—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

sábado, 18 de febrero de 2017

371.-El 1° Juzgado de Letras de Los Andes 190 años de historia. a



190 años de historia de JUZGADO DE LETRAS DE  LOS ANDES. 


 
Ramón Freire

En una emotiva ceremonia, que congregó a representantes de los diversos estamentos de la comunidad, el Primer Juzgado de Letras de Los Andes conmemoró, el viernes recién pasado, los 190 años desde que fuera creado por decreto supremo que lleva la firma de, por aquel aquel entonces, Director Supremo Ramón Freire, y del ministro de Gobierno don  Francisco Antonio Pinto, siendo inaugurado el 12 de agosto de 1824.


Edificios 


En la ceremonia, el magistrado titular del Juzgado de Letras andino, Claudio Martínez, repasó el contexto histórico de la creación del tribunal y el rol  que ha jugado en el desarrollo de la comuna de Los Andes. Asimismo, recordó que "por sus dependencias han pasado ilustres jueces (incluyendo algunos actuales ministros de la Corte Suprema) y funcionarios, sin los cuales no podríamos llegar a estar cumpliendo este aniversario. Especial reconocimiento, hago en los integrantes actuales de este tribunal y las funciones que diariamente se cumplen en beneficio y servicios de la comunidad andina", dijo.
En este mismo sentido, se pronunció la gobernadora provincial, María Victoria Rodríguez, quien sostuvo que el Primer Juzgado de Letras ha contribuido, "desde el ámbito de la justicia, al desarrollo local, a la creación de espacios de diálogo, la mediación y la búsqueda de soluciones a distintos problemas de la comunidad. Estamos orgullosos y agradecidos por el trabajo de todos quienes han pasado por este tribunal", afirmó.
 Francisco Antonio Pinto

En tanto, el alcalde de Los Andes, Mauricio Navarro, aseguró que el aniversario "es un hito para nuestra ciudad, pues estamos frente a uno de los primeros tribunales que se crean en el país con posterioridad a los conformados en Santiago. Los Andes celebró este año 223 años de existencia, de los actuales 190 han sido compartidos con este tribunal que ha respondido a enormes desafíos en el curso de su historia", concluyó el edil.

La jurisdicción de Los Andes tiene dos juzgados de letras, un juzgado de Familia, y uno de Garantía. Un  Tribunal de juicio oral de lo penal de Los Andes. 

Primer juzgado de letras de Los Andes


LOS ANDES (12/08/2014).- Con una ceremonia que se llevó a efecto en el frontis del tribunal en avenida Carlos Díaz Nº 46, el Primer Juzgado de Letras de Los Andes celebró el 190º aniversario desde su creación, ocurrida el 9 de agosto de 1824.

Este tribunal es uno de los más antiguos del país, después de Santiago y Talca, y el más antiguo de la Región de Valparaíso, comenzando a funcionar cuando la Villa Santa Rosa de Los Andes tenía 33 años de fundación.
En sus inicios, a cargo del Primer Juzgado de Letras se encontraba una autoridad de la época que tenía la facultad de impartir justicia en la zona, al no haber abogados ni jueces. 
Por esos años los delitos más recurrentes eran el robo de animales y el contrabando de mercancías, por lo que a los autores se les condenaba a la horca.
Tribunal Oral de lo Penal de Los Andes y Juzgado de Garantía.  

La actividad de celebración fue encabezada por la gobernadora provincial María Victoria Rodríguez, el alcalde Mauricio Navarro y el juez titular Claudio Martínez Milet. Participaron también representantes de Carabineros, la Policía de Investigaciones y Gendarmería, jueces de los tribunales Oral en lo Penal, de Familia y de Policía Local, representantes de la Corporación de Asistencia Judicial, del Conservador de Bienes Raíces, abogados, notarios, funcionarios e invitados.

Nos hemos detenido a reflexionar sobre las cosas que han pasado en estos 190 años, de los cambios que hemos tenido en el país, Poder Judicial y especialmente en la administración de justicia, igualmente en los que van a venir. Por eso, siempre para hacer un buen camino en el futuro es importante mirar al pasado, para evitar cometer los mismos errores y aprender de las lecciones”, expresó el magistrado Martínez.

Durante el acto también hizo uso de la palabra oficial tercero del juzgado y presidenta de la Asociación de Empleados del Poder Judicial subregional Aconcagua, Regina Veas, haciendo referencia a la trayectoria del tribunal.

Por su parte, al referirse a este aniversario, la gobernadora María Victoria Rodríguez dijo que “el Primer Juzgado de Letras de Los Andes es parte de la historia de nuestra ciudad. Son 190 años de labor, pero también de apoyo, generación de diálogo y búsqueda de la justicia para los ciudadanos, por lo tanto valoro el trabajo de los jueces y funcionarios, y en donde con el paso de los años algunos de los magistrados han llegado a ser jueces de la Corte Suprema y ministros del Poder Judicial”.

Alumnos del Liceo Particular Mixto participaron con la banda instrumental y un grupo ofreció un esquinazo folclórico.



  Ciudad de Andes.






Los Andes es una ciudad y comuna chilena ubicada en la Región de Valparaíso, en la zona central de Chile. La comuna es capital de la provincia homónima y fue fundada como Santa Rosa de Los Andes el 31 de julio de 1791. Tiene una superficie de 1248,3 km² y una población de 66.708 habitantes según los datos entregados por el censo de 2017.




La Provincia de Los Andes es una provincia ubicada en la zona central de Chile. Está ubicada en el sector este de la Región de Valparaíso y cuenta con una superficie de 3054 km².​ Posee una población de 110.602 habitantes y su capital provincial es la ciudad de Los Andes.  
La provincia está constituida por 4 comunas:
Los Andes
San Esteban
Calle Larga
Rinconada.

Historia

Hacia el siglo XV, los incas se establecieron sobre la ribera del valle del Río Aconcagua, sometiendo a los nativos del lugar (picunches de la cultura Aconcagua), y comenzaron a establecer asentamientos en el sector, favorecido por el buen clima, la vegetación, la geografía y la cercanía con la cordillera. El principal de estos asentamientos fue denominado de distintas maneras hasta que finalmente recibió el nombre de Aconcagua.
El 3 de julio de 1535, el adelantado don Diego de Almagro salió del Cuzco en busca de riquezas, especialmente oro, que a decir de los incas era abundante en las regiones del sur del imperio (lo que hoy es el norte y zona central de Chile). Para ello emprendió un sacrificado viaje a través de la cordillera, con muchas dificultades y costo de vidas humanas. 
En su travesía, los conquistadores sometieron por la fuerza a los nativos, con violencia. Llegado a la zona de Aconcagua, Diego de Almagro se da cuenta de que no había tales riquezas que se hablaban en Perú, por lo que decide regresar, y en sus escritos da el nombre de Chile a esta zona, pues así lo habrían llamado los incas. Más tarde, en 1539, salió del Cuzco don Pedro de Valdivia, con la intención de dominar estas tierras para la corona española. Sin embargo, encontró una tenaz resistencia de los indígenas, comandados por el cacique Michimalonco, amo y señor de estas tierras, muy temido entre los mismos indígenas. 
No obstante, en una emboscada que este intentó tender a los españoles, resultó prisionero, por lo que para obtener su libertad, facilitó 1200 de sus hombres para proporcionarle a Valdivia la información acerca de los yacimientos de oro de Marga Marga. Cuando Pedro de Valdivia viajó a Santiago a controlar una sublevación, Michimalonco y sus hombres asaltaron un astillero en Concón, y con ello prepararon una sublevación que arrasó Santiago el 11 de septiembre de 1541.
En esta zona se desarrollaba una fértil agricultura, que servía a los expedicionarios que cruzaban la cordillera para abastecerse de animales y vegetales diversos, lo que facilitó la fundación de poblados como Mendoza.
Pedro de Valdivia otorgó la propiedad de estas tierras a Monseñor Rodrigo González Marmolejo, primer Obispo de Santiago, quien intentó controlar a Michimalonco y sus hombres con gran dificultad. Más tarde, en 1552, el Gobernador puso a los indios y a las tierras al cuidado de Francisco de Riberos, uno de sus mejores soldados.
El 2 de marzo de 1561, el valle y el pueblo de Aconcagua fueron asolados por un gran terremoto que provocó pánico en la población, dejando tras de sí una secuela de muertos, heridos y daños.

El desarrollo del territorio origina un nuevo ordenamiento territorial, surgiendo así entre 1596 y 1602 el Corregimiento de Aconcagua, al que se agregó el de Quillota, existente desde 1590. El primer corregidor de Aconcagua fue don Diego de Huerta, iniciativa que se atribuye al gobernador Alonso de Ribera. La población indígena logra mejor trato al disponerse normativas legales al respecto. El valle y la aldea continúan creciendo como un centro de producción y provisión agrícola y ganadero, formando parte de una importante ruta comercial a través de la Cordillera de Los Andes.
 Entrado el siglo XVIII, se construyen viviendas, se abren negocios para la actividad comercial y se mejoran los caminos para facilitar el tránsito entre Chile y Argentina. Un importante avance en la zona es la creación de Curimón en 1660, caserío que surge al amparo de un convento de franciscanos. Más tarde en 1740, el gobernador José Antonio Manso de Velasco crea la Villa de San Felipe el Real, como principal centro poblado de la zona, articulando así un sistema administrativo que permitiera poner orden en la zona y facilitar el transporte y el comercio.
Corría el año 1788 cuando en el mes de octubre, el Gobernador del Reino de Chile, don Ambrosio O'Higgins, realizó una expedición por el territorio para conocer directamente las necesidades de la población, fomentar el comercio y la industria, y examinar el ordenamiento administrativo establecido. 
En ello, se propone examinar puntos donde establecer fortificaciones y centros poblados. Uno de los primeros lugares que visitó fue Aconcagua. Se detuvo en visitado Curimón, situado actualmente en el camino que une San Felipe y Los Andes, donde se ubica desde 1660 el convento franciscano de Santa Rosa de Viterbo, y lo había elegido para fundar una villa, pero el Párroco y los vecinos de Curimón le hicieron ver la conveniencia de fundar la nueva Villa en el sitio ubicado a los pies del cerro Quicalcura o de las Piedras Paradas, más al oriente, ya que era un lugar más accesible para los viajeros.
El 31 de julio de 1791 el Gobernador del Reino de Chile, don Ambrosio O'Higgins firma en Santiago el decreto de fundación de la Villa Santa Rosa de Los Andes en el lugar conocido como "Las Piedras Paradas", pues era una zona fértil que cumplía con las condiciones para establecer un poblado que diera reabastecimiento y hospedaje a los viajeros que cruzaban la cordillera de los Andes. 
Le dio el nombre de Santa Rosa en honor a Santa Rosa de Lima, primera santa americana, y de Santa Rosa de Viterbo, patrona del convento franciscano de Curimón.

La Villa colonial

La ciudad de Los Andes es una fundación colonial, una creación de fines del siglo XVIII. Es un acto consciente, racional del Estado colonial al mando del Gobernador Ambrosio O’Higgins. Principalmente se necesitaba un núcleo urbano que articulara el tráfico cordillerano y, secundariamente, sirviera de espacio de provisiones para las actividades mineras de Río Colorado. La ciudad, en relación a estos roles, se iba a constituir en un lugar de concentración de la dispersa y densa sociedad rural de los alrededores. El crecimiento de la población y de la producción agrícola en un plano de valle reducido como el de Santa Rosa, posibilitó la proliferación de aldehuelas y caseríos dispersos entre los intrincados laberintos de caminos, calles y callejones del campo, la que fue gradualmente asentándose en la nueva Villa
La fundación de la ciudad en 1791, como acto de construcción de una realidad urbana inexistente, debe ser leída por lo tanto como un proyecto, como una apuesta de futuro.
Más tarde, el gobernador Gabriel de Avilés, realizó la repartición de los solares entre los vecinos y dispuso el trazado de la villa, obra para la cual contrató al arquitecto Joaquín Toesca, el mismo que realizó el proyecto del Palacio de la Moneda y la Catedral Metropolitana de Santiago. El primer alcalde fue don José Miguel de Villarroel y el primer párroco fue el Presbítero Bernardo Barahona.
Hacia 1798, el nuevo alcalde don José Ignacio Díaz Meneses elaboró el primer plano de la villa, formado por 64 manzanas. También presentó la solicitud para formar el Partido de Los Andes, separado del partido de Aconcagua, con capital San Felipe.      
El plano que adjuntamos de 1798 expresa esa idea de proyección, ya que no es referencia de la ciudad real, sino que es el diseño que va a organizar la estructura de la planta urbana para la distribución racional y numerada de solares. Se describe un clásico damero hispánico, implementado desde el siglo XVI en América, con la propuesta de 48 manzanas para vivienda, y una manzana central con un vacío para la explanada de la plaza central, que es el que efectivamente se llevará a la práctica.
 Pero también en ese plano se puede observar, en los costados sur y poniente, luego de las cañadas o alamedas (actuales Av. Argentina y Av. Santa Teresa) una serie de manzanas diseñadas como ejidos para la ciudad, es decir, espacios de usufructo comunitario de tipo agropecuario, los que no fueron implementados del todo.
El plano de 1798 nos describe a la ciudad proyectada, nos promueve una idea, antes de que los vecinos comenzaran a avecindarse concretamente en ella. Debemos recordar que la fundación de Los Andes se realiza en julio de 1791, y era el primer proyecto de organización del espacio para racionalizar y demarcar los solares a entregar en esta parte del Valle de Aconcagua.
Juzgado de Familia.


