Cuando a fines de junio del año 1201, probablemente el día 24, festividad de san Juan, nacía el que iba a ser Fernando III de Castilla y de León en el camino de Salamanca a Zamora, en el monte al que luego se trasladaría el monasterio bernardo de Valparaíso, Castilla y León eran desde hacía cuarenta y cuatro años dos reinos distintos, separados y frecuentemente enfrentados. Fernando era hijo del rey Alfonso IX de León y de la castellana doña Berenguela, hija primogénita de Alfonso VIII de Castilla. Aunque procedente de doble estirpe regia, Fernando no nacía como heredero de ninguno de los dos tronos: en León le precedía un hermanastro suyo, nacido hacia 1194 y llamado igualmente Fernando, hijo del Rey leonés y de doña Teresa de Portugal, que ya había sido jurado como heredero del Trono de León; en Castilla el heredero era igualmente otro Fernando nacido en 1189, hijo de Alfonso VIII y hermano de doña Berenguela, la madre del Fernando nacido en 1201.
El matrimonio de sus padres no pudo mantenerse, pues había sido contraído sin la necesaria dispensa papal del impedimento de consanguinidad, pues el padre de doña Berenguela, Alfonso VIII de Castilla, era primo carnal de Alfonso IX de León. Ante los requerimientos de Inocencio III a los cónyuges para que se separaran, éstos rompieron su convivencia, tras seis años y medio de vida matrimonial (1197-1204) en los que nacieron cinco hijos, dos de ellos varones: el futuro Fernando III y su hermano Alfonso de Molina. Rota la convivencia de los padres cuando Fernando no había cumplido aún los tres años, la educación infantil de éste corrió a cargo de su madre doña Berenguela que había regresado a Burgos con su prole; más tarde la formación y la vida del pequeño infante se repartieron entre Burgos, donde era conocido como el leonés, para distinguirlo de su tío Fernando, heredero del Trono castellano y doce años mayor, y en León al lado de su padre, donde era llamado el castellano para diferenciarlo de su hermano mayor, también homónimo y heredero de la Corona de León. Además en Burgos, había nacido ya a Alfonso VIII, el 14 de abril de 1204, otro hijo varón, Enrique, que igualmente precedía a doña Berenguela y a su hijo Fernando en el orden sucesorio.
Mas la muerte imprevista el 14 de octubre de 1211 de Fernando, el hijo y heredero de Alfonso VIII, a los veintidós años de edad, acercó al pequeño Fernando al Trono castellano, del que sólo lo separaba su tío el infante Enrique. En agosto de 1214 otra muerte igualmente impredecible, la de Fernando, el hijo de Alfonso IX, cuando rondaba los veinte años de edad, aproximaba también al futuro Fernando III al Trono de León.
El 6 de octubre de 1214 fallecía el rey de Castilla Alfonso VIII, el vencedor de las Navas de Tolosa, y lo sucedía en el Trono su hijo Enrique, un menor de diez años y medio de edad; veintiséis días más tarde fallecía la reina doña Leonor, por lo que recayó la tutoría y la regencia en doña Berenguela, pero al cabo de algunos meses las intrigas de los tres hermanos Lara forzaron la renuncia de la madre de Fernando y se hizo cargo de ambos oficios Álvaro Núñez de Lara. Las tensiones entre los hermanos Lara y los magnates que apoyaban a doña Berenguela se trocaron en choque armado y mientras aquéllos cercaban a doña Berenguela en Autillo (Palencia), en el palacio episcopal de Palencia un accidente de juego causaba graves heridas al rey Enrique I, a resultas de la cuales falleció el 6 de junio de 1217, cuando acababa de cumplir los trece años. En ese momento el futuro Fernando III se encontraba en Toro junto a su padre; doña Berenguela envió mensajeros para reclamar la presencia de su hijo, sin declarar nada de lo sucedido; Alfonso IX autorizó la partida del infante, que fue a reunirse con su madre.
