María Cristina de Habsburgo-Lorena. Gross Seelowitz, Moravia (República Checa), 21.VII.1858 – Madrid, 6.II.1929. Archiduquesa de Austria, reina de España por su matrimonio con Alfonso XII, regente durante la minoría de edad de su hijo Alfonso XIII. Hija del archiduque Carlos Fernando (1818-1874) y de la archiduquesa Isabel de Austria-Este-Módena (nacida en 1831), recibió en la pila bautismal los nombres de María Cristina, Enriqueta, Felicidad, Deseada, Raniero. Recibió esmerada educación: ya a los doce años dominaba varios idiomas, era una pianista excepcional y cultivaba las Ciencias Políticas y Económicas.
Siendo muy joven, el Emperador la nombró abadesa del Noble Capítulo de Nobles Damas Canonesas de Praga (institución que acogía como una digna residencia a las grandes damas sin familia ni recursos, pero que nada tenía que ver con la profesión religiosa), lugar en el que puso ya de manifiesto sus dotes de discreción y prudencia. Al quedar viudo Alfonso XII de su prima María de las Mercedes de Orleans, Cánovas aconsejó el segundo matrimonio del Rey con una Habsburgo, respondiendo a la gran diplomacia de don Antonio. Se trató, pues, de un típico matrimonio de Estado, concertado tras las entrevistas de Arcachon, pero para la joven archiduquesa se convirtió en un matrimonio de amor, que se vería afectado por las infidelidades del Rey. Las bodas se celebraron con gran pompa en la basílica de Atocha, de Madrid, el 29 de noviembre de 1879. Pronto aseguraron la sucesión dos infantitas, María de las Mercedes (nacida el 11 de septiembre de 1880) y María Teresa (nacida el 12 de noviembre de 1882). La prematura muerte de Alfonso XII (25 de noviembre de 1885) convirtió a su viuda en regente, y como tal juró la Constitución ante las Cortes el día 27 de diciembre, pero de momento no se precisó el nombre del sucesor, ya que la Reina estaba embarazada de tres meses. El 17 de mayo de 1886 nació el que desde ese momento sería Rey con el nombre de Alfonso XIII: la regencia de doña María Cristina fue, pues, excepcionalmente larga, ya que se inició antes de que comenzara el reinado del titular. La Regente apenas era conocida del gran público, y no la rodeaba el calor popular que había acompañado a su predecesora en el trono, María de las Mercedes. Pero muy pronto su intachable conducta privada y la estricta pulcritud con que asumió sus deberes constitucionales la hicieron merecedora de un creciente respeto y una generalizada afección por parte del pueblo y de los políticos. En vísperas de la muerte de Alfonso XII, los dos grandes partidos de la Restauración (capitaneados, respectivamente, por Cánovas y por Sagasta) habían llegado a un acuerdo para alternarse pacíficamente en el poder, acuerdo que se conocería luego como Pacto de El Pardo. De hecho, se trataba de un compromiso de solidaridad que, al margen del libre despliegue de sus respectivos programas políticos, les uniría, en la fidelidad al trono, para hacer causa común en caso de que el Régimen se viese amenazado abruptamente, bien desde la extrema derecha monárquica, bien desde la extrema izquierda republicana. Este “sistema centro” funcionó perfectamente durante la Regencia, al margen de que, así como Alfonso XII había mostrado siempre especial afección hacia Cánovas (artífice de la Restauración), que ocupó durante mayor tiempo el poder en los diez años de su reinado, Cristina se sintió siempre más inclinada, personalmente, hacia Sagasta, que había guiado sus primeros pasos al iniciarse la Regencia, y que, a su vez, ocupó mayor tiempo el poder a lo largo de aquélla, sin que ello significase arbitrariedad alguna, en el uso de sus facultades constitucionales, por la Reina. Simplemente, si el reinado del Alfonso XII había significado la construcción del edificio, la etapa abierta por la regencia supuso su consolidación, mediante la democratización de la Monarquía, ya durante lo que se llamó el Gobierno Largo de Sagasta —los cinco primeros años de la Regencia—, época en que tuvo lugar la aprobación del Código Civil, el establecimiento del juicio por jurados y, finalmente, la sustitución de la Ley Electoral Censitaria de Cánovas por la de Sufragio Universal Masculino, restablecida por Sagasta (1890). La paz social quedó firmemente asentada tras el fracaso de Ruiz Zorrilla en el pronunciamiento de 1886, que llevó a cabo el brigadier Villacampa, y la apertura hacia el régimen por parte del sector republicano más prestigioso (posibilismo de Castelar). Asimismo, aquellos años iniciales de la Regencia registraron un notable auge económico: expansión del mercado vinícola al producirse la crisis de la filoxera en Francia, desarrollo industrial de Cataluña (“febre d’or”). Imagen de esta brillante coyuntura sería la gran Exposición Internacional de Barcelona (1888), ocasión en que el