Príncipe de Gerona. Príncep de Girona. |
Primeros duques y Príncipes
Juan I de Aragón, llamado el Cazador o el Amador de toda gentileza (Perpiñán, 1350 - Torroella de Montgrí (Gerona), 1396), rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Cerdeña y Córcega, y conde de Barcelona, Rosellón y Cerdaña (1387-1396). Hijo y sucesor de Pedro IV y de Leonor de Sicilia.
Biografía real academia Juan I de Aragón. Duque de Gerona, conde de Cervera. El Cazador, el Músico, y el Amador de la gentileza. Perpiñán (Francia), 1350 – Foixá (Gerona), 1396. Rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Cerdeña y conde de Barcelona (1387-1396). Hijo de Pedro IV el Ceremonioso y Leonor de Sicilia, desde 1351 ostentó el título de duque de Gerona, especialmente creado para él, al que también se añadió el de conde de Cervera. Tuvo como preceptor a Bernardo de Cabrera. A los dos años, en 1352, fue jurado como primogénito de la Corona, y desde 1363 ejerció como lugarteniente general de los reinos. En 1370, fue prometido a Juana de Valois, hija de Felipe IV de Francia y tía del entonces Monarca reinante en el país vecino, Carlos V el Sabio. Los acuerdos matrimoniales estuvieron a punto de romperse por la acción diplomática de Navarra y Castilla, que no veían bien este posible matrimonio. A pesar de todos los obstáculos, la boda estuvo a punto de celebrarse en Perpiñán en 1371, pero la mala fortuna quiso que la princesa Juana de Valois enfermase gravemente cuando llegó a Beziers, camino de la capital del Rosellón, muriendo el 16 de septiembre junto a su prometido, que la había ido a buscar. Esta muerte le afectó mucho, por lo que vistió de riguroso luto los tres meses que pasó después en Perpiñán. A principios de 1373, unos nuevos pactos matrimoniales estaban prácticamente concluidos: la elegida era Matha, hija del conde de Armañac. La boda se celebró en la catedral de Barcelona el 28 de abril de aquel mismo año, precisamente en medio de tres terremotos que afectaron a Barcelona el 2 de marzo y el 3 y 23 de mayo. De Matha de Armañac se sabe que fue una mujer discreta, sumisa a su marido y a sus suegros, y que no tuvo suerte con su descendencia. Los tres hijos varones que tuvo, Jaime, Juan y Alfonso, murieron antes de cumplir un mes. De las dos hijas, Juana y Leonor, la primera nació en 1375 y fue la única que sobrevivió a sus padres, casándose con Mateo, conde de Foix, la segunda vivió únicamente unas horas. Pedro el Ceremonioso, viudo desde 1375 de Leonor de Sicilia, comunicó a los duques de Gerona en 1377 su deseo de contraer nuevo matrimonio, esta vez con su amante Sibila de Fortiá, con la que había tenido una hija. Juan no osó enfrentarse con la madrastra, seguramente moderado por el carácter pacífico de Matha, la cual murió en el palacio de la Aljafería de Zaragoza en 1378, como consecuencia del parto prematuro de su hija Leonor. Juan se instaló en Barcelona y, una vez pasado el tiempo de luto, pudo comprobar cómo cada día era mayor la influencia de Sibilia de Fortiá, que había dado un hijo al Rey, llamado Pedro. Todo ello le decidió a contraer nuevas nupcias a los veintiocho años. Su nuevo matrimonio se convirtió en una verdadera cuestión de estado y motivo de graves enfrentamientos entre el Rey y el duque de Gerona. Pedro el Ceremonioso ya había destinado como nueva esposa de su heredero a la reina María de Sicilia, su nieta, a la que había que proteger contra las ambiciones de los barones sicilianos, al tiempo que este proyectado enlace suponía el inicio de un plan para incorporar directamente el reino de Sicilia a la rama madre familiar de la casa real de Aragón y condal de Barcelona. En este empeño seguramente coincidieron el Rey y los familiares de Sibila de Fortiá, que querían alejar de la Corte al incómodo heredero de la Corona. Pero junto a la propuesta del Rey, estaba el ofrecimiento del monarca francés, al que interesaba tener como aliado al futuro soberano de la Corona de Aragón. Dos eran las propuestas de la Corte francesa: la primera Violante de Bar, hija de Roberto, duque de Bar, y de María, hermana del rey de Francia, Carlos V el Sabio. Esta oferta matrimonial suponía que Juan se casaría nada menos que con una nieta de un hermano de Juana de Valois, la primera prometida del duque de Gerona, cuya boda no llegó a celebrarse por su muerte en Beziers. La segunda oferta era una sobrina del rey de Francia, hija del señor de Coucy. También llegaron otras propuestas matrimoniales como la que hizo el propio pontífice aviñonés Clemente VII, para casarlo con una sobrina suya, hija del conde de Ginebra. Las inclinaciones francófilas de Juan determinaron la elección de su segunda esposa, en contra de la voluntad paterna que hubiese preferido a María de Sicilia. El 30 de abril de 1379, Juan de Aragón se casó con Violante de Bar, en la catedral de Perpiñán, no asistiendo los Reyes, siendo los personajes de más alto rango que presenciaron la ceremonia el infante Martín y el conde de Ampurias, cuñado del novio. La nueva duquesa de Gerona, de sólo quince años de edad, era de un carácter muy diferente al de su predecesora Matha de Armañac. El papel que desempeñó en la política de la Corona de Aragón fue muy importante, tanto en vida de su marido, como a la muerte de éste. Ejerció siempre una notable influencia sobre su esposo. Violante de Bar era joven, guapa, alegre y estaba acostumbrada a una vida de lujo y refinamientos, en un ambiente festivo y desenfadado, que introdujo en la Corte. Preocupada por las joyas, los perfumes y los vestidos, fue el complemento decisivo para su esposo, amante de la caza, de la poesía, siendo denominado merecidamente “amador de la gentileza”. Pero no fue ajena a las divergencias que se produjeron entre su marido y su padre, el rey Pedro el Ceremonioso, que llegaron a culminar con el enfrentamiento directo con la nueva soberana, la joven ampurdanesa Sibila de Fortiá, que fue coronada reina en 1381 en Zaragoza, acto simbólico del que fueron privadas las tres primeras esposas del Rey, sin la presencia de los hijos del Rey, los infantes Juan y Martín. El enfrentamiento entre Juan y su padre, el Rey, se agravó aún más cuando se negó a prescindir de ciertos personajes que rodeaban a su esposa Violante de Bar, como Constanza de Prócida, esposa de Francisco de Perellós, y Bartolomé Llunes, así como que otros fueron censurados en las Cortes de Monzón de 1383, acusados de malversación, corrupción e incluso de traición. Esta tensa situación familiar se agravó aún más al estallar la rebelión del conde de Ampurias (1384-1388), yerno y primo del Rey y cuñado del duque de Gerona, que pasó de ser una simple protesta en defensa de sus derechos señoriales a una verdadera guerra civil. El primogénito no quiso enfrentarse por las armas con su cuñado, hecho que permitió al Rey dar el mando de las tropas a Bernardo de Fortiá, hermano de la nueva Reina, y así postergar a su hijo. Pero al agravarse la situación al aliarse el conde de Ampurias con el de Armañac y las tropas gasconas de éste se disponían a entrar en Cataluña, el infante don Juan acudió con tropas a la frontera y ahuyentó a los invasores en 1385. Este es el único hecho de armas en que se conoce que participó. A pesar de esto, la ruptura definitiva con su padre llegó por conflictos con la madrastra Sibila de Fortiá. Pedro el Ceremonioso le llegó a destituir como lugarteniente general incoándole un proceso. Esta destitución fue declarada ilegal por Domingo Cerdán, Justicia de Aragón. Las fiestas que se celebraron en Barcelona en 1386 para conmemorar el medio siglo de reinado de Pedro el Ceremonioso, no contaron con la presencia del primogénito Juan y del infante Martín. Poco tiempo después, el Rey enfermó y cuando estaba agonizando, la reina Sibila de Fortiá, por temor a las represalias de sus hijastros, abandonó la Corte y se refugió en el castillo de San Martín de Sarroca junto con algunos de sus fieles, en donde el infante Martín los hizo prisioneros. Por orden del nuevo rey, Juan I, dos de los fieles de Sibila de Fortiá, Berenguer de Abella y Bartolomé Llunes fueron ejecutados, mientras que la Reina viuda, no fue condenada gracias a la intervención pontificia, teniendo que renunciar a sus bienes a cambio de una asignación anual. Uno de los primeros actos de Juan I como Rey fue preocuparse por la política internacional, adaptándola a su manera de ver, muy influenciada por su esposa. Después de escuchar a una serie de juristas y teólogos reunidos en Barcelona en 1387, puso a sus reinos bajo la obediencia del papa aviñonés Clemente VII, poniendo fin, así, con la indiferencia demostrada por su padre respecto al Papa de Roma o de Aviñón. El mismo año pactó una alianza con Francia, que terminó con la política anglófila llevada a cabo por Pedro el Ceremonioso. Esta nueva orientación supuso, gracias a la intervención de la Corte pontifica de Aviñón, la reconciliación con los Anjou, condes de Provenza y reyes de Nápoles, que se ratificó en 1392 con el compromiso matrimonial de su hija Violante con Luis II de Nápoles. También firmó un tratado de paz con Génova en 1390, para asegurar su no intervención en los asuntos de Cerdeña, que se había vuelto a rebelar, y también para facilitar la proyectada expedición de su hermano, el infante Martín, a Sicilia, de la que sería Rey entre 1402 y 1409. A pesar de los pactos con Génova en 1393, hubo una gran tensión con dicha república. Desde el primer año de su reinado, se preocupó también de las relaciones con los restantes reinos peninsulares. Estableció una alianza con Juan I de Castilla, cuya época dorada finalizó en 1390 a la muerte del monarca castellano, a causa de los problemas que surgieron durante la minoridad de Enrique III, por el temor de Castilla a una intervención aragonesa por medio del marqués de Villena, el cual fue desde 1394 desposeído progresivamente de sus bienes. En 1388 firmó un tratado con Navarra con la finalidad de delimitar pacíficamente las fronteras entre ambos reinos. Las relaciones con el reino de Granada fueron bastante tensas en 1390 y especialmente entre 1393 y 1394. A finales de 1392, mientras una embajada de Juan I procuraba la devolución de los cautivos catalanes y aragoneses, pendiente todavía desde la paz de 1382, se produjo un ataque de los granadinos contra Lorca, tras el que se rompieron todas las negociaciones, poniéndose la Corona de Aragón al lado del rey de Castilla. Juan I no dudó en conceder autorizaciones para hacer incursiones contra las tierras del sultanato de Granada, ni tampoco en otorgar licencias a navegantes para atacar a los granadinos. Mientras que guerrillas musulmanas afectaban a la frontera sur del reino de Valencia, en el área de Orihuela. En política interior, su primera preocupación fue resolver la rebelión del conde Juan de Ampurias, que ya se arrastraba desde época de su padre. Dicho condado fue ocupado e incorporado a la Corona en 1386, aunque un año después le fue devuelto al conde a ruegos del Papa de Aviñón. Siendo ya rey Juan I, instruyó un nuevo proceso contra el conde de Ampurias, pero la sentencia fue favorable a éste. Desde entonces, colaboró con el Rey en rechazar la invasión de las tropas armañacs, así como en la preparación de la abortada expedición a Cerdeña de 1392. En 1395, el conde de Ampurias volvió a enemistarse con Juan I, al producirse la invasión del conde Mateo de Foix, siendo encerrado y muriendo en 1396 casi al mismo tiempo que su cuñado el Rey. Juan I