Los Lara levantaron el asedio de Autillo, marcharon a Palencia y con el cadáver del rey Enrique abandonaron la ciudad, seguidos a corta distancia por doña Berenguela y los suyos. Los intentos de llegar a un acuerdo entre ambos bandos fracasaron, pues los Lara exigían que les fuera entregado el infante don Fernando, que estaba por esos días a punto de cumplir los dieciséis años, y quedara sometido a su tutela.
Doña Berenguela se estableció con su hijo en Valladolid, desde donde trataba de ganarse el apoyo de los concejos de la Extremadura castellana. Dichos concejos estaban reunidos en Segovia, deliberando para mantener una cierta unidad entre ellos, cuando, invitados por doña Berenguela, accedieron a trasladarse a Valladolid. El 2 o el 3 de julio los concejos congregados en el campo del mercado rogaron a doña Berenguela que acudiese ante ellos con sus hijos; allí tras reconocerla como reina y señora de Castilla, le rogaron que hiciese entrega del reino a su hijo mayor, al infante don Fernando, a lo que accedió en el acto la Reina, siendo así aclamado por todos Fernando III como rey de Castilla.
La primera tarea que tuvo ante sí el joven Monarca fue la pacificación del reino, superando la rebeldía de los Lara y logrando que su padre Alfonso IX, que había penetrado en el reino castellano como aspirante también a esta Corona, se retirara pacíficamente y depusiera sus aspiraciones; ambos objetivos eran alcanzados en el transcurso de los años 1217 y 1218. Al año siguiente, el 30 de noviembre de 1219, tuvo lugar en Las Huelgas Reales de Burgos el matrimonio de Fernando III con la princesa alemana doña Beatriz de Suabia, hija de Felipe de Suabia, emperador electo de Alemania en 1198 y que falleció en 1208, sobrina del emperador Enrique VI (1190-1197) y nieta de Federico I Barbarroja. Por parte de su madre, la bizantina Irene, era también nieta del emperador de Oriente Isaac de Ángel (1185-1204) y de su esposa Margarita, hija del rey Bela de Hungría. Con la elección de esta princesa extranjera quiso sin duda doña Berenguela evitar a su hijo la triste experiencia de una anulación matrimonial, ya que estaba unido por lazos de sangre a todas las casas reinantes en España.
Los primeros años del reinado de Fernando III transcurrieron en paz, pues desde 1214 se venían renovando las treguas firmadas por Alfonso VIII poco después de la batalla de Las Navas con los almohades, treguas que continuaron observándose durante el reinado de Enrique I (1214-1217) y los cuatro primeros años del de Fernando III, esto es, hasta 1221. En este año las treguas se renovaron hacia el mes de octubre por tres años más, por lo tanto, hasta 1224. Las treguas fueron escrupulosamente observadas por ambas partes, a pesar del clima de cruzada creado en Europa por el concilio de Letrán de 1215 y promovido por el papa Inocencio III.
Al finalizar el mes de septiembre de 1224 expiraban las treguas suscritas entre Castilla y el Califa almohade; había que tomar una decisión que significaba la paz o la guerra, y en la toma de esta decisión quiso Fernando III que participara primero su curia ordinaria, reunida en el castillo de Muñó (Burgos) el domingo de Pentecostés, 2 de junio de 1224, y luego una curia extraordinaria de todos los magnates y prelados del reino convocada en Carrión de los Condes a principios del siguiente mes de julio. En ambas asambleas la decisión fue la misma: no renovar por más tiempo las treguas, que venían durando ya diez años completos.
Así se cerraban los siete primeros años de reinado de Fernando III, caracterizados por la pacificación y recuperación interior, por el sometimiento de los magnates y por el robustecimiento de la autoridad regia, todo ello destinado a la creación de un reino próspero, fuerte y unido a las órdenes del Monarca. Ahora se abría otra época de su reinado de veintiocho años de duración, que sólo acabó con su muerte, durante los cuales, sin pausa ni desmayo y con el apoyo incondicional y entusiasta de su pueblo, Fernando III se consagró a extender sus fronteras a costa del enemigo musulmán hasta acabar con el poder islámico, expulsándolo hacia África o sometiendo a vasallaje al último reino mahometano que quedaba en España, el de Granada.
