—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

miércoles, 31 de octubre de 2012

164.-Antepasados del rey de España: Felipe V de España, llamado «el Animoso» a


  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas ; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala ; Marcelo Yañez Garin; Maria Francisca Palacio Hermosilla; 

Aldo  Ahumada Chu Han 

Felipe de Borbón y Baviera. En Frances: Philippe de France.

 (Versalles, 19 de diciembre de 1683-Madrid, 9 de julio de 1746), fue rey de España desde el 16 de noviembre de 1700 hasta su muerte en 1746, con una breve interrupción (comprendida entre el 16 de enero y el 5 de septiembre de 1724) por causa de la abdicación en su hijo Luis I, prematuramente fallecido el 31 de agosto de 1724.
Como bisnieto de Felipe IV, fue el sucesor del último monarca de la Casa de Austria, su tío-abuelo Carlos II, por lo que se convirtió en el primer rey de la Casa de Borbón en España. Su reinado de 45 años y 3 días (partido, como ya se ha señalado, en dos periodos separados) es el más prolongado en la historia de este país.
Segundo hijo del gran delfín Luis de Francia y de María Ana Cristina de Baviera, fue designado heredero de la Corona de España por el último rey español de la dinastía de los Habsburgo, Carlos II, que murió sin descendencia. La coronación de Felipe de Anjou en 1700 como Felipe V de España supuso el advenimiento de la dinastía borbónica al trono español.
En su primera etapa, el reinado de Felipe V estuvo tutelado por su abuelo, Luis XIV de Francia, a través de una camarilla de funcionarios franceses encabezada por la princesa de los Ursinos. Esta circunstancia indignó a la alta nobleza y la oligarquía españolas y creó un clima de malestar que se complicó cuando el archiduque Carlos de Austria (el futuro emperador Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico) comenzó a hacer efectivas sus pretensiones a la Corona española, con el apoyo de los antiguos reinos de la Corona de Aragón, pues los catalanes mantenían su resentimiento hacia los franceses a raíz de la pérdida del Rosellón y la Cerdaña transpirenaicos.
Tras contraer matrimonio con Maria Luisa Gabriela de Saboya, Felipe V marchó a Nápoles en 1702 para combatir a los austriacos. Poco después regresó a España para hacer frente a los ataques de la coalición angloholandesa que apoyaba al archiduque Carlos de Austria y que precedieron al estallido de la guerra de Sucesión en 1704. El largo conflicto internacional adquirió en España un carácter de guerra civil en la que se enfrentaron las antiguas Coronas de Castilla y Aragón.
En 1707, la situación se tornó crítica para el soberano español, dado que, si bien había obtenido algunas victorias importantes, perdió el apoyo de Luis XIV de Francia, quien hubo de retirarse de la contienda a raíz de los reveses sufridos en el continente. Sin embargo, al margen de las alternativas en el campo de batalla, la muerte del emperador austriaco José I y la coronación como emperador del archiduque Carlos de Austria en 1711 dieron un vuelco radical a las cosas.
Si el origen del conflicto había sido el peligro de una unión de Francia y España, a pesar de la cláusula que lo impedía en el testamento de Carlos II, la nueva situación dio lugar a que británicos y holandeses dejaran de apoyar a Austria, también por razones geoestratégicas, y negociaran con España los tratados de Utrecht, de 1713, y de Rastadt, del año siguiente, por los que Felipe V cedía su soberanía sobre los Países Bajos, Menorca, Gibraltar, la colonia de Sacramento y otras posesiones europeas y al mismo tiempo renunciaba a sus derechos sucesorios en Francia, a cambio de lo cual era reconocido como rey de España.
Los catalanes, que entretanto habían proseguido la guerra en solitario, capitularon finalmente en 1715. El monarca emprendió entonces una profunda reforma administrativa del Estado de carácter centralista, cuyas líneas más significativas fueron el fortalecimiento del Consejo de Castilla y el Decreto de Nueva Planta de la Corona de Aragón, por el que disolvía sus principales instituciones y reducía al mínimo su autonomía
Tras enviudar, Felipe V se casó enseguida con Isabel de Farnesio, quien se convirtió en su principal consejera y, tras apartar al grupo francés, tomó las riendas del poder con el propósito de asegurar el futuro de sus hijos, Carlos y Felipe. A través del cardenal Alberoni, promovió las campañas de Italia y de los Pirineos con la intención de recuperar los territorios perdidos a raíz de la guerra, pero la intervención británica impidió su propósito.
En 1723, a la muerte del regente francés, Felipe V abdicó en favor de su hijo Luis con la esperanza de reinar finalmente en Francia. Sin embargo, la muerte de Luis I ese mismo año a causa de la viruela lo llevó de nuevo al trono español. Esta segunda etapa de su reinado estuvo señalada por el avance de su enfermedad mental y el control que su esposa ejercía sobre los asuntos del reino. Las guerras de Sucesión de Polonia y Austria originaron los pactos de familia con Francia de 1733 y 1743, que clarificaron el futuro de los hijos de Isabel de Farnesio, al asegurar al infante Carlos el trono de España y al infante Felipe el Milanesado, Parma y Plasencia.
La ocupación de este territorio suscitó el bloqueo naval por parte de Gran Bretaña, cuyas graves consecuencias económicas para España no llegó a ver el rey Felipe. Le sucedió en el trono Fernando VI (1746-1759), último hijo de su primer matrimonio con Maria Luisa Gabriela de Saboya; al morir sin descendencia Fernando VI, el trono español recayó en Carlos III (1759-1788), primogénito del segundo matrimonio de Felipe V con Isabel de Farnesio.


  
Felipe V. Versalles (Francia), 19.XII.1683 – Madrid, 9.VII.1746. Rey de España.

Primer Rey de la dinastía de los Borbón. Segundo de los hijos de Luis de Borbón, Gran Delfín de Francia, y de María Ana Cristina Victoria de Baviera, y nieto, por tanto, de Luis XIV. En su educación influyeron decisivamente cuatro personas: su tía abuela, la duquesa de Orleans, hermana de Luis XIV que procuró que el niño superase su timidez; el médico Helvetius; la marquesa de Maintenon, la “esposa secreta” de Luis XIV, que intentó dotarle de afecto maternal (su madre había muerto cuando él tenía siete años); y el teólogo Fénelon, luego arzobispo de Cambrai, que le inculcaría una religiosidad ferviente y el rechazo a la disipación de la Corte versallesca. El 3 de octubre de 1700, el rey Carlos II, el último Austria, firmaba su testamento tras no pocas tensiones y el uno de noviembre murió. En el testamento se establecía que su sucesor debía ser Felipe, el duque de Anjou. A los diecisiete años, Felipe V asumiría las responsabilidades del trono español. El recibimiento en Madrid no pudo ser más triunfal. Desde el principio de su reinado, dejó muestras de su voluntad de respetar las costumbres y ceremonias hispánicas y asumir el relevante papel político de los nobles palaciegos que habían condicionado la resolución final del testamento de Carlos II en los términos que se produjo (el cardenal Portocarrero, el obispo Arias, Antonio Ubilla, el marqués de Villafranca, el conde de Santisteban, el duque de Medinasidonia...).

El 8 de mayo de 1701 se hacía público el compromiso matrimonial de Felipe con la princesa María Luisa Gabriela de Saboya. El primer encuentro entre Felipe y María Luisa se produjo en La Junquera y la ceremonia de la boda se celebró en el monasterio de Vilabertrán (Figueras). A Cataluña llegó Felipe tras un largo viaje a través del reino de Aragón. Tanto en Zaragoza como en Barcelona, recibió múltiples testimonios de apoyo y agasajos. En Barcelona, juró los fueros en las Cortes y concedió varios títulos de nobleza.

Las relaciones con Cataluña entonces no podían ser más idílicas, a lo que contribuyó la larga estancia (cinco meses) de luna de miel de los recientes esposos en el Principado. La princesa de los Ursinos, enviada por Luis XIV para controlar los movimientos y las relaciones de María Luisa de Saboya, llegó a tener enorme influencia sobre la joven Reina. En marzo de 1702, las potencias de la Gran Alianza (Inglaterra, Holanda y el Imperio), que se había constituido seis meses antes, declararon la guerra a Francia y España en defensa de la candidatura del archiduque Carlos de Austria a la sucesión de España, negando la validez del testamento de Carlos II. Dos años más tarde, a la Gran Alianza se unirían el ducado de Saboya y el reino de Portugal. La primera iniciativa de Don Felipe fue desplazarse desde Barcelona a Nápoles y Milán para intentar pacificar a la nobleza napolitana y controlar sus posesiones italianas amenazadas por los austrinos. Hasta su regreso de Nápoles (enero de 1703), María Luisa se ocupó en Madrid de los asuntos de Estado con notable eficacia.

Durante la guerra, la adhesión a Felipe V de Castilla fue casi absoluta. Sólo puede registrarse a favor del archiduque Carlos la conspiración nobiliaria de Granada (los condes de Luque y Eril y los marqueses de Cazorla y Trujillo) y determinados sectores de la nobleza cortesana que, por diversos motivos, eran hostiles a Felipe (Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla; el conde de Corzana; el conde de Cifuentes; Oropesa; Medinaceli; Leganés; Lemos y pocos más), que sobre todo se radicalizaron desde junio de 1705 con la ocupación de Madrid por los aliados. En Valencia el campesinado fue austrino y la nobleza muy partidaria, en cambio, de Don Felipe. La guerra en el reino de Valencia tomó perfiles de revuelta social encabezada por Juan Bautista Basset. En Aragón, muy pocos nobles fueron leales a los Austrias (Sástago, Coscuyuela, Plasencia, Fuertes, Luna). Las ciudades aragonesas se dividieron, y destacaron por su apoyo a Felipe Jaca, Huesca, Calatayud, Alcañiz, Tamarit, Fraga, Caspe, Borja o Tarazona.

En Cataluña, aunque el peso de los austrinos fue muy grande desde 1704, no faltaron sectores favorables a Felipe V dentro de la nobleza (Cardona, Bac, Agulló, Potau, Taverner, Copons, Perelada, Aytona), del clero (obispos de Gerona, Lérida, Tortosa, Vic y Urgell) y algunas ciudades (Cervera, Berga, Manlleu, Ripoll, Centelles). Los navarros y los vascos se mostraron absolutamente fieles a Felipe de Borbón.

