—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

viernes, 11 de mayo de 2012

100.-Antepasados del rey de España: Felipe IV de España, llamado «el Grande» o «el Rey Planeta»



 Felipe IV de España, llamado «el Grande» o «el Rey Planeta»



 
Aldo  Ahumada Chu Han 

(Valladolid, 8 de abril de 1605 - Madrid, 17 de septiembre de 1665), fue rey de España​ desde el 31 de marzo de 1621 hasta su muerte, y de Portugal desde la misma fecha hasta diciembre de 1640. Su reinado de 44 años y 170 días fue el más largo de la casa de Austria y el tercero de la historia española, siendo superado sólo por Felipe V y Alfonso XIII, aunque los primeros dieciséis años del reinado de este último fueron bajo regencia.
Durante la primera etapa de su reinado compartió la responsabilidad de los asuntos de Estado con don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, quien desplegó una ambiciosa política belicista en el exterior y reformista en el interior que buscaba mantener la hegemonía española en Europa. Tras la caída de Olivares, se encargó personalmente de los asuntos de gobierno, ayudado por cortesanos muy influyentes, como Luis Méndez de Haro, sobrino de Olivares, y el duque de Medina de las Torres.

Los exitosos primeros años de su reinado auguraban la restauración de la preeminencia universal de los Habsburgo, pero la guerra constante de la Europa protestante y la católica Francia contra España condujeron al declive y ruina de la Monarquía Hispánica, que hubo de ceder la hegemonía en Europa a la pujante Francia de Luis XIV, así como reconocer la independencia de Portugal y las Provincias Unidas.

Hijo y sucesor de Felipe III. Durante el largo y crucial reinado de Felipe IV la monarquía hispánica, en la pendiente de la decadencia económica y política, vivió los últimos esplendores del Siglo de Oro y hubo de aceptar la pérdida de la hegemonía en Europa, después de guerras agotadoras y una grave crisis interna.

Felipe IV, sensible e inteligente por naturaleza, escudaba su timidez, como su abuelo Felipe II, tras la compostura ceremonial. Fue muy buen deportista, gran jinete y apasionado por la caza. Su evolución física y anímica puede seguirse en los numerosos retratos de Diego Velázquez, su pintor de cámara, que lo inmortalizaría en diversas actitudes. Amante de los placeres y de voluntad un tanto débil, pero dotado de una notable cultura y aficionado a la música y al teatro, su profunda religiosidad estuvo siempre en conflicto con su temperamento sensual. Las derrotas y desgracias de la monarquía agudizaron su sentimiento de culpabilidad. Según se constata en su correspondencia con sor María Jesús de Ágreda, estaba convencido de que aquéllas eran, en buena parte, un castigo divino por sus pecados.
Aunque en algunas etapas de su vida intervino directamente en las cuestiones de gobierno, por lo general (y al igual que su padre), Felipe IV cedió los asuntos de Estado a validos, entre los que destacó Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, quien realizó una enérgica política exterior que buscaba mantener la hegemonía española en Europa. La política de Olivares, a quien Felipe IV mantuvo en el poder hasta 1643, renovaba la tradición del imperialismo de Felipe II y reaccionaba contra el pacifismo, considerado claudicante y lesivo, de la etapa anterior. La idea de Olivares era fortalecer la monarquía católica mediante la unificación de los recursos humanos, económicos y militares de sus diferentes reinos, bajo el sistema de gobierno castellano, más absolutista. Para ello puso en marcha todos los recursos de Castilla y solicitó la contribución de los demás reinos de la monarquía (Unión de Armas, 1624), a pesar de vulnerar así sus privilegios.
Finalizada la tregua de los Doce Años con las Provincias Unidas (1621), se reanudó la guerra que, tras el sitio y rendición de Breda por Antonio de Spínola (1624-1625), se alargó sin éxitos contundentes de ningún bando. Paralelamente, los tercios españoles luchaban en Alemania en apoyo de los Habsburgo austríacos (guerra de los Treinta Años) y en Italia (guerra de Sucesión de Mantua, 1629-1631), donde se hizo evidente la rivalidad entre España y Francia. Por otro lado, la ascensión al trono inglés de Carlos I provocó la reanudación de hostilidades entre España e Inglaterra (ataque inglés a Cádiz, 1625).
La victoria española frente a los suecos en Nördlingen (1634) pareció anunciar un triunfo definitivo de los Habsburgo en Alemania, lo que motivó la inmediata intervención de Francia, que declaró la guerra a España (1635). El cardenal-infante don Fernando, hermano de Felipe IV, estuvo a las puertas de París (1636), pero se retiró por escasez de recursos. Francia tomó entonces la iniciativa y, en 1638-1639, los ejércitos franceses ocuparon el Rosellón, mientras que la escuadra holandesa del almirante Tromp derrotaba a la española en las Dunas (1639).
Olivares, en un agónico intento de ganar la guerra, obligó a Portugal y a los reinos de la Corona de Aragón a contribuir a los gastos de la contienda, sin respetar los privilegios de dichas provincias de la monarquía. Por este motivo, en 1640, el principado de Cataluña se rebeló contra Felipe IV, al igual que Portugal. El fracaso de las tropas que debían sofocar las rebeliones en 1643, motivó la caída de Olivares y su sustitución por Luis de Haro. Por el Tratado de Westfalia, España reconocía la independencia de las Provincias Unidas. No obstante, la guerra contra Francia continuó. En 1653 Francia, aliada a la república inglesa de Cronwell, retomó la iniciativa en la contienda (conquista inglesa de Jamaica en 1655, victorias sobre los españoles en Las Dunas y Dunkerque 1658) y obligó a España a firmar la paz de los Pirineos (1659), por la que se cedía el Rosellón, parte de la Cerdaña y de los Países Bajos a Francia, lo que acabó con la hegemonía española en Europa. En los últimos años del reinado de Felipe IV se intentó en vano la recuperación de Portugal, cuya independencia se reconoció en 1668, muerto ya el monarca.
En el orden interno, a pesar de seguir una política reformista, la monarquía española de Felipe IV se vio envuelta en una recesión económica que afectó toda Europa, y que en España se notó más por la necesidad de mantener una costosa política exterior. Esto llevó a la subida de los impuestos, al secuestro de remesas de metales preciosos procedentes de las Indias, a la venta de juros y cargos públicos, a la manipulación monetaria, etc.; todo con tal de generar nuevos recursos que pudiesen paliar la crisis económica.

Discutible como gobernante, Felipe IV presenta un perfil más favorable como esteta y mecenas inteligente y refinado. Su mecenazgo sobre Velázquez y otros pintores y escritores contribuyó al brillo del Siglo de Oro. Incrementó notablemente la pinacoteca real, de la que se nutriría el Museo del Prado (Madrid), adquiriendo unos ochocientos cuadros para el Palacio del Buen Retiro, un palacio de recreo en la afueras de Madrid cuya construcción impulsó Olivares para resaltar la grandeza del “rey planeta” como un ambicioso proyecto artístico. En cuanto al teatro, la representación de comedias con gran aparato escenográfico, tan del gusto barroco, fue habitual en la Corte en la década de 1630. Toda una gran generación de autores dramáticos, encabezada por Calderón de la Barca, fue coetánea de Felipe IV, quien fue también gran aficionado a la música y autor de algunas composiciones.

Siglo de oro

Felipe IV fue hombre de gran cultura y mecenas de las artes; la suya fue la mayor colección de pintura que hubo en Europa en su tiempo. Resulta muy significativa en este sentido una carta enviada en 1638 a Londres por el embajador inglés en Madrid en la que señalaba que los españoles «se han vuelto ahora más entendidos y más aficionados al arte de la pintura que antes, en modo inimaginable. [...] y en esta ciudad en cuanto hay algo que vale la pena se lo apropia el rey pagándolo muy bien; y siguiendo su ejemplo, el Almirante [de Castilla], don Luis de Haro y muchos otros también se han lanzado a coleccionar».​ 

Reunió para los palacios de la Corona (mediante encargos directos, compras y regalos) centenares de cuadros, la mayoría expuestos o guardados en la actualidad en el Museo del Prado y que se cuentan entre sus mayores tesoros. Aparte de las enviadas al monasterio de El Escorial, incorporó más de 2000 nuevas pinturas a sus palacios: unas 1100 para el Alcázar, unas 800 para el Buen Retiro, construido bajo su reinado, 171 para la Torre de la Parada, profundamente reformada durante esos años, y 96 para la Zarzuela, también de nueva construcción.​ Entre los artistas de los que incorporó obras a la Colección Real figuran Rubens, el pintor más prestigioso de Europa en su época, del que reunió la mejor y más extensa colección que haya existido (aunque posteriormente sufrió graves pérdidas, en especial en el Incendio del Real Alcázar de Madrid en 1734), Rafael, Mantegna, Durero, pintores venecianos como Tiziano, Veronese y Tintoretto, múltiples pintores barrocos españoles, flamencos, italianos y franceses (Ribera, Zurbarán, Van Dyck, Reni, Annibale Carracci, Barocci, Lanfranco, Domenichino, Poussin, Claudio de Lorena)... eso, por no aludir a la protección que dispensó a Velázquez a lo largo de cuarenta años. Sin el apoyo de este rey, el pintor sevillano no hubiese desarrollado una carrera tan brillante. Por esta relación de mecenazgo, el grueso de la producción de este pintor se concentra en el Prado.

Semblanza del Rey Planeta

El viajero francés Antoine de Brunel dejó un retrato lleno de tópicos pero muy concreto de la imagen que ofrecía el soberano español en fecha tan tardía como 1655:

Todas sus acciones y ocupaciones son siempre las mismas y marcha con paso tan igual que, día por día, sabe lo que hará toda su vida (...) Así, las semanas, los meses y los años y todas las partes del día no traen cambio alguno a su régimen de vida, ni le hacen ver nada nuevo; pues al levantarse, según el día que es, sabe qué asuntos tratar y qué placeres gustar. Tiene sus horas para la audiencia extranjera y del país, y para firmar cuanto concierne al despacho de sus asuntos y al empleo de su dinero, para oír misa y para tomar sus comidas, y me han asegurado que, ocurra lo que ocurra, permanece fijo en este modo de obrar (...) Usa de tanta gravedad, que anda y se conduce con el aire de una estatua animada. Los que se acercan aseguran que, cuando le han hablado, no le han visto jamás cambiar de asiento o de postura; que los recibía, los escuchaba y les respondía con el mismo semblante, no habiendo en su cuerpo nada movible salvo los labios y la lengua.
Por debajo de esta imagen oficial, hierática, Felipe IV siguió siendo un hombre de carne y hueso, apasionado de las artes, en especial de la pintura y el teatro, inteligente, culto y aficionado a la caza, a los toros y a las mujeres (con predilección por estas últimas). Igualmente, el tópico de Felipe IV como monarca entregado a sus placeres y gobernado por validos es eso: un tópico. Olivares y sus sucesores no fueron verdaderos validos en el sentido de que gobernaran por el rey, sino sus primeros ministros, hombres de confianza. En este sentido, se puede afirmar además que el Rey Planeta trabajó tanto en el despacho atendiendo los asuntos de Estado como su abuelo el Rey Prudente.



Felipe IV. Valladolid, 8.IV.1605 – Madrid, 17.IX.1665. Rey de España y Portugal.