Las circunstancias no podían ser más propicias para el inicio de las operaciones militares. El 6 de enero de 1224 había muerto el califa almohade al-Mustanşir (Yūsuf II); la desaparición del Emir había dado lugar a luchas intestinas en al-Andalus, destacando entre los rebeldes el llamado al-BayasÌ, esto es, el Baezano, que, asediado en su ciudad de Baeza por el gobernador de Sevilla, no dudó en reclamar la ayuda del Rey cristiano. Respondiendo a esta llamada, el 30 de septiembre de 1224 salía de Toledo Fernando III y, unidas sus fuerzas a las del Baezano causaron grave quebranto a los enemigos, ya que conquistaron Quesada y no menos de otros seis castillos, que fueron entregados al aliado musulmán.
Esta alianza permitió repetir la entrada en al-Andalus al año siguiente, 1225, cuando los cristianos recorriendo las comarcas de Jaén, Andújar, Martos, Alcaudete, Priego, Loja, Alhama de Granada y Granada y colocaron ya guarniciones permanentes en las fortalezas de Andújar y Martos, la primera custodiando la entrada en Andalucía por Puertollano o río Jándula, la segunda como una flecha clavada en el interior de la Andalucía islámica. La alianza con el Baezano se demostraba muy fructífera, sobre todo cuando éste, en el año 1226, logró apoderarse de Córdoba y, reconociéndose fiel vasallo del Monarca castellano, le ofreció los castillos de Salvatierra, Borjalamel y Capilla. Pero la guarnición de Capilla no obedeció las órdenes del Baezano y no entregó la fortaleza a Fernando III, por lo que a principios del verano de 1227 éste se puso en campaña para someter el castillo rebelde; estaba sitiando Capilla cuando recibió la noticia de que los cordobeses habían asesinado al Baezano, por lo que, tras rendir Capilla, pasó a Andalucía a asegurar la posesión de Baeza, Andújar y Martos. Este año y el siguiente se aceleró la desintegración del imperio almohade en la Península, dividiéndose en varios principados o reinos taifas, lo que facilitaría la conquista de al-Andalus por Fernando III.
En el año 1228 tampoco faltó la campaña anual de quebranto y castigo del enemigo musulmán dirigida, como todas las demás, personalmente por Fernando III; al llegar a Andújar, donde se encontraba como jefe militar de todas las fuerzas de la frontera Álvar Pérez de Castro, recibió del gobernador almohade de Sevilla la oferta de 300.000 maravedís de oro, a cambio de que respetara sus tierras por un año; habiendo aceptado la oferta, Fernando III pudo talar impunemente las tierras de Jaén, que obedecían a Ibn Hūd. Al año siguiente, 1229, de nuevo el gobernador de Sevilla compró otra tregua de un año por otros 300.000 maravedís; también Ibn Hūd, imitando al sevillano, pagó otra tregua con la entrega de tres fortalezas: Saviote, Garcíez y Jódar, que vinieron a aumentar la base castellana para futuras operaciones al sur del puerto Muradal. Desde esta base, en el año 1230, intentó Fernando III apoderarse de la ciudad de Jaén, a lo que puso cerco hacia el 24 de junio, pero ante la tenaz resistencia de la plaza, que aguantó más de tres meses de duro asedio, el Rey cristiano cejó en el empeño e inició el regreso hacia Castilla.
En el camino de retorno, al pasar por Guadalerza (Toledo), le llegó un mensajero de doña Berenguela que le anunciaba la muerte de Alfonso IX en Villanueva de Sarria el 24 de septiembre de 1230. Ante Fernando III se abría la posibilidad de acceder también al Trono leonés. Su madre salió a recibirlo a Orgaz y juntos siguieron hasta Toledo, donde madre e hijo deliberaron sobre la línea de conducta que convenía seguir. Aunque tenía a su favor la varonía, ante las reticencias de su padre y el no reconocimiento por parte de éste de su derecho a sucederlo una vez que contra los deseos paternos había alcanzado el trono castellano, don Fernando se había procurado una bula del papa Honorio III, de 10 de julio de 1218, que le declaraba legítimo heredero del Trono leonés. A su vez Alfonso IX, ignorando los derechos de su hijo, venía, desde 1218, reconociendo en reiterados documentos y actos públicos, como sucesoras suyas, a las infantas doña Sancha y doña Dulce, hijas de su primera mujer, Teresa de Portugal. El conflicto estaba servido.
