—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

martes, 30 de octubre de 2012

163.-Antepasados del rey de España: Victoria I del Reino Unido.


  
 Victoria I del Reino Unido.


 
retrato

Alexandrina Victoria de Welfos. (La Casa de Hannover,  algunas veces se la conoce como la Casa de Brunswick y Luneburgo, línea de Hannover. La Casa de Hannover es una rama más joven de la Casa de Welf, que a su vez es la rama mayor de la Casa de Este.)

(Londres, 24 de mayo de 1819-isla de Wight, 22 de enero de 1901) fue monarca británica desde la muerte de su tío paterno, Guillermo IV, el 20 de junio de 1837, hasta su fallecimiento el 22 de enero de 1901, mientras que como emperatriz de la India fue la primera en ostentar el título desde el 1 de enero de 1877 hasta su deceso.

Victoria era hija del príncipe Eduardo, duque de Kent y de Strathearn, cuarto hijo del rey Jorge III. Tanto el duque como el rey murieron en 1820, lo que provocó que Victoria fuera criada bajo la supervisión de su madre, la princesa alemana Victoria de Sajonia-Coburgo-Saalfeld. Heredó el trono a los dieciocho años, tras la muerte sin descendencia legítima de tres tíos paternos. El Reino Unido era ya en aquella época una monarquía constitucional establecida, en la que el soberano tenía relativamente pocos poderes políticos directos. En privado, Victoria intentó influir en el gobierno y en el nombramiento de ministros. En público, se convirtió en un icono nacional y en la figura que encarnaba el modelo de valores férreos y de moral personal típico de la época.
Se casó con su primo, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha en 1840. Sus nueve hijos y veintiséis de sus cuarenta y dos nietos se casaron con otros miembros de la realeza o de la nobleza de Europa, uniendo a estas entre sí. Esto le valió el apodo de «abuela de Europa». Tras la muerte de Alberto en 1861, Victoria comenzó un luto riguroso durante el cual evitó aparecer en público. Como resultado de su aislamiento, el republicanismo ganó fuerza durante algún tiempo, pero en la segunda mitad de su reinado, su popularidad volvió a aumentar. Sus jubileos de oro y de diamante fueron muy celebrados.
Su reinado de 63 años, 7 meses y 2 días es el segundo más largo de la historia del Reino Unido, solo superado por el de su tataranieta Isabel II, y se le conoce como época victoriana. Fue un periodo de cambio industrial, cultural, político, científico y militar en el Reino Unido y estuvo marcado por la expansión del Imperio británico. Victoria fue la última monarca de la casa de Hannover. Su hijo y sucesor, Eduardo VII, pertenecía a la nueva casa de Sajonia-Coburgo-Gotha.

Biografía

La que llegaría a ser soberana de Gran Bretaña e Irlandaemperatriz de la India nació el 24 de mayo de 1819, fruto de la unión de Eduardo, duque de Kent, hijo del rey Jorge III, con la princesa María Luisa de Sajonia-Coburgo, descendiente de una de las más antiguas y vastas familias europeas. No es de extrañar, por lo tanto, que muchos años después Victoria no encontrase grandes diferencias entre sus relaciones personales con los distintos monarcas y las de Gran Bretaña con las naciones extranjeras, pues desde su nacimiento estuvo emparentada con las casas reales de Alemania, Rumania, Suecia, Dinamarca, Noruega y Bélgica, lo que la llevó muchas veces a considerar las coronas de Europa como simples fincas de familia y las disputas internacionales como meras desavenencias domésticas.

La niña, cuyo nombre completo era Alejandrina Victoria, perdió a su padre cuando sólo contaba un año de edad y fue educada bajo la atenta mirada de su madre, revelando muy pronto un carácter afectuoso y sensible, a la par que despabilado y poco proclive a dejarse dominar por cualquiera. El vacío paternal fue ampliamente suplido por el enérgico temperamento de la madre, cuya vigilancia sobre la pequeña era tan tiránica que, al alborear la adolescencia, Victoria todavía no había podido dar un paso en el palacio ni en los contados actos públicos sin la compañía de ayas e institutrices o de su misma progenitora. Pero como más tarde haría patente en sus relaciones con los ministros del reino, Victoria resultaba indomable si primero no se conquistaba su cariño y se ganaba su respeto.
Muerto su abuelo Jorge III el mismo año que su padre, no tardó en ser evidente que Victoria estaba destinada a ocupar el trono de su país, pues ninguno de los restantes hijos varones del rey tenía descendencia. Cuando se informó a la princesa a este respecto, mostrándole un árbol genealógico de los soberanos ingleses que terminaba con su propio nombre, Victoria permaneció callada un buen rato y después exclamó: "Seré una buena reina". Apenas contaba diez años y ya mostraba una presencia de ánimo y una resolución que serían cualidades destacables a lo largo de toda su vida.
Jorge IV y Guillermo IV, tíos de Victoria, ocuparon el trono entre 1820 y 1837. Horas después del fallecimiento de éste último, el arzobispo de Canterbury se arrodillaba ante la joven Victoria para comunicarle oficialmente que ya era reina de Inglaterra. Ese día, la muchacha escribió en su diario: "Ya que la Providencia ha querido colocarme en este puesto, haré todo lo posible para cumplir mi obligación con mi país. Soy muy joven y quizás en muchas cosas me falte experiencia, aunque no en todas; pero estoy segura de que no hay demasiadas personas con la buena voluntad y el firme deseo de hacer las cosas bien que yo tengo". La solemne ceremonia de su coronación tuvo lugar en la abadía de Westminster el 28 de junio de 1838
La tirantez de las relaciones de Victoria con su madre, que aumentaría con su llegada al trono, se puso ya de manifiesto en su primer acto de gobierno, que sorprendió a los encopetados miembros del consejo: les preguntó si, como reina, podía hacer lo que le viniese en real gana. Por considerarla demasiado joven e inexperta para calibrar los mecanismos constitucionales, le respondieron que sí. Ella, con un delicioso mohín juvenil, ordenó a su madre que la dejase sola una hora y se encerró en su habitación.
A la salida volvió a dar otra orden: que desalojaran inmediatamente de su alcoba el lecho de la absorbente duquesa, pues en adelante quería dormir sin compartirlo. Las quejas, las maniobras y hasta la velada ruptura de la madre nada pudieron hacer: su imperio había terminado y su voluntariosa y autoritaria hija iba a imponer el suyo. Y no sólo en la intimidad; también daría un sello inconfundible a toda una época, la que se ha denominado justamente con su nombre.
La sangre alemana de la joven reina no provenía únicamente de la línea materna, con su ascendencia más remota en un linaje medieval; había entrado con la entronización de la misma dinastía, los Hannover, que fueron llamados en 1714 desde el principado homónimo en el norte de Alemania para coronar el edificio constitucional que había erigido en el siglo XVIII la Revolución inglesa. Sus soberanos dejaron, en general, un recuerdo borrascoso por sus comportamientos públicos y privados y los feroces castigos infligidos a quienes se atrevían a criticarlos, pero presidieron la rápida ascensión de Gran Bretaña hacia la hegemonía europea.

Una pálida excepción la procuró Jorge III, de larga y desgraciada vida (su reinado duró casi tanto como el de Victoria), a causa de sus periódicas crisis de locura. Fue, sin embargo, respetado por sus súbditos, en razón de esa desgracia y de sus irreprochables virtudes domésticas. La mayoría de sus seis hijos no participaron de esta ejemplaridad y el heredero, Jorge IV, dañó especialmente con sus escándalos el prestigio de la monarquía, que sólo pudo reparar en parte su sucesor, Guillermo IV
Al fallecer el rey Guillermo IV el 20 de junio de 1837 y convertirse en su sucesora al trono, Victoria tenía ante sí una larga tarea. Los celosos cuidados de la madre habían procurado sustraerla por completo a las influencias perniciosas de los tíos y del ambiente disoluto de la corte, regulando su instrucción según austeras pautas, imbuidas de un severo anglicanismo. Su educación intelectual fue algo precaria, pues parecía rebuscado pensar que la muerte de otros herederos directos y la falta de descendencia de Jorge IV y de Guillermo IV le abrirían el paso a la sucesión.
Pero ello no impediría que la reina desempeñara un papel fundamental en el resurgimiento de un indiscutible sentimiento monárquico al aproximar la corona al pueblo, borrando el recuerdo de sus antecesores hasta afianzar sólidamente la institución en la psicología colectiva de sus súbditos. No fue tarea fácil. Sus hombres de estado tuvieron que gastar largas horas en enseñarle a deslindar el ámbito regio en las prácticas constitucionales, y procuraron recortar la influencia de personajes dudosos de la corte, como el barón de Stockmar, médico, o la baronesa de Lehzen, una antigua institutriz. Los mayores roces se producirían con sus injerencias en la política exterior, y particularmente en las procelosas cuestiones de Alemania, cuando bajo la égida de Prusia y de Bismarck surgió allí el gran rival de Gran Bretaña, el imperio germano.
En el momento de la coronación, la escena política inglesa estaba dominada por William Lamb, vizconde de Melbourne, que ocupaba el cargo de primer ministro desde 1835. Lord Melbourne era un hombre rico, brillante y dotado de una inteligencia superior y de un temperamento sensible y afable, cualidades que fascinaron a la nueva reina. Victoria, joven, feliz y despreocupada durante los primeros meses de su reinado, empezó a depender completamente de aquel excelente caballero, en cuyas manos podía dejar los asuntos de estado con absoluta confianza. Y puesto que lord Melbourne era jefe del partido whig (liberal), ella se rodeó de damas que compartían las ideas liberales y expresó su deseo de no ver jamás a un tory (conservador), pues los enemigos políticos de su estimado lord habían pasado a ser automáticamente sus enemigos.

