Luis Alberto Bustamante Robin; José Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdés; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Álvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Verónica Barrientos Meléndez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andrés Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma; María Francisca Palacio Hermosilla;
|
Rey Alfonso X el Sabio. |
Ancestros. |
La dinastía salia o dinastía francona es una dinastía de la Alta Edad Media que llegó a tener a cuatro de sus miembros como emperadores del Sacro Imperio Romano-Germánico (1024-1125). Es también conocida como dinastía francona debido a su origen familiar y su papel como duques del Ducado Nacional de Franconia. Los cuatro reyes de Alemania también fueron coronados como Emperadores del Sacro Imperio Romano (1027-1125), y es en la historia del Sacro Imperio donde el término dinastía salia se refiere a estos cuatro emperadores. Después de la muerte del último emperador (Enrique II) de la Dinastía Sajona, Conrado II fue primero elegido Rey de los Romanos en 1024, y tres años después (el 26 de marzo de 1027), fue coronado Emperador del Sacro Imperio Romano. Conrado era el único hijo de Enrique de Espira, conde de Worms y de Adelaida de Metz, territorios a ambos lados del Rin incluidos dentro de las fronteras de lo que en aquella época era Franconia. Los cuatro reyes salios de la dinastía —Conrado II, Enrique III el Negro, Enrique IV, y Enrique V— gobernaron el Sacro Imperio desde 1027 hasta 1125, y establecieron firmemente al Sacro Imperio como la mayor potencia europea de la época. Su principal logro fue el desarrollo de una estructura administrativa permanente para su imperio, basada en el ascenso de una clase social de funcionarios públicos que solo respondían ante la corona. Conrado II (ca. 989/990-4 de junio de 1039), conocido también como Conrado el Viejo y Conrado el Salio, fue un noble germano que llegó a gobernar como rey de Germania (Regnum Teutonicum, desde 1024) y de Italia (desde 1026) y que en 1027 consiguió ser coronado en Roma emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, cargo que desempeñó hasta su muerte en 1039. Fue el primero de una sucesión de cuatro emperadores salios, que reinaron durante un siglo hasta 1125. Tras la muerte en 1032 del rey Rodolfo III de Borgoña, que no tenía hijos, Conrado reclamó el dominio sobre el Reino de Borgoña, que conquistó con tropas alemanas e italianas e incorporó al imperio. Los tres reinos (Germania, Italia y Borgoña) formaron la base del imperio como la regna tria (tríada real). Hijo de un noble de Franconia de nivel medio, el conde Enrique de Espira, y de Adelaida de Metz de la dinastía Matfriding, que había gobernado el ducado de Lorena desde 959 hasta 972, Conrado heredó los títulos de conde de Espira y de Worms durante la infancia después de la muerte de su padre alrededor del año 990. Extendió su influencia más allá de las tierras heredadas, al ganarse el favor de los príncipes del reino. En 1016 Conrado se casó con la duquesa Gisela de Suabia —hija de Herman II de Suabia que en 1002 había reclamado infructuosamente el trono alemán, tras la muerte de Otón III, que pasó a poder de Enrique II— que ya había enviudado dos veces (casada primero con el conde Bruno I, muerto alrededor de 1010, y luego con Ernesto I de la casa de Babenberg). Cuando en 1024 la línea dinástica imperial otoniana quedó sin sucesor tras la muerte del emperador Enrique II, una asamblea de los príncipes electores celebrada el 4 de septiembre nombró a Conrado, de 34 años, rey (Rex romanorum) Fue coronado como rey en la catedral de Maguncia el 8 de septiembre de 1024. Antes de tres años, el 26 de marzo de 1027, el papa Juan XIX coronó a Conrado y a su esposa Gisela como emperador y emperatriz, respectivamente, en la antigua basílica de San Pedro de Roma. A la coronación asistieron Canuto II de Dinamarca, Rodolfo III de Borgoña y 70 clérigos de alto rango, incluyendo a los arzobispos de Colonia, Maguncia, Trier, Magdeburgo, Salzburgo, Milán, y Rávena. Logró incorporar al Imperio Lusacia, Borgoña y Suabia. Conrado II adoptó muchos aspectos de su predecesor otoniano Enrique II con respecto al papel y la organización de la Iglesia, así como a las prácticas generales de gobierno, que a su vez se habían asociado con Carlomagno.[We. 2] Si bien el emperador no era antimonástico, inmediatamente abandonó el favoritismo que bajo sus antecesores Otón I y Enrique II se había mostrado hacia los hombres de la Iglesia, sustituyendo en las funciones administrativas al clero por funcionarios civiles, lo que le enfrentó a los grandes señores y al clero terrateniente. Otorgó privilegios que provocaron una liberalización de mercado, lo que promovió el comercio. En Italia, inicialmente dependió de los obispos (en su mayoría de origen alemán) para mantener el poder imperial. A partir de su segunda expedición italiana en 1036, cambió su estrategia y mediante el Edicto de Pavía (Edictum de beneficiis) del 28 de mayo de 1037 convirtió en hereditarios los pequeños feudos (valvassores, nobles menores), disminuyendo así su dependencia de los capitanei (los vasallos directos de un obispo o de un conde), lo que le procuró el apoyo de la pequeña nobleza y de la élite militar.[We. 3][2][4] Su reinado marcó un punto culminante del dominio imperial medieval durante un período relativamente pacífico para el imperio Enrique III (28 de octubre de 1017-5 de octubre de 1056), apodado el Negro, miembro de la dinastía salia, fue coronado rey alemán el 14 de abril de 1028 cuando su padre Conrado II aún vivía, pronto tomando parte en los asuntos del imperio, y a la muerte de su padre el 4 de junio de 1039 se convirtió en el único rey alemán. Fue coronado emperador por el papa Clemente II el 25 de diciembre de 1046. Fue un claro representante del cesaropapismo, al marcar la supremacía del emperador sobre el papa. Durante su reinado el Sacro Imperio llegó a su apogeo, punto al cual no retornaría hasta los tiempos del emperador Carlos V. Enrique IV (Goslar, 11 de noviembre de 1050-Lieja, 7 de agosto de 1106) fue Rey de romanos a partir de 1056, y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico desde 1084 hasta su abdicación en el año 1105. Hijo del emperador Enrique III y de Inés de Poitou, fue el tercer emperador de la Dinastía salia. Enrique se esforzó por recuperar las propiedades reales perdidas durante su minoría de edad. Empleó a funcionarios de bajo rango para llevar a cabo sus nuevas políticas, lo que provocó el descontento en Sajonia y Turingia. Enrique aplastó un motín en Sajonia en 1069 y venció la rebelión del aristócrata sajón Otto de Nordheim en 1071. El nombramiento de plebeyos para altos cargos ofendió a los aristócratas alemanes, y muchos de ellos se retiraron de la corte de Enrique. Insistió en su prerrogativa real de nombrar obispos y abades, aunque los clérigos reformistas condenaron esta práctica como simonía (venta prohibida de cargos eclesiásticos). El papa Alejandro II culpó a los consejeros de Enrique de sus actos y los excomulgó a principios de 1073. Los conflictos de Enrique con la Santa Sede y los duques alemanes debilitaron su posición y los sajones se rebelaron abiertamente en el verano de 1074. Aprovechando una disputa entre los aristócratas sajones y el