convocó Cortes en Monzón en 1388, que ya se habían iniciado por su padre en 1383, en donde exigió la reorganización de la Casa Real y la expulsión de ciertos consejeros sospechosos, junto con la dama Carroza de Vilaragut. Las Cortes no pudieron concluirse porque en 1389 el conde de Armañac invadió Cataluña, alegando derechos sobre el reino de Mallorca, cedidos por la infanta Isabel de Mallorca, hija de Jaime III de Mallorca. Las tropas invasoras recorrieron el Ampurdán, se apoderaron de Báscara y llegaron ante Gerona, pero, faltas de aprovisionamiento y cansadas, fueron empujadas hasta la frontera en 1390 por un ejército mandado por el infante Martín y por el propio rey Juan I. En 1391 se preparaba la expedición del hermano del Rey, el infante Martín, cuando la concentración de tropas en Barcelona y especialmente en Valencia propició que el 9 de julio de dicho año se iniciaran en esta ciudad los disturbios antisemitas que se extendieron por toda la Corona de Aragón. Esta explosión antisemita coincidió con una grave crisis financiera y económica y supuso los momentos más críticos del reinado. La persecución de los judíos se inició en Sevilla y extendió por toda la Península. Predicadores procedentes de Castilla enaltecieron los ánimos en Valencia, y de aquí los asaltos a las juderías o calls se extendieron primero el 2 de agosto a la ciudad de Palma de Mallorca, el día 5 a Barcelona y después a Gerona, Lérida y, finalmente, el 17 de agosto llegaron a Perpiñán. El más importante de los asaltos fue el de la judería de Barcelona, que fue completamente destruida. Juan I ordenó la ejecución de una veintena de responsables, pero las juderías de la Corona de Aragón nunca volvieron a recuperarse del todo. Al mismo tiempo, el dominio sobre la isla de Cerdeña estuvo a punto de perderse por la revuelta encabezada por la juez Leonor de Arborea y su marido Brancaleone Doria. En 1392, el Rey decidió organizar una expedición para sofocar la revuelta sarda, para la que contaba con la ayuda de su hermano Martín, que estaba a punto de alcanzar su proyecto siciliano. Pero las dificultades económicas impidieron su realización y finalmente fue abandonado en 1394. Las naves preparadas contra los sardos rebeldes fueron utilizadas para ayudar al infante Martín, que se había logrado apoderar del reino de Sicilia, pero tenía que hacer frente a una importante revuelta, a la vez que también sirvieron para mantener las posiciones catalano-aragonesas en Cerdeña. Fueron los años en que los ducados de Atenas y Neopatria, incorporados directamente a la Corona en 1380 durante el reinado de Pedro el Ceremonioso, se perdieron definitivamente al no poder ser defendidos frente a las tropas del florentino Nerio Acciaiuoli, que los ocuparon entre 1388 y 1390. La delicada situación económica fue la causa de no poder realizar las expediciones militares mencionadas. Las dificultades financieras de la Corona se agravaron al final del reinado y tanto la gestión económica como la política fueron duramente criticadas especialmente por las dos grandes ciudades: Barcelona y Valencia. A principios de 1396 una epidemia de peste bubónica se declaró principalmente en tierras gerundenses, encontrándose el Rey y su esposa en el condado de Ampurias. El 19 de mayo el Rey salió de Torroella de Montgrí camino de Gerona, y como era su costumbre, hizo el camino cazando con sus cortesanos más íntimos. Un repentino ataque de corazón le hizo caer del caballo y murió al cabo de poco tiempo antes de llegar a Gerona. El escrupuloso historiador padre Mariana dice: “El rey don Juan de Aragón murió de un accidente que le sobrevino de repente. Salió a caza en el monte de Foxá, cerca del castillo de Montgriu y de Orriols en lo postrero de Cataluña. Levantó una loba de grandeza descomunal; quier fuese que se le antojó por tener lesa la imaginación, quier verdadero animal, aquella vista le causó tal espanto, que a deshora desmayó y se le arrancó el alma, que fue a los diez y nueve de mayo día miércoles”. Esta versión es sin duda fruto de la dramatización de un hecho que sirvió también de inspiración a los poetas románticos, que presentan al Rey como un gran amante de la caza. El mismo día de su muerte los consejeros de Barcelona se presentaron ante su cuñada María de Luna y proclamaron Rey a su esposo Martín, que se encontraba en Sicilia, ya que el difunto Rey no había dejado hijos varones. Juan I fue enterrado primero en Barcelona y después en el monasterio de Poblet. Nada más sepultado Juan I, el 2 de junio de 1396, la reina María de Luna, mujer y lugarteniente del rey Martín I el Humano, abrió un proceso por instigación de las ciudades y villas reales, especialmente Barcelona, contra los principales consejeros y funcionarios de la Corte de Juan I en el que se vio involucrada la reina Violante, la cual además alegó estar embarazada, pero puesta bajo la custodia de “buenas mujeres”, la Reina viuda tuvo que reconocer en julio de 1396, que no lo estaba. Los inculpados fueron treinta y ocho, entre los que destacan los consejeros, Berenguer Marc, Maestre de Montesa, Bernardo Margarit, Francisco Sagarriga, Aimerico de Centellas, Ramón de Perellós, Ramón Alemany de Cervelló, gobernador de Cataluña, Guillermo y Juan de Vallseca, Juan Mercader, Juan Desplá y Gabriel de Cardona, juristas de la Corte, Pedro Berga, consejero y regente de la Cancillería, Bartolomé Sirvent, protonotario, Bernat Metge, secretario, Mateo de Lloscos, comisario del Rey en Mallorca. Todos ellos fueron acusados de haber formado una liga de consejeros para gobernar según sus intereses y conveniencias, y, sobre todo, de haber aconsejado mal al Rey y llamado a tropas extranjeras. También se les acusó de haberse enriquecido a costa del patrimonio real y de llevar una vida privada inmoral. Dos de ellos, Esperandeu Cardona y Juan Garrius lo fueron de haber envenenado a sus esposas. La mayoría de los acusados fueron absueltos por el rey Martín entre 1397 y 1398. Pero los que habían ejercido de prestamistas de la Corte fueron obligados a rebajar los intereses de sus créditos. Del matrimonio de Juan I con Violante de Bar nació la infanta Violante, que casaría en 1400 con Luis II de Anjou, y sería reina titular de Nápoles, duquesa de Anjou y condesa de Provenza, después de renunciar a sus posibles derechos al trono de la Corona de Aragón; aunque a la muerte de Martín el Humano, tales derechos fueron reclamados por su hijo Luis, duque de Calabria. Juan I fue un rey refinado y sibarita como lo demuestra la gran cantidad de músicos, juglares, poetas y hombres de letras que estaban en su Corte y que se desplazaban con él y la Reina en sus viajes y, sobre todo, les acompañaban en sus largas estancias en ciudades como Valencia y Barcelona. Uno de los más destacados fue el escritor barcelonés Bernat Metge que desde 1390 fue secretario real y se convirtió en uno de los hombres de confianza de Juan I y Violante de Bar, a los que siguió siempre en sus viajes por todos sus reinos y de los cuales recibió importantes cantidades en metálico, que le permitieron reunir una fortuna. En 1395, fue enviado por el Rey a la Corte pontificia de Aviñón en misión diplomática. Esta gestión, sin duda, influyó en su formación literaria y le permitió conocer personalmente a Juan Fernández de Heredia. En la Corte también destacan poetas como Luis de Averçó y Jaime March, los incomparables ministriles Colinet y Magnadance, que le había traspasado el duque de Lorena, Juan de los Órganos, un flamenco que había servido al duque de Borgoña, el arpista Hennequin, Juan de Beziers, Blassof y otros muchos artistas de toda índole. El Rey mandaba buscar en las principales Cortes y ciudades europeas los músicos más destacados, al igual que los instrumentos musicales más refinados e innovadores. El mismo Rey componía música para el goce de sus cortesanos y familiares. Estando en Valencia en 1393, Juan I redactó un largo y solemne escrito, escrito en latín por el secretario Bartolomé Sirvent, en donde se encargaba a Jaime March, caballero, y a Luis de Averçó, ciudadano de Barcelona, la organización de la fiesta de la Gaia Ciencia, tal como se celebraba en ciudades como París y Tolosa, la cual habrá de celebrarse en Barcelona el día de la Anunciación de la Virgen o el domingo siguiente. En 1396, el Rey escribió en Perpiñán una carta redactada en elegante catalán, y escrita por Bernat Metge, a los consejeros de Barcelona para que cada año mantuvieran dicho certamen poético a la vez que les intentaba convencer para que subvencionasen dicha fiesta. La poesía se consideraba en la Corte de Juan I como un estímulo de la gallardía y un remedio para no caer en la ociosidad, madre de todos los vicios. Dos meses después moría el Rey, que ha pasado a la historia como un lector impenitente y respetuoso de los privilegios de la inteligencia, además de poeta y músico, como lo demuestra su protección a Francesc Eiximenis, el gran polígrafo gerundense, obispo de Elna y embajador del Rey en la Corte papal de Aviñón. Violante de Bar costeó los estudios de Eiximenis en la Universidad de Tolosa, y tanto él como su esposo siguieron atentamente la producción literaria de dicho autor, especialmente el Regiment de prínceps. En cambio, Juan I no fue favorable a la obra de Ramón Llull, prohibiendo la enseñanza de sus doctrinas en sus reinos desde 1387, nada más subir al trono, por influencia del inquisidor Nicolás de Eimerich. Bernat Metge, una vez liberado de las acusaciones que pesaron sobre él, situó el alma de Juan I en el purgatorio por breve tiempo, en donde pagaba con creces los placeres sensuales que había gozado en la vida. Para el padre Mariana, Juan de Aragón era “príncipe a la verdad más señalado en flojedad y ociosidad que en alguna otra virtud”. Lo cierto es que su reinado acabó en medio de un descontento general por la crisis económica y por la corrupción que benefició especialmente a los hombres que formaban el círculo más íntimo del Rey y la Reina. Bibl.: F. Pedrell, “Joan I, compositor de música”, en Estudis Universitaris Catalans (Barcelona), 3 (1909); A. Rubió i Lluch, “Joan I, humanista, i el primer període de l’humanisme catalá”, en Estudis Universitaris Catalans (1919); J. M.