niño Rey y la Regente visitaron la Ciudad Condal y recibieron allí el homenaje de todas las escuadras hispanoamericanas. Este alentador panorama sufrió un cambio radical a partir de 1893, en que tuvo lugar la primera guerra de Melilla, superada con dificultad por Martínez Campos; y dos años después rebrotaba el movimiento secesionista cubano, y se iniciaba la guerra de Ultramar, abordada con decisión y energía por Cánovas, y pronto extendida al archipiélago filipino. Si bien en 1897, dominada la situación en Filipinas por Polavieja, y bien encaminada la guerra en Cuba por Weyler, pudieron abrigarse esperanzas de una pacificación condicionada por la promesa de amplias libertades autonómicas para las Antillas —promesa mediante la cual había conjurado Cánovas la amenaza de una intervención armada de los Estados Unidos—, el asesinato del gran político conservador y la llegada de un nuevo Gobierno Sagasta-Moret en noviembre de 1897, que prefirió abandonar la acción militar, relevando a Weyler, y adelantar, como prenda de paz, un amplísimo Estatuto autonómico, sólo sirvió para que la rebelión se hiciera más fuerte, y para que los Estados Unidos, bajo la administración MacKinley, descubrieran su empeño de hacerse con Cuba y Filipinas mediante una alternativa (o la compra de Cuba o la intervención directa en el conflicto). Ningún partido español (salvo el caso de Pí y Margall) se mostró dispuesto a asumir o respaldar la venta de las Antillas —en cuanto se las estimaba, no como colonias, sino como territorio español, y, por consiguiente, no susceptible de ser objeto de transacciones comerciales—; y los norteamericanos buscaron un pretexto para la ruptura —pero ya con la divisa de la libertad para Cuba—, con la famosa voladura de su crucero Maine en aguas de La Habana, que atribuyeron a España. Al producirse el ultimátum, la Regente acudió a todos los medios a su alcance para evitar la guerra, desde la apelación directa a todos los grandes Estados europeos (especialmente a la reina Victoria de Inglaterra, con la que mantenía muy cordiales relaciones personales), y que se tradujo en una tibia mediación de aquéllos, desestimada por el Gobierno de Washington, hasta la patética —pero enérgica— llamada al honor del presidente MacKinley, a través de una entrevista con el embajador Woodford, entrevista hoy bien conocida y que supone una extraordinaria muestra del alto sentido de la justicia y de la dignidad que caracterizaron siempre a la Reina, según reconocería el propio embajador. Pero todo fue inútil, dado el “clima” creado por la llamada “prensa amarilla” en la sociedad americana, que respaldó el decidido empeño de su presidente para hacerse con Cuba. El desastre de la armada española en Cavite (Filipinas) y en Santiago (Cuba) obligó a solicitar un armisticio que daría paso a la Paz de París, en que se decidió la emancipación de Cuba y Puerto Rico y la conversión de Filipinas en protectorado yanqui: aunque también es cierto que la negativa de España a vender Cuba permitió que ésta fuera independiente (cierto que bajo el control norteamericano). La gran crisis de fin de siglo ensombreció los últimos años de la Regencia, si bien cabe decir que de esa gran crisis, que dio paso a las duras críticas “regeneracionistas” contra los gobiernos que llevaron a la catástrofe y contra el mismo sistema de la Restauración, quedó a salvo la Monarquía encarnada por la Regente, cuya conducta intachable no podía ser alcanzada por aquella ofensiva. En 1902 cedió sus poderes a Alfonso XIII, que el 17 de mayo de ese año alcanzó la mayoría de edad requerida por la Constitución, y que prestó el juramento preceptivo en manos del mismo presidente —Sagasta— que lo había recibido de María Cristina en 1885. Pero, contra lo que siempre se ha dicho, la Reina madre no abandonó del todo la política a partir de esa fecha, manteniendo siempre un papel de consejera cerca de su hijo el Rey. Alguna de las crisis registradas al comienzo del reinado personal de Alfonso se debió a su intervención en la sombra; apoyó decididamente a Maura, incluso en 1909, y se mostró adversa a Canalejas —aunque en todo momento Alfonso XIII mantuvo su independencia de criterio y acción como jefe del Estado—. Asimismo —y en este caso con indudable acierto—, María Cristina consideró un error, y un riesgo para la Monarquía, la dictadura de Primo de Rivera. No alcanzó a ver la crisis final de ésta —crisis que arrastraría la del trono—: murió, a consecuencia de una angina de pecho —según la terminología de la época— en el Palacio Real de Madrid (donde había seguido viviendo tras el fin de la Regencia) el 6 de febrero de 1929. El traslado de sus restos al monasterio de El Escorial constituyó un sentido despliegue de fervor popular.
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