Esla). El nombre de astures englobaba no solo a los de la Meseta (cismontanos), sino también a los del norte (transmontanos). «Ástur» proviene de la raíz celta stour que significa «río». Dicho topónimo aparece en Bretaña, donde Plinio habla del río Stur; hoy en día existen tres ríos Stour en Kent, Suffolk y Dorset. En la desembocadura del Elba hay otro río Stör, llamado antiguamente Sturia. Asimismo, en el Piamonte se localizaba la tribu celta de los Esturi y un río Stura. La misma raíz perdura aún hoy en el gaélico y el bretón en las palabras ster y stour con el significado de «río». Símbolos. El escudo de Asturias está legislado por la Ley 2/1984, de 27 de abril (Boletín Oficial del Principado de Asturias, BOPA, número 103, de 4 de mayo) y sus colores por el Decreto 118/1984, de 31 de octubre (BOPA número 276, de 29 de noviembre). La bandera de Asturias está legislada por la Ley 4/1990, de 19 de diciembre (BOPA número 6, de 9 de enero de 1991). |
Principado de Asturias Principao d'Asturias (en eonaviego) Principáu d'Asturies (en asturiano) | ||
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Lema: Hoc signo tuetur pius, Hoc signo vincitur inimicus (latín: 'Con este signo se protege al piadoso, con este signo se vence al enemigo') | ||
Capital | Oviedo | |
Ciudad más poblada | Gijón | |
Idioma oficial | Español | |
• Otros idiomas | Asturiano y eonaviego | |
Entidad | Comunidad autónoma | |
• País | España | |
Parlamento | Junta General del Principado de Asturias | |
Subdivisiones | 78 concejos 18 partidos judiciales | |
Superficie | Puesto 10.º | |
• Total | 10 603,57 km² (2,1 %) | |
Población (2023) | Puesto 14.º | |
• Total | 1 006 060 hab. | |
• Densidad | 94,88 hab./km² | |
Gentilicio | Asturiano, -a | |
Patrono(a) | Virgen de Covadonga | |
Estatuto | 30 de enero de 1982 | |
Fiesta oficial | Día de Asturias | |
Consideración | Comunidad histórica | |
La cruz de la Victoria es una cruz latina que se encuentra en la Cámara Santa de la catedral de Oviedo. Alfonso III el Magno, rey de Asturias, la donó a la catedral de San Salvador de Oviedo en el año 908, según consta en una inscripción colocada en el reverso de la cruz. Es el principal símbolo representativo del Principado de Asturias, al figurar tanto en su bandera como en su escudo. Historia La cruz de la Victoria fue donada a la catedral de San Salvador de Oviedo por el rey Alfonso III el Magno y por su esposa, la reina Jimena de Asturias, en el año 908, según consta en una inscripción colocada en el reverso de la cruz. Fue realizada, según consta en la misma inscripción, en el castillo de Gauzón, emplazado en el Peñón de Raíces (Castrillón), en las inmediaciones de la ría de Avilés. Dicho castillo, que contaba con un taller de orfebrería, había sido donado en el año 905, junto con varias iglesias, a la iglesia de San Salvador de Oviedo, por el rey Alfonso III el Magno. Según refiere la tradición, la cruz de madera que se encuentra en el interior de la cruz de la Victoria fue la que el rey don Pelayo enarboló en la batalla de Covadonga, librada en el año 722, en la que las tropas asturianas derrotaron a las musulmanas. No obstante, dicha tradición, que no fue recogida por los eruditos hasta el siglo XVI, ha sido desmentida recientemente por los arqueólogos César García de Castro Valdés y Alejandro García-Álvarez del Busto, que han demostrado, basándose en la prueba del carbono-14, que la cruz de madera que se encuentra en el interior de la cruz de la Victoria procede de un árbol talado durante el reinado de Alfonso III el Magno, y no de la época de don Pelayo, primer rey de Asturias. Diversos autores señalan que la cruz pudo tener en el pasado un carácter ceremonial, sirviendo de guion en procesiones solemnes. Existen testimonios de época moderna de que en tiempos de guerra la cruz era sacada de la Cámara Santa de Oviedo y depositada en el altar mayor de la catedral ovetense, a fin de impetrar la paz y la victoria frente a los enemigos. En 1934, durante la Revolución de Asturias, la Cámara Santa de Oviedo fue dinamitada por los revolucionarios, y las reliquias y objetos allí conservados, incluidas la Cruz de los Ángeles, el Arca Santa y la Caja de las Ágatas, sufrieron graves desperfectos y hubieron de ser restauradas en 1942, aunque la cruz de la Victoria apenas sufrió daños. No obstante, la restauración de 1942, a la que también fue sometida la cruz de la Victoria, ha sido considerada por diversos historiadores como una violación de los principios arqueológicos, artísticos e históricos, pues en algunos casos los daños fueron reparados sin tomar precauciones que permitieran posteriormente diferenciar los elementos originales de los añadidos. En 1977 se cometió un robo en la