La fundación de la ciudad de Los Andes se inscribe así en las intenciones modernizantes del Estado borbónico español, un desarrollismo ilustrado de corte autoritario que tuvo en el Gobernador Ambrosio O’Higgins uno de los más altos representantes de su tiempo en América del Sur. La fundación de Los Andes fue moderna desde el inicio, como política estatal, en su diseño racional equilibrado y como esfuerzo humano por la construcción futura entendiendo la historia como progreso.
Ello a nivel de proyecto urbano de fines del siglo XVIII, porque su población, sus costumbres y cultura social seguían apegadas a la tradición, al credo temeroso del cristianismo institucional y a la reproducción de patrones sociales de tono rural.
Hacia 1799 la ciudad contaba con 897 habitantes que vivían en 63 casas de teja y 54 ranchos, lo que correspondía a 117 solares ocupados de los 192 diseñados. Una pequeña aldea aún, pero que comparada con los primeros años de la Villa de San Felipe el Real, era un auspicioso comienzo debido al flujo intercordillerano.
Caballos, mulas, viajeros, arrieros, necesitaban hospedajes, servicios y pertrechos que brindaba Los Andes. De hecho, a inicios del siglo XIX, más del 32% de los hombres adultos de la Villa eran arrieros, demostrando la importancia del tráfico internacional para Los Andes.
Antes de la fundación de la ciudad, el Camino de Cuyo a Santiago recorría el Valle Aconcagua por el sector del Portezuelo de Santa Rosa, detrás del actual cerro de la Virgen. En agosto de 1792 se terminó de habilitar la vía que conectaba en racional línea recta la Cuesta de Chacabuco con Los Andes, la Calle Larga de Santa Rosa, lo que potenció y consolidó su crecimiento al concentrar los flujos entre la nueva Villa y la capital.
La ciudad iba construyendo sus casas de adobe y teja en un piso con grandes patios interiores; la plaza era una explanada de tierra donde se realizaban corridas de toros y se pregonaban bandos, y en torno a ella se emplazaban la cárcel, el cabildo, la parroquia, las principales tiendas y los vecinos más importantes.

Período de la Independencia

La villa adquirió notoriedad en la época de la Independencia de Chile, pues después del Desastre de Rancagua pasaron por ella las tropas patriotas en dirección a Mendoza. Previamente, la villa había colaborado con hombres para formar parte, como soldados, del ejército patriota para enfrentar a los realistas.
En 1817, una sección del Ejército Libertador de los Andes que cruzó por el paso de Uspallata al mando del coronel Juan Gregorio de Las Heras, tomó posesión de la villa de Los Andes, liberándola de la autoridad realista (18 de enero de 1817), siguiendo horas más tarde camino hacia Curimón, donde se juntarían con la sección principal de las tropas, comandada por Bernardo O'Higgins y José de San Martín para seguir rumbo a Chacabuco donde el 12 de febrero de 1817 vencieron sobre los realistas y pudieron más tarde recuperar Santiago.
Los Andes en la colonia, aunque inició dependiendo de San Felipe, se independizó como Partido en 1804. Con la organización de la República, fue capital de Departamento al interior de la Provincia de Aconcagua, cuya capital era San Felipe. En el Departamento de Los Andes, junto a la actividad de tráfico comercial y minería, el entorno rural poseía una potente producción agrícola la que va tomando especial relevancia, sobre todo después de 1850, cuando desde mercados tan alejados como California, Australia e Inglaterra demandan grandes cantidades de trigo y harina que el Valle producía desde el siglo XVIII.

La población crecía gradualmente, pasando de los 802 habitantes en 1813 a cerca de 1.500 en 1824 y a alrededor de 3.000 personas en 1843. A mediados del siglo XIX, la ciudad seguía creciendo, pasando de 3.695 en 1854 a 6.369 habitantes en 1865.
Este último año marca un hito histórico en la ciudad. El aumento de su población motiva el otorgamiento del título de ciudad por parte del Estado, al tiempo que se prendían los primeros 26 faroles a gas en torno a las principales calles del centro; a la plaza le aparecían paseos pavimentados, árboles y jardines; y al año siguiente se fundaba el primer periódico, El Cóndor de Los Andes, conformando una incipiente opinión pública. La ciudad iba dejando tímidamente sus marcados rasgos coloniales, incorporando ciertos símbolos de modernización urbana y modernidad cultural debidas a la influencia europea, como acontecía en otras ciudades chilenas y del continente.
La planta de la ciudad seguía siendo la misma cuadrícula de siete manzanas por costado. Pero había comenzado un proceso de subdivisión de los solares, de construcción de nuevas residencias, de refinamiento de fachadas, de empedrado de las principales calles, dejando lentamente la imagen de aldea colonial campesina de inicios del siglo XIX.
Este crecimiento tomó nuevo impulso con la llegada del ramal del ferrocarril en 1874. Era un símbolo del imaginario moderno, al tiempo que empujaba una serie de modernizaciones materiales haciendo continuo y expedito el embarque de los productos agrícolas hacia Santiago y el Puerto de Valparaíso (de ahí a mercados nacionales e internacionales), en un esquema de expansión del sistema capitalista a nivel mundial. La positiva influencia económica y productiva del Ferrocarril hizo necesaria la construcción del puente David García, inaugurado en 1885, que intensificará las dinámicas de relación con los poblados rurales del sector conocido como Aconcagua Arriba, actual comuna de San Esteban.
Este influjo económico y social se vio potenciado por la incorporación al país de las regiones salitreras del norte después de del Pacífico (1879-1884). El Estado engrosó sus arcas vía tributo de las compañías extranjeras que explotaban el mineral, financiando una serie de adelantos y obras públicas que cambiaron el rostro de las ciudades chilenas. El edificio de la Gobernación de Los Andes y la Escuela Modelo (actual Centro Cultural), se inscriben en este esfuerzo público.
Por su parte, la oligarquía local construyó viviendas o remodeló fachadas en la nueva moda de la arquitectura historicista y neoclásica, escondiendo las tejas y el adobe que rememoraban el pasado colonial. 
Las principales arterias exteriores, se denominaron alamedas. La Alameda del poniente se llamó “del Progreso” puesto que era la vía que conectaba hacia el ferrocarril y donde se emplazaban algunas agroindustrias, y la del norte se denominó “del Recreo” porque se transformó en un paseo urbano que se iba forestando para dar cabida a expresiones de sociabilidad, recreación y contemplación de tipo romántico, espacio resguardado ya que en esos tiempos no conectaba con el camino internacional, vínculo bloqueado por casas quintas y luego el Ferrocarril Trasandino (como se observa en el plano). La comunicación con Argentina, desde el oriente, era por Calle Uspallata (actual General del Canto) y de ahí a del Comercio (actual Calle Esmeralda) eje que continuaba por los Villares a Rinconada y más allá.
Segundo Juzgado de Letras de Los Andes


Otro de los adelantos de este tiempo es la red de agua potable, cuyos estudios se iniciaron en 1888 para entrar en funciones en 1890, desde un estanque instalado en el Cerro de las Piedras Paradas, al costado sur de la calle Gral. Del Canto, recinto que aún se utiliza con la misma función. El agua llegó a la gran parte de damero urbano, pero no a las viviendas de las cañadas y los caseríos suburbanos.
La población aumenta desde 6.445 habitantes en 1875 a 7.533 en 1885 y 8.097 en 1907, crecimiento que se da en la misma planta urbana. La ciudad se densifica apareciendo conventillos y cités (insalubres, hacinados, foco central de la llamada “cuestión social”), presión por vivienda que decanta en la subdivisión de los propiedades urbanas para responder a las herencias, nuevas familias y espacios para locales comerciales.
A nivel nacional, el orden social oligárquico de corte liberal se estructuraba basada en la exportación de minerales, con una elite que dominaba el Estado. A escala comunal, la sociedad urbana estaba constituida por una pequeña oligarquía, dueña de haciendas y del gran comercio local, que comenzaba a ostentar cierto lujo en la plaza y en el templo; unos muy reducidos e incipientes grupos medios asociados a empleos públicos y privados y el comercio; y un gran masa popular laborando como peones, jornales, comerciantes informales, domésticas, lavanderas y costureras, un significativo grupo de artesanos (que fundan su sociedad en 1877). Grupos en proceso de proletarización conformaban la fuerza de trabajo de las agroindustrias del sur poniente de la ciudad (antigua fábrica OSO, hoy Supermercado, y antigua Molfino, fideos, molinos, etc.), y otras como la fábrica de cervezas, curtiembres y molinos.
Importancia tienen los inmigrantes españoles e italianos que llegan a hacia fines del s. XIX, arrancando de la crisis social en Europa, y que se destacarán en Los Andes en el comercio y la producción local, fundando el Círculo Italiano y el Centro Español.
En 1902, en el marco de la concreción de los Pactos de Mayo, que resolvieron pacíficamente las tensiones entre Chile y Argentina, se inauguró el monumento a Virgen del Carmen en la cima del Cerro, resignificando ese espacio para la ciudad y articulando un nuevo circuito social recreativo y contemplativo. Obra pionera, que será imitada por otras ciudades de Provincia como Talca.
El mismo año se creó Los Andes (SILA), fábrica de elaboración de cáñamo que marcó época en la ciudad, con una población para sus trabajadores, activando una red de productores (fundos y parcelas) que la abastecieron de la materia prima, complementando la de los propios terrenos de la industria.
La ciudad desde fines del siglo XIX, por el crecimiento de la población había densificado la ocupación del suelo urbano, extendiéndose con residencias por las principales avenidas de acceso a la ciudad, como Coquimbito y General del Canto, Calle Larga, Chacay, San Rafael, los Villares, el Callejón Angosto, el camino a Tres esquinas (actual Av. Rep. Argentina).
A esa altura, ya estaba en construcción una obra de ingeniería de importancia mundial que significará un umbral en el desarrollo histórico de la ciudad: el Ferrocarril Trasandino.
Luego de años de construcción, en abril de 1910 –año del Centenario de entró en operaciones el servicio que conectó el Océano Pacífico con el Atlántico atravesando de los Andes, lo que aumentó exponencialmente la carga de ese tráfico internacional y el flujo de personas e ideas. Los Andes cambió su fisonomía histórica con el Trasandino, viéndose estimulada la producción agrícola y la creación de un pequeño núcleo industrial, con una metalúrgica, nuevas conserveras y fábricas, la arquitectura de bodegajes que aún puede verse en Av. Argentina.

El aumento del comercio y la producción hicieron posible la construcción de viviendas en estilos art déco y Art Nouveau, y desde 1930 en el racionalismo. Gran importancia tiene Nicolás Falconi, arquitecto que se radicó por esos años en la ciudad, dejando importantes construcciones privadas. A nivel cultural, el contacto permanente y cotidiano con ideas y personas provenientes de otras latitudes desde los inicios de , se vio fortalecida con el Ferrocarril Trasandino al potenciar nuestra condición de puerto seco habituado a interactuar con ciudadanos de Sudamérica y el mundo, situación bien particular aún hoy para una ciudad provinciana como Los Andes. A nivel social, se engrosó el número de ferroviarios, como de otras funciones laborales asociadas, quienes le imprimían un carácter a la ciudad por su identidad y fuerza gremial.
Si bien es cierto que se densificaba y subdividía el centro urbano y proliferaban residencias a lo largo de sus principales accesos viales, la ciudad necesitaba una expansión formal que permitiera una mayor oferta de suelo para la construcción de viviendas para los nuevos sectores obreros e incipientes grupos medios.
En 1910 el fundo de Ramón Bravo, al costado sur de la ciudad, fue loteado para la venta de sitios de distintas dimensiones, y que por el año de su inicio se conoció como “El Centenario”, que cambió la fisonomía de la ciudad y la orientación de su expansión física, barrio del que hablamos más adelante.
El Ferrocarril Trasandino (por su influencia económica, social y cultural) y el inicio de la construcción progresiva del Barrio Centenario (por la extensión formal de la ciudad hacia el sur), marcan un hito en la historia urbana y social de Los Andes que se vincula a otro de carácter nacional: la conmemoración de los primeros cien años de de Chile.

