—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

lunes, 7 de mayo de 2012

97.-Antepasados del rey de España: Rey Alfonso XIII de España, llamado «el Africano.


 
Rey Alfonso XIII de España, llamado «el Africano.
 

 
Aldo  Ahumada Chu Han 

​ Alfonso León Fernando María Santiago Isidro Pascual Antón de Borbón y de Habsburgo-Lorena  (Madrid, 17 de mayo de 1886-Roma, 28 de febrero de 1941), fue rey de España desde su nacimiento hasta la proclamación de la Segunda República en 1931. Asumió el poder efectivo a los dieciséis años de edad, el 17 de mayo de 1902.

La inesperada muerte del rey Alfonso XII el 25 de noviembre de 1885, a sus 27 años, provocó una crisis que llevó al Gobierno presidido por Práxedes Mateo Sagasta a paralizar el proceso de sucesión a la Corona a la espera de que la viuda del rey, María Cristina de Habsburgo diese a luz, pues estaba embarazada en aquel momento. Cuando el 17 de mayo de 1886 la reina regente dio a luz a un varón, Alfonso XIII, este fue reconocido de inmediato como rey, siendo un caso único en la Historia.
Durante su reinado España experimentó cuatro problemas de suma importancia que acabarían con la monarquía liberal: la falta de una verdadera representatividad política de amplios grupos sociales, la pésima situación de las clases populares, en especial las campesinas, los problemas derivados de la guerra del Rif y el nacionalismo catalán. Esta turbulencia política y social iniciada con el desastre del 98 impidió que los partidos turnistas lograran implantar una verdadera democracia liberal, lo que condujo al establecimiento de la dictadura de Primo de Rivera, aceptada por el monarca. Con el fracaso político de ésta, el monarca impulsó una vuelta a la normalidad democrática con intención de regenerar el régimen. No obstante, fue abandonado por toda la clase política, que se sintió traicionada por el apoyo del rey a la dictadura de Primo de Rivera.
Abandonó España voluntariamente tras las elecciones municipales de abril de 1931, que fueron tomadas como un plebiscito entre monarquía o república. Enterrado en Roma, sus restos no fueron trasladados hasta 1980 al Panteón de los Reyes del Monasterio de El Escorial.

Biografia

Hijo póstumo de Alfonso XII, durante su minoría de edad ejerció la Regencia su madre, María Cristina de Habsburgo-Lorena, quien le dio una educación eminentemente militar. Su reinado se inició al ser declarado mayor de edad en 1902, con el país aún bajo los efectos de la reciente derrota en la guerra contra Estados Unidos y la consiguiente pérdida de los restos del imperio colonial (1898). Juró la Constitución de 1876, pero no puede decirse que ejerciera lealmente el papel de un rey constitucional: desde el comienzo afirmó su voluntad de poder personal y manifestó una inclinación desmedida hacia los militares.
Alfonso XIII continuó la política de turno pacífico en el gobierno entre los partidos dinásticos, que se basaba en admitir el sistemático falseamiento de las elecciones: así confió el poder a los conservadores Silvela, Fernández Villaverde, Maura y Azcárraga (1902-05) y luego a los liberales Montero Ríos, Moret, López Domínguez y Vega de Armijo (1905-07).
Posteriormente el rey abrió paso a los intentos de desmontar el caciquismo y modernizar el sistema político desde el gobierno por parte de los conservadores (Antonio Maura, 1907-09) y de los liberales (José Canalejas, 1910-12). Con el asesinato de Canalejas empezó a romperse el bipartidismo por la disgregación en facciones de los partidos del turno (gobiernos liberales del conde de Romanones en 1912-13 y 1915-17 y del conservador Eduardo Dato en 1913-15).
Aquella situación desembocó en la quiebra del sistema de la Restauración a partir de la gran crisis de 1917, en la que se concitaron contra el régimen una huelga general, un movimiento corporativo en el ejército (las «Juntas de Defensa») y una Asamblea de Parlamentarios que reclamaba reformas democratizadoras al margen de las instituciones establecidas. Después del fracaso del gobierno de Unión Nacional de 1918, el reinado se caracterizó por una gran inestabilidad política (con trece cambios de gabinete) y social (aumento del terrorismo anarquista). Los nacionalismos aumentaban su influencia y sus demandas. Y la situación colonial se deterioraba en Marruecos con el desastre de Annual (1921).
Alfonso XIII actuó en varias ocasiones en su papel de representante del Estado en el exterior: en 1904 recibió en Vigo al emperador alemán Guillermo II y trató con él sobre la cuestión de Marruecos; en 1907 se entrevistó en Cartagena, para tratar de la situación en el Mediterráneo, con el rey Eduardo VII de Inglaterra, con cuya sobrina Victoria Eugenia (o Ena) de Battenberg había contraído matrimonio el año anterior; en 1913 visitó Francia para ratificar el tratado que repartía Marruecos entre ambos países; realizó otros viajes oficiales a Inglaterra, Francia, Alemania y Austria; y desempeñó un papel relevante en la defensa de la neutralidad española en la Primera Guerra Mundial (1914-18).
Pero el reinado quedó marcado por la cobertura que prestó don Alfonso al golpe de Estado del general Primo de Rivera en 1923 y la dictadura que éste implantó, decisión que le haría perder el trono. Insensible a las peticiones de los presidentes de las dos cámaras de que cumpliera sus obligaciones constitucionales, se complació en cambio en visitar con el dictador la Italia de Mussolini (1923). Cuando, acuciado por la oposición interna, cayó Primo de Rivera, el rey encargó formar gobierno sucesivamente al general Dámaso Berenguer (1930) y al almirante Juan Bautista Aznar (1931); pero el regreso a la normalidad constitucional no era ya posible.
La deslealtad del rey y su compromiso con la pasada dictadura produjeron un vuelco en la opinión pública, que en las elecciones municipales de 1931 se mostró mayoritariamente republicana. Alfonso XIII suspendió el ejercicio del poder real (aunque no abdicó formalmente) y abandonó España al tiempo que se proclamaba la Segunda República (1931). Juzgado y condenado en ausencia por las Cortes republicanas, el ex monarca se refugió en la Italia fascista y en 1941 abdicó en su hijo Juan de Borbón antes de morir. Antes había sobrevivido a tres atentados, uno en París (1905) y dos en Madrid (1906 y 1913). Quedó enterrado en Roma hasta que en 1980, restaurada ya la monarquía de los Borbones, su nieto Juan Carlos I hizo traer su cuerpo a España para depositarlo en el Panteón de Reyes de El Escorial.
 
 
Alfonso XIII. Madrid, 17.V.1886 – Roma (Italia), 28.II.1941. Rey de España.

Hijo póstumo de Alfonso XII y de su segunda esposa, M.ª Cristina de Austria, recibió en la pila bautismal los nombres de Alfonso, León, Fernando, María, Santiago, Isidro, Pascual, Antón. Le apadrinaron el papa León XIII —representado por el nuncio, cardenal Rampolla— y la infanta doña Isabel, su tía.

Nació Rey, pero no asumió sus poderes en cuanto tal hasta alcanzar la mayoría de edad marcada por la Constitución, el 17 de mayo de 1902. Ejerció la regencia durante su minoría, con pulcritud intachable, la Reina viuda, su madre.
Su educación estuvo marcada por la orientación militar: militares, fundamentalmente, integraron su Cuarto de Estudios, formado en 1896, bajo la presidencia del general Sanchiz, aunque en él tuvo lugar destacado su profesor de Derecho Constitucional y Administrativo, el ilustre jurista Vicente Santamaría de Paredes.
El jesuita Fernández Montaña se encargó de su formación religiosa.
Los ingenuos diarios escritos por el Rey niño en vísperas y en los inicios de su reinado revelan el impacto que en don Alfonso supuso la experiencia del Desastre: de aquí que haya podido decirse de él que fue “la conciencia del 98 en el trono”. La primera etapa de su reinado personal (1902-1907) coincidió con la crisis de jefatura en los partidos dinásticos. La rivalidad entre los posibles herederos de Cánovas y de Sagasta sólo quedó resuelta entre 1905 y 1907 con la designación de Antonio Maura, como jefe del Partido conservador, y la de Segismundo Moret, como jefe del Liberal. De aquí la fugacidad de los primeros gobiernos designados por el joven monarca, lo que daría pie al maligno apelativo de “crisis orientales” (en alusión al Palacio de Oriente), que acusaban injustamente a don Alfonso de manipulador de las distintas facciones políticas, para prevalecer sobre ellas.
En 1904, durante un primer gobierno Maura, éste llevó al Rey a Barcelona, viaje que constituyó un gran éxito personal del Rey y de la Monarquía, pero no contribuyó a que don Alfonso captase el sentido integrador de la naciente Lliga Regionalista: el acendrado españolismo del Rey estuvo siempre matizado por un castellanismo a ultranza que no le permitía entender el catalanismo como potenciador de una gran España, según lo concebían Prat de la Riba y Cambó.

Desde 1905 se iniciaron sus viajes por Europa (su visita a París quedó marcada por el primer atentado sufrido por don Alfonso, junto con el presidente Loubet, y del que ambos salieron ilesos). Estos viajes, multiplicados por el monarca a lo largo de su reinado, harían de él el más cosmopolita de los reyes españoles desde los días de Carlos I, y un gran experto en la política internacional de su tiempo.
En esta línea, siempre se esforzó en recuperar para España “un lugar bajo el sol”, apoyándose sobre todo en una Inglaterra que en los comienzos de su reinado se hallaba enfrentada con Francia tras la crisis de Fashoda; las bodas hispano-británicas de 1906, de las que se trata a continuación fueron muy importantes a este propósito. La conferencia de Algeciras había asegurado una posible zona de influencia para España en Marruecos; las entrevistas de don Alfonso con Eduardo VII en aguas de Cartagena (1907) le permitieron salvar la situación de las Canarias, en las que ya habían puesto sus miras los alemanes, y en general proteger las costas españolas, en tanto reconstruía España sus fuerzas navales —gracias a la Ley de 1908, que dio paso a la creación de una escuadra moderna.
El 31 de mayo de 1906 había contraído matrimonio con la princesa británica Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de Victoria I hija de la princesa Beatriz y de Enrique de Battenberg. Al retorno de la ceremonia, celebrada en la madrileña iglesia de San Jerónimo, el cortejo nupcial se vio ensangrentado por la bomba que el anarquista Mateo Morral le lanzó desde un balcón de la calle Mayor. Aunque la pareja real salió indemne, el atentado causó numerosas víctimas que ensombrecieron el acontecimiento.
En este matrimonio coincidían el interés diplomático, según ya se ha señalado, y la elección sentimental, pero pronto se nublaría la felicidad doméstica de los esposos al detectarse la hemofilia en el primogénito, el príncipe Alfonso, nacido en mayo de 1907.
En 1908 vino al mundo el infante don Jaime, libre de esta dolencia, pero que, a consecuencia de una mastoiditis mal curada, padecería siempre de sordomudez, apenas paliada por una esmeradísima educación.
De los cuatro hijos restantes —dos mujeres, Beatriz (1910) y Cristina (1911)—, sólo el menor, Gonzalo, se vería afectado también por la hemofilia. Felizmente, la continuidad dinástica quedaría garantizada en la persona de don Juan, nacido en 1913 y perfectamente sano.
Esta desgraciada situación distanciaría a la larga a los regios cónyuges. De aquí la evasión del Rey en aventuras extramatrimoniales, aunque sólo una de ellas revistió relativa importancia: la que le unió, en los años veinte, a la actriz Carmen Ruiz Moragas, de la que tuvo dos hijos.