La guerra ocupó intensamente al Rey hasta su definitiva resolución en 1714. La movilidad de Don Felipe fue constante, determinada por los avatares bélicos: campaña en la frontera portuguesa tras el desembarco del pretendiente Carlos en Lisboa, con larga estancia del Rey en Extremadura (primavera de 1704); estabilidad en la Corte, con instalación en el Buen Retiro (hasta febrero de 1706), mientras se desarrollaban acontecimientos fundamentales de la guerra de Sucesión (pérdida de Gibraltar e incorporación de la mayor parte de la Corona de Aragón a la causa austrina); asedio frustrado a Barcelona tras la caída de la ciudad en manos del archiduque Carlos (abril-mayo de 1706); situación de máximo peligro, con salida obligada de Madrid y toma fugaz de esta ciudad por los austrinos (julio de 1706); retorno a Madrid, con estancia continuada (1706-1709), período en el que se produce la victoria borbónica de Almansa, que generó renovadas ilusiones en la causa de Felipe V; nueva crisis en 1710, que obligó al Rey a combatir directamente en el frente de Aragón (derrota de Almenara, retirada forzosa de la Corte de Madrid, que tuvo que desplazarse a Valladolid y Vitoria); revitalización posterior desde diciembre de 1710 (retorno a Madrid, victorias de Brihuega y Villaviciosa, asunción por el archiduque Carlos del Imperio Austríaco a la muerte de José I), que fue el pórtico al fin de la guerra.

El 11 de septiembre de 1714, las tropas borbónicas pudieron culminar el largo sitio de Barcelona, con la entrada en esta ciudad, que fue la que más se aferró a la causa de los Austrias.

La Paz de Utrecht legitimó el reconocimiento de Felipe V como rey de España por todas las potencias (salvo Austria, que no lo hizo hasta 1725), a cambio de la renuncia formal a sus derechos a la Corona de Francia, y otorgó a Inglaterra Gibraltar y Menorca, así como concesiones comerciales (derecho de asiento y navío de permiso), y al Imperio, los Países Bajos y las posesiones italianas. El fin de la guerra casi coincidió con la muerte por tuberculosis de la reina María Luisa (febrero de 1714). La Reina dio a Felipe cuatro hijos: Luis, el heredero; Felipe, que murió recién nacido; Felipe, que vivió sólo siete años; y Fernando, el futuro Fernando VI. Además de la princesa de los Ursinos, los personajes que tuvieron mayor protagonismo en las decisiones políticas de estos años fueron los franceses Orry y Amelot, el murciano Macanaz y el flamenco Bergeyck.

La irrupción de la nueva Reina, con la que se casó el Rey en Guadalajara, la parmesana Isabel de Farnesio, sobrina de Mariana de Neoburgo, la viuda de Carlos II, supuso el desalojo inmediato de la Ursinos, que se exilió a Francia primero y luego a Roma, la construcción de la Granja de San Ildefonso, como palacio de verano, y una mayor presencia de la Reina en las decisiones políticas.

Los decretos de Nueva Planta desmantelaron los fueros que permitían a los distintos reinos limitar el ejercicio del poder real. Los fueros navarros y vascos, en contraste, se mantendrían plenamente. En junio de 1707 se abolieron los fueros de Valencia y Aragón, en noviembre de 1715 los de Mallorca y en enero de 1716, los de Cataluña. La Nueva Planta trataba de hacer de España un Estado-nación en el que todos los súbditos quedaran sujetos a un régimen común, a unas mismas leyes, a una misma administración. El nuevo sistema institucional en los reinos de la Corona de Aragón se fundamentaba en la instalación en la cumbre del poder del capitán general que ejercía el mando militar y presidía la Real Audiencia, con la cual formaba una suerte de gobierno dual conocido como el Real Acuerdo; el territorio fue dividido en corregimientos y los grandes municipios fueron reorganizados según el modelo castellano (fin de la autonomía y designación de sus cargos por la autoridad real); el intendente, cargo de nueva creación, se situó al frente de la Hacienda, se estableció un nuevo régimen contributivo (Equivalente en Valencia, Catastro en Cataluña, Única Contribución en Aragón, Talla en Baleares); se suprimieron las Cortes, las Diputaciones de Cortes y las Juntas de Brazos (salvo en Navarra) y se constituyeron unas únicas Cortes de Castilla y Aragón, según el modelo castellano que representaban no a los estamentos sino a unas determinadas ciudades con voto, y se derogó el privilegio de extranjería en la provisión de cargos de la Audiencia, por el que tradicionalmente se reservaban los mismos a los regnícolas. En Valencia, se suprimió el Derecho Civil privado, lo que no ocurrió en los demás reinos. En Cataluña, se exigió que se sustanciaran en castellano las causas de la Audiencia y se suprimieron todos los estudios superiores de las distintas universidades, que se concentraron en la Universidad de Cervera. Pese al componente punitivo visible en la propia letra de los Decretos y a la implantación violenta de la nueva realidad administrativa, la valoración de la Nueva Planta exige algunas precisiones. La aplicación de la Nueva Planta fue distinta en 1707, lógicamente precipitada e improvisada, a 1715-1716, mucho más madura y reflexionada.

De los dos criterios que se barajaron —el radical de Macanaz, que postulaba un absolutismo ilimitado, con uniformización total según el modelo castellano; y el moderado de los Ametller o Patiño— se impuso el segundo. La situación foral previa era difícilmente sostenible, y el propio pretendiente a la Corona, el archiduque Carlos, postulaba un absolutismo muy posiblemente similar al que, a la postre, se implantó. La Nueva Planta no sólo afectó a la Corona de Aragón. Medidas como el despliegue de los intendentes subvirtieron la Planta castellana tanto como la Corona de Aragón. El catastro catalán se aplicaría a toda España con Ensenada años más tarde. Por otra parte, toda Europa, a lo largo del siglo xviii, caminaría en la misma dirección centralista, abierta por Felipe V (incluso el parlamentarismo inglés).

En una de sus agudas crisis depresivas, Felipe V abdicó en marzo de 1724, en su hijo Luis I. Las razones de tal decisión fueron complejas, pero sin duda debieron contar sus escrúpulos religiosos y el afán de evasión de responsabilidades en pleno hundimiento psicológico. No parece que tenga lógica el presunto interés de desembarazar de obstáculos su camino hacia el trono de Francia. Luis XV gozaba de buena salud y era altamente improbable que se diera tal oportunidad.

Su retiro en La Granja duró poco. Luis I murió de viruelas en agosto de 1724. En los pocos meses del reinado de Luis I, el control político de Don Felipe se dejó sentir en los hombres del primer gabinete ministerial de aquél, con la influencia del tándem Grimaldo-Orendain. El testamento de Luis I le devolvía la Monarquía a Felipe V y la reasunción del trono por éste supuso un relanzamiento de la influencia de Isabel de Farnesio y la búsqueda ansiosa de la salud del Rey con viajes frecuentes, como el que llevó a la Familia Real a Extremadura o la larga estancia en Sevilla, donde se alojó la Corte cinco años (1729-1733).

Con Isabel Felipe V tuvo siete hijos: Carlos, el futuro Carlos III; Francisco, que sólo vivió un mes; María Ana Victoria, futura reina de Portugal; Felipe, futuro rey de Nápoles-Sicilia; María Teresa, que se casó con el Delfín de Francia; Luis Antonio Jaime, futuro arzobispo-cardenal de Toledo; y María Antonia Fernanda, futura reina-consorte de Cerdeña.

Los primeros políticos después de la Nueva Planta fueron el parmesano Alberoni y el holandés Ripperdá.

Su ocupación principal fue en la dirección de recuperar los territorios italianos perdidos en Utrecht. En este revisionismo, debió de contar la voluntad de Isabel Farnesio, quien pretendía obtener para sus hijos algún trono italiano, ya que la sucesión de España se hallaba asegurada, en principio, para los hijos del primer matrimonio del Rey. El fracaso de Alberoni tras la expectativa inicial que había generado la expedición a Cerdeña (invasión con un ejército de 40.000 hombres y derrota del cabo Passaro), se reflejó en la formación de la Cuádruple Alianza europea (Francia, Inglaterra, Holanda y el Imperio) contra España que supuso la ruptura de las alianzas de la Guerra de Sucesión aislando políticamente a España. La reacción de los aliados implicó la invasión de las Provincias Vascas y de Cantabria en mayo y junio de 1719, el saqueo de Vigo y Pontevedra y la ocupación por Francia del Valle de Arán hasta la Seu d’Urgell, plaza que no se podría recuperar hasta 1720 y que se erigió en uno de los núcleos de la resistencia austrina en Cataluña que se prolongó hasta 1725 (destacó, en este sentido, el maquis guerrillero de Carrasclet). Ripperdá logró articular el tratado de Viena de 1725 de España con Austria que supuso, en la práctica, el fin de la Guerra de Sucesión, en tanto que generó el retorno de buena parte del exilio austrino europeo a España y la apertura de relaciones diplomáticas entre Felipe V y el emperador Carlos VI, antes archiduque Carlos.

A estos políticos aventureros les sucedieron los políticos tecnócratas reformistas españoles entre los que sobresalieron Patiño y Campillo. El primero fue el político más poderoso de España de 1726 a 1736; el segundo tuvo el máximo poder entre 1741 y 1743.

Ambos fundamentaron su carrera política en su experiencia previa al frente de intendencias. El legado de ambos fue positivo: mejoras en la administración fiscal —los ingresos del Estado se triplicaron—, eficacia en el aprovisionamiento militar con reestructuración del ejército —se sustituyó el tercio por el regimiento, se inició la recluta forzosa de los quintos, la creación de la Guardia de Corps, base de la Guardia Real, o la construcción de nuevos arsenales en Cartagena y Ferrol—, extirpación del contrabando o el traslado de la Casa de Contratación de Sevilla a Cádiz, entre otras acciones. Y en política internacional, Patiño llevó a cabo una estrategia oscilante: asedio frustrado a Gibraltar en 1727, giro proinglés (Acta de El Pardo y tratado de Sevilla), acercamiento a Portugal (enlaces de Fernando y María Ana Victoria con infantes portugueses), segundo tratado de Viena, reconquista de Orán, primer Pacto de Familia (1733) e involucración de España en la guerra de Sucesión de Polonia, de lo que, a la postre, resultaría el reconocimiento de Carlos, hijo de Felipe, como rey de Nápoles y Sicilia.

Campillo promovió por su parte la intervención de España en la Guerra de Sucesión de Austria y la firma del segundo Pacto de Familia (1743). La conclusión fue que en Italia se consiguió el ducado de Parma para otro hijo de Isabel Farnesio, el infante Felipe. Si el revisionismo de Utrecht en lo que se refiere a las posesiones italianas quedó relativamente satisfecho, no se logró en cambio la recuperación de Gibraltar y Menorca.