Tal era la situación cuando se produjeron en la Cámara de los Comunes diversas votaciones en las que el gabinete whig de lord Melbourne no consiguió alcanzar la mayoría. El primer ministro decidió dimitir y los tories, encabezados por Robert Peel, se dispusieron a formar gobierno. Fue entonces cuando Victoria, obsesionada con la terrible idea de separarse de lord Melbourne y verse obligada a sustituirlo por Robert Peel, cuyos modales consideraba detestables, sacó a relucir su genio y su testarudez, disimulados hasta entonces: su negativa a aceptar el relevo fue tan rotunda que la crisis hubo de resolverse mediante una serie de negociaciones y pactos que restituyeron en su cargo al primer ministro whig. Lord Melbourne regresó al lado de la reina y con él volvió la felicidad, pero pronto iba a ser desplazado por una nueva influencia.
El 10 de febrero de 1840 la reina Victoria contrajo matrimonio. Se trataba de una unión prevista desde muchos años antes y determinada por los intereses políticos de Inglaterra. El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, alemán y primo de Victoria, era uno de los escasísimos hombres jóvenes que la adolescente soberana había tratado en su vida y sin duda el primero con el que se le permitió conversar a solas. Cuando se convirtió en su esposo, ni la predeterminación ni el miedo al cambio que suponía la boda impidieron que naciese en ella un sentimiento de auténtica veneración hacia aquel hombre no sólo apuesto, exquisito y atento, sino también dotado de una fina inteligencia política.
Alberto tampoco dejó de tener sus dificultades al principio. Por un lado, tardó en acostumbrarse al puesto que le había trazado de antemano el parlamento, el de príncipe consorte, un status que adquirió a partir de él (en Gran Bretaña y en Europa) sus específicas dimensiones. Por otro lado, tardó aún más en hacerse perdonar una cierta inadaptación a los modos y maneras de la aristocracia inglesa, al soslayar su innata timidez con el clásico recurso del envaramiento oficial y la altivez de trato. Pero con el tacto y perseverancia del príncipe, y la viveza natural y el sentido común de Victoria, la real pareja despejó en una misma voluntad todos los obstáculos y se granjeó un universal respeto con sus iniciativas. Fue el suyo un amor feliz, plácido y hogareño, del que nacieron cuatro hijos y cinco hijas; ellos y sus respectivos descendientes coparon la mayor parte de las cortes reales e imperiales del continente, poniendo una brillante rúbrica a la hegemonía de Gran Bretaña en el orbe, vigente hasta la Primera Guerra Mundial. Llegó el día en que Victoria fue designada «la abuela de Europa».
Alberto fue para Victoria un marido perfecto y sustituyó a lord Melbourne en el papel de consejero, protector y factótum en el ámbito de la política. Y ejerció su misión con tanto acierto que la soberana, aún inexperta y necesitada de ese apoyo, no experimentó pánico alguno cuando en 1841 el antaño aborrecido Peel reemplazó por fin a Melbourne al frente del gabinete. A partir de ese momento, Victoria descubrió que los políticos tories no sólo no eran monstruos terribles, sino que, por su conservadurismo, se hallaban mucho más cerca que los whigs de su talante y sus creencias. En adelante, tanto ella como su marido mostraron una acusada predilección por los conservadores, siendo frecuentes sus polémicas con los gabinetes liberales encabezados por lord Russell y lord Palmerston.
La habilidad política del príncipe Alberto y el escrupuloso respeto observado por la reina hacia los mecanismos parlamentarios, contrariando en muchas ocasiones sus propias preferencias, contribuyeron en gran medida a restaurar el prestigio de la corona, gravemente menoscabado desde los últimos años de Jorge III a causa de la manifiesta incompetencia de los soberanos. Con el nacimiento, en noviembre de 1841, del príncipe de Gales, que sucedería a Victoria más de medio siglo después con el nombre de Eduardo VII, la cuestión sucesoria quedó resuelta. Puede afirmarse, por lo tanto, que en 1851, cuando la reina inauguró en Londres la primera Gran Exposición Internacional, la gloria y el poder de Inglaterra se encontraban en su momento culminante. Es de señalar que Alberto era el organizador del evento; no hay duda de que había pasado a ser el verdadero rey en la sombra.

El esplendor de la viudez.

A lo largo de los años siguientes, Alberto continuó ocupándose incansablemente de los difíciles asuntos de gobierno y de las altas cuestiones de Estado. Pero su energía y su salud comenzaron a resentirse a partir de 1856, un año antes de que la reina le otorgase el título de príncipe consorte con objeto de que a su marido le fueran reconocidos plenamente sus derechos como ciudadano inglés, pues no hay que olvidar su origen extranjero.
 Fue en 1861 cuando Victoria atravesó el más trágico período de su vida: en marzo fallecía su madre, la duquesa de Kent, y el 14 de diciembre expiraba su amado esposo, el hombre que había sido su guía y soportado con ella el peso de la corona.
Como en otras ocasiones, y a pesar del dolor que experimentaba, la soberana reaccionó con una entereza extraordinaria y decidió que la mejor manera de rendir homenaje al príncipe desaparecido era hacer suyo el objetivo central que había animado a su marido: trabajar sin descanso al servicio del país. La pequeña y gruesa figura de la reina se cubrió en lo sucesivo con una vestimenta de luto y permaneció eternamente fiel al recuerdo de Alberto, evocándolo siempre en las conversaciones y episodios diarios más baladíes, mientras acababa de consumar la indisoluble unión de monarquía, pueblo y estado.
Desde ese instante hasta su muerte, Victoria nunca dejó de dar muestras de su férrea voluntad y de su enorme capacidad para dirigir con aparente facilidad los destinos de Inglaterra. Mientras en la palestra política dos nuevos protagonistas, el liberal William Gladstone y el conservador Benjamin Disraeli, daban comienzo a un nuevo acto en la historia del parlamentarismo inglés, la reina alcanzaba desde su privilegiada posición una notoria celebridad internacional y un ascendiente sobre su pueblo del que no había gozado ninguno de sus predecesores. 
En un supremo éxito, logró también que una aristocracia proverbialmente licenciosa se fuera impregnando de los valores morales de la burguesía, a medida que ésta llevaba a su apogeo la Revolución Industrial y cercenaba las competencias del último reducto nobiliario, la Cámara de los Lores. Ella misma extremó las pautas más rígidas de esa moral y le imprimió ese sello personal algo pacato y estrecho de miras, que no en balde se ha denominado victoriano.
El único paréntesis en este estado de viudez permanente lo trajeron los gobiernos de Disraeli, el político que mejor supo penetrar en el carácter de la reina, alegrarla y halagarla, y desviarla definitivamente de su antigua predilección por los whigs. También la convirtió en símbolo de la unidad imperial al coronarla en 1877 emperatriz de la India, después de dominar allí la gran rebelión nacional y religiosa de los cipayos. La hábil política de Disraeli puso asimismo el broche a la formidable expansión colonial (el imperio inglés llegó a comprender hasta el 24 % de todas las tierras emergidas y 450 millones de habitantes, regido por los 37 millones de la metrópoli) con la adquisición y control del canal de Suez. Londres pasó a ser así, durante mucho tiempo, el primer centro financiero y de intercambio mundial. Un sinfín de guerras coloniales llevó la presencia británica hasta los últimos confines de Asia, África y Oceanía
Durante las últimas tres décadas de su reinado, Victoria llegó a ser un mito viviente y la referencia obligada de toda actividad política en la escena mundial. Su imagen pequeña y robusta, dotada a pesar de todo de una majestad extraordinaria, fue objeto de reverencia dentro y fuera de Gran Bretaña. Su apabullante sentido común, la tranquila seguridad con que acompañaba todas sus decisiones y su íntima identificación con los deseos y preocupaciones de la clase media consiguieron que la sombra protectora de la llamada Viuda de Windsor se proyectase sobre toda una época e impregnase de victorianismo la segunda mitad del siglo.
Su vida se extinguió lentamente, con la misma cadencia reposada con que transcurrieron los años de su viudez. Cuando se hizo pública su muerte, acaecida el 22 de enero de 1901, pareció como si estuviera a punto de producirse un espantoso cataclismo de la naturaleza. La inmensa mayoría de sus súbditos no recordaba un día en que Victoria no hubiese sido su reina.


  
En el centenario de la Reina Victoria.
22/01/2001

EN la India, se erigieron muchas estatuas imponentes de la Reina Victoria para recordar a la población nativa la permanencia y la fuerza del imperio británico, así como para inspirar su lealtad y patriotismo. Había una en cada municipio. El rasgo dominante era el de la madre de una gran empresa mundial todopoderosa, una figura sagrada y benevolente, en ocasiones representada como una diosa romana y otras veces como una Reina recta y matriarcal. Siguieron levantándose estatuas durante los veinticinco años posteriores a su muerte, pero, al tomar cuerpo la oposición al dominio británico, a menudo fueron atacadas por vándalos. 
Muchas fueron retiradas a lugares más seguros. Aun así, cincuenta años después de la independencia de la India y cien años después de la muerte de la Reina emperatriz, muchas de sus estatuas han sido recuperadas y limpiadas. Hoy día se pueden ver humildes devotos que encienden velas ante las estatuas y las visten con guirnaldas, aparentemente como si considerasen a Victoria como una diosa más del panteón hindú.

Esta «diosa» nació el 24 de mayo de 1819 en el Palacio de Kensington en Londres y le fueron impuestos los nombres de Alexandrina Victoria. Apenas tenía 18 años cuando subió al trono, el 20 de junio de 1837, sucediendo a su tío Guillermo IV, quien no había tenido descendientes legítimos. Casi nadie en Gran Bretaña fuera de la corte la conocía.
 Cuando murió el 22 de enero de 1901, tres meses antes de que hubiese cumplido 82 años, probablemente era la persona más conocida del mundo, percibida, con justeza o no —puesto que ya se había iniciado la decadencia del imperio británico—, como el líder más poderoso de la tierra. Su reinado de sesenta y cuatro años fue —sigue siendo— el más largo de la historia británica. Su importancia como creadora de la monarquía británica presente es indiscutible, pero también ha dado su nombre a toda una era con su significado en las artes, el comercio, la industria, la ciencia y los valores morales: la era victoriana.