La segunda etapa del reinado (1907-1912) había registrado los dos grandes empeños regeneracionistas que, desde la vertiente conservadora asumió Maura, y desde la de un liberalismo democrático desplegó José Canalejas. El gobierno del primero naufragó en 1909 a raíz de los sucesos que, como réplica a la guerra de Melilla, ensangrentaron Barcelona (Semana Trágica), y cuya represión subsiguiente (fusilamiento del anarquista Ferrer Guardia) suscitó una desaforada campaña antimaurista y antiespañola, orquestada por las izquierdas europeas, y que en España se tradujo en la ruptura del Pacto del Pardo, al declararse el jefe del Partido liberal, Moret, incompatible con Maura.
Este último no perdonaría nunca al Rey la inevitable crisis que le apartó del gobierno, aunque la única alternativa posible hubiera sido una dictadura maurista de difícil salida. Tras un breve gobierno de Moret, Canalejas, con una notable gestión de efectiva orientación democrática y de apertura social, iniciada en 1910, se esforzó en restaurar la normalidad constitucional, pero el crimen que acabó con su vida en 1912 aceleró la descomposición de los partidos y el ocaso del turnismo (a su vez, el propio Rey sería objeto de un nuevo atentado en 1913, del que salió ileso por fortuna).

Al estallar la Primera Guerra Mundial (1914), Alfonso XIII afirmó la neutralidad española, respaldado por el entonces jefe del Gobierno, el conservador Eduardo Dato. Esta paz en la guerra propició una coyuntura excepcional a los mercados españoles —lo que sería determinante del notable salto hacia el desarrollo experimentado por el país en este reinado—, y, de otra parte, permitió al Rey entregarse a una extraordinaria labor humanitaria abierta a los dos campos combatientes, lo que le valdría un prestigio insólito a la hora de la paz, borrando la imagen negativa de España provocada por la ferrerada en 1909: el homenaje rendido a los Reyes en Bruselas, en 1922, hizo patente esta feliz realidad.
En este mismo año, la famosa expedición a las Hurdes —comarca que resumía todas las viejas lacras de la llamada “España negra”— ilustró la otra preocupación regeneracionista de don Alfonso; y la fundación del Patronato Real de las Hurdes daría continuidad a aquella expedición redentora, sugerida por Gregorio Marañón, que hubo de reconocer en el gesto del Rey “el comienzo de una reconquista del propio suelo descuidado durante siglos y que comienza valerosamente en el propio corazón de la miseria nacional”.

Sin embargo, las salpicaduras de la gran conflagración y de sus derivaciones —la Revolución rusa, la eclosión de los nacionalismos—, llegaron a España con las perturbaciones internas de 1917: iniciativas anticonstitucionales del nacionalismo catalán (asamblea barcelonesa de parlamentarios) y huelga revolucionaria de agosto. Aunque Dato, jefe del Gobierno en aquellos momentos, consiguió superar ambos conflictos sin derramamiento de sangre, la llegada de la paz exterior tuvo dos graves contrapartidas en España: por una parte, la radicalización de los nacionalismos insolidarios, en Cataluña y en el País Vasco; por otra, la recesión económica debida al cierre de los mercados exteriores, al reconvertir los países beligerantes su economía de guerra a una economía de paz. Lo cual a su vez agudizó los conflictos sociales, que en Cataluña tomaron el carácter de una “guerra social”, culminante en la huelga de La Canadiense (1919). 
Aunque la debilidad de los viejos partidos fue paliada por el Rey con la nueva modalidad de los “gobiernos de concentración”, ello sólo permitiría poner de manifiesto la capacidad de estadista del catalán Francisco Cambó. Pero la grave crisis de fondo —que costó la vida, pese a sus notables iniciativas de reforma social, a Eduardo Dato, asesinado por los anarquistas en 1921—, vino a doblarse ahora con el problema de Marruecos, esto es, la necesidad de fijar sólidamente el protectorado reconocido a España mediante el acuerdo hispano-francés de 1912, en función de los acuerdos de la Conferencia Internacional de Algeciras (1906). 
La imprudencia e imprevisión del comandante general de Melilla, Fernández Silvestre, en su empeño de alcanzar la posición clave de Alhucemas, provocaron (julio de 1921) un desastre de enormes proporciones (Annual), frente a la rebelión del caudillo rifeño Abd el-Krim.

La apertura del llamado “expediente Picasso” (por el general que lo instruyó), para fijar las responsabilidades derivadas del Desastre —que el socialista Indalecio Prieto se esforzó en que salpicaran al propio Rey— fue un ingrediente más de la inestabilidad generalizada, reverdeciendo la inquietud de jefes y oficiales —agrupados estos últimos, desde 1917, en las llamadas “juntas de Defensa”—. La llegada al poder de una coalición liberal de amplio espectro, presidida por García Prieto, no resolvió nada, y en septiembre de 1923 se produjo en Barcelona el golpe de Estado del general Primo de Rivera, que, acogido con entusiasmo por la mayoría del país —incluido, muy significativamente, el sector intelectual animado por Ortega y Gasset desde El Sol—, y ante la impotente pasividad del Gobierno, fue aceptado por el Rey (día 13). Aunque luego se acusaría a don Alfonso de haber sido el auténtico artífice del golpe, las fuentes documentales han desmentido irrefutablemente tal supuesto, que sostuvieron con alardes de escándalo Blasco Ibáñez en Francia y Unamuno en España.
La dictadura aportó, de hecho, una pacificación social y un gran éxito exterior, el acuerdo con Francia que, tras el brillante desembarco en Alhucemas, permitió poner fin a la guerra de Marruecos (1927). En una segunda fase (Directorio Civil) llevó a cabo una impresionante labor de modernización de las infraestructuras viarias y un notable impulso a la economía (recogiendo el inicial balance favorable de la neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial).

Pero cometió dos graves errores, enfrentándose con el nacionalismo catalán —supresión de la Mancomunidad—, y con el Arma de Artillería —a la que quiso imponer la llamada “escala abierta”—. Y dilató excesivamente la solución del problema político —una posible reforma constitucional que tardíamente intentó sin éxito mediante la asamblea consultiva convocada en 1927—. Desalentado en 1929 ante las primeras salpicaduras de la crisis de Wall Street, y sintiéndose desasistido por el sector militar, tras una disparatada consulta a sus mandos, el dictador acabó presentando su dimisión al Rey.
El fracaso de la dictadura hizo a don Alfonso víctima de dos ofensivas: la de los representantes de la vieja política, resentidos con su presunta “traición” de 1923, y el de los defensores de la dictadura, que no le perdonaron el “cese” de Primo —fallecido en París apenas transcurridos dos meses—. A esa ofensiva se sumaron de forma decisiva los mismos intelectuales que en 1923 habían aplaudido el golpe militar. El intento de reconstruir el viejo orden constitucional, empeño en que fracasó el general Berenguer —que hubo de habérselas con el pronunciamiento republicano de Jaca—, desembocó en un último gobierno de concentración, presidido por el almirante Aznar, que apeló a una consulta electoral cuyo primer tramo (las elecciones municipales el 12 de abril de 1931) se interpretó por republicanos y socialistas —y por el propio presidente del Gobierno— como un referéndum perdido por la Monarquía. Decidido a evitar derramamientos de sangre, Alfonso XIII decidió exiliarse (14 de abril de 1931).

De su reinado ha podido decir Laín Entralgo: 

“El Rey se fue, y con él se hundió la Monarquía de Sagunto [...] Pese a tantos y tan graves contratiempos vividos en su tiempo [...], el progreso de España durante su reinado fue, sin exagerar una tilde, sensacional [...]”, lo fue tanto en el despliegue demográfico como en la notable aproximación al desarrollo económico- social, pero sobre todo en el plano cultural, a través de tres generaciones intelectuales extraordinarias —la del 98, la del 14 y la del 27—, cauce de una “edad de plata”, o —según otros críticos— de una “segunda edad de oro”.

El escritor Vilallonga ha trazado una semblanza personal de Alfonso XIII que parece bastante ajustada a lo que fue, como hombre y como rey, don Alfonso XIII: 
“El Rey de España se hubiera equilibrado con una crítica prudente y tranquilizadora. Era un hombre de una inteligencia razonable, afable, cortés, profundamente recto, prefiriendo de mucho a la lectura y al estudio el galope de un caballo y la caza de un faisán. Como todo hombre de su época nacido en buena posición, era naturalmente y sin esfuerzo un liberal. También era —eso sobre todo— un aristócrata-tipo, descendiente de una raza muy antigua, de un valor desconcertante, demasiado escéptico para no estar desengañado y siempre con un toque de tristeza en su mirada, frecuentemente ausente”.

Semblanza que conviene completar con la que dedicó a don Alfonso en su libro Figuras contemporáneas, Winston Churchill: 
“Se sintió [...] el eje fuerte e indiscutible en torno al cual giraba la vida española [...] es [...] como estadista y gobernante, y no como monarca constitucional siguiendo comúnmente el consejo de sus ministros, como él desearía ser juzgado, y como la Historia habrá de juzgarle [...]”.
En el exilio, centrado primero en Francia, y repartido luego entre Roma y Lausanne (la Reina, por su parte, acabó por marchar a Londres: se había llegado a un acuerdo de separación informal entre los regios cónyuges), Alfonso XIII hubo de reordenar la sucesión al trono, mediante la renuncia de sus hijos Alfonso y Jaime a favor de don Juan —que había ultimado su carrera de marino en la Escuela Naval británica (1934)—. Aquéllos contrajeron matrimonios morganáticos —don Alfonso con Edelmira Sampedro, y don Jaime con doña Enmanuela Dampierre.
Don Juan casaría, a su vez con doña María de las Mercedes de Orleáns-Borbón—. Apoyó, al estallar la guerra civil, al sector llamado nacional, dado que la revolución proletaria, desencadenada ya desde la llegada del Frente popular al poder, apuntó esencialmente sus tiros contra la Monarquía y contra la Iglesia. Pero cuando, terminado el conflicto, se vio rechazado por los franquistas, dado el carácter liberal que había tenido su reinado, y por el hecho de que su declarada aspiración, si volvía al trono, era lograr “la reconciliación de las dos Españas” decidió abdicar sus derechos en su hijo don Juan, de quien esperaba que un día llegase a reinar sobre “todos los españoles”.
Un mes más tarde (28 de febrero de 1941) fallecía en un Hotel de Roma. Se había reconciliado con la reina Victoria, que le asistió en sus últimos días. Enterrado en la iglesia romana de Montserrat, sus restos no volverían a España hasta 1980, reinando su nieto don Juan Carlos.