La racionalización administrativa fue uno de los mejores logros de la política de Felipe V. Se articularon las secretarías de Despacho, se convirtió el viejo sistema polisinodial en sistema ministerial con cuatro áreas (Estado, Guerra, Marina e Indias y Justicia y Hacienda). Y en el ámbito de ultramar se creó el virreinato de Nueva Granada, se multiplicaron las visitas de control y se organizaron expediciones científicas, como las de Jorge Juan y Antonio de Ulloa. El regalismo, la política de absorción de la jurisdicción eclesiástica por la soberanía real, generó no pocas colisiones con el Papado. El documento más representativo de los criterios regalistas fue el Pedimento fiscal de Macanaz de 1713. El Concordato de 1717 con la Iglesia supuso una marcha atrás de la posición del Rey y el exilio forzoso de Macanaz. El Concordato de 1737 implicó un cierto avance en la política de rearmar los derechos del Real Patronato frente a la Iglesia, la capacidad del Rey para controlar los nombramientos eclesiásticos y para intervenir en la tramoya económica de los intereses de la Iglesia.

La política económica del reinado de Felipe V se caracterizó por su voluntad reformista para intentar superar el retraso económico del que partía España y que reflejaban bien las encuestas de Campoflorido y las informaciones publicadas por Uztáriz. La Monarquía llevó a cabo una importante ejecución de obras públicas, la adopción de medidas proteccionistas (la introducción de tejidos producidos en Asia e imitados en Europa, con el nacimiento de la industria algodonera catalana reflejada en el surgimiento de fábricas de indianas dedicadas al tejido y estampado de algodón a base de materia prima hilada fundamentalmente en Malta), la creación de manufacturas reales —con las pañerías de Segovia y Guadalajara, la fábrica de algodón de Ávila, la cristalería de La Granja o las porcelanas del Buen Retiro de Madrid—, la erección de compañías privilegiadas de comercio, dentro de una política típicamente mercantilista potenciadora de los intercambios. La fiscalidad mejoró sensiblemente con los nuevos impuestos en la Corona de Aragón que al gravar las propiedades y no a los propietarios, redujo las exenciones que habían caracterizado tradicionalmente a los estamentos privilegiados. Se mantuvo la fiscalidad paralela de las rentas generales y de los estancos.

Por último, el reinado de Felipe V representó un gran impulso para el proceso de renovación cultural de la Ilustración ya iniciado con la generación de los novatores a fines del siglo XVII. Ciertamente, continuó la actividad represiva de la Inquisición (1.467 procesados en el reinado de Felipe V) con su penosa influencia sobre la cultura del momento, pero el reformismo monárquico se dejó sentir en iniciativas culturales a la larga provechosas como la creación de la Universidad de Cervera —que contaría con figuras brillantes, como los filósofos Mateu Aymeric y Antonio Nicolau, el matemático Tomás Cerdá y, sobre todo, el jurisconsulto Josep Finestres—, el establecimiento de seminarios de nobles para elevar la formación de la nobleza española —Seminario de Nobles de Madrid, relanzamiento del Colegio de Cordelles de Barcelona— y el nacimiento de las Academias. La Real Academia Española, con origen en la tertulia del marqués de Villena, se creó en 1714 con gestión cultural temprana y fructífera de la que fueron buenos indicadores el Diccionario de Autoridades y la Ortografía. La Real Academia de la Historia se gestó en casa del abogado Julián Hermosilla y se aprobaron sus estatutos en 1738. Agustín de Montiano fue su director en esos años. La Real Academia de Bellas Artes, larvada en la tertulia del escultor Olivieri, tuvo sus primeros estatutos en 1744, aunque su definitiva constitución se produjo en 1752. El apoyo prestado a la Regia Sociedad de Medicina de Sevilla —derivada de la tertulia sevillana de Muñoz Peralta— fue también constante a lo largo del reinado. Felipe V fundó, asimismo, la Real Librería o Biblioteca Pública, abierta al público en 1712, que empezó nutriéndose de los libros del Rey (más de 6.000) y que sería el germen de la futura Biblioteca Nacional de Madrid. También en el reinado de Felipe V empezaron la Academia Médica Matritense, la Academia de Buenas Letras de Barcelona, el Real Colegio de Cirugía de Cádiz y la Academia de Buenas Letras de Sevilla.

El dirigismo reformista se ejerció también en el ámbito artístico. La pasión constructiva de los Reyes se reflejó en la conservación de la herencia arquitectónica recibida de los Austria (Casa del Campo, Pardo, Zarzuela y, sobre todo, Buen Retiro), en la restauración de palacios (Balsaín) y la edificación del Palacio de la Granja y de Segovia y el Palacio Real de Madrid, tras la destrucción del Alcázar en 1734 por un incendio.

Se promocionaron pintores como Houasse, Ranc y Van Loo, con algún pintor de cámara autóctono como Miguel Jacinto Meléndez. También hay que destacar en el legado artístico de Felipe V, la Real Fábrica de Vidrio o Cristales de La Granja y la Real Manufactura de Tapices de Santa Bárbara. La música alcanzó un extraordinario desarrollo, sobre todo tras la llegada a España del músico Domenico Scarlatti y del tenor Carlos Broschi, Farinelli que, a través de su prodigiosa voz, se convirtió en la mejor terapia de los problemas depresivos del Rey. El pensamiento experimentó signos visibles del desperezamiento lastrado por la resistencia de no pocos sectores reaccionarios ante los retos de la modernidad europea. Las figuras de Feijoo y Mayans representaron las dos principales corrientes intelectuales de la época. El primero defendió una conciencia nacional española que no es ni el mimetismo respecto a lo extranjero ni la falsa pasión hacia lo propio de los casticistas. Mayans fundamentó su sentido nacional en la exaltación de la tradición cultural hispánica, despojada de lo supersticioso o folclórico. Los principales hitos culturales del período fueron: la publicación del primer volumen del Teatro Crítico Universal de Feijoo; el nombramiento de Mayans como bibliotecario real, con el apoyo del cardenal Cienfuegos; la edición de los Pensamientos literarios que propuso Mayans a Patiño y que constituyó todo un programa modernizador; la edición de la Medicina vetus et nova de Andrés de Piquer; el comienzo de la publicación del Diario de los literatos de España, primer gran periódico ilustrado, que se inició en 1737 y concluyó en 1742.

Una de las sombras que se proyecta sobre Felipe V es la presunta responsabilidad de la Monarquía en la imposición forzosa de la lengua castellana a costa de las lenguas vernáculas, en particular, el catalán. Es incuestionable que en el propio decreto de Nueva Planta se establecieron medidas coercitivas contra el catalán, pero también es notorio que la decadencia de la lengua catalana arrancó desde comienzos del siglo XVI, que la misma obedeció a múltiples factores y que, por último, la continuidad de la lengua catalana, no ya sólo ejercida en privado, sino a través de una literatura pública, es evidente. En 1727, los prelados del Principado disponen que no se permita explicar el Evangelio en otra lengua que la catalana. Contra los tópicos de la decadencia conviene recordar las múltiples ediciones de las obras clásicas de la literatura catalana que se llevan a cabo en el siglo XVIII. Se editaron, asimismo, en ese siglo diversas obras de defensa del catalán (Ferreres, Eura, Bastero, Tudó...).
No estuvo exento de limitaciones el reinado de Felipe V. La modernización fue superficial, se mantuvieron las estructuras heredadas del pasado sin transformación alguna en el régimen señorial y se conservaron los privilegios sociales. Pero en la valoración del reformismo de Felipe V debe tenerse presente que los logros acreditados y reconocidos de Carlos III no se hubieran alcanzado sin las semillas sembradas durante el reinado de Felipe V.

 

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martes, 30 de octubre de 2012

163.-Antepasados del rey de España: Victoria I del Reino Unido.-a


  
 Victoria I del Reino Unido.


 
retrato

Alexandrina Victoria de Welfos. (La Casa de Hannover,  algunas veces se la conoce como la Casa de Brunswick y Luneburgo, línea de Hannover. La Casa de Hannover es una rama más joven de la Casa de Welf, que a su vez es la rama mayor de la Casa de Este.)

(Londres, 24 de mayo de 1819-isla de Wight, 22 de enero de 1901) fue monarca británica desde la muerte de su tío paterno, Guillermo IV, el 20 de junio de 1837, hasta su fallecimiento el 22 de enero de 1901, mientras que como emperatriz de la India fue la primera en ostentar el título desde el 1 de enero de 1877 hasta su deceso.

Victoria era hija del príncipe Eduardo, duque de Kent y de Strathearn, cuarto hijo del rey Jorge III. Tanto el duque como el rey murieron en 1820, lo que provocó que Victoria fuera criada bajo la supervisión de su madre, la princesa alemana Victoria de Sajonia-Coburgo-Saalfeld. Heredó el trono a los dieciocho años, tras la muerte sin descendencia legítima de tres tíos paternos. El Reino Unido era ya en aquella época una monarquía constitucional establecida, en la que el soberano tenía relativamente pocos poderes políticos directos. En privado, Victoria intentó influir en el gobierno y en el nombramiento de ministros. En público, se convirtió en un icono nacional y en la figura que encarnaba el modelo de valores férreos y de moral personal típico de la época.
Se casó con su primo, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha en 1840. Sus nueve hijos y veintiséis de sus cuarenta y dos nietos se casaron con otros miembros de la realeza o de la nobleza de Europa, uniendo a estas entre sí. Esto le valió el apodo de «abuela de Europa». Tras la muerte de Alberto en 1861, Victoria comenzó un luto riguroso durante el cual evitó aparecer en público. Como resultado de su aislamiento, el republicanismo ganó fuerza durante algún tiempo, pero en la segunda mitad de su reinado, su popularidad volvió a aumentar. Sus jubileos de oro y de diamante fueron muy celebrados.
Su reinado de 63 años, 7 meses y 2 días es el segundo más largo de la historia del Reino Unido, solo superado por el de su tataranieta Isabel II, y se le conoce como época victoriana. Fue un periodo de cambio industrial, cultural, político, científico y militar en el Reino Unido y estuvo marcado por la expansión del Imperio británico. Victoria fue la última monarca de la casa de Hannover. Su hijo y sucesor, Eduardo VII, pertenecía a la nueva casa de Sajonia-Coburgo-Gotha.