campesinado, obligó a los rebeldes a someterse en octubre de 1075. Enrique adoptó una política activa en Italia, alarmando al sucesor del papa Alejandro II, Gregorio VII, que le amenazó con la excomunión por simonía. Enrique persuadió a la mayoría de los obispos alemanes para que declararan inválida la elección del Papa el 24 de enero de 1076. En respuesta, el Papa excomulgó a Enrique y liberó a sus súbditos de su lealtad. Los aristócratas alemanes hostiles a Enrique pidieron al Papa que celebrara una asamblea en Alemania para escuchar el caso de Enrique. Para evitar que el Papa le juzgara, Enrique viajó a Italia hasta Canossa para reunirse con el Papa. Su penitencial "Marcha a Canossa" fue un éxito y Gregorio VII no tuvo más remedio que absolverle en enero de 1077. Los opositores alemanes de Enrique ignoraron su absolución y eligieron un Antirrey, Rodolfo de Rheinfelden, el 14 de marzo de 1077. En un principio, el Papa se mostró neutral en el conflicto entre los dos reyes, lo que permitió a Enrique consolidar su posición. Enrique continuó nombrando clérigos de alto rango, por lo que el Papa volvió a excomulgarle el 7 de marzo de 1080. La mayoría de los obispos alemanes y del norte de Italia permanecieron leales a Enrique y eligieron al antipapa Clemente III. Rodolfo de Rheinfelden murió en combate y su sucesor, Hermann de Salm, sólo pudo ejercer la autoridad real en Sajonia. A partir de 1081, Enrique lanzó una serie de campañas militares a Italia, y Clemente III le coronó emperador en Roma el 1 de abril de 1084. Hermann de Salm murió y Enrique pacificó Sajonia con la ayuda de los aristócratas locales en 1088. En 1089 lanzó una invasión contra la principal aliada italiana del papa, Matilde de Toscana. Convenció al hijo mayor de Enrique, Conrado II, para que se levantara en armas contra su padre en 1093. Su alianza con Welf I, duque de Baviera, impidió el regreso de Enrique a Alemania hasta 1096, cuando se reconcilió con Welf. Tras la muerte de Clemente III, Enrique no apoyó a nuevos antipapas, pero no hizo las paces con el papa Pascual II. Enrique proclamó la primera Reichsfriede (paz imperial) que abarcó todo el territorio de Alemania en 1103. Su hijo menor, Enrique V, le obligó a abdicar el 31 de diciembre de 1105. Intentó recuperar el trono con la ayuda de los aristócratas lotaringios, pero enfermó y murió sin recibir la absolución de su excomunión. El papel preeminente de Enrique en la Controversia de las Investiduras, su "Marcha a Canossa" y sus conflictos con sus hijos y esposas establecieron su controvertida reputación, pues algunos lo consideraban el estereotipo de un tirano y otros lo describían como un monarca ejemplar que protegía a los pobres. Inés de Alemania o Inés de Waiblingen (también conocida como Agnes de Alemania, Agnes de Poitou y Agnes de Saarbrücken) (1072-Klosterneuburg, 24 de septiembre de 1143) era hija del emperador Enrique IV y de Bertha de Saboya. Sus abuelos maternos fueron Otón, Conde de Saboya, Aosta y Moriana y Adelaida, marquesa de Turín y Susa. |
Los Hohenstaufen o Staufen fueron una dinastía de origen desconocido, fundada en 1079 y que gobernó el ducado de Suabia y el Sacro Imperio Romano Germánico hasta su disolución en 1268. Su nombre lo adoptaron del Castillo de Hohenstaufen, situado entre Göppingen y Schwäbisch Gmünd (Suabia). El primer representante de este linaje que tiene comprobada su existencia es Federico de Büren. Su hijo Federico I, primer duque de Suabia, se casó con la única hija de Enrique IV en 1079, recibiendo el ducado de Suabia, que de esta forma era incorporado a los dominios de esta familia. En 1125 heredaron las posesiones de la Dinastía salia al producirse su extinción. Los Hohenstaufen intentaron obtener la corona germánica y desde entonces mantuvieron una rivalidad constante con los Güelfos. Alcanzaron sus aspiraciones cuando algunos de sus miembros se convirtieron en emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico y reyes de Alemania (entre 1138 y 1254). Enrique VI se hizo dueño de Sicilia, hecho que generó un enfrentamiento entre los Hohenstaufen y el papado. En 1268 murió decapitado el último de sus representantes, Conradino. Federico II de Suabia (1090-6 de abril de 1147), llamado el tuerto, fue el segundo Hohenstaufen como duque de Suabia desde 1105. Fue el hijo mayor de Federico I de Suabia e Inés de Babenberg. En 1121 se casó con Judith de Baviera, miembro de la poderosa casa Guelfa. En 1125 tras la muerte del emperador Enrique V, su tío materno, Federico II contendió para ser elegido como Rey de Romanos con el apoyo de su hermano menor Conrado, duque de Franconia y otras casas. Pero perdió la elección frente a Lotario III, coronado emperador en 1133 por el papa Inocencio II. Federico I de Hohenstaufen (Friedrich I, en alemán, llamado Barbarroja por el color de su barba; Barbarossa, en italiano, Rotbart, en alemán; cerca de Ravensburg, 1122-Río Saleph, 10 de junio de 1190) fue desde 1147 duque de Suabia con el nombre de Federico III, desde 1152 rey de los Romanos y a partir de 1155 emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. El reinado de Barbarroja representó el apogeo del Sacro Imperio Romano Germánico, el primero que le dio ese nombre. Fue responsable de afianzar el poder imperial tanto dentro de Alemania como en el norte de Italia, cuyas ciudades-estado se habían hecho independientes de facto. También fue quien introdujo un cuerpo legislativo unificado, acudiendo de nuevo al derecho romano. Sin embargo, la fama y el significado moderno de Federico Barbarroja está unido al nacionalismo alemán del siglo XIX. Barbarroja fue un referente para los nacionalistas alemanes que pretendían reunificar el país bajo un poder fuerte, como el del emperador. De hecho, la familia real prusiana pretendía legitimarse como soberanos de una Alemania unida por su relación con Barbarroja. Mientras Federico I era Rotbart o Barbarrossa, Guillermo I era Weißbart o Barbablanca. Felipe de Suabia, en alemán Philipp von Schwaben (1177/1179-Bamberg, 21 de junio de 1208) fue un príncipe de la Casa de Hohenstaufen, además de obispo elector de Wurzburgo entre 1190 y 1191, margrave de Toscana entre 1195 y 1197, duque de Suabia entre 1196 y 1208 y el Rey de los alemanes desde 1198 hasta 1208. Fue el primer rey de los alemanes que fue asesinado. Beatriz de Suabia (bautizada como Isabel) (1205-Toro, 1235) fue una noble alemana, reina consorte de Castilla y de León entre 1220 y 1235 por su matrimonio con Fernando III de Castilla. Era la cuarta hija de Felipe, duque de Suabia y Rey de romanos, y de Irene Ángelo, nacida esta de Isaac II Ángelo, emperador de Constantinopla. Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio (Toledo, 23 de noviembre de 1221-Sevilla, 4 de abril de 1284), fue el rey de Castilla y de los demás reinos intitulados entre 1252 y 1284. |