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Sumar pide anular la condena a un anarquista implicado en dos atentados contra Alfonso XIII

Yolanda Díaz quiere indultar al pedagogo Ferrer i Guàrdia, fusilado en 1909, sin menciones a un ataque con 25 muertos


Sumar pide anular la condena a un anarquista implicado en dos atentados contra Alfonso XIII


Luca Costantini

Publicado: 24/11/2025 


El grupo parlamentario de Sumar quiere que el Gobierno anule el juicio y la sentencia que condenó a muerte Francisco Ferrer i Guàrdia en 1909. El pedagogo fue ejecutado al ser considerado instigador de los disturbios que tuvieron lugar en Cataluña, conocidos como la semana trágica. El grupo de Sumar ha registrado una proposición no de ley en el Congreso para reivindicar el legado «pedagógico, humanista y libertario» de Ferrer i Guàrdia. La formación socia del Gobierno de Sánchez considera que el juicio contra él careció de «garantías» y que fue condenado sobre la base de una «falsa acusación». En su reconocimiento obvia el hecho demostrado históricamente que señala al pedagogo anarquista como uno de los implicados en dos atentados contra el rey Alfonso XIII, uno en Madrid en 1906, en el que murieron 25 personas, y otro en París en 1905.

Los estudios más rigurosos en la materia, escritos por los historiadores Juan Avilés y Romero Maura, señalan la figura de Ferrer i Guàrdia como uno de los promotores e instigadores de dos atentados contra el rey Alfonso XIII. El 31 de mayo de 1906, después de la boda con la princesa británica Victoria Eugenia de Battenberg, el monarca sufrió un atentado en la calle Mayor de Madrid, justo enfrente del actual Instituto Italiano de Cultura, mientras se dirigía hacia el Palacio Real. El anarquista Mateo Morral lanzó una bomba de fabricación casera (conocida como bomba de Orsini) escondida en un ramo de flores desde un cuarto piso. La bomba no impactó con la carroza real, porque fue desviada por los cables del tranvía y estalló entre la muchedumbre. 25 personas murieron y 100 resultaron heridas.

Ese fue el segundo atentado que sufrió el rey Alfonso XIII entre 1905 y 1906. El año anterior, el monarca había viajado a París en una misión diplomática que también debía pasar por Londres, y que en las crónicas de la época se vinculaba con su interés por buscar una novia entre la realeza europea. El 27 de marzo de 1905 por la noche, el rey acudió a la ópera. Se montó en un automóvil descubierto con el presidente de Francia, cuando en la calle de Rivoli estalló de repente una bomba. El artefacto dejó dos heridos entre los transeúntes, mientras que el coche pudo alejarse rápidamente del lugar.


Pedagogo laico


En ambos atentados los historiadores ven la huella del pedagogo que ahora Sumar quiere apremiar. En el libro de Juan Avilés, Francisco Ferrer y Guardia: pedagogo, anarquista y mártir (ed. Marcial Pons), se apunta a esta correlación entre ambos atentados y la figura de Ferrer i Guàrdia, aunque el volumen no desdeña el compromiso del pedagogo por una enseñanza moderna, laica y crítica con la superstición religiosa. Ese compromiso, sostiene el libro, no fue una tapadera de su actividad política radical, aunque tampoco se puede obviarla a la hora de describir con rigor a ese personaje histórico.

Ahora, Sumar quiere reescribir esa historia, borrando de golpe esa segunda vertiente del pedagogo. En la proposición no de ley firmada por la coalición de partidos de Yolanda Díaz y recogida por Europa Press, se menciona a Ferrer i Guàrdia como un pedagogo laico víctima de una sentencia injusta. Un hombre comprometido con el espíritu laico, sin mancha alguna. Por ello, insta al Ejecutivo a adoptar todas las medidas necesarias para reparar «el buen nombre de un hombre que luchó por una educación laica, libre e igualitaria».


En opinión de la formación de Yolanda Díaz, hace falta impulsar medidas de «reparación simbólica, educativa y memorialista», al tiempo que se reclama la «asunción de responsabilidades por parte de las instituciones, en coherencia con los principios de verdad, justicia y reparación que deben guiar toda política de memoria democrática».


Sumar enmarca, por lo tanto, su petición de revisión de la figura de Ferrer i Guàrdia en la Ley de Memoria Democrática (20/2022). 

Esta ley, aprobada por el Gobierno de Sánchez en la pasada legislatura, tiene el objetivo de «fomentar el conocimiento de las etapas democráticas de la historia de España y mantener la memoria de las víctimas de la Guerra de España y la Dictadura franquista a través de iniciativas como la creación de un Censo de Víctimas o la retirada de símbolos de la dictadura». 

Bajo su paraguas, la formación de Díaz ya ha pedido, antes de la proposición no de ley sobre Ferrer i Guàrdia, que se celebren «homenajes de Estado» para recordar a las últimas cinco víctimas del franquismo, aunque se trate de tres terroristas del FRAP y dos de ETA a los que los historiadores no reconocen méritos en la lucha por la democracia, pero sí la responsabilidad en los asesinatos.




Ena (también conocida como su título completo ENA. La reina Victoria Eugenia) es una serie limitada de televisión española de drama histórico creada por Javier Olivares para La 1, basada en la novela homónima de Pilar Eyre. Está producida por La Cometa TV y Zona APP y protagonizada por Kimberley Tell. Se estrenó en La 1 el 24 de noviembre de 2025.


 Ena (también conocida como su título completo ENA. La reina Victoria Eugenia) es una serie limitada de televisión española de drama histórico creada por Javier Olivares para La 1, basada en la novela homónima de Pilar Eyre. Está producida por La Cometa TV y Zona APP y protagonizada por Kimberley Tell. Se estrenó en La 1 el 24 de noviembre de 2025.

La visión de Nieves Concostrina sobre la protagonista de 'ENA': «Victoria Eugenia nunca perdonó a España tener que cambiar de religión e ir a los toros»


La periodista especializada en historia ha repasado la vida «de hipocresía y rechazo» de la monarca de origen británico y esposa de Alfonso XIII


Miércoles, 26 de noviembre 2025


Nieves Concostrina se ha erigido en los últimos años como una de las grandes divulgadoras de la historia, con varios libros a sus espaldas y sobre todo el espacio radiofónico 'Acontece que no es poco', que emite la Cadena Ser. La escritora y periodista ha hablado en varias ocasiones de la figura de la reina Victoria Eugenia de Battenberg, de actualidad por el estreno esta semana de la serie dedicada a su vida 'ENA', creada por Javier Olivares. Aplaudida por la crítica por su factura tras la emisión de los dos primeros capítulos en RTVE, recurrimos a las palabras de Concostrina para repasar la vida de la que fuera mujer de Alfonso XIII según su punto de vista, siempre tan ácido como documentado.

En sus intervenciones, la escritora recuerda que la monarca fue expulsada de España el 15 de abril de 1931. Concostrina define a Victoria Eugenia como «la reina desubicada», ya que «acabó siendo de ninguna parte y querida por casi nadie». Aunque murió en Lausana, Suiza, donde vivía «como una reinona», la monarca nunca encontró su lugar.


Según explica en su programa Concostrina, la relación entre Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg nació «gafada», ya que el día de su boda, el 31 de mayo de 1906, una bomba estalló al paso de su carruaje camino al banquete, causando 25 muertos y más de 100 heridos. Su relación finalizaría en el exilio al que fueron obligados en abril de 1935, cuando él se fue a vivir a Roma y ella en Lausana (Suiza).


Infeliz pero sin sufrir penalidades.


La infelicidad de la reina, para Concostrina, «no merece lástima». La experta en historia de España sostiene que no se debe sentir pena por ella «porque no fue una pobrecita y sus infelicidades fueron consecuencia de sus decisiones absolutamente interesadas». Si bien «la hipocresía a veces te pasó factura y ella lo pagó caro», la periodista considera que esta reina de España «no pasó hambre ni penalidades».

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Uno de los principales motivos del rechazo que sufrió Victoria Eugenia en su patria, el Reino Unido, fue su conversión religiosa para casarse con Alfonso XIII. Concostrina califica esta práctica como una «excusa de postureo», ya que «todos los miembros de todas las familias reales de toda Europa andan de trapicheos religiosos dependiendo de dónde esté el negocio», en referencia al país sobre el que iban a gobernar.


La conversión, aclara, es un eufemismo, ya que la palabra real es «abjurar». Esto significa «renegar de tu Dios y tu religión y decir de viva voz que consideras herejes a los que hasta hace cinco minutos eran de los tuyos»

Aunque la abjuración era necesaria para ser reina de España, a Victoria Eugenia se le hizo especialmente duro que no se respetara su petición de intimidad, pues «lo que hicieron fue montar una verbena de conversión para que todo el mundo se enterara».

 Esta doble moral la persiguió hasta el final de su vida. Victoria Eugenia lamentó en su última entrevista que «los ingleses me criticaron por hacerme católica y los españoles no creyeron que fuera sincera».


Victoria Eugenia, fuera de la familia real británica.


Tras el exilio de España, Victoria Eugenia intentó regresar a Londres, su «casa», pero se encontró con el rechazo. Si bien llegó a instalarse «entre los suyos, entre los Windsor», esa felicidad duró poco porque acabaron «invitándola a irse poniendo excusas tanto el gobierno británico como su propia familia, excusas que no se creían ni ellos»

El Reino Unido le comunicó que, al haberse casado con Alfonso XIII, «había dejado de pertenecer a la familia real británica». Además, le informaron que, ante el inminente inicio de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña «no se hacía responsable de su seguridad ni de las dificultades financieras por las que pudiera empezar a pasar».


A pesar de sus infelicidades, Concostrina recuerda que Victoria Eugenia murió «sin perdonar las dos grandes 'putadas' que le hizo España. Obligarla a jurar de su religión en público e ir a los toros, eso que ella llamaba holocausto sin emoción». La historiadora sentencia su análisis con una conclusión contundente sobre la monarca:

 «Los cuernos en la plaza y en la cabeza fueron el precio por vivir a gastos pagados».

Concostrina, que también dirige el programa 'Cualquier tiempo pasado fue anterior' desde 2015, además se muestra convencida de que a la reina no le habría gustado ser enterrada en España, ya que ella era «una Batenberg» y no querría estar «en esa cripta oscura rodeada de rancios Reyes bajo ningún concepto».


Entierro en Suiza con discusiones.


Al entierro de Victoria Eugenia en Suiza, fallecida a los 82 años, acudieron «todos los Borbones que estaban en el extranjero», pero el evento no estuvo exento de drama. Según Concostrina, «hubo una trifulca y una tensión de glúteos entre toda aquella parentela borbónica tremenda». Al parecer, se desató un conflicto por presidir el cortejo entre Juan de Borbón (el sucesor legítimo de la casa real española) y su hermano Jaime (el mayor, al que le «virlaron el derecho de sucesión»). Además, se evidenció el conflicto entre Juan de Borbón y su hijo, Juan Carlos.