El futuro Felipe IV, primer hijo varón de Felipe III y de Margarita de Austria, fue el segundo de los niños que sobrevivió del matrimonio. Nació en el palacio real de Valladolid, al que se había trasladado la Corte en 1601. El día de su bautismo, el Domingo de Resurrección de 1605, el duque de Lerma, valido y principal ministro de su padre, le llevó en brazos a la iglesia de San Pablo y allí le pusieron el nombre de Felipe Dominico Víctor. Tras el regreso de la Corte a Madrid en 1606, fue educado en el Alcázar, en el seno de una Familia Real que iba creciendo, a medida que la Reina traía al mundo a nuevos hijos: la infanta doña María (1606), los infantes don Carlos (1607) y don Fernando (1609), y la infanta doña Margarita (1610). El nacimiento de otro hijo más en 1611, el infante don Alfonso, acabó por costarle la vida a la Reina.

El 13 de enero de 1608, el príncipe, que todavía no tenía tres años de edad, recibió el tradicional juramento de lealtad de parte de sus futuros súbditos en la iglesia de San Jerónimo. En 1611 el duque de Lerma, para asegurar su propio dominio sobre el séquito del príncipe, se nombró a sí mismo ayo y mayordomo mayor y, durante el año siguiente, se le encomendó la educación del príncipe a Galcerán Albanell, un noble catalán conocido por su erudición.
Aunque se le enseñaron unos conocimientos básicos de Geografía, Historia y Matemáticas y se le inició por primera vez en el arte de la guerra en 1614, presentándole un ejército de soldaditos de madera diseñados para él por Alberto Struzzi, parece que se hizo muy poco por prepararle para su futuro papel de Rey.
Más tarde, él mismo explicaría, en las páginas autobiográficas que acompañaban su traducción del italiano de los libros ocho y nueve de la Historia de Italia de Guicciardini, que “por mis pocos años no pudo el Rey mi señor, que está en el cielo, introducirme cerca de su persona en los negocios de esta Monarquía”. Si bien añadía que estaba a punto de ser iniciado en la lectura de los documentos de estado en el momento en que ocurrió la prematura muerte de su padre.
El 18 de octubre de 1615, cuando tenía diez años, lo casaron con Isabel de Borbón, de doce años de edad, hija de Enrique IV de Francia, pero no les permitieron al príncipe y a la princesa vivir juntos como marido y mujer hasta pasados otros cuatro años. Con ocasión de su matrimonio, no obstante, se le puso casa al príncipe, dándole unos aposentos en el ala norte del Alcázar. Una vez más, Lerma tomó medidas para asegurar su continuo dominio sobre el príncipe, nombrando a su hijo mayor, el duque de Uceda, sumiller de corps, y al hermano menor de Uceda, el conde de Saldaña, caballerizo mayor. Pero Lerma cometió el fallo de incluir entre los nuevos gentilhombres de la Cámara del príncipe a Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, quien, aunque en ese momento era un aliado de Uceda, tenía claras ambiciones políticas propias. La dominante personalidad de Olivares hizo que, en un principio, no fuera del agrado del príncipe, pero poco a poco fue ganándose su confianza, haciendo gala de una adecuada combinación de firmeza y adulación y aprovechándose de su pasión por la equitación y su gusto por el teatro. Para cuando Lerma cayó del poder en 1618 el control que la casa de Sandoval ejercía sobre el príncipe ya había menguado y el hecho de que el Rey nombrara al tío de Gaspar, Baltasar de Zúñiga, para que sucediera al valido caído como ayo de su hijo fue un símbolo del cambio en la balanza de poder en la Corte.

En 1619 Felipe III y el Príncipe de Asturias viajaron a Portugal, acompañados por Zúñiga y Olivares, para celebrar una reunión de las Cortes en Lisboa, en la que los portugueses juraron lealtad al heredero al trono. En el viaje de vuelta a Madrid el Rey cayó enfermo en Casarrubios del Monte y, aunque se recuperó de la enfermedad, su salud quedó mermada de ahí en adelante. Cayó de nuevo enfermo a comienzos del mes de marzo de 1621 y murió el 31 de ese mismo mes a los cuarenta y dos años de edad.
Al Príncipe de Asturias, ya Felipe IV, le quedaban unos días para cumplir dieciséis años cuando su confesor dominico, fray Antonio de Sotomayor, entró en su habitación para decirle que su padre había fallecido.
Tras Sotomayor entró el conde de Olivares e inmediatamente se canalizaron los cambios necesarios tanto en la administración real como en el séquito.

El control de los despachos pasó de Uceda a Baltasar de Zúñiga, mientras que Olivares reemplazó a Uceda como sumiller de corps, puesto que permitía el máximo acceso a la persona del Rey. Estos dramáticos cambios en palacio, relatados por Francisco de Quevedo en sus Grandes anales de quince días, anunciaban la llegada de un nuevo régimen y, con él, el triunfo de la alianza familiar Guzmán-Zúñiga-Haro frente a las amistades y los parientes de los duques de Lerma y Uceda.
El comienzo del reinado fue aclamado por los contemporáneos de la época como indicador del principio de un nuevo “siglo de oro”, mientras que los nuevos ministros pretendían purgar la vieja administración y emprender un ambicioso programa de reformas. Aunque a Baltasar de Zúñiga se le habían entregado los despachos, el poder en la sombra era Olivares, a quien se reconocía ya como el nuevo valido del Rey. Tras la muerte de Zúñiga en octubre de 1622, Olivares comenzó a cobrar protagonismo en la escena política hasta que, con el tiempo, consiguió erigirse como el principal ministro del Rey y la figura dominante de la administración real. Durante veintidós años, hasta su caída del poder en enero de 1643, apenas se movió de la vera del Rey y la primera mitad del reinado de Felipe IV fue claramente la era del conde-duque de Olivares. Durante el transcurso de esos veintidós años, sin embargo, la relación entre el Rey y el valido iría desarrollándose y cambiando, conforme el Rey iba madurando y ambos se convertían en eficaces compañeros en la labor de gobernar.
Olivares albergaba las más grandes aspiraciones para su real señor. Como rey de España estaba llamado a ser el Monarca más grande del mundo, supremo tanto en el arte de la guerra como en las artes de la paz. Si bien no menos piadoso que su padre, Felipe III, Felipe IV tenía que ser un Rey activo que siguiera la gloriosa tradición establecida por Fernando el Católico, Carlos V y Felipe II. Se había descuidado su educación en muchos sentidos, pero Olivares estaba decidido a remediar las posibles deficiencias y a equipar a su señor para la grandeza que le esperaba.

Se propuso proporcionarle al nuevo Rey una educación general completa, por un lado, y una educación enfocada en el arte de reinar, por otro. En esta última tarea obtendría resultados dispares. Felipe, aunque inteligente, era perezoso, y durante sus primeros años en el trono iba a mostrar más interés en los placeres que en las obligaciones. También carecía de confianza en sí mismo, rasgo que notaron muchos observadores, incluido el artista Rubens, que pasó muchas horas con él en su visita a Madrid en 1628-1629:
 “Por naturaleza está dotado de todas las gracias tanto corporales como espirituales, pues en mis contactos diarios con él he llegado a conocerle bien. Y sin duda sería capaz de gobernar en cualquier circunstancia si no le faltara la confianza en sí mismo y no delegara tanto en otros”.

En la “Autosemblanza” que acompañaba a su traducción de Guiccardini, Felipe describe su programa de autoaprendizaje, que Olivares le ayudó a preparar sin lugar a dudas. Este programa incluía un plan de formación sobre Historia y Geografía, el estudio del francés y el italiano, y también la lectura de “diversos libros de todas lenguas, y traducciones de profesiones y artes, que despertasen y saboreasen el gusto de las buenas letras”. Reunió una impresionante biblioteca privada; el nuncio papal en 1633 lo describió como alguien que se retiraba dos horas al día tras el almuerzo para leer. Además de la biblioteca, disponía también de un cuarto reservado para libros e instrumentos musicales; llegó a convertirse bajo la tutela del “Capitán” Mateo Romero en un gran aficionado de la música, y le gustaba dirigir sus propias composiciones.
Desde temprana edad, además, demostró ser un entusiasta del teatro; visitaba los corrales públicos de incógnito para ver la comedia más reciente y patrocinaba las actuaciones teatrales y las comedias de tramoyas, que llegarían a convertirse en un rasgo característico de la vida de la Corte durante su reinado.
Instruido por su maestro de Dibujo, fray Juan Bautista Maino, también parece que llegó a ser un consumado artista aficionado, y pronto demostró que había heredado de los Habsburgo el aprecio por las artes visuales. La visita del Príncipe de Gales a Madrid en 1623 le permitió conocer a un príncipe, cinco años mayor que él, que era un modelo de refinamiento y distinción y cuya inclinación por adquirir obras de arte despertó posiblemente sus propios instintos de coleccionista y le abrió el camino para llegar a convertirse en el mayor coleccionista de pintura de la época. Su gusto por la pintura, en particular por la de los grandes maestros italianos del Alto Renacimiento, crecía y se hacía más profundo a medida que iba contemplando, con el paso de los años, las obras de la magnífica colección que había heredado, a la vez que iba cultivando una relación personal cada vez más cercana con Diego de Velázquez, que fue nombrado pintor del Rey en 1623 y trabajaría para él en el palacio durante casi cuarenta años.
Los distintos intereses estéticos, junto con su habilidad como jinete y su pasión por la caza, fueron la combinación perfecta para hacer de Felipe IV la personificación de un cultivado caballero del siglo XVII.

Su educación política, no obstante, iba a resultar una empresa más ardua. Su primera tarea fue llegar a conocer sus diversos reinos peninsulares; en 1624 emprendió una jornada de sesenta y nueve días a Andalucía, donde Olivares tenía la esperanza de valerse de su presencia para persuadir a las ciudades del sur a ratificar el servicio que acababa de aprobarse en las Cortes de Castilla. A ésta siguió en 1626 otra jornada a la Corona de Aragón, donde aprovecharía su juramento no sólo para observar los fueros y constituciones de los aragoneses, valencianos y catalanes, sino también para exhortar a sus respectivas Cortes a que aprobaran el ambicioso proyecto de la “Unión de Armas” de Olivares, proyecto diseñado para fomentar la colaboración militar entre los diferentes reinos de la Monarquía en caso de ataque exterior.
La Unión de Armas podría considerarse como un mero preliminar a un proyecto, aún más ambicioso si cabe, de un mayor grado de integración constitucional de los distintos territorios de la Península, proyecto esbozado para el Rey en una extensa “Instrucción secreta” que Olivares le presentó a su señor el 21 de diciembre de 1624. Ese documento estaba diseñado, por una parte, para informar al nuevo Monarca sobre los diferentes rangos de la sociedad y el funcionamiento del gobierno, pero también incorporaba propuestas de reforma, incluida la radical propuesta de que Su Majestad debía intentar conseguir ser no sólo rey de Portugal, Aragón, Valencia y conde de Barcelona, sino también un verdadero “Rey de España”.
Ésta sería una España en la que la diversidad constitucional imperante daría paso a un mayor grado de uniformidad, conforme se introdujeran algunas de las leyes de Castilla en los demás reinos peninsulares.
No obstante, ninguno de los planes de Olivares podía llevarse a cabo sin el beneplácito del Rey, y se deduce de un documento fechado en septiembre de 1626 que el valido estaba descontento con los progresos de su real pupilo. En esas “Reflexiones políticas y cristianas”, Olivares dejó claro que su propia labor era inviable si el Rey no se dedicaba de manera más sistemática a sus asuntos de estado y le liberaba de la carga que suponía la concesión de mercedes.

El Rey respondió a la implícita amenaza de dimisión de Olivares con las palabras “Resuelvo hacer lo que me pedís por mí y por vos, y nada es atrevimiento de vos a mí, sabiendo yo vuestro celo y amor...”, pero no hay prueba alguna de que cumpliera lo que se propuso.