Leyendas. Se atribuye al Rey la orden de que se sirviera con la bebida en todos los mesones de Castilla una pequeña porción de comida, habitualmente cecina o queso, los que Cervantes denominaba llamativos de la sed y Quevedo avisillos, en el siglo XX llamados tapas, a fin de retardar la embriaguez e impedir las peleas y disgustos provocadas por esta al salir de las tabernas, ventorrillos y fondas. Esta costumbre forjó varias leyendas etiológicas, si bien la más antigua y sólida es esta, porque la apoya el hecho de que el rey Alfonso se ufanara de gastrónomo y de ser el rey de mejor mesa de Europa, como declara en su cantiga profana XLIV: Hubo aquí reyes de mayor poder / en conquistar y en ganar tierras, / pero no quien tuviese mayor placer / en comer cuando le dan buen yantar... / pues gran gusto tuve de muy buen comer. Se intenta relacionar esta leyenda con un viaje del Rey a Jerez de la Frontera. Otra leyenda, que se sitúa esta vez en el alcázar de Segovia, le imputaba haber cometido por soberbia una blasfemia contra Dios al afirmar que, de haber estado él cuando Dios creó el mundo, lo habría hecho de otra manera, a causa de lo cual se habría producido el castigo divino de un gran incendio de este alcázar (1258), donde perecieron importantes personajes de su Corte, y, en otras versiones, su marginación al final de sus días en Sevilla de su propio reino, disputado y en su mayor parte dominado por su hijo el futuro Sancho IV. La primera versión, perdida, de esta leyenda data de fines del siglo XIII, azuzada tal vez por la rebelión nobiliaria conocida como Conjuración de Lerma (1272), la rebelión del futuro Sancho IV y la muerte del príncipe heredero Fernando de la Cerda, punto inicial de una profunda controversia jurídica sobre la legitimidad del orden de sucesión real. Por otra parte, era bastante habitual en la literatura de la época (como en el Libro de Alexandre) condenar como soberbia en todo monarca la pretensión de conocer y dominar la naturaleza e iniciar empresas descabelladas y onerosas para los nobles, como en el caso de Alfonso X había sido la búsqueda de la corona imperial o el avasallamiento de los “buenos fueros” de antaño frente al exigente y nuevo Fuero Real alfonsí y las Siete partidas; la levantisca nobleza medieval disfrutaba siempre coartando el poder monárquico y contemplando a un juez juzgado y discutido por intentar consolidar una institución fuerte, como más tarde lograrán los reyes del absolutismo desde los Reyes Católicos en adelante. De amplia circulación oral, y a veces contada como una profecía hecha al recién nacido y contada a su madre Beatriz, los testimonios escritos de la leyenda aparecen en el siglo XIV. Fue aprovechada por la Crónica de 1344, por otra Crónica que se halla en el monasterio de Santo Domingo de Silos y se encuentra también en un códice de textos jurídicos (BNE 431); hay testimonios escritos de la misma también en Portugal, Aragón, Navarra y Cataluña, a veces atribuida por confusión al rey Fernando IV "el Emplazado", y tuvo una de sus últimas apariciones en El baladro del sabio Merlín (Sevilla, 1535). |
Conceptos La Escuela de Traductores de Toledo: ¿mito o realidad? |
En Toledo era posible entrar en contacto con obras de la tradición árabe que podían ser vertidas con cierta facilidad al latín y, más tarde, al romance castellano. Ello supuso un motivo de atracción para intelectuales de origen hispánico y extrapeninsular que vieron en ello una manera de recuperar un gran caudal de información. Carlos de Ayala Martínez Universidad Autónoma de Madrid Podemos abordar este complejo tema intentando contestar a una serie de preguntas que no es difícil que nos hayamos formulado alguna vez. La primera de ellas es la más elemental: ¿Existió realmente una Escuela de Traductores de Toledo en la Edad Media? Desde luego, si por ‘escuela’ entendemos una corporación o institución reglada y estable, la Escuela de Traductores de Toledo nunca existió. El término, en realidad, es un invento del siglo XIX y por tanto no es posible documentarlo en la Edad Media. El término nació fuera de España. Fue a principios de aquella centuria, concretamente en 1819, cuando un historiador y orientalista francés, Amable Jourdain, empezó a hablar de un “colegio de traductores” que operaba en Toledo. Más adelante, un filólogo alemán, Valentín Rose, comenzaba en 1874 a popularizar la expresión “Escuela de Traductores de Toledo”. Y lo cierto es que la expresión tuvo fortuna en España, donde a partir de aquel momento se utilizó de manera generalizada, aunque ya criticada desde mediados del siglo XX por intelectuales de la talla del filólogo Menéndez Pidal, del historiador Sánchez Albornoz o del arabista Juan Vernet. Por tanto, a la primera pregunta, debemos contestar con un ‘no’. Pero si no hubo Escuela de Traductores de Toledo, ¿qué es lo que hubo entonces? ¿qué es lo que movió a los dos sabios decimonónicos mencionados hablar de ella como existente? Desde mediados del siglo XII y hasta bien entrado el XIII lo que se produjo es una labor no reglada de traducciones de obras árabes de ciencia y filosofía con contenidos propios de su tradición y también de la tradición clásica asumida por ella, y todo ello bajo el patrocinio de los arzobispos de Toledo, primero, y del rey Alfonso X más tarde. Esa labor fue de un extraordinario interés porque hasta aquel momento los conocimientos del legado clásico en Occidente se limitaban a alguna obra señera de Platón y Aristóteles y algunos fragmentos compilados por Casiodoro y Boecio en el s. VI, por Isidoro en el VII, por Beda el Venerable en el VIII y por Alcuino de York hacia el 800. Prácticamente nada más. Lo que se produjo en Toledo fue, pues, el inicio de un nuevo flujo hacia Occidente de la tradición científico-filosófica clásica compilada por los árabes, a la que se unió la propia tradición científico-filosófica de origen árabe. Y es esto, en buena parte, lo que posibilitó lo que hace cien años, el padre del medievalismo norteamericano, profesor de Harvard y asesor del presidente Wilson, Charles Homer Haskins, llamó “Renacimiento del siglo XII”, que como todos los movimientos de reforma cultural no buscaba otra cosa que volver a las fuentes fiables, es decir, a la autoridad de los clásicos, en este caso concreto, reforzada por la imponente tradición cultural proveniente del mundo islámico, que a su vez, había asumido el legado clásico. ¿Por qué Toledo? Es la siguiente pregunta que debemos plantearnos. ¿Es que no hubo otros centros culturales capaces de canalizar el legado de la Antigüedad preservado y enriquecido por el mundo islámico? Sin duda. Pensemos, por ejemplo, en el monasterio catalán de Ripoll en donde en el siglo X Gerberto de Aurillac, el futuro papa Silvestre II, se hizo con traducciones al latín de tratados científicos sobre el astrolabio provenientes de Oriente. O pensemos también en el monasterio Monte-Cassino, en la Italia meridional, donde un siglo después, las traducciones de Constantino el Africano pusieron al día en Occidente la ciencia médica cultivada por los árabes. Pero nada de ello es comparable con la intensidad de la actividad de trasvase cultural que se detecta en Toledo a partir de mediados del siglo XII. Cuando esta labor empieza a documentarse hacía menos de un siglo que la ciudad estaba en poder de los cristianos. Alfonso VI la había conquistado en 1085 después de que la fragmentación política del califato de Córdoba hubiera debilitado al-Andalus hasta el punto de que los reyes cristianos pudieron irse apoderando de una parte importante de su territorio. Toledo, al igual que otras importantes ciudades andalusíes como Badajoz, Zaragoza o Sevilla participaban del esplendor cultural de la vieja capital del califato, Córdoba, en la que se llegó a decir con notable exageración que la biblioteca de