ª Roca, Johan I d’Aragó, Barcelona, Institució Patxot, 1929; M. Mitjá, “Procés contra els consellers de Joan I”, en Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, XXVII (1958), págs. 345-417; R. Tasis, Joan I. Rei caçador i músic, Barcelona, Aedos, 1959; Pere el Ceremoniós i els seus fills, Barcelona, Vicens Vives, 1962; F. Soldevila, Història de Catalunya, Barcelona, Alpha, 1963; S. Claramunt Rodríguez, “La política matrimonial de la casa condal de Barcelona y real de Aragón desde 1213 hasta Fernando el Católico”, en Acta Historica et Archaeologica Mediaevalia, 23-24 (2003), págs. 195-235. Violante de Bar. Bar le Duc, Lorraine (Francia), 1363 – Barcelona, 1431. Reina de Aragón. Hija del duque Roberto de Bar y de María de Francia, hermana del rey Carlos V de Francia. Su ambiente familiar estuvo dominado por un lujo y cultura extraordinarios (duque de Berry, duque de Borgoña) donde era muy frecuente y habitual la presencia de grandes personajes de la música y de la literatura (Guillermo de Machaut, Eustace Deschamps, Oton de Granson, Jean d’Arras) Esta presencia de personajes ilustres en la Corte cuando Violante era una niña despiertan en ella un gran interés por las cuestiones artísticas y determinan que cuando llega a la Corte de Aragón quisiera tener con ella las canciones y poemas narrativos para darlas a conocer a los nobles catalanes aficionados a las artes. Casó Violante de Bar el 29 de abril de 1480 con Juan, duque de Gerona, viudo de Matha de Armagnac hijo de Pedro IV de Aragón, el matrimonio que se celebró en Perpiñán no fue del agrado del Rey. La unión matrimonial duró dieciséis años y de él nacieron seis hijos que mueren prematuramente salvo la primogénita. En la relación matrimonial existió una gran complicidad y en consecuencia Violante estaba al corriente de todo lo trascendente y de lo insustancial, lo secreto y lo público y de ahí que participara en frecuentes intrigas políticas. Ambos (Juan I y Violante) participaban de los mismos gustos en música, libros, magia y astrología. Se la define como mujer enérgica y dominante pero con mucha empatía por los gustos de su marido. Dos aspectos se pueden destacar en la vida de Violante de Bar. El cultural y el político. En el cultural desempeñó una gran tarea solicitando numerosas obras para la Corte. En 1387 reclama al cardenal de Valencia, Jaime de Aragón, primo del Ceremonioso, su cancionero; en 1382 a Pere de Urgel el Libre de Godofre de Billo y a Ramón Alemany “los Morals de Job en romanç”, en 1383 recibe el Roman de La Rose por mediación del duque de Berry. La creencia en hechizos y sortilegios —se pone de manifiesto en la correspondencia abundante que mantiene con su esposo— le hacía consultar numerosos libros y utilizar diversos objetos para curar enfermedades o eliminar a enemigos incómodos. En 1413 desde Barcelona encargó a fray Antonio Canals un tratado sobre la confesión y una traducción de los evangelios siguiendo unas instrucciones muy concretas y precisas; en 1421 solicita a Carraois de Vilaragut su Biblia en catalán para hacerla copiar por su capellán Antoni Palomar. No hay que olvidar que Violante de Bar vive durante una época de actividad intelectual sin paralelo en las tierras de la Corona de Aragón. La Cancillería Real perfeccionada bajo la tutela de Pedro IV, produjo traducciones al catalán y al aragonés de una amplia selección de textos clásicos y medievales señalando las más tempranas tendencias humanísticas en la Península Ibérica. Esto le permite ejercer un papel importante desde el punto de vista del mecenazgo cultural de su tiempo. Desde el punto de vista político su ambición queda demostrada en la abundante correspondencia. Está demostrado que ejerció una gran influencia en su marido, a quien aficiona a la caza, de ahí que a Juan se le apode el Cazador. Cuando el 12 de mayo de 1383 Juan comparece ante las Cortes de Monzón donde disgustó a los procuradores al presentar una reforma de la casa real que representaba cuantiosos gastos, Violante ejerció una actitud condescendiente que intentaba frenar el descontento si bien es cierto que no logró aplacar los ánimos. En 1396 queda viuda y se abre un período de grandes incertidumbres, al declarar que estaba embarazada, lo que no era cierto. Siendo precisamente en este momento cuando se vuelca en los asuntos políticos que le reportan beneficios a ella y a todos los partidarios y familiares suyos, lo que se pone de manifiesto al defender los derechos a la corona de Aragón a la muerte de Martín el Joven (1409) de su nieto Luis de Anjou cuando muriera Martín el Humano. No debe olvidarse la importancia que tuvo también en el Compromiso de Caspe. La sucesión de Martín abría un panorama hacia la guerra civil. Entre los candidatos se destacaban tres. Jaime de Urgel, biznieto de Alfonso IV, representaba la herencia masculina más lejana; Luis de Anjou, nieto de Juan I por su matrimonio con Violante; Fernando de Antequera, nieto de Pedro IV y Leonor. Cuando en 1411 se convocó el parlamento en Calatayud, el Reino de Aragón se inclinaba a favor de Luis de Anjou, nieto de Violante, según todas las impresiones de los embajadores castellanos; Sancho de Rojas, obispo de Palencia, y Diego López de Stuñiga. En este sentido el papel de Violante de Bar fue muy importante. Bibl.: A. Canellas, “El reino de Aragón en el s. XV (1410-1479), en Historia de España R. Menéndez Pidal (dir), vol. XV, Madrid, Espasa Calpe, 1964, págs. 323-598; L. Suárez Fernández, Nobleza y Monarquía, Valladolid, Universidad, 1975; L. V. Díaz Martín, “Pedro I y los primeros Trastámaras”, en L. Suárez Fernández et al., Historia General de España y América, t. V, Los Trastámara y la unidad española, Madrid, Rialp, 1981, págs.. 320-321. Alfonso V. El Magnánimo. ¿Medina del Campo? (Valladolid), 1396 – Nápoles (Italia), 27.VI.1458. Rey de Aragón. IV como conde de Barcelona, III como rey de Valencia, y I como rey de Mallorca y de Nápoles. Monarca de la Corona de Aragón (1416- 1458), rey de Nápoles (1442-1458). Hijo primogénito de Fernando I de Antequera y de Leonor de Alburquerque “la ricahembra”. Creció en Medina del Campo junto a sus hermanos pequeños, especialmente Juan, que después serán conocidos en Castilla como los infantes de Aragón, siendo educado en las artes marciales y los libros. La riqueza de su madre, a la que pronto se añadió la fortuna de su padre, creó al entorno del infante un ambiente de magnificencia, lujo y refinamiento. Gran aficionado a la caza, se introdujo de buen grado en el mundo de las letras y de las artes probablemente a través de las enseñanzas de su tío Enrique de Villena. Gustó de bien vestir y de seguir la moda, especialmente la francesa. Todo ello hacía de Alfonso un hombre moderno, atractivo y simpático por su prudencia y gentileza. Como primogénito de la rama menor de los Trastámara le fue impuesto, desde muy joven, en 1406, el casamiento con su prima hermana María de Castilla, hija de Enrique III; si bien la boda no se celebró hasta 1415 en la ciudad de Valencia. Dicho enlace fue el inicio de una serie de desavenencias sentimentales dentro del matrimonio, que tendrían que tener una fuerte repercusión en los asuntos públicos de la Corona de Aragón. Desde agosto de 1412, al ser designado su padre Rey por la sentencia arbitral de Caspe, fue reconocido como heredero de la Corona, mientras que su hermano Juan era destinado a acaudillar a los partidarios de la rama menor de los Trastámara en Castilla y a defender los importantes intereses económicos de la familia en dicho reino. El inicio de su reinado en 1416 a la muerte de su padre Fernando I, no fue fácil, ya que mientras en Castilla comenzaba a quebrarse el bloque de sus partidarios, que desde ahora se puede denominar como “aragonés”, en el Mediterráneo, Génova, amenazaba una vez más con infiltrarse en los asuntos de Cerdeña, a la vez que en Sicilia el autonomismo reforzaba sus posiciones y aumentaba sus exigencias. Mientras en Cataluña era previsible una nueva acometida del partido pactista, con la intención de aprovechar los primeros actos de gobierno del joven Monarca, con la finalidad de imponer sus reivindicaciones políticas y administrativas, sociales y jurídicas, que no habían sido atendidas por Fernando I en las Cortes celebradas en Montblanc en 1414 y que finalizaron súbitamente por decisión real. Este hecho había creado una atmósfera de recelo entre la Monarquía y los estamentos privilegiados de Cataluña, que aumentó al proseguir el nuevo Soberano con la política favorable al sindicato de los remensas y a la redención de las propiedades del Patrimonio Real. Por estos motivos algunos nobles catalanes decidieron desafiar al Rey en las Cortes que se convocaron en Barcelona en el otoño de 1416. Esta actitud contó con un hecho favorable, el discurso que el nuevo Rey hizo en castellano, que, aunque redactado en términos heroicos y favorable a los intereses de Cataluña frente a Génova, ya que solicitaba una ayuda para luchar contra dicha república, se interpretó como una afrenta a las libertades, privilegios y prerrogativas de Cataluña. El brazo nobiliario estuvo radicalmente opuesto a conceder la ayuda solicitada por el Monarca, mientras que los brazos eclesiástico y real estuvieron de acuerdo en negociar con el soberano. En esta situación los estamentos de las Cortes, azuzados por la aristocracia de sangre, designaron una comisión de catorce personas encargadas de obtener del Monarca la convocatoria de una nueva legislatura en donde se discutiría la reforma, que decían venía arrastrándose desde 1414. Era la continuación de la ofensiva pactista iniciada ya a finales del siglo XIV. La Comisión de los Catorce comenzó a actuar en 1417 e intervino públicamente cuando se supo el propósito del Rey, que se encontraba en Valencia, de armar una flota para ir a Cerdeña y Sicilia. La Comisión envió una embajada a Valencia para exigir al Rey la reforma del Gobierno y la expulsión de los extranjeros de la Corte y del Consejo Real. La situación se complicó para el Soberano, ya que las ciudades de Valencia y Zaragoza estaban de acuerdo con las exigencias de la delegación catalana. Alfonso el Magnánimo hizo gala de una gran diplomacia cuando intentó dividir a los miembros de la delegación asegurando que atendería las peticiones de Cataluña, pero en cambio defendió a sus servidores castellanos aduciendo que eran antiguos servidores. De hecho el enfrentamiento del Rey y las Cortes catalanas no se produjo por el asunto de los servidores castellanos, sino por la divergencia en la manera de contemplar el mecanismo político de Cataluña. Era esencialmente cosa de teoría política, ya que el Monarca y sus consejeros afirmaban que las regalías del príncipe no podían ser comunicadas a los vasallos sino únicamente por voluntad propia del soberano y no como una obligación de éste. Era una doctrina que chocaba con el laboriosamente creado derecho constitucional catalán. Por ello las cosas se complicaron en el Principado e hicieron necesario que el Rey se trasladase nuevamente a Cataluña. El 21 de marzo de 1419 se convocaban las Cortes catalanas desde Barcelona, que se reunieron en San Cugat del Vallés, de donde se trasladaron más tarde a Tortosa, alargándose hasta 1420. En esta ocasión el Rey hizo la proposición en catalán que él mismo leyó. A pesar de ello el enfrentamiento entre el Monarca y los estamentos privilegiados catalanes fue muy duro, precisamente cuando Alfonso tenía una única fijación, partir hacia Italia. En primer lugar se llegó a un principio de acuerdo cuando se publicó un convenio con el brazo eclesiástico, entre cuyos acuerdos figuraba el que los extranjeros no pudiesen obtener beneficios eclesiásticos en Cataluña, a la vez que se aprobó el nombramiento de una comisión para resolver los greuges (agravios) que tenía el país desde siempre. A cambio de todo ellos las Cortes avanzaron un donativo de 50.000 florines al Rey para su empresa mediterránea. La realidad del choque entre el Rey y las Cortes catalanas no fue por la excusa inicial de los servidores castellanos del Monarca, sino por la divergencia en la manera de contemplar el mecanismo político del Principado. Finalmente el 10 de mayo de 1420 Alfonso se embarcaba en el puerto de los Alfacs (Alfaques), al mando de una escuadra de veintitrés galeras y cincuenta velas, destino Mallorca para ir a Cerdeña, con la finalidad de frenar la audacia de los genoveses con una intervención en Córcega, isla que nominalmente pertenecía a la Corona de Aragón desde el reinado de Jaime II. Alfonso con el inicio de su aventura mediterránea enlazaba con la más pura tradición de la política catalana y proseguía su expansión iniciada en 1282. En Cerdeña afirmó