Una era se puede recordar en términos de la dinastía reinante —la Casa de Austria o la de Borbón en España, la de los Plantagenet o la de los Windsor en Gran Bretaña— pero es mucho más infrecuente que se recuerde toda una época por un Monarca individual. 
El adjetivo victoriano tiene la misma resonancia que carolingio. En parte, tiene que ver con el poder. Entre 1884 y 1896, más de cincuenta millones de kilómetros cuadrados de territorio nuevo pasaron al control de Gran Bretaña. No obstante, también había una dimensión personal. Para cuando murió, la longevidad, probidad y sentido del deber de Victoria le habían otorgado una enorme popularidad en casa y en el extranjero. 
En 1887 y 1897 se celebraron dos grandes jubileos de una envergadura tal que proyectaron por todo el mundo la imagen de la fuerza y el carácter duradero de la monarquía británica. En 1887, las bodas de oro de su reinado reunieron a personajes de todo el imperio, que le rindieron tributo en la misa de acción de gracias celebrada en la Abadía de Westminster. En 1897, la dimensión imperial prevaleció aún más en las bodas de diamante, con los jefes de gobierno coloniales y sus tropas desfilando en Londres ante la Emperatriz. Se celebraron oficios de acción de gracias en todas las iglesias, capillas, mezquitas y sinagogas del imperio.

El impacto mundial de estas celebraciones se vio incrementado por el hecho de que Victoria no sólo era la madre simbólica del imperio británico, sino que ocupaba además el cargo efectivo de matriarca de Europa. Sus nueve hijos y cuarenta nietos entraron por la vía del matrimonio en prácticamente todas las casas reales de Europa. Su hija mayor, Victoria, fue coronada Emperatriz de Alemania. Su nieta, la Princesa Victoria Eugenia de Battenberg, se casó con Alfonso XIII el 31 de mayo de 1906.
 Otra de sus nietas fue la Princesa Beatriz de Saxe-Coburgo-Gotha, quien se casó con el Infante Alfonso de Orleáns y Borbón, una figura destacada en la aviación nacional durante la Guerra Civil española, quien más tarde fue el representante en España del bisnieto de Victoria, Don Juan de Borbón.


En la edad digital, la era victoriana sigue siendo relevante porque, de tantísimas maneras, puso los cimientos del mundo moderno. La prosperidad y preeminencia de la Gran Bretaña victoriana fueron posibles gracias a la combinación de democratización política, descubrimientos científicos y los beneficios sociales y económicos de la revolución industrial.

 A lo largo del siglo XX, la era victoriana ha seguido siendo un punto de referencia conocido mundialmente, incluso con la decadencia de Gran Bretaña, debido al impacto de Darwin y Marx y el éxito cultural de las novelas de Charles Dickens y los relatos de Rudyard Kipling. A la era victoriana también se la recuerda por sus valores morales. Esto venía a significar, en Gran Bretaña y en otras partes, un compromiso con la rectitud tanto en la vida pública como en la privada. La gran liberación sexual de los años 60 y posteriores fue una revolución llevada a cabo en contra de los valores familiares, y la consiguiente hipocresía, predominantes en los tiempos de la reina Victoria.

Los valores victorianos estaban inspirados en la propia vida familiar de Victoria. Se casó con su primo hermano, el Príncipe Alberto de Saxe-Coburgo-Gotha, el 10 de febrero de 1840. Fue un matrimonio de felicidad intensa, y rara vez se les vio separados hasta la muerte prematura de su «amado Alberto», acaecida el 14 de diciembre de 1861. Victoria y Alberto tuvieron nueve hijos y compartieron una estrecha vida familiar. Valoraban muchísimo su vida privada, particularmente en el Castillo de Balmoral en Escocia, donde la Reina gustaba de alejarse del escrutinio público. Quedó destrozada tras la muerte de Alberto en 1861 y sufrió una crisis nerviosa. 
La Reina se retiró de la vida pública, refugiándose en una viudedad solitaria. En consecuencia, se la criticó por desocuparse de la corte y de los asuntos del imperio. Entre 1871 y 1874 se fundaron ochenta y cuatro clubes republicanos y el primer ministro liberal, Gladstone, habló de la «gran crisis de la realeza». El teórico constitucionalista, Walter Bagehot, escribió: 
Ser invisible es ser olvidado. Para ser un símbolo, un símbolo efectivo, hay que dejarse ver de manera vivida y con frecuencia». 
Su fuerte sentido del deber la impulsó a responder con un enorme esfuerzo de voluntad. Estaba en el meollo de las operaciones por las que un ceremonial planificado al más mínimo detalle proyectaba la imagen de la monarquía como suntuosa, grandiosa y popular

La visión extranjera de lo inglés deriva de la diseminación de los valores victorianos: una ética del trabajo, la confianza en la autoayuda, la creencia en la frugalidad y el sentido del deber tanto público como privado. Esta imagen sobrevivió hasta después de la II Guerra Mundial, cuando el colapso imperial y la decadencia industrial, las actividades de los «hooligans» futboleros y los turistas borrachos se encargaron de socavarla.
En los años 80 Margaret Thatcher trató de reafirmar los valores victorianos, pero tuvo éxito solamente en el establecimiento de una cultura del egoísmo y la avaricia. No obstante, todos los años en verano, en el Royal Albert Hall y en los jardines que rodean el monumento erigido en memoria de Alberto, una gran celebración popular de música victoriana recrea con diversión el legado imperialista británico. Es asombroso que un gran festival musical internacional, conocido por promover la música de vanguardia, «los Proms de la BBC», sea más conocido por su «última noche» y por la participación del público voceando canciones imperialistas asociadas con la Reina Victoria.
Cuando murió la Reina Victoria, la preeminencia británica ya estaba puesta en cuestión por el auge del poderío industrial alemán y estadounidense. La Guerra de los Boer en Suráfrica, desde octubre de 1899 hasta mayo de 1902, presagiaba el comienzo de la rebelión colonial y el eventual fin del imperio. El segundo hijo de Victoria, nacido el 9 de noviembre de 1841, subió al Trono, tras una juventud escandalosa, como Eduardo VII. Tenía 60 años y heredaba un mundo que pronto se vería resquebrajado por la I Guerra Mundial. 
La creación por parte de su madre de la Monarquía como un símbolo unificador de la permanencia y la comunidad nacional se había vuelto aún más necesaria por el vertiginoso cambio y la dislocación de la era victoriana.

 La electricidad, el ferrocarril, el barco de vapor y el telégrafo eran síntomas de cambio económico, político, social y cultural. Una Monarquía espléndida también mitigaba el dolor de la decadencia. La actual era isabelina ha provocado comparaciones. La propia Isabel II ha presidido con gran dignidad sobre la retirada del imperio y, en tantos otros aspectos, el desmantelamiento de la era victoriana. Sin embargo, resulta difícil imaginar que, cien años después de su muerte, sus estatuas vayan a estar adornadas con guirnaldas de flores e iluminadas por las velas de los devotos.


        
Cien años del fin de la Era Victoriana, cuando las estaciones de tren parecían catedrales góticas.

El reinado de la Reina Victoria, que murió tal día como hoy hace cien años, es junto al de Enrique VIII el que más profundamente marcó el ser y la sensibilidad británicos. En plena industrialización internacional y lanzada a la adquisición de un inmenso imperio, Inglaterra optó en lo cultural y lo político por el aislamento, tratando de revivir periodos de su historia considerados esencialmente ingleses.

22/01/2001


La era victoriana. Ese imaginario que aún sepulta este país como una capa raída y cenicienta, esa acumulación de contradicciones que todavía marca el ser de los británicos y les convierte en un pueblo peculiar y muchas veces brillante pero que desde hace cien años no ha dejado de resbalar por la pendiente de la historia. Como antes les tocó a otros. Esto es Dickens y Emily Brönte, Whistler y Dante Gabriel Rosetti, Gilbert and Sullivan y Oscar Wilde. Son las «public schools» y la enseñanza masiva, la industria y el bucolismo, el imperio y el «glorioso aislamiento»... 
Es un cuento largo, el de casi 75 años donde un país poderoso se las arregló para caminar hacia adelante y hacia atrás como ningún otro. Cuando una joven Victoria, criada por su madre en el más riguroso aislamiento para protegerla de los escándalos y la vida disoluta de Jorge IV, el «Rey Dandy» y sus hermanos, era elevada a un trono que pronto sería imperial, el país, como toda Europa, surgía apenas de la conmoción causada por las guerras napoleónicas y el impulso revolucionario.
 En la Isla los dramas políticos fueron menores, quizás porque Gran Bretaña surgía triunfadora de la gran confusión, había protagonizado un par de siglos antes de su propia revolución republicana y decapitado a su propio monarca, su flota dominaba los mares y las clases medias encontraban cierto reflejo en el Parlamento de Westminster.
Diferencia de clases en las mujeres en el año 1871: joven aristócrata y mujer trabajadora de Londres


LA ERA DE LAS MÁQUINAS

Sin embargo, en torno a 1837, el ambiente en Inglaterra era de preocupación, de profunda inseguridad. Una sociedad lanzada a la expansión mundial se sabía conmovida por fenómenos internos que indefectiblemente harían tambalearse estructuras de siglos. La antigua sociedad rural y artesanal, válida desde que se guardaba memoria, se venía abajo con la llegada de «La Era de las Máquinas».