La tensión se debía a que, aunque el nombramiento oficial de Juan Carlos como Príncipe de España por Franco fue en julio de 1969, «el dictador ya le había dicho a Juan Carlos que lo iba a nombrar príncipe de España» en abril, lo que generó una «bronca monumental» con su padre, quien sentía que su hijo le estaba «apuñalando». 

«En el entierro de Victoria Eugenia no hubo más muertos de milagro»,
concluye. 



 Liberalismo y romanticismo en tiempos de Isabel II.

 Isabel II: Le diable au corps


Por Isabel Burdiel, Universidad de Valencia.



 

Parece distraída, ensimismada, los ojos y la boca ciegos y duros, las mejillas abotargadas y flácidas. No mira sino que es mirada. No se defiende, se expone. Apenas intuyendo lo que ocurre a su alrededor. Es un retrato de busto, un grabado muy nítido que tiene la forma y el tamaño de una de esas cartes de visite que tan de moda se pusieron en el Madrid de mediados del siglo XIX. Está perfectamente conservada y se encuentra perdida, por su tamaño, entre varios papeles de dibujo en los que una mano adolescente ha trazado, con más cuidado que soltura, un potente brazo que sostiene un pergamino, un decreto quizás, y un enorme pie desnudo: todos ellos dedicados, con letra infantil, «A mi queridísima Mamá»1

La tarjeta está ocupada completamente por el rostro de esa mujer siniestra, perdida. La dureza de los rasgos destaca más aún entre unos ejercicios de dibujo que tratan de imitar la serenidad clásica. La iconografía que rodea el rostro, y que forma parte de su composición, es rígida y brutalmente explícita en su simbolismo. Una corona de corazones sangrantes señalados con la «S» de Serrano, la «B» de Bedmar, la «A» de Ruiz de Arana y la «P» de Puigmoltó, aquellos nombres que la opinión pública reconocía como los amantes de la reina Isabel II a mediados de los años cincuenta. «AMORT» se lee en la corona y, sobre ella, indiscutible, sor Patrocinio. La cara marchita está dibujada con el cuerpo regordete y los hábitos del padre Claret que sonríe instalado en el centro de su frente. El pelo está poblado de frailes y monjas que sostienen bolsas de monedas, «Para os conventos», y el velo que le cae por detrás lleva estampada la palabra «Crueldad». Sobre el cuello desnudo las efigies muertas del general Zurbano y sus hijos.


En la gran banda que recoge el traje y que cruza su pecho, «INGRATITUD», y dos grandes broches o medallas; condecoraciones malignas que contienen cada una de ellas una nueva acusación. En la primera, la escena de un agarrotamiento público y los nombres de lugares como Loja, Barcelona, Logroño, Baracaldo, Sevilla, Badajoz, Madrid, Alicante o Zaragoza. Los lugares de la memoria de las sublevaciones progresistas y republicanas y de su represión a manos de los gobiernos de la reina. En la otra medalla una Biblia arde rodeada del «Fanatismo» y la Intolerancia». Un largo collar de calaveras y tibias completa el cuadro. Es Isabel II, en todo su esplendor; el símbolo de todos los obstáculos tradicionales, de todas las crueldades e ignominias de un reinado que estaba a punto de acabar.


Guardada celosamente por su madre, archivada entre sus dibujos infantiles, aquellos dedicados «a mi queridísima mamá», la pequeña carte de visite antimonárquica, probablemente producida a mediados de siglo, recoge todo aquello que compone la imagen histórica fundamental que nos ha quedado de Isabel II y de su reinado: fanatismo religioso, represión antiliberal, camarillas siniestras y amores ilícitos. Para entonces, Benito Pérez Galdós, describía la decadencia física y moral de aquella mujer que, tan sólo veinte años antes, había pintado Madrazo en toda su gloria:

Las formas abultadas, algo fofas, iban embotando su esbeltez y agarbanzando su realeza. Parecía distraída, inquieta, y sus ojos, de un azul húmedo y claro, sus párpados, ligeramente enrojecidos, más expresaban el cansancio que el contento de la vida. Eran los ojos del absoluto desengaño, los ojos de un alma que ha venido a parar en el conocimiento enciclopédico de cuantos estímulos están vedados a la inocencia 2.


Es el icono de una cultura, la isabelina, que la España regeneracionista consideraba el epítome de todos los vicios y todos los fracasos de un país que parecía incapaz de sacudirse sus fantasmas de atraso, incultura, fanatismo y excepcionalidad. La España que una revolución, autodenominada Gloriosa, creyó barrer para siempre en 1868. Fernando Garrido, en una de las primeras historias generales del reinado de Isabel II, ya había concluido que todo en ella estaba destinado al fracaso:

 «Las reacciones y las revoluciones, la libertad y el compromiso, la crueldad como la clemencia, todo le ha sido funesto, todo ha contribuido a precipitarla del trono y arrojarla de la patria, a donde no volverá jamás»3.


Volvió, brevemente, pero Cánovas del Castillo y su propio hijo, no la dejaron instalarse en Madrid. Tras una humillante estancia en Toledo y en la Sevilla de los Montpensier, regresó al palacio de Castilla en la avenue Kléber, en París. Al final de su vida, Isabel II era plenamente consciente de su fracaso como reina pero aún parecía perpleja respecto a sus causas. Antes de morir, Galdós estuvo con ella y quiso contribuir a exculparla, a acercarla a su propia verdad:


 «Ha faltado tiempo, ha faltado espacio [...] yo quiero, he querido siempre el bien del pueblo español. El querer lo tiene una en el corazón; pero ¿el poder dónde está? [...] El no poder, ¿ha consistido en mí o en los demás? Esta es mi duda»4.


Ésta es exactamente también la pregunta central: ¿En qué condiciones y con qué sentido se puede hablar de poder y de ejercicio del poder personal en el caso de Isabel II? ¿Hasta qué punto fue ella culpable de la inestabilidad continua de los gobiernos de su reinado? ¿A quién, o a quiénes, convenía la imagen de caprichosa omnipotencia que los diversos grupos liberales le atribuyeron eximiéndose, así, de paso, de sus propios errores, del cainismo con que se trataron unos a otros? ¿No sería menos cierto que la profunda fragmentación interna de todos los partidos, y las luchas que los socavaron, impidieron a la monarquía elevarse como institución por encima de las luchas partidistas?


A Galdós, invadido aquella tarde de principios del siglo XX, según su propia confesión, por un «alelado respeto», casi le convenció de que ella, contra toda apariencia, e incluso a riesgo de caer en el más vulgar de los juegos de palabras, nunca había tenido poder real ni, por lo tanto, culpa. Tan sólo, quizás, la culpa de la más genuina ignorancia y de la más profunda desorientación respecto al modo de usar de ese poder que nunca entendió plenamente.


Isabel II fue reina a los tres años, tras morir su padre en 1833. Fue, sin embargo, una reina cuestionada desde su mismo nacimiento: «Un heredero, aunque hembra», dice Cambronero que fue la opinión unánime al saberse que, por fin, Fernando VII había tenido descendencia 5. Nada más morir el último rey absoluto, su tío, el infante don Carlos, se negó a reconocer sus derechos al trono por haber nacido mujer. Comenzaba así una década de guerra y revolución. Otra mujer, su madre María Cristina de Borbón, se hizo cargo de la regencia del reino mientras ella era menor. Incapaz de sostenerse por sí misma buscó una alianza con los liberales que siempre fue un pacto a contre coueur, producto de la necesidad. A pesar de las diversas formas de resistencia de la regente, y tras sucesivas revueltas, los liberales lograron imponer un sistema constitucional pleno que recortaba sustancialmente los poderes de la Corona. Isabel II vivió su infancia en una corte absolutista, secuestrada por la revolución liberal y resistente a ella. Era un mundo de contradicciones y de sobresaltos, de pequeñas intrigas y de un gran secreto oculto.


Ese gran secreto la afectaba personalmente y la alejaba de su madre. María Cristina de Borbón no guardó luto por su marido muerto. Pocos meses después de morir Fernando VII se casó secretamente con un guardia de corps, Fernando Muñoz. Aquel amor la alejó de cualquier otro cariño. Con Muñoz tuvo Cristina varios hijos que Isabel II conocería y acogería más tarde, forzada por el respeto filial que su madre no dejó nunca de exigirle e imponerle. Durante años, sin embargo, aquella «otra familia» vivió oculta y la reina niña pasó su infancia en el Palacio Real, con su hermana Luisa Fernanda, mientras su madre pasaba largas temporadas retirada en El Pardo.

 El coronel Saint Yon, uno de los muchos agentes franceses en España, informaba a su ministerio de que «las personas a las que su función retiene junto a la Reina menor no forman parte de la sociedad íntima de la Reina madre: la separación de vida entre ambas es casi completa». Quizás es más conveniente, añadía, que la regente no resida en Madrid, «donde su vida privada, que es como mínimo singular, por no decir algo más, acabaría por destruir el poco prestigio que le queda a la realeza en este país»6.


Cuando la reina contaba apenas once años, la apuesta personal de María Cristina, y de un entorno político tan moderado que rozaba el absolutismo, por revertir buena parte de los logros de la ruptura liberal producida desde 1836, condujo a una nueva revolución. En 1840, la reina niña se quedó sola en Madrid, en manos del nuevo regente, Baldomero Espartero, un militar de carrera hijo de un carretero manchego, mientras su madre marchaba al exilio. Vivió su primera adolescencia en un mundo de verdades y mentiras contrapuestas sin saber exactamente qué había pasado, qué retenía a su madre fuera de España y cuál era su posición ante las nuevas gentes que la rodeaban.


Mientras la condesa de Espoz y Mina se esforzaba por inculcarle una educación acorde con la máxima progresista de que «el rey reina pero no gobierna», María Cristina, desde París, conspiraba contra la regencia de Espartero y financiaba a los militares descontentos con la situación progresista. Por todos los conductos posibles le fue haciendo saber a su hija que aquellas «nuevas gentes», tan amables, eran en realidad enemigas suyas, de su autoridad y de sus derechos. Eran «los revolucionarios», el azote de los reyes. Su amabilidad era engañosa; el cariño que ella había llegado a tomarle a la virtuosa y enlutada condesa de Espoz y Mina era, en realidad, una traición a su madre, arrojada de España por los mismos que ahora buscaban congraciarse con su hija.


Finalmente, en una oscura y desapacible noche de octubre de 1841, un grupo de jóvenes militares intentaron secuestrarla y llevarla a París, como prenda de una sublevación financiada por su madre y por su padrastro. Hubo tiros y hubo muertos, y su vida corrió peligro. Sus cuidadores, o sus guardianes, tuvieron muchas dificultades para explicarle el origen y la intención de aquellos sucesos. Las mismas dificultades que tuvo María Cristina para ganarse de nuevo su confianza cuando, una vez vencido Espartero dos años más tarde, todos los grupos liberales pugnaban por ganarse la confianza de la reina niña cuyo acceso precipitado al trono comenzaba a prepararse entonces.