Luego de la crisis mundial de 1929, que cambia el orden social y político de Chile, se pasa a la construcción progresiva de un Estado de compromiso y un proceso de industrialización que busca sustituir las importaciones, intenciones reforzadas por la presidencia del pocurano Pedro Aguirre Cerda. Todo ello influencia positivamente a la ciudad que ya tenía en funcionamiento el Trasandino. Se consolidaron y expandieron las agroindustrias conserveras, de fideos, molinos, cáñamos, y se desarrollaron algunas actividades mineras. El comercio se potenció al recibir productos vía ferrocarril, y la actividad hotelera y de servicios mostraba gran vigor.
Ello provocó la llegada a la ciudad de un importante número de migrantes de localidades rurales aledañas y del Norte chico, redundando en el aumento de la población urbana, la que aumentó de 9.007 habitantes en 1920 a 10.502 en 1930, y 14.008 en 1940. Esa mayor población hizo necesaria la intervención a nivel de diseño y planificación urbanas para el desarrollo de la ciudad, por lo que se contrató al connotado urbanista alemán Oscar Prager, avecindado en Chile desde 1926, para la realización de un ambicioso plan para Los Andes, el que aun cuando no se adoptó en sus proposiciones centrales, como el de las viviendas económicas con manzanas cuadriculares que prolongaban la trama del damero hacia el sur-oriente o las circunvalaciones, dejó su huella en la ideación de un Parque Urbano con un Estadio adosado; o como en la calle Perú oriente, dos calzadas con bandejón verde que se esperaba continuaran hacia el poniente hasta rematar a la entrada del Estadio.
La ciudad seguía creciendo y aumentaba el número de escuelas y liceos, la cantidad de tiendas y comercio al detalle, la actividad económica se dinamizó entregando nuevas plazas laborales. Se modernizaban las fachadas y construían nuevas viviendas en el centro urbano en estilos Art decó, racionalista, y la particular “arquitectura de barco”, casas de líneas curvas y ventanas circulares (inspiración del Hotel Plaza, 1937 o el Hotel Continental). Se remodela la plaza de armas, con la implementación de una pérgola al centro del costado sur y la construcción de un odeón en el norte (1937) para las retretas musicales, iniciando un proceso de democratización social del centro de la plaza, cuya espacialidad seguía socialmente delimitada: los sectores populares paseando en los costados y la alta sociedad en sus pasillos interiores.

En estas décadas, la demanda por vivienda experimentó una nueva alza, por el crecimiento de los sectores de empleados públicos y privados como de obreros ferroviarios y agroindustriales. De este modo, en 1940 se entrega , el primer conjunto de viviendas en serie que realizó el Estado en la ciudad hacia el norponiente del damero fundacional, pequeño grupo de casas en un piso. Le siguió Libertador en 1949, en Díaz a metros de Ferrocarriles, en gran parte para empleados de ese rubro, conjunto de viviendas de uno y dos pisos y departamentos de buena calidad y ubicación.
Algunas agroindustrias proveyeron de viviendas a sus empleados con grandes conjuntos como el caso de SILA o pequeños como El Molino (1947), ambas al norte de la ciudad.
Las cooperativas obreras y de empleados construyeron conjuntos residenciales en los paños agrarios al poniente del damero fundacional, desde los accesos de los Villares, las prolongaciones de Rodríguez y  Yerbas Buenas, lo que extendió la estructura urbana, albergando a , las casas de empleados particulares y Palmas, todas ellas de fines de los años 40 e inicios de la década de 1950, con sólidas casas y amplios sitios, con una hermosa y sombreada plaza central con escuela pública al costado. También para obreros y empleados fue (1957), una de las primeras obras de de (CORVI) en la ciudad.
La población urbana en estos años aumenta levemente, pasando de 19.050 habitantes en 1952 a 20.904 en 1960, saldo positivo que se presenta sólo en Los Andes, ya que ciudades y localidades aledañas muestran crecimientos negativos, dada la gran atracción poblacional que ejerce el desarrollo urbano y económico del gran Santiago, que estimuló la migración de provincias aledañas a la capital.

Sin embargo, los sectores populares que no tenían estabilidad laboral ni recursos para los ahorros y las mensualidades que solicitaba o las Cajas de Ahorro, siguieron llenando y hacinando los conventillos y cités de la ciudad, los que en malas condiciones estructurales y sanitarias mantenían una población cautiva. Pero aún esa oferta precaria de vivienda se vio superada por la constante demanda de estos sectores empobrecidos. Fue así como se fue constituyendo el gran campamento  o “Población Callampa” del Río, en torno a la piscina Quillagua, lugar que será conocida como Población Hermanos Clark. Gracias a la propiedad municipal de los terrenos, originalmente pensados para un parque y luego matadero, se fueron otorgando permisos a algunas familias para asentarse, luego otras y otras. Creció a tal nivel la población pobre del Río, que las familias tuvieron que buscar nuevos terrenos al poniente de Clark, formando la Población David García (hoy Campamento Bici cross).
 A inicios de la década de 1960 los campamentos del Río llegaron a representar en torno al 10% de la población urbana total de la ciudad, eran la cara no amable del desarrollo y la modernización de mediados del siglo XX. Ambas poblaciones del Río se caracterizaron por gran cantidad de problemas sanitarios (pileta colectiva para agua potable, ausencia de alcantarillado y duchas) y socioeconómicos (pobreza, hacinamiento, dieta reducida), pero también desenvolvieron relaciones de solidaridad, de identidad, de creatividad, y de gran organización en clubes deportivos, los comités de erradicación, fiestas de la primavera, procesiones religiosas, etc.

Como parte constitutiva de nuestra condición histórica, los terremotos marcan hitos en ese devenir. El de 1965, que afectó a la zona central, dejó en paupérrimas condiciones a gran cantidad de familias del Río. Así, en los planes de participación comunitaria y reformas estructurales que impulsa el Gobierno de Frei Montalva, se lleva a cabo la primera iniciativa de autoconstrucción de la ciudad: Población Ambrosio O’Higgins, erradicando a más de doscientas familias del Río afectadas por el terremoto.
Paralelo a ello, en 1964 se había inaugurado la población Arturo Prat, para ferroviarios y empleados, conocida en los primeros años como “Maracaná” por haberse construido en los terrenos de una popular cancha de fútbol, al sur del Barrio Centenario. Al lado de ella, se construía la pequeña Población de Obreros Municipales. En 1965, entregaba uno de sus mejores proyectos, ubicado inmediatamente al sur del damero fundacional: la Población J. J. Aguirre, para obreros y empleados de capas medias, del que hablaremos más adelante.
En el marco de ese crecimiento urbano, en 1966 se promulgó el primer Plan Regulador de la ciudad, el que planteaba un proceso de crecimiento desde el centro urbano por etapas, estructurando “supermanzanas” con sub-centros equipados, y la habilitación de anillos viales que circunvalaran la ciudad, como la apertura de una calle que conectara con el Camino Internacional por Coquimbito.

Muchas de sus propuestas no se implementaron, pero ese Plan establecía un programa de desarrollo con sentido urbano en el marco del pensamiento reformista de orientación democrático-social en boga en la época.
Hacia finales de la década del ’60, la ciudad se sigue expandiendo. En eso tuvo una alta incidencia las industrias locales, que aumentaban su participación en el mundo laboral, la industria automotriz, las conserveras, , las fábricas de fideos, que -entre otras- dinamizaban la producción local. De hecho, el Plano Regulador de 1966 indicaba la creación de un barrio industrial hacia el poniente, en torno a la ubicación actual de la automotriz Cormecánica. 
Por otro lado, a inicios de los ‘70s, se inicia la operación de lo que conoceremos como Codelco División Andina, pasando a ser parte del Estado con la nacionalización del cobre en el Gobierno de Salvador Allende. Este yacimiento, además, contemplaba la construcción de una aldea minera para albergar a los trabajadores: Saladillo, que contaba con excelentes equipamientos para una vida relativamente autónoma, llegando albergar cerca de 3.000 personas en la época de mayor ocupación, lo que influyó en el aumento de la población comunal y urbana de Los Andes.
Por su parte, las cooperativas de vivienda de Los Andes (SILA) dan como resultado el surgimiento de un gran conjunto residencial en los terrenos de la industria hacia el nor-poniente del centro urbano, denominados Asturias, Chacabuco y Sila, que hoy conocemos como Población Chile-España. Por su parte, el exitoso programa de autoconstrucciones del Gobierno de Frei sigue rindiendo frutos con los Comités de las Poblaciones Manuel Rodríguez y Gabriela Mistral.

La operación Sitio y la Ley de Tabaco (impuesto para comprar terrenos para vivienda en de Aconcagua) permiten que un segundo grupo de pobladores del Río fuera erradicado y se trasladaran hacia el sur, conformando la actual Población René Schneider, autoconstrucción en paneles de madera. Un tercer y último grupo, que no aceptó el proyecto anterior, presionó por viviendas sólidas, las que se concretaron en el Gobierno de Salvador Allende, dando paso la Población 11 de Julio (conmemorando el día de nacionalización del cobre), que cambió forzosamente su nombre por Yerbas Buenas en tiempos de , hoy conocida como Alonso de Ercilla. Otras erradicaciones de pobres urbanos, son las de y la 1° etapa de (de autoconstrucción), esta última formada por un campamento de emergencia ubicado en los terrenos del actual Cesfam Centenario, producto del terremoto de 1971.
La CORVI concreta otro ambicioso proyecto de departamentos hacia el sur del centro urbano: del Mar, conjuntos de monobloques de cuatro pisos con un centro comercial y buen acceso vial. Este mismo diseño se pensaba implementar en  la manzana frente al Liceo Max-Salas, Libertadores, pero solo se construyó un conjunto de los cuatro proyectados. En distinto diseño, en 1976, se termina el conjunto Cacique Vitacura, departamentos de dos pisos a un costado de , hoy Av. Santa Teresa sur.

Como se observa, en los años que van entre 1964 a 1976 la ciudad extiende su planta física, creciendo en viviendas y barrios. En estos años, el Estado, las cooperativas de obreros y empleados, en conjunto con el capital comunitario de las autoconstrucciones, cambian la cara de la ciudad al producir una gran cantidad de conjuntos residenciales, cuya gran mayoría buscaba constituir barrios, es decir, espacios colectivos con plazas, sedes vecinales, pequeños centros comerciales y escuelas que fomentaran la integración comunitaria, la participación social y la identidad barrial. Óptica que se enmarcaba en los proyectos globales de democratización de la ciudad y del acceso a la vivienda en el marco de concepciones políticas de inclusión y transformación social en las que el Estado se visualizaba como promotor y responsable de otorgar calidad de vida al conjunto de sus ciudadanos, lo que se vio interrumpido por el Golpe de Estado, gatillando la supresión de la CORVI y la creación del SERVIU (Servicio de Vivienda y Urbanismo) en 1976.

En estos años la ciudad consolida su crecimiento hacia el sur, vocación que había abierto el Barrio Centenario en 1910. Las poblaciones Pucará, René Schneider, Villa Sarmiento colocadas hacia el sur, más allá del radio urbano construido, se convirtieron en puntos que arrastran la ciudad hacia esa dirección, con lo que después se llenarán los paños agrarios entre estos focos y el centro urbano.
Así, hacia finales de los años ‘70s se siguen las etapas de la Población Pucará, rebautizada en los ‘80s como Barrio de la Concepción, de la 2° a la 9° etapa, finalizada en 1983. La 3° etapa de ese barrio corresponde a una serie de bloques de departamentos de tres pisos, que marcaba el límite urbano construido por Calle Los Morenos. Entre la Pucará y la Remodelación Viña del Mar, a inicio de la década de 1980 se construyen los conjuntos Degania y Geraldini.  En este mismo tiempo, se completan la 2° y 3° etapas de Villa Sarmiento.
Uno de los buenos proyectos de esos años (1979) en términos de calidad de viviendas y diseño urbano fue la Villa Minera Andina. Como su nombre lo indica, era un barrio de obreros y técnicos de la minera financiado por la cuprífera local, que contempló casas pareadas sólidas de dos pisos con una serie de bloques de departamentos, cuyo eje central (calle Santa María) contiene un extenso bandejón verde que amortigua la relación de las viviendas con dicha vía, donde se encuentra un pequeño terminal para los buses de trabajadores. Por su gran extensión y por la población que alberga, se dotó de equipamientos comunitarios como Colegio, Capilla, Campo deportivo, un área central con Multicancha, Plaza y centros comerciales, con viviendas y espacios públicos de dimensiones apropiadas para una buena calidad de vida.

Debido a la reestructuración económica de los años de la Dictadura, el área rural consolida la fruticultura de exportación. Parrones, algunos nogales y duraznos, se extienden por sobre antiguos paños de alfalfa, cáñamo y trigo. El área de servicios y comercio crece debido al incremento sostenido del tráfico internacional carretero (el Ferrocarril Trasandino dejó de funcionar en 1984). La misma ciudad genera un área de servicios privados y públicos para hacer frente a la demanda de la población local. Minera Andina sigue expandiendo su producción, aumentando el número de trabajadores directos e indirectos. Todo ello trajo una renovada atracción laboral, con lo que llegan nuevos habitantes a la ciudad.

Se visualiza un sector alto vinculado a las empresas agrícolas y al gran comercio local, sectores de clase media acomodada vinculados a profesionales de la gran minería, capas medias que laboran en los servicios públicos y privados y el comercio al detalle, y un heterogéneo mundo popular que oscila entre operadores y obreros de la minería, técnicos y trabajadores de agroindustrias y agricultura, trabajadores del sector servicios y comercio, trabajadores urbanos de servicios de la construcción (albañiles, gásfiter, electricistas) . Aun cuando los sectores populares no presentan grandes niveles salariales, la ciudad y la provincia de Los Andes, desde estos años se caracterizan por una situación de pleno empleo (alrededor 3% de cesantía) o cercana a él, sobre todo en los meses que van de septiembre a abril, por el influjo complementario de las actividades agrícolas. Los sectores menos educados y más empobrecidos, que nutren las filas de temporeros agrícolas o jornales urbanos, en relación a la natural oscilación cíclica del trabajo agrícola o las faenas de construcción, son los que más sufren la inactividad en el invierno.