En agosto de 1627, sin embargo, Felipe cayó gravemente enfermo y durante algunos días se creyó que podría morir. De momento no había sucesor directo.

Había tenido tres hijas hasta entonces, pero todas murieron de niñas y, aunque la Reina volvía a estar embarazada, había sufrido anteriormente algunos abortos. Si el embarazo no prosperaba, el presunto heredero era el hermano menor de Felipe, el infante don Carlos, y los enemigos de Olivares ya estaban maniobrando en la Corte para anticiparse a la sucesión del infante. Apresuradamente se redactó un testamento en nombre del Rey en el que se nombraba regente a la Reina, en nombre del niño que venía en camino, y se preveía la continuación del conde-duque. Tal como todo resultó después, las disposiciones no llegaron a ser necesarias. El Rey se recuperó y la Reina posteriormente dio a luz de manera prematura a otra hija, que sólo sobrevivió veinticuatro horas.

No obstante, parece que la gravedad de su enfermedad y la posterior muerte de su nueva hija persuadieron al Rey de la necesidad de cambiar sus costumbres.

Esos dos acontecimientos podían interpretarse como una señal de descontento divino. En noviembre de 1627, los embajadores extranjeros informaron de que el Rey, a partir de su enfermedad, había comenzado a ocuparse más atentamente de sus negocios; y Felipe mismo apunta en su “Autosemblanza” que “después de los seis años de mi reinado... quise tomar trabajo de despachar por mí solo, y aun sin secretario que me las leyese, todas las consultas del Gobierno y provisiones de oficios y puestos de los Reinos que competen a estas Coronas...”. 
Finalmente empezaba a transformarse en un Monarca activo según el modelo de su abuelo, Felipe II, tal y como Olivares había venido insistiendo.

Pero precisamente esa mayor dedicación a los negocios trajo consigo una comprensión más profunda de la gravedad de los problemas a los que se enfrentaba España, nacional e internacionalmente. Después de un año de victorias para las armas españolas en 1625, Olivares le había puesto a Felipe el título de “Felipe el Grande”. Sin embargo, el fallo a la hora de asegurar una conclusión honrosa a la guerra con los holandeses y el estallido de la Guerra de Sucesión de Mantua en 1628 plantearon nuevos desafíos, en un momento en que la economía castellana se había debilitado por causa de una aguda crisis monetaria y agraria. Alentado por el ejemplo de su cuñado, Luis XIII de Francia, quien había cruzado los Alpes en persona a la cabeza de su ejército, Felipe, cada vez más impaciente y ambicioso, anhelaba convertirse en un Rey-guerrero.

Esta ambición le condujo a una serie de enfrentamientos con Olivares, quien intentaba contener a su señor, en parte para proteger su propia posición, pero también para mantener al Rey a salvo de la humillación que conllevaría una derrota militar. El nacimiento el 17 de octubre de 1629 de un hijo y heredero, esperado durante tanto tiempo, el príncipe Baltasar Carlos, sirvió únicamente para reforzar la determinación del Rey de desobedecer al conde-duque y asumir el mando de sus ejércitos en Italia y Flandes. Después de una serie de enérgicos intercambios de palabras, el valido se impuso en la disputa alegando que no había dinero para iniciar una nueva campaña.

Irritado por las continuas fricciones con la disciplina impuesta por su valido, el Rey se embarcó en un último desafío. A finales de 1629, en lugar de separarse de su hermana, la infanta doña María, a la altura de Alcalá de Henares, en el viaje que ésta emprendió hacia Viena para unirse a su marido, el rey de Hungría, el Rey insistió en acompañarla hasta Zaragoza. Los enemigos de Olivares pensaron por un momento que esto era el preludio de su despido, pero la crisis pasó con el regreso del Rey a Madrid. Después de esto, Rey y ministro dan la impresión de haberse arreglado en una suerte de acuerdo para trabajar conjuntamente, sin que el Rey mostrara signo alguno de haber perdido la confianza en el conde-duque, cuyo celo a su servicio siempre alababa.
En la primavera de 1632 viajaron juntos a Barcelona en un intento fallido por llevar a buen término las Cortes de Cataluña. Dejaron como virrey en Barcelona al más enérgico de los dos hermanos del Rey, el cardenal-infante don Fernando, que había sido designado para asumir el gobierno de Flandes en sucesión de su tía, la infanta Isabel Clara Eugenia. El infante don Carlos volvió con la comitiva real a Madrid, donde moriría de manera inesperada el 30 de julio de 1632.
La muerte de uno de los hermanos del Rey y la marcha de España del otro no sólo privó al Rey de la compañía de sus hermanos, sino que también hizo salir de la Corte a los dos focos potenciales de oposición al conde-duque. No obstante, él seguía estando intranquilo y preocupado por las ambiciones militares del Rey, que volverían al acecho cuando el Cardenal-Infante dirigiera el ejército español que salió victorioso en Nördlingen en 1634 y acabara por demostrar que era un logrado comandante del ejército de Flandes.
En parte para aliviar la melancolía del Rey y ofrecerle una distracción de las preocupaciones del despacho, a la vez que para distraerle de sus ambiciones militares, Olivares emprendió, al comienzo de la era de los treinta, la construcción y provisión de un palacio de recreo, el Buen Retiro, en las afueras de Madrid. Fue en el Buen Retiro, inaugurado en 1633, y ampliado y retocado constantemente durante el transcurso de toda una década, donde Felipe IV, como mecenas de las artes y las letras, demostró plenamente su valía.

Aclamado como el “Rey planeta”, porque el sol era el cuarto de los planetas, Felipe IV cumplió en el Buen Retiro, de manera mucho más clara que en el lóbrego y anticuado Alcázar, la ambición del condeduque por convertirle en un Monarca supremo no sólo en el arte de la guerra, sino también en las artes de la paz. Rodeado de un brillante círculo de poetas y dramaturgos —entre ellos Lope de Vega, Calderón de la Barca, Antonio Hurtado de Mendoza, Francisco de Quevedo y Luis Quiñones de Benavente— el Monarca era el pilar central de una esplendorosa vida cortesana. Ahora bien, los triunfos en la guerra no quedaron desatendidos tampoco, ya que a los pintores de la Corte, liderados por Velázquez, se les encargó la decoración de la sala central del palacio, el Salón de Reinos, con un conjunto de doce pinturas de batallas que glorificaran los triunfos de sus generales en una serie de victorias que iban de Flandes a Brasil.

El Salón de Reinos se completó justo cuando Francia declaró la guerra a España en 1635. En los años venideros, conforme las victorias iban dando paso a derrotas y contratiempos, se iba incrementando la presión para que el Rey abandonara los placeres de su nuevo palacio por los rigores del campo de batalla.
En 1640, conforme la balanza de la guerra empezaba a inclinarse a favor de los franceses y de los holandeses, la ambición de Olivares por convertir al Rey en un auténtico “Rey de España” quedó desbaratada por la revuelta catalana primero y la portuguesa después.
Nada podía ya servir para ocultarle al Rey la gravedad de la situación a la que tenía que enfrentarse y, aunque continuaba haciendo explícita su confianza en el conde-duque, comenzaba a estar cada vez más impaciente por ponerse al frente de su ejército y reducir a los rebeldes a su antigua lealtad. A finales de la primavera de 1642, aun contando con la oposición por parte del conde-duque, salió hacia el frente catalán y estableció su cuartel general en Zaragoza en julio.
Pero no presenció acción militar alguna y la campaña de Cataluña acabó en derrota. En diciembre volvió a Madrid abatido y, el 17 de enero de 1643, informó al conde-duque de que ya estaba dispuesto a acceder a sus reiteradas peticiones de licencia para retirarse.

Después de veintidós años la sociedad del Rey y el valido se disolvió.

Tras la salida del conde-duque de la Corte, el Rey anunció su intención de gobernar solo. “Yo tomo el remo”, escribió en una carta a Francisco de Melo, que se había convertido en gobernador de los Países Bajos después de la muerte del Cardenal-Infante en 1641. La decisión del Rey de gobernar en el futuro sin un privado fue elogiada ampliamente, pero se dudó desde el principio de si tenía la determinación suficiente para ejercer su nuevo papel. En la práctica acabó por depender cada vez más del consejo del sobrino del conde-duque, Luis de Haro, con quien mantenía una estrecha amistad desde los días de su niñez. Pero el carácter del nuevo régimen iba a ser muy diferente del antiguo y, en muchos aspectos, Felipe IV, que ya tenía buena práctica en el arte de reinar, permaneció fiel a su palabra. En una carta escrita en enero de 1647 a sor María de Ágreda, con quien mantuvo una larga correspondencia desde 1643 en búsqueda de consuelo espiritual y consejo práctico, le confesaba que, aunque había hecho bien en pedir ayuda a un ministro principal durante los primeros años de su reinado, había acabado dependiendo de los servicios del conde-duque durante demasiado tiempo. Desde 1643 “he procurado no dar la mano a ninguno que le había dado a él”, declaró. A pesar de que, con el tiempo, había acabado por depositar una especial confianza en Luis de Haro, en su momento manifestó: “siempre he rehusado darle el carácter de ministro para huir de los inconvenientes pasados”.

Esto último podría considerarse una descripción precisa del estilo de gobierno que iba a prevalecer durante la segunda mitad del reinado. Con una vida regida por un estricto ceremonial de Corte, conforme a las etiquetas del palacio que él mismo revisó y corrigió en 1624 y, de nuevo, entre 1647 y 1651, el Rey ejerció sus obligaciones de manera extremadamente puntillosa y con gran decoro, maneras que esperaba también de todos aquellos que le servían o estaban en su presencia. El reloj regulaba su día y el Rey pasaba largas horas dedicado a sus asuntos de Estado, leyendo despachos y anotando consultas. Solía imponer su punto de vista enérgicamente y podía llegar a ser excepcionalmente obstinado, especialmente en los asuntos en los que los principios y la autoridad real estaban en juego, pero era plenamente consciente de que necesitaba ayuda y consejo. No había lugar para un regreso del valimiento, pero Haro consolidó gradualmente su supremacía al final de la década de los cuarenta, poniendo en contra hábilmente a familias y facciones políticas rivales y regentando, de modo discreto, una forma de gobierno mediante una comisión y a través de una junta informal cuyos miembros principales eran él mismo, los condes de Monterrey y Peñaranda, y los marqueses de Leganés y Los Balbases.
Tanto en el ámbito nacional como en el personal, los cuarenta iban a ser una década de tragedia y desastres para el Rey. Al tener que afrontar dos rebeliones simultáneas en la Península, se tomó la decisión de concentrarse primero en el frente catalán antes de enfrentarse a Portugal. De 1643 a 1646, cada año, el Rey insistía en volver a Aragón para alentar a sus ejércitos en campaña y pasaba muchos meses fuera de Madrid; fue en Fraga en 1644 donde encargó a Velázquez que pintara su retrato con el traje que llevaba al pasar revista a las tropas en Berbegal cuando estaban a punto de sitiar Lérida (Nueva York, Colección Frick).
El sitio fue un éxito, pero de ahí en adelante la campaña catalana fue avanzando muy lentamente y absorbiendo ingentes sumas de dinero. En 1647-1648 la Monarquía volvió a tambalearse por las revueltas de Sicilia y Nápoles, aunque se logró algo de alivio con la conclusión de un acuerdo de paz con los holandeses en el tratado de Münster de 1648, aceptado a duras penas por el Rey por pura necesidad en vista de las agudas dificultades por las que atravesaba la Monarquía en ese momento.
Los infortunios nacionales e internacionales de la década, a pesar de tener las dimensiones que tenían, quedaron eclipsados por la tragedia personal, que trajo consigo implicaciones a largo plazo para el futuro de la Monarquía. El 6 de octubre de 1644 la Reina murió por las complicaciones que siguieron a un embarazo fallido, dejando dos hijos, el príncipe Baltasar Carlos y la infanta María Teresa, nacida en 1638. El Rey le había sido infiel repetidas veces y había engendrado muchos hijos ilegítimos, incluido Juan José de Austria (nacido en 1629), al que reconoció oficialmente en 1642. Pero Isabel se había convertido en una figura política en sí misma en el momento de la caída del conde-duque, y se dice que el Rey había advertido que su privado era la Reina. Llegó a confiar en ella durante sus ausencias en Aragón, en las que ella actuaba como regente, y su muerte dejó un vacío tanto político como personal. No obstante, un desastre aún peor acaeció dos años después, cuando Baltasar Carlos, a quien el Rey había ido introduciendo gradualmente en los asuntos de estado, cayó enfermo de manera fulminante en Zaragoza y murió el 9 de octubre de 1646, justo antes de cumplir los diecisiete años.