Nadie quería otra regencia y todas las esperanzas de paz y estabilidad se centraron en un adelanto de la mayoría de edad de aquella adolescente caprichosa y desconcertada. Isabel II comenzó a reinar efectivamente el día que cumplía trece años. Desde ese primer día, todas las instrucciones de gobierno y de comportamiento le vinieron de su madre y de sus agentes en Madrid. Una vieja dama de palacio, la condesa de Santa Cruz, y el gran líder del moderantismo más autoritario, Juan Donoso Cortés, fiscalizaban todos sus actos y ponían todas las palabras en su boca. No sabemos qué ocurrió realmente, pero un día la reina le entregó, contenta, un decreto de disolución de las Cortes al progresista Salustiano de Olózaga para que dirigiese las elecciones y el Parlamento a su antojo. 

Al día siguiente, la misma reina dijo que había sido forzada a hacerlo. Fue una falsedad, espontánea o inducida por su entorno, que tuvo el efecto de desplazar definitivamente a los progresistas del poder y entregárselo a los moderados. La imagen de la reina inocente, de la reina de todos los españoles, quedó para siempre hecha trizas. Nunca sabremos de quién partió aquella intriga que envolvió a una niña aterrorizada, quizás, por lo que había hecho. En todo caso fue una señal muy temprana de la impotencia de la reina, de su debilidad y del férreo nudo de intereses que los liberales moderados habían creado en torno a ella.


Refugiada en una precocidad impuesta, volviendo los ojos al primero de los dos grandes retratos de Madrazo, aquel que la contempla en todo el esplendor de su adolescencia, la anciana condesa de Toledo murmura al oído de un viejo radical fascinado: 

«Pónganse ustedes en mi en mi caso [...]. Este me aconsejaba una cosa, aquél otra, y luego venía un tercero que me decía: ni aquello ni esto debes hacer, sino lo de más allá». 

Ella siempre habló de tú a todo el mundo, pero algo de su habla se adivina entre el panegírico de Galdós, conmovido por su muerte en abril de 1904: 

«Diecinueve años y metida en un laberinto por el cual tenía que andar palpando las paredes pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba». 

Era joven, muy joven, en aquellos inicios de su reinado. De ahí vienen todos los yerros, todas las culpas, todo aquel poder ciego que mira sin ver desde los ojos vacuos de una tarjeta postal producida quizás en la Italia carbonaria de los años cincuenta.


Incluso Fernando Garrido es sensible al patetismo de aquella reina cuestionada como tal desde su mismo nacimiento. La reina de los tristes destinos:


Un día son sus parientes, los tíos, los primos hermanos los que le disputan el trono en que aún no se había sentado, rodeando su cuna de peligros, y de ruinas y sangre la nación. Otros, son los pueblos indignados quienes la separan de su madre, entregándola en poder de gentes extrañas para ella; más tarde, apenas entrada en la pubertad, llega esa turba de vampiros, de hombres gastados, corrompidos y escépticos, que se llaman a sí mismos moderados, que tienden lazos a su virtud, comprometen su honra, trafican con su nombre y su libertad, y la precipitan en una tenebrosa noche de miserias, horrores y crímenes, en su satánico sueño que necesitaba a Espronceda como narrador7.


No tuvo a Espronceda pero tuvo a don Ramón del Valle-Inclán, el escritor que —sin conocerla— mejor ha fijado en la memoria popular el grotesco mundo de la corte isabelina. La España negra y sórdida de una corte de los milagros que necesitó crear un estilo literario propio, el esperpento, para poder ser aprehendida. Aquello que sólo la literatura es capaz de decir y que la historia ha ocultado en sus pies de página.


Galdós la imagina viviendo en una perpetua infancia, «la bondad generosa, el fácil arranque para las dádivas y mercedes, el corazón abierto a los cariños y cerrado a los rencores, quedaron oscurecidos y ahogados por la insustancial beatería, por la volubilidad y la sinrazón». Las buenas cualidades de la reina, de una reina que hablaba y pensaba como una señora burguesa del Madrid castizo, eran inútiles para gobernar, ineficaces para la salud de la patria que se alejaba en una dirección que ella era incapaz de seguir. «Fuesen cuales fuesen sus méritos como individuo, era una mujer imposible como reina en las condiciones que comenzaban a prevalecer en la segunda mitad del siglo XIX. Tenía cierta capacidad para la intriga pero era absolutamente incapaz del tipo de fingimiento que ha sido definido como el homenaje que el vicio paga a la virtud»8.


El mayor de sus infortunios —quiere pensar Galdós— fue haber nacido reina «y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano». Una mano que no tuvo jamás gente desinteresada que la informase y la guiase:


Los que podían hacerlo no sabían una palabra de arte de gobierno constitucional: eran cortesanos que sólo entendían de etiqueta y como se tratara de política, no había quién les sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de constituciones y de todas esas cosas, no me aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome a oscuras si se trataba de algo que en mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario ¿Qué había de hacer yo, jovencilla reina a los catorce años [...] no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación, que me aturdían? ¿Qué podría hacer yo? [...] Pónganse en mi caso...9.


No es posible hacerlo, no es posible ponerse en su caso. Es posible, sin embargo, seguir escuchando a los que estuvieron cerca de ella, a los que la conocieron y dejaron escritas sus impresiones ante una mujer que vivió su vida como si fuese un sueño y que hubiese querido dejar tan sólo su juventud inocente en el recuerdo de sus contemporáneos; una reina que, sin embargo, fue creciendo con los años hasta la altura de una siniestra carte de visite que su madre quiso guardar entre sus dibujos infantiles. Su primer biógrafo en sentido estricto, Francis Gribble, intentó comprender desde Inglaterra a aquella mujer que

carecía absolutamente de genio y se convirtió exactamente en lo que su educación hizo de ella, y su educación fue tan mala que difícilmente hubiera podido ser peor [...]. La virtud no estaba, como dice la gente, en la familia, la virtud política menos que cualquier otra [...]. No podía por lo tanto aprender nada bueno observando el ejemplo de ninguno de sus padres y pasó sus años más impresionables bajo la influencia de cortesanos que le enseñaron que el reino era su propiedad privada, y su capricho un principio suficiente para dirigir la elección de sus ministros. Más aún, a la edad en que aún debería haber estado en la escuela, la casaron —por razones de Estado— con un marido que carecía de los atributos esenciales de un marido. ¡Y eso teniendo, en palabras de Guizot, le diable au corps! 10.


A Isabel II la casaron, a los dieciséis años, contra su voluntad. Tras complejas negociaciones nacionales e internacionales, el elegido fue aquel que ella más despreciaba, su primo el infante Francisco de Asís. Era el candidato más débil y más manipulable y por eso mismo fue el elegido por el grueso del partido moderado y por el gobierno francés de Luis Felipe. Hasta María Cristina de Borbón dudaba de sus condiciones físicas para marido de una fogosa adolescente:

 «En fin, usted lo ha visto, usted lo ha oído. Sus caderas, sus andares, su vocecita... ¿no es eso un poco intranquilizador, un poco extraño?»11.


Cuatro meses después de su boda, la separación del matrimonio era pública. La reina se había enamorado de un general progresista, Francisco Serrano, quien la empujó a entregar el poder a los enemigos de su madre. Esta y el general Narváez pusieron fin, por la fuerza, a aquella aventura política y personal secuestrando para siempre su reputación y su voluntad. Comenzó entonces el «ministerio largo» de Narváez quien ocupó al lado de la reina un nuevo papel de apoyo y guardián de la monarquía. Favoritos más discretos sucedieron a Serrano en los favores de Isabel II y el rey consorte mantuvo una apariencia de reconciliación y acomodo tan impostados que toda Europa supo por su boca, y por la de su entorno, de «las locuras de Isabel». Los constantes chantajes a los que la sometió, durante todo su reinado, convirtieron al rey consorte en uno de los grandes elementos de desestabilización de la política de Palacio. El mismo Narváez tuvo que amenazar a Francisco de Asís, en más de una ocasión, con encerrarle en el castillo de Segovia mientras éste no dejaba de conspirar ayudado por un tal fray Fulgencio, por una monja adicta a las llagas y por el poder que le otorgaba el círculo vicioso de pecado, culpa, arrepentimiento, dulces y sobresaltos varios, en que estaba envuelta Isabel II.

En esas condiciones, aquella de quien no se esperaba descendencia tuvo nueve hijos. Cinco llegaron a la edad adulta, entre ellos el futuro Alfonso XII, nacido en 1857. Escribiendo en los meses de aquel embarazo, un diplomático francés informaba a su ministerio:


No vacilo en colocar en la primera fila de los que quieren derribar a la Reina al rey Francisco de Asís, su marido. El resentimiento por las injurias cuyo precio ha aceptado y la falta de valor para vengarse predomina en este príncipe [...]. Quiere pues destruir lo que es, en la quimérica esperanza de que obtendrá de los príncipes carlistas restaurados una regencia de hecho, y de nombre, y la aplastante humillación de su mujer. El nuevo embarazo de la Reina viene a reanimar, si esto es posible, los instintos vengativos del Rey: tras escenas deplorables, con la amenaza de las más escandalosas revelaciones, ya ha obtenido de su mujer una especie de abdicación moral y después marcha resueltamente a su objeto, dirigido por algunos miembros del clero, adherentes fanáticos y reconocidos del partido carlista 12.

Como señala Isabel Burdiel en este catálogo, esta composición, a modo de las cartes de visite de la época, fue realizada probablemente en los ambientes carbonarios italianos de mediados de siglo. La cara marchita de Isabel II está dibujada con el cuerpo regordete y los hábitos del padre Claret. La reina es presentada como la encarnación de todas las crueldades e ignominias del reinado: fanatismo religioso, represión antiliberal, camarillas siniestras y amores ilícitos.


Pocos años antes, en 1854, cuando una combinación de revuelta popular, intriga cortesana, política y militar puso en entredicho su derecho a seguir reinando, el embajador británico en Madrid, describía así a la reina de España:


Es un hecho melancólico, pero incuestionablemente cierto que el mal tiene sus orígenes en la Persona que ahora ocupa el más alto puesto de la Dignidad Real, a quien la naturaleza no ha dotado con las cualidades necesarias para subsanar una educación vergonzosamente descuidada, depravada por el vicio y la adulación de sus Cortesanos, de Sus Ministros y, me aflige decirlo, de Su propia Madre. Todos y cada uno de ellos, con el objeto de guiarla e influirla de acuerdo con sus propios intereses individuales, han planeado y animado en Ella inclinaciones perversas, y el resultado ha sido la formación de un carácter tan peculiar que es casi imposible de definir y que tan sólo puede ser comprendido imaginando un compuesto simultáneo de extravagancia y locura, de fantasías caprichosas, de intenciones perversas y de inclinaciones generalmente malas 13.