la presencia catalana merced a un acuerdo definitivo con el vizconde Guillermo III de Narbona, por el cual se comprometió a entregarle 100.000 florines de oro a cambio de todas las tierras que poseía dicho noble en la isla, incluida la ciudad de Sassari. Desde Cerdeña con sus naves, Alfonso, pasó el estrecho de Bonifacio y se apoderó de Calvi a finales de septiembre de 1420, dirigiéndose seguidamente hacia Bonifacio, ciudad que asedió desde el 17 de octubre hasta el mes de junio de 1421. El fracaso del asedio de la ciudad corsa de Bonifacio se debió a la ayuda que los genoveses prestaron a los sitiados, así como a la mala mar imperante en la zona. La imposibilidad de dominar a los corsos fue una de las causas que hizo a Alfonso dirigir sus ambiciones hacia el Reino de Nápoles, en donde la debilidad de la Monarquía era bien patente frente a los poderosos barones y los condottieri, en los que se apoyaba la realeza napolitana para hacer frente a los primeros. La reina de Nápoles, Juana II, conservaba su corona gracias a Sforza el Viejo y a Gianni Caracciolo. La falta de heredero directo de la soberana llevó a que Caracciolo defendiera la candidatura de Luis III de Anjou, mientras que el Sforza se inclinó por Alfonso de Aragón. Por otro lado, éste contaba con el apoyo de los mercaderes catalanes, así como una serie de nobles napolitanos que le habían hecho llegar que la conquista de dicho reino sería cosa muy fácil. En 1421 Juana II de Nápoles estaba sitiada por Luis de Anjou, por lo que aconsejada por Caracciolo pidió ayuda a Alfonso de Aragón, adoptándolo como hijo y heredero y nombrándole duque de Calabria. Alfonso el Magnánimo aceptó la propuesta que a su vez le permitía combatir a Luis de Anjou, aliado de Génova. El 25 de junio de 1421 entraba en Nápoles, donde fue recibido por la Reina como un verdadero libertador. Pero la voluble reina de Nápoles, presintiendo la fuerte personalidad de su nuevo heredero revocó el prohijamiento y llamó contra él a sus rivales. Derrotado por Sforza cerca de Nápoles, Alfonso con sus tropas se hizo fuerte en los castillos Nuevo (Castel Nuovo) y del Huevo (Ovo), en donde esperó los refuerzos navales catalanes que le permitieron nuevamente apoderarse de la ciudad. Pero la reina Juana II se había retirado con Sforza primero a Aversa y después a Nola, donde revocó la adopción hecha en favor de Alfonso V, nombrando nuevo heredero a Luis de Anjou el 21 de junio de 1424. Alfonso de Aragón, decepcionado y despechado, volvió a sus reinos ibéricos, en donde permaneció nueve años, iniciándose un verdadero entreacto peninsular, en la trayectoria vital del Monarca. De regreso a Cataluña su escuadra saqueó la ciudad de Marsella, llevándose como botín las cadenas, que impedían el acceso a dicho puerto, y el cuerpo de san Luis, obispo de Toulouse. En esta su primera intervención en Italia, Alfonso, aprendió que la realidad de la política italiana era más que un remolino de contradicciones. Ya que después de haber vencido a los genoveses y a Sforza en el choque naval de Foz Pisana en octubre de 1421; de haber conseguido del pontífice Martín V una bula que le confirmaba como heredero del Reino de Nápoles, y haber firmado una tregua con el duque de Milán, Filippo María Visconti, sus vasallos los genoveses en junio de 1422. La alianza entre Sforza y el magnate napolitano Caracciolo permitió el levantamiento del pueblo napolitano contra él, teniendo que abandonar la ciudad. Con todo el balance de esta primera etapa itálica tuvo connotaciones favorables, ya que supuso la pacificación de Cerdeña y Sicilia; a la vez que proporcionó como colofón dos importantes bases navales a la marina de la Corona aragonesa, fundamentalmente catalana: Portovenere y Lerici, a la entrada del golfo de La Spezia, gracias a un pacto firmado con Filippo María Visconti en 1426, a cambio de la renuncia a la isla de Córcega, teóricamente de la Corona de Aragón, aunque en la práctica nunca se había dominado. A su regreso a Barcelona a finales de 1423, el Rey se encontró con una situación difícil, ya que los pactistas, amparándose en las circunstancias de las Cortes de Barcelona de 1421-1423, iniciadas en Tortosa, lograron imponer diversos puntos de su programa, haciendo aceptar al Monarca las reivindicaciones que éste había rechazado en las Cortes celebradas desde 1414, por lo que la mayoría de los agravios presentados quedaron resueltos. Los nueve años que estuvo en la Península es el período de las luchas de la rama aragonesa de los Trastámara contra la castellana, y más concretamente, contra el privado don Álvaro de Luna. En 1429 las tropas de Alfonso el Magnánimo, unidas a las de su hermano Juan de Navarra, penetraron en Castilla por Ariza, llegando hasta cerca de Jadraque y Cogolludo. La llegada de su esposa, la reina María, logró evitar una batalla campal entre castellanos y navarro-aragoneses. Aunque las hostilidades con Castilla continuaron hasta julio de 1430, en que se acordó una tregua de cinco años, firmándose finalmente la paz el 23 de septiembre de 1436. Pero a la vez que la política castellana absorbía gran parte de las preocupaciones y anhelos de Alfonso el Magnánimo y sus hermanos, los infantes de Aragón, los primeros efectos de la crisis económica dejaban su huella en Cataluña, apareciendo las primeras disensiones internas graves en el Principado. Las Cortes de 1431 son un fiel reflejo de la angustia y preocupación que tenían los distintos estamentos representados en ellas. Los graves problemas que padecía el campo se presentaron como un bloque de reivindicaciones que provenían de un proyecto elaborado en las Cortes de 1429. Ya que ante el movimiento de liberación de los campesinos, la nobleza, los eclesiásticos y el patriciado urbano instaron al Rey la aprobación de varias constituciones, entre las que se pedía que los campesinos remensas no pudieran reunirse para solicitar liberarse de sus servidumbres, bajo pena de prisión perpetua. En esta complicada situación, Alfonso, abandonó Cataluña el 29 de mayo de 1432, dejando a su esposa, la reina María, la complicada misión de buscar una solución a este grave problema; y es que el sueño napolitano volvía a irrumpir en la vida del Monarca. Llamado por sus partidarios napolitanos, a cuyo frente había dejado a su hermano Pedro, como lugarteniente de dicho reino, Alfonso recuperó nuevamente el sueño de Italia, que siempre estuvo en su mente. Esta nueva partida fue definitiva, ya que nunca más volvió a la Península Ibérica. Primero se dirigió a Sicilia, vía Cerdeña; el objetivo oficial era luchar contra el rey de Túnez, atacando la isla de Djerba (Gelves), pero después la flota pasó nuevamente a Sicilia, en donde se preparó para atacar Nápoles. Durante su estancia en los reinos peninsulares, los genoveses se habían apoderado de las ciudades de Gaeta y de Nápoles, hecho que hizo que el 4 de abril de 1433 la reina Juana II prohijase nuevamente a Alfonso de Aragón. Este nuevo cambio en la actitud de la Reina hizo que se formase una coalición formada inicialmente por el papa Eugenio IV y el emperador Segismundo, a la que se añadieron Florencia, Venecia y el duque de Milán. La envergadura de los enemigos a batir hizo que Alfonso postergase sus planes y firmase una tregua por diez años con la reina Juana en julio de 1433, hecho que le permitió organizar una expedición a Trípoli. Pero la muerte de su rival Luis de Anjou el 12 de noviembre de 1434 y poco después de la reina de Nápoles, el 2 de febrero de 1435, le hizo poner sitio a la ciudad de Gaeta, tenazmente defendida por Francisco de Spínola. La escuadra genovesa mandada en ayuda de los sitiados derrotó a la catalano-aragonesa frente a la isla de Ponza, cayendo prisioneros el propio rey Alfonso y sus hermanos Juan y Enrique. Esta derrota, y sus graves consecuencias, desconcertó a toda la Corona de Aragón, situación que fue salvada gracias al tacto y prudencia de la reina María, que una vez más demostró su valía firmando treguas con Castilla, convocando Cortes generales en Zaragoza para tratar la delicada situación que se vivía en Cerdeña y en Sicilia. Pero la situación comenzó a cambiar cuando Juan, rey de Navarra, fue liberado por el duque de Milán y nombrado lugarteniente de los reinos de Aragón, Mallorca y Valencia, mientras que María quedaba como responsable del Principado de Cataluña, desde donde continuó enviando naves y soldados para la empresa napolitana de su marido. La simpatía personal de Alfonso V le grajeó la amistad del duque de Milán, que le liberó y se lo ganó para su causa, ya que firmó con él una alianza para poder apoderarse del Reino de Nápoles. En 1436 las tropas del Magnánimo se apoderaron de Gaeta y Terracina y de casi todo el reino, únicamente quedaban fuera de su control Calabria y la capital, Nápoles fiel a Renato de Anjou. Durante el sitio de Nápoles, a finales de 1438, murió el infante don Pedro, hermano del rey. Dominado ya todo el reino, Alfonso puso sitio a Nápoles el 17 de noviembre de 1441 hasta el 2 de junio de 1442 en que cayó en su poder. La fuerte resistencia fue motivada por la presencia en la ciudad del mismo Renato de Anjou y de la ayuda constante que recibió de los genoveses. Alfonso el Magnánimo entró solemnemente en la ciudad de Nápoles el 23 de febrero de 1443, al estilo de los antiguos césares, como quedó inmortalizado en el famoso arco triunfal marmóreo que se colocó sobre la puerta del castillo Nuevo. Cinco días después de su entrada en la capital reunió el Parlamento, haciendo jurar como heredero a su hijo natural, Fernando, duque de Calabria. Para consolidar su conquista firmó la paz con el papa Eugenio IV, al que reconoció como pontífice legítimo, recibiendo por ello la investidura del Reino de Nápoles, en un momento que Amadeo, duque de Saboya, había sido proclamado también Papa por sus partidarios con el nombre de Félix V. El reconocimiento mutuo entre Eugenio IV y Alfonso V como rey de Nápoles comportó la ayuda de éste al Papa para recuperar la región de las Marcas en donde fue derrotado Francisco Sforza. Los dos primeros años, como rey de Nápoles, fueron difíciles tanto en el plano internacional como en el interno, ya que tuvo que vencer en Calabria una revuelta encabezada por Antonio de Ventimiglia. A pesar de todo, su posición se consolidó al firmar un tratado de paz en 1444 con Génova. Esta segunda campaña de Alfonso en la península itálica fue aprovechada por el conde de Foix y compañías francesas para amenazar el Rosellón, llegando a apoderarse del castillo de Salses y algunos núcleos próximos a Perpiñán. Ante esta invasión, el hermano de Alfonso V, el infante don Juan, como lugarteniente, convocó Cortes Generales en Zaragoza en 1439 y reclamó la presencia de su hermano, el Rey, en los territorios peninsulares. Alfonso el Magnánimo no atendió dicha solicitud, excusándose por la importancia de los asuntos italianos. Este absentismo real, que duraría hasta su fallecimiento, afectó también al orden interno de Cataluña, en donde las facciones de la Busca, el partido de los menestrales y las clases más populares, y la Biga, el partido de los grupos más potentados, se disputaban el poder en Barcelona; mientras se iniciaban los disturbios en el campo catalán, especialmente en la Cataluña Vella (Vieja), por las continuas reivindicaciones de los payeses de remensa, que pretendían la abolición de los llamados “malos usos”. Alfonso, una vez consolidado en el Trono de Nápoles, ejerció como un