Biografía

La que llegaría a ser soberana de Gran Bretaña e Irlandaemperatriz de la India nació el 24 de mayo de 1819, fruto de la unión de Eduardo, duque de Kent, hijo del rey Jorge III, con la princesa María Luisa de Sajonia-Coburgo, descendiente de una de las más antiguas y vastas familias europeas. No es de extrañar, por lo tanto, que muchos años después Victoria no encontrase grandes diferencias entre sus relaciones personales con los distintos monarcas y las de Gran Bretaña con las naciones extranjeras, pues desde su nacimiento estuvo emparentada con las casas reales de Alemania, Rumania, Suecia, Dinamarca, Noruega y Bélgica, lo que la llevó muchas veces a considerar las coronas de Europa como simples fincas de familia y las disputas internacionales como meras desavenencias domésticas.

La niña, cuyo nombre completo era Alejandrina Victoria, perdió a su padre cuando sólo contaba un año de edad y fue educada bajo la atenta mirada de su madre, revelando muy pronto un carácter afectuoso y sensible, a la par que despabilado y poco proclive a dejarse dominar por cualquiera. El vacío paternal fue ampliamente suplido por el enérgico temperamento de la madre, cuya vigilancia sobre la pequeña era tan tiránica que, al alborear la adolescencia, Victoria todavía no había podido dar un paso en el palacio ni en los contados actos públicos sin la compañía de ayas e institutrices o de su misma progenitora. Pero como más tarde haría patente en sus relaciones con los ministros del reino, Victoria resultaba indomable si primero no se conquistaba su cariño y se ganaba su respeto.
Muerto su abuelo Jorge III el mismo año que su padre, no tardó en ser evidente que Victoria estaba destinada a ocupar el trono de su país, pues ninguno de los restantes hijos varones del rey tenía descendencia. Cuando se informó a la princesa a este respecto, mostrándole un árbol genealógico de los soberanos ingleses que terminaba con su propio nombre, Victoria permaneció callada un buen rato y después exclamó: "Seré una buena reina". Apenas contaba diez años y ya mostraba una presencia de ánimo y una resolución que serían cualidades destacables a lo largo de toda su vida.
Jorge IV y Guillermo IV, tíos de Victoria, ocuparon el trono entre 1820 y 1837. Horas después del fallecimiento de éste último, el arzobispo de Canterbury se arrodillaba ante la joven Victoria para comunicarle oficialmente que ya era reina de Inglaterra. Ese día, la muchacha escribió en su diario: "Ya que la Providencia ha querido colocarme en este puesto, haré todo lo posible para cumplir mi obligación con mi país. Soy muy joven y quizás en muchas cosas me falte experiencia, aunque no en todas; pero estoy segura de que no hay demasiadas personas con la buena voluntad y el firme deseo de hacer las cosas bien que yo tengo". La solemne ceremonia de su coronación tuvo lugar en la abadía de Westminster el 28 de junio de 1838
La tirantez de las relaciones de Victoria con su madre, que aumentaría con su llegada al trono, se puso ya de manifiesto en su primer acto de gobierno, que sorprendió a los encopetados miembros del consejo: les preguntó si, como reina, podía hacer lo que le viniese en real gana. Por considerarla demasiado joven e inexperta para calibrar los mecanismos constitucionales, le respondieron que sí. Ella, con un delicioso mohín juvenil, ordenó a su madre que la dejase sola una hora y se encerró en su habitación.
A la salida volvió a dar otra orden: que desalojaran inmediatamente de su alcoba el lecho de la absorbente duquesa, pues en adelante quería dormir sin compartirlo. Las quejas, las maniobras y hasta la velada ruptura de la madre nada pudieron hacer: su imperio había terminado y su voluntariosa y autoritaria hija iba a imponer el suyo. Y no sólo en la intimidad; también daría un sello inconfundible a toda una época, la que se ha denominado justamente con su nombre.
La sangre alemana de la joven reina no provenía únicamente de la línea materna, con su ascendencia más remota en un linaje medieval; había entrado con la entronización de la misma dinastía, los Hannover, que fueron llamados en 1714 desde el principado homónimo en el norte de Alemania para coronar el edificio constitucional que había erigido en el siglo XVIII la Revolución inglesa. Sus soberanos dejaron, en general, un recuerdo borrascoso por sus comportamientos públicos y privados y los feroces castigos infligidos a quienes se atrevían a criticarlos, pero presidieron la rápida ascensión de Gran Bretaña hacia la hegemonía europea.

Una pálida excepción la procuró Jorge III, de larga y desgraciada vida (su reinado duró casi tanto como el de Victoria), a causa de sus periódicas crisis de locura. Fue, sin embargo, respetado por sus súbditos, en razón de esa desgracia y de sus irreprochables virtudes domésticas. La mayoría de sus seis hijos no participaron de esta ejemplaridad y el heredero, Jorge IV, dañó especialmente con sus escándalos el prestigio de la monarquía, que sólo pudo reparar en parte su sucesor, Guillermo IV
Al fallecer el rey Guillermo IV el 20 de junio de 1837 y convertirse en su sucesora al trono, Victoria tenía ante sí una larga tarea. Los celosos cuidados de la madre habían procurado sustraerla por completo a las influencias perniciosas de los tíos y del ambiente disoluto de la corte, regulando su instrucción según austeras pautas, imbuidas de un severo anglicanismo. Su educación intelectual fue algo precaria, pues parecía rebuscado pensar que la muerte de otros herederos directos y la falta de descendencia de Jorge IV y de Guillermo IV le abrirían el paso a la sucesión.
Pero ello no impediría que la reina desempeñara un papel fundamental en el resurgimiento de un indiscutible sentimiento monárquico al aproximar la corona al pueblo, borrando el recuerdo de sus antecesores hasta afianzar sólidamente la institución en la psicología colectiva de sus súbditos. No fue tarea fácil. Sus hombres de estado tuvieron que gastar largas horas en enseñarle a deslindar el ámbito regio en las prácticas constitucionales, y procuraron recortar la influencia de personajes dudosos de la corte, como el barón de Stockmar, médico, o la baronesa de Lehzen, una antigua institutriz. Los mayores roces se producirían con sus injerencias en la política exterior, y particularmente en las procelosas cuestiones de Alemania, cuando bajo la égida de Prusia y de Bismarck surgió allí el gran rival de Gran Bretaña, el imperio germano.
En el momento de la coronación, la escena política inglesa estaba dominada por William Lamb, vizconde de Melbourne, que ocupaba el cargo de primer ministro desde 1835. Lord Melbourne era un hombre rico, brillante y dotado de una inteligencia superior y de un temperamento sensible y afable, cualidades que fascinaron a la nueva reina. Victoria, joven, feliz y despreocupada durante los primeros meses de su reinado, empezó a depender completamente de aquel excelente caballero, en cuyas manos podía dejar los asuntos de estado con absoluta confianza. Y puesto que lord Melbourne era jefe del partido whig (liberal), ella se rodeó de damas que compartían las ideas liberales y expresó su deseo de no ver jamás a un tory (conservador), pues los enemigos políticos de su estimado lord habían pasado a ser automáticamente sus enemigos.

Tal era la situación cuando se produjeron en la Cámara de los Comunes diversas votaciones en las que el gabinete whig de lord Melbourne no consiguió alcanzar la mayoría. El primer ministro decidió dimitir y los tories, encabezados por Robert Peel, se dispusieron a formar gobierno. Fue entonces cuando Victoria, obsesionada con la terrible idea de separarse de lord Melbourne y verse obligada a sustituirlo por Robert Peel, cuyos modales consideraba detestables, sacó a relucir su genio y su testarudez, disimulados hasta entonces: su negativa a aceptar el relevo fue tan rotunda que la crisis hubo de resolverse mediante una serie de negociaciones y pactos que restituyeron en su cargo al primer ministro whig. Lord Melbourne regresó al lado de la reina y con él volvió la felicidad, pero pronto iba a ser desplazado por una nueva influencia.
El 10 de febrero de 1840 la reina Victoria contrajo matrimonio. Se trataba de una unión prevista desde muchos años antes y determinada por los intereses políticos de Inglaterra. El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, alemán y primo de Victoria, era uno de los escasísimos hombres jóvenes que la adolescente soberana había tratado en su vida y sin duda el primero con el que se le permitió conversar a solas. Cuando se convirtió en su esposo, ni la predeterminación ni el miedo al cambio que suponía la boda impidieron que naciese en ella un sentimiento de auténtica veneración hacia aquel hombre no sólo apuesto, exquisito y atento, sino también dotado de una fina inteligencia política.
Alberto tampoco dejó de tener sus dificultades al principio. Por un lado, tardó en acostumbrarse al puesto que le había trazado de antemano el parlamento, el de príncipe consorte, un status que adquirió a partir de él (en Gran Bretaña y en Europa) sus específicas dimensiones. Por otro lado, tardó aún más en hacerse perdonar una cierta inadaptación a los modos y maneras de la aristocracia inglesa, al soslayar su innata timidez con el clásico recurso del envaramiento oficial y la altivez de trato. Pero con el tacto y perseverancia del príncipe, y la viveza natural y el sentido común de Victoria, la real pareja despejó en una misma voluntad todos los obstáculos y se granjeó un universal respeto con sus iniciativas. Fue el suyo un amor feliz, plácido y hogareño, del que nacieron cuatro hijos y cinco hijas; ellos y sus respectivos descendientes coparon la mayor parte de las cortes reales e imperiales del continente, poniendo una brillante rúbrica a la hegemonía de Gran Bretaña en el orbe, vigente hasta la Primera Guerra Mundial. Llegó el día en que Victoria fue designada «la abuela de Europa».
Alberto fue para Victoria un marido perfecto y sustituyó a lord Melbourne en el papel de consejero, protector y factótum en el ámbito de la política. Y ejerció su misión con tanto acierto que la soberana, aún inexperta y necesitada de ese apoyo, no experimentó pánico alguno cuando en 1841 el antaño aborrecido Peel reemplazó por fin a Melbourne al frente del gabinete. A partir de ese momento, Victoria descubrió que los políticos tories no sólo no eran monstruos terribles, sino que, por su conservadurismo, se hallaban mucho más cerca que los whigs de su talante y sus creencias. En adelante, tanto ella como su marido mostraron una acusada predilección por los conservadores, siendo frecuentes sus polémicas con los gabinetes liberales encabezados por lord Russell y lord Palmerston.
La habilidad política del príncipe Alberto y el escrupuloso respeto observado por la reina hacia los mecanismos parlamentarios, contrariando en muchas ocasiones sus propias preferencias, contribuyeron en gran medida a restaurar el prestigio de la corona, gravemente menoscabado desde los últimos años de Jorge III a causa de la manifiesta incompetencia de los soberanos. Con el nacimiento, en noviembre de 1841, del príncipe de Gales, que sucedería a Victoria más de medio siglo después con el nombre de Eduardo VII, la cuestión sucesoria quedó resuelta. Puede afirmarse, por lo tanto, que en 1851, cuando la reina inauguró en Londres la primera Gran Exposición Internacional, la gloria y el poder de Inglaterra se encontraban en su momento culminante. Es de señalar que Alberto era el organizador del evento; no hay duda de que había pasado a ser el verdadero rey en la sombra.