Felicitémonos de la ceguedad de esa mujer, escribe Fernando Garrido en su fracasada historia del reinado del último Borbón en España,


acaso la desgracia devuelva el sentido moral, y haga abrir los ojos a la luz de la verdad a esa mujer, que no podía ver por estar colocada tan por encima de la sociedad, ni sentir arder en el alma el fuego de la conciencia, por creerse irresponsable, y de una casta distinta y superior a los demás hombres [...]; su corona sólo servía para apartarla de la humanidad, para extraviar su inteligencia y depravar su corazón, labrando en definitiva su desgracia y la de todo su pueblo 14.


Un pueblo deshonrado por la institución que supuestamente había de encarnar su historia, su tradición nacional; gobernado por una mujer irresponsable, incapaz de representar aquel ideal moral y político al que la monarquía debía su prestigio y su justificación. La fijación de la imagen histórica de Isabel II recoge, en sus elementos esenciales, y aun contradictorios, una curiosa mezcla de los elementos presentes en todos estos esbozos. Cruel y generosa, ignorante y ladina, perversa e ingenua, sexualmente depravada y fanáticamente religiosa, incapaz de comprender ni de apreciar los sacrificios que el pueblo liberal había hecho durante las guerras carlistas a favor del trono de la «inocente Isabel». La perversa Isabel, grotesca encarnación de una grotesca monarquía constitucional que creyó poder refugiar, para siempre, el poder moderado detrás de quien no sabía ejercerlo siquiera en beneficio propio.


La «mala hija» que el archivero de la reina María Cristina, Antonio Rubio, compara desfavorablemente con su hermana la infanta Luisa Fernanda, la devota esposa de un duque de Montpensier que acabó, también, conspirando contra ella. Con muchas más obligaciones políticas que su hermana, rodeada de una familia de la que jamás pudo fiarse, Isabel II acabó separada de todos, incluso de aquella madre que contribuyó tanto a hacerla y deshacerla como reina. El viejo archivero de María Cristina ni la perdona ni la entiende por haberse visto obligada a mantener a su madre en


un destierro hipócrita [...] achacándoselo a sus Ministros [...]. Hay lo bastante para poder decir, como lo dicen todos, que Isabel 2.a no es para VM una buena hija [...]. Digamos o que la reina Isabel no quiere a su Madre o ha tenido quince años la funesta torpeza de obrar en todo como si no la quisiera, ni la hubiera querido jamás 15.


Poco antes de ser derrocada, su primo el infante Enrique de Borbón, un antiguo aspirante a su mano, resumía en una iluminadora metáfora sexista aquello que quizás quiso apuntar Guizot, y los efectos que ello tuvo para despojarla de la inviolabilidad a la que, aun en el recuerdo, siempre creyó sentirse merecedora:


Os habéis despojado de vuestra inviolabilidad por falta de respeto propio como mujer y de nobles sentimientos como reina; os habéis despojado de vuestra autoridad al colocaros fuera de los principios de vuestro pueblo liberal [...]. Nacisteis para representar, con turbante en la cabeza, la corte de los serrallos, y no un pueblo europeo y constitucional [...] ¿Quién sino vuestro cetro ha reducido a esqueleto la monarquía más sólida y venerada? 16.


¿Quién sino la «culpable hija de la culpable María Cristina»? como la definió su propio marido, Francisco de Asís, en una carta a don Carlos en la que se ofrecía a guiar al pretendiente carlista hasta Madrid y, entre ambos, destronarla 17. Quién sino aquella mujer que su mejor y más compasiva biógrafa, Carmen Llorca, definía como alguien cuyo temperamento era incapaz de responder a los anhelos liberales. Ella es una fuerza viva en constante agitación y dominada por extremo barroquismo de alma. Hay en su carácter mucho de revolucionario y caótico; naturaleza tumultuosa que no encuentra el cauce de su expresión, ni se organiza en una unidad, ni acierta a verterse, suave y paulatinamente al exterior 18.


Durante el exilio parisino de la reina, la fotografía siguió aportando imágenes que completan su ciclo vital. Los más relevantes estudios franceses y de otros puntos de Europa nos brindan la posibilidad de contemplar la transformación del personaje en su madurez, en la que mantiene el aire de majestad que siempre le acompañó. Paul Nadar, dibujante, caricaturista y fotógrafo de la alta sociedad, política e intelectualidad parisina, acredita en sus retratos un estilo realista, incisivo y directo con el que lograba captar los matices psicológicos del retratado.

La reina generosa, españolísima, popular hasta el mismo momento de derrocamiento, la misma que aparece en las escenas pornográficas atribuidas, aún hoy con todas las dudas, a los hermanos Bécquer:

 «Entren todos y verán / la célebre niña gorda /que pesa quinientos quilos/sin el cetro ni corona»19. 

Una obra que recuerda, punto por punto, por su procacidad, por la solidez de la ancestral misoginia de sus alusiones políticas, por su enorme violencia visual, a los folletos y viñetas que circularon en la Francia prerrevolucionaria sobre María Antonieta, la reina extranjera.

Forastera, extraña, aparece también Isabel II para una creciente parte de sus súbditos que cada vez más sienten la España del padre Claret, de sor Patrocinio y de su último ministro, Luis González Bravo, como un territorio extranjero. La institución que había de encarnar a la nación se convierte, con Isabel II, la reina españolísima, en la encarnación de un país ajeno, del «otro» país. Frente al españolismo populachero, sórdido y fanático que representaba Isabel II y su corte, los liberales progresistas y demócratas opusieron otra patria y otra nación, sofocada por los largos años de exclusivo imperio moderado. Frente al barroquismo tenebroso de la corte de los milagros, la sobriedad de una patria fundada en la luz de la razón; frente a la corrupción, el latrocinio y la lujuria, la virtud de una nación traicionada y degradada por una reina que, allá en su niñez, representó todas las promesas de la revolución:


¿Quién al ver, hace treinta y tantos años aclamada con tanto entusiasmo a la inocente Isabel, y al pueblo liberal haciendo por ella tan costosos sacrificios, hubiera podido prever que aquella inocente niña, símbolo de la libertad, sería el más implacable verdugo de la libertad y de los liberales, y que ella acabaría de exterminar a los patriotas que respetaron las balas carlistas?20.

A la inocente Isabel, que fue la bandera de la libertad, del progreso y de la razón, ha sucedido la Eva lasciva e informe que aparece en las viñetas de los hermanos Bécquer que circularon por los cafés de las grandes ciudades durante los años que siguieron a su derrocamiento. Lujuria, crueldad, fanatismo y avaricia compiten —en una grafía sin compasión ni freno— para despojar definitivamente a Isabel II de la magia del trono, del aura que dejó lelo a Galdós. Después de las viñetas de Los Borbones en pelota no hay vuelta atrás. No sólo la reina, sino la Monarquía como institución nacional, se han convertido para siempre en material tangible, personal, corruptible, perecedero. Cuando eso ocurre es el trono hereditario y todo el simbolismo político y moral a él asociado el que tendrá ya, para siempre, le diable au corps.


Isabel II marchó al exilio con sólo treinta y ocho años. Para entonces, los vicios privados y públicos de la reina habían contaminado todo el diseño de la Monarquía constitucional en España. Aquel oficio de reinar, que Adolphe Thiers tan sólo acertó a definir como ser «la imagen más verdadera, la más alta y la más respetada del país» 21, se había convertido —en sus manos— en exactamente lo contrario. «Adiós España, ¿cómo estás? Bien, ¿y tú, República? Para servirte. ¿Me llamabas? Pché... ahora no; pero no te alejes mucho»22.

Llegó un monarca nuevo, Amadeo de Saboya, y se fue. Llegó la República y se fue. Por fin, su hijo, Alfonso de Borbón, comenzó a reinar y la reina más española quiso volver a su patria. No se lo permitieron. Su imagen, su destrozada imagen, podía contaminar todo el edificio, tan laboriosamente construido, de la Restauración. Con el título de condesa de Toledo, sin poder saborear las luces y las sombras del papel de reina madre, Isabel II vivió el resto de su vida en un viejo palacio en París. Nada más llegar al exilio se separó de su marido, Francisco de Asís, y aún tuvo que conseguir que un ministro progresista, Sagasta, le devolviese las cartas más comprometedoras de sus amantes. Aquellas cartas que, guardadas en el Ministerio del Interior, habían servido a sus ministros, y a su marido, para chantajearla toda su vida 23.


A los setenta y dos años es Isabel II una anciana solitaria de pelo muy blanco, ojos dulces, aunque no tan expresivos como en otro tiempo, con el luto riguroso de una mujer que hace ya del negro su color habitual, encorvada, de paso lento y apoyada siempre en su bastón. Así es como la conocemos a través de las imágenes del fotógrafo parisino Marius Neyroud, difundidas también a través del grabado con motivo de la muerte de la reina dos años más tarde de la toma.

En abril de 1904, convertida en una sombra elegante de sí misma, murió calladamente. Su nieto, Alfonso XIII, ocupado en defender la imagen de la Monarquía en un largo viaje por Cataluña, no acudió a París a recoger su cadáver. Lo esperó en Madrid y allí, contra todo pronóstico, una multitud curiosa y conmovida le tributó su último adiós a la reina de los tristes destinos.




  1. Madrid, Archivo Histórico Nacional (AHN). Diversos. Títulos y Familias. Leg. 3491. Docs. 31 a 40. La tarjeta a que me refiero es el último documento gráfico de la carpeta.
  2. Pérez Galdós, B., La de los tristes destinos. Episodios Nacionales, en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1961, III, p. 641
  3. Garrido, F., Historia del último Borbón de España, París, 1868, p. 8.
  4. Pérez Galdós, B., «La reina Isabel II», en Memoranda, tomo VI de Obras completas, Madrid, Aguilar, 1961, pp. 1.414-1.420. Todas las citas siguientes proceden de este texto fechado en abril de 1904 y escrito con ocasión de la muerte de la reina.
  5. Cambronera, C., Isabel II, íntima, Barcelona, Montaner y Simón, 1908, p. 15
  6. Madrid, Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (AMAE). MD. Espagne. Vol. 312, pp. 44-45.
  7. Garrido, E, op. cit., p. 26.
  8. Gribble, F., The Tragedy of Isabella II, Londres, Chapman and Hall, 1913, p. VII.
  9. Pérez Galdós, B., «Isabel II», en Memoranda, op. cit., p. 1.419.
  10. Gribble, F., op. cit., pp. V-VI.
  11. María Cristina de Borbón al marqués de Miraflores. Citado por Morayta, M., Historia general de España, Madrid, Felipe González editor, 1893, p. 1.121.
  12. Telegrama de Turgot a Waleski, 29 de julio de 1857. Citado por Luz, P. de, Isabel II, reina de España, Barcelona, Juventud, 1937, p. 202.
  13. Public Record Office. Foreign Office, 72/844, n.°48. Otway aClarendon, 16 de julio de 1854.
  14. Garrido, F., op. cit., p. 10.
  15. Memorando de Rubio. AHN, 3460/304, doc. 3.
  16. París, 18 de enero de 1868. Madrid, Archivo de la Real Academia de la Historia, Colección Narváez-II, vol. 20, docs. 10-11.
  17. AMAE. CP. Espagne. Origins à 1870, vol. 833, pp. 120-123.
  18. Llorca, C., Isabel IIy su tiempo, Madrid, Istmo, 1956, p. 9.
  19. Bécquer, V., y G. A. Bécquer, Los Borbones en pelota, Ediciones El Museo Universal, 1991, p. 318.
  20. Garrido, F., op. cit., p. 34.
  21. Le National, julio de 1830. Cit. Rosanvallón, P., La Monarchie Imposible, París, Fayard, 1994, p. 157.
  22. Almanaque Don Diego de Noche para 1869, en Bécquer, V., y G. A. Bécquer, op. cit., p. 218.
  23. Archives de la Préfecture de Pólice de París, Ba/316, Madrid, 4 de diciembre de 1876.