Las favorables condiciones económicas de la ciudad, su buena ubicación respecto de centros urbanos mayores como Santiago y Valparaíso y la calidad de vida a escala humana que ofrece, contribuye al asentamiento de nuevas familias llegadas de varios puntos del país. La población urbana de la comuna de Los Andes aumentaba rápidamente, pasando de los 24.820 habitantes de 1970 a los 38.228 de 1982, mayor población que demanda viviendas, servicios, educación y salud.
En la extensión y diversificación de la estructura urbana de Los Andes, la ciudad comienza un proceso de segmentación y segregación geográfica de los conjuntos residenciales. Hacia mediados de los años ‘80s se llevan a cabo conjuntos habitacionales de clase media en Villa , hacia el extremo sur-oriente de la mancha urbana, así como vivienda de clase media alta aparecen hacia el poniente, por calle los Villares.
En 1984 se entregan 164 casas, pertenecientes a la Población Los Libertadores. Dos años más tarde, a un costado de la anterior se concluye la Población Cristo Redentor, con 146 viviendas lo que inicia un proceso de concentración de sectores populares y viviendas sociales en el extremo nor-oriente de la ciudad, alejados del centro urbano al cual deben acudir por servicios educacionales, de salud, administrativos y de comercio. Es una segregación residencial que tenderá a provocar distintos problemas sociales y de convivencia comunitaria cuando se vayan agregando nuevos y mayores conjuntos de vivienda social. Este gran barrio se amplía y refuerza con la construcción en los años 1991-92 de las dos etapas de la Población Bellavista.

A inicios de la década de 1990 la ciudad volvía a extenderse. La presión por vivienda de clase media y el empuje de nuevas empresas inmobiliarias perforan paños dedicados a parronales. En 1991 se entrega la Villa Bicentenario, en el marco de los doscientos años de Los Andes, que abre la ciudad hacia el poniente, al costado sur de Calle San Rafael. Le siguen al costado norte de la misma vía, Villa El Bosque y Villa Alborada, y luego la instalación del Liceo Mixto.
Hacia los mismos años, la Villa El Remanso se abre paso por los parronales que se encontraban a un costado del Callejón de Los Morenos, empujando el límite urbano hacia el sur. Esto traerá grandes consecuencias en la extensión física de la ciudad, puesto que desde la segunda mitad de la década de los ’90 comenzará la construcción de un gran conjunto de clase media, que irá creciendo en sucesivas etapas, y será conocido como Villa El Horizonte. Este hecho es relevante para la historia de la ciudad, ya que hizo que la mancha urbana se extendiera hacia el sur hasta tocar el límite comunal y del suelo urbano que establece el Plan Regulador vigente, que data del 2003.
A mediados de la década del ’90, la construcción de vivienda social tiene dos grandes hitos, por su ubicación como por su envergadura en cantidad de viviendas. Son los conjuntos de Los Copihues y Alto Aconcagua. El primero es un conjunto departamentos de bloques circulares cerrados sobre sí mismos, los que a su vez generan un círculo mayor con una circunvalación que los conecta y una plaza central, conjunto ubicado hacia el nor-poniente de la ciudad con más de 500 departamentos. Tres años después se entrega Aconcagua, más de 700 departamentos ubicados al nor-oriente del centro urbano, con lo que se afianza dicho barrio. Son viviendas sociales de dimensiones reducidas, que concentran gran cantidad de familias jóvenes que vivían de allegados en las viviendas de sus padres, en los barrios populares históricos de René Schneider, Alonso de Ercilla, Pucará, conectando la historia social de esos barrios (erradicaciones de campamentos, baja escolaridad), con el nuevo escenario urbano de vulnerabilidad social y segregación espacial en departamentos alejados del centro urbano.



La expansión de la explotación de Codelco División Andina, conllevó la llegada de una gran cantidad de inmigrantes provenientes del sur, entre otros un significativo grupo de lotinos, para la construcción y puesta en marcha de la ampliación del proceso productivo minero. La figura del trabajador contratista se expandió y hoy es parte de la geografía social de la ciudad. La población urbana de Los Andes vuelve a crecer pasando de 46.417 habitantes en 1992 a 55.388 en el año 2002, crecimiento que sigue estando sobre la media regional y nacional.
A inicios de la década del 2000, la ciudad se extiende hacia el norte-poniente. En este sector sólo existía el conjunto “Jardines Familiares”, antigua cooperativa que agrupa viviendas con extensos sitios pensados para huerto y habitación. La necesidad de terrenos a bajo costo determinó que se buscarán lotes hacia esa dirección, más allá de la línea del Ferrocarril, para la construcción de viviendas sociales. Así, el año 2000 se entregan los departamentos denominados Portal Nevado, que inicia un proceso de urbanización del sector. Se suman luego, Portal Arunco, Portal Juncal, terminando con Villa María Paula (2004-05), del programa Viviendas dinámicas sin deuda, mediante un solo pago y con la posibilidad de ampliarse, las que se inscriben programas sociales para los sectores más pobres. Los terrenos adyacentes ya están concebidos para nuevos conjuntos de vivienda social.
Hacia el nor-oriente, los departamentos de la Villa San Alberto (2004) y las casas de Villa Primavera (2008), mediante el mismo sistema de vivienda dinámica sin deuda o fondo solidario, amplían y densifican los conjuntos sociales del sector.
Paralelo a ello, el centro urbano entraba en el marco de protección patrimonial del casco histórico que impone la Zona Típica (con todas las complejidades de su gestión y respeto relativo de normas). La plaza se remodela, se recuperan fachadas y antiguas casas, parte del Hotel Plaza se convierte en centro comercial.
Barrios de clase media acomodada se observan en las villas Vista Cordillera y El Encuentro, entre otros conjuntos que amplían la ciudad hacia el poniente.
Las sucesivas etapas de los Jardines de Los Andes, Villa Los Morenos, y Villa El Patagual, densifican y engruesan la estructura urbana hacia el sur, complementando la penetración abierta por Horizonte.
La ciudad de Los Andes, en estos más de doscientos veinte años, ha transitado desde un damero de 49 manzanas, a una mancha urbana que crece fuertemente hacia el sur y hacia poniente, gracias a las facilidades naturales del plano de Valle. En el nor-oriente, conectado con la ciudad, pero separado del centro urbano se asienta un gran barrio de poblaciones de vivienda social. Se pasa de 897 habitantes en 1799 a 55.388 en el 2002, con un incremento sostenido desde 1960, debido al influjo de la economía de servicios, agrícola, agroindustrial y minera. Un recorrido histórico que ha cambiado a la ciudad desde una aldea tradicional de origen colonial a una ciudad modernizada, que la pone frente a nuevos desafíos futuros, a nivel mundial de la economía cuprífera y de nivel continental en los servicios de transporte para cruzar de los Andes.



200 años de historia de JUZGADO DE LETRAS DE  LOS ANDES. 







Con una emotiva ceremonia marcada por la historia, el recuerdo de exjueces y funcionarios y la impronta del tribunal más antiguo de la jurisdicción Valparaíso, el Primer Juzgado de Letras de Los Andes conmemoró doscientos años de existencia tras ser creado por decreto supremo el 12 de agosto de 1824.
Una actividad que estuvo encabezada por la ministra de la Corte Suprema de Justicia María Angélica Repetto García, invitada especial en su calidad de exmagistrada del tribunal; el presidente de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, ministro Rafael Corvalán Pazols; y el titular del Primer Juzgado de Letras de Los Andes, magistrado Fernando Alvarado Peña, además de autoridades locales y regionales, magistrados y funcionarios.

Creado en 1824 vía decreto del entonces Director Supremo, Ramón Freire Serrano, pasa a llamarse Juzgado de Letras de Mayor Cuantía el 25 de junio de 1860, dando paso así al Primer Juzgado de Letras de Los Andes como lo conocemos en la actualidad, entregando el servicio de justicia a lo largo de 200 años.

Consultada acerca de su participación en la actividad como exsecretaria del tribunal bicentenario, la ministra de la Corte Suprema de Justicia María Angélica Repetto García puso énfasis en las personas que han formado parte del juzgado a lo largo de la historia, por lo que recordó a “cada uno de los integrantes de este tribunal y auxiliares, en sus respectivos roles, con su trabajo, esmero, dedicación, solidez moral y cariño por la institución que sirven, que han sido capaces de contribuir a engrandecerlo y prestigiarlo”.
Por su parte, presidente de la Corte de Apelaciones de Valparaíso,  Rafael Corvalán Pazols, comentó que “sin duda es un hecho histórico, 200 años no se celebran todos los días, lo importante que fue como tribunal y lo sigue siendo por la cercanía que tiene con la hermana República Argentina y también por la densidad poblacional que ha ido cada vez más aumentándose en esta región”.

Respecto de lo que significa esta fecha especial para todos quienes laboran en el tribunal, el actual juez del Primer Juzgado de Letras de Los Andes, Fernando Alvarado Peña, admitió que representa “un gran orgullo que nos motiva diariamente a trabajar para estar a la altura de nuestros predecesores”.
Asimismo, la Seremi de Justicia y DD.HH. Paula Gutiérrez, recalcó que la existencia del juzgado “es un orgullo que uno de los tribunales que es de los más antiguos de Chile esté en la región de Valparaíso y en un sector además que es fronterizo”.
Finalmente, el alcalde de Los Andes, Manuel Rivera Martínez, advirtió que en el bicentenario del tribunal “lo más importante es que hasta el día de hoy sigue siendo una de las más nobles tareas que puede el esfuerzo humano dedicarse, a hacer justicia en una ciudad que sigue siendo estratégica para el país, por eso se valora, se agradece a todos los funcionarios y funcionarias que han pasado en estos 200 años”.
La ceremonia de aniversario del tribunal contó con la presentación de la banda de guerra “Cóndores Imperiales” del Liceo Mixto de Los Andes, así como con la muestra artística de  la agrupación de danza local “Damas del Folclor” y del grupo “Academia de Flamenco Centro Español de Los Andes”.


  
Día de los Patrimonios: Corte Suprema inicia conmemoración de sus 200 años con diversas actividades en Palacio de Tribunales.
22-mayo-2023


 

Los 200 años de una institución es un hito muy importante. La Corte Suprema es parte fundamental de la República y queremos celebrarlo con quien es nuestro principal destinatario: la ciudadanía”, afirmó el ministro coordinador Manuel Antonio Valderrama.
Este año, la Corte Suprema cumplen 200 años  y la celebración de dos siglos de historia comenzará el próximo domingo 28 de mayo, en el marco del Día de los Patrimonios, con diferentes actividades que se desarrollarán en el Palacio de Tribunales de Santiago.
El 29 de diciembre de 1823, durante el gobierno del director supremo Ramón Freire, se promulgó la constitución que, en su capítulo XIII, artículo 143, estableció que: “La primera magistratura Judicial del Estado es la Suprema Corte de Justicia”. Carta magna que por primera vez instituyó la creación del máximo tribunal del país.
El ministro de la Corte Suprema y encargado del Día de los Patrimonios, Manuel Antonio Valderrama Rebolledo, detalló que con la apertura a la ciudadanía del Palacio de Tribunales, se dará inicio a una serie de actividades de conmemoración, que se extenderán hasta diciembre de 2023.
Los 200 años de una institución es un hito muy importante. La Corte Suprema es parte fundamental de la República y queremos celebrarlo con quien es nuestro principal destinatario: la ciudadanía”, afirmó el alto magistrado.

El ministro Valderrama Rebolledo valoró que este año se reabra el Palacio de Tribunales en Día de los Patrimonios, después de tres años realizado en forma virtual debido a la pandemia de coronavirus, por lo que se ha preparado un nutrido y variado programa para recibir a los visitantes el próximo domingo 28 de mayo, entre las 10:00 y 14:00 horas. Podrán  hacer una visita guiada por funcionarios judiciales, quienes les entregarán información detallada sobre la arquitectura, historia y las tareas  que se desarrollan diariamente en el edificio patrimonial. En las salas, ministros y ministras les explicando cómo funciona el sistema de justicia y responderán sus consultas.

Un hito pensado especialmente para familias que concurran con niños, es la puesta en escena de la obra teatral “Quién cuidará a baby Yoda”, producida por funcionarios judiciales y que pretende explicar de forma divertida y didáctica cómo opera y cuáles son los alcances de la justicia de Familia.