verdadero mecenas renacentista, rodeándose de una Corte fastuosa en la que participaron notables hombres de letras y artistas de otros países; Lorenzo Valla pasó largo tiempo en la Corte del Magnánimo, y entre sus consejeros destacan: Antonio Beccadini, conocido como el Panormita, Luis Despuig, maestre de Montesa, al que confió delicadas misiones diplomáticas, Pedro de Sagarriga, arzobispo de Tarragona, Ximeno Pérez de Corella, Berenguer de Bardají, Guillén Ramón de Moncada y Mateo Pujades. También estuvieron muy ligados al Rey el pintor Jacomart y los escultores Guillem de Sagrera y Pere Joan. La Corte de Alfonso el Magnánimo en la antigua Parténope fue un verdadero eje vertebrador de intercambios económicos y circulación de elites entre las principales ciudades de sus reinos y territorios peninsulares, especialmente Valencia y Nápoles. Alfonso siempre se preocupó por las instituciones universitarias; en la etapa hispánica de su reinado estuvo atento, ya personalmente, ya por medio de su esposa, por el buen funcionamiento de la Universidad de Lérida, en donde estalló un serio conflicto por el modo de elección de los catedráticos, buscando siempre un arreglo entre el municipio leridano y el claustro universitario. En su etapa napolitana fundó tres nuevos Estudios Generales: los de Catania (1445), Gerona (1446) y Barcelona (1450). Aunque de hecho durante su reinado únicamente llegó a funcionar plenamente el de Catania, retrasándose la puesta en marcha de los otros dos esencialmente por problemas económicos y ajustes jurisdiccionales entre las diversas instituciones implicadas, esencialmente la catedral y el municipio. La intensa vida amorosa de Alfonso fuera del matrimonio tuvo su apogeo en su apasionado enamoramiento de la dama Lucrecia de Alagno, responsable para muchos historiadores de su prolongada y después definitiva permanencia en Nápoles. Pero si Lucrecia de Alagno es la amante más conocida, fruto de unos anteriores amoríos regios con una dama valenciana, esposa de Gaspar de Reverdit, había nacido en Valencia, en 1423, Fernando o Ferrante, que sería rey de Nápoles de 1458 a 1494. Alfonso quedó atrapado en el mundo laberíntico de la política italiana del siglo XV, dándose cuenta desde el primer momento de la importancia estratégica de dicho reino tanto en la política interna de la península itálica, como su proyección balcánica que le abría las puertas del mundo oriental. La política oriental de Alfonso el Magnánimo giró en torno a hacer efectivo su título de duque de Atenas y de Neopatria, territorios perdidos en tiempos de Pedro el Ceremonioso. Para ello intentó afianzar sus posiciones en la península balcánica enviando embajadores a Morea y a Dalmacia, logra que el vaivoda de Bosnia se haga vasallo suyo, y unas galeras catalanas mandadas por el almirante Vilamarí acudan en ayuda del déspota de Artá, Carlos II Tocco. Todo ello mientras reclama la soberanía del ducado de Atenas a Constantino Paleólogo, más tarde último emperador de Bizancio como Constantino XI; contribuyó a la defensa de Rodas y trató de conseguir una alianza con el emir de Siria para una posible expedición a Tierra Santa. Esta política oriental hizo que los príncipes y reyes balcánicos amenazados por los turcos otomanos vieran en él un posible protector. El caudillo albanés Jorge Castriota, más conocido por Scanderbeg, inició negociaciones con Alfonso el Magnánimo para que le enviase ayuda para defenderse de los turcos por una parte y de los venecianos por otra. La flota catalana al mando de Bernat de Vilamarí se apoderó de la isla de Castelorizzo, perteneciente a la Orden de San Juan de Jerusalén o de los Hospitalarios, como base de operaciones en el mar Egeo y el Mediterráneo oriental, hecho que obligó al emir turco de Scandelore de abandonar su proyecto de apoderarse Chipre. La escuadra de Vilamarí atacó el litoral sirio y en 1451 llegó a penetrar en el curso inferior del Nilo. Tales demostraciones paralizaron el comercio musulmán en aquella área geográfica, hecho que inclinó al sultán turco, Mohamed II y al sultán de Egipto a establecer una paz con el Magnánimo, al que reconocen la posesión de Castelorizzo, a pesar de las protestas de los caballeros sanjuanistas y de su gran maestre establecido en Rodas. En su sueño oriental, Alfonso el Magnánimo pactó también con Demetrio Paleólogo, déspota de Morea, al tiempo que una embajada napolitana inicia negociaciones con el Preste Juan. Eran unos momentos muy críticos para el Mediterráneo oriental especialmente por la presión otomana sobre Constantinopla y demás restos del Imperio Bizantino. Alfonso realizó varios intentos por salvar Constantinopla secundando las teóricas iniciativas del pontífice Nicolás V. Pero la dividida situación política italiana, especialmente los intereses de Génova y de Venecia, malograron dichos intentos. Después de la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453, Alfonso logró dos años después la formación de una liga con Francisco Sforza de Milán, Florencia y Venecia, que a modo de cruzada capitaneada por el rey de Nápoles atacaría a los turcos que constituían una amenaza por sus continuos progresos en los Balcanes y también para los territorios costeros del reino de Nápoles y de la Corona de Aragón en general. Todo ello no pasó más de un simple proyecto, ya que tampoco el nuevo pontífice Calixto III logró aglutinar de modo efectivo a los componentes de esta teórica liga. Finalmente Alfonso el Magnánimo, siempre muy realista, acabó firmando un tratado con el sultán de Egipto, que le permitió abrir un consulado catalán en Alejandría. Abandonado el frente oriental, uno de sus últimos proyectos fue la conquista de Génova, eterna rival desde hacía más de un siglo de la Corona de Aragón, y que en 1457 se había entregado a Carlos VII de Francia. Pero antes de materializar este proyecto murió el 27 de junio de 1458 en el castillo del Ovo en Nápoles. Sus restos fueron enterrados en la iglesia de Santo Domingo de esta ciudad, siendo en 1671 trasladados al monasterio de Poblet. Un día antes de morir, en su último testamento dejó el reino de Nápoles para su hijo legitimado Fernando, duque de Calabria, mientras que a su hermano Juan, rey de Navarra, todos los demás reinos y territorios. Además tuvo dos hijas bastardas: Leonor, que casó con Mariano Marzano, príncipe de Rossano y duque de Sessa, y María, casada con Leonelo de Este, marqués de Ferrara. Bibl.: C. Marinescu, Alphonse V et l’Albanie d’Scanderbeg, Bucarest, 1924; L. Nicolau d’Olwer, L’expansió de Catalunya en la Mediterrània oriental, Barcelona, Editorial Barcino, 1926; A. Giménez Soler, Retrato histórico de Alfonso V de Aragón, Madrid, 1952; S. Sobrequés, “Sobre el ideal de Cruzada en Alfonso V de Aragón”, en Hispania, XII (1952); A. Boscolo, I parlamenti di Alfonso il Magnánimo, Milano, A. Giuffrè, 1953; VV. AA., Estudios sobre Alfonso el Magnánimo con motivo del quinto centenario de su muerte: Curso de conferencias (mayo de 1959), Barcelona, Universidad de Barcelona, 1960; F. Soldevila, Història de Catalunya, Barcelona, 1962 (2.ª ed.); J. Vicens Vives, Els Trastàmares, Barcelona, 1969; E. Pontieri, Alfonso il Magnánimo re di Napoli 1435-1458, Nápoles, Edizioni scientifiche italiane, 1975; M. Batllori, “Elements comuns de cultura i d’espiritualitat”, en VV. 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II, Nápoles, Paparo Edizione, 2000, págs. 1335-1351; D. Durán, Kastellórizo, una isla griega bajo el dominio de Alfonso el Magnánimo (1450-1458), Barcelona, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2003. |
Lista de príncipes de Gerona. Casa de Aragón Juan: 1351 - 1387, Duque de Gerona. Se convierte en rey como Juan I Jaime de Aragón: 1387-1388, Delfín de Gerona. Hijo de Juan I. Casa de Trastámara Alfonso: 1414/1416 - 1416 Fernando: Fue jurado como heredero al trono en octubre de 1461 en las Cortes de Calatayud, y empleó el título de príncipe de Gerona en su intitulación hasta su ascenso al trono en 1479. Juan: 1481 - 1497 Miguel de la Paz: 1498 - 1500 Juana: 1503 - 1516 Casa de Austria Felipe: 1542 - 1556 Carlos: no fue jurado como príncipe de Gerona al no ser admitida la jura por procuración en las Cortes de Monzón de 1564, pero fue mencionado como tal. Fernando: no jurado como príncipe de Gerona, pero mencionado como tal. Diego: no jurado como príncipe de Gerona. Felipe: 1585 - 1598 Felipe: no jurado como príncipe de Gerona, pero mencionado como tal. Baltasar Carlos: 1645 - 1646 Felipe Próspero: no jurado como príncipe de Gerona. Carlos: no jurado como príncipe de Gerona. Casa de Borbón Juan Carlos: 1941 - 1977 Felipe: 1977 - 2014 Leonor: 2014 - |
Fundació Princesa de Girona. La Fundación Princesa de Girona (FPdGi) se creó en 2009 por entes mercantiles y financieros catalanes con el patronazgo del entonces príncipe, Felipe de Borbón y Grecia, con el nombre de Fundación Príncipe de Girona. Tiene como objetivo la promoción juvenil en lo profesional, lo vocacional y lo formativo mediante becas, premios y proyectos. La actual princesa de Gerona y presidenta de honor de la fundación es la princesa Leonor de Borbón. Fundación El 11 de marzo de 2009 se reunieron para fundar este ente el entonces príncipe, el presidente de la Cámara de Comercio de Gerona, el presidente de la Caja de Ahorros de Gerona, el presidente de la Fundación Gala-Salvador Dalí y un representante de la Caja de Ahorros y Pensiones de Barcelona. Esta fundación tendría su ámbito de actuación tanto en Cataluña como en el resto de España. En junio de 2009 se constituyó oficialmente, teniendo al príncipe como presidente honorario, a Antoni Esteve como presidente y a Arcadi Calzada (presidente de la Caja de Gerona) como director. Actualidad En el presente el presidente honorario es la princesa y el vicepresidente honorario es el presidente de la Generalidad de Cataluña. En la actualidad se han sumado unas 90 organizaciones privadas. La fundación está regida por un patronato presidido por Francisco Belil Creixell. Cada miembro del patronato suele ser un representante de una fundación o empresa que apoya las labores de la organización. |
FOTOGRAFIA DE ISABEL II DE ESPAÑA. |
Biografía de la Real Academia de Historia.
Isabel II. Madrid, 10.X.1830 – París (Francia), 9.IV.1904. Reina de España.
María Isabel Luisa de Borbón y Borbón, hija primogénita del rey Fernando VII y de su cuarta esposa María Cristina de Borbón Dos Sicilias, sobrina carnal del Monarca. Su nacimiento fue muy deseado, al no haber logrado su padre descendencia de sus tres matrimonios anteriores, pero dividió a España en dos bandos, pues a los dos días de morir Fernando VII, el 29 de septiembre de 1833, estalló la guerra civil —la Primera Guerra Carlista—, al no reconocerla su tío, el infante Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, como reina legítima de España, a pesar de que en marzo de 1830, Fernando VII había hecho público lo aprobado en las Cortes celebradas en Madrid, en 1789, sobre restablecer el orden tradicional en la sucesión al trono. Con ella, se derogaba el Auto acordado de Felipe V y se restablecía la tradición de la Monarquía española por la cual las mujeres podían reinar, por lo que Isabel fue jurada princesa de Asturias el 20 de junio de 1833 y proclamada Reina el 24 de octubre del mismo año. Reina desde los tres años, durante su minoría de edad (1833-1843) actuaron como regentes, primero su madre, la reina María Cristina, y después el general Espartero.