Por Ávila, Medina del Campo y Tordesillas, Fernando III se dirigió hacia el reino de León en el que entró por San Cebrián de Mazote y Villalar (Valladolid), donde fue acogido como Rey; reclamado por la ciudad de Toro fue en esta ciudad y su castillo reconocido también como Rey, lo mismo hicieron Villalpando, Mayorga y Mansilla a su llegada. En esta última villa tuvo noticias de que los obispos de Oviedo, Astorga, León, Lugo, Salamanca, Mondoñedo, Ciudad Rodrigo y Coria con sus ciudades se habían declarado por él, mientras que León se hallaba dividido en banderías; tras una espera en Mansilla, también en León triunfaban sus partidarios. Fernando III hacía su entrada en la ciudad regia, donde fue proclamado Rey, probablemente el 7 de noviembre de 1230. De este modo volvían a reunirse bajo un único Monarca los dos reinos separados setenta y tres años atrás.
Por esos días llegaban a León mensajeros de la reina doña Teresa que, con el apoyo de Zamora, había avanzado hasta Villalobos, dieciocho kilómetros al sureste de Benavente, trayendo proposiciones de paz. Doña Berenguela y doña Teresa, ésta con sus dos hijas, se reunieron en Valencia de Don Juan el 11 de diciembre de 1230. El acuerdo logrado por ambas Reinas consistió en la renuncia de las dos infantas a sus derechos a cambio de una pensión vitalicia de 30.000 maravedís anuales. Fernando de Castilla se convertía también en rey indiscutido de León. Tras el acuerdo de Valencia de Don Juan, dedicó lo que restaba de 1230, y los dos años siguientes a visitar la Extremadura leonesa, las tierras centrales de su reino en la Meseta y Galicia, para conocer a sus nuevos súbditos y ser conocido por ellos.
Esta ausencia del Rey, ocupado en los asuntos leoneses, no impidió que en el año 1231 dos ejércitos castellanos penetraran en territorio musulmán; el primero, movilizado y dirigido por el arzobispo de Toledo, atacó y conquistó Quesada; el segundo, a las órdenes de Álvar Pérez de Castro, llevando consigo al infante heredero, el futuro Alfonso X, entonces de nueve años de edad, llegó en sus incursiones hasta Vejer (Cádiz). Sorprendido junto a los muros de Jerez de la Frontera por un ejército islámico muy superior en número, en una serie de ataques suicidas logró dispersarlo y aniquilarlo causando una mortandad tremenda y obteniendo un botín cuantioso. Ésta fue la última batalla campal reñida con el islam durante el reinado de Fernando III; a partir de entonces sólo se tratará de asedios de ciudades y escaramuzas durante los mismos, sin que los musulmanes osaran presentar en todo el resto del reinado fernandino una batalla en campo abierto.
La derrota de Jerez precipitó todavía más la descomposición y desunión en el territorio musulmán; en el año 1232 se proclamó independiente el gobernador de Arjona (Jaén) MuÊammad b. Naşr al-AÊmar (MuÊammad I), fundador de la dinastía nazarí que perduró en Granada durante más de doscientos cincuenta años. En ese mismo período en el sector leonés, los freires de Santiago y la hueste del obispo de Plasencia conquistaron Trujillo.
Unidas ya las fuerzas de Castilla y de León, en el año 1233 el rey Fernando reanudó las operaciones militares con la conquista de Úbeda, que se rindió en el mes de julio; al mismo tiempo el rey Jaime I iniciaba sus profundas incursiones en el Reino de Valencia.
En 1234, el rey Fernando estuvo ausente de la primera línea, porque tuvo que ocuparse de las graves discordias surgidas entre la Monarquía y algunos nobles, como Lope Díaz de Haro y Álvar Pérez de Castro; esto no impidió que los caballeros de la órdenes militares conquistaran en ese verano Medellín, Santa Cruz y Alange y que toda la comarca de Hornachos se entregara a los caballeros de la Orden de Santiago.