Además, en un escenario que se levantará en la plaza Montt Varas, frente al palacio, se presentará durante toda la mañana la agrupación Amigos de la Cueca.
Asimismo, durante los recorridos por las dependencias y rincones del edificio que alberga a la Corte Suprema y la Corte de Apelaciones de Santiago, los ciudadanos podrá apreciar y fotografiarse junto a una muestra que detalla la historia del emblemático vitral que corona el palacio, ingresar al solemne Salón de Honor y conocer la reja que formó parte del Consulado, primer Tribunal de Comercio de la época colonial, que se conserva en su interior, y las monumentales letras que se instalarán por los 200 años, entre otros atractivos.
Invitamos a la ciudadanía a sumarse este 28 de mayo con entusiasmo al inicio de la conmemoración del bicentenario de uno de los hitos republicanos más trascendentes en la independencia de la justicia y las garantías para la protección de quienes habitan nuestro país. Es un aniversario que nos compromete a todas y todos”, concluyó el ministro Manuel Antonio Valderrama.


    
La pintura en la era isabelina
Por Pilar de Miguel Egea, Universidad Autónoma de Madrid.



Antonio María Esquivel: Retrato de Isabel II y la infanta Luisa Fernanda, ca. 1845. Óleo sobre lienzo, 224 x 174 cm. Patrimonio Nacional. Sevilla, Real Alcázar (Inv. 10020286)



Si ha existido en la historia de España un siglo que pueda calificarse de intenso y variado por lo que a vaivenes políticos y sociales se refiere, con la proliferación de pronunciamientos, guerras y revoluciones, ése fue sin duda el siglo XIX; un siglo del que más de su tercera parte estuvo ocupado por el reinado de Isabel II (1833-1868), cuya jefatura del Estado protagonizó el período más dilatado de las habidas a lo largo de la centuria. Ambas coordenadas, la de los acontecimientos sucedidos y la del largo tiempo transcurrido por una misma persona en el poder, no podían por menos de propiciar en el espacio cultural de España una nueva manera de sentir, de crear y de manifestarse.
La coincidencia cronológica del largo reinado de Isabel II con el de Victoria I (1838-1902) y la casualidad de que ambas monarquías estuvieran coronadas por mujeres ha propiciado en algunos estudiosos de la época el establecimiento de un cierto paralelismo entre España e Inglaterra en buena parte del siglo XIX, paralelismo cuya aceptación se ha visto favorecida por la utilización del término «era isabelina» como reflejo de la llamada «era victoriana». Esta suerte de comparación ofrece, sin embargo, serias dudas, porque si bien pudiera ser correcta desde el punto de vista formal por tratarse en ambos casos de un «largo período de tiempo histórico caracterizado por una gran innovación en las formas de vida y de cultura», según reza la segunda acepción de «era» en el diccionario de la Real Academia Española, si se desciende al fondo de todas y cada una de las manifestaciones que identifican los modos políticos, sociales, económicos y, por ende, culturales de dichos períodos, no es casi nada evidente ese pretendido paralelismo.
En el terreno estrictamente artístico, cuyo comentario es el objeto sustancial del presente artículo, resulta ciertamente difícil asumir similitudes de peso entre las manifestaciones que de esa naturaleza se produjeron en la España y en la Inglaterra decimonónicas. Y ello porque, fundamentalmente, en nuestro país no se dio una corriente unificadora del gusto tan definida como allí lo fue, ni tan marcada por los criterios personales de nuestra soberana en contraste con los de su homónima inglesa.

Al margen ya de esta digresión, lo que caracteriza sin duda a este período del siglo XIX es la eclosión del liberalismo en Europa, cuya traducción sentimental e intelectual en el mundo artístico y literario se ha dado en llamar «romanticismo». Este sentimiento, que en el caso de España surgió tardíamente respecto a Alemania y Francia, se abrió paso con fuerza y resolución precisamente en la era isabelina, debido principalmente a sucesos políticos tan trascendentes como singulares. Son palpables al efecto las actitudes románticas generadas por el triunfo del pueblo español sobre los ejércitos napoleónicos en la guerra de la Independencia, una victoria que creó un clima de exaltación nacionalista muy proclive a identificarse con las nuevas tendencias liberales que intentaron abrirse paso en el primer tercio del siglo y que fueron sofocadas por el absolutismo de Fernando VII en 1814 y 1823. Y que decir tiene al respecto, también, la crónica bélica entre isabelinos y carlistas que jalonó durante muchos años la vida española de buena parte del siglo que nos ocupa.
Es evidente que las represiones fernandinas favorecieron el posterior advenimiento del romanticismo-liberal o del liberal-romanticismo en España, según prefiera establecerse el orden terminológico, pues consecuencia de las mismas fue el exilio forzoso al extranjero de buen número de literatos y estudiosos, que tuvieron así ocasión de beber en nuevas fuentes y corrientes ideológicas e intelectuales.
Es el caso de Francisco Martínez de la Rosa, activo intercesor a la hora de comprometer a los ingleses en la defensa de España contra Napoleón, exiliado primero al peñón de la Gomera y más tarde a París por su decidido apoyo a la causa liberal. Algo semejante le ocurre a Ángel Saavedra, duque de Rivas, quien a pesar de resultar herido de gravedad en la guerra de la Independencia fue deportado sucesivamente a Inglaterra, Italia y Malta por su militancia liberal, no pudiendo regresar a España hasta la muerte de Fernando VII. También encarnizado enemigo del absolutismo y fundador de la perseguida sociedad clandestina Los numantinos, José Espronceda fue desterrado al convento franciscano de Guadalajara, del que huyó para pasar a Portugal, Londres y por último, París, ciudad en la que vivió hasta el fallecimiento del monarca absolutista. Por su parte, Larra y Zorrilla viajaron asimismo a Francia y, al igual que muchos otros de sus compatriotas, abrazaron la causa liberal.
Con la desaparición de Fernando VII se abre una etapa nueva y esperanzadora en la vida española. María Cristina de Borbón, su viuda y reina gobernadora por la minoría de edad de su hija Isabel, encara la regencia con la decidida disposición de encaminar al país por la ruta del liberalismo y de la Constitución, de lo que es buena muestra la proclamación de una amnistía que repercutió muy favorablemente en los ambientes culturales de la época.
Los ya mencionados Larra, el duque de Rivas, Espronceda y otros muchos intelectuales regresan a España y se entregan con entusiasmo a la defensa y propagación del liberalismo, porque «ser romántico y liberal era estar a la altura de los tiempos, a tono con la circunstancia histórica»1 y su concurso resulta decisivo en la europeización de España con la incorporación de las ideas políticas, sociales y culturales más avanzadas del momento.

Publicaciones periódicas.

Vicente López Portaña: Retrato de Isabel II, ca. 1843. Óleo sobre lienzo, 100 x 84 cm. Madrid, Ministerio de Hacienda


Ese impulso renovador, junto con el afán de alcanzar como resultante de tantas inquietudes una situación de libertad y progreso, alentaron la aparición de publicaciones periódicas que difundieron el ideario romántico, logrando un efecto enriquecedor en los ámbitos literarios y artísticos, así como el cambio de la mentalidad y del gusto imperantes hasta entonces en un público que no dudó en acogerlas con gran interés. Ello fue posible merced a la ya mencionada amnistía concedida por la reina gobernadora y por la política conciliadora practicada por Martínez de la Rosa, que entre otros efectos se tradujo en la reinstauración de la libertad de imprenta merced a un decreto de 4 de enero de 1834.
Esta última circunstancia propició aún más la edición de periódicos y revistas, llegándose a registrar veintisiete nuevas cabeceras sólo en Madrid y otras treinta y dos en el resto de España, en su mayoría de marcada vocación política, pero sin que faltaran algunos ejemplos dedicados a la literatura, las artes o las ciencias.
Si bien el espíritu romántico se había dejado sentir tímida y discretamente con anterioridad en las páginas de El Europeo (Barcelona, 1823-1824), no es hasta los años treinta cuando puede hablarse de una prensa romántica propiamente dicha. Las primeras cabeceras que ejercieron su influencia en el gusto estético y en las nuevas tendencias literarias surgen en Madrid, debiendo citarse al respecto El Vapor (1833 -1838), El Eco del Comercio (1834-1841), La abeja (1834-1836) y El Español (1835-1837).
Mención aparte merece la revista El Artista (1835-1836), bastión indiscutible del romanticismo artístico militante. Fundada por José Negrete, conde de Campo Alange, Federico de Madrazo y Eugenio Ochoa, estos dos últimos responsables además de las direcciones artística y literaria, respectivamente, salió a la luz el 4 de enero de 1835 con el claro propósito de «popularizar si nos es posible entre los españoles la afición a las bellas artes», expresando asimismo en su presentación:

Hay en nuestra desencantada sociedad moderna algunas almas privilegiadas que creen en las bellas artes porque son capaces de sentirlas: aún hay personas que, sin desdeñar lo positivo, aprecian lo ideal y saben que el hombre no es un materialismo mecánico, sino una creación sublime, una emanación de la divinidad... Pues bien: con estas personas habla El Artista,- a ellas solas dirige sus acentos, porque ellas serán las únicas que le comprendan 2.
La revista, de periodicidad semanal y con salida fija los domingos, tenía como atractivo añadido el incluir en cada uno de sus números una o dos estampas litografiadas, contando para ello con el concurso del Real Establecimiento Litográfico que regía José de Madrazo.
Entre los colaboradores artísticos que más frecuentaron sus páginas figuran Federico de Madrazo y Carlos Luis de Ribera, este último autor de la portada de estilo neogótico del primer tomo. También plasmaron su firma Elena Feuillet, José de Madrazo, Jenaro Pérez Villaamil y extranjeros como Dauzats e Ingres. Todos ellos aportaron grabados de gran interés, «primero, porque se trata de estampas originales, no reproducciones; la segunda, porque en ellas se introduce en el grabado español el carácter del estilo romántico, que tendrá en la litografía uno de sus principales medios de expresión» 3.
Muchos de estos grabados ilustraron poemas y artículos de un nutrido grupo de escritores jóvenes de la época, entre los que figuraban Espronceda, Ventura de la Vega, Gabriel García Tassara, Leopoldo Augusto de Cueto, Pedro de Madrazo, Salvador Bermúdez de Castro, Mariano Roca de Togores, el conde de Campo Alange y el marqués de Molins. Asimismo sus páginas incluyeron traducciones de Byron, Irving, Alexandre Dumas y Victor Hugo, como también críticas de exposiciones y biografías de artistas contemporáneos consagrados.

No obstante el entusiasmo desplegado por sus promotores y el prestigio de que gozaba su cuadro de colaboradores, El Artista dejó de editarse poco más de un año después de su aparición, despidiéndose de sus lectores con la suerte de epitafio siguiente:
El Artista, en el estado actual de las cosas, no se puede sostener en nuestras manos; otras más hábiles podrían acaso darle suficiente interés para que en medio de los graves cuidados que agitan en el día a todos los ánimos, se dejase leer un periódico consagrado exclusivamente a las bellas artes y a la literatura4.
Tras la desaparición de El Artista surgieron otras revistas con similar vocación, pero sin que llegaran a alcanzar su calidad literaria y artística. Es el caso de El Renacimiento, que tras una corta vida se fusionó con El Semanario Pintoresco Español (1836-1857), dirigido por Mesonero Romanos, cuya mayor virtud fue la de prodigarse en la difusión de noticias de carácter artístico, en la descripción de monumentos y en la crítica de exposiciones, influyendo así en la conformación del gusto burgués de la época.
Entre sus colaboradores artísticos esta revista contó con Leonardo Alenza (1807-1845), protegido de Mesonero Romanos y al que ilustró sus Escenas matritenses, recayendo las principales aportaciones literarias en firmas tan relevantes como las de Hartzenbusch, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado, José Zorrilla, José Alarcón, Bretón de los Herreros y el propio Mesonero.
Otras publicaciones filorrománticas de esos años, si bien su existencia fue brevísima, son El Observatorio Pintoresco, No me olvides y El Siglo XIX. Por último, y para cerrar este apartado, hay que significar la aparición en 1838 de la revista que sirvió de portavoz a una de las instituciones culturales más destacadas del período isabelino: El Liceo Artístico y Literario.

Los liceos y otros lugares de encuentro.