La regencia de María Cristina duró desde 1833 hasta 1840. Estuvo marcada por la Primera Guerra Carlista, cruel guerra civil entre los cristinos o isabelinos, liberales partidarios de la reina niña Isabel II y de su madre la Reina Gobernadora, y los carlistas, realistas partidarios del infante Carlos María Isidro. La guerra finalizó en 1839, después de siete sangrientos años, con la firma del Convenio de Vergara, entre el general Baldomero Espartero, como jefe del ejército isabelino, y Rafael Maroto, como jefe del ejército carlista.
El pretendiente don Carlos tuvo que refugiarse en Francia, pero continuó la resistencia de sus partidarios en el bajo Aragón, al mando del general Cabrera, hasta el 6 de julio de 1840, en que, derrotado, tuvo que huir a Francia.
Durante la regencia de María Cristina, iniciada con el Gobierno de Cea Bermúdez, se sucedieron en el poder los liberales moderados (1834-1836) y los liberales progresistas (1836-1840). En este período se otorgó el Estatuto Real de 1834, de carácter moderado, considerado como el primer texto constitucional del reinado de Isabel II, y la Constitución de 1837, de carácter progresista, elaborada durante el gobierno de Calatrava. Además, el progresista Juan Álvarez Mendizábal llevó a cabo la desamortización de los bienes eclesiásticos mediante el Decreto Desamortizador de 1836 y la Ley desamortizadora de 1837.
A causa de sancionar la Regente la Ley de Ayuntamientos aprobada en Cortes, de las exigencias de que admitiera dos corregentes y de que cediera a las peticiones de las Juntas revolucionarias, la reina María Cristina tuvo que renunciar a la regencia, partiendo hacia el exilio en Francia, el 17 de octubre de 1840, dejando a sus dos hijas Isabel y Luisa Fernanda, de diez y ocho años respectivamente, en manos de extraños y privadas del afecto y los cuidados insustituibles de una madre. Esta ausencia materna fue la principal causa de la personalidad de Isabel II y de la educación que recibió.
Exiliada María Cristina, las Cortes nombraron Regente único al general Espartero, duque de la Victoria —título concedido tras la firma del Convenio de Vergara—, y eligieron a Agustín Argüelles como tutor de las niñas, quien nombró aya de éstas a la condesa de Espoz y Mina. Durante la regencia del duque de la Victoria, líder del Partido Progresista, desde 1840 hasta 1843, los moderados conspiraron para devolver la regencia a María Cristina. El momento más crítico fue el Pronunciamiento de octubre de 1841, en el que se pretendió raptar a la Reina niña y a su hermana, protagonizado por los generales Manuel Gutiérrez de la Concha y Diego de León, quien fue detenido y fusilado tras juicio sumarísimo, sin que Espartero hiciera nada por evitarlo, demostrando con ello una gran dureza de corazón. Este hecho, al que se sumaron el carácter dictatorial de Espartero —sobre todo tras ordenar el bombardeo de la ciudad de Barcelona en diciembre de 1842— y su falta de habilidad política, que le llevó a dividir a su propio partido y a separar de su lado a los mejores progresistas, debilitaron en extremo su popularidad. La situación se hizo tan insostenible que un amplio movimiento militar, formado por moderados y progresistas coaligados, le hizo caer. Tras el encuentro del general Narváez en Torrejón de Ardoz (Madrid) (22 de julio de 1843), con las tropas del Gobierno, mandadas por el general Seoane, Espartero tuvo que abandonar España, el 30 de julio de 1843, refugiándose en Inglaterra.
Después de la caída de Espartero, se formó un Gobierno Provisional presidido por Joaquín María López, durante el cual, el 15 de octubre de 1843, las Cortes decidieron declarar mayor de edad a Isabel II, que acababa de cumplir los trece años, adelantando un año la edad establecida en el texto constitucional en vigor, la Constitución de 1837. El primer Gobierno de la jovencísima Reina estuvo presidido por Salustiano Olózaga, jefe del Partido Progresista, quien para llevar a cabo el ideario de su partido decidió disolver las Cortes, de mayoría moderada. Para ello hizo firmar a Isabel II el decreto de disolución, pero viendo los moderados que aquella maniobra les alejaba del poder, consiguieron destituirle. Tras demostrar en el Congreso de los Diputados su inocencia, Olózaga se exilió en Portugal.
Con los moderados en el gobierno, lo presidió Luis González Bravo, alma del Partido la Joven España, que tiempos atrás había sido implacable enemigo de la Reina Gobernadora y ahora propiciaba el regreso de ésta a España (23 de marzo de 1844). En su corto Gobierno, inició la creación de la Guardia Civil (28 de marzo de 1844) —luego concretada por el general Narváez—, siendo su primer director el duque de Ahumada.
El 3 de mayo de 1844 empezó a gobernar el general Narváez, iniciándose un período de diez años de gobiernos moderados, la Década Moderada (1844- 1854). Narváez, duque de Valencia —título concedido por la Reina tras los sucesos de julio de 1843—, bien ocupando personalmente el poder —presidió cuatro Gobiernos—, bien detrás del Partido Moderado, del que era jefe y valedor, además de ser el hombre fuerte de esta década durante un cuarto de siglo, de 1843 a 1868, se convirtió en el auténtico protagonista del reinado de Isabel II.
Entre las líneas de actuación en política interior más sobresalientes de los gobiernos de la Década Moderada, destaca la redacción de un nuevo texto constitucional, la Constitución de 1845, de carácter moderado, aprobada el 23 de mayo de aquel año, durante el primer Gobierno de Narváez (de mayo de 1844 a febrero de 1846). Además, en el Gobierno de Bravo Murillo (de enero de 1851 a diciembre de 1852) se reorganizó la Deuda Pública, se realizó el Proyecto de Código Civil y se promulgaron la Ley del Notariado, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil. En política exterior hay que destacar la intervención militar en Portugal, en apoyo de la reina María de la Gloria, convenida con Francia e Inglaterra y dirigida por el general Manuel Gutiérrez de la Concha, cuya brillante actuación le valió la concesión del título de marqués del Duero por la Reina. El reconocimiento de Isabel II por parte de Austria y Prusia, tras la enérgica actuación de Narváez durante los brotes revolucionarios producidos en Madrid y Sevilla en los meses de marzo y mayo de 1848, y la firma del Concordato de 1851 con la Santa Sede, en el Gobierno Bravo Murillo, que afianzó las relaciones de España con Roma, gravemente afectadas por la acción desamortizadora eclesiástica y restablecidas al reconocer el papa Pío IX a Isabel II, en 1848.
Los matrimonios de Isabel II y de su hermana la infanta Luisa Fernanda se celebraron durante el Gobierno Istúriz. Los gobiernos de Francia e Inglaterra intervinieron activamente ante el temor de que el regio matrimonio diese a una potencia supremacía sobre la otra, vetando ambas a los dos candidatos más adecuados para convertirse en esposo de Isabel II. El gobierno francés vetó al príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo, primo del príncipe Alberto, esposo de la reina Victoria de Inglaterra, quien, tras un corto viaje a España en el verano de 1845, había impresionado muy gratamente a la joven Isabel II. Por su parte, el gobierno británico vetó al príncipe Enrique de Orleans, duque de Aumale, hijo de Luis Felipe de Francia, a quien complacía este enlace. Finalmente, tras la entrevista de Eu (Francia), en septiembre de 1845, ambas potencias llegaron a un acuerdo: Isabel II no podría casarse más que con un descendiente de Felipe V. Éstos eran tres: el napolitano conde de Trápani, hermano menor de la reina María Cristina —candidato que sólo gustaba a ésta y a algunos moderados—, y los dos hijos del infante Francisco de Paula, hermano menor de Fernando VII, y de la infanta Luisa Carlota, hermana de María Cristina, primos carnales por partida doble de Isabel II: el infante Francisco de Asís, duque de Cádiz, de ideología ultramoderada, y su hermano menor el infante don Enrique, duque de Sevilla, de ideología progresista, que no era bien visto por el Partido que gobernaba, pero hacia el que la Reina se sentía inclinada por su gallardía y carácter abierto. Se trató también de la posibilidad de la fusión dinástica mediante el matrimonio de Isabel II con el hijo del pretendiente carlista, el conde de Montemolín, pero éste no se avino a ser solamente rey consorte, lo que desestimó el proyecto sustentado, entre otros, por Balmes.
El infante Francisco de Asís, elegido por exclusión de los otros candidatos, quizás no fuese el esposo más adecuado para Isabel II, joven, extrovertida y vital, a la que no entusiasmaba la idea de casarse con su primo, del que no le atraía ni su aspecto físico, ni su carácter taciturno. El 10 de octubre de 1846, en el Palacio Real de Madrid, Isabel II, que cumplió ese día los dieciséis años, contrajo matrimonio con Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, de veinticuatro años, que, tras la ceremonia, se convirtió en capitán general de los Reales Ejércitos y en rey consorte. Simultáneamente, se celebró la boda de la infanta Luisa Fernanda, con el príncipe francés, Antonio de Orleans, duque de Montpensier, noveno hijo del rey Luis Felipe de Francia.
El proyecto de reforma de la Constitución de 1845, llevado a cabo por Bravo Murillo, concitó la oposición tanto de los propios moderados como de los progresistas, que, unidos en un frente común, lograron que Bravo Murillo presentara su dimisión a la Reina, el 13 de diciembre de 1852. La caída de Bravo Murillo puso de manifiesto el declive del Partido Moderado, pues sus sucesores, los generales Roncali y Lersundi, y Luis Sartorius, conde de San Luis —título concedido en reconocimiento de su labor como ministro de Gobernación—, representaron la reacción más extrema dentro del régimen moderado, contribuyendo a la formación de un frente revolucionario que puso fin a la Década Moderada y originó la Revolución de 1854.
Los orígenes de la Revolución de 1854 están en la animadversión generalizada hacia el Gobierno de Sartorius por su gran impopularidad, que le llevó a gobernar dictatorialmente y a desterrar a los generales que se le habían opuesto en el Parlamento, entre ellos al general Leopoldo O’Donnell. El punto inicial de la Revolución fue el pronunciamiento militar, liderado por este general en los alrededores de Madrid, la Vicalvarada (30 de junio de 1854), donde, tras un encuentro indeciso con las tropas del Gobierno dirigidas por el general Bláser, el general O’Donnell se retiró a Manzanares (Ciudad Real).
Desde allí, lanzó al país el Manifiesto de Manzanares (7 de julio de 1854), redactado por Antonio Cánovas del Castillo, joven político y secretario privado de O’Donnell. La difusión del manifiesto en Madrid, y la llegada de noticias que confirmaban la generalización del pronunciamiento en varias provincias, desencadenaron la actuación violenta de las masas populares.