La muerte de su único hijo varón y heredero al trono tuvo un impacto devastador en el Rey y reforzó su sensación, ya de por sí firme, de que los desastres que le estaban sobreviniendo tanto a él mismo como a su Monarquía eran el resultado directo de su condición de pecador. Vertió sus lamentos en sus cartas a sor María, quien intentaba continuamente fortalecer su decisión de superar las debilidades de la carne.

Pero, conforme su devoción religiosa se hacía más intensa, se veía abocado a pensar también sobre la fragilidad de la sucesión. La infanta María Teresa era en ese momento la presunta heredera al trono. Antes de morir, el príncipe Baltasar Carlos se había prometido con su prima Mariana de Austria, la hija de la hermana del Rey, la infanta doña María, y el Rey decidió convertir a la que habría sido la esposa de su hijo en su propia esposa. Mariana llegó a España en agosto de 1649 y el Rey y su sobrina, de quince años de edad, se casaron en Navalcarnero el 3 de octubre.
La Corte, que había estado de luto permanente desde 1644, volvía ahora a la vida, dado que el matrimonio se celebró con una ronda de festejos y la nueva Reina dejó claro su gusto por la diversión y el entretenimiento.
Los años de matrimonio entre un Rey anciano y su segunda Reina estuvieron dominados por la cuestión de la perpetuación de la dinastía. Las desilusiones iban a sucederse repetidas veces. La primera hija, la infanta Margarita, nació en 1651 y a ésta le siguió otra niña en 1655, que vivió sólo dos semanas.
El primer varón, Felipe Próspero, nació en 1657 y en 1658 nació un segundo hijo, Fernando Tomás, que murió ese mismo año. El infante Felipe Próspero murió en 1661, el 6 de noviembre, cinco días después del nacimiento del último hijo fruto del matrimonio, Carlos, el futuro Carlos II. Volvía a haber niños en el palacio y sus vidas parecían pender de un hilo. La construcción del panteón en El Escorial, suspendida en 1630, fue debidamente retomada en 1645 y Felipe puso un interés personal en la consecución del proyecto, encomendándole a Velázquez la supervisión de la decoración y el mobiliario. Sería allí donde un número cada vez mayor de miembros de la familia encontrarían su último lugar de descanso; él mismo era tan consciente del paso de los años que después de 1644 no quiso que se le volviera a retratar, en parte porque no estaba dispuesto a “pasar por la flema de Velázquez”, pero también porque no deseaba verse a sí mismo envejeciendo.
Tras el acuerdo de paz con Holanda de 1648 y el estallido de la guerra civil en Francia, España disfrutó de un breve período de recuperación al principio de la década de los cincuenta. Barcelona se rindió a las fuerzas de Juan José de Austria en 1652 y Cataluña volvió a jurar lealtad, al prometer el Rey que se preservarían las constituciones del principado y dejar de lado, de ese modo, la política, asociada a Olivares, consistente en imponer uniformidad sobre una Monarquía diversificada.
Los principales desafíos a los que se enfrentaban ahora el Rey y los ministros eran llevar la guerra con Francia a un honroso final y acabar con la separación de Portugal, que era en ese momento un reino independiente gobernado por el antiguo duque de Braganza, proclamado Rey como João IV.

Las negociaciones con Francia resultaron muy tortuosas, dado que cada una de las partes pretendía sacar mayor provecho que la otra, hasta que se desencadenaron serias discusiones; pero la presión sobre Madrid para llegar a un acuerdo iba en aumento cuando la Inglaterra de Oliver Cromwell declaró la guerra a España en 1655. Uno de los mayores escollos para el acuerdo fue el compromiso por parte del Rey y de Luis de Haro de restituir completamente los derechos en Francia del príncipe de Condé, que había desertado y entrado al servicio de España. Otro fue la cuestión dinástica. La hermana mayor del Rey, Ana de Austria, como reina regente de Francia, estaba dispuesta a sellar cualquier acuerdo con un matrimonio entre su hijo, Luis XIV, y la infanta María Teresa, reconciliando de ese modo las Coronas de Francia y España. Pero como María Teresa era la presunta heredera a la Corona española, ese matrimonio era imposible para Madrid. Felipe prefería una boda austríaca para su hija, pero, una vez que la sucesión se vio asegurada con el nacimiento de sus dos hijos en 1657 y 1658 respectivamente, un matrimonio francés volvía a entrar en la esfera política práctica. Haro jugó sus cartas hábilmente en las negociaciones que tuvieron lugar entre julio y noviembre de 1659 frente a su opositor francés, el cardenal Mazarin, en la Isla de los Faisanes, sobre el río Bidasoa. Los términos del tratado de los Pirineos, acordado el 7 de noviembre, fueron lo suficientemente honrosos para ser aceptados en Madrid y la alianza matrimonial franco-española podía ya echar a andar.

El 1 de abril de 1660 se le dieron instrucciones a Velázquez, en calidad de aposentador mayor de palacio, para que se preparara para la visita del Rey a la frontera, que tenía la finalidad de ratificar el tratado y entregar a María Teresa a su sobrino y futuro yerno, Luis XIV. Felipe, acompañado por una larga comitiva, salió de Madrid dos semanas después y el ceremonioso traspaso tuvo lugar en el histórico encuentro entre el Rey y su sobrino en la Isla de los Faisanes el 6 de junio.
La visita a la frontera del norte iba a ser la última jornada importante del reinado. La salud del Rey iba en detrimento, pero su determinación de recuperar Portugal permanecía inalterable, a pesar de la oposición de los ministros, que creían que Castilla no estaba en condiciones de alzar nuevos ejércitos ni de emprender nuevas campañas. Aunque Haro había conseguido un triunfo personal asegurando la paz de los Pirineos, su gobierno, con sus exigencias de cobrar aún más impuestos para la guerra de Portugal, ya había llegado a ser tremendamente impopular en el momento de su repentina muerte el 16 de noviembre de 1661. Los dos ministros más experimentados que aún sobrevivían eran el tío de Haro, García de Haro, conde de Castrillo, y el antiguo yerno de Olivares, el duque de Medina de las Torres, con quien el Rey había tenido una relación estrecha pero no siempre fácil a lo largo de los años. Los dos ministros, enemigos implacables, aun siendo ambos miembros de la conexión familiar Guzmán-Zúñiga-Haro a la que don Felipe permaneció fiel durante todo su reinado, de hecho compartieron el gobierno durante los últimos cuatro años de reinado. A pesar de la aspiración al valimiento de Medina de las Torres, el Rey dejó claro que no iba a volver a tener ni valido ni ministro principal.
La influencia de Medina de las Torres se vio aún más limitada por su constante oposición a los intentos de recuperar Portugal mediante el uso de la fuerza militar. Desde su punto de vista, la desastrosa condición en la que se encontraba Castilla y las finanzas de la Corona demandaban una política de paz y atrincheramiento. Don Felipe, no obstante, ignoró toda oposición. La campaña portuguesa de 1662 no alcanzó ningún éxito significante, pero en mayo de 1663 la armada real, al mando de Juan José de Austria, emprendió una nueva invasión. El 8 de junio fue derrotada en Ameixial a manos de un ejército combinado anglo-portugués y el último intento por recuperar Portugal a la fuerza acabó en desastre en la batalla de Villaviciosa el 17 de junio de 1665. El Rey fue llevado a la tumba tres meses después plenamente consciente de su fallido intento por recuperar su patrimonio portugués para la Monarquía.
El Rey había sido víctima de una salud precaria desde 1658, cuando su pierna y su brazo derechos quedaron paralizados tras permanecer expuesto al frío y a la humedad, estando de caza en Aranjuez.
Durante el verano de 1665, sufrió terriblemente de cólicos nefríticos, y su última enfermedad se agravó el 11 de septiembre. Elaboró cuidadosamente su testamento para la sucesión de su único hijo vivo, el enfermizo Carlos, de cuatro años de edad. La reina Mariana sería la regente, asistida por una Junta de Gobierno en la que quedaban equilibrados diferentes personalidades e intereses regionales, con tres miembros de Castilla, tres de la Corona de Aragón y un secretario vizcaíno. Las intenciones del Rey quedaron recalcadas mediante la cláusula 54 de su testamento:
“Encargo al Príncipe, mi hijo, y los demás sucesores y a la Reyna y a los tutores y governadores, y expresamente les mando, que guarden y hagan guardar a todos mis reynos y a cada uno de ellos sus leyes, fueros y privilegios, y que no permitan que se haga novedad en el govierno de ellos”.
 No podía haber una evidencia más clara de que don Felipe había aprendido bien la lección de los años de Olivares.
El Rey falleció en las bóvedas de verano del Alcázar el 17 de septiembre, tras un reinado de cuarenta y cuatro años. Su cuerpo yació expuesto en el Salón Grande, que había pasado a conocerse como el Salón Dorado después de que el Rey mismo mandara renovarlo alrededor de 1640. Después se le trasladó a El Escorial, y allí fue enterrado en el Panteón que había luchado tanto por construir y embellecer. Las exequias, que se celebraron en la iglesia del convento de La Encarnación a finales de octubre, resultaron excepcionalmente elocuentes y elaboradas, incluso para las normas de la realeza española, tal y como correspondía a un Monarca que sería recordado por la posteridad no como Felipe el Grande, sino como un mecenas sin par.

 

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Mariana de Austria (Wiener Neustadt, 22 de diciembre de 1634-Madrid, 16 de mayo de 1696) fue reina consorte de España (1649–1665) como segunda esposa de Felipe IV y regente (1665-1675) como madre de Carlos II.

Legado

En su honor se bautizaron las Islas Marianas (a menudo llamadas Las Marianas e históricamente Islas de los Ladrones). Son un grupo de islas septentrionales de Micronesia, situadas al este de Filipinas y al sur de Japón y que incluye Guam (la isla más meridional) que pertenece a los Estados Unidos desde 1898.

También a esta reina debe su nombre la fosa oceánica más profunda del mundo: la fosa de las Marianas, situada al sureste de dichas islas.




Mariana de Austria

Mariana de Austria. Viena (Austria), 23.XII.1634 – Madrid, 16.V.1696. Segunda esposa de Felipe IV y madre de Carlos II, Reina regente.