al-Hakam II poseía 400.000 volúmenes, en buena parte importados. Toledo, por supuesto, no llegaba al nivel cultural de Córdoba, pero a diferencia de otras ciudades andalusíes conservó mucho tiempo después de la conquista un importante volumen de población árabo-parlante. Se calcula que la población de la Toledo cristiana del siglo XII podría contar con cerca 30.000 habitantes que se organizarían en poco más de 30 collaciones o barrios asociados a parroquias, pues bien, casi un tercio de ellas las ocupaban árabo-parlantes. En buena parte eran cristianos de origen andalusí, a los que se empezó a dar el nombre “mozárabes” —muztabares— a raíz de la ocupación cristiana; hablamos de unos 6.000 cristianos. A ellos habría que añadir unos 4.000 judíos también de origen andalusí. Todos ellos, por tanto, arabo-parlantes, pero conocedores también del latín. Esta circunstancia es muy importante para entender lo que sucedió: en Toledo era factible entrar en contacto con obras de la tradición árabe que podían ser vertidas con cierta facilidad al latín y, más tarde, al romance castellano. Ello supuso un motivo de atracción para intelectuales de origen hispánico y extrapeninsular que vieron en ello una manera de recuperar un caudal de información que la fluida e histórica relación de al-Andalus con el oriente árabe, nunca interrumpida, había propiciado. Toledo, objetivo intelectual y motivo de recelo. Toledo se convirtió así en un polo de atracción, pero también de recelo fuera de la Península. Recelo porque los saberes científico-filosóficos compilados u originados en la tradición árabo-islámica eran considerados como diabólicos por una parte al menos de la intelectualidad cristiano-occidental. Un monje cisterciense de la abadía de Froidmont, situada al norte de Francia, un tal Helinando, experto en autoridades clásicas y también en patrística, que impartió clases en el Estudio General o Universidad de Toulouse, escribió en 1231: “Los clérigos van a París a estudiar las Artes, a Orleans a los autores, a Bolonia los códigos, a Salerno los medicamentos, a Toledo los diablos… y a ninguna parte las buenas costumbres” Pero esa fama también persistió en la cultura popular hispánica sin necesidad de recelos. Pensemos en el famoso cuento del Conde Lucanor, en el que D. Juan Manuel nos habla de un deán de Santiago que fue a Toledo a que un experto en nigromancia, el maestre Yllán, le enseñase su ciencia. Es curioso, porque D. Juan Manuel habla con naturalidad del nigromante y no hay un ápice de condena para él. La moraleja del cuento, más bien, es que don Yllán, gracias a la magia, puso al descubierto la actitud codiciosa y desagradecida del deán, que es el único realmente descalificado. Todo como digo, con mucha naturalidad. Toledo se constituye así en el centro de un saber proveniente del mundo islámico, un saber que algunos desean desvelar y otros directamente condenan o simplemente, como D. Juan Manuel, lo constatan. Vamos a fijarnos en quienes querían desvelarlo. Protagonistas y medios. ¿Finalidad polémica? ¿Cuándo lo hicieron, quiénes fueron y con qué ayuda contaron para hacerlo? Esta es la siguiente y compleja pregunta que vamos a intentar responder. Los orígenes de la actividad cultural de Toledo se asocian tradicionalmente a su segundo arzobispo tras la conquista, Raimundo de Salvetat (1125-1152), un culto cluniacense de origen franco preocupado por cuestiones teológicas, y al que aparece dedicada la traducción de una breve obra filosófica de un sabio árabe del siglo IX de origen cristiano, Qusṭā ibn Lūqā acerca de la sutil diferencia entre el espíritu y el alma. Este hecho hizo pensar en su momento que el arzobispo Raimundo fue el promotor de un sistema de patrocinio capaz de estimular traducciones demandadas por intelectuales inquietos como lo era él mismo. Incluso se llegó a pensar en que esa iniciativa pudo relacionarse con la contemporánea vista a la Península de Pedro el Venerable que recababa en tierras del reino de Castilla obras y traductores para desarrollar su proyecto de traducción del Corán y otras obras árabes con fines polémicos y combativos frente al islam. Pero esta obsesión de identificar siempre el interés del Occidente por el islam como algo que permitiera encontrar armas para combatirlo no estaba ciertamente en el ánimo del arzobispo Raimundo que poco podría combatir al islam con un tratado sobre la naturaleza del alma. No, la actividad cultural que entonces empezaba a vislumbrarse en Toledo nada tiene que ver con fines polemistas y sí con una inquietud derivada de la conciencia de que, sin el concurso de la tradición árabo-islámica, el Occidente quedaría culturalmente paralizado. Esta es la clave que nos debe servir para entender el fenómeno de Toledo y sus traducciones, una actividad que ya claramente hay que asociar al patronazgo del arzobispo e iglesia toledanas desde los días del sucesor de Raimundo, el arzobispo también de origen franco, Juan de Castellmorum (1152-1166). En su pontificado fue traducido un tratado de Avicena acerca también del alma, y junto a traductores de nombre árabe, aparecen ya en ese momento dos figuras clave en esta segunda mitad del siglo XII: el castellano Domingo Gonzálvez y, sobre todo, el italiano Gerardo de Cremona que tradujo más de 70 obras árabes de medicina, matemáticas y astronomía, de la cual era personalmente un gran conocedor. Nos encontramos ya con intelectuales atraídos a Toledo desde fuera de la Península, algo que será característico del movimiento cultural que desde entonces patrocina la Iglesia de Toledo. El modo de permitir a estos sabios permanecer en Toledo y mantenerse económicamente era mediante la concesión de canonjías. Son muchos los traductores de origen toledano, de otras partes de la Península y de fuera de ella los que firman como canónigos en los documentos de la cancillería arzobispal durante esta incipiente fase de actividad cultural que se corresponde con la segunda mitad del siglo XII. Y que es la primera de las tres fases en las que podemos constatar el desarrollo de la misma. El momento de don Rodrigo. La segunda de ellas está asociada a la extraordinaria figura intelectual del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada que gobernó la diócesis a lo largo de la primera mitad del siglo XIII. Al él se debe el encargo al canónigo Marcos de Toledo de una nueva versión latina del Corán y la traducción de una obra teológica atribuida a Ibn Tūmart, el célebre reformador magrebí que puso las bases del imperio almohade. Nuevamente el peso interpretativo de la tradición historiográfica quiere ver en ello un nuevo capítulo en la ofensiva, en este caso ideológica, contra el islam. Pero hay indicios probatorios que van en otra dirección: la necesidad que vio el arzobispo en apoyarse en propuestas religiosas de sus adversarios políticos para afianzar su propio discurso teológico. Este es un tema complejo en el que no vamos a entrar, pero sí conviene señalar que fue nuevamente la inquietud intelectual, en este caso del propio arzobispo, que es por otra parte el primer occidental cristiano que escribió una Historia de los árabes, la que llevó a realizar unas traducciones en las que intentar encontrar claves culturales propias del mundo islámico, capaces de desatascar el callejón sin salida al que había llegado la escolástica