En 1235, resueltas las discordias nobiliarias, pudo Fernando III continuar sus campañas por Andalucía con la conquista de Iznatoraf y Santisteban; pero en ese mismo año tuvo que sufrir la pérdida de su esposa doña Beatriz, muerta en Toro el 5 de noviembre de 1235, después de dieciséis años de matrimonio bendecido con diez hijos, de los que sobrevivían ocho. Al año siguiente, 1236, se inician las grandes conquistas de Fernando III en la cuenca del Guadalquivir con las fuerzas unidas de Castilla y de León, a las que sólo pondrá fin en el año 1248 la toma de Sevilla.
En un audaz golpe de mano, un grupo de soldados de la frontera se apoderaba en la noche del 24 de diciembre de 1235 de algunas torres y de una puerta de la muralla cordobesa, que abrieron a un destacamento cristiano que se apoderó del barrio conocido como La Ajarquía y se hizo fuerte en él. Tan pronto como le llegó la noticia de lo sucedido, Fernando III marchó lo más aprisa que pudo hacia Córdoba, al mismo tiempo que ordenaba la movilización de los concejos castellanos y leoneses más próximos; los socorros llegaron puntuales para mantener y reforzar las posiciones ya obtenidas e iniciar el asedio de la ciudad, que tuvo que rendirse el 29 de junio de 1236. En los años siguientes toda la campiña cordobesa fue entregándose a Fernando III mediante capitulaciones que permitían por primera vez la continuidad de los musulmanes en sus hogares; no así en la sierra cordobesa, que tuvo que ser conquistada militarmente, y en la que no se toleró la presencia islámica.
Al mismo tiempo los concejos de Cuenca, Moya y Alarcón aprovechaban el derrumbamiento del reino islámico de Valencia, que se entregaba a Jaime I, para ganar para su Rey y para Castilla las villas de Utiel y Requena. En el sector de Extremadura continuaron los avances de las órdenes militares: la de Santiago ganaba y repoblaba Almendralejo y Fuentes del Maestre, mientras los caballeros de Alcántara, desde Magacela, ocupaban Benquerencia y Zalamea; en el sector de Murcia los mismos santiaguistas se instalaban en el campo de Montiel y en la sierra de Segura.
En marzo del 1243, Fernando III, enfermo en Burgos, confiaba el mando del ejército, que como otros años se disponía a partir de Toledo hacia Andalucía, a su hijo Alfonso; todavía en Toledo el infante, llegaron mensajeros del Rey de Murcia que ofrecía un pacto de vasallaje por el que sometía su reino al Monarca de Castilla y León. El futuro Alfonso X, sin vacilar un instante, aceptó la oferta y, modificando el destino de la expedición, marchó hacia las tierras de Murcia; en Alcaraz, a principios de abril, se suscribió el pacto por el que el rey de Murcia con los arráeces de Alicante, Elche, Orihuela, Alhama, Aledo, Ricote, Cieza y Crevillente se sometían a la soberanía y autoridad del rey cristiano permaneciendo ellos en sus hogares, practicando su religión y trabajando sus heredades. En cumplimiento del pacto, el ejército de don Alfonso fue ocupando pacíficamente las villas y castillos del reino; Lorca, Cartagena y Mula que se negaron a entrar en el convenio, tuvieron que ser sometidas por la fuerza. La pacificación del Reino de Murcia ocupó también los años 1244 y 1245; y al rozar con las fuerzas de Jaime I, que estaban completando la ocupación de Valencia hubo precisión de fijar la frontera entre Castilla y Valencia, lo que se hizo el 26 de marzo de 1244 por el tratado de Almizra.