Biografía
Se ha dicho, no sin razón, que de todos los personajes del reinado de Carlos II, ha sido su madre, Mariana de Austria, “el que ha suscitado menor atención”; la autorizada opinión de Luis Ribot sigue siendo cierta, pese a los trabajos, que a ella dedicados, han aparecido en los últimos años. Personaje clave para entender el devenir de la Monarquía en el último tercio del siglo XVII, su figura y quehacer reclama nuevos estudios que arrojen luz sobre un personaje oscurecido por la penumbra. Sus sombras parecen dimanar de la triste figura representada en el retrato que le pintó Juan Carreño de Miranda en 1677, y que, junto al de su hijo vestido con el manto de la Insigne Orden del Toisón de Oro, sería regalado al embajador imperial, conde Ferdinando Buenaventura de Harrach, al terminar su misión en Madrid. Justi, al referirse a la pintura en que aparece Mariana, hizo, a su vez, un retrato psicológico de la regia figura femenina plasmada en el lienzo: “Los ojos son tristes, la boca como si fuera a llorar. El Fisonomista encontraría aquí una imagen de un renunciamiento que rechaza el placer y la simpatía [...]”. Los otros retratos que hizo Carreño de la Reina viuda vienen a transmitir parecidas sensaciones acerca de la dama plasmada en el óleo; con apariencia melancólica y siempre ataviada con severas tocas monjiles, en ocasiones aparece representada sedente ante un bufete en actitud de despachar asuntos de Estado.

Había nacido Mariana en el palacio imperial de Viena el 23 de diciembre de 1634. Fueron sus padres el emperador Fernando III y la infanta María Ana, hija del rey Felipe III de España y de Margarita de Austria, hija, a su vez, del archiduque Carlos de Austria, duque de Estiria. La joven archiduquesa era, por tanto, sobrina de quien en su día sería su marido. Mariana, sin embargo, no estaba destinada en principio a él, sino a su hijo el príncipe Baltasar Carlos; fue la prematura muerte del heredero de la Monarquía lo que haría que el destino la presentara como idónea solución dinástica para un Monarca necesitado de sucesión masculina para sus dilatados dominios. Con el enlace se reforzaban, una vez más, los lazos familiares entre las dos ramas de la augustísima casa de Austria, presentándose de nuevo este matrimonio como renovado fundamento de las no siempre fáciles relaciones entre Madrid y Viena. De cualquier modo, el haber sido destinada, en principio, a contraer matrimonio con el príncipe de Asturias, hizo que Mariana fuera desde niña —en palabras de María Victoria López-Cordón— “educada por su propia madre para ser Reina de España”. Fruto, quizá, de estos años de preparación en la Corte vienesa fueron tanto su condición de políglota —hablaba y escribía con corrección alemán, castellano y francés— como cierta inquietud cultural, que, ya en Madrid, se manifestó en forma de una gran afición al teatro.

Ofrecida la mano de la archiduquesa por su padre al rey Felipe IV, éste, al aceptarla, pensó, sin duda, en que tal matrimonio le abría las puertas a la posibilidad de engendrar un varón, cuyo nacimiento disipara los peligros que para la Monarquía supondría una sucesión accidentada. Los preparativos no se hicieron esperar; el principal, en aquel momento, era disponer la comitiva que habría de recoger a la futura Reina y acompañarla a España. La casa, constituida a este propósito, estaba encabezada por Jaime Manuel de Cárdenas y Manrique de Lara, V duque de Maqueda y VII de Nájera, quien consolidó su posición palatina y fue hasta su muerte, en 1652, mayordomo mayor de Mariana. El aparatoso cortejo salió de Madrid el 16 de noviembre de 1648. Una semana antes, en Viena, había tenido el desposorio de la regia pareja. Tras un accidentado viaje de regreso, el séquito que acompañaba a la nueva Reina llegó al puerto de Denia, y desde allí a Navalcarnero, donde tuvo lugar la boda el 7 de octubre de 1649, actuando como oficiante de la ceremonia el arzobispo primado, cardenal Moscoso y Sandoval. Tenía el Rey cuarenta y cuatro años y su joven esposa quince.

Mariana debió de causar grata impresión tanto en el Monarca como en la Corte. Un agudo observador, Pellicer, en una de sus cartas a Ustaroz (o Uztarroz), recogida por Francisco Silvela, dice: “Que a su gusto no la pudo hacer mejor la imaginación: era blanca, rubia, alegre de humor y ocurrente, y por cara, talle, aire, garbo y agrado, tuvo en el aplauso del pueblo por bien merecida la corona”. Este fragmento, junto a otro muy elogioso del propio Monarca contenido en la correspondencia a sor María de Ágreda —reproducidos ambos por Deleito y Piñuela— son buena prueba del buen efecto causado por Mariana a su llegada a España. Años después, sin embargo, fue un hecho la mutabilidad experimentada por la opinión pública respecto a la Reina viuda, pues pasaría a ver en ella, quizá con exageración, la causa fundamental de los muchos males que padecía la Monarquía en la época de su regencia.

De este segundo matrimonio de Felipe IV nacieron cinco hijos. Sólo dos de ellos, la infanta Margarita y el futuro Carlos II, no se malograron a edad temprana.

Margarita, nacida en Madrid el 12 de julio de 1651, casó con el emperador Leopoldo I. El príncipe Carlos, nacido en el Alcázar madrileño el 6 de noviembre de 1661, ocupó el trono de San Fernando a la muerte de su padre en 1665. De los otros tres vástagos, María Ambrosia de la Concepción murió con pocos días de vida en diciembre de 1655, Felipe Próspero, nacido en 1657, falleció en 1661, y en cuanto a Fernando Tomás, que vio la luz en diciembre de 1658, no llegó a alcanzar un año de existencia.

En estos años de matrimonio la vida de Mariana en la Corte estuvo presidida por sus frecuentes embarazos.

Éstos, en procura de un heredero que diera continuidad dinástica a la rama primogénita de la augustísima casa, supusieron, sin embargo, un quebranto para su salud. Políticamente el papel que desempeñó la joven Reina en la segunda mitad del reinado de Felipe IV fue el de enlace entre Madrid y Viena. Su padre Fernando III (1637-1657), su hermano Fernando, rey de Bohemia desde 1646 y de Romanos desde 1653 hasta su muerte en 1654, y su también hermano Leopoldo I (1657-1705) encontraron en ella, a través del conducto de los embajadores imperiales en Madrid, la mejor valedora ante su regio esposo, sin que su labor de intermediación le hiciera olvidar el papel que ahora tenía, aunque tampoco llegara a intuir la deslealtad de su hermano para con la Monarquía de España en los tiempos convulsos que se avecinaban.

En todo caso, el gran protagonismo de Mariana en la historia de España vendría con la muerte de Felipe IV, acaecida el 17 de septiembre de 1665. En virtud del testamento del Monarca, otorgado con las formalidades precisas el 14 de septiembre de 1665 —y que en lo fundamental seguía a otro anterior de 1658—, Mariana se convertía en regente durante la minoría de edad de su hijo, el ahora Carlos II, que aún no había cumplido cuatro años. Establecía la última voluntad del Rey difunto la constitución de una Junta de Gobierno encargada de asesorar a la inexperta Reina. Eran sinodales natos de este organismo: el presidente del Consejo de Castilla, el vicecanciller de Aragón, el arzobispo de Toledo, el inquisidor general, un consejero de Estado y un Grande de España, figurando los nombres de estos dos últimos en pliego adjunto al testamento regio; actuaría como secretario de la Junta quien lo fuera del Despacho Universal. Al producirse el deceso del Monarca, ostentaban los cargos referidos García de Haro Sotomayor y Guzmán, conde de Castrillo, como presidente del Consejo de Castilla; Cristóbal Crespí de Valldaura y Brizuela, que fungía como vicecanciller de Aragón desde 1652; en cuanto al cardenal Baltasar de Moscoso y Sandoval, que ocupaba la mitra primada de Toledo, no llegó a disfrutar de su asiento en la Junta, pues sólo sobrevivió doce horas al recién fallecido Monarca; Pascual Folch de Cardona Aragón era el inquisidor general.

En cuanto a los expresamente designados para formar parte del organismo fueron, Gaspar de Bracamonte y Guzmán, conde de Peñaranda, como consejero de Estado, y el marqués de Aytona, Guillermo Ramón de Moncada, como Grande de España. Ocupaba a la sazón la Secretaría del Despacho Universal Blasco de Loyola.

Felipe IV al constituir esta Junta de Gobierno pretendió revestirla de un activo protagonismo político y de este modo evitar, en lo posible, que la Reina cayera bajo la influencia de un valido. De cualquier manera, quedaba a salvo el superior poder decisorio de la regente, a quien se le recomendaba que siguiera el parecer unánime del organismo o, al menos, el de la mayoría de sus miembros. La presencia de la Junta en la Corte aunque no sirvió plenamente para evitar que los temores del fallecido Monarca se hicieran realidad, sí constituyó un contrapeso contingente al temido valimiento. Los cambios que experimentó el organismo, y que acontecieron inevitablemente al producirse los relevos ocasionados por la muerte o el retiro de algunos de sus integrantes, no mejoraron su operatividad, antes bien, en opinión de Maura —buen conocedor de la peripecia de vital de los ministros que la conformaron en cada momento—, el paso del tiempo no hizo sino disminuir su peso político en la Corte.

La personalidad de la regente ha sido duramente enjuiciada por la posteridad. De “desconfiada y recelosa” la tacha Luis Ribot, a la vez que destaca como sus “precarias dotes políticas se pusieron de manifiesto en su escasa habilidad para elegir a sus colaboradores en el Gobierno”. Tomás y Valiente, en su ya clásico estudio sobre los validos, se refiere a ella como “débil e ignorante”, de la que dice “estaba por completo incapacitada para regir tan vasta y complicada Monarquía”.

Jaime Contreras dice de doña Mariana y su confesor que eran “tan débiles como tercos y obstinados”.

Fernández Albaladejo al destacar la “flojedad” que se imputaba a la Reina la hace “responsable de una falta de dirección que afectaba seriamente al conjunto de la Monarquía”. Gabriel Maura, con anterioridad, había enjuiciado la personalidad de la Reina al dibujar el perfil psicológico del primero de sus validos, el padre Juan Everardo Nithard. Esto es lo que dice acerca del confesor jesuita el gran historiador del reinado de Carlos II: “Reunía Nithard cualidades muy análogas a las de su hija de confesión y también los defectos propios de ella. Estaba tan poseído de la dignidad de sus cargos como resuelto a cumplir los deberes que ellos le impusieran; pero corto de luces para discurrir y rígido con exceso en el obrar, transigía o se obstinaba erróneamente y administraba con poca discreción o a destiempo la blandura y la energía, la complacencia y la testarudez, la sequedad y el agasajo”. Laura Oliván, al estudiar la figura de Mariana desde su particular posición metodológica, llega a afirmar que tras las ácidas críticas a la regente que también hiciera Cánovas del Castillo, y por extensión algunos otros autores de su época y posteriores, “existe en su formulación una fusión entre un arraigado discurso misógino, propio de la autoridad patriarcal de la sociedad burguesa, y una maduración del monarca constitucional, garante de los intereses del Estado-Nación”.

De cualquier modo, durante la regencia de Mariana y, sin duda, por encima de los integrantes de la Junta de Gobierno, tres son los principales personajes que, de una manera u otra, compartieron con ella los papeles protagonistas del período: el padre Nithard, Fernando de Valenzuela y Juan José de Austria.

Fue el sacerdote jesuita Juan Everardo Nithard el primero en alcanzar el valimiento. Confesor de la Reina desde la época en que era una devota archiduquesa en la Corte de Viena, la acompañó más tarde en su viaje a la Península. Ya en Madrid, su regia penitente lo hizo familiarizarse con la alta administración al procurar su integración en algunas juntas gubernativas.