 Los avances de la ciencia y la técnica desplazaban al ser humano de su propio centro, le lanzaban a velocidades increíbles, se introducían en su hogar en forma de luz y calor, permitían la transmisión casi inmediata de noticias y requerían cada vez más personas sin más cualificación que su fuerza de trabajo. Los campos se vaciaban, innecesarios en una metrópolis que podía vivir de los alimentos de su imperio. En cierta forma se trata de un estado de desorientación semejante al de nuestra época, pero a escala mayor. La teoría de la evolución expuesta por Darwin y Wallace en 1859 venía de descubrir que Adán y Eva no fueron una creación directa de Dios, sino producto de un proceso evolutivo, tal vez ciego. 
La degradación del hombre a accidente evolutivo era evidente, pero también ponía en cuestión el mismo lugar del Hacedor. Por así decir, Dios mismo pasó de ser una certeza, un axioma social, a transformarse en una elección personal. Esto se encarnó en Inglaterra de una forma única, reflejada en una cultura paradójica.
Los poetas del periodo expresaban ese estado de pesimismo y desesperanza. Matthew Arnold escribía cómo vivimos «en una época de hierro/ de dudas, disputas, destrucción, miedo».
Junto a los también bastante desesperados Tennyson o Browning, Arnold forma el trío de grandes líricos que elevaron algo el tono de la discusión en el país. Pero no había nada que hacer.
 Las cartas estaban echadas y la cultura inglesa, camino de automarginarse de la modernidad europea. En realidad, hasta la mitad del siglo XX, con el «Pop Art», las artes inglesas no volverían a sintonizar con las entonces ya muy añosas vanguardias mundiales.
El gran desgarro del principio del reinado victoriano se refleja en la tensión entre el «laissez faire» economicista, apoyado en la moral evangélica individualista, y actitudes como la de John Henry Newman, convertido al catolicismo como rechazo a esa ética. Thomas Carlyle plasmaba sus creencias evangélicas en la fórmula de «un Dios Eterno en una religión vacía de teología». 
El mismo Carlyle, justificador de la idea imperial, se asombraba de que en Inglaterra no se hubiera dado también una revolución propiamente dicha. Junto a estas visiones de orden espiritual surgían otras más prosaicas como la de John Stuart Mill, cuya estancia como funcionario en la India tal vez le ayudara a formular esa ideología utilitarista y laica resumida por él mismo en el sencillo principio:
 «La mayor cantidad de comida para la mayor cantidad de personas».
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Místicas o utilitarias, estas tensiones no eran pasajeras y significaban en el fondo la disolución del estado anglicano-aristocrático que perduraba desde el Reinado de Enrique VIII, en el siglo XVI. Intelectuales como Bobington Macaulay proceden a reescribir la historia de Inglaterra como una progresión democrática contra autoritarismos de cualquier tipo, viniera este de Juan Sin Tierra (Carta Magna), Carlos I (ejecutado por Cromwell) o de Cromwell. Es la época de «Ivanhoe», de una mítica lucha popular del auténtico pueblo británico contra el invasor normando, del revivir de la Tabla Redonda y la leyenda artúrica.

DICKENS, KIPLING, CONAN DOYLE.

En el seno de la Revolución Indutrial el tono dominante era básicamente anti-industrial. Este punto de vista, en el que coincidían la nobleza conservadora y el naciente proletariado, lo capitaneaba en las alturas John Ruskin, un critico-místico para quien todo era una manifestación de Dios y no se debía «rechazar, seleccionar, despreciar nada». 

De ahí a los cuadros casi hiperrrealistas de un Hunt, un Rosetti o un Everett-Millais no había más que un paso. El «prerrafaelismo» puede parecer hoy intensamente cursi: a los simbolistas y realistas del continente ya se lo parecía en su época. W. Morris veía en la manufactura ilustrada el feliz regreso a un supuesto socialismo rural y funda el movimiento «Arts&Crafts» (Artes y Oficios) única aportación seria (y medievalizante) de lo británico al diseño del siglo. Ruskin estaba contra el clasicismo por racionalista y a favor del gótico por espiritual. Una discusión que de lo sublime pasó a lo bizantino cuando estalló la lucha entre quienes defendían el gótico del siglo XIV contra quienes propugnaban el «gótico vertical» como más inglés. 

El hecho de que el gótico hubiera surgido al otro lado del canal de la Mancha no desanimaba la pelea. El culmen de este movimiento son las actuales Casas del Parlamento en Westminster (1840-1865). El edificio, el mayor en este estilo que se haya construido en el mundo, pertenece a Charles Barry pero el verdadero protagonista fue Pugin, un «árbitro de la elegancia» y católico casi fanático de poco más de 20 años que se encargó de esa recargada decoración llena de dorados, pasillos lúgubres, cueros repujados, frescos y estatuas alegóricas, ese homenaje al «horror vacui» que quien más quien menos ha visto alguna vez. 

Si esto sucedía en las iglesias y en los palacios, en los edificios oficiales y en los museos, la clase media decidió no quedarse atrás, reinventado en bajo nivel la idea de una antigua «Inglaterra Felix», un idilio rural perfectamente artificioso y destinado a estrellarse en el «kitsch» pero que aún lleva a una enorme proporción de este pueblo a vivir en pequeñas casas individuales con jardines frontal y trasero.

Mientras, algunos testigos valiosos trataban de relatar los acontecimientos reales. Dickens es el ejemplo más notable y sus novelas retratan un nivel popular básicamente ignorado por las diferentes ecuaciones culturales. Thackeray desnudaba a las clases altas en la «Feria de las Vanidades», Kipling relataba la epopeya del imperio y Conan Doyle hurgaba en lo más morboso de una sociedad que nunca supo atrapar a «Jack el Destripador». 
Las escuelas públicas, a cargo de las parroquias y los ayuntamientos, no trataban más que de administrar los conocimientos básicos necesarios para una economía industrial y de servicios.
La Royal Navy jugó un papel clave en el establecimiento del Imperio británico como superpotencia mundial, el control de todas sus colonias y la posibilidad de adquirir todo tipo de materias en cualquier lugar del mundo. Desde finales del siglo XVIII hasta la Segunda Guerra Mundial fue la armada más poderosa del mundo.

IMPRENTA Y MUSEOS PÚBLICOS

Las clases altas se educaban en los privados Eton, Rugby, Winchester...llamados paradójicamente «public schools». 

Originariamente pensadas para la educación de la aristocracia, se fueron abriendo de forma progresiva hacia una burguesía acomodada que procuraba emular los hábitos de la nobleza más que imponer unos diferentes y propios. También estalló la imprenta, con los periódicos masivos y las grandes novelas por entregas. Y se abrieron los museos públicos. 
Esta evolución cultural, que construía estaciones góticas para los ferrocarriles, encontró su paroxismo final en el esteticismo, cuyo profeta fue el pintor Whistler y su gran apóstol, Oscar Wilde. Un estilo tan decadente que finalizaría de muy mala manera con exilios y cárceles.
 El «arte por el arte» como respuesta al sistema era incluso demasiado para una nación mecida por músicas como la épica de Elgar. Su «Pompa y Circunstancia», estrenada solo unos meses después de la muerte de la Reina Victoria, constituye, hasta en el nombre, todo un resumen de la época.


        
La era victoriana.



Las estaciones de tren de fines del siglo XIX facilitaron el transporte y aún se utilizan.


El Reino Unido conoció una época de máximo esplendor durante la segunda mitad del siglo XIX, período que coincide con el dilatado reinado de Victoria I (1837-1901), la llamada "era victoriana". Gran Bretaña se convirtió en la primera potencia mundial por la prosperidad de su economía y la extensión e importancia de su imperio colonial, que culminó con la proclamación de la reina Victoria como emperatriz de la India (1877).

En Gran Bretaña, el pacto constitucional traído por la gloriosa revolución de 1688 había relegado a un papel puramente subsidiario el carácter o la valía de los reyes como factor histórico. Gran Bretaña acababa de vencer a Francia en la gigantesca confrontación que enmarcó las guerras de la República francesa y de Napoleón.
 Era dueña de los mares y, por consiguiente, del comercio, y estaba inmejorablemente preparada para el despegue industrial y técnico, que había emprendido con mucha antelación al continente. Los soberanos ingleses reinaban pero no gobernaban, algo todavía insólito en la época. Pero no por ello puede, y menos en el caso de Victoria, negarse todo peso e influencia histórica a su figura.

Las reformas políticas

El  Régimen Político Británico en esta época era un Régimen parlamentario oligárquicos de notables, formada por la Nobleza, la Gentry y las capas superiores de la burguesía, los grandes comerciantes e industriales. El reparto del poder se efectuaba mediante un régimen electoral censitario (sólo votaban los poseedores de las rentas más elevadas), asegurado con mil procedimientos irregulares.
En 1832, cinco años antes de la coronación de Victoria, se había procedido a una reforma política trascendental, bastante imperfecta todavía, pero que amplió sensiblemente el cuerpo de electores y suprimió los abusos más evidentes. El ininterrumpido aumento de la población urbana y los cambios operados en el tejido social a consecuencia de la Revolución Industrial hicieron ver a algunos políticos lúcidos la necesidad de incorporar a la vida política activa los sectores surgidos de tales transformaciones, particularmente el proletariado urbano y las clases medias. 
A pesar de las reservas de sectores poderosos, las clases medias y bajas tomaron conciencia de sus derechos ciudadanos;  en la conquista de sus reivindicaciones en materia de sufragio.