En 1244 Fernando III duplicaba el esfuerzo de sus fuerzas bélicas; mientras una hueste operaba en tierras murcianas, otra penetraba en el reino granadino, conquistaba Arjona, Menjíbar y Pegalajar y asolaba su territorio; estas razias pretendían debilitar al reino musulmán de Granada para asestar el gran golpe contra Jaén al año siguiente. En efecto, los campos de Jaén y de las ciudades de su contorno fueron arrasados a partir de julio de 1245, para formalizar el asedio de la urbe jienense a finales de septiembre de 1245. Era el tercer sitio que sufría la ciudad. Los anteriores, de 1225 y 1230, habían fracasado; pero éste, llegado enero de 1246, proseguía con todo ahínco, por lo que el rey de Granada MuÊammad b. Naşr al-AÊmar consideró perdida la ciudad de Jaén y, deseando salvar una parte de su reino, se presentó directamente ante el rey Fernando y, entregándose a su merced, le besó la mano declarándose su vasallo para que dispusiese de él y de su tierra, cediéndole además al instante la ciudad de Jaén.
El pacto de vasallaje obligaba no sólo a MuÊammad b. Naşr y a Fernando III, se extendía también a sus sucesores en Granada y Castilla; el Rey musulmán serviría fielmente a Fernando III en tiempo de paz, acudiendo cada año a su Corte, y en tiempo de guerra engrosaría su hueste contra cualquier enemigo del Rey castellano-leonés. El de Granada conservaría en pleno señorío todo su reino, excepto la ciudad de Jaén, bajo la protección del Monarca cristiano, al que debía abonar cada año la suma de 150.000 maravedís. La ciudad de Jaén sería entregada en el acto a Fernando III y sus habitantes debían abandonarla perdiendo casas y heredades. Establecidas estas capitulaciones, el monarca cristiano hizo su solemne entrada en Jaén comenzado ya el mes de marzo de 1246. Pocos meses después, el 8 de noviembre, sufrió don Fernando la pérdida de su madre, la reina doña Berenguela, que durante todo su reinado había sido su más íntima consejera e inspiradora, y en cuyas manos dejaba el gobierno del reino durante las largas temporadas que él pasaba en Andalucía, consagrado a las operaciones militares.
Desde el año 1224, Fernando III venía acrecentando las fronteras de su reino, pero le faltaba todavía la joya de al-Andalus: la ciudad de Sevilla. Después de la conquista de Jaén en el mes de marzo no demoró mucho el dirigir sus armas contra la capital de al-Andalus, y ya en el mes de octubre de 1246 aparecía con una reducida hueste de trescientos caballeros e iniciaba la tala de los campos de Carmona; allí se presentó sin tardanza, como fiel vasallo, el Rey de Granada con quinientos caballeros. Desde Carmona, ambos Reyes se dirigieron contra Alcalá de Guadaira, que se entregó a Fernando III, actuando de intermediario el Rey de Granada.
Con el invierno no interrumpió don Fernando las hostilidades contra Sevilla, pero comprendió que un verdadero asedio de la ciudad no era posible sin contar con una flota que bloquease también las comunicaciones por el río; en consecuencia, hizo acudir a Jaén, adonde se había retirado, al burgalés Ramón Bonifaz, al que ordenó preparar en el Cantábrico la flota mayor y mejor pertrechada que pudiese, de naves y galeras. Del mismo modo ordenó una movilización de las mesnadas nobiliarias y de las milicias concejiles para el siguiente verano de 1247.
Mientras llegaba la flota, puso Fernando III sitió a Carmona, que optó por capitular ante el Rey cristiano y lo mismo hicieron Reina y Constantina. Lora del Río se rindió sin resistencia, Cantillana fue tomada por asalto, mientras Guillena se entregaba sin hacer frente; también sucumbían Gerena y Alcalá del Río. Antes de que llegara la flota ya dominaba Fernando III todo el norte y el este de Sevilla. Por fin, en la primera quincena de julio de 1247, aparecía por el Guadalquivir la esperada flota de Ramón Bonifaz, integrada por trece galeras.