El 17 de julio, Sartorius presentó su dimisión a la Reina, que llamó al general Fernando Fernández de Córdova para que formara nuevo Gobierno. Pero la reacción estaba en la calle. En Madrid, se levantaron barricadas y se asaltaron e incendiaron los domicilios del conde de San Luis, del marqués de Salamanca, del conde de Quinto y hasta el palacio de las Rejas, residencia de la Reina Madre, que tuvo que refugiarse con su familia en el Palacio Real, protegido por un contingente de soldados, viviéndose durante cuatro días, del 17 al 20 de julio, unas jornadas de extrema violencia, que logró al fin sofocar el general progresista Evaristo San Miguel. De todas las consecuencias que tuvo la Revolución de 1854 —que en muchos aspectos anunció la de septiembre de 1868—, la más grave fue el desprestigio de la Reina, a la que los progresistas consideraron responsable de la actuación de sus ministros y de la sangre derramada durante las jornadas de julio.
Ante la gravedad de la situación, la Reina llamó a Espartero, quien gobernó durante dos años, el Bienio Progresista (julio 1854-julio 1856), en el que desempeñó la cartera de Guerra el general O’Donnell. En este tiempo, se intentó una reforma constitucional, redactándose la Constitución nonata de 1856, que no llegó a promulgarse. Además, se reanudó el proceso desamortizador dirigido por el ministro de Hacienda, Pascual Madoz, mediante la Ley de Desamortización General (mayo de 1855). Esta Ley tuvo dos graves consecuencias: la ruptura con la Santa Sede —se vulneraba el artículo 41 del Concordato— y el desasosiego de la Reina por haber sancionado con su firma la Ley de Desamortización.
Durante el bienio, la convivencia entre Espartero y O’Donnell —militares de personalidades tan distintas y de criterios políticos discordantes— fue muy difícil.
A causa de las diferencias surgidas en el seno del Gobierno entre el ministro de la Gobernación, Patricio de la Escosura, y el de Guerra, el general O’Donnell, por la repercusión de los levantamientos sociales de Barcelona y Valencia en 1855 y las revueltas campesinas de la cuenca del Duero en junio de 1856, Escosura dimitió, y, con él, Espartero. La Reina encargó a O’Donnell que se hiciese cargo del Gobierno.
Fue éste el primer Gobierno de O’Donnell, que duró sólo tres meses, teniendo que enfrentarse a la violenta reacción de los progresistas ante la salida del Gobierno de Espartero, primero en las Cortes y después en las calles de Madrid, levantamiento sofocado por el general Serrano, incondicional colaborador de O’Donnell. Tras un paréntesis de dos años de gobiernos moderados (1856-1858), de Narváez, Armero e Istúriz, llegó el segundo Gobierno de O’Donnell: el llamado Gobierno largo.
O’Donnell gobernó por segunda vez desde 1858 hasta 1863, apoyándose en el partido creado por él, la Unión Liberal, situado a la derecha del progresismo y a la izquierda del moderantismo. El llamado Quinquenio Unionista fueron cinco años de paz y estabilidad, además de un período de prosperidad económica, que permitió la creación de nuevos puestos de trabajo, la renovación del utillaje industrial y el aumento de la producción, destacando especialmente el gran desarrollo que experimentó el trazado y puesta en explotación de vías férreas, que, además de facilitar las comunicaciones y posibilitar el transporte rápido y barato de pasajeros y mercancías, contribuyó a dar mayor entidad urbana a las ciudades españolas.
Para afirmar la paz y prosperidad internas, O’Donnell pensó en una política exterior que pudiese devolver a España su prestigio ante las naciones extranjeras, por lo que promovió la participación con éxito, en diversas campañas, destacando, entre ellas, la Guerra de Marruecos (1859-1860), motivada por la necesidad de poner fin a las frecuentes agresiones de los marroquíes contra las plazas de soberanía española. El Ejército, mandado por el propio general O’Donnell, presidente del Gobierno y general en jefe de la campaña, y el general Prim, obtuvo las victorias de los Castillejos, Tetuán y Wad-Ras, finalizando la guerra con la Paz de Wad-Ras, firmada entre O’Donnell y el sultán Muley-el-Abbas (26 de abril de 1860). En recompensa de estas victorias, O’Donnell recibió el título de duque de Tetuán, y Prim el de marqués de los Castillejos. En 1861, se llevó a cabo la expedición española a México mandada por el general Prim, quien se acreditó como político hábil y prudente, al oponerse a colaborar con los planes de Napoleón III de instalar en México una monarquía representada por el desventurado archiduque Maximiliano de Habsburgo, después fusilado, por lo que, dándose por satisfecho con las promesas de Juárez de cumplir sus compromisos económicos, evitó la guerra, regresando a España con sus fuerzas, contraviniendo la opinión del Gobierno y del general Serrano, entonces capitán general-gobernador de Cuba.
También en 1861, se produjo la anexión de la isla de Santo Domingo a España, a petición de su presidente Santana, que se veía amenazado por Haití, siendo el encargado de llevar a cabo el proceso de reincorporación el general Serrano, como gobernador de Cuba.
El Quinquenio Unionista terminó con la crisis provocada ante la decisión de O’Donnell de hacer un reajuste ministerial, que tuvo gran trascendencia. En él nombraba al general Serrano, duque de la Torre —título concedido tras su actuación como gobernador de Cuba—, ministro de Estado; a Vega de Armijo, ministro de Gobernación, y a Augusto Ulloa, de Marina.
El nombramiento de Serrano no gustó a Prim, enfrentado con aquél desde el asunto de México, y los otros dos nombramientos no gustaron a la Reina.
O’Donnell quiso salvar la situación incorporando a Prim al Gabinete en sustitución de Ulloa, pero se opuso a ello el general Gutiérrez de la Concha. Prim reaccionó airadamente abandonando para siempre su militancia en la Unión Liberal para incorporarse al Partido Progresista, que, en adelante, contaría con un general de indiscutible capacidad política. Respecto a la Reina, además de su disconformidad con los nuevos nombramientos, mostró su contrariedad por la negativa rotunda de O’Donnell de permitir el regreso a España de la Reina Madre. El enfrentamiento entre la Reina y su jefe de Gobierno consumó la crisis, al negarse ésta a firmar el decreto de disolución de las Cortes, solicitado por O’Donnell, para abordar la reforma constitucional, presentando éste su dimisión (2 de marzo de 1863). La Reina llamó a formar gobierno al marqués de Miraflores.
Con la caída de O’Donnell, comenzó el ocaso del reinado de Isabel II, en contraste con los cinco años que habían marcado el cénit de su reinado. Los gobiernos presididos sucesivamente por el marqués de Miraflores, Arrazola y Mon, dieron paso de nuevo al Gobierno de Narváez (16 de septiembre de 1864), que tuvo que abordar el grave problema de la crisis económica. Para resolverlo, Alejandro de Castro, titular de la cartera de Hacienda, propuso poner a la venta determinados bienes patrimoniales de la Corona.
El periódico La Democracia, dirigido por el catedrático republicano Emilio Castelar, publicó un artículo escrito por él titulado “El Rasgo”, que presentaba la venta como un saneado negocio para la Corona.
Castelar fue destituido, siendo la causa de las graves protestas estudiantiles del 10 de abril de 1865, violentamente reprimidas durante la Noche de San Daniel, saldadas con nueve muertos y más de cien heridos. La salida de Narváez del Gobierno dio paso al tercer y último Gobierno del duque de Tetuán, que abarcó desde 1865 hasta 1866. En él tuvo que abordar dos importantes problemas de política exterior: el reconocimiento del reino de Italia, ante las airadísimas protestas de la Corte y de los moderados, y la Guerra del Pacífico, emprendida contra Chile y Perú, en la que es de señalar el valor del almirante Méndez Núñez.
En política interior, el gobierno de O’Donnell tuvo que enfrentarse a la conspiración ya imparable de los progresistas a los que se les había unido el Partido Demócrata.
Aunque O’Donnell hizo todo lo posible por atraerse a los progresistas y, en especial, por atraerse a Prim, no lo consiguió, pues la decisión mayoritaria del Partido Progresista, en torno a Olózaga, era ya la de avanzar por el camino de la revolución. En enero de 1866, tuvo lugar el Pronunciamiento de Villarejo de Salvanés, dirigido por Prim, cuyo fracaso le obligó a refugiarse en Portugal. El 22 de junio de 1866, estalló otro golpe, esta vez mejor organizado, que contó con la actuación directa del general Moriones y dirigido por Prim desde su refugio portugués. El pronunciamiento estalló en el corazón de Madrid y en uno de los acantonamientos militares más importantes, el cuartel de Artillería de San Gil, cuyos suboficiales habían sido captados por los conspiradores. La sublevación se produjo dentro y fuera del acuartelamiento, degenerando en una durísima batalla urbana, finalmente reducida por la resolución de Serrano, capitán general de Madrid. La represión que siguió a la sublevación fue muy dura, erosionando la generosidad tradicional de la Reina y el talante liberal del duque de Tetuán. La Reina le sustituyó en el Gobierno por Narváez, olvidando que acababa de salvar su Trono. Esta ingratitud de Isabel II hizo que O’Donnell, profundamente herido, se exiliara voluntariamente a Biarritz (Francia), donde vivió hasta su muerte (5 de noviembre de 1867), prometiendo firmemente no volver a colaborar con ella, aunque absteniéndose de participar en ninguna conspiración. Isabel II perdía a uno de los hombres más leales y valiosos de su reinado.
Narváez presidió el que sería su último Gobierno durante dieciséis meses (julio de 1866-abril de 1868).
Una vez más, llevó a cabo una política de mano dura, suspendiendo las Cortes y las garantías constitucionales.
La réplica de los progresistas no se hizo esperar. A mediados de agosto, firmaron con los demócratas el Pacto de Ostende (16 de agosto de 1866), por el que se comprometían a hacer un solo frente para derrocar al régimen y a la dinastía, creando un centro revolucionario permanente en Bruselas. El 5 de noviembre de 1867, falleció O’Donnell en su retiro de Biarritz, heredando el general Serrano la jefatura de la Unión Liberal, quien se apresuró a tomar contacto con los componentes del Pacto de Ostende. De esta manera se preparaba el destronamiento de Isabel II, con la participación incluso de su propio cuñado, el duque de Montpensier, que había entrado en contacto con la Unión Liberal.
A comienzos de 1868, Isabel II no contaba ya con más apoyos que el de Narváez. Su muerte el 23 de abril agravó los problemas. La Reina nombró presidente del Gobierno a González Bravo, cuyo gobierno duró cinco meses, en los que tuvo que afrontar una nueva crisis económica y de subsistencias. Su forma dictatorial de gobernar le llevó a cerrar las Cortes y su decisión de desterrar a varios destacados militares, los generales Serrano, Zabala, Dulce, Fernández de Córdova, Ros de Olano y Serrano Bedoya, y al mariscal de campo Caballero de Rodas, precipitó el destronamiento de Isabel II. Un frente común formado por los Partidos Unionista, Progresista y Demócrata se encargó de ello.
Acaudillaron la Revolución los generales Serrano y Prim y el almirante Topete. Prim, procedente de Londres, llegó a Gibraltar el 17 de septiembre. En la mañana del día 18, la Armada, concentrada en la bahía de Cádiz, señaló con sus cañonazos el gran pronunciamiento anunciado desde la fragata Zaragoza por Prim y Topete. El general Serrano llegó a Cádiz el día 19 en la fragata Buenaventura, con otros militares desterrados. En esa misma tarde, se hizo público el manifiesto Viva España con Honra. Serrano desde Sevilla, poniéndose al frente de un gran ejército, se dirigió hacia Madrid, derrotando a las fuerzas gubernamentales mandadas por el general Novaliches, en el puente de Alcolea, sobre el río Guadalquivir, próximo a Córdoba. Era el último acto del reinado de Isabel II, que desde San Sebastián, donde se encontraba veraneando, cruzó en tren la frontera con Francia el 30 de septiembre de 1868. Iba a cumplir treinta y ocho años. La Revolución de 1868 —La Gloriosa— terminó con su reinado.