catedral de Oviedo. La cruz de la Victoria fue sustraída y posteriormente recuperada. No obstante, y debido a los graves desperfectos que sufrió, hubo de ser restaurada por la Comisión para la restauración de las joyas históricas de la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, presidida por el presidente del cabildo catedralicio ovetense, y creada para reparar los daños causados por el robo de 1977. La comisión entregó la cruz de la Victoria a la catedral, después de haber sido restaurada en el taller de Pedro Álvarez, en 1982, y la cruz volvió entonces a la Cámara Santa de Oviedo. La cruz de la Victoria se convirtió en el emblema heráldico del Principado de Asturias, debido, en parte, a la intervención del ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos. El actual escudo del Principado de Asturias fue aprobado por ley de 27 de abril de 1984, y está basado en el que la Diputación Provincial de Oviedo adoptó en el año 1857, en el que aparecía la imagen de la cruz de la Victoria. Descripción La cruz de la Victoria es de tipo latino, y está formada por dos piezas de madera unidas en el centro de la cruz, donde se encuentra un compartimento para albergar reliquias. Dicho compartimento contuvo en el pasado, según refieren diversos autores, un fragmento del Lignum Crucis. Los brazos de la cruz, que parten de un medallón central, se ensanchan ligeramente desde el medallón conforme avanzan hacia los extremos, que acaban en tres medios círculos rematados a su vez por otros tres círculos casi cerrados. No obstante, el extremo inferior de la cruz, que le sirve de base, termina en dos círculos casi cerrados y no en tres, a fin de dejar espacio al astil que permite mantener la cruz en posición vertical. La cruz mide 920 mm de alto por 720 mm de ancho, y el diámetro de su medallón central mide 140 mm. Los brazos laterales de la cruz miden 230 mm cada uno. El brazo superior mide 350 mm y el inferior 430 mm. El grosor de la mayor parte de la cruz alcanza los 25 milímetros, aunque el grosor del medallón central llega a los 40 mm. La cruz de la Victoria pesaba 4.967 gramos. La cruz está recubierta con oro, esmaltes y pedrería tallada o en forma de cabujón, y su estilo muestra ciertas semejanzas, en opinión de diversos autores, con la orfebrería carolingia del siglo IX.6 En el reverso de la cruz, que es liso y contiene escasas labores de orfebrería, hay incrustadas cuatro gemas en forma de cabujón en cada uno de los extremos. Otras gemas más pequeñas están incrustadas en los bordes, y los clavos que fijan la lámina de oro a la cruz de madera están ocultos por florecillas, esferitas y formas amigdaloides soldadas. Inscripciones del reverso En el reverso de la cruz de la Victoria se encuentran soldadas las siguientes leyendas, compuestas a partir de letras de oro: Brazo superior: "SVSCEPTVM PLACIDE MANEAT HOC IN HONORE DI QVOD OFFERVNT / FAMVLI XPI ADEFONSVS PRINCES ET SCEMENE REGINA" Brazo derecho (brazo izquierdo del observador): "QVISQVIS AVFERRE HOC DONARIA NOSTRA PRESVMSERIT FVLMINE DIVINO INTEREAT IPSE" Brazo izquierdo (brazo derecho del observador): "HOC OPVS PERFECTVM ET CONCESSVM EST SANTO SALVATORI OVETENSE SEDIS" Brazo inferior: "HOC SIGNO TVETVR PIVS HOC SIGNO VINCITVR INIMICVS / ET OPERATVM ES IN CASTELLO GAVZON AGNO REGNI NSI XLII DISCVRRENTE ERA DCCCCXLVIA" Las inscripciones latinas colocadas en el reverso de la cruz de la Victoria, vienen a decir traducidas al castellano: "Recibido complacientemente, permanezca esto en honor de Dios, que ofrecen los servidores de Cristo Alfonso príncipe y Jimena reina. Quienquiera que pretendiera arrebatar este don nuestro, así perezca por el rayo divino. Esta obra se terminó y concedió a la sede ovetense de San Salvador. Por este signo es protegido el piadoso. Por este signo es vencido el enemigo. Y se fabricó en el castillo de Gauzón el año 42 de nuestro reinado, transcurriendo la Era 946 (año 908)." |
La Fundación Princesa de Asturias (FPA) —hasta 2014, denominada Fundación Príncipe de Asturias; en el momento de su creación, Fundación Principado de Asturias— se constituyó en la ciudad de Oviedo el 24 de septiembre de 1980 en un acto presidido por el entonces príncipe Felipe de Borbón, que contaba en aquel momento con doce años. El 19 de junio de 2014, con la proclamación de Felipe como rey de España, su hija Leonor asumió el título de princesa de Asturias como su heredera. En octubre de ese año el patronato de la fundación aprobó un cambio de denominación tanto de la institución como los premios homónimos que pasarían a ser «Princesa de Asturias». Los cambios se hicieron efectivos tras la entrega de los premios de la edición de 2014. |
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