cristiana. Pero la gran personalidad intelectual de Marcos de Toledo no se ciñó a servir materiales para la especulación teológica del arzobispo. Él mismo estaba muy interesado en la ciencia médica, y a ella dedicó buena parte de su actividad traductora amparada en su condición de asalariado de la Iglesia de Toledo. Él mismo contaba que, como sabía árabe, fueron sus compañeros de estudios médicos en una universidad de la que no da el nombre los que le animaron a facilitarles el conocimiento de Galeno trasmitido por los árabes, y que fue ello, en último término, lo que le impulsó a trabajar en Toledo. Es decir, se sintió atraído por una ciudad donde era posible encontrar las obras de los clásicos en árabe y contar con los medios suficientes para hacer esa tarea. Pero Jiménez de Rada favoreció no solo a intelectuales de origen hispánico como Marcos. Algunos venidos de fuera lo fueron igualmente. Es el caso del conocidísimo Miguel Scoto, un escocés, que trabajó en Toledo dedicado a traducir obra científica y probablemente también una buena parte del pensamiento averroísta. Su extraordinaria valía le hizo convertirse en sus últimos años en astrólogo y médico al servicio del emperador Federico II. De alguna manera Dante le haría pagar la factura de haber pasado por Toledo condenándolo al Infierno de su Divina Comedia como nigromante y adivinador impenitente. El Toledo del arzobispo don Rodrigo ejerció su atracción sobre otro interesante personaje de origen extrapeninsular, Hermann el Alemán. Llegó a la capital castellana más de veinte años después que lo hiciera Miguel Scoto, en la última etapa de la vida de Jiménez de Rada. Fruto de su intensa labor de traductor del árabe al latín fue el comentario de Averroes a la Ética de Aristóteles, además de otras obras de Avicena o al-Fārābī. El decisivo protagonismo de Alfonso X. De alguna manera Hermann el Alemán cierra la segunda etapa de la intensa actividad cultural de Toledo para dar paso a la tercera y definitiva que protagonizaría Alfonso X en la segunda mitad del siglo XIII. Con él, el patrocinio pasa de la Iglesia toledana a la mismísima corte real, la de un monarca que había nacido en Toledo y que estuvo muy vinculado a esta histórica ciudad durante una buena parte de su vida. Esta institucionalización de la actividad traductora se relaciona directamente con el papel que el Rey Sabio hizo desempeñar a la cultura en su propio programa de gobierno. Para el rey la sabiduría era el capital que lo unía a Dios y le permitía gobernar en armonía a sus súbditos en nombre de ese mismo Dios. El Scriptorium alfonsí se convirtió en una auténtica oficina del gobierno del reino, una oficina que hacía llegar el ancestral conocimiento clásico y árabe en el idioma vulgar que una buena parte de sus súbditos podía entender: el castellano. Otra cosa era la difusión fuera de sus reinos, que se vio ciertamente dificultada, lo que nos confirma el carácter político de la decisión. De esta manera, la lengua romance, a la que se traducía del árabe, aunque sin desplazar del todo al latín, se convirtió, pues, en el nuevo vehículo de la ciencia. Institucionalización y castellanización fueron las grandes aportaciones de Alfonso X al impulso cultural toledano. Ahora bien, no toda la obra cultural del Rey Sabio se relaciona directamente con la tarea de trasmisión del legado cultural clásico e islámico. ¿Qué es lo que concretamente hizo traducir Alfonso X en su Scriptorium? En este punto es fundamental hacer referencia a la obra astronómico-astrológica de origen greco-árabe. No debe extrañarnos esta afición real, los intelectuales de la época concedían mucha importancia a la influencia rectora de los astros en el conjunto de la naturaleza, por tanto, también en los hombres y su destino. Para un rey tan celoso de su poder como Alfonso X, podía ser toda un arma de control político. No sabemos lo de cierto que puede haber en la noticia tardía de que el Rey Sabio habría ejecutado a su hermano Fadrique como resultado de una predicción que apuntaba al infante como futuro traidor del rey. No es este el lugar para hacer una enumeración inevitablemente tediosa de las muchas obras traducidas y, conviene señalarlo, completadas y actualizadas por los colaboradores del rey, un total de quince sabios, cinco de ellos judíos, siete extrapeninsulares, tres hispanos y solo un musulmán converso al cristianismo, el famoso Bernardo el Arábigo. En concreto el protagonismo judío en esta materia resulta decisivo. Por solo mencionar lo que fueron las tres grandes colecciones compilatorias y misceláneas de astronomía-astrología, citaremos el Picatrix, sobre magia talismánica, obra original del andalusí Maslama b. Qāsim al-Qurṭubī (m. 964), el Libro del Saber de Astrología y los conocidos Lapidarios sobre las propiedades de las piedras. ¿Cómo se llevaban a cabo las traducciones? Pero todavía nos faltaría contestar a una última pregunta: ¿cuál era el protocolo de traducción desde el comienzo de esta actividad en el siglo XII? Contestaremos a ella muy brevemente. Se admite en general por la mayor parte de los especialistas que la técnica habitual de las traducciones directas del árabe al latín consistía en que un árabo-parlante traducía directamente y en versión oral del árabe al vulgar romance. Al mismo tiempo, un clérigo vertía al latín ya por escrito la traducción oral. Este último era el resultado que lógicamente se conservaba. La novedad que introdujo Alfonso X, tal y como hemos indicado, es que la versión oral en lengua vulgar realizada desde el original árabe se convertía ahora en versión castellana escrita, que seguramente más tarde podía ser, a su vez, traducida al latín. Pero esto último no debió ser algo frecuente porque no es muy común que conservemos las dos versiones, romance y latina, de un mismo original árabe. A modo de conclusión Quedémonos con cuatro ideas fundamentales:
Benito Ruano, Eloy (2000): “Ámbito y ambiente de la Escuela de Traductores de Toledo”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, Hª Medieval, 13, pp. 13-28. Gargatagli, Marietta (1999): “La historia de la escuela de traductores de Toledo”, Quaderns. Revista de traducció, 4, pp. 9-13. Gil, José S. (1985): La Escuela de Traductores de Toledo y sus colaboradores judíos, Toledo. Puntoycoma. Boletín de los Traductores Españoles (1995), 36: https://ec.europa.eu/translation/bulletins/puntoycoma/36/index.htm. Samsó, Julio (1996): “Las traducciones toledanas en los siglos XII-XIII”, en La Escuela de Traductores de Toledo, Diputación Provincial de Toledo, pp. 17-22. Vélez León, Paulo (2017): “Sobre la noción, significado e importancia de la Escuela de Toledo”, Disputatio. Philosophical Research Bulletin, 7 (2017), pp. 537–579. Viaje a los libros del Toledo de Alfonso X. Ya se puede visitar la biblioteca virtual de la antigua Escuela de Traductores de Toledo con un fondo de 1.500 obras. TULIO H. DEMICHELI 10/07/2013 Historia palpable en la red: la Fundación Ignacio Hernando de Larramendi en colaboración con la Fundación Mapfre y la Universidad de Castilla-La Mancha ha puesto en marcha la Biblioteca Virtual de la Antigua Escuela de Traductores de Toledo, programa que ha encabezado Javier Agenjo Bullón, director de Proyectos de la fundación organizadora, y que permite acceder a un fondo de 1.500 obras dispersas en diferentes