Los dos grandes partidos, el Liberal y el Conservador, representantes en líneas generales de los antiguos whigs y tories, respectivamente, fueron tomando forma al iniciarse el reinado de Victoria I, y el sistema parlamentario bipartidista se consolidó definitivamente en torno a 1850. Los liberales, con Palmerston a la cabeza, y los conservadores, con Peel como líder, presidieron la política del primer periodo victoriano. Las dos figuras de la segunda mitad del siglo fueron el liberal Gladstone y el conservador Disraeli. El partido liberal tomó como bandera la necesidad de ir reformando las estructuras del Estado y de ir avanzado hacia el ideal de la plena democracia.
 Su lucha política, basada en el liberalismo político, estuvo contestada por la siempre rigurosa oposición de los conservadores, convertidos en los defensores de los valores del pasado, en amparadores de los intereses del medio rural y en valedores del proteccionismo económico. Disraeli cambió la imagen del partido orientándolo hacia el reformismo y la defensa del librecambio. Con la amplia política de reformas llevadas a cabo por ambos partidos, iniciada en torno a los años treinta, se promovieron nuevas actuaciones de carácter secularizador y democrático muy adelantadas para su época. Con todo, el periodo no estuvo exento de dificultades internas y de agitación social.
La senda que había de llevar a una nueva reforma electoral estaba sembrada de obstáculos. Planeada en un principio por los círculos más progresistas del partido liberal, la oposición de las esferas más reaccionarias de éste determinó, paradójicamente, que fueran los tories los que finalmente la materializaran. No sin desgarros ni escisiones internas en sus alas más ultras, Benjamin Disraeli consiguió que por fin su primer ministro lord Derby diera luz verde durante su tercer ministerio a la ley de reforma electoral (15 de agosto de 1867). Con la nueva ley, bastaba la condición de propietario o de inquilino urbano para acceder al derecho al sufragio; con ello se dobló el número de ingleses con derecho al voto. Pero aunque en los distritos rurales se rebajó el censo requerido para ejercer el derecho al voto, éste permaneció inalcanzable para los pequeños campesinos.

Benjamin Disraeli.

El salto en el vacío que habían pronosticado los críticos de la reforma electoral nunca llegaría a producirse; la reforma no deparó más que beneficios de cara a la mayor integración social del país y para el desarrollo de un régimen de libertades y de democracia efectivas. La redistribución de escaños en favor de las grandes circunscripciones urbanas y el consiguiente aumento del voto obrero en las ciudades no condujeron a la dictadura obrera parlamentaria vaticinada por las esferas nobiliarias y alto burguesas de la nación.

Según una paradoja corriente en la vida política británica, el partido conservador fue desplazado del poder en las elecciones del año siguiente, que registraron una abrumadora victoria de los liberales, presididos por una personalidad de excepción: William Gladstone. Su larga y brillante carrera como parlamentario y gobernante (en especial, como hacendista del gabinete Palmerston) le otorgó, sin discusión, la jefatura del partido whig a la muerte de Palmerston. La primera etapa del gabinete de Gladstone se caracterizó por traducir a realidades cotidianas el espíritu triunfante de la reforma electoral de 1867.
No obstante sus firmes convicciones religiosas, y pese a las recomendaciones de la reina Victoria, el líder liberal efectuó la separación de la Iglesia y el Estado en la Irlanda protestante y obtuvo igualmente del parlamento una ley agraria para todo el territorio de esta isla, con el propósito de proteger a los colonos contra los desahucios abusivos. La pacificación de Irlanda avanzó con esas medidas, aunque el verdadero significado de la actuación del ministerio descansó en que, por fin, todos los sectores interesados en resolver la cuestión irlandesa comprendieron que en Gladstone existía la decidida voluntad de entregarse a la tarea pacificadora con toda energía.

William Gladstone.

Su voluntad de reforma se evidenció, igualmente, en el tratamiento del tema universitario, sobre el que Gladstone había meditado largamente. En los inicios de los años setenta, las pruebas religiosas fueron abolidas en Cambridge y Oxford, y los centros de enseñanza superior abrirían sus puertas en adelante a todos los alumnos, independientemente de creencias espirituales.
 Una trascendental ley de Educación estableció, en 1870, la obligatoriedad de la asistencia a la escuela de todos los niños menores de 13 años, creando además los medios necesarios para hacerla efectiva.
En el ámbito de la justicia, se adoptaron igualmente disposiciones para simplificar y modernizar los procesos. El establecimiento de un único Tribunal Supremo, así como la promulgación de una ley Judicial, fueron los instrumentos más importantes de esta profunda reforma. No menos trascendental fue la operada en el ejército. Las disfunciones y máculas en su sistema de reclutamiento, en la dirección, la intendencia y la sanidad habían quedado flagrantemente al descubierto en la guerra de Crimea. También en este trienio del primer gabinete de Gladstone, considerado por sus jefes como una insuperable máquina gobernante, se creó el famoso Civil Service, que daría a Gran Bretaña la administración que demandaba su posición en el Mundo y el gigantesco desarrollo de su vida colonial.

El movimiento obrero.

Por supuesto, la presión de la clase obrera tuvo que ver con la implantación de las reformas políticas y sociales. El desengaño que produjo en la clase trabajadora el conservadurismo de la Ley de Reforma de 1832, sobre todo en lo que hacía referencia a sus reivindicaciones en demanda de una mayor participación política, tuvo como consecuencia la formación de nuevos movimientos obreros.
En 1836 dos dirigentes moderados, Lovett y Hetherington, fundaron la Asociación Londinense de Trabajadores. Constituida por artesanos cualificados, obtuvieron un gran éxito de afiliación. En 1838 dirigieron al parlamento, con la colaboración del también sindicalista Francis Place, la famosa Carta del Pueblo, en la que se reivindicaban, entre otros derechos, el sufragio universal masculino. Sobre su contenido coincidirían otros movimientos radicales y obreros, pero los cartistas, como se les denominó, fueron conquistando mayores parcelas de protagonismo gracias al respaldo de la masa obrera, y radicalizaron sus protestas en contra de los abusos empresariales y del paro originado por el maquinismo. Poco a poco la represión policial y los despidos y represalias de los empresarios hicieron mella en buena parte de la clase obrera. El movimiento cartista empezó a perder apoyos, sobre todo cuando empezaron las divisiones internas entre sus dirigentes.
Superados los momentos críticos de los años centrales del siglo, y ante la prosperidad económica de las siguientes décadas, representantes sindicales y líderes obreros comprendieron la inutilidad de mantener continuadas reivindicaciones políticas. Así, fueron orientando sus actividades a potenciar las Asociaciones de Ayuda Mutua o Trade Unions. Sus intereses serían asumidos y defendidos en el parlamento por el partido Liberal, pero las Trade Unions nunca olvidaron ejercer presión sobre la patronal. 
En 1875 consiguieron que se aprobara el derecho de huelga y la implantación de un sistema de sanidad pública. Estas asociaciones empezaron a cobrar nuevas dimensiones políticas y sociales con la Primera Reunión Internacional de Trabajadores que se celebró en Londres en 1864. Allí se elaboró por primera vez un programa conjunto de actuación basado en principios socialistas, los mismos que propugnaban pensadores como Marx y Engels.

La política exterior y el imperio colonial.

La Gran Bretaña de mediados de siglo continuó el sendero trazado en política exterior por el vizconde de Palmerston, cerebro y ejecutor de toda ella desde los inicios de la década de los treinta. Cuando la Revolución de 1848 puso de manifiesto el poder y el ascendiente rusos, Gran Bretaña procuró debilitarlos para impedir, sobre todo, que el imperio de los zares se interpusiera en el camino de la India y llegara a convertirse en un serio rival en la zona. La guerra fue un expediente favorable para que Londres desplegara su estrategia sin descubrir en exceso sus cartas. 
Desde este conflicto, Palmerston dominó sin disputa tanto la política interna como la exterior de su país. En la última vertiente, continuó fiel a su ideario pro-nacionalista sin atisbar el peligro que para el equilibrio europeo implicaba la imparable ascensión alemana. Obsesionado por el recuerdo napoleónico, Palmerston prestó más atención a las pretensiones francesas que a las de la Alemania bismarckiana, que, a raíz justamente de la muerte del famoso político británico (1865), comenzó la marcha irrefrenable hacia su unidad.

El imperialismo británico adoptó nuevos métodos políticos. En 1830 surgió un grupo de reformadores que vieron en la administración racional de las colonias una salida para el rápido crecimiento de la población del Reino Unido. John Stuart Mill, Charles Buller, Edward Gibbon y Lord Durham consideraron que era una oportunidad para la creación de nuevas comunidades basadas en principios de autogobierno responsable. 
Con ellas se haría posible un nuevo ideal de cohesión del imperio británico basado no en el control ni en las medidas restrictivas, sino en la independencia y en la libertad. En 1865, el Acta de validez de las leyes coloniales declaró que las leyes aprobadas por las legislaturas coloniales sólo serían anuladas cuando chocaran abiertamente con las leyes del parlamento imperial. Esto constituyó una seguridad general de autogobierno interno para todas las legislaturas coloniales, consideradas soberanas aunque subordinadas al parlamento británico. Ello sería el principio de la futura Commonwealth.
La parte más extensa del imperio, la India, fue reorganizada por estos reformadores coloniales. Se introdujeron nuevos modelos de competencia y de rectitud que a su vez influyeron en el mismo sistema administrativo del Reino Unido. En 1860 entró en vigor el código penal redactado por Macaulay, el mismo que introdujo las reformas administrativas. En 1876 se proclamó en Delhi a la reina Victoria como emperatriz de la India, un hecho cuya intención última era la de afianzar de cara a la comunidad internacional el tráfico de mercancías con la metrópoli.

El imperio colonial británico.

Durante el reinado de Victoria I, los británicos siguieron colonizando nuevas tierras: Nueva Zelanda en 1840, Hong Kong en 1842 y amplias zonas de Malasia. A finales del siglo XIX el gobierno de Robert Gascoyne-Cecil, marqués de Salisbury, anexionó territorios de Zambeze y Zanzíbar, junto a otras zonas de la región de los somalíes. También Benjamín Disraeli, durante el último tercio del siglo, se dedicó a estimular el imperialismo, afianzando la posición de Gran Bretaña en el Mediterráneo y en China. 
La filosofía general de este desarrollo, tanto en la metrópoli como en las colonias, quedaba compendiada en los sistemas de defensa imperial concebidos en 1870. En caso de guerra, la armada británica tenía como misión cardinal la de bloquear los puertos enemigos y mantener abiertas las rutas vitales que enlazaban las bases navales y comerciales del imperio.

La prosperidad económica.