El esplendor de la viudez

A lo largo de los años siguientes, Alberto continuó ocupándose incansablemente de los difíciles asuntos de gobierno y de las altas cuestiones de Estado. Pero su energía y su salud comenzaron a resentirse a partir de 1856, un año antes de que la reina le otorgase el título de príncipe consorte con objeto de que a su marido le fueran reconocidos plenamente sus derechos como ciudadano inglés, pues no hay que olvidar su origen extranjero. Fue en 1861 cuando Victoria atravesó el más trágico período de su vida: en marzo fallecía su madre, la duquesa de Kent, y el 14 de diciembre expiraba su amado esposo, el hombre que había sido su guía y soportado con ella el peso de la corona.
Como en otras ocasiones, y a pesar del dolor que experimentaba, la soberana reaccionó con una entereza extraordinaria y decidió que la mejor manera de rendir homenaje al príncipe desaparecido era hacer suyo el objetivo central que había animado a su marido: trabajar sin descanso al servicio del país. La pequeña y gruesa figura de la reina se cubrió en lo sucesivo con una vestimenta de luto y permaneció eternamente fiel al recuerdo de Alberto, evocándolo siempre en las conversaciones y episodios diarios más baladíes, mientras acababa de consumar la indisoluble unión de monarquía, pueblo y estado.
Desde ese instante hasta su muerte, Victoria nunca dejó de dar muestras de su férrea voluntad y de su enorme capacidad para dirigir con aparente facilidad los destinos de Inglaterra. Mientras en la palestra política dos nuevos protagonistas, el liberal William Gladstone y el conservador Benjamin Disraeli, daban comienzo a un nuevo acto en la historia del parlamentarismo inglés, la reina alcanzaba desde su privilegiada posición una notoria celebridad internacional y un ascendiente sobre su pueblo del que no había gozado ninguno de sus predecesores. En un supremo éxito, logró también que una aristocracia proverbialmente licenciosa se fuera impregnando de los valores morales de la burguesía, a medida que ésta llevaba a su apogeo la Revolución Industrial y cercenaba las competencias del último reducto nobiliario, la Cámara de los Lores. Ella misma extremó las pautas más rígidas de esa moral y le imprimió ese sello personal algo pacato y estrecho de miras, que no en balde se ha denominado victoriano.
El único paréntesis en este estado de viudez permanente lo trajeron los gobiernos de Disraeli, el político que mejor supo penetrar en el carácter de la reina, alegrarla y halagarla, y desviarla definitivamente de su antigua predilección por los whigs. También la convirtió en símbolo de la unidad imperial al coronarla en 1877 emperatriz de la India, después de dominar allí la gran rebelión nacional y religiosa de los cipayos. La hábil política de Disraeli puso asimismo el broche a la formidable expansión colonial (el imperio inglés llegó a comprender hasta el 24 % de todas las tierras emergidas y 450 millones de habitantes, regido por los 37 millones de la metrópoli) con la adquisición y control del canal de Suez. Londres pasó a ser así, durante mucho tiempo, el primer centro financiero y de intercambio mundial. Un sinfín de guerras coloniales llevó la presencia británica hasta los últimos confines de Asia, África y Oceanía
Durante las últimas tres décadas de su reinado, Victoria llegó a ser un mito viviente y la referencia obligada de toda actividad política en la escena mundial. Su imagen pequeña y robusta, dotada a pesar de todo de una majestad extraordinaria, fue objeto de reverencia dentro y fuera de Gran Bretaña. Su apabullante sentido común, la tranquila seguridad con que acompañaba todas sus decisiones y su íntima identificación con los deseos y preocupaciones de la clase media consiguieron que la sombra protectora de la llamada Viuda de Windsor se proyectase sobre toda una época e impregnase de victorianismo la segunda mitad del siglo.
Su vida se extinguió lentamente, con la misma cadencia reposada con que transcurrieron los años de su viudez. Cuando se hizo pública su muerte, acaecida el 22 de enero de 1901, pareció como si estuviera a punto de producirse un espantoso cataclismo de la naturaleza. La inmensa mayoría de sus súbditos no recordaba un día en que Victoria no hubiese sido su reina.


  

Y los imperios se esfumaron.

142 aniversario.
Al lector de 1881, habituado a los Románov y los Habsburgo, le costaría ubicarse en el mapamundi actual

18/09/2023.

Hace 142 años, La Vanguardia era un periódico más pequeño (medía 15 x 22 centímetros, la mitad del tamaño actual), y el planeta, un lugar mucho más grande.

“A las siete de la mañana ha dado fondo hoy, procedente de Manila, Singapoore, Suez, Port-Said y Malta el magnífico vapor español Victoria, de los señores Olano, Larrinaga y compañía (…) Ha invertido 37 días en el viaje, de los cuales deben descontarse tres que, como medida preventiva, se imponen en Suez a las procedencias de Asia”.

Con fecha del 21 de octubre de 1881, debajo del anuncio de un obrador en la calle Avinyó de “bizcochos fantasía” y otro de un médico que promete curar sífilis, herpes y enfermedades escrófulas, un clásico de la época, la noticia aparece estampada en la portada de un jovencísimo diario fundado nueve meses antes por los hermanos Carlos y Bartolomé Godó, empresarios textiles de Igualada.

Una carta tardaba 37 días desde Manila, Europa mandaba, y China estaba fuera de la globalización.

Un moderno vapor como el Victoria tardaba 37 días en traer el correo desde Filipinas, y eso que era de los más rápidos, a juzgar por otra noticia del 16 de julio del mismo año que se quejaba amargamente de que otra naviera estaba tardando entre 45 y 48 días en el mismo trayecto, lo cual, sumado a que sus barcos solo zarpaban de Barcelona cada 15 días, resultaba en que transcurrían 95 días entre que una carta salía de Manila y se recibía su contestación. Imposible hacer negocios así, lamentaba La Vanguardia. Hoy bastan unos cuantos clics en el móvil para solicitar presupuesto a una fábrica filipina y cerrar el contrato.

Eso sí, Filipinas ya no es territorio español, como tampoco lo son Puerto Rico, Cuba, las islas Marianas o Guinea. En 1881, el mapa del mundo seguía siendo un asunto de imperios, aunque España perdía aceleradamente el suyo. Algunos estaban en plena expansión, como el británico, galopando sobre la revolución industrial: en su máxima extensión, en 1920, Londres controlaría casi una cuarta parte del planeta y un porcentaje similar de la población mundial. A la zaga le iba el imperio colonial francés. Otros iban de capa caída, pero resistían, como el austro-húngaro o el otomano, al que se le multiplicaban las rebeliones balcánicas. En el corazón de Europa, Alemania e Italia eran unas jovencísimas naciones, unificadas apenas diez años atrás.

Y qué decir del imperio ruso. Alcanzaría su apogeo en 1895: 22,8 millones de kilómetros cuadrados, casi el 17% del planeta. La Ucrania que hoy se defiende de los invasores del Kremlin no existía como tal: se la repartían austro-húngaros y rusos. La guerra actual no se explica sin la nostalgia por el imperio perdido que late en Moscú.

¿Reconocería una persona de 1881 el mapamundi actual?
 Desde luego, le costaría ubicarse. Los viejos imperios estallaron en pedazos. Las guerras mundiales derrocaron el viejo orden. Los Románov, los Habsburgo, los Hohenzollern y los otomanos perdieron sus tronos en la Primera; británicos, franceses, italianos y belgas, sus posesiones coloniales durante la Segunda o en los años posteriores.
La monarquía, entonces la forma de gobierno predominante, es hoy una excepción. Si en 1900 había casi 160 monarcas, hoy son unos 40 y la mayoría tiene una función eminentemente institucional. La excepción es el mundo árabe, con ocho de las diez monarquías gobernantes que sobreviven.
El mundo se ha fragmentado y cuenta hoy con 193 países, 206 con los estados no miembros de la ONU. El lector de finales del siglo XIX tendría que hacer un curso acelerado de geografía. Quizá se atragantaría con el “continente negro”, donde debería aprenderse muchas de las 54 naciones africanas. En 1881, África era para los europeos un mapa con grandes agujeros negros, sin nombre. Faltaban tres años para que las potencias se repartieran el continente en la conferencia de Berlín, trazaran fronteras y se inventaran topónimos para sus nuevas posesiones. Al comenzar el siglo XX, el único país independiente que quedaba en África era Etiopía.

El mapamundi tampoco tenía polos. El Ártico, por cuyos yacimientos de petróleo y gas natural sin explotar se pelean hoy Rusia, Noruega, Dinamarca, Canadá y EE.UU., ni siquiera estaba cartografiado cuando nació La Vanguardia. La primera expedición al polo Norte no fue hasta 1909, y Amundsen llegó al Sur en 1911.
Tampoco en Estados Unidos el mapa estaba dibujado del todo. El joven país aún andaba ocupado sometiendo a los indios en las grandes llanuras. Los estados de Montana, Washington, las Dakotas, Wyoming, Idaho, Utah, Oklahoma, Arizona, Nuevo México, Alaska o Hawái no existían. Hacía solo 12 años que se había construido el primer ferrocarril transcontinental entre las ciudades de Omaha y Sacramento, que redujo de seis meses a una semana lo que se tardaba en cruzar el país de este a oeste.

Pero sin duda lo que más le costaría al lector de la primera Vanguardia sería digerir una realidad: Europa ya no manda. El declive ronda ya la centuria. Las guerras mundiales alumbrarían un nuevo mundo bipolar dominado por EE.UU. y la URSS. La debacle soviética, a finales de los ochenta, abriría una larga era de hegemonía mundial en solitario de Washington, que se está cerrando ahora con el ascenso chino.
Si hoy los chinos son los ganadores de la globalización, hace 142 años eran sus víctimas. La Vanguardia nació a lomos de lo que los historiadores económicos han llamado la primera ola de la globalización: el periodo que va entre 1870 y 1914 y que se caracteriza por la integración económica sin precedentes que experimentó el mundo, liderada por las naciones europeas. Los avances tecnológicos del tren o el barco a vapor hicieron caer los costes de transporte, se aceleraron los flujos de información, proliferaron los primeros acuerdos comerciales y se redujeron aranceles. China, hasta entonces una potencia que tener en cuenta, no logró subirse al carro de estas transformaciones por su falta de acceso a la tecnología y al capital.
Aquel enorme país que se pasó varios decenios ensimismado le disputa hoy el cetro del poder a EE.UU. Y son muchos los países que lo ven como una oportunidad: quedó en evidencia en la reciente cumbre de los BRICS y su cortejo abierto a Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos, Irán, Egipto o Etiopía para que se sumen al frente. La ventaja de este club es que, a diferencia de las instituciones controladas por Occidente, nadie exige aquí credenciales democráticas. 