Bajo el título de Liceo Artístico y Literario, en 1837 se constituyó en Madrid un centro de vital importancia para la innovación y el conocimiento de las artes y las letras, mundos ambos que se querían abrir camino en el espacio nacional de cara a los nuevos aires que sobrevolaban la sociedad española y que en no poca medida consiguieron descender y hacerse un hueco en los cenáculos liberales y, obviamente, románticos más influyentes del momento. Fundado por José Fernández de la Vega y establecido primeramente en su propia vivienda para pasar después al palacio de los duques de Villahermosa, en la calle de San Jerónimo y esquina con el paseo del Prado, su objetivo prioritario no es otro que «el fomento y prosperidad de las Letras y las Bellas Artes», organizándose para ello en seis secciones —literatura, pintura, escultura, arquitectura, música y declamación—, tal como se especifica en sus «constituciones» de 1838 y 1840. Pero además, el espíritu con el que se postuló su creación estaba impregnado por un claro deseo de fomentar la pacificación social, para lo cual se procuró la participación de personas de diferente condición y origen, en la convicción de que la comunicación es un instrumento indispensable a la hora de promover la comprensión y la tolerancia en una sociedad que, como la española de esos años, andaba sobrada de tensiones y crispaciones. De ahí que en este lugar de encuentro estuviera tácitamente prohibido hablar de política.
Las actividades desarrolladas por el Liceo fueron numerosas y variadas. Su vocación educativa se concretaba en la organización de sesiones públicas para dar a conocer las creaciones y habilidades, tanto literarias como artísticas, de sus socios. En el terreno de las bellas artes sus salas acogieron exposiciones, cuya calidad siempre era recogida en la prensa de la época, en las que participaron pintores como Jenaro Pérez Villaamil, José Gutiérrez de la Vega, Antonio María Esquivel, José Elbo, Vicente Camarón, Antonio Brugada y un largo etcétera, pudiéndose por tanto decir que las paredes del Liceo exhibieron obras de casi todos los artistas encuadrados en la primera generación romántica de la pintura española.
El Liceo gozó del afecto y de la protección de la reina gobernadora —los socios liceístas eran firmes partidarios de la causa isabelina—, por lo que no es de extrañar que en sus dependencias existiera una sala especial, denominada «sala regia», decorada con retratos de la familia real llevados a cabo por distintos pintores, así como con obras ejecutadas por algún miembro de la propia familia real. La misma María Cristina presentó cuadros de su autoría en las muestras de 1846 y 1848, generalmente copias de pinturas renacentistas (Rafael y Correggio) y dieciochescas (Tiepolo), modelos por los que aparte de sentir predilección le eran de fácil acceso al contar las colecciones reales sitas en Palacio con los correspondientes originales.

La participación de la reina regente en estas exposiciones tenía una doble intención. Por una parte, manifestar públicamente su interés por el Liceo; por otra, evidenciar el aprovechamiento de las lecciones impartidas por sus profesores Vicente y Bernardo López, Rosario Weiss y José y Federico de Madrazo, todos ellos pintores de cámara.
Esta vinculación de la Corona con el Liceo, materializada también por las visitas y adquisiciones de cuadros en su sede realizadas por María Cristina, se veía reforzada por la conmemoración en sus salones de algunos de los más significados acontecimientos que jalonaron la causa isabelina: la firma de la paz de Vergara, la mayoría de edad de Isabel II y las bodas reales. En esta línea de plena y recíproca identificación entre la Corona y el Liceo destaca el brillante acto organizado el 22 de diciembre de 1843 con motivo de la proclamación de Isabel II como reina de España, y en el que se hizo entrega a la nueva soberana de un álbum dedicado y compuesto por diecinueve composiciones poéticas y por trece dibujos originales a carboncillo y a la aguada, todos realizados por profesores del Liceo, ejemplar que se conserva en la Real Biblioteca y que se exhibe por primera vez en la presente muestra 5.
El fenómeno protagonizado por el Liceo fue emulado en gran parte del territorio nacional, mereciendo ser citados los círculos que de similar vocación surgieron en Sevilla, Valencia, Alicante, Murcia, Granada, Cádiz, Zaragoza, Burgos, Huesca, Salamanca, Lérida, Vitoria, Valladolid, Córdoba, Almería, Badajoz, Oviedo, La Coruña y Barcelona. Asimismo, el ejemplo madrileño sirvió de modelo para la fundación de liceos al otro lado del Atlántico, como fueron los de La Habana, Chile, Perú, Venezuela y México, figurando entre sus fines, amén de difundir la cultura, el uso correcto del castellano.

Por su entidad, su proyección pública y su repercusión política y social, el Liceo Artístico y Literario se erigió durante su existencia en el círculo cultural más prestigioso del momento. Sin embargo, su protagonismo intelectual no fue único ni excluyente, puesto que sus actividades se desenvolvían en un ambiente, el madrileño de la época, en el que también proliferaban establecimientos privados, sobre todo cafés, donde tenían lugar tertulias entre escritores y artistas, cuya frecuencia e intensidad hicieron decir que constituían «el ombligo intelectual del Madrid romántico».
De todas estas tertulias, cuyo precedente como lugar de encuentro de intelectuales y revolucionarios hay que encontrarlo en otras ciudades europeas, la que se reunía en el café Príncipe y bautizada como El Parnasillo fue la más famosa, pero también resultaron muy populares las que tenían lugar en Lhardy, El Iris, La Perla, La Iberia, Venecia y El Suizo, locales todos situados en las calles céntricas de la capital. Prueba de que estas reuniones tenían entidad propia y de que no pasaban desapercibidas en la sociedad madrileña es el hecho de que fueran recogidas plástica y literariamente por los artistas y los escritores de la época. Así, Antonio María Esquivel pinta El café (Museo de Bellas Artes, Bilbao), cuadro que plasma de una manera muy gráfica el ambiente de uno de esos encuentros y presente en la exposición que nos ocupa; por su parte, Mesonero Romanos, de quien figura un retrato debido a Víctor Manzano y Mejorada (Museo Municipal, Madrid), emplea más de una vez su pluma en describir literariamente dichos ambientes.

Las exposiciones

Dentro del mundo artístico las exposiciones constituyeron el vehículo de testimonio y respuesta a los ideales de libertad e igualdad esgrimidos perseverantemente a lo largo del siglo XIX. Sin ocultar que las muestras públicas de pintura representaron un papel sustancial en la promoción personal de unos artistas francamente necesitados de estímulos, lo cierto es que también desempeñaron una labor docente en una sociedad que, ayuna de instrucción en la mayoría de los aspectos, acudía a su contemplación con curiosidad y masivamente. De ahí que estos eventos se convirtieran en una de las manifestaciones socio-culturales más destacadas del siglo.
Aunque ya desde 1815 se venían convocando exposiciones oficiales en el ámbito educativo de la Academia de San Fernando, no es hasta 1853 y por real decreto de 28 de diciembre firmado por Isabel II cuando se instituyen las Exposiciones Nacionales dependientes del Ministerio de Fomento. La norma aprobada contempla diez artículos destinados a profesionalizar estos certámenes y a regular cuestiones relativas a los jurados, premios, recompensas y adquisiciones. También pretende garantizar la calidad de las obras presentadas, en un intento de mejorar el nivel artístico alcanzado en las anteriores exposiciones oficiales, estableciendo la previa selección de las mismas, la limitación de su número por cada artista concurrente y la no admisión de copias o de autores aficionados 6.
Las exposiciones así reglamentadas tuvieron una periodicidad bianual, aunque las perturbaciones políticas habidas en los años siguientes interrumpieron más de una vez el ritmo prefijado. El sistema establecido contemplaba la concesión de otorgar para cada una de las artes premios y medallas de tres categorías (teóricamente de oro, plata y bronce), denominadas de 1.a, 2.a y 3.a, así como otra de «honor» que podía recaer indistintamente en un pintor o en un escultor, reservándose para el Estado la adquisición de las obras galardonadas con la primera medalla.
La institución de estos certámenes vino impulsada por un creciente estado de opinión muy crítico con la situación de abandono que sufrían el arte y, consecuentemente, los artistas. Una situación que ya venía denunciándose desde hacía años, como bien demuestran los juicios expresados por Eugenio de Ochoa en el Semanario Pintoresco Español:
Uno de los rasgos más característicos del estado actual de España, y por actual no sólo el del momento, sino el de muchos años a esta parte, es la falta de actividad en todos los ramos que abraza la inteligencia humana. [...]
Veamos, pues, el actual estado de las bellas artes en nuestro país. ¿Puede acaso ser más lastimoso? ¿Qué corazón no se llena de amargura al ver el vergonzoso abatimiento en que han caído aquellas hermosas hijas del cielo, objeto el más digno, después de la divinidad, del culto de los hombres?7.

Ese abandono al que alude Ochoa venía motivado en buena medida por la desaparición del mecenazgo ejercido por la Iglesia y la Corona, gracias al cual había vivido el arte hasta el advenimiento del romanticismo. La Iglesia, que había perdido gran parte de sus bienes por la desamortización de Mendizábal, se conforma con mantener el patrimonio que le quedaba y apenas encarga obras nuevas. Por su parte, el mecenazgo real, que tan generoso había sido con Carlos III y Carlos IV, es interrumpido por Fernando VII, limitándose la Corona a mantener un reducido número de artistas como pintores de cámara, siempre los más afamados, y a adquirir algunos cuadros, mayoritariamente retratos y de tema histórico.
En el caso de la aristocracia también se constató su progresivo abandono como cliente tradicional, centrando sus escasas adquisiciones en retratos firmados por los pintores más en boga. La antigua, porque acusa la pérdida de influencia, y la moderna, porque concentra sus preocupaciones e intereses más en situarse en la corte que en relacionarse con el mercado del arte.
Sólo una clase social emergente y con cierto poder económico, la burguesía, empezó a interesarse por la plástica, si bien limitaba sus gustos al retrato y a cuadros de pequeño formato, costumbristas y de paisaje, destinados a decorar sus hogares. Se incorporaba así un nuevo demandante al mercado del arte, pero sin el suficiente peso como para cubrir el déficit causado por la Iglesia, la Corona y la aristocracia.
Este letargo del arte vino a despertar la preocupación del Estado, que se ve en la necesidad de ejercer una decidida protección al mismo. Para ello, además de intensificar sus ayudas a la formación artística a través de academias, de escuelas y de la concesión de pensiones, crea e institucionaliza las más arriba mencionadas Exposiciones Nacionales, certámenes que se convierten en el principal punto de venta de los artistas, muchas de cuyas obras pasan a engrosar los fondos de los museos y a decorar los organismos públicos. Se trató, pues, de una iniciativa que reactivó muy positivamente el, desde hacía muchos años, depauperado mundo del arte, constituyéndose además en un magnífico documento para el estudio del arte decimonónico: se celebraron diecisiete exposiciones, concurrieron 2.557 artistas y se exhibieron 11.419 obras, de las que más de seiscientas fueron adquiridas por el Estado; un Estado, el liberal, que demostró así desempeñar un significativo concurso en el mecenazgo artístico.

La idea original de crear en la capital de España un museo público con criterios modernos se debe a José I y sus ministros en la época de la ocupación francesa (1808-1813), idea inspirada por el propósito de dar a conocer muchas obras de arte procedentes en su mayoría de las requisas practicadas en palacios y conventos durante la invasión napoleónica. De este modo, el 20 de diciembre de 1809 se publica un decreto cuyo primer artículo establece que «se fundará en Madrid un museo de pintura que contendrá las colecciones de las diversas escuelas y a este efecto se tomarán de todos los estamentos públicos y aun de nuestros palacios los cuadros que sean necesarios para completar la reunión que hemos decretado» 8. Un año después, mediante otra norma del mismo rango, se destina el palacio de Buenavista, actual Cuartel General del Ejército y sito en la calle de Alcalá, como lugar elegido para albergar el nuevo museo, que presuntamente habría de llamarse Museo Josefino. Sin embargo, la salida definitiva de España del hermano mayor de Napoleón en 1813 no permitió la realización del pretendido museo.

Con la vuelta de Fernando VII, tras seis años de exilio en Francia, se retoma la idea, encargándose el proyecto a la Academia de San Fernando para que lo materializara en el mismo lugar, es decir, en el palacio de Buenavista. Tampoco en esta ocasión pudo prosperar el pensamiento de ejecutarlo por las dificultades que de variada índole, entre ellas las económicas, encontró la Academia.

Se atribuye a Isabel de Braganza, segunda esposa de Fernando VII, un papel primordial en la tarea de llevar a buen puerto la ejecución del ya por dos veces frustrado nuevo museo, así como en el de la elección de su definitivo emplazamiento —el actual— en el edificio erigido en el paseo del Prado por Juan de Villanueva en 1785 para Museo de Ciencias Naturales, cuyas dependencias fueron utilizadas durante la invasión napoleónica como cuartel de caballería.

A falta de una documentación escrita que pueda demostrar de modo fehaciente ese protagonismo de Isabel de Braganza, bien puede avalarlo el retrato postumo que de su figura llevó a cabo Bernardo López, ya que el lienzo sitúa a la reina de cuerpo entero, dirigiendo su mano derecha hacia el edificio Villanueva, visible a través de una ventana situada al fondo de la composición, mientras que su mano izquierda aparece posada sobre planos de distribución de los cuadros en las salas de la pinacoteca. En todo caso, el 19 de noviembre de 1819, esto es, un año después de que la soberana falleciese, fue inaugurado el museo, convirtiéndose así en realidad la idea nacida diez años antes.

Dado que los fondos del museo estaban formados en su mayor parte por cuadros procedentes de la Corona y que su dirección y administración estaban a cargo de personas pertenecientes al entorno palaciego, no es de extrañar que en el testamento otorgado por Fernando VII, dado a conocer tras su muerte en 1833, figuren como bienes patrimoniales, propiedad privada del rey, las obras expuestas en la pinacoteca. Esta disposición conduce en primera instancia a tasar dicho patrimonio, de cara a dividirlo en dos partes y a distribuirlo entre las dos hijas del monarca, Isabel y Luisa Fernanda. Sin embargo, y ante las voces discrepantes que se hacen oír en contra de la división de las colecciones, se designa una comisión para que encuentre una solución al contencioso planteado, solución que tarda en llegar. No es hasta 1845 cuando se dictamina que el patrimonio artístico real pertenece a la ya Isabel II, fijándose como contrapartida una indemnización a su hermana.