bibliotecas, instituciones culturales y universidades españolas y europeas. La Antigua Escuela de Traductores de Toledo tuvo su antecedente en las de Bagdad y Alejandría que «habían incorporado a la cultura musulmana –explica Javier Agenjo Bullón a ABC– las obras fundamentales de la antigüedad grecolatina (así Averroes traduce e interpreta a Aristóteles). Nace tras la conquista de Toledo por parte de Alfonso VI en 1085, cuya sede obispal se convertirá, sólo tres años después, en la primada de España. Allí se reunirán estudiosos procedentes de toda Europa, como Raymond de Sauvetát (Raimundo de Toledo), el impulsor de la Escuela de Toledo; Michael Scott (Miguel Escoto) y Alfred of Sareschel. Entre sus objetivos estaba conocer en profundidad a su enemigo, por ejemplo, traduciendo el Corán para poder combatirlo». Amalgama de culturas Los traductores, según Agenjo Bullón, eran de diversa procedencia: «Judíos sefardíes, árabes y cristianos conocedores del latín, el griego, el hebreo y el árabe. Y mozárabes, que eran cristianos que utilizaban el árabe de forma cotidiana. Más que de la ‘Ciudad de la Tres Culturas’ debería hablarse, por ello, de la ‘Ciudad de las Cuatro Culturas’, incluyendo a la mozárabe». Menos conocido es que la Escuela no estuvo auspiciada solo por los reyes castellanos (Alfonso X brilló en ella y sus obras pueden consultarse en esta Biblioteca Virtual), sino también por la Iglesia y por órdenes religiosas como la de Cluny. La Escuela fue un ejemplo de trabajo en equipo. «El segoviano Domingo de Gundisalvo vertía al latín a partir de las traducciones que el judío converso sevillano Juan el Hispalense hacía a la lengua vulgar. De esa forma llegaron a la cultura cristiana Avicena, Avicebrón o Algazel», continúa el estudioso. También había intérpretes sefardíes, como Yehuda ben Moshe o Andrés el judío, o mozárabes. «Por eso, a veces aparecen como autores un traductor y varios ‘socios’», –asevera Agenjo–. En puridad, no era una sola escuela, porque se relaciona con los ‘estudios’ de Salamanca (1208); o Palencia, (1218); que eran relativamente autónomos de las escuelas catredalicias. Más adelante, Alfonso X fundará la Escuela de Sevilla… Hubo una gran labor de equipos. Sobre el funcionamiento de la biblioteca virtual, Agenjo explica que se han enriquecido los documentos ya digitalizados gracias a una aplicación: Digibib . El lector interesado no sólo puede acceder desde un punto de la web a los manuscritos, incunables y ediciones príncipe. Además dispone de otras herramientas informáticas que permiten relacionarlos entre sí y con obras de otros de autores que las han estudiado, o que han recibido influencia de ellas. Y se integran en las grandes redes Hispana y Europeana, y en otras; acompañando la navegación con registros de autoridades equivalentes a entradas enciclopédicas digitales. Todo ello bajo el sistema Open Linked Data, al que se ha adherido la Digital Public Library of America (creada en abril de 2012 y que ya dispone de 3 millones de referencias), y que lo ha adoptado junto al modelo de datos creado en Europa, el Europeana Data Mood. |
La Orden Civil de Alfonso X el Sabio es una orden civil española, cuya primera regulación se estableció por Decreto de 11 de abril de 1939,[ con la finalidad de premiar los méritos contraídos en los campos de la educación, la ciencia, la cultura, la docencia y la investigación. Su funcionamiento ha ido evolucionando con la propia historia de España, según las normas de los decretos de 26 de enero de 1944, 14 de abril de 1945, 11 de agosto de 1953 y 10 de agosto de 1955. En el real decreto 954/1988, de 2 de septiembre, se establece la actual regulación de esta Orden, cuyo precedente es la Orden Civil de Alfonso XII, con la que se refunde, adaptando las normas a las condiciones sociales del tiempo presente y a los principios democráticos en que se inspira el ordenamiento jurídico español. Finalidad La Orden Civil de Alfonso X El Sabio se destina a premiar a las personas físicas y jurídicas y a las entidades tanto españolas como extranjeras que se hayan distinguido por los méritos contraídos en los campos de la educación, la ciencia, la cultura, la docencia y la investigación o que hayan prestado servicios destacados en cualquiera de ellos en España o en el ámbito internacional.[cita requerida] Grados Comprende los siguientes grados o categorías: Para personas físicas:
Para corporaciones, instituciones, personas jurídicas, organismos o entidades públicas o privadas:
Las categorías de la orden son concedidas en atención a los méritos de los candidatos en los campos específicos de la misma. Las categorías de collar, gran cruz, encomienda con placa y corbata tienen carácter restringido, y no pueden exceder su número de 6, 500, 700 y 350, respectivamente. Organización El Gran Maestre de la Orden es el rey de España, en cuyo nombre se otorgan las distintas categorías de la misma, y a quien por derecho le corresponde ostentar el Collar. El Gran Canciller de la Orden es el titular del Ministerio de Educación, Política Social y Deporte de España, y el Canciller de la misma es el Subsecretario del Departamento del mismo Ministerio. Como órgano de asesoramiento y participación existe un Consejo compuesto por un Presidente (el Subsecretario del Departamento y Canciller), varios vocales (dos miembros de cada una de las categorías de Gran Cruz, Encomienda con Placa, Encomienda y Cruz, libremente designados por el ministro de Educación, Política Social y Deporte; y ocho vocales suplentes) y un secretario (el Oficial Mayor del Ministerio de Educación, Política Social y Deporte). La tramitación de todos los asuntos relativos a la Orden Civil de Alfonso X El Sabio corresponde a la Oficialía Mayor, unidad administrativa que tiene las competencias relativas al protocolo y Cancillería de las órdenes y condecoraciones del departamento de Educación. Concesión de honores El ingreso en la orden de Alfonso X El Sabio tiene lugar:
Las propuestas para ingreso en la Orden Civil de Alfonso X El Sabio se remiten a la Cancillería de la misma y deben contener los siguientes extremos:
Méritos en que se fundamenta la propuesta. Datos personales y profesionales y firma del proponente. La concesión del Collar, la Gran Cruz y la Corbata se efectuara por Real Decreto, a propuesta del Ministro de Educación y Ciencia. Las restantes categorías se concederán por Orden del Ministro de Educación y Ciencia (España). Efectos protocolarios. La pertenencia a esta Orden implica una serie de tratamientos protocolarios: Las personalidades distinguidas con el Collar y la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X El Sabio tienen tratamiento de Excelentísimo Señor o Señora. La Encomienda con Placa supone para sus poseedores el tratamiento de Ilustrísimo Señor o Señora. Las personas condecoradas con la Gran Cruz, Encomienda con Placa, Encomienda y Cruz, y las entidades distinguidas con las categorías de Corbata y Placa de honor, han de remitir cada cinco años a la Oficialía Mayor escrito con actualización de sus datos personales y profesionales, a efectos de su constancia en el registro de la Cancillería de la Orden. |
José Ibáñez Martín
Ibáñez Martín, José. Conde de Marín (I), título pontificio. Valbona (Teruel), 18.XII.1896 – Madrid, 21.XII.1969. Ministro, presidente del Consejo de Estado y embajador.