  
Posdata, que nos espera el siglo XXI, cuantos países mas van ha desaparecer del mapa, en mi vida han desapareció la URSS, Yugoslavia, y Checoeslovaquia; Quien va ser siguiente. 



domingo, 28 de octubre de 2012

162.-Ancestros de Felipe VI de España: Battista Sforza.-a


  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas ; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala; Marcelo Yañez Garin; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán

  

Aldo  Ahumada Chu Han 

Battista Sforza (Pésaro, 1446 - Palazzo Ducale de Gubbio; 6 o 7 de julio de 1472) fue la duquesa de Urbino por su matrimonio con Federico da Montefeltro, que se casaba en segundas nupcias.

Biografía

Battista fue la primera hija legítima de Alessandro Sforza, señor de Pesaro, y de Costanza da Varano (1428–1447), hija mayor de Piergentile Varano (f. 1433), señor de Camerino y Elisabetta Malatesta. En 1447, Costanza murió después de dar a luz a su segundo hijo, cuyo nombre fue Costanzo (f. 1483), cuando Battista tenía 18 meses de edad. Tras la muerte de su madre Battista y Costanzo, junto con sus hermanastras ilegítimas Ginevra (1440–1507) y Antonia (1445–1500), se mudaron a la corte de su tío paterno Francesco Sforza y su esposa Bianca Maria Visconti, donde fueron criados junto a sus primos.
Battista y su prima Ippolita Maria recibieron una educación humanista y la primera hablaba griego y latín con fluidez, dando su primer discurso en latín a la edad de cuatro años.​ Se decía que era muy hábil en la retórica latina e incluso dio una oración ante el Papa Pío II. El poeta Giovanni Santi describió a Battista como "una doncella con cada gracia y virtud raras dotadas".
Su tío Francesco Sforza hizo los arreglos para su matrimonio con Federico da Montefeltro, duque de Urbino, que tenía veinticuatro años más que ella. La boda tuvo lugar el 8 de febrero de 1460, cuando Battista solo contaba catorce años, y ella actuó como regente durante las ausencias de su esposo de Urbino.​ Su matrimonio fue feliz y fueron calificados por un contemporáneo, Baldi, como "dos almas en un cuerpo". Federico llamó a Battista "el deleite de mi público y de mis horas privadas".​ Además, él habló con ella sobre asuntos políticos y ella lo acompañó a casi todos los eventos oficiales fuera de Urbino
Continuando con la tradición de la educación humanista para mujeres de la familia Sforza, educó a sus hijas de manera similar a la educación que había recibido de su tía Bianca Maria. Del mismo modo, la nieta de Battista, Victoria Colonna, hija de Agnese, fue una poeta famosa.
Después de dar a luz a seis hijas, Battista dio a luz a su primer hijo y heredero, Guidobaldo de Montefeltro, el 24 de enero de 1472. Sin embargo, tres meses después del nacimiento de su hijo, Battista, que nunca se había recuperado completamente de su último embarazo y parto, cayó enfermo, falleciendo a comienzos de julio de 1472.
Su imagen quedó para la posteridad al formar parte del díptico artístico que realizó el pintor Piero della Francesca en torno a 1472. Se cree que el retrato de Federico estaba acabado para el año 1465, mientras que el de Battista Sforza tuvo que ser póstumo, habiéndose usado probablemente su máscara mortuoria para definir los rasgos de Battista y poder hacer el retrato.

  
Alessandro Sforza 

(21 de octubre de 1409-3 de abril de 1473) fue un condottiero italiano y señor de Pesaro, el primero de la línea Pesaro de la familia Sforza.

Nació en Cotignola en 1409, un hijo ilegítimo del famoso condottiero Muzio Attendolo Sforza. Alessandro colaboró activamente con su hermano Francisco en su campaña militar, y con él conquistó Milán, Alessandria y Pesaro. En 1435, en Fiordimonte, ganó la batalla en la que mataron al desenfrenado Niccolò Fortebraccio. En 1445 en Asís mandó a las tropas asediadas por el condottiero del papa Eugenio IV Francesco Piccinino. Se vio obligado a abandonar la ciudad. En 1444 obtuvo el señorío de Pesaro por Galeazzo Malatesta. Aquí amplió el Palacio Ducal para conformarlo a los estándares del Renacimiento.
Durante las guerras en Lombardía en apoyo de Francisco, presidió Parma y, en febrero de 1446, se proclamó señor de la ciudad. Después de la conquista de Francisco del ducado de Milán, la paz de Lodi (1454) lo confirmó en Parma.
En 1464 obtuvo por el papa Pío II el señorío de Gradara, que defendió con los intentos de reconquista de los Malatesta. Murió en 1473 ​ de un ataque de apoplejía. Su hijo Costanzo lo sucedió en Pesaro.

  
Muzio Attendolo Sforza

(n. 28 de mayo de 1369 - f. 4 de enero de 1424), fue un condotiero italiano, fundador de la dinastía Sforza.
Nacido en una familia rica de la nobleza rural, se le puso el nombre de Giacomo o Jacopo Attendolo en Cotignola (Romaña). Su apodo Muzzo o Muzio procede de una abreviatura de su sobrenombre original Giacomuzzo. Según la tradición, el joven Giacomo se encontraba arando el campo cuando un grupo de mercenarios liderados por Boldrino da Panicale pasaron cerca reclutando. Giacomo robó uno de los caballos de su padre y les siguió para hacer carrera como soldado.
Más tarde, en compañía de tres hermanos y dos primos, se unió a la compañía de Alberico da Barbiano, quien le apodó «Sforza» por su terquedad y por su habilidad de dar un súbito giro a la suerte de las batallas. En 1398 estuvo al servicio de Perugia contra las tropas milanesas de Gian Galeazzo Visconti, hacia quien Muzio volvió su lealtad, siguiendo el comportamiento típico de los cabecillas mercenarios de la época. Más tarde luchó por Florencia contra Visconti en la batalla de Casalecchio, donde fue derrotado por su antiguo amo Alberico da Barbiano. En 1406 capturó Pisa y fue posteriormente contratado por el Marqués de Ferrara Nicolás III d'Este, que estaba siendo amenazado por Ottobono Terzi de Parma
El rey Ladislao I de Nápoles le nombró Gran Condestable de su reino. Las cualidades militares de Sforza eran muy necesarias contra Florencia y el Papa. Sforza permaneció durante el resto de su vida en el reino de Nápoles, y tras la muerte del monarca Ladislao I entró al servicio de la reina Juana II de Nápoles. Se atrajo, no obstante, la envidia del favorito de Juana, Pandolfello Alopo, quien le arrestó y encarceló; sin embargo, cuando intervinieron las tropas de Sforza, Alopo le liberó y Juana le entregó los señoríos de Benevento y Manfredonia. Sforza se casó además con la hermana de Pandolfello, Catalina Alopo. Unos meses más tarde Sforza fue de nuevo arrestado tras una disputa con Jaime de Borbón, esposo de la Reina. Fue liberado en 1416, tras la caída en desgracia de Jaime, y la reina Juana le devolvió el título de condestable.
En 1417 Sforza fue enviado junto con su hermano Francesco por la reina Juana a ayudar al Papa contra Braccio da Montone. Al regresar a Nápoles encontró la oposición de Giovanni (Sergianni) Caracciolo, el nuevo amante de Juana. Durante los confusos acontecimientos que condujeron a la llegada de Luis III de Anjou a Nápoles y su lucha contra Alfonso V de Aragón, Sforza ayudó a Juana y a Sergianni a huir a Aversa.
En 1423 la ciudad de Aquila se rebeló, y Sforza fue enviado a reconquistarla. En un intento de salvar a uno de sus pajes cuando vadeaban el río Pescara, Sforza se ahogó, siendo su cuerpo arrastrado por las aguas.



  
escudo de armas sforza

La familia Sforza fue una familia noble italiana. El nombre Sforza significa Esfuerzo en italiano. El apellido deriva del apodo de su fundador, Muzio Attendolo (Cotignola, 1369 - cerca de Ravenna, 1424), un capitán de la Romaña al servicio de los reyes angevinos de Nápoles, llamado Sforza (fuerte) por su destreza. Fue la dinastía de los condottieri italianos que tuvieron mejor suerte.

El primer déspota italiano de la dinastía Sforza en Milán fue Francesco Sforza, quien era previamente capitán de las fuerzas de Filippo Maria Visconti, a quien reemplazó en 1450. Era hijo del célebre condotiero Muzio Attendolo Sforza, que fue el fundador de la estirpe. Su mandato está caracterizado como un periodo de gran estabilidad y de prosperidad general. Sus numerosos méritos, en los cuales estaba basado su gobierno, le proporcionaron gran popularidad y amor del pueblo; los milaneses solían decir que era un honor el ser gobernados por un déspota tan distinguido.
Francesco gobernó hasta 1466, cuando su hijo Galeazo Maria Sforza lo sustituyó. Este, aunque sujeto a caprichos (como frecuentes actos de crueldad hacia sus conocidos), asentaba su poder en la libertad económica que poseía, en la caza, y en la gente distinguida que le cercaba, así como en su físico. A la gente no le complacía, y como consecuencia, lo asesinaron.
Como sucesor de Galeazo vino Ludovico “il Moro” Sforza, quinto hijo de Francesco Sforza. Su genio político le ganó la reverencia del pueblo italiano; ejerció el poder hasta 1499, cuando huyó ante las fuerzas combinadas de César Borgia y Luis XII de Francia.