El arreglo alcanzado nunca pareció satisfacer a su madre, María Cristina, que lo recurrió largamente, hasta el punto de que todavía en 1857 sus abogados, entre los que se encontraba Manuel Cortina, mantenían vivas sus reclamaciones. Llegóse a decir que si de ella hubiera dependido el museo habría sido disuelto9.

Decidido pues el asunto, el Museo del Prado inicia una nueva etapa en la que es administrado con mentalidad palatina, como así lo pone de manifiesto el hecho de que sus sucesivos directores fueran José de Madrazo, que ocupaba el cargo desde 1838 y lo prolongó hasta 1857, Juan Antonio de Ribera (1857-1860) y Federico de Madrazo (1860-1868), todos ellos nombrados por la propia Isabel II, con el añadido de llevar aparejada esa condición con la de primer pintor de cámara, una asimilación que provocó descontento entre los pintores del propio círculo cortesano10. Isabel II quiso que los fondos del Museo procedentes de las colecciones reales quedaran vinculados a la Corona. Así lo estableció la ley de 12 de mayo de 1865 evitando que los herederos de la reina pudieran repartirse y enajenar aquellos fondos. La relación del museo con la Corona fue, como se ve, muy estrecha. Hasta el punto de hacer escribir a José de Madrazo en materia de orden interno de la pinacoteca que «Su Majestad, como dueña de éste, puede a su arbitrio enseñar o no a las personas que quiera la parte del mismo que tenga por conveniente»11.

El destronamiento de Isabel II en 1868 acaba con esa estrecha dependencia, proyectándose una nueva reglamentación dirigida a convertir los fondos del museo en bienes nacionales. Para comenzar esta nueva etapa se designa director a Antonio Gisbert, artista comprometido con la causa liberal y autor del cuadro de historia Los Comuneros que figura en esta exposición, una segunda versión del que se encuentra en el Congreso de los Diputados y que le fue encargada en su día por el entonces ministro Salustiano Olózaga.
El hecho más notorio que se registró durante el mandato de Gisbert fue la fusión del Museo Nacional de la Trinidad —institución creada el 31 de diciembre de 1837 para albergar cuadros procedentes de la desamortización y que desde 1846 compartía sede con el Ministerio de Fomento en la madrileña calle de Atocha— con el Museo del Prado. Esta decisión, que quiso justificarse en razón a «incorporar desde luego al que ayer fue Museo Real y hoy es legítimo patrimonio de la Nación, el Museo Nacional»12, respondía, no obstante, al temor no declarado de posibles reclamaciones futuras en el supuesto de una eventual restauración borbónica. En cualquier caso, esta medida resultó desde el punto de vista artístico muy negativa por cuanto que, al no disponer el Museo del Prado de los recursos necesarios para asumir tanta obra, gran número de cuadros salieron en calidad de depósito a un sinfín de dependencias oficiales, con los consiguientes riesgos de una deficiente conservación, cuando no de pérdidas irremediables.

La pintura

Una de las manifestaciones más emblemáticas del arte durante la era isabelina fue la pintura. De ello dan fe las obras elegidas para ilustrar esta exposición, consignadas y comentadas en este apartado, cuya variedad temática y compositiva ofrece al espectador una ocasión extraordinaria para poderlo así comprobar.
En la génesis del arte romántico español fue muy importante el concurso desempeñado por algunos pintores que estuvieron al servicio de Fernando VII y que alcanzaron su plena madurez artística coincidiendo con el advenimiento de Isabel II, a quien siguieron sirviendo en calidad de pintores de cámara. Tal es el caso de Vicente López, José de Madrazo y Juan Antonio de Ribera.
El valenciano Vicente López (1772-1850) recibió sus primeras enseñanzas en la Academia de San Carlos de Valencia para completarlas después en Madrid en estrecho contacto con la tradición académica que encarnaban Mengs, Francisco Bayeu y Mariano Salvador Maella, sobre todo con este último, con quien permaneció tres años. En 1814, ocupando ya Fernando VII el trono, es promocionado a primer pintor de cámara, además de ser nombrado académico-director de las enseñanzas de pintura y director del Museo del Prado.
López cultivó un amplio abanico de géneros pictóricos, sin que falte en su hacer la ejecución de frescos, como el del techo del salón de Carlos III, en el Palacio Real de Madrid. Pero sin duda, lo más destacado de su obra son los retratos, como así lo atestigua el hecho de que posaran para sus pinceles los más destacados personajes de la sociedad española de la primera mitad de siglo. Extraordinariamente dotado para el dibujo, sus retratos son minuciosos tanto en los detalles y complementos de indumentaria (encajes, joyas, condecoraciones, etc.) como en la epidermis de los rostros efigiados, cuya reproducción es tan real que llega a reflejar la «última arruga», hasta el punto, incluso, de envejecer en exceso a sus modelos. Dos valiosas muestras de este buen hacer figuran en la exposición. Carlos María Isidro (Real Academia de San Fernando, Madrid), retrato del hermano de Fernando VII que al reivindicar el trono de España por no acatar la abolición de la Ley Sálica causó la primera guerra carlista, cuya composición responde al modelo oficial, mostrando la figura de tres cuartos mirando al espectador y vestida de uniforme engalanado con la banda de Carlos III y condecoraciones. En la misma línea oficial figura el retrato de Isabel II (Ministerio de Hacienda, Madrid), fechado en 1843, en el que la reina aparece elegantemente vestida y sentada en un trono con todos los atributos del poder: la corona y el cetro de oro y cristal de roca, cuyo original, este último, también está presente en la exposición.

Debido al gran número de encargos que recibía, Vicente López disponía de un taller a la antigua usanza, con ayudantes y discípulos seguidores de su estilo. Entre ellos ocuparon un lugar destacado sus hijos Bernardo (1799-1874) y Luis López Piquer (1802-1865). De Bernardo, que fue profesor de la reina y de otros miembros de la familia real (Francisco de Asís y el infante Sebastián, entre otros), y al igual que su padre primer pintor de cámara en 1858, se muestra en la exposición una deliciosa colección de pasteles ovalados con las imágenes de las infantas Isabel, Eulalia, Paz, Pilar y del príncipe Alfonso (Palacio Real de Aranjuez y Real Alcázar de Sevilla). Por su parte, Luis, también retratista y autor de dos frescos que lucen en sendos techos del Palacio Real, tiene en su haber un estilo más personal y despegado que el practicado por su padre y, desde luego, más ambicioso que el de su hermano. Así lo avala su decisión de aceptar el encargo, mediante concurso público, de una composición que le haría famoso y que no es otra que la titulada La coronación de Quintana por la reina Isabel II (Palacio del Senado, Madrid. Depósito del Museo del Prado), acto celebrado en el Palacio del Senado el 25 de marzo de 1855 y que constituyó todo un acontecimiento 13. Se trata de un retrato colectivo en el que puede reconocerse a la práctica mayoría de los personajes más relevantes de la cultura y de la política de la época; de un lienzo cuyas grandes proporciones ha impedido ser colgado en esta exposición, aunque sí puede contemplarse el boceto de la cabeza de Quintana (Biblioteca Nacional, Madrid) en el momento de serle impuesta la corona por la reina, así como el original de dicha corona y la bandeja con la que el insigne poeta, dramaturgo y político fue obsequiado.

Semejante trayectoria a la seguida por Vicente López fue la protagonizada por Juan Antonio de Ribera (1779-1860), pintor madrileño que, tras iniciarse de manos de Francisco Bayeu, obtuvo una pensión para perfeccionar sus estudios en París, donde disfrutó durante tres años de las enseñanzas del maestro David. Proclamada la guerra de la Independencia y fiel a «su» rey Carlos IV, que abandona Madrid para establecerse en el palacio Barberini de Roma, Ribera, que ya fuera pintor de cámara con Fernando VII, le sigue hasta la capital italiana, ciudad en la que nacería su hijo Carlos Luis, así llamado al ser apadrinado su bautizo por los destronados Carlos y María Luisa, y que al discurrir de los años se convertiría en uno de los pintores románticos más celebrados de la era isabelina. A la muerte de «sus» soberanos, a Ribera le encargan inventariar, custodiar y trasladar a Madrid los 688 cuadros que albergaban los aposentos de los padres de Fernando VII. Una vez vuelto a la capital de la corte, Ribera ingresa como «individuo de mérito» en la Real Academia de San Fernando merced a su cuadro La destrucción de Numancia (Real Academia de San Fernando, Madrid), lienzo incluido en la exposición, de contenido y alcance histórico-nacionalista y por supuesto ejemplarizante en cuanto que el tema evoca la inmolación de la población numantina antes de entregarse al invasor. Amén de ser nombrado pintor de cámara, época en la que por encargo pintó distintos motivos alegóricos y religiosos, así como frescos en los palacios Real y del Pardo de Madrid, y de tomar parte activa en la renovación de las enseñanzas pictóricas en 1835 como profesor del «dibujo del natural» de la Real Academia de San Fernando, sucedió en 1857 a José de Madrazo (1781-1859) en la dirección del Museo del Prado.

Este último, asimismo de formación davidiana, también acompañó a Carlos IV en su exilio romano y regresó a España con Fernando VII, emprendiendo tareas de gran trascendencia artística como fundador y director del Real Establecimiento Litográfico desde 1830, pues bajo su control y supervisión se realizaron colecciones de grabados tan destacadas como «La colección litográfica de cuadros del rey de España» y «La colección de vistas litográficas de los Sitios Reales por orden del rey de España Fernando VII de Borbón». Ya al servicio de Isabel II, pintó retratos de la reina niña, culminando su carrera profesional con su nombramiento en 1850 como primer pintor de cámara y director, como ya se ha dicho, del Museo del Prado, cargo que ocupó hasta dos años antes de su muerte.
Sin perjuicio de poseer incuestionables condiciones innatas, la herencia educativa —el purismo de la línea y la formación académica— proporcionada por sus respectivos padres y la influencia que éstos tenían en el ámbito artístico del momento, ayudaron a que tanto Federico de Madrazo como Carlos Luis de Ribera se erigieran, cada uno con una trascendencia y un eco de diferente alcance por proceder de distintos orígenes sociales, en los exponentes más preclaros de la transición pictórica hacia el romanticismo. Al igual que en el caso de sus progenitores, sus vidas guardaron un singular paralelismo, circunstancia que se inicia por coincidir su lugar y año de nacimiento (Roma, 1815) y que continúa con su primera formación en la Academia de San Fernando, su colaboración en El Artista, su simultánea estancia en País para completar estudios y su fugaz adhesión al «nazarenismo», corriente romántica alemana que influyó en la pintura religiosa practicada por ambos.
Federico de Madrazo (1815-1894) fue el retratista por excelencia de la era isabelina. A partir de 1842, por su estudio de Madrid pasa «la flor y nata» de la sociedad, esto es, aristócratas, políticos, literatos y artistas, tal como lo atestiguan el retrato de Pedro Téllez Girón, XI duque de Osuna (Banco de España, Madrid) y el del literato Ángel Saavedra, duque de Rivas (Museo Romántico, Madrid). Nombrado en 1857 primer pintor de cámara se convirtió en el retratista oficial de Isabel II, llegando a realizar nada menos que veintiocho retratos de la misma, así como otros muchos a distintos miembros de la familia real. En Isabel II (Ministerio de Hacienda, Madrid), que responde al prototipo de retrato oficial, la reina aparece ricamente ataviada y enjoyada, de pie y con los atributos del poder. También pintó en repetidas ocasiones a su marido. Don Francisco de Asís (Congreso de los Diputados, Madrid), lienzo que se exhibe por primera vez, de cuerpo entero y uniforme, en la línea de los retratos de cámara, es muy semejante al de Don Antonio de Orleans (Palacio Real, Madrid), cuñado de la soberana, que viste uniforme de capitán general con la banda de Carlos III y el Toisón. Federico de Madrazo fue especialmente cotizado como retratista de mujeres, de las que le interesaban tanto su fisonomía como el último detalle de su atuendo, envolviendo acertadamente las figuras con una luz misteriosa que contribuye a su embellecimiento e idealización, pero sin llegar nunca a perder su parecido y sacando lo mejor de cada una.