 
Reunificación Coreana.
 
 
Noreste de Asia.



Abandonado el sueño de la unificación coreana, el nuevo objetivo es gestionar la división
La eliminación del relato del parentesco por parte del Norte en 2024 encaja con la creciente sensación del Sur de que una unificación inminente es poco probable e indeseable.

Christopher Green
12 de septiembre de 2025

 El abandono explícito por parte de Corea del Norte de la unificación pacífica, formalizado por el anuncio público de Kim Jong-un en 2024, parece marcar una ruptura decisiva en las relaciones intercoreanas. Sin embargo, la política y la opinión pública surcoreanas llevan tiempo alejándose de la unificación, por lo que las acciones de Kim también reflejan una divergencia social y generacional más amplia.
A medida que el paradigma de la unificación se erosiona en ambos lados, los responsables políticos de Corea del Sur y sus socios deben asumir la gestión de una península coreana dividida, preservando al mismo tiempo la estabilidad y la seguridad humana.
Durante décadas, la unificación pacífica ha moldeado los marcos políticos intercoreanos tanto en Seúl como en Pyongyang, arraigados en mandatos constitucionales e ideales nacionalistas. Este marco se está desmoronando. El cambio de rumbo de Corea del Norte comenzó en 2019 tras el fracaso de las conversaciones entre Estados Unidos y Corea del Norte y el inicio de la pandemia de COVID-19.

Este cambio se cristalizó en 2024 cuando Kim Jong Un declaró a Corea del Sur un “enemigo principal”, borrando efectivamente las narrativas de parentesco de la propaganda interna y desmantelando las instituciones dedicadas al diálogo intercoreano.
En Corea del Sur, la plataforma política del recién elegido presidente Lee Jae Myung refleja la aceptación de una realidad en la que la unificación no es inminente ni necesariamente deseable. Corea del Norte, que ya no es un país emparentado, se ha convertido en un país extranjero donde la divergencia cultural y la preocupación por los costos económicos de la unificación erosionan el apoyo a los esfuerzos de reintegración.

Estos acontecimientos no son meramente tácticos sino conceptuales y señalan una transición hacia la institucionalización de la división en la península de Corea.
El cambio de política de Corea del Norte se está implementando en los ámbitos militar, diplomático e informativo. Corea del Norte ha intensificado el desarrollo armamentístico, al tiempo que ha incorporado su nueva doctrina a los medios de comunicación estatales y a su postura militar fronteriza, desmantelando los canales de comunicación intercoreanos y redefiniendo a Corea del Sur como una entidad extranjera hostil.
Al mismo tiempo, la alineación de Corea del Norte con Rusia y su continua dependencia de China proporcionan apoyo diplomático y económico a su postura de confrontación.
En Corea del Sur, la administración de Lee Jae Myung está intentando equilibrar la disuasión con una estrategia de compromiso condicional, pero el espacio para un diálogo significativo se ha reducido considerablemente.

La erosión de la narrativa de la unificación desafía a los responsables políticos surcoreanos a conciliar los compromisos constitucionales con las realidades emergentes y a prepararse para gestionar la división, reduciendo al mismo tiempo el riesgo de errores de cálculo o de escalada en la Zona Desmilitarizada.
Los actores internacionales, que durante mucho tiempo han considerado la unificación como el estado final preferido, también deben ajustar sus marcos para priorizar la estabilidad, reducir los riesgos nucleares y promover los derechos humanos en lugar de confiar en supuestos obsoletos de reunificación.

Recomendaciones de políticas

1.-Para gestionar esta nueva realidad, los responsables políticos surcoreanos deberían recalibrar la comunicación estratégica y la educación para que reflejen la realidad práctica de las dos Coreas, manteniendo al mismo tiempo los compromisos constitucionales de principio. También deberían mantener mecanismos de interacción condicional y transaccional con Corea del Norte donde se demuestre una moderación tangible.

2.-Los ejércitos de Estados Unidos y Corea del Sur deben mantener la disuasión mientras restablecen los canales de comunicación para gestionar eficazmente los riesgos de escalada.

3.-La comunidad internacional debe apoyar las iniciativas de diálogo que se centren en la estabilidad, la reducción de los riesgos nucleares y la promoción de los derechos humanos, en lugar de buscar la unificación como objetivo final. 

4.-Además, los socios con ideas afines deben vigilar de cerca el papel de China y Rusia en la facilitación de la postura hostil de Corea del Norte, a la vez que se coordinan con los países de la región para evitar una escalada.

La península de Corea está entrando en una nueva fase marcada por la institucionalización de la división. El abandono de la unificación por parte de Corea del Norte, el cambio de opinión pública en Corea del Sur y el contexto geopolítico más amplio apuntan a una realidad a largo plazo de dos Coreas.

En lugar de aferrarse a supuestos obsoletos, los responsables políticos deben adaptarse a este nuevo paradigma, centrándose en la estabilidad, la disuasión y el compromiso pragmático para proteger la paz y la seguridad humana en un entorno estratégico fundamentalmente alterado.

Christopher Green es profesor asistente en la Universidad de Leiden y consultor senior del International Crisis Group.
 


 
Corea del Norte explota el desinterés de la juventud surcoreana en la reunificación.

"En el pasado, Corea del Norte consideraba a los jóvenes surcoreanos como objetivos de solidaridad nacional, enfatizando que eran compatriotas coreanos, pero ahora son vistos como objetivos de una guerra psicológica...", dijo una fuente a Daily NK.

Por Lee Sang-yong
13 de agosto de 2025

Corea del Norte considera la falta de interés de los jóvenes surcoreanos en la reunificación y su menor sentido de unidad étnica como una "oportunidad estratégica" y ha implementado cambios integrales en sus operaciones de guerra psicológica contra el Sur. El líder norcoreano, Kim Jong-un, ha ordenado personalmente al Instituto de Estudios del Estado Enemigo que desarrolle nuevas estrategias, explicando que "la reunificación y la unidad étnica ya no existen".

Una fuente del Daily NK en Corea del Norte informó recientemente que el Instituto de Estudios del Estado Enemigo determinó recientemente que “el desinterés en la reunificación se está extendiendo rápidamente entre la juventud surcoreana y el concepto mismo de unidad étnica se está derrumbando”, basándose en el análisis de las tendencias de percepción y las actitudes sociales cambiantes entre los jóvenes surcoreanos.

El Instituto concluyó que los jóvenes surcoreanos ya han "otro" a Corea del Norte y consideran que el clima, los problemas económicos y otras prioridades personales son más importantes que la unidad étnica coreana. "Los jóvenes surcoreanos no quieren la reunificación", declaró . "Ni siquiera les interesa".

Estos hallazgos fueron comunicados a los principales líderes de Corea del Norte, y Kim Jong Un —quien ha estado personalmente involucrado en este asunto desde el año pasado, ordenando el cambio estratégico— recientemente llamó a los jóvenes surcoreanos “jóvenes extranjeros que ya no son las mismas personas que nosotros y que nunca podrán estar de nuestro lado”.

Kim Jong Un ordena un nuevo enfoque.

Kim considera que el desinterés de los jóvenes surcoreanos en la reunificación no es un simple cambio de opinión, sino una justificación para que Corea del Norte abandone la unidad étnica y adopte una estrategia de "dos naciones hostiles". Exhortó a utilizar este desinterés como prueba crucial de la política del partido de hacer permanente la "división hostil" de las dos Coreas.

“Los enfoques obsoletos basados ​​en la unidad étnica fracasarán”, afirmó Kim, instando a los funcionarios a “desechar con valentía los viejos lemas de reunificación y lanzar nuevas operaciones de guerra psicológica adaptadas a los cambios generacionales y culturales”. Instruyó específicamente a los funcionarios a “ni siquiera usar la palabra reunificación ni adoptar términos que fomenten el distanciamiento psicológico”.

Siguiendo estas órdenes, el Instituto de Estudios del Estado Enemigo ha eliminado términos relacionados con la cooperación o la reunificación intercoreana de los materiales de propaganda existentes y ha comenzado a desarrollar contenido de adoctrinamiento que enfatiza las "diferencias culturales y genéticas". Los investigadores incluso han propuesto el novedoso enfoque de describir a los jóvenes surcoreanos como "extranjeros biológicos que imitan el idioma coreano, pero tienen identidades completamente diferentes".

Corea del Norte también planea difundir de forma natural entre los surcoreanos la percepción de que el Norte y el Sur son países completamente separados a través de YouTube y otros medios . El objetivo principal es inculcar orgánicamente el mensaje de que la reunificación "causaría dolores de cabeza" y que la coexistencia "también es imposible".

“Anteriormente, Corea del Norte consideraba a los jóvenes surcoreanos como objetivos de solidaridad nacional, enfatizando que eran compatriotas coreanos, pero ahora se les considera objetivos de guerra psicológica y potenciales activos si Corea del Sur fuera ocupada, así como sujetos de análisis estratégico”, explicó la fuente. “Además, las autoridades están acelerando la reestructuración ideológica para utilizar las actitudes de los surcoreanos y difundir argumentos de que deberían 'reconocer la división nacional y seguir caminos separados'”.

Los observadores señalan que esta directiva se vincula con las medidas para reorganizar las organizaciones de guerra psicológica de Corea del Norte antes del Noveno Congreso del Partido . Esto significa que el desinterés de los jóvenes surcoreanos por la reunificación se ha incorporado a la nueva estrategia ofensiva de Corea del Norte contra el Sur.

“La reorganización de las actividades de guerra psicológica representa una respuesta estratégica basada en las tendencias de percepción social surcoreana, analizadas sistemáticamente por las autoridades norcoreanas”, declaró la fuente. “En particular, están convirtiendo el desinterés de los jóvenes surcoreanos por la reunificación en un arma ofensiva”.

“Esto podría ampliar permanentemente la brecha de percepción entre Corea del Norte y Corea del Sur, pero el gobierno cree que esto crea condiciones favorables para Corea del Norte”, añadió la fuente. “Debemos estar atentos a las medidas para sistematizar los argumentos a favor de una división permanente a partir del Noveno Congreso del Partido ”.