Gobierno en Milán
El primer duque de Milán, fue el hijo mayor de Muzio Attendolo Sforza, Francisco I Sforza (1401-1466), que adquirió el título ducal gracias a su matrimonio con Bianca Maria Visconti, la última heredera del duque Filippo Maria Visconti, quien murió en 1447. Esta unión dio origen a la rama principal de la familia. Francisco I fue el sucedido por Galeazzo Maria Sforza (1444-1476), duque de 1466 a hasta su muerte, quien se casó con Bona de Saboya. Entre sus hijas ilegítimas estuvo Caterina Sforza, quien se casó en primeras nupcias con Girolamo Riario, convirtiéndose en la Virgen de Forli e Imola, y más tarde fue la madre de Giovanni delle Bande Nere.
El sucesor de Galeazzo María era su hijo Gian Galeazzo (1469-1494), quien, a causa de su debilidad e ineptitud, en la práctica nunca gobernó directamente. Este se casó con Isabel de Nápoles. La regencia del ducado, desde el principio, estuvo en manos de Ludovico "el Moro" Sforza, y su título de duque lo obtuvo a la muerte de su sobrino.
Ludovico el Moro se casó con Beatrice d'Este. Como prueba del prestigio del Ducado de Milán, Bianca Maria, la hermana de Gian Galeazzo se casaría con el emperador Maximiliano I de Habsburgo. Ludovico il Moro, gobernó el ducado hasta 1500, cuando finalmente fue derrotado y hecho prisionero por los franceses.
Después de que los franceses fueran expulsados por el ejército de mercenarios suizos del Imperio (1512), el ducado de Milán quedó en manos de los hijos de Ludovico el Moro, Maximiliano (1493 a 1530) y Francisco II (desde 1495 hasta 1535), quien se casó con Cristina de Dinamarca, sobrina del emperador Carlos V, por unos cuantos años apenas. Estos descendientes participarían en las guerras entre Francia y el Imperio, gobernando en los intervalos y bajo la protección de los Habsburgo, que, después de la muerte de Francisco II y sin dejar descendencia alguna, perdieron el título y su ducado pasó.
La rama siguió viva en una familia menor, la de Juan Pablo (1497-1535), quien era hijo natural de Ludovico el Moro y Lucrezia Crivelli, descendiente de la rama de los marqueses de Caravaggio, casa extinta en 1717. En segundo lugar por Sforza, el hijo ilegítimo de Francisco I, descendiente de la rama de las cuentas de Borgonovo Val Tidone, y casa extinta en 1680, a partir de Jacopetti, hijo natural de Sforza. Otra rama de la casas Sforza tendría lugar con el descendiente de la rama de los condes de Castel San Giovanni, que llegaría hasta el siglo xx y que pertenecía a la descendencia del ministro Carlo, uno de los últimos Sforza.


 
El Ducado de Urbino (1443-1631) fue un antiguo estado italiano situado en la parte septentrional de la región de las Marcas.

Creación
El nacimiento del Ducado de Urbino tuvo lugar en 1443, cuando el papa Eugenio IV nombró a Oddantonio II de Montefeltro duque de Urbino, ciudad que se convirtió en capital del nuevo estado y que llegó a ser uno de los centros focales del Renacimiento italiano. Su declive se inició con el traslado de la capital a Pésaro en 1523.

Fronteras

En la época de su constitución, el Ducado de Urbino hacía frontera al este con el Mar Adriático, al oeste con la República de Florencia y en el resto con provincias de los Estados Pontificios.

Breve historia

El nombramiento papal convirtió al Condado de Urbino, constituido en 1213, en ducado, gobernado por la familia Montefeltro.
El estado pasó posteriormente a los Della Rovere y finalmente en el año 1631 anexionado a los Estados Pontificios por el papa Urbano VIII (1623-1644), que instauró la Legación de Urbino.


sábado, 27 de octubre de 2012

161.-Ancestros de Felipe VI de España: Lorenzo de Médici.-a


  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas ; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala; Marcelo Yañez Garin; 


  
(en italiano: Lorenzo di Piero de' Medici; Florencia, 1 de enero de 1449- Villa medicea de Careggi, 9 de abril de 1492), también conocido como Lorenzo el Magnífico por sus contemporáneos, fue un estadista italiano y gobernante de facto​ de la República de Florencia durante el Renacimiento italiano. Príncipe de Florencia, mecenas de las artes, diplomático, banquero, poeta y filósofo renacentista, perteneciente a la familia Médici, y también bisabuelo de la reina Catalina de Médici.
Su vida coincidió con la cúspide del Renacimiento italiano temprano; su muerte marca el final de la Edad de Oro de la ciudad de Florencia. La frágil paz que ayudó a mantener entre los distintos estados italianos terminó con su muerte. Los restos de Lorenzo de Medici reposan en la Capilla de los Médici en la basílica de San Lorenzo (Florencia).

Biografía

Lorenzo fue considerado el más inteligente de los cinco hermanos, y tuvo como tutor a un diplomático llamado Gentile Becchi. Participó en justas, cetrería, caza y cría de caballos para competir en el Palio de Siena. Su caballo se llamaba Morello.

Se educó primero en Venecia, más tarde fue enviado a Milán con sólo diecinueve años en representación de su padre, Pedro de Médici. Siendo Lorenzo aún joven, Pedro lo envió a numerosas misiones diplomáticas. Entre ellas se cuentan viajes a Roma para ver al Papa y a otras figuras políticas y religiosas.
Con veinte años, en 1469, la muerte de su padre le obligó a hacerse cargo del Estado florentino bajo un pulso permanente con el Reino de Nápoles. Su carácter conciliador y diplomático le permitió alcanzar la paz con los napolitanos en 1480 tras declararle la guerra Fernando I de Nápoles. Los enfrentamientos entre los jefes de familia de la república florentina mantenían la ciudad en tensión y Lorenzo debió disputar su posición de forma permanente. Esta actitud llevó a parte de la historiografía a considerarle un déspota. Otros, sin embargo, le consideraron un mantenedor del orden en un periodo muy convulso de la historia de la ciudad italiana. El enfrentamiento entre los Médici y los Pazzi —otra influyente familia banquera de la ciudad— se mantuvo durante todo su principado y hubo de sufrir, al menos, dos atentados, el más famoso de los cuales sucedió el 26 de abril de 1478, la conspiración de los Pazzi, que ocurrió frente al Duomo de Florencia, un domingo en Misa. En esta descabellada operación los Pazzi acabaron con la vida del hermano menor de Lorenzo, Juliano. Se enfrentó al Papa Sixto IV en el proceso de expansión de los Estados Pontificios.

Casado con una de las mujeres más nobles de la aristocracia romana, Clarisa Orsini, consiguió que su hijo hiciera carrera como eclesiástico, de tal suerte que más tarde llegaría a ser el Papa León X.

Como mecenas destacó en su apoyo a artistas de la talla de Sandro Botticelli, Leonardo da Vinci, Giuliano da Maiano y Miguel Ángel, entre otros. Extendió el arte renacentista italiano por el resto de las cortes europeas, gracias a sus excelentes relaciones.
Fundó, entre otras instituciones, la Biblioteca Laurenciana. Enviados de Lorenzo recuperaron del Este de Europa gran cantidad de obras clásicas, montando talleres para copiar sus libros y difundir su contenido a través de toda Europa. Apoyó el desarrollo del Humanismo a través de su círculo de amigos eruditos que estudiaron a los filósofos griegos y trataron de combinar las ideas de Platón con el cristianismo. En este grupo se encontraban los filósofos Marsilio Ficino, Poliziano y Giovanni Pico della Mirandola.

En su condición de banquero desatendió los negocios heredados de la familia y tuvo muchos problemas para mantener las actividades mercantiles en el oeste de Europa, perdiendo las filiales de Londres, Brujas y Lyon (creada en 1466).

Mecenazgo

El mecenazgo de Lorenzo de Médici no consistió tanto en financiar obras, como hiciera su abuelo Cosme el Viejo, sino en mandar a los artistas más destacados de Florencia (Botticelli, los Pollaiolo a Roma, Maiano a Nápoles, Sansovino a Lisboa, Verrocchio a Venecia, etc.) a diversas cortes, practicando la «política de prestigio artístico». Su gusto y su criterio eran muy valorados puesto que, dotado de una gran sensibilidad demostrada por sus poemas, gustó de rodearse de artistas, filósofos y científicos: amaba el contacto con la inteligencia y el talento, como para cultivar en él mismo una especie de artista universal, para adquirir o presentir todas las virtualidades del genio. A la generación viril, la de Cosme que se complacía en construir en todos los órdenes, siguió la de los estetas, admirablemente dotados, que prefieren el goce estético y la especulación a la actividad.
 Esto además tiene su explicación en el hecho de que había que hacer avanzar numerosos trabajos ya emprendidos, que las villas de los Médicis eran ya numerosas en 1469 y que estaban adornadas con cuadros y estatuas, quedando poco sitio libre. Lo que si es cierto es que entre todas las anticaglie (antigüedades) que conservaban en jardines y en el interior de los palacios, artistas como Miguel Ángel pudieron entrar en contacto directo con las obras de la antigüedad clásica -y restaurar algunas, como es el caso de Donatello-, sin olvidar por ejemplo que en el Camposanto monumental de Pisa hay una magnífica colección de sarcófagos romanos, probablemente la primera fuente de inspiración para los escultores florentinos del Quattrocento.
Algunos estudiosos proclaman a Lorenzo de Medici como uno de los «padrinos del Renacimiento». Se destaca el llamado «jardín de escultura» que fundó, con el cual pretendía revivir el arte de la escultura, casi extinto en Florencia. En este jardín se impartió enseñanza gratuita en el proceso de esculpir a los más talentosos aprendices de los talleres del momento, entre ellos al joven Miguel Ángel, y fue allí donde éste realizó varias de sus primeras obras en mármol como La Virgen de las Escaleras y La batalla de los centauros. Para llenar la necesidad de tener un maestro en el jardín de escultura, Lorenzo contrató a Bertoldo, antiguo aprendiz del famoso escultor Donatello, quien a su vez había sido aprendiz de Ghiberti. Bertoldo, a pesar de su avanzada edad enseñó el arte de esculpir el mármol a sus aprendices del jardín, lo cual les dio las bases necesarias para revivir la escultura en Florencia.