Biografía
Nacido en Valbona, provincia de Teruel, fue un estudiante aventajado que se licenció en Filosofía y Letras y Derecho, con premio extraordinario a los veintidós y veinticuatro años, respectivamente. En 1922, con veintiséis años, ganó por oposición una plaza de catedrático de Instituto en Murcia y, seis años después, logró lo mismo en el Instituto de San Isidro de Madrid. Su carrera política discurrió paralelamente en las filas del catolicismo. Al iniciarse la dictadura de Primo de Rivera, en 1923, era teniente de alcalde en la ciudad de Murcia y, en representación de la Diputación de la provincia, se sentó en la Asamblea Consultiva primorriverista entre 1927 y 1930. Ya con la República, volvió al Congreso ahora como diputado de la CEDA por Murcia, en las elecciones generales de noviembre de 1933. Vegas Latapié señala en sus Memorias que él reclutó a Ibáñez como intelectual de los monárquicos de Acción Española, lo que le acarreó una detención tras el golpe de Sanjurjo en 1932. Y atribuye al deseo de medrar su opción por la CEDA en las siguientes elecciones. En todo caso, diez años más tarde, y hasta 1964, cinco años antes de su muerte, mantendría su presencia en el edificio de la Carrera de San Jerónimo a través de los distintos canales de las Cortes orgánicas del régimen de Franco. Sin duda, su etapa política más importante fue su prolongada estancia al frente del Ministerio, que pasó a denominarse de Educación Nacional y no de Instrucción Pública. El período se alargó de 1939 a 1951, y desde él llevó a cabo una reorganización total de todos los niveles de la enseñanza. Fuera del primer plano de la política, presidió el Consejo de Estado de 1951 al 53; fue embajador en Portugal, en sustitución de Nicolás Franco, durante once años (de 1958 hasta casi el final de sus días). El resto de su actividad pública la consumieron las tres Reales Academias de las que fue miembro: la de Jurisprudencia (1953), la de Bellas Artes (1956) y la de Ciencias Morales y Políticas (1965).
Un elemento doctrinal constante en la trayectoria de Ibáñez Martín, que le inscribe plenamente en el régimen de Franco fue su permanente convencimiento del fracaso y las consecuencias nefastas para España y Europa de la Ilustración del siglo XVIII y el liberalismo del XIX y XX. A pesar de lo cual, tuvo vínculo fundamental común con la política republicana: desconocer el lento y silencioso proceso de secularización que el proceso de modernización de la España contemporánea conllevaba, lo mismo que en todas partes donde tiene lugar un proceso semejante. La secularización es independiente de las políticas legislativas y se manifiesta indeclinablemente ligado al cambio social y cultural. No es, por tanto, el producto de una política laicista. El caso es que, a la faceta anticlerical, que fue una de las más agresivas de la revolución republicana, le siguió la pretensión no menos artificiosa de que la España que, supuestamente, había dejado de ser católica, volviera a los moldes del catolicismo tridentino y de la Segunda Escolástica a partir de 1939, conforme a las exigencias de la Revolución española acaudillada por Franco, que Ibáñez Martín invocaba sin descanso.
El proceso de re-catolización de la educación a todos los niveles comenzó por una depuración iniciada ya durante la Guerra civil con los Decretos firmados por Franco el 8 y 10 de noviembre de 1936, a los que siguió la Ley de depuración de funcionarios públicos de 19 de febrero de 1939. A la depuración se sumarían los huecos del exilio. A lo anterior debe añadirse la sorda confrontación entre falangistas, y los grupos católicos de propagandistas y poco después del Opus Dei para protagonizar el cambio educativo. El monárquico Pedro Sáinz Rodríguez rememora en sus Testimonios y recuerdos cómo, habiéndose exiliado en Portugal ya en 1939, comprendió que debía solicitar la excedencia como catedrático en la Central de Madrid. Pío Zabala, antiguo maurista y rector de la universidad, llevó la instancia personalmente a Ibáñez Martín ya ministro, quien la hizo dormir largos meses en un cajón, para luego desposeer de su cátedra a Sainz Rodríguez. Una medida que éste consiguió rectificar en los tribunales años después con la restitución de su condición de catedrático y una significativa indemnización.
Las leyes y decretos a través con las que Ibáñez Martín revisó todo el sistema educativo fueron: la primera y más querida para él, la de creación del CSIC el 28 de noviembre de 1939. (Durante su etapa de ministro mantuvo la dirección de la revista del Consejo, Arbor, y la presidencia del Instituto de Humanidades Menéndez Pelayo de éste. Hasta 1967 fue presidente de honor del CSIC). El verano de 1940 apareció el Consejo Nacional de Educación; tres años después, se publicó la Ley de Ordenación Universitaria; en 1944, la Ley de Protección escolar; en 1945 la de Educación Primaria y, el 18 de julio de 1949, la Ley de Bases de Implantación de Enseñanza Media y Profesional. Hubo, además, el Decreto de 26 de enero que imponía la enseñanza religiosa en la universidad, y constituía un alarde de anti- regalismo pasmoso.
El denominador común de toda esta legislación en las etapas anteriores a la universidad consistió en la disminución progresiva del énfasis en la totalidad ideológica y el peso creciente de la descripción y enumeración tecnocrática de las realizaciones. La obligatoriedad de la enseñanza se reforzó hasta los quince años por el procedimiento de abrir la escuela primaria a la formación profesional, a la vez que al bachillerato. En su discurso de recepción en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (28 de marzo de 1967), Luis Legaz Lacambra resumió con acierto el tenor de la legislación educativa de Ibáñez Martín señalando que al tiempo que desplegaba una línea doctrinal de un dogmatismo autoritario “con aristas de apariencia aguda e hiriente en ocasiones”, fue lo suficientemente realista y flexible como para permitir el crecimiento de la educación en sus distintos niveles. Y habría que añadir, para no convertirla en un puro anacronismo.