En el destierro, la Reina se instaló al principio en el castillo de Pau, cedido por Napoleón III. Pasados los primeros meses, de acuerdo con el Rey consorte, se separaron definitivamente. Él se instaló en Épinay —alrededores de París—, donde vivió dedicado a sus aficiones favoritas: la lectura y el coleccionismo de obras de arte, hasta su muerte en 1902. Isabel II se trasladó a París estableciendo su residencia definitiva en el palacio Basilewsky, al que ella dio el nombre de palacio de Castilla, situado en la avenida Kléber, próximo a los Campos Elíseos, donde vivió casi exactamente la mitad de su vida. Allí, el 25 de junio de 1870, abdicó en su hijo Alfonso, príncipe de Asturias, y encomendó a Cánovas la jefatura del movimiento alfonsino. Desde allí Isabel II siguió los acontecimientos del Sexenio Revolucionario, la Restauración de su dinastía en su hijo Alfonso XII, la Regencia de su nuera María Cristina de Austria y el comienzo del reinado de su nieto Alfonso XIII.
El sábado 9 de abril de 1904, a los setenta y cuatro años, murió Isabel II a causa de una gripe que desembocó en una neumonía. La capilla ardiente quedó instalada en el palacio de Castilla. Como representación del rey Alfonso XIII, llegó a París para hacerse cargo del traslado a España del cuerpo de la Reina, el príncipe Carlos de Borbón, esposo de la infanta María de las Mercedes, primogénita de Alfonso XII y María Cristina. El Gobierno francés, encabezado por el presidente de la República Émile Loubet, rindió honores de jefe de Estado a la que durante treinta y cinco años fue reina de España y durante treinta y seis había residido en París. Con toda solemnidad el féretro de la Reina fue conducido hasta la estación de ferrocarril de Orsay, donde se llevó a cabo una parada militar, partiendo el féretro hacia España para darle sepultura en el Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial.
Durante su reinado personal, Isabel II sufrió dos atentados. El primero, el 4 de mayo de 1847, en la madrileña calle de Alcalá, obra del abogado y periodista Ángel de la Riva, quien disparó dos tiros de pistola sobre la carretela en la que viajaba la Reina, sin que llegaran a alcanzarla. Detenido y sometido a un proceso judicial, la Reina le indultó. El segundo fue el 2 de febrero de 1852 —día de la Purificación—, cuando la Reina salía del Palacio Real para ir a presentar a la Virgen de Atocha a su hija Isabel, según era costumbre, nacida dos meses antes. Un sacerdote sexagenario, Martín Merino, clavó un puñal en el pecho de la Reina, que resultó herida, pero no de gravedad.
En el proceso que se le hizo, Merino negó tener cómplices. Fue degradado canónicamente y ejecutado mediante garrote vil.
A pesar de la inestabilidad política marcada por las sublevaciones, los pronunciamientos militares y los numerosos gobiernos, los treinta y cinco años del reinado de Isabel II hasta su destronamiento en 1868, supusieron la modernización de España. La población experimentó un notable crecimiento, arrojando el primer censo oficial hecho en 1857, un total de 15.500.000 habitantes. Respecto al ferrocarril, en 1848 comenzó el trazado de la red ferroviaria, inaugurándose la primera línea férrea, Barcelona-Mataró el 28 de octubre de ese año. En 1851, se inauguró la segunda línea que unía Madrid con Aranjuez, proyectándose la futura conexión de la capital con la costa mediterránea de Alicante. En 1855, se promulgó la primera Ley General de Ferrocarriles. Entre los años 1856 y 1866 se pusieron en explotación 5.400 kilómetros de red ferroviaria, ampliándose durante el Quinquenio Unionista.
En 1845, comenzó una importante reforma de la Hacienda, en que participó Ramón de Santillán y que aplicó el ministro Alejandro Mon, regulando y ordenando tributos, simplificando el orden fiscal y nivelando los presupuestos. Respecto al sistema monetario, la primera transformación comenzó en 1834, durante la regencia de María Cristina, con el real como unidad, monedas de oro de 80 reales y duros de plata de 20. En 1848, en el reinado personal de Isabel II, se implantó un nuevo sistema monetario de carácter decimal, con el real de plata como unidad, y se acuñó el doblón equivalente a 100 reales. En 1855, se adoptó el sistema de carácter centesimal con la pieza de oro de 40 reales. En 1864, se implantó un nuevo sistema monetario cuya unidad sería el escudo de plata y su pieza máxima el doblón de 10 escudos, lo que simplificaba el sistema monetario español. En el año 1856, se creó el Banco de España, mediante la fusión del Banco de San Fernando con el de Isabel II.
La aplicación de las leyes bancarias de 1856, dio paso a la fundación de bancos de emisión y de sociedades de crédito.
La Desamortización impulsó la ampliación del terreno cultivado, que se hizo fundamentalmente a favor de tres cultivos: cereales, vid y olivo, inaugurando Isabel II, en 1857, la I Exposición Agrícola Española.
La industria experimentó un notable incremento, tanto la alimentaria —basada en la harina, la remolacha y el vino—, como la química. Se desarrolló la industria textil, en sus dos vertientes: algodonera y lanera, sobre todo a partir de 1842, año en que se importó maquinaria inglesa, logrando un acelerado proceso de concentración y de expansión, debido al número de telares y de obreros y al capital invertido, siendo su momento culminante a partir de 1855. La riqueza minera, comenzó a ser explotada a gran escala en la segunda mitad del siglo XIX. Hasta 1849 la explotación de las principales minas estaba reservada al Estado, pero las Leyes de 1849 y de 1859 autorizaron la explotación por particulares, a excepción de las minas de mercurio en Almadén (Ciudad Real).
La intensa actividad desplegada en la construcción de obras públicas destacó especialmente durante el gobierno de Bravo Murillo, y después en el Gobierno largo de O’Donnell. Se construyeron 7.822 kilómetros de carreteras, y se promovió tanto el sistema de riegos como el de abastecimiento de agua a los núcleos urbanos por medio de canales, como el de Isabel II, de Castilla, Imperial y de Tauste, entre otros, y en las ciudades, se reordenaron las principales con los ensanches. A todos estos adelantos, que contribuyeron a mejorar el bienestar material de los españoles, hay que añadir que el sello de correos se creó en 1850, la red de telégrafos en 1854, tendiéndose el primer cable submarino entre Pollensa y Ciudadela en 1860. El alumbrado de gas entró en funcionamiento a partir de 1841 y los primeros ensayos de alumbrado eléctrico se produjeron en Barcelona en 1852.
También, a mediados del siglo XIX comenzó la fotografía en España, acogiendo la Corona el invento con entusiasmo. A partir de 1850, trabajaron, al servicio de la Corte, los fotógrafos Charles Clifford y Jean Laurent. El primero reflejó, desde 1858, las jornadas reales y debe ser considerado como el cronista gráfico de la España de Isabel II. El segundo fue autor de casi un millar de vistas de España.
El desarrollo económico estuvo acompañado por un importante desarrollo cultural: se fundaron nuevas escuelas de primeras letras, institutos de segunda enseñanza (1847) y escuelas especiales (1855). En 1857, se promulgó la primera Ley de Instrucción Pública, obra del ministro Claudio Moyano, y se fundó la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Dos importantes organismos culturales se beneficiaron especialmente de este desarrollo: el Museo del Prado y la Biblioteca Nacional. El primero, recibió un gran impulso al donar Isabel II a la Nación, por Ley de 12 de mayo de 1865, sus colecciones privadas, que constituyen el repertorio de obras más importantes que hoy posee el Museo. La Biblioteca Real, durante la minoría de Isabel II, en el año 1836, dejó de ser propiedad de la Corona y pasó a depender del Ministerio de la Gobernación, recibiendo entonces el nombre de Biblioteca Nacional. En el reinado personal de Isabel II, ingresaron, por compra, donativo o incautación, la mayoría de los libros más antiguos que posee actualmente la Biblioteca. El 21 de abril de 1866, la Reina colocó la primera piedra del edificio, en el que hoy se encuentra albergada la Biblioteca Nacional, construido por el arquitecto Francisco Jareño.
Dada la afición de Isabel II por el bel canto, heredada de su madre María Cristina, durante su reinado se produjeron en Madrid dos hechos básicos para la vida musical española: la inauguración del Teatro Real, el 19 de noviembre de 1850, con la representación de la ópera La favorita de Donizetti, y el renacimiento de la zarzuela, género en el que triunfaron Barbieri, Hernando, Gaztambide y Arrieta.
La reina Isabel II tuvo los siguientes hijos: Luis, el primogénito, nació el 20 de mayo de 1849, muriendo a las pocas horas de nacer. Fernando, nacido el 12 de julio de 1850 y también muerto a las pocas horas de nacer. Isabel Francisca de Asís, nacida el 20 de diciembre de 1851, que fue princesa de Asturias, dos veces. La primera, desde su nacimiento hasta el de su hermano Alfonso, futuro Alfonso XII; la segunda, cuando éste subió al trono, mientras estuvo soltero y hasta que se casó y tuvo su primera hija. La infanta Isabel fue muy popular en Madrid, donde era llamada cariñosamente la Chata. Se casó a los diecisiete años, el 13 de mayo de 1868, con el príncipe Cayetano de Borbón, conde de Girgenti. Este matrimonio sólo duró tres años, pues, a causa de su enfermedad, la epilepsia, y en un rapto de locura, el conde de Girgenti se suicidó en Lucerna, el 26 de noviembre de 1871. A pesar de haber enviudado muy joven, la infanta Isabel no se volvió a casar y fue un gran apoyo para su hermano Alfonso XII durante la Restauración y para su sobrino Alfonso XIII. Murió en París en 1931, a los ochenta años. María Cristina, nacida el 5 de enero de 1854 y muerta a los tres días de nacer. Alfonso, nacido el 28 de noviembre de 1857, proclamado rey con el nombre de Alfonso XII, el 29 de diciembre de 1874 con el Pronunciamiento de Sagunto.
María de la Concepción, nacida el 26 de diciembre de 1859, que solamente vivió un año y siete meses, pues falleció el 21 de octubre de 1861. María del Pilar, nacida el 4 de junio de 1861 y fallecida casi de repente poco después de haber cumplido los dieciocho años, el 5 de agosto de 1879, cuando se encontraba en el balneario de Escoriaza (Guipúzcoa). María de la Paz, nacida el 23 de junio de 1862. Se casó en Madrid, en 1883, con su primo hermano el príncipe Luis Fernando de Baviera y Borbón; murió a los ochenta y cuatro años en Baviera, el 4 de diciembre de 1946. Eulalia, nacida el 12 de febrero de 1864. A los veintidós años, contrajo matrimonio el 5 de marzo de 1886, con su primo hermano el príncipe Antonio de Orleans y Borbón, hijo de los duques de Montpensier. Murió en Irún (Guipúzcoa), el 8 de marzo de 1958, a los noventa y cuatro años. Francisco de Asís Leopoldo, nacido el 24 de enero de 1866, que murió antes de haber cumplido el mes, el 14 de febrero de 1866. Además, la Reina tuvo dos abortos, uno el 24 de noviembre de 1855 y el otro el 21 de junio de 1856. De estos diez hijos, tan sólo sobrevivieron cinco: Isabel, Alfonso, Pilar, Paz y Eulalia.
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Isabel II como judith hebert |
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