Matrimonio e hijos

Lorenzo se desposó con Clarisa Orsini por poderes el 7 de febrero de 1469. El matrimonio en persona se llevó a cabo en Florencia el 4 de junio del mismo año. Clarisa era una hija de Jacobo Orsini, señor de Monterotondo y Bracciano con su esposa y prima Magdalena Orsini. Clarisa y Lorenzo tuvieron 10 hijos:

Lucrecia (Florencia, 4 de agosto de 1470 - 15 de noviembre de 1553), se casó el 10 de septiembre de 1486 con Jacobo Salviati y tuvieron 10 hijos, incluyendo al Cardenal Juan Salviati, Cardenal Bernardo Salviati, María Salviati (madre de Cosme I de Médici, y de Francisca Salviati (madre del Papa León XI)
Dos gemelos que murieron después del nacimiento (marzo 1471)
Pedro (Florencia, 15 de febrero 1472 - ío Garigliano, 28 de diciembre de 1503), gobernante de Florencia después de la muerte de su padre, llamado El Infortunado.
Magdalena (Florencia, 25 de julio de 1473 - Roma, 2 de diciembre de 1528), se casó el 25 de febrero de 1487 con Franceschetto Cybo (hijo ilegítimo del Papa Inocencio VIII) y tuvieron siete hijos.
Contessina Beatriz (23 septiembre de 1474 - septiembre de 1474), murió muy joven.
Juan (Florencia, 11 de diciembre de 1475 - Roma, 1 de diciembre de 1521), ascendió al papado como León X el 09 de marzo 1513.
Luisa (Florencia, 25 de enero de 1477 - julio de 1488), también llamada Luigia, estaba prometida con Juan el Popular, pero murió joven.
Contessina (Pistoia, 16 de enero de 1478 - Roma, 29 de junio de 1515), casada en 1494 con Piero Ridolfi (1467-1525) y tuvo cinco hijos, incluyendo al Cardenal Nicolás Ridolfi.
Juliano, duque de Nemours (Florencia, 12 de marzo de 1479 - Florencia, 17 de marzo de 1516), creado duque de Nemours en 1515 por Rey Francisco I de Francia.
Lorenzo también adoptó a su sobrino Julio, el hijo ilegítimo de su hermano muerto Juliano de Médici. Julio más tarde se convirtió en el Papa Clemente VII.



Familia Médicis o Medici.
Aldo  Ahumada Chu Han 


Familia de comerciantes y banqueros de Florencia que llegaron a gobernar la Toscana y a ejercer una influencia considerable sobre la política italiana. Representantes de la burguesía ascendente en las ciudades del norte de Italia en la época de expansión del capitalismo mercantil y financiero, los Médicis o Medici dejaron su impronta en el arte del Renacimiento ejerciendo abundantemente el mecenazgo. Aparecen ocupando el cargo de gonfaloniero o jefe de la ciudad de Florencia desde el siglo XIV.
La familia se dividió en dos ramas a partir de Juan de Médicis (Giovanni di Bicci, 1360-1429): mientras su hijo menor, Lorenzo (1395-1440), daba lugar a una rama secundaria, postergada hasta comienzos del siglo XVI, el poder en Florencia recaía en manos de la rama principal, que arranca de su hijo mayor, Cosme de Médicis el Viejo (Cosimo, 1389-1464).
Tras vencer al partido del patriciado tradicional, Cosme de Médicis instauró desde 1434 un poder dictatorial en Florencia, si bien respetó la forma republicana de las instituciones y se mantuvo alejado personalmente de los cargos principales, encomendándolos a clientes suyos. Cosme duplicó la fortuna de la familia y la empleó para fomentar las artes y el pensamiento, haciendo de Florencia un gran foco de cultura renacentista: Brunelleschi, Donatello y Filippo Lippi, entre otros, se beneficiaron de su mecenazgo; con el mismo espíritu de recuperación de la cultura clásica, compró importantes manuscritos griegos, con los que formó la biblioteca familiar.
Su hijo, Pedro I el Gotoso (Piero, 1414-69), se limitó a conservar el poder y a emparentar con la familia aristocrática de los Orsini mediante el matrimonio de su hijo, Lorenzo de Médicis el Magnífico (1449-92). Lorenzo de Médicis consiguió resistir los intentos de arrebatarle el poder por parte del patriciado, que se alió con el papa Sixto IV, aunque perdió a su hermano Julián (1453-78) durante la rebelión de los Pazzi (1478).
Lorenzo el Magnífico fue un típico príncipe renacentista, protector de escritores, sabios y artistas, impulsor de las primeras imprentas italianas y organizador de fiestas. Su prodigalidad puso en peligro la fortuna de los Médicis y despertó las iras de Savonarola. Su hijo Pedro II (Piero, 1471-1503) fue expulsado del poder por una revuelta instigada por Savonarola en 1494. Su alianza con Carlos VIII de Francia no fue suficiente para recuperar la ciudad.
Su hermano Juan de Médicis (Giovanni, 1475-1521), recuperó el poder en 1512 gracias a la ayuda del papa Julio II, de manera que Florencia quedó subordinada a Roma en los años siguientes. Ejerció el poder junto con su hermano menor, Julián (Giuliano, 1478-1516). Juan de Médicis, que era cardenal desde los 13 años, fue elegido papa en 1513, tomando el nombre de León X. Practicó asiduamente el nepotismo, situando a miembros de la familia Médicis en los órganos de poder de la Iglesia romana; incluso gravó a la Hacienda papal con los gastos de la Guerra de Urbino (1516-17), destinada a conquistar dicho ducado para su sobrino Lorenzo II.
El pontificado de León X (1513-21) apenas trajo novedades en materia religiosa, pues se comportó como un príncipe italiano más, dedicado a conservar y ampliar sus dominios por medio de la diplomacia y de la guerra, así como a ejercer el mecenazgo artístico. Encargó a Rafael Sanzio construir la basílica de San Pedro, cuyo coste le obligó a recabar fondos intensificando la venta de bulas de indulgencia; la denuncia contra la inmoralidad de este tráfico mercantil sería el detonante que haría a Lutero romper con la Iglesia católica, dando origen a la reforma protestante (1517-21).
En 1523, tras el breve pontificado de Adriano VI, accedió al Papado otro Médicis, hijo bastardo de Julián: Julio de Médicis (Giulio, 1478-1534), que tomó el nombre de Clemente VII. Queriendo liberarse de la tutela de Carlos V, en 1526 impulsó contra éste la Liga Santa de Cognac (o Liga Clementina), formada por Francia, Inglaterra, Florencia, Venecia, Milán y el Papado. El emperador Carlos V respondió tomando Roma y entregándola al saqueo de sus soldados (Sacco de Roma, 1527); el papa fue encarcelado durante siete meses en el Castillo de Sant'Angelo, y sólo la peste desatada en la ciudad hizo que fuera evacuada por las tropas imperiales.
Clemente VII decidió entonces reconciliarse con Carlos V, a quien coronó emperador y rey de Italia en Bolonia en 1530; a cambio, Carlos le devolvió los territorios que le había arrebatado y conquistó Florencia, poniendo de nuevo en el poder a los Médicis (que lo habían perdido) en la persona de Alejandro (quizá hijo natural del mismo papa). Por último, el pontificado de Clemente VII tuvo una importancia crucial para la Iglesia, pues, al negarse a reconocer el divorcio de Enrique VIII (decisión inevitable, dada la subordinación del Papado a la política de Carlos V) desencadenó el cisma de la Iglesia de Inglaterra.

En Florencia, mientras tanto, ocupó el poder Lorenzo II de Médicis (1492-1519), hijo de Pedro II. Gobernó nominalmente dirigido por su tío, el papa León X (que en 1516 le hizo duque de Urbino). De su matrimonio con una aristócrata francesa nació Catalina de Médicis (1519-89), que habría de ser reina de Francia por su matrimonio con Enrique II.
Hipólito (Ippolito, 1511-35), hijo natural de Julián, fue hecho cardenal por su tío Clemente VII, que le empleó para dirigir la política florentina en su nombre. Probablemente murió envenenado por su pariente Alejandro (Alessandro, 1510-37), hijo natural de Lorenzo II o quizá del cardenal Julio de Médicis. Alessandro de Médicis fue impuesto en el poder en 1530 por las armas de Carlos V, que en aquel momento controlaban Italia. El emperador hizo a Alejandro duque de Florencia (1532), con lo que los Médicis quedaron convertidos en dinastía ducal de una monarquía hereditaria. Alejandro ejerció un poder tiránico que causó gran descontento en la ciudad. Sus habitantes enviaron a Hipólito de Médicis a plantear sus quejas ante Carlos V, pero el enviado murió durante el viaje, seguramente envenenado por Alejandro.
Alejandro de Médicis moriría también (extinguiéndose con él la rama principal de los Médicis) a manos de un miembro de la rama secundaria de la familia, Lorenzino o Lorenzaccio (1514-48). Éste era un escritor de la corte de Alejandro, a quien decidió asesinar imbuido de ideales republicanos. Para su decepción, la muerte del tirano no dio paso a un régimen de libertades, sino a la sucesión en el Ducado de otro Médicis de esta rama, Cosme I de Médicis (Cosimo, 1519-74), en 1537. Once años después, Cosme haría asesinar, a su vez, a Lorenzino.
Cosme I de Médicis fue otro tirano como Alejandro, protegido como él por Carlos V. Bajo su principado alcanzó Florencia el apogeo de su poder en Italia, conquistando Lucca y Siena. En 1569 esta ampliación territorial fue sancionada por la coronación de Cosme como gran duque de Toscana por el papa Pío V. Inició además una política de limpieza del Mediterráneo de piratas berberiscos, que continuarían sus sucesores.
Le sucedió su hijo Francisco María (Francesco Maria, 1541-87), que continuó la línea de gobierno despótico y aliado de España. Su hija María de Médicis (1573-1642) llegaría a ser reina de Francia por su matrimonio con Enrique IV y regente durante la minoría de edad de Luis XIII.
Francisco María de Médicis murió probablemente envenenado por su hermano, el cardenal Fernando I (Ferdinando, 1549-1609). Al suceder a su hermano en la Corona ducal (1587), Fernando I de Médicis abandonó el capelo cardenalicio y contrajo matrimonio. Con él se inició la protección de los Médicis a Galileo, que continuarían sus sucesores. Fernando cambió la orientación política de Toscana, alineándola con la Francia de Enrique IV y contra la España de Felipe II y Felipe III (de hecho, fue él quien casó en 1601 a su sobrina María de Médicis con el rey francés). Sin embargo, cuando Francia hizo la paz con el duque de Saboya, Fernando volvió a aliarse con Felipe III para hacer frente a su enemigo italiano.
Le sucedieron su hijo Cosme II de Médicis (1590-1621), su nieto Fernando II (1610-70), su bisnieto Cosme III (1642-1723) y su tataranieto Juan Gastón (1671-1737), bajo los cuales tuvo lugar la decadencia de la dinastía. El último de los mencionados no tuvo descendientes varones, con lo que se extinguió el linaje de los Médicis, dejando Toscana a merced de los intereses diplomáticos de las grandes potencias. Por el Tratado de Viena (1735) la Corona ducal de Toscana fue otorgada al duque de Lorena, esposo de María Teresa de Austria, que más tarde sería emperador con el nombre de Francisco I del Sacro Imperio Romano Germánico.