Con la llegada de las naves a Sevilla se inició una dura guerra de desgaste, de hostigamiento y destrucción de cosechas, de ataques a cualquier avituallamiento y asaltos a los arrabales, guerra que se iba a prolongar durante todo el invierno y que se trocó en un duro y ceñido asedio al fin de marzo del 1248, cuando apareció ante la ciudad el heredero de la Corona, el infante don Alfonso, con grandes contingentes de castellanos, leoneses y gallegos. Sevilla ya no tenía reservas, Castilla y León podían movilizar más y más hombres y armas. El dogal que apretaba a Sevilla era cada día más recio: en el mes de mayo ya no quedaba otra vía a los musulmanes, para recibir auxilio, que el puente de Triana. Contra este puente y las gruesas cadenas de hierro que enlazaban las barcas que lo formaban, lanzó el 3 de mayo de 1248 Ramón Bonifaz sus dos naves más pesadas; el puente cedió y Sevilla quedó aislada de Triana, cuyo castillo se rindió seguidamente. La pérdida de Triana hizo que los sitiados ofrecieran capitular, conservando la mitad de la ciudad, lo que fue rechazado; otra segunda propuesta, ahora ya de dos tercios de la ciudad, fue asimismo declinada por la firme decisión de Fernando III de tener para sí Sevilla entera libre de musulmanes. Éstos finalmente tuvieron que capitular el 23 de noviembre de 1248, entregando la ciudad entera y disponiendo de un mes para partir hacia África o hacia el Reino de Granada.
El 22 de diciembre de 1248 hacía Fernando III su solemne entrada en Sevilla. En los meses siguientes se fueron entregando y sometiendo al castellano-leonés, mediante pactos y capitulaciones, todas las ciudades de la ribera meridional del Guadalquivir. Con la conquista de Sevilla se puede decir que la Reconquista había finalizado, pues en ese momento ya sólo quedaba a los musulmanes el Reino de Granada, como vasallo del Monarca cristiano.
En Sevilla se asentó Fernando III los tres años y medio últimos de su vida; sólo se ausentó para un corto viaje a Jaén, de dos meses de duración, pasando por Córdoba, en febrero y marzo de 1251. En Sevilla le alcanzó la muerte el 30 de mayo de 1252, cuando estaba abrigando proyectos de continuar sus conquistas por el norte de África; a sus exequias y sepultura en la antigua mezquita, convertida en catedral, asistió el Rey de Granada.
A partir de 1224 y hasta el fin de sus días, Fernando III concentró todos sus esfuerzos en engrandecer las fronteras de su reino y en ultimar la recuperación de todo el territorio peninsular. Había recibido de su madre un reino, el de Castilla, de unos 150.000 km2; heredó de su padre otro reino, el de León, con otros 100.000 km2; había conquistado el territorio de un tercer reino de unos 100.000 km2 más ricos y feraces. No sólo se había ocupado de conquistas, tuvo también que entregarse a la repoblación cristiana de ese tercer reino que había ganado, efectuando llamamientos a castellanos, leoneses y gallegos para que acudieran a poblar las ciudades y los campos de Andalucía, ofreciendo y realizando entre ellos los repartimientos de casas y heredades.
Con su primera esposa, Beatriz de Suabia, Reina de 1219 a 1235, tuvo diez hijos, siete de ellos varones: Alfonso, Fadrique, Fernando, Enrique, Felipe, Sancho y Manuel, y tres hembras, dos de éstas muertas en edad infantil; la tercera, Berenguela, ingresó en Las Huelgas Reales de Burgos, donde fue designada como “señora de la casa”. Contrajo Fernando segundas nupcias en noviembre de 1237 con Juana de Ponthieu, con la que tuvo otros cinco hijos: Fernando, Leonor, Luis, Simón y Juan, pero los dos últimos murieron en su tierna infancia.
La profunda religiosidad de don Fernando a lo largo de toda su vida, no desmentida en ningún momento, así como la memoria de su vida limpia, fueron creando en torno a su persona una fama de virtudes y santidad. El proceso de beatificación se puso en marcha en 1628, duró veintisiete años, y el 29 de mayo de 1655 fue aprobado el culto como beato, limitado a Sevilla y a la capilla de los Reyes. El 7 de febrero de 1671, el papa Clemente X extendía su culto a todos los dominios de los reyes de España y finalmente, el mismo Pontífice, lo canonizaba el 6 de septiembre de 1672.
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