Persona de su máxima confianza, la Reina, al encontrarse como regente al frente de los asuntos públicos de la Monarquía buscó en él el apoyo que necesitaba. Siguiendo esta lógica, y con el fin de darle una posición política que le permitiera acceder de una forma pública a los asuntos de gobierno, Mariana lo hizo consejero de Estado el 15 de enero de 1666; aunque su actuación en el organismo conciliar no fuera especialmente brillante. También en 1666 lo convirtió en inquisidor general, pensando la Reina que de esa manera gobernaría el Santo Oficio y vería acrecentada notoriamente su influencia en la Corte. Pero el poder del confesor no provenía de su pertenencia al más alto de los órganos sinodales, ni del dominio que sobre el aparato inquisitorial pudiera ejercer desde la presidencia de la Suprema, su posición de privilegio se originaba en la gran influencia que tenía sobre Mariana, fruto, a su vez, de la confianza que ésta tenía depositada en su director espiritual. Pero quizá, en la actividad política desarrollada por el impopular jesuita austríaco en la Corte madrileña hubiera algo más que inmediatismo; en este sentido, Antonio Álvarez-Ossorio razona, con fundamento, la existencia de un plan político tendente a fortalecer la autoridad real frente a la alta nobleza. De cualquier modo, esta última, los consejos, el alto clero y la permanente enemiga que don Juan José profesaba a la Reina y su valido propiciarían de manera efectiva que éste cayera, no sin la resistencia de Mariana. En diciembre de 1668 la Junta de Gobierno hacía suyo lo acordado por los consejos de Estado, Castilla y Aragón en el sentido de alejar del poder al confesor. Desoído en principio el parecer sinodal por la Reina, ésta tuvo que ceder finalmente ante la presión de Juan José, quien, con claras intenciones de forzar una salida política a la situación, se dirigía a Madrid acompañado de tropas.

Así, el 25 de febrero de 1669 la Junta presentaba a la firma de la regente un decreto que suponía la expulsión del valido. Aprobado finalmente por la Reina, esa misma tarde Nithard abandonaba la Corte.

Ausente el confesor de Madrid, y conseguido, con no poca habilidad, el traslado de Juan José a Zaragoza como vicario general de la Corona de Aragón, el equilibrio de poderes en la Corte experimentó importantes cambios. Mariana, aunque había perdido a su más íntimo consejero y colaborador, veía a su principal enemigo lejos de las orillas del Manzanares, lo cual no era poco si se tiene en cuenta cómo se había desarrollado la crisis en los momentos álgidos de febrero último. De nuevo la Junta volvía a tener mayor protagonismo; como de hecho sucedió entre 1669 y 1673.

En este nuevo panorama político, y según algunos autores, debió colaborar al ascenso de Fernando de Valenzuela como valido la escasa capacidad de la mayoría de los sinodales que se sentaron en la Junta de Gobierno tras la caída de Nithard. Sustentada tal posición por Tomás y Valiente, quien a su vez se fundamenta en Maura, está necesitada a juicio de Ribot de un mayor conocimiento de la historia política del período. Considera este último autor que “el ascenso de Valenzuela es uno de los hechos más sorprendentes del reinado”. No le falta razón, Mariana depositó su confianza en un hombre de su hechura política, pero carente por completo de experiencia en cargos de la alta Administración de la Monarquía. Su ascenso tuvo como principal escenario los pasillos, patios y estancias del regio Alcázar; se le llegó a llamar “el duende de Palacio”. Allí conoció a la que había de ser su esposa, María Ambrosia de Ucedo, por aquel entonces moza de retrete de la Reina. El año de su matrimonio, 1661, fue también el del nombramiento de Valenzuela como caballerizo, el 23 de diciembre. Diez años después, en 1671, aparece como introductor de embajadores. Su posterior ascenso a primer caballerizo, el 22 de marzo de 1673, denota, sin duda, la gran confianza que tenía depositada en él doña Mariana.

Sirviendo, a mayor abundamiento, como signos inequívocos de que se hallaba en la gracia real, su nombramiento, en 1674, como superintendente de las obras reales y alcaide de los sitios reales de El Pardo, la Zarzuela y Valsaín, y la concesión del título de marqués de San Bartolomé de Villasierra que le hiciera la Reina, si bien, y debido a errores burocráticos en la tramitación de la merced nobiliaria, acabó siendo firmado por el propio Carlos II el 29 de noviembre de 1675.

Valido al fin, lo fue Valenzuela de una forma singular, y aunque su influencia y papel en la Corte está fuera de toda duda, su valimiento cobra unas características distintas de las que acompañaron a aquellos personajes que como Lerma, Uceda, Olivares o Haro habían gozado antes de la confianza regia en grado superlativo. Valenzuela no es consejero de Estado, no resuelve las consultas sinodales por delegación regia, pero de manera decisiva sí influye en el ánimo de la Reina al momento de tomar decisiones políticas.

A medida que avanzaba 1675, Reina y valido debieron ver acercarse, no sin preocupación, el 6 de noviembre de ese año, fecha en que Carlos II cumplía catorce años. En aplicación del testamento de Felipe IV, ese día el joven Monarca debía asumir la plenitud de sus poderes, cesando, por tanto, la regencia de su madre y disolviéndose consecuentemente la Junta de Gobierno encargada de asesorarla. Los acontecimientos se precipitaron. Los movimientos e intrigas se produjeron a varias bandas y con múltiples protagonistas. En todas las maniobras, de una u otra manera, jugó Mariana un importante papel, saliendo finalmente airosa de una situación que, en principio, no se presentaba favorable a sus intereses. El 1 de noviembre de 1675, cinco días antes de su cumpleaños, Carlos II inducido por su preceptor, Ramos del Manzano, y por quien entonces ocupaba el confesonario regio, el dominico fray Pedro Álvarez de Montenegro, comunicó al cardenal Aragón su intención de asumir el poder al alcanzar su mayoría de edad. De la misma manera, transmitió al eclesiástico su deseo de servirse de inmediato de Juan José en las tareas de gobierno.

Ante tales perspectivas, el movimiento de la Reina fue inmediato. Mariana y la Junta —ahora aliados— procedieron a elaborar un texto de decreto que presentaron a la firma del Rey el 4 de noviembre. El contenido de la disposición prorrogaba en dos años más la situación de regencia en los términos previstos en el testamento de Felipe IV. Contra todo pronóstico, el documento no obtuvo la sanción regia. Mariana no cejó en sus maniobras. El propio día 6, tras el solemne Te Deum con el que se inauguraba el reinado efectivo del Monarca, la Reina tuvo una entrevista a solas con su hijo, a su conclusión el escenario había experimentado cambios sustanciales. Así, como primera provisión el duque de Medinaceli recibió el encargo regio de ordenar a Juan José que se embarcase para Italia.

La Reina, de nuevo, había logrado neutralizar por el momento a su peor enemigo. Una consulta del día siguiente, 7 de noviembre, vendría a consolidar la situación. En ella los Consejos de Estado y Castilla representaban al Monarca que en adelante fuera él que firmara los decretos, si bien se prorrogaba la acción de la Junta, que, presidida por la Reina madre, asesoraría al Soberano durante los dos años siguientes.

Mariana, segura ahora de su poder, no tardó en llamar de nuevo a Valenzuela para que la asistiera en sus funciones. En abril su regreso era un hecho. A principios de noviembre, quien ya era caballerizo mayor desde junio, sumaba a la recién adquirida condición de Grande de España la de primer ministro con autorización para residir en Palacio. El valido que fuera hechura de su madre lo era ahora del Monarca.

Por otra parte, el marqués de Villasierra había logrado neutralizar a la Junta que fue suspendida en sus funciones.

Paralelamente se fue fraguando en la Corte un fuerte movimiento de oposición, dirigido no sólo a eliminar a Valenzuela como valido, sino también contra la Reina madre, cuya presencia e inmediatez al Monarca se reputaba como nociva. Así, tras un incidente protocolario que tuvo como escenario la iglesia del monasterio de las Descalzas Reales durante los actos religiosos celebrados con motivo de la festividad de la Purísima, una bien instrumentada conjura de grandes produjo un manifiesto en el que pedían el alejamiento de Mariana de la persona del Rey y el regreso de Juan José al lado de su hermano. Ante situación tan comprometida, una consulta conjunta de los Consejos de Estado y Castilla trató de arbitrar una salida airosa al complejo panorama político que se divisaba en el cercano horizonte. En ella, los sinodales consultaron la prisión de Valenzuela en el Alcázar de Segovia, al mismo tiempo, advertían con firmeza a don Juan que si avanzaba hacia Madrid sería reo de alta traición. Una nueva junta —constituida el 23 de diciembre y reunida al día siguiente— examinó el acuerdo conciliar, el resultado no fue el esperado por aquellos que ligaron su destino político al de la Reina madre, pues tuvo como consecuencia la prisión de Valenzuela, que terminaría acogiéndose a sagrado en el monasterio de El Escorial. Cuatro días después el Rey escribía a Juan José para que se trasladara a la Corte; el 23 de enero, tras no pocas vicisitudes, entraría en Madrid, conservando el poder hasta el día de su fallecimiento, el 17 de septiembre de 1679. Mariana, derrotada, abandonó la Corte a principios de mayo de 1677 para instalarse en Toledo. Allí, en el Alcázar de la Ciudad Imperial, asistida por los miembros de su casa, permaneció hasta su regreso tras la muerte de Juan José. El cariñoso reencuentro con su hijo, ante el que la Corte se hallaba expectante, debió hacer pensar a la Reina madre que sus días de gloria en la escena política hispana no habían concluido.

De nuevo en Madrid, sus relaciones con la regia consorte, María Luisa de Orleans, debieron de ser cordiales en un principio, para pronto tornarse ásperas, lo que obligaría en ocasiones a intervenir al propio Rey. La prematura muerte de la primera esposa de Carlos II vino a solventar la situación de rivalidad entre ambas mujeres. Con la nueva Reina, Mariana de Neoburgo, los choques fueron continuos.

Las desavenencias unas veces por motivos fútiles y en otras ocasiones por negocios de trascendencia política, siempre tenían como telón de fondo la inevitable cuestión sucesoria, en la que la Reina madre propugnó la solución fallida del malogrado José Fernando de Baviera, su biznieto. Con respecto a este duelo de suegra y nuera, sostiene María Victoria López Cordón que hasta la muerte de doña Mariana “era ésta la que solía salir victoriosa de sus desencuentros”, razonándolo no en que tuviera dominado a su hijo, “sino porque supo aglutinar un partido cortesano en el que estaba el destituido Oropesa y el cardenal Portocarrero”. Ribot recoge algunos testimonios que abonan precisamente lo contrario. De esta manera, el citado autor, haciéndose eco de la obligada relación que el embajador veneciano, Federico Cornaro, dirige al Senado de la Serenísima al acabar en 1681 su misión en Madrid, dice, que tras su regreso a la Villa y Corte “la Reina madre no se ingería en los asuntos de gobierno”, o como en una carta, fechada el 7 de noviembre de 1686, el duque de Montalto manifiesta al embajador en Inglaterra, Pedro Ronquillo, que: “[...] la Reina Madre no es mucha la mano que tiene, no porque se la quiten ni la desvíen, sino es porque no la quiere tomar, y es de alabársele su prudencia porque conoce lo que parió”. Quizá en este tema, como ocurre con otros muchos aspectos de este inopinadamente largo reinado, se deba esperar a nuevos estudios que permitan tener un conocimiento certero del mismo.