El reinado de Victoria I coincidió con una segunda fase de la revolución industrial que conduciría al establecimiento de los postulados del liberalismo económico y del gran capitalismo. En la base de todo este proceso se hallaba la exaltación de la libertad. El Reino Unido redujo en lo que pudo su papel intervensionista, limitándose a promover actividades económicas de carácter abierto y autónomo.
Desde mediados de siglo, época dorada de la prosperidad económica, se adoptaron los fundamentos de la filosofía del librecambio, aboliendo aranceles y suprimiendo las antiguas Actas de Navegación del siglo XVII.
 El mercado empezó a regularse por la libre competencia y por las leyes de la oferta y la demanda. Se promovieron desde el gobierno tratados comerciales estratégicos con otros países; el Reino Unido trataba de importar cereales a buen precio y mantener así los precios del pan, colocando a cambio en el extranjero sus excedentes textiles y metalúrgicos.

En todo este proceso se empezó a vislumbrar la acumulación de capital como un elemento imprescindible para el impulso de la industrialización. Ello empezó a favorecer el crecimiento espectacular de algunas empresas que abandonaron su dimensión local o nacional para convertirse en verdaderas potencias multinacionales. 
Las pequeñas sociedades de accionistas de finales del siglo XVIII se sustituyeron desde 1840 por compañías capitalistas cuyos socios tenían una responsabilidad limitada: no estaban obligados a cubrir con su fortuna personal una ocasional quiebra; solamente perdían sus acciones o veían bajar su valor. La banca inglesa multiplicó exponencialmente sus actividades y activos, sobre todo gracias a sus operaciones de empréstito a la industria, que necesitaba importantísimas sumas a consecuencia de los elevados costos de producción, distribución e innovación tecnológica. La solidez de la libra esterlina marcó máximos en las cotizaciones, y fue durante el siglo XIX la divisa internacional. El Banco de Inglaterra se convirtió en el primer banco del mundo.

Hubo también quiebras importantes y algunas crisis cíclicas de ámbito internacional. La crisis de 1873 a 1879 se inició en Viena a consecuencia de la escasa rentabilidad de los ferrocarriles, que repercutió en las industrias del hierro y de la extracción de carbón. Se extendió por Alemania y Francia, y llegó al Reino Unido dañando esencialmente al sector textil, cuya producción cayó en picado, generando salarios bajos y pérdida de empleos. Estos descalabros económicos y sociales, probablemente inherentes al sistema capitalista, se repitieron periódicamente.
Las crisis provocaron la desaparición de muchas empresas; otras, avaladas por prósperos negocios internacionales, consiguieron salir airosas y atraer a un mayor número de accionistas. La acumulación de capital les permitió encargarse de servicios públicos esenciales: ferrocarriles, puertos o suministros de agua y gas. Se crearon grandes monopolios administrados a menudo por poderosas familias capaces de decidir acontecimientos en varios continentes a la vez. Había nacido una forma de imperio capitalista, todavía inadvertida por el hombre de a pie y preocupante para políticos y juristas. El enorme poder económico de determinados empresarios británicos determinó en gran medida las líneas políticas de algunos gobiernos.

La sociedad victoriana.

La prosperidad económica experimentada durante la época victoriana favoreció en líneas generales las condiciones de vida de la sociedad británica. El afianzamiento de la hegemonía en el ámbito internacional, junto a la recuperación del prestigio de la monarquía como símbolo de cohesión nacional, conformaron un modelo social en el que las clases medias fueron imponiendo conductas basadas en la sobriedad y discreción de las costumbres. El conformismo de esta clase social (middle class) hicieron del culto al dinero, de la exaltación al trabajo y del reconocimiento al esfuerzo individual los elementos fundamentales para alcanzar la prosperidad económica. El orden y la estabilidad se concretaron en el ideal doméstico y en la independencia del hogar, centro de la vida familiar y templo de una estricta observancia religiosa favorecedora de la templanza y contraria a las inclinaciones desordenadas.

Pero en realidad, la sociedad victoriana siguió siendo una sociedad con profundos contrastes y desigualdades. En los más alto de la sociedad seguía manteniendo un papel protagonista la nobleza, propietaria de las grandes fincas y heredera de los viejos valores sociales. Los nobles se emparentaron, ahora mucho más, con la alta burguesía capitalista dueña de negocios e industrias que prefirió unirse a las aspiraciones y modos de la llamada upper class para acceder a sus títulos a través del capital y del matrimonio. La clase media restante fue creciendo durante el último tercio de siglo: comerciantes mayoristas, altos funcionarios, profesionales liberales... Fueron éstos los que en verdad adoptaron los principios puritanos que caracterizaron a la sociedad victoriana: vida discreta y ordenada, austeridad económica, metodismo religioso y conservadurismo político.

En las clases bajas (lower classes), los artesanos especializados, con salarios suficientes y una buena reputación profesional, formaban un grupo aventajado que supo mantener su preeminencia gracias al peso de sus asociaciones laborales, autorizadas incluso antes que los sindicatos.
 El último peldaño lo ocupaba el proletariado, muy numeroso como consecuencia de la industrialización. Se trataba de un colectivo que vivía con grandes carencias, paliadas en parte a partir de 1850. 
El paro y las muchas bocas que alimentar provocó que muchas hijas de estos asalariados entraran a formar parte del servicio doméstico de la nobleza, de la alta burguesía y clases medias; así, la servidumbre se duplicó en el último tercio del siglo XIX.
 Las mujeres de la clase media tampoco tuvieron muchas oportunidades laborales; la mayoría de las que querían tener una carrera profesional se colocaron como institutrices o profesoras. Las condiciones de vida del proletariado fueron infames. 
En las afueras de las ciudades, cerca de las fábricas, se construyeron barrios obreros (slums) que, a consecuencia del continuo crecimiento de la población, rápidamente se quedaban pequeños. Las familias se hacinaban en húmedas y pequeñas viviendas en donde la falta de higiene originó graves enfermedades y epidemias.

En otros asuntos sociales como la educación también se incrementaron las intervenciones públicas. El resultado fue un perceptible avance de la alfabetización y una reducción del absentismo escolar ocasionado por la necesidad de trabajar. A otro nivel, como consecuencia de las nueva realidad económica y social, se fundaron nuevas universidades como la de Manchester en 1851 y la Londres y se reformaron con nuevos estatutos las viejas universidades de Oxford y Cambridge.
La sociedad victoriana, o al menos las clases altas, se transformó gradualmente en una sociedad culta, aunque sin grandes desvelos intelectuales, que gustaba de la lectura y de asistir al teatro y los conciertos. La proliferación de colegios para los hijos de familias aristocráticas permitió la implantación de un modelo educativo muy selectivo basado en un ideario de corte conservador.


    
Y los imperios se esfumaron.
142 aniversario.



1881


Al lector de 1881, habituado a los Románov y los Habsburgo, le costaría ubicarse en el mapamundi actual.

18/09/2023.

Hace 142 años, La Vanguardia era un periódico más pequeño (medía 15 x 22 centímetros, la mitad del tamaño actual), y el planeta, un lugar mucho más grande.

“A las siete de la mañana ha dado fondo hoy, procedente de Manila, Singapoore, Suez, Port-Said y Malta el magnífico vapor español Victoria, de los señores Olano, Larrinaga y compañía (…) Ha invertido 37 días en el viaje, de los cuales deben descontarse tres que, como medida preventiva, se imponen en Suez a las procedencias de Asia”.

Con fecha del 21 de octubre de 1881, debajo del anuncio de un obrador en la calle Avinyó de “bizcochos fantasía” y otro de un médico que promete curar sífilis, herpes y enfermedades escrófulas, un clásico de la época, la noticia aparece estampada en la portada de un jovencísimo diario fundado nueve meses antes por los hermanos Carlos y Bartolomé Godó, empresarios textiles de Igualada.

Una carta tardaba 37 días desde Manila, Europa mandaba, y China estaba fuera de la globalización.

Un moderno vapor como el Victoria tardaba 37 días en traer el correo desde Filipinas, y eso que era de los más rápidos, a juzgar por otra noticia del 16 de julio del mismo año que se quejaba amargamente de que otra naviera estaba tardando entre 45 y 48 días en el mismo trayecto, lo cual, sumado a que sus barcos solo zarpaban de Barcelona cada 15 días, resultaba en que transcurrían 95 días entre que una carta salía de Manila y se recibía su contestación. Imposible hacer negocios así, lamentaba La Vanguardia. Hoy bastan unos cuantos clics en el móvil para solicitar presupuesto a una fábrica filipina y cerrar el contrato.

Eso sí, Filipinas ya no es territorio español, como tampoco lo son Puerto Rico, Cuba, las islas Marianas o Guinea. En 1881, el mapa del mundo seguía siendo un asunto de imperios, aunque España perdía aceleradamente el suyo. Algunos estaban en plena expansión, como el británico, galopando sobre la revolución industrial: en su máxima extensión, en 1920, Londres controlaría casi una cuarta parte del planeta y un porcentaje similar de la población mundial. A la zaga le iba el imperio colonial francés. Otros iban de capa caída, pero resistían, como el austro-húngaro o el otomano, al que se le multiplicaban las rebeliones balcánicas. En el corazón de Europa, Alemania e Italia eran unas jovencísimas naciones, unificadas apenas diez años atrás.

Y qué decir del imperio ruso. Alcanzaría su apogeo en 1895: 22,8 millones de kilómetros cuadrados, casi el 17% del planeta. La Ucrania que hoy se defiende de los invasores del Kremlin no existía como tal: se la repartían austro-húngaros y rusos. La guerra actual no se explica sin la nostalgia por el imperio perdido que late en Moscú.

¿Reconocería una persona de 1881 el mapamundi actual?