Por su parte, Carlos Luis de Ribera (1815-1891), también pintor de cámara desde 1846, ejecutó algunos retratos de Isabel II y de la familia real. Profesor de ambientación y ropaje de la Academia de San Fernando, fue maestro de los más significados pintores de historia, género que él mismo cultivó desde muy joven. El cénit de su carrera artística fue la decoración del techo del salón de sesiones del Congreso de los Diputados de Madrid, en 1850, fresco en el que, además de representar exhaustivamente la historia de la legislatura española, plasma a Isabel II en un gran medallón central, entronizada, coronada por la Fama y el Saber, y rodeada de los hombres más ilustres de España.
A medio camino entre la tradición de la pintura andaluza y el retrato cortesano es obligado mencionar a dos pintores muy significativos del romanticismo isabelino: Antonio María Esquivel (1806-1857) y José Gutiérrez de la Vega (1791 -1856), ambos sevillanos y afincados en Madrid desde 1831, y que formaron parte activa en la fundación y vida del Liceo Artístico y Literario, donde expusieron repetidas veces. Los cuadros Ventura de la Vega leyendo una obra a los actores del teatro del Príncipe (Museo Romántico, Madrid) y el retrato de José de Espronceda (Biblioteca Nacional, Madrid), ambos de Esquivel, y el realizado por Gutiérrez de la Vega a Mariano José de Larra (Museo Romántico, Madrid), son demostrativos testimonios de esa comunidad fraternal que se dio entre los artistas y los literatos de la época.
Ambos pintores aspiraron a ocupar un puesto relevante en la corte isabelina haciendo retratos de la reina. Gutiérrez de la Vega es rechazado, pero no así Esquivel, que acaba siendo nombrado pintor de cámara en 1843. Entre los muchos retratos reales que este último realizó sobresalen dos de extraordinaria calidad: Isabel II (Banco de España, Madrid), cuando todavía era niña, e Isabel II y Luisa Fernanda (Real Alcázar de Sevilla), llevado a cabo poco antes del casamiento de ambas hermanas, en el que figuran sentadas en un jardín, mostrando una actitud tan tierna y natural que bien puede atribuírsele a este lienzo la condición de ser el más romántico de los retratos cortesanos.

Aunque el retrato, fuente segura de ingresos de la mayoría de los pintores decimonónicos por la gran demanda que del mismo hicieron todas las clases sociales, proliferó por doquier, fue el costumbrismo el más singular, autóctono y espontáneo de todos los géneros presentes en el panorama artístico de esos años y, por tanto, el más romántico de ellos. Como su nombre indica, su propósito es reflejar en los lienzos todo aquello que tiene que ver con la vida popular y las costumbres, un deseo u objetivo que viene motivado fundamentalmente por dos causas: una, la mitificación foránea que se hace de España merced a los testimonios de los numerosos viajeros románticos que por entonces recorren nuestro país; dos, el anhelo propio de exaltar al pueblo como principal depositario de las tradiciones nacionales, supuestamente amenazadas por la fuerza de las influencias extranjeras.
Dentro del costumbrismo se decantan dos tendencias bien diferenciadas. Una, amable y folclorista, que se desarrolla en Andalucía, y otra, amarga y desgarrada, heredera de la tradición goyesca, que florece en el ámbito madrileño. El costumbrismo andaluz tuvo un primer precedente en Cádiz, pero se cultivó con fuerza en Sevilla coincidiendo con el gran desarrollo que adquirió la ciudad a mitad de siglo y con la presencia del duque de Montpensier y Luisa Fernanda, que se instalan en el palacio de San Telmo en 1848 y ejercen un papel decisivo en el ambiente cultural de la ciudad. Entre los primeros costumbristas sevillanos deben ser citados Antonio Cabral Bejarano (1788-1861) y su paisano José Domínguez Bécquer (1805-1841), que pinta cuadros de pequeño formato, con tipos y escenarios pintorescos, como La Giralda desde la calle Placentines (Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, Madrid).

Ambos pintores también se dedicaron a la enseñanza y fueron los iniciadores de sagas familiares cuyos miembros llevaron al género costumbrista a cotas de gran brillantez. Véase, por ejemplo, el cuadro Procesión de Viernes Santo en Sevilla de Bejarano. De entre los Bécquer, Joaquín (1817-1879) muestra una gran habilidad en la captación luminosa, lo que le llevó a realizar escenas al aire libre de gran complejidad, como La plaza de la Maestranza (Museo de San Telmo, San Sebastián) y cuadros como El baile de los gitanos (Real Alcázar, Sevilla), donde se quiere dar la visión más amable de la vida andaluza. Pero el más famoso de la dinastía fue sin duda Valeriano (1833-1870), hijo de José y hermano del poeta Gustavo Adolfo, cuya facilidad para el retrato se pone de manifiesto en Interior isabelino (Museo de Bellas Artes, Cádiz), en el que recoge con gran encanto la intimidad de un interior burgués. Sus grandes dotes de observación le llevaron a plasmar tipos populares y paisajes de distintos rincones de la geografía española, como La fuente de la ermita de Sonsoles (Museo del Prado, Madrid).
También interesado por el tema popular es Manuel Rodríguez de Guzmán (818-1867), que se especializa en la representación de ferias y fiestas andaluzas, a las que dota de gran vitalidad y animación, y de las que La feria del Rocío (Real Alcázar de Sevilla) es una de sus mejores realizaciones. Tuvieron tal éxito sus cuadros que la propia Isabel II le encarga que pinte algunos más con fiestas y escenas de otros lugares de España, circunstancia a la que corresponde el titulado Lavanderas del Manzanares (Museo del Prado, Madrid). Por último, y como colofón de estas referencias pictóricas del costumbrismo andaluz, no resulta vano decir que la contemplación de cuadros como Misa mayor en una iglesia andaluza (Museo de Bellas Artes, Bilbao), de Joaquín Fernández Cruzado (1871-1856), y La feria de Sevilla (Museo de Bellas Artes, Bilbao), de Andrés Cortés y Aguilar (1815?-1879), revelan la complejidad escenográfica y compositiva que llegan a adquirir los cuadros costumbristas.
Sin la alegría argumental y cromática de los cuadros andaluces, puesto que sus ejemplos son amargos y críticos en los temas, abocetados y sueltos en su ejecución, así como modestos en cuanto a formato, el costumbrismo madrileño representa otra visión de la vida popular y tan cercana a veces a lo goyesco que algunos de sus cultivadores han sido tachados de «imitadores» de Goya. Uno de sus máximos representantes fue Leonardo Alenza (1807-1845), protagonista de una vida tan corta como llena de dificultades, pero extraordinario dibujante. Seguramente debido a su formación académica se interesa por el género histórico y realiza cuadros como La muerte de Daoíz (Museo Romántico, Madrid), si bien son los de temas callejeros, como La sopa boba (Museo Lázaro Galdiano, Madrid), los que mejor reflejan el ambiente sórdido de la vida madrileña y que tanto le gustaba representar. También de esta corriente romántica es Eugenio Lucas (1817-1870), precisamente al que más se le ha relacionado e incluso confundido con Goya, no tanto por la técnica empleada como por la similitud de los temas tratados, especialmente los de corte taurino. En algunas de sus obras, como en la titulada La traída de aguas del Lozoya (colección particular, Madrid), donde se recoge un acontecimiento de suma importancia para la vida cotidiana de los madrileños, se vienen a fundir costumbrismo y paisaje.
Hermanado con el costumbrismo, el paisaje romántico español —vital, imaginativo y literario— es un género típicamente representativo de la época y se manifiesta casi siempre vinculado a un cierto pintoresquismo en el que lo humano y lo arquitectónico son inseparables del propio paisaje. El ferrolano Jenaro Pérez Villaamil (1807-1885) es el más destacado de los paisajistas románticos. Fuertemente influido en su juventud por el paisajismo inglés (Lewis, Turner, Palmer y su contemporáneo David Roberts), se afinca en Madrid en 1834, donde participa de lleno en la vida cultural y se convierte en el primer catedrático de Paisaje de la Academia de San Fernando. Los tres cuadros suyos aquí expuestos son un claro exponente de la riqueza y variedad de sus paisajes. En El Pórtico de la Gloria(Palacio Real, Madrid) demuestra su habilidad para la reproducción de las arquitecturas; en El viático (Real Alcázar de Sevilla) describe un paisaje interior con claras connotaciones costumbristas, y en Inauguración del ferrocarril de Langreo por la Reina Gobernadora. Entrada del tren en Gijón (Ministerio de Fomento, Madrid) da una amplia visión escenográfica, enriqueciendo el acontecimiento con un enjambre de figurillas humanas que dan gracia y vitalidad al paisaje. Además, y directamente relacionado con el concepto de paisaje del romanticismo español, hay que destacar como una de sus grandes aportaciones la edición de La España artística y monumental, realizada en París en 1842, un proyecto editorial muy ambicioso en el que se ofrece una visión arquitectónica y pintoresca de España en la línea de los libros de viajes ilustrados tan de moda por entonces. Años antes había iniciado algo similar Javier Parcerisa con sus Recuerdos y Bellezas de España (1839-1865), y años más tarde Francisco de Paula van Halen llevaría a cabo España pintoresca y artística (1844-1847), álbumes todos ellos presentes en la exposición.

Otro de los pioneros del paisajismo romántico fue el madrileño Antonio Brugada (1808-1863), que, exiliado por motivos políticos, se forma en Francia con el pintor marinista T. Goudin, especializándose en paisajes marinos donde los navios están casi siempre a merced de mares embravecidos, como en Vapor de ruedas de guerra Isabel II (Museo Naval, Madrid).
Dentro del paisajismo andaluz, Manuel Barrón y Carrillo (1814-1834), sevillano y amigo de Villaamil en su juventud, proporciona una visión grandiosa y pintoresca del paisaje al incluir figuras de bandoleros muy del gusto de los viajeros extranjeros. La cueva del Gato y Contrabandistas en la serranía de Ronda (ambos en el Museo de Bellas Artes, Sevilla) alimentan así la imagen romántica de España.
En el ámbito de Cataluña, Ramón Martí Alsina (1826-1894) es el último eslabón del paisajismo romántico, todavía presente en Paisaje (Palacio Real de Aranjuez), pero después de una estancia en París sus paisajes derivan hacia las nuevas corrientes realistas. El también de su firma La visita de Isabel II al monasterio de Montserrat (Palacio Real de Aranjuez) debe situarse entre los muchos cuadros de crónica contemporánea que se realizaron con motivo de los viajes y acontecimientos más llamativos que protagonizó la reina y que, al margen de su mayor o menor acierto en la ejecución, constituyen un valioso testimonio gráfico. Tales son los debidos a Joaquín Sigüenza, Los gloriosos trofeos ganados a los marroquíes en la toma de Tetuán por el bravo ejército español, paseados triunfalmente en presencia de SS.MM. y AA.RR. el 14 de febrero de 1860 (Palacio Real, Madrid), y a José Roldán, Su majestad la reina Isabel II en el acto de besar la mano al pobre mas antiguo del hospital de la Caridad de Sevilla (Hermandad de la Santa Caridad, Sevilla).

El recorrido hasta aquí descrito viene a poner de relieve, siquiera de forma aproximada, que el arte en la era isabelina, con sus luces y sus sombras, tuvo más importancia de lo que habitualmente se le ha venido concediendo. Por otra parte, también «descubre» que las relaciones de Isabel II con el mundo artístico que se desarrolló durante su largo reinado no fueron tan escasas ni tan distantes como algunos historiadores han sugerido o incluso sostenido con sorprendente firmeza. En su transcurso se mantuvo y promocionó a artistas que de otro modo no hubieran alcanzado el grado de maestría que hoy se les reconoce. La promoción de pintores de cámara, los reiterados encargos reales y las numerosas adquisiciones de obras de arte, llevadas a cabo por la Corona, extremos estos de los que existe abundante constancia documental en el Archivo de Palacio14, desmienten sin duda ese pretendido desinterés.

  1. Navas Ruiz, R., El Romanticismo español, Madrid, Cátedra, 1990, p. 49.
  2. Citado por Allison Peers, E., Historia del movimiento romántico español, Madrid, Credos, 1973.
  3. Gallego Gallego, A., Historia del grabado en España, Madrid, Cátedra, 1979, p. 349.
  4. El Artista, Madrid, 1936, II, p. 159.
  5. Quiero agradecer a Arancha Pérez Sánchez toda la información sobre El Liceo y la existencia del álbum dedicado a la reina, datos recogidos en su tesis, aún inédita, titulada El Liceo Artístico y Literario (1837-1851), Madrid, UAM, 2003.
  6. Véase Gutiérrez Burón, J., Exposiciones nacionales de pintura en España en el siglo XIX, Madrid, Universidad Complutense, 1987.
  7. Citado por Henares Cuéllar, I., Romanticismo y teoría del arte en España, Madrid, Cátedra, p. 59.
  8. Pérez Sánchez, A. E., Pasado, presente y futuro del Museo del Prado, Madrid, Fundación Juan March, 1977, p. 13.
  9. Gaya Ñuño, J. A., Historia del Museo del Prado (1819-1976) Madrid, Everest, 1977, p. 81.
  10. De Miguel Egea, R, «Juan Antonio de Ribera, Director del Real Museo de Pintura y Escultura y primer pintor de Cámara de Isabel II. Un nombramiento cuestionado por Federico de Madrazo», Boletín del Museo del Prado ( 1982), p. 37.
  11. Citado por Pérez Sánchez, A. E., op. cit., p. 25.
  12. Reyero Hermosilla, C., «Noticias biográficas y artísticas del pintor caudetano Cosme Alga-rra, último director del Museo Nacional de la Trinidad», en Actas del Congreso de Historia del Arte. Albacete, 1984, IV, p. 555.
  13. De Miguel Egea, P., «La coronación de Quintana, todo un acontecimiento», en Tiempo y espacio en el arte (homenaje al profesor Antonio Bonet Correa). Madrid, Complutense, 1994.
  14. Reyero Hermosilla C., «Isabel II y la pintura de historia», Reales Sitios (1991).