La antigua regente, que a lo largo de su vida veló por los intereses de la casa de Austria y maniobró siempre a favor de su familia en la cuestión sucesoria, falleció cuatro años antes que Carlos II, evitándose, pues, ver a un príncipe de la casa de Borbón en el trono de España. El 16 de mayo de 1696, a las doce menos cuarto de la noche, en la plenitud de un eclipse de luna, moría, en el antiguo palacio de los duques de Uceda, la reina madre Mariana de Austria.

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 Isabel de Borbón  



Aldo  Ahumada Chu Han 

 Reina Isabel de Borbón  (Fontainebleau, 22 de noviembre de 1602 - Madrid, 6 de octubre de 1644) fue hija del rey Enrique IV de Francia y de su segunda esposa, María de Médici. Contrajo matrimonio el 25 de noviembre de 1615 con el entonces príncipe de Asturias Felipe (futuro Felipe IV), siendo así su primera esposa y madre del príncipe Baltasar Carlos. Por su matrimonio se convirtió en la consorte de todos los títulos ostentados por su marido tras su acceso al trono en 1621. Recibió el sobrenombre de «la Deseada».
Ostentó la regencia de la Monarquía española durante la Guerra de Cataluña. En su política fue partidaria, con el duque de Nochera, y en contra del Conde-Duque de Olivares, de una retirada honrosa en la Guerra de Cataluña.
Isabel destacó siempre por su belleza física, su elevado intelecto y una noble personalidad que le granjeó el cariño del pueblo. Sin embargo, su marido, el rey Felipe IV, le fue infiel en múltiples ocasiones; muestra de ello fueron la considerable cantidad de hijos que nacieron fuera del lecho conyugal.

Descendencia

De su matrimonio nacieron ocho hijos, de los que solo dos superaron la infancia: María Teresa (que se casó con su primo, Luis XIV de Francia) y Baltasar Carlos, príncipe de Asturias. Este último fue la gran esperanza de la Monarquía hispánica, al mostrar dotes de gran inteligencia y voluntad en las labores de gobierno, pero murió de viruela con diecisiete años.

Los hijos de Isabel de Borbón y Felipe IV fueron:

  • María Margarita de España (14 - 15 de agosto de 1621);
  • Margarita María Catalina de España (25 de noviembre - 22 de diciembre de 1623);
  • María Eugenia de España (21 de noviembre de 1625 - 21 de julio de 1627);
  • Isabel María Teresa de España (31 de octubre - 1 de noviembre de 1627);
  • Baltasar Carlos de España, Príncipe de Asturias (17 de octubre de 1629 - 9 de octubre de 1646);
  • María Ana Antonia de España (17 de enero - 5 de diciembre de 1636);
  • María Teresa de España, Reina de Francia (10 de septiembre de 1638 - 30 de julio de 1683).
A pesar de no haber sido madre de rey, sus restos descansan en el Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial, pues a través de su hija María Teresa, Reina de Francia, se perpetuó la Casa Real de España.



Elisabeth de France par Velasquez (Musée del Prado, 1634-35)


Isabel de Borbón. Fontainebleau (Francia), 22.XI.1602 – Madrid, 6.X.1644. Reina de España, primera esposa de Felipe IV.

La futura reina Isabel era la segundogénita de María de Médicis y de Enrique IV de Francia, que, divorciado de su primera esposa, Margot de Valois, casó en octubre de 1600 con la sobrina de Fernando I de Toscana avalada por una importante dote. Aquella boda dio lugar a grandes festejos tanto en Florencia como en París y una vez instalada María en Francia, proporcionó a Enrique IV una numerosa familia, de la que Isabel fue la primera de las niñas nacidas del matrimonio.

La madre de Isabel había crecido entre el Palacio Pitti, los jardines de Bóboli, la villa de Pratolino y otros lugares de la Corte Medicea que se hallaban a la vanguardia de Europa respecto al coleccionismo, la producción artística y las invenciones musicales o teatrales propias del Manierismo. Recibió una refinada educación que transmitió a su descendencia y que Rubens recreó en uno de los lienzos que decoraban el palacio de Luxemburgo, en el que aparece la diosa Minerva enseñando lectura a la reina de Francia, mientras Apolo era el encargado de instruirle en la música y Mercurio en el arte de la elocuencia. Ciertamente, a pesar de la damnatio memoriae que sobre ella ha perdurado, María de Medicis recibió una esmerada formación que incluyó, además del estudio de francés y el español, música y pintura, en un ambiente frecuentado por artistas de la calidad de Jacopo Ligozzi o Giambologna. Jugó un papel político fundamental, ejerciendo la regencia tras el magnicidio de su esposo (1610), en una situación en la que la Monarquía francesa debía defenderse de infinidad de luchas intestinas, alimentadas tanto desde el interior como desde el exterior. Supo hacer buen uso de su refinada cultura, promoviendo el arte y el espectáculo al servicio de la función política y para ello puso bajo su protección a artistas de la talla de Peter Paul Rubens, Anton van Dyck o Frans Pourbus. Una sensibilidad que intentó transmitir a sus hijas Isabel, Cristina y Enriqueta María, que llegarían a ser, todas, reinas en distintas Cortes europeas merced a una política matrimonial de diseño impecable, aunque de efectos políticos poco duraderos.
Como parte de esa estrategia matrimonial, el 25 de febrero de 1612, Isabel y su hermano Luis XIII de Francia quedaron prometidos oficialmente al futuro Felipe IV y a su hermana Ana Mauricia de Austria respectivamente, después de una larga negociación entre las Cortes de París y Madrid, desarrollada en medio de una intensa actividad diplomática en la que los Médicis jugaron un papel protagonista. Con esta unión finalizaba temporalmente la política antiespañola que había mantenido Enrique IV en Flandes e Italia, para provocar la ruptura del bloque austroespañol de los Habsburgo en Europa.
La negociación de las dobles bodas tuvo un itinerario largo y accidentado, tanto por la oposición de los hugonotes y de varios príncipes de la sangre (Nevers, Humena, Bouillón y Condé) en Francia, como por las reservas del Consejo de Estado en Madrid.

Fue Lerma el que potenció un acercamiento hacia María de Médicis y sus ministros. El valido llegó a afirmar que aquella operación gozaba del apoyo de la “Providencia Divina” y participó activamente en las consultas, realizando entrevistas con embajadores y supervisando hasta en sus menores detalles el protocolo cortesano relacionado con el doble casamiento.
También Felipe III procuró asistir personalmente a las reuniones del Consejo de Estado que trataron sobre la cuestión. Oficialmente el acuerdo matrimonial se realizó en enero de 1612, la aceptación de las capitulaciones se registró en el verano de ese año y quedó aprobado por ambos consejos reales entre el 25 y el 26 de enero de 1613.
El compromiso fue seguido de una proclamación pública, festejos y el envío de embajadores para las respectivas peticiones de mano. Las ceremonias organizadas en la Place Royale de París resultaron apoteósicas.

El tema escogido en los festejos fue “El Templo de la Felicidad” una construcción efímera que se erigió en medio de la plaza y por la que desfilaron carros triunfales, animales exóticos y caballeros ataviados con trajes lujosos para representar que la doble alianza ahora acordada traería a Europa una paz eterna y una felicidad sin fin.
El 2 de febrero se publicaron los casamientos oficiales en Madrid y el 21 de julio fue recibido en Palacio el duque de Mayenne. Las capitulaciones matrimoniales se firmaron el 22 de agosto aprovechando el paréntesis que proporcionó el cese de las hostilidades en Italia y la firma de la controvertida Paz de Asti (21 de junio de 1615).
El viaje de Isabel a España resultó complicado. Salió de París rumbo a Burdeos el 17 de agosto de 1615, con una comitiva de unas mil personas, y sufrió varios retrasos, entre otros accidentes por la enfermedad que la propia princesa padeció en Poitiers. En plena “rebelión de los príncipes”, sólo la protección del ejército de los Guisa permitió que la Reina Madre pudiera efectuar el traslado de su hija con garantías. Una vez en Burdeos, tuvo lugar la ceremonia por poderes el 18 de octubre, en la que el duque de Guisa representó al príncipe Felipe.

Al tiempo, desde Madrid, se preparó el séquito que debía recibirla y que se pergeñó para mayor lucimiento del valido de Felipe III que, acompañado de sus hijos, se encaminó a Burgos en un último intento por rehabilitar el declive de su posición en la Corte, que en esos momentos parecía ya irreversible. Desde Burgos y Burdeos las dos comitivas pusieron rumbo hacia la frontera para consumar las entregas de la infanta y la princesa. El intercambio se efectuó el 9 de noviembre de 1615 y para la ceremonia se habilitó un espacio artificial en medio del río Bidasoa, con dos pabellones efímeros a modo de palacios erigidos en las riberas.

Este acto quedó inmortalizado con todo lujo de detalles en varios cuadros encargados por Felipe III, entre ellos un lienzo pintado por un desconocido archero de la Corte que en la actualidad se encuentra en el monasterio de la Encarnación de Madrid.
Aunque la boda tuvo lugar en noviembre de 1615, sólo fue consumada en noviembre de 1620, cuando Felipe había cumplido los quince años. Reina de España desde 1621, Isabel tuvo ocho hijos, pero solamente dos, el príncipe Baltasar Carlos y María Teresa, sobrevivieron a la primera infancia. Los demás fueron Margarita María, fallecida a las veinticuatro horas de nacer (1621), Margarita María Catalina, que sobrevivió tan sólo un mes (1623), y para cuyo nacimiento ofreció la Reina una capilla en la parroquia de Santa María en honor de la Virgen de la Almudena, origen de la actual catedral madrileña, María Eugenia (1625- 1627), Isabel María Teresa, que tan sólo sobrevivió un día (1627), y María Antonia Dominica Jacinta, que falleció con diez meses (1635-1636).
Tras el deslumbramiento de los primeros tiempos de convivencia conyugal plenos de alegría palaciega, después de los lutos por la muerte de Felipe III, en los que la Reina disfrutó, por ejemplo, de las famosas “fiestas de Aranjuez” (1622), donde participó activamente siguiendo la tradición de los fastos cortesanos renacentistas, bajo el personaje de “La Reina de la Hermosura” —y cuyos accidentados avatares dieron lugar a rumores sobre el platónico amor que el conde de Villamediana sentía por ella—, los siguientes años de matrimonio con Felipe IV fueron de un trato correcto, pero no caluroso. Francesco Contarini, embajador veneciano, describía su personalidad y situación en estos términos: 

“[...] es una Princesa de costumbres amabilísimas, de ingenio y capacidad [...] si bien el Rey la honra [...] últimamente no la ama”.

Entre 1621 y 1640 la influencia de su peso político puede intuirse en algunos momentos —por ejemplo en la negociación de la Paz de Monzón (1626)—, pero no apreciarse claramente. Sin embargo, a partir de 1640, con las guerras de Cataluña y Portugal en ciernes y con la ausencia de Felipe IV ocupado en el frente de Aragón, Isabel debió asumir como regente tareas de gobierno. Cuando el Rey marchó a Zaragoza, ella comenzó a trabajar sin descanso con los consejeros que permanecieron en Madrid. Así lo recogía en un comentario inocente, pero muy gráfico, el príncipe Baltasar Carlos en la correspondencia que mantuvo con su padre en estas especiales circunstancias (23 de noviembre de 1642): 
“Ayer, mi madre celebró una junta que comenzó al mediodía y acabó a las tres y mientras tanto yo estuve jugando”.