 Desde luego, le costaría ubicarse. Los viejos imperios estallaron en pedazos. Las guerras mundiales derrocaron el viejo orden. Los Románov, los Habsburgo, los Hohenzollern y los otomanos perdieron sus tronos en la Primera; británicos, franceses, italianos y belgas, sus posesiones coloniales durante la Segunda o en los años posteriores.
La monarquía, entonces la forma de gobierno predominante, es hoy una excepción. Si en 1900 había casi 160 monarcas, hoy son unos 40 y la mayoría tiene una función eminentemente institucional. La excepción es el mundo árabe, con ocho de las diez monarquías gobernantes que sobreviven.
El mundo se ha fragmentado y cuenta hoy con 193 países, 206 con los estados no miembros de la ONU. El lector de finales del siglo XIX tendría que hacer un curso acelerado de geografía. Quizá se atragantaría con el “continente negro”, donde debería aprenderse muchas de las 54 naciones africanas. En 1881, África era para los europeos un mapa con grandes agujeros negros, sin nombre. Faltaban tres años para que las potencias se repartieran el continente en la conferencia de Berlín, trazaran fronteras y se inventaran topónimos para sus nuevas posesiones. Al comenzar el siglo XX, el único país independiente que quedaba en África era Etiopía.

El mapamundi tampoco tenía polos. El Ártico, por cuyos yacimientos de petróleo y gas natural sin explotar se pelean hoy Rusia, Noruega, Dinamarca, Canadá y EE.UU., ni siquiera estaba cartografiado cuando nació La Vanguardia. La primera expedición al polo Norte no fue hasta 1909, y Amundsen llegó al Sur en 1911.
Tampoco en Estados Unidos el mapa estaba dibujado del todo. El joven país aún andaba ocupado sometiendo a los indios en las grandes llanuras. Los estados de Montana, Washington, las Dakotas, Wyoming, Idaho, Utah, Oklahoma, Arizona, Nuevo México, Alaska o Hawái no existían. Hacía solo 12 años que se había construido el primer ferrocarril transcontinental entre las ciudades de Omaha y Sacramento, que redujo de seis meses a una semana lo que se tardaba en cruzar el país de este a oeste.

Pero sin duda lo que más le costaría al lector de la primera Vanguardia sería digerir una realidad: Europa ya no manda. El declive ronda ya la centuria. Las guerras mundiales alumbrarían un nuevo mundo bipolar dominado por EE.UU. y la URSS. La debacle soviética, a finales de los ochenta, abriría una larga era de hegemonía mundial en solitario de Washington, que se está cerrando ahora con el ascenso chino.
Si hoy los chinos son los ganadores de la globalización, hace 142 años eran sus víctimas. La Vanguardia nació a lomos de lo que los historiadores económicos han llamado la primera ola de la globalización: el periodo que va entre 1870 y 1914 y que se caracteriza por la integración económica sin precedentes que experimentó el mundo, liderada por las naciones europeas. Los avances tecnológicos del tren o el barco a vapor hicieron caer los costes de transporte, se aceleraron los flujos de información, proliferaron los primeros acuerdos comerciales y se redujeron aranceles. China, hasta entonces una potencia que tener en cuenta, no logró subirse al carro de estas transformaciones por su falta de acceso a la tecnología y al capital.
Aquel enorme país que se pasó varios decenios ensimismado le disputa hoy el cetro del poder a EE.UU. Y son muchos los países que lo ven como una oportunidad: quedó en evidencia en la reciente cumbre de los BRICS y su cortejo abierto a Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos, Irán, Egipto o Etiopía para que se sumen al frente. La ventaja de este club es que, a diferencia de las instituciones controladas por Occidente, nadie exige aquí credenciales democráticas. 


  
Posdata, que nos espera el siglo XXI, cuantos países mas van ha desaparecer del mapa, en mi vida han desapareció la URSS, Yugoslavia, y Checoslovaquia; Quien va ser el siguiente. 


El ferrocarril en la Revolución Industrial británica.
Herencia de la época Victoriana.

El ferrocarril fue quizá el elemento más visible de la Revolución Industrial para muchos. Los trenes propulsados por máquinas de vapor transportaban mercancías y personas más rápido que nunca y llegaban a nuevos destinos, conectando a las empresas con nuevos mercados. También hubo consecuencias desafortunadas, como el declive del transporte tradicional, como los barcos de canal y las diligencias (carruaje), y el impacto en los paisajes vírgenes.

Red ferroviaria de Inglaterra y Gales, 1898


La máquina de vapor fue quizá el invento más importante de la Revolución Industrial y, sin ella, los trenes de alta velocidad no habrían sido posibles. En 1698, Thomas Savery (c. 1650-1715) inventó una bomba de vapor. En 1712, Thomas Newcomen (1664-1729) adaptó el diseño de Savery y aumentó considerablemente la potencia. James Watt (1736-1819) trabajó sobre el diseño de Newcomen y, en 1778, había reducido considerablemente el consumo de combustible de la máquina de vapor. Los ingenieros siguieron mejorando el motor hasta que funcionó con una presión lo suficientemente alta como para crear la potencia capaz de mover grandes pesos con una cantidad mínima de combustible. En 1801, Richard Trevithick (1771-1833) inventó el primer vehículo propulsado por vapor. La máquina de Trevithick era bastante buena, pero su verdadero problema era el mal estado de las carreteras en aquella época. El inventor resolvió el problema en 1803 haciendo que su vehículo circulara sobre vías propias construidas a tal efecto. Había nacido la idea del tren de vapor.

Sustituir lo antiguo

El motor de la Revolución Industrial fue la empresa comercial y la búsqueda de beneficios. El transporte era uno de los sectores en los que una nueva fuente de energía podía cambiar realmente la forma de hacer las cosas. Tradicionalmente, las mercancías en grandes cantidades se transportaban a través de Gran Bretaña en barcos fluviales y de canal. Los ríos se limitaban, obviamente, al lugar por donde discurrían, pero se construyó un sistema de canales para conectar específicamente los grandes centros urbanos. Los barcos del canal podían transportar mercancías de forma segura y relativamente barata, pero el problema era la velocidad. Teniendo en cuenta la necesidad de atravesar sistemas de esclusas donde el terreno subía o bajaba, la velocidad media de un barco de canal en su viaje de un destino a otro era de unos 4,8 km/h (3 mph). Nada impresionante. Normalmente era más rápido transportar mercancías de un continente a otro que de una ciudad interior a otra. El viaje por tierra era el eslabón débil. Otro problema era que los canales eran muy caros de construir. Los inversores y propietarios de empresas vieron que una alternativa más barata pero más rápida a los canales reduciría el tiempo necesario para llegar a los mercados para sus mercancías y abriría nuevos mercados si se construía una red mayor y mejor que el sistema de canales existente. Un segundo sector potencial era el de los viajeros privados obligados a utilizar diligencias tiradas por caballos, que eran lentas e incómodas. El ferrocarril, por tanto, podía servir a dos tipos de clientes: las compañías de transporte de mercaderías y los pasajeros.
El primer paso para encontrar una alternativa a los canales y los barcos fluviales fue utilizar carruajes con ruedas que circulaban sobre rieles de hierro y cuyos vagones eran tirados por caballos. Este tipo de tecnología híbrida funcionaba bien a veces (por ejemplo, en el corto ferrocarril de hierro de Surrey a Croydon), pero no era el gran salto adelante que buscaban las grandes empresas. La locomotora sobre rieles de Trevithick fue la primera. El siguiente fue George Stephenson (1781-1848), que tenía su propia empresa en Newcastle especializada en la construcción de trenes ferroviarios para transportar carbón en distancias cortas en las minas de carbón. Stephenson diseñó la locomotora Locomotion 1. Esta locomotora tenía potencia suficiente para tirar de vagones y transportó a los primeros pasajeros del ferrocarril de vapor de Stockton a Darlington, en el noreste de Inglaterra, en 1825. Esta línea fue un éxito y demostró lo que se podía conseguir en otros lugares a mayor escala a medida que despegaba la era del vapor..
En 1829 se construyó una nueva línea ferroviaria de Liverpool a Manchester, el primer ferrocarril interurbano del mundo. El problema era que los directores de la Liverpool & Manchester Railway Company (L&MR) no tenían locomotoras para su línea. Los directores organizaron un concurso, invitando a los inventores a las Rainhill Trials, donde sus máquinas serían sometidas a pruebas exhaustivas de velocidad, fiabilidad, capacidad para arrastrar vagones y consumo total de combustible y agua. La locomotora ganadora fue Rocket, diseñada por Robert Stephenson (1803-1859), hijo de George Stephenson. La Rocket de Stephenson era esencialmente la suma de todos los inventos realizados hasta entonces en materia de máquinas de vapor. Funcionando con ruedas de brida sobre rieles lisos de hierro fundido, la velocidad máxima del Rocket era de al menos 48 km/h (30 mph), nada del otro mundo hoy en día pero asombroso para la gente de mediados del siglo XIX y algo que nunca antes se había visto o experimentado. Los directores de la L&MR encargaron inmediatamente a Stephenson la fabricación de otras cuatro locomotoras Rocket, y su línea ferroviaria se inauguró el 15 de septiembre de 1830. La línea fue un éxito rotundo (a pesar de la muerte del diputado William Huskisson, atropellado por una locomotora el primer día). Pronto la línea transportaba 1200 pasajeros al día. Un solo tren podía transportar 20 veces más carga que un barco del canal y llegar a su destino ocho veces más rápido. Era cuestión de tiempo que toda Gran Bretaña tuviera acceso al ferrocarril.