 
La reunificación con Corea del Norte se desvanece de los ideales de las generaciones más jóvenes de Corea del Sur, dice experto
A pesar de décadas de diplomacia, los jóvenes surcoreanos se muestran cada vez más indiferentes a la reunificación con el Norte, considerándola costosa, distante e irrelevante para su futuro.

Ayşe İrem Çakır, Ecem Şahinli Ögüç |
31.07.2025 - 

La reunificación con Corea del Norte se desvanece de los ideales de las generaciones más jóvenes de Corea del Sur, dice experto.
     
ANKARA / ESTAMBUL

Las generaciones más jóvenes de Corea del Sur se muestran cada vez más indiferentes ante la idea de reunificarse con el Norte, considerándola una carga económica y una irrelevancia política para su futuro, dijeron expertos a Anadolu.
El cambio se produce a pesar de décadas de aperturas políticas y esfuerzos de normalización desde que el armisticio de 1953 puso fin a los combates activos en la Guerra de Corea.
Esta es la primera parte de la serie especial de dos partes de Anadolu: Esperanza de reunificación: ¿Es posible un nuevo comienzo en la península de Corea?
Tras la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial y el fin de su dominio colonial sobre Corea, la península quedó dividida entre las esferas de influencia estadounidense y soviética.
En 1948, Corea del Norte declaró su independencia bajo el liderazgo de Kim Il-sung, mientras que Corea del Sur, respaldada por Washington, se estableció como república.

La Guerra de Corea estalló en 1950 cuando Corea del Norte invadió Corea del Sur, lo que dio lugar a tres años de intenso conflicto. La guerra finalizó en 1953 con la firma de un armisticio en Panmunjom, pero no se firmó ningún tratado de paz, lo que dejó a las dos Coreas técnicamente aún en guerra.
Si bien han seguido algunos períodos de distensión, incluidas cumbres simbólicas y cooperación comercial, no han logrado producir una paz permanente ni una vía hacia la reunificación.
El presidente de Corea del Sur, Lee Jae Myung, que asumió el cargo a principios de este año, ha mostrado interés en reactivar el diálogo.
El camino más fuerte hacia la seguridad es construir una nación que nunca necesite luchar: construyendo la paz”, dijo Lee en un discurso público.
Poco después, Corea del Norte supuestamente cesó sus transmisiones de propaganda fronteriza, lo que provocó especulaciones sobre un posible deshielo en las relaciones.

-La década de 1970 marcó los primeros signos de acercamiento

Sarah Son, profesora de Estudios Coreanos en la Universidad de Sheffield, dijo a Anadolu que el primer intento significativo de reconciliación se produjo en 1972, cuando ambos gobiernos firmaron un comunicado conjunto bajo la presidencia de Corea del Sur, Park Chung-hee.
El acuerdo prometía reunificación pacífica y no interferencia, pero finalmente fracasó debido a la desconfianza mutua.

- Reformas del régimen postmilitar

En la década de 1990 surgieron nuevos esfuerzos diplomáticos tras la transición de Corea del Sur a un gobierno civil.
Un hito clave fue el Acuerdo Básico de 1992, formalmente conocido como Acuerdo de Reconciliación, No Agresión, Intercambios y Cooperación.
Pero el progreso se estancó en medio de disputas sobre la implementación y crecientes preocupaciones sobre el programa nuclear de Corea del Norte.

- La era del compromiso con la «política del sol»

Bajo la presidencia de Kim Dae-jung, la puesta en marcha en 1998 de la “Política del Sol” marcó un impulso más ambicioso hacia la reconciliación.
Esa iniciativa condujo a la primera cumbre intercoreana en 2000 entre Kim y el líder norcoreano Kim Jong-il.
Durante ese período se amplió la cooperación económica y el turismo, incluida la apertura del Monte Kumgang, en Corea del Norte, a los visitantes surcoreanos.
“La Política Sunshine también permitió que las familias separadas desde la Guerra de Corea se reunieran”, dijo Son.
Pero el impulso de la política decayó después de 2008, cuando las administraciones conservadoras de Seúl cambiaron de rumbo. Los esfuerzos de acercamiento posteriores se enfrentaron a nuevos desafíos, como la pandemia de COVID-19 y la expansión del programa de armas de Pyongyang.

- La reunificación ya no es un objetivo generacional.

Son dijo que las repetidas decepciones han erosionado la fe pública en la reconciliación.
“A los surcoreanos se les han presentado muchas veces visiones esperanzadoras de reconciliación, sólo para luego enfrentar decepciones”, dijo.
El apoyo a la reunificación, añadió, ahora fluctúa y se desvanece rápidamente.
“La generación más joven ya no ve la reunificación como un ideal”, dijo. “No recuerdan la Guerra de Corea. Sus padres tampoco. Es un ideal que se desvanece”.
Son dijo que los costos de la reunificación, especialmente la modernización de la economía y la infraestructura de Corea del Norte, también juegan un papel en el desinterés público.
“Ajustar la infraestructura de Corea del Norte a los estándares surcoreanos sería extremadamente costoso”, afirmó. “Gran parte de la población surcoreana ya no lo considera práctico ni deseable”.


 
FILOSOFIA.


 
Psicología Filosofía.

"La mayoría de lo que haces y dices no es esencial. Pregúntate: ¿es esto necesario?": la reflexión del estoico Marco Aurelio para simplificar tu vida y ser más feliz.
Esta frase de una de las grandes figuras del estoicismo no es una invitación a la inacción, sino a hacerlo con pleno conocimiento. Una invitación para actuar con sabiduría, pensar con calma y tener relaciones auténticas.

Pablo Cubí del Amo
Periodista especializado en actualidad, bienestar y estilo de vida
20 de noviembre de 2025
 

El estoicismo propone vivir de acuerdo con lo que somos, seres racionales y sociales. Marco Aurelio, además de un gran dirigente romano, fue uno de los pensadores más ilustres de esta corriente filosófica. Una constante en su obra es la invitación a distinguir lo que depende de nosotros de lo que no, y a reducir lo accesorio para concentrarse en la virtud y la razón.
Ese espíritu filosófico se resume en una de sus frases más célebres:
 “La mayoría de lo que hacemos y decimos no es esencial. Pregúntate en cada momento, ¿es esto necesario?” 
Frase que, sacada de contexto, puede malinterpretarse fácilmente. Porque hemos de dejara claro desde el principio que no estamos ante una llamada a la inacción. Al contrario, es una propuesta para actuar, pero actuando con juicio.
Su obra, Meditaciones, de donde se extrae la cita que vamos a analizar, no es un libro como tal. No es un tratado. Son apuntes y exámenes morales que Marco Aurelio escribió para sí mismo. Por eso hemos de basarnos en el conjunto de su trabajo para extraer conclusiones de a qué se refería.

Haz lo justo y necesario a cada momento.

La línea que hemos destacado aparece en un párrafo donde matiza un consejo atribuido a Demócrito (“haz pocas cosas si quieres tranquilidad”) y lo convierte en una regla más exigente: no se trata de hacer poco, sino de hacer lo necesario y hacerlo bien. De ahí el examen práctico: “pregúntate en cada momento: ¿es esto necesario?”
Hacer lo necesario o lo esencial significa actuar conforme a la razón y a las obligaciones que tenemos con los demás, evitando lo superfluo que fragmenta la atención y enturbia el ánimo. No es minimalismo caprichoso: es ética de la atención. Al quitar lo innecesario (palabras, acciones y hasta suposiciones inútiles) quedan tiempo y serenidad para lo que importa.
Esta misma idea la encontramos en otros filósofos estoicos ilustres. Séneca la refuerza desde otro ángulo. Nuestro problema no es la falta de tiempo sino su mal uso:
 “No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho”, nos dice.
La propuesta de Marco Aurelio encaja con la tradición taoísta que invita a dejar lo superfluo y quedarnos con lo esencial. O Buda, que incluye en sus enseñanzas el decir lo verdadero, útil y oportuno, y evitar la charlatanería.

La vigencia de su mensaje hoy

Tampoco es necesario bucear en la obra de otros grandes pensadores para comprobar el peso de las palabras de Marco Aurelio. Por quitar algo del serio poso con el que se relaciona siempre la filosofía, podríamos citar a un ilustre filósofo del absurdo, Groucho Marx, que también ahondó en el tema cuando dijo “Es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente”.
Groucho popularizó esta versión, aunque hay frases anteriores similares atribuidas Abraham Lincoln o Mark Twain. Y así podríamos reseguir el espíritu de la frase hasta regresar con Marco Aurelio al siglo II de nuestra era. La idea de meditar antes de hablar o actuar no es nueva, pero quizá en tiempos de inmediatez como los actuales, es más útil que nunca.
Una enfermera de cuidados paliativos hizo un famoso estudio en el que fue preguntando a sus pacientes terminales de qué se arrepentían. Una gran mayoría dijo que haberse preocupado demasiado por cosas que hicieron o dijeron y que, en perspectiva, no tuvieron ninguna importancia.
Hemos de recoger el legado estoico. Ocuparse de lo que depende de uno (pensamientos, actos) y soltar lo que no podemos controlar (opiniones ajenas, hechos externos). La frase de Marco Aurelio condensa esa pedagogía práctica: menos ruido, más propósito; menos gasto energético en lo superficial, más atención a lo esencial como la templanza.


Cómo podemos aplicarla

Marco Aurelio escribía sus frases pensando en las responsabilidades del poder, desde campañas militares o en medio de tensiones políticas. Eran recordatorios breves para tener su mente centrada. Hoy el legado estoico nos permite aplicar estas enseñanzas en aspectos del día a día.

  • Examina tu día. Haz que cada día cuente. Apunta tres objetivos que dependan de ti. Te ayudará a focalizar en tus tareas.
  • Cuida tus palabras. Practica respuestas breves y precisas. Antes de enviar mensajes o hablar en una reunión, sopesa porque casi todo se puede decir con menos. Pregúntate si lo que vas a decir ayuda a avanzar y aclarar algún aspecto.
  • Aplica un triple filtro. Pregúntate si lo que vas a hacer o decir es verdadero, útil y adecuado (en el tono, el momento y la persona a la que te diriges).
  • Reduce suposiciones superfluas. Marco Aurelio ya alerta que las suposiciones (por ejemplo, qué pensarán si no contesto al instante) nos llenan de pensamientos vacíos. Si no lo sabes, si no depende de ti, déjalo.
  • Busca un silencio. Reserva momentos sin notificaciones ni agenda para cultivar un pensamiento profundo, lectura o relación plena. Acciones que son “necesarias” para la formación del juicio.
El mensaje de Marco Aurelio puede ser una buena guía. Pregúntate a cada paso “¿es esto necesario?” y verás cómo el día se vuelve más claro: menos cosas, mejor hechas, con más calma. También la amistad se beneficiará de ello. Los amigos verdaderos son los que quedan.

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