También se ha insistido en su responsabilidad a la hora de propiciar la caída de Olivares, hasta el punto de hablarse de la “Conspiración de las Mujeres”, operación en la que habrían intervenido, además de la Reina, la duquesa de Mantua, Ana de Guevara, sor María de Ágreda, y quizá también la que se convirtió en “secreta valida” de la Reina —según expresión del embajador de Alemania Eugenio de Carreto, marqués de la Grana—, su dueña de honor y guardamayor de las damas, Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes de Nava.
Es cierto que la relación de Isabel de Borbón con el conde-duque de Olivares nunca fue fluida. Se ha señalado que la causa radicaba en que el valido era el que facilitaba las correrías del Rey y sus infidelidades, pero sobre todo, Olivares obstaculizó la influencia política de la Reina, como ilustra Hume cuando relata un episodio palaciego en el que doña Isabel emitió una opinión sobre un asunto de gobierno en presencia de Felipe IV, intervención que el conde-duque apostilló diciendo:
 “La misión de los frailes es sólo rezar y la de las mujeres sólo parir”.
Es sin duda demasiado simple explicar la caída de Olivares por una conspiración palaciega protagonizada por las “mujeres de la Corte”; muchos otros factores y personajes intervinieron en su defenestración.
Los desastres en el frente catalán, la extraordinaria crisis financiera de esos años y personajes políticos de peso como Luis de Haro o el conde de Castrillo que, de colaboradores, pasaron a engrosar las filas de los disconformes con don Gaspar. Pero es cierto que la Reina jugó un papel importante, aunque quizá magnificado inmediatamente después por los que en la sombra movían varios de los hilos de la oposición al valido, desde el confesionario de la propia Reina, por ejemplo.

Al volver al frente en 1643, Felipe IV nombró de nuevo regente en Castilla a su consorte y encomendó a Chumacero (30 de junio de 1643):
 “[...] [le] presentaréis todos los asuntos que surjan, aconsejándola con el mayor efecto y veracidad posibles y no dejando de convocar reuniones regulares en su presencia”.

El presidente del Consejo de Castilla quedó impresionado por la capacidad de negociación que Isabel desplegó con los financieros para que éstos adelantaran fondos, mientras el propio Rey reconocía al padre Sotomayor que:

 “Gracias a los esfuerzos de la reina para obtener y enviar provisiones hemos podido equipar y preparar rápidamente a las tropas” (15 de septiembre de 1643).

Incluso corrió el rumor de que la Reina iba a encabezar personalmente un ejército, como en tiempos hiciera Isabel la Católica, para liberar Badajoz de los portugueses. También se publicitaron otros gestos regios, como intentar que uno de los banqueros más importantes de Madrid, Manuel Cortizos, le adelantara dinero a cambio de dejar sus joyas personales en prenda.
Fue una actividad intensa que sirvió para que Felipe IV la calificara, después de la caída de Olivares, como “su único valido” y que le pasó factura, ya que en medio de sus obligaciones de gobierno, en la primavera de 1644, tuvo un aborto. Era el quinto que sufría y tardó varios meses en reponerse. En el verano reanudó su trabajo administrativo, pero en octubre cayó de nuevo enferma y el día 6 por la mañana murió, con cuarenta y dos años, en medio de una gran discusión entre sus médicos que, como relataba Chumacero en carta al Rey (6 de octubre de 1644), hicieron tal variedad de diagnósticos que no se podía decir cuál era la causa verdadera del deceso.
El Rey recibió la noticia en la localidad de Almadrones, cuando ya había salido de Zaragoza para estar al lado de su esposa. El 9 de octubre, desde El Pardo, y sin haber visto todavía el cadáver, escribía esta sentida carta, recogida por Pérez Villanueva, a la condesa de Paredes: 
“Condesa yo he llegado aquí cual vos podéis juzgar habiendo perdido en un día mujer, amiga, ayuda y consuelo en todos mis trabajos y pues no he perdido el juicio y la vida, debo de ser de bronce. He querido descansar con vos porque sé la merced y confianza que hacía la reina de vuestra persona y el amor que vos la teníais. Y por esta razón me ha parecido preguntaros si acaso os dejó dicho algo que desease se ejecutase de servicio o gusto suyo, o de obligación y descanso de su alma, para que, pues la debí tanto en vida, haga cuanto estuviere a mi mano por ella en muerte”.

La desolación del Monarca quedaba reflejada también dos días antes de que se celebraran las exequias en Madrid en una misiva a sor María de Ágreda, recogida por Seco Serrano:
 “Me encuentro en el mayor estado de dolor que pueda existir [...]; la ayuda de Dios tiene que ser infinita si es que alguna vez voy a superar esta pérdida”.
No cabe duda de que, si durante la primera parte del matrimonio la relación con doña Isabel no pasó de discreta, durante los últimos años los lazos de respeto, afecto y confianza se estrecharon intensamente hasta convertirse en “la mejor azucena de Francia” —como rezaba en los motes de su túmulo funerario—, en “el mayor tesoro de Felipe IV” y cuyo recuerdo, magnificado en los años inmediatamente posteriores a su desaparición, quedó vinculado a la imagen de la buena gobernante.

 

Bibl.: Relacion del efecto de la iornada del Rey don Filipe nuestro señor, y del entrego de la Christianissima Reyna de Francia doña Ana Mauricia de Austria su hija, y del recibo de la serenissima Princesa Madama Ysabela de Borbon; las ceremonias que en este acto vuo de la vna, y otra parte, y su conclusión. Todo lo qual fue en Irun, lunes nueue de nouiembre deste presente año. Y de la partida a Francia, y buelta del Rey nuestro señor con su nueua hija, Sevilla, Clemente Hidalgo, 1615: P. Mantuano, Casamientos de España y Francia y viage del Duque de Lerma llevando a la Reyna [...], Madrid, Tomás Iunti, 1618; A. Hurtado de Mendoza, Fiesta que se hizo en Aranjuez a los años del Rey Nuestro Señor Felipe IV, Madrid, Juan de la Cuesta, 1623; A. de Jesús María (OCD), Vida y muerte de la Venerable Madre Luisa Magdalena de Jesús religiosa carmelita descalza en el Convento de San Joseph de Malagón y en el siglo Doña Luisa Manrique de Lara, Excelentísima Condesa de Paredes, Madrid, Juan Esteban Bravo, 1705; F. T. Perrens, Les mariages espagnols sous le règne de Henri IV et la Régence de Marie de Medicis, París, Librairie Académique Didier et Cie, libraires-éditeurs, 1869; F. Silvela, Matrimonios de España y Francia en 1615, Madrid, Real Academia de la Historia, 1901; M. Hume, Reinas de la España antigua, Madrid, Valentín Tordesillas [1912]; C. Seco Serrano (ed.), Cartas de Sor María Jesús de Agreda y de Felipe IV, Madrid, Ediciones Atlas, 1958, 2 vols.; A. Eiras Roel, “Política francesa de Felipe III: Las tensiones con Enrique IV”, en Hispania, XXXI, n.º 118 (1971) págs. 245-336; A. Cioranescu, Bibliografía Franco-Española (1610-1715), Madrid, Anejo XXXVI del Boletín de la Real Academia Española, 1977; J. Pérez Villanueva, Felipe IV y Luisa Enríquez Manrique de Lara, Condesa de Paredes de Nava: un epistolario inédito, Salamanca, Caja de Ahorros y Monte de Piedad, 1986; B. J. García García, La Pax Hispánica. Política Exterior del duque de Lerma, Lovaina, Leuven University Press, 1996; F. Negredo del Cerro, “La Real Capilla como escenario de la lucha política. Elogios y ataques al valido en tiempos de Felipe IV”, en J. J. Carreras y B. J. García García (eds.), La Capilla Real de los Austrias. Música y ritual de corte en la Europa Moderna, Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2001, págs. 323-343; A. Feros, El duque de Lerma. Realeza y privanza en la España de Felipe III, Madrid, Marcial Pons, 2002.



Monedas de  Felipe IV de España.



Se denomina Países Bajos españoles a los territorios de los actuales países de Países Bajos, Luxemburgo y sobre todo Bélgica, así como a pequeñas partes de las actuales Francia y Alemania fronterizas con estos, pertenecientes o gobernados por un monarca hispánico. Este período y el de la Casa de Austria se consideran dentro del periodo denominado Países Bajos de los Habsburgo.
El dominio y la influencia española debe fecharse desde 1516 cuando Carlos V del sacroimperio y I de España toma posesión del trono en la peninsula iberica, aunque otros lo fechan en 1555, cuando el emperador Carlos V como duque de Borgoña cedió estos territorios a su hijo Felipe, entonces príncipe, y 1714 cuando tras el Tratado de Rastatt el emperador Carlos VI obtuvo el control de los Países Bajos.
Hay que señalar que también se pone como inicio de este período la fecha de la independencia de las Provincias Unidas en 1581.

Por la Pragmática Sanción de 1549, los territorios de los Países Bajos formarían una entidad territorial indivisible, las Diecisiete Provincias, que se heredaría por el mismo monarca (señor de los Países Bajos: Heer der Nederlanden).

La denominación «señor de los Países Bajos» es una forma descriptiva de designar al soberano de los territorios de las Diecisiete Provincias, y que englobaba los títulos de duque de Brabante y Lotaringia, Limburgo, Luxemburgo y Güeldres, conde de Flandes, Artois, Henao, Holanda, Zelanda, Namur y Zutphen, margrave del Sacro Imperio Romano, señor de Frisia, Malinas, y de las ciudades, pueblos y tierras de Utrecht, Overijssel y Groninga.


Países Bajos españoles , soberano de oro o «León de Oro», Tournai, 1633, bajo el reinado de Felipe IV.
Anv.: León coronado con armas y globo terráqueo, 1633.
Rev.: Escudo de armas coronado de Felipe IV, rodeado por la cadena del Toisón de Oro .



El ducatón y sus coetáneos, el patagón y los 8 reales.

El ducatón es una moneda grande de plata que los reyes castellanos de la Casa de Austria emitieron en varios estados europeos que se encontraban bajo el dominio de la monarquía hispánica durante los siglos XVI y XVII.
Durante el reinado de Felipe IV coexistieron dos módulos de moneda grande de plata en los Países Bajos Españoles: el patagón y el ducatón. Si comparamos ambos con el módulo grande que se utilizaba en la península y en los virreinatos, los 8 reales, obtenemos esta tabla:
Observamos que el patagón contenía un 4% menos de plata que los 8 reales y que, en cambio, el ducatón contenía un 20% más. Por lo que es de suponer que en el intercambio comercial entre la península y los territorios imperiales del norte se debía aplicar un cambio de 6 piezas de 8 reales por 5 ducatones.
Existen dos tipos de ducatones a nombre de Felipe IV, ambos acuñados a martillo. En el primer tipo Felipe IV aparece con un busto más bien juvenil y con una gola rizada, y fue acuñado entre 1622 y 1636. 
En el segundo la imagen del monarca es más madura, con una gola plana y con bigote y perilla; este tipo se acuñó entre 1636 y 1666, este último año como emisión póstuma.



Anverso.

Busto de Felipe IV a la derecha, fecha en la parte superior dividida por la marca de ceca.

Sistema de escritura: Latina

Leyenda: PHIL IIII D G HISP ET INDIAR REX

Leyenda sin abreviar: Philippus IIII Dei Gratia Hispaniarum Et Indiarum Rex

Reverso.

Escudo coronado sostenido por leones, joya del Toisón de Oro suspendida debajo.

Sistema de escritura: Latina

Leyenda: ARCHID AVST DVX BVRG BRAB Ƶ c

Leyenda sin abreviar: Archidux Austriae Dux Burgundiae Brabantiae Etc


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