Manía ferroviaria

Las líneas de ferrocarril se extendieron rápidamente. En 1838, Birmingham estaba conectada con Londres y, en 1841, los pasajeros podían tomar el tren de la capital a Bristol. Esta última línea fue diseñada por Isambard Kingdom Brunel (1806-1859) y gestionada por la innovadora Great Western Railway, que construyó la estación de Paddington en Londres. La línea fue otro éxito y más tarde se amplió a Devon y Cornualles. Las vías de hierro se extendieron tan rápidamente por Gran Bretaña que el fenómeno se conoció como "manía ferroviaria". En 1845 ya existía una línea de Manchester a Londres, que tardaba ocho horas de viaje (un pasajero de las antiguas diligencias habría temblado y temblado durante 80 horas para hacer el mismo trayecto). A partir de 1848, los pasajeros podían viajar de Londres a Glasgow en 12 horas, ya que los trenes alcanzaban velocidades de 80 km/h (50 mph). Los periódicos se jactaban de que los hombres de negocios afortunados podían desayunar en Londres, hacer una comida de negocios en Birmingham y volver a cenar en Londres, todo en el mismo día. Las líneas troncales entre las principales ciudades empezaron a estar conectadas por líneas secundarias con ciudades y pueblos más pequeños, a medida que la red ferroviaria se hacía mucho más densa en Gran Bretaña. En 1870 había más de 24.000 kilómetros de líneas ferroviarias.
No todo iba viento en popa. Las líneas ferroviarias requerían grandes obras de ingeniería, como viaductos, túneles, puentes y el drenaje de pantanos. Las primeras locomotoras de vapor no tenían la potencia necesaria para arrastrar los vagones por pendientes muy pronunciadas, por lo que tenían que ser ayudadas por máquinas de vapor más grandes tiradas por cuerdas y colocadas junto a la vía. La invención del acero en serie por Henry Bessemer (1813-1898) en 1856 permitió la construcción de rieles capaces de transportar trenes más pesados, potentes y rápidos, lo que hizo innecesarias las máquinas estáticas.
Como ocurre con muchas nuevas tecnologías, el desarrollo paralelo implicaba a veces problemas de compatibilidad entre regiones. Los trenes de Stephenson circulaban sobre rieles de 1,4 metros de ancho. Los trenes de Brunel circulaban sobre rieles de 2,1 metros (7 pies), mejores para la estabilidad del tren cuando transportaba mercancías pesadas, pero más caros de construir. La "guerra de los gálibos", como se conocieron estas diferencias técnicas, hizo que algunos tramos de línea tuvieran tres rieles paralelos para que pudieran circular por ellos ambos tipos de trenes. En caso contrario, los pasajeros debían a menudo desembarcar, con equipaje y todo, y unirse a otro tren que pudiera circular por las vías de ancho alternativo. En el caso de los trenes de mercancías, la situación era aún más inviable, ya que se producían retrasos que recordaban a los de un barco de canal atravesando una serie de esclusas, el mismo sistema que los trenes debían sustituir. Una Comisión Real se encargó de investigar este perjudicial impedimento para el progreso de los ferrocarriles y, finalmente, la gran batalla del ancho de vía se resolvió a favor del ancho más estrecho. En consecuencia, los ferrocarriles pasaron a ser uniformes en virtud de una ley del Parlamento de 1846.
Además de los problemas de ingeniería, hubo otros. Algunos ayuntamientos y grandes propietarios de fincas bloquearon la construcción de líneas ferroviarias en sus dominios (Northampton y Stamford, por ejemplo), pero esto solo significó que, a largo plazo, estos lugares quedaran rezagados económicamente mientras prosperaba una ciudad rival cercana que sí había aceptado el ferrocarril. Muchas de esas ciudades que no habían aceptado una línea principal se vieron, en cualquier caso, obligadas finalmente a presionar a la compañía ferroviaria correspondiente para que construyera un ramal que las uniera a la red ferroviaria. En resumen, para bien o para mal, no había vuelta atrás. En 1871, los trenes de Gran Bretaña transportaban más de 300 millones de pasajeros y más de 150 millones de toneladas de mercancías al año.

Un fenómeno mundial

La idea del ferrocarril se extendió por todo el mundo y las innovaciones volvieron a Gran Bretaña para mejorar el ferrocarril. En Estados Unidos, el primer ferrocarril en funcionamiento se terminó en 1833 y conectaba Nueva York con Filadelfia. El inmenso tamaño de Estados Unidos siempre había sido un problema, pero ahora el ferrocarril avanzaba, lo que significaba que los enormes recursos que producía una tierra tan grande podían, por fin, explotarse plenamente.
La primera línea ferroviaria de Europa continental se construyó en Bélgica en 1835 para unir Bruselas y Malinas. El ingeniero estadounidense George Pullman (1831-1897) creó en 1856 los primeros coches cama, que utilizaban cojines de asiento que podían desplazarse para crear una litera. En 1868, el neoyorquino George Westinghouse (1846-1914) desarrolló un trío de inventos de gran éxito: el freno de aire, que utilizaba aire comprimido para detener rápidamente el giro de las ruedas, un sistema de señales y la rana que permitía a un tren cruzar las vías que se cruzaban. En 1870, Canadá, Australia, India y la mayor parte de Europa se habían sumado a la manía ferroviaria. Los trenes eran cada vez más ambiciosos en cuanto a la distancia y el confort que prometían a sus pasajeros. El lujoso Orient Express circulaba desde 1883 y conectaba París con Constantinopla (Estambul). Los ferrocarriles se convirtieron en un símbolo de la era moderna, pero no todo el mundo se benefició ni le gustó este mundo nuevo y más rápido.

Impacto del ferrocarril

Al principio, muchas compañías ferroviarias compraron los canales de su zona para poder controlar la competencia. Muchos canales siguieron funcionando, pero al final no pudieron competir con los trenes y el sistema de canales cayó en el abandono. Al otro competidor directo de los trenes, las diligencias, no le fue mejor. Los operadores de diligencias y carruajes de correo, las posadas situadas a lo largo de las carreteras, las autopistas (carreteras privadas que cobraban peaje por el paso) y los criadores y cuidadores de caballos sufrieron las consecuencias de la llegada de los trenes. Como ejemplo del declive, antes del ferrocarril, 29 diligencias viajaban diariamente de Manchester a Liverpool, pero tras la llegada de los trenes, solo dos prestaban este servicio.
La gente tuvo que abandonar sus casas y tierras familiares para dejar paso a las vías metálicas que se tendían por todas partes. Para cada línea se promulgaron leyes parlamentarias privadas que otorgaban a las compañías ferroviarias el derecho a comprar los terrenos que necesitaran y a desalojar a cualquiera que bloqueara los planes de construcción. A la gente le preocupaba que el paso de los trenes asustara al ganado y perturbara la caza en los bosques. Por último, la contaminación atmosférica, procedente tanto de los propios trenes como de las minas de carbón que los alimentaban, empeoró notablemente.
Además del transporte más barato y rápido de personas y mercancías, los nuevos ferrocarriles tenían muchos aspectos positivos. Los trenes de vapor necesitaban enormes cantidades de carbón, lo que generó más minas y más puestos de trabajo (muchos más de los que se perdieron en otras zonas). El acero y el hierro necesarios para las locomotoras, vagones, rieles, puentes y túneles provocaron un auge de esas industrias. Gran Bretaña producía anualmente solo 2,5 millones de toneladas de carbón en 1700, pero en 1900 esta cifra se había disparado a 224 millones de toneladas. Los ferrocarriles crearon vastos proyectos de construcción que emplearon a decenas de miles de trabajadores. Las compañías ferroviarias también necesitaban maquinistas, conductores, jefes de estación, cobradores de billetes, y en las estaciones había porteros, sanitarios y personal para las salas de refrescos, ya que millones de pasajeros de primera, segunda y tercera clase utilizaban ahora los servicios ferroviarios con regularidad.
Los propietarios de las fábricas podían construirlas en cualquier lugar, ya no se limitaban a las proximidades de las vías fluviales o los yacimientos de carbón. Los suburbios de las ciudades se desarrollaron a medida que los trabajadores se desplazaban en tren a sus puestos de trabajo en los centros urbanos. El costo de las materias primas disminuyó y las prácticas comerciales cambiaron. Los fabricantes ya no tenían que mantener un gran inventario de mercancías, sino que podían trasladarlas tan pronto como estuvieran listas. El ahorro de costos que supuso la reducción de los almacenes permitió dedicar más dinero y espacio de las fábricas a la fabricación, con lo que se redujeron aún más los costos y se crearon más puestos de trabajo.

Minas y fábricas de carbón

A medida que los trenes conectaban más y más ciudades, la gente podía viajar a lugares a los que nunca o casi nunca había ido. Los centros turísticos costeros, en particular, experimentaron un auge gracias a los billetes baratos para excursiones de fin de semana y a que los trabajadores de las fábricas formaron clubes a los que se pagaba regularmente para ahorrar para una excursión de trabajo. Lugares como Blackpool, Scarborough y Brighton se convirtieron en nombres familiares en todo el país, evocando imágenes de diversión y vacaciones junto al mar. Lo mismo ocurrió con las escuelas, ya que los niños podían viajar a prestigiosos centros privados lejos de casa.
La eficacia cada vez mayor de los trenes permitía transportar mercancías más baratas y, por tanto, más asequibles para un mayor número de personas. Las empresas podían vender sus productos a nuevos mercados. Por primera vez, productos como el pescado fresco estaban disponibles en zonas del interior. Esto dio lugar a un auge de la publicidad a medida que aumentaba la distancia física entre las empresas y sus clientes. Las estaciones de tren se convirtieron en lugares de reunión masiva de la humanidad, por lo que eran lugares perfectos para hacer publicidad.
Los trenes transportaban el correo, que se abarató como nunca después de que Sir Henry Cole (1808-1882) creara en 1840 el Correo Universal del Penique, en el que los remitentes utilizaban los famosos sellos de correos Penny Black. Los trenes permitían que alguien en Escocia leyera el periódico matutino publicado ese día en Londres. El mundo entero parecía haberse encogido, y las personas, las mercancías y la información zumbaban de un lugar a otro a un ritmo nunca antes imaginado. El célebre escritor Thomas Hardy (1840-1928) no exageraba cuando afirmaba que el ferrocarril había traído más cambios que ningún otro acontecimiento desde la conquista normanda de Inglaterra en 1066.

1 comentario:

  1. Hablaba inglés, francés, italiano y latín. Pero su lengua materna era el alemán, y tuvo que eliminar el acento germano en su inglés con preparadores.

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