El dogmatismo y el autoritarismo eran consecuencia de ese anacronismo que puso de manifiesto los estragos de un clima intelectual y político marcado por el auge de los totalitarismos. Así, el Decreto de creación del CSIC suponía que el renacimiento científico y cultural de España vendría con la restauración cristiana de la unidad de las ciencias, destruida por la Ilustración. Esto equivalía a proclamar que, en el siglo de la física cuántica y más de treinta años después de publicada la teoría de la relatividad de Einstein, la ciencia y la filosofía debían volver a su antiguo puesto de ancilas de la teología.
Cabe recordar aquí, no obstante, que la fundación del CSIC coincidió con años de arrebatada admiración a la Alemania nazi, de la que Ibáñez Martín destacaba con encendida retórica el modo como caminaban juntos de modo indisoluble el esfuerzo bélico y la investigación científica. El artículo terminaba con ¡Vivas! a Franco y Hitler y ¡Arribas! a España y Alemania. No obstante, el totalitarismo educativo y cultural del nuevo régimen era católico en la política de Ibáñez Martín, de modo que, en la Ley de Ordenación de la Universidad se hablaba de “devolver” a la universidad su antiguo papel “de educadora de verdaderos caballeros, según el tipo ideal de nuestros más preclaros valores humanos de la Edad de Oro…” Al mismo tiempo, el ministro era consciente de que la educación española, en sus distintos niveles, si bien con un ritmo más lento que en otros países europeos, no había dejado de expandirse a lo largo de la Restauración y la República. De modo que del Decreto del CSIC otorga a éste y con él a la investigación el máximo rango educativo. La ley universitaria por su parte llamaba a introducir y reforzar la actividad investigadora. Una actividad que debía prescindir del personalismo y del cantonalismo académico y compartirse sin monopolios ni exclusivismos por el CSIC, las universidades y los centros privados. En la realidad, los rasgos prácticos de la política universitaria parecían bastante modestos. Al profesorado se le exigían mayores requisitos que antaño para su selección y promoción, pero estos venían a consistir en cosas como residir en la ciudad donde enseñaban; la de presentar el programa de su asignatura un mes antes de comenzar el curso, y la exigencia de desarrollarlo coherente y sistemáticamente, sin digresiones ni “desviarse por otros derroteros”. A cambio, más sueldo y mayor prestigio social.
Este sentido común, que Legaz denominaba “flexibilidad”, coexistía con la regimentación política y eclesiástica de una universidad en la que Ibáñez Martín llamaba a erradicar tanto de la investigación científica como de la docencia la neutralidad ideológica y el laicismo, fuente de todos los males. Al contrario, la vida universitaria debía someterse a la “vigilancia de la Iglesia –la eterna maestra de la verdad-…”. Resultaba así una universidad en la que se mantenía vivo el clima de la guerra civil, pues si el laicismo había incubado la revolución marxista, el catolicismo de la Revolución española debía anular para el futuro cualquier clase de recaída. No eran sólo palabras en la presentación de una ley ante las Cortes. Tanto la formación religiosa como la política serían obligatorias para alumnos y el acatamiento al poder político para el profesorado. Éste era definido como una milicia al servicio de los intereses de la política nacional, y el profesorado debía interiorizar los valores y objetivos de la España del Caudillo. Los colegios mayores, relanzados y reforzados como institución político-religiosa de la nueva universidad, junto con las capillas en los centros contribuirían a crear un clima piadoso, que el ministro creía posible que fuera libre y espontáneo.
Esta vigilancia y tutela de la iglesia católica sobre la universidad adquirió su clímax anti regalista con el Decreto, de 26 de enero de 1944 (BOE, 8 de febrero) sobre la enseñanza religiosa en la educación superior. En él se disponía que el profesorado que la impartiese habrían de ser sacerdotes aprobados por los obispos, sometidos en todo a la disciplina del dogma. Conforme al articulado del Decreto, la enseñanza en cuestión era obligatoria, se extendía a lo largo de cuatro años de la carrera. Cada universidad contraría con un director de formación religiosa nombrado por el obispo, previo informe del rector. A los sacerdotes profesores de religión los nombraba el Ministerio a propuesta y conforme a criterios eclesiásticos, teniendo la consideración académica de catedráticos y el sueldo de un encargado de curso. Este maximalismo clerical volvía, sin embargo, a manifestar dimensiones reales bastante más modestas. Las lecciones eran de una hora a la semana durante un cuatrimestre del curso académico. En todo caso, el monopolio sindical de la representación estudiantil por parte del falangista SEU, contaba aquí, como en la Ley de ordenación, con un contundente contrapeso, a costa ambos de la libertad universitaria en su más amplia expresión.
Ni la trascendental victoria aliada de 1945 ni tampoco el posterior Concilio Vaticano II llegaron a influir significativamente en el enfoque doctrinal de Ibáñez Martín. Es muy posible que su sustitución en 1951 por Ruiz Jiménez en la cartera de Educación, y el modo como éste acabó arrastrado por la agitación estudiantil de 1956, le ratificara en sus convicciones. Así lo pone de manifiesto su discurso de entrada en la Academias de Ciencias Morales y Políticas. Dicho discurso estuvo dedicado a analizar, desde la doctrina de Francisco de Suárez, los valores políticos del momento. El nuevo académico había glosado ya su figura casi veinte años antes, cuando, como Ministro de Educación, acudió a la universidad de Coimbra para conmemorar el cuatrocientos aniversario del nacimiento de Suárez. En ambos casos, el anacronismo fue la nota dominante. En la ocasión portuguesa explicó que el Movimiento nacional y el caudillaje de Franco representaban la actualización de la doctrina política suareciana. La España alzada constituía una sociedad ordenada, capaz de transmitir el poder delegado por Dios, no en un Rey, claro, sino en un caudillo. Figura difícil de encajar, sin embargo, de un modo que no fuera negativo en la tipología de Aristóteles y en la de Suárez. En todo caso, esa transmisión legítima de un poder legítimo por su origen último divino estaba fuera del alcance de “una masa amorfa de marxistas enloquecidos” representada por la Segunda República. Casi dos décadas después, el tipo ideal de gobierno seguía siendo el mismo. Suárez había defendido los derechos individuales y, sobre todo, la autoridad papal frente al individualismo protestante y el absolutismo regio de un Jacobo I de Inglaterra y Escocia, recordaba el nuevo académico y, al tiempo, reiteraba la responsabilidad de la ilustración y el liberalismo en la aparición en el siglo XX de regímenes “estatistas” (en alusión a Alemania e Italia) que, no obstante, seguía justificando porque habían sido la respuesta necesaria que atajara el caos político y la disolución social productos de una “de una democracia mal concebida…” Puesto que mientras hablaba, a finales de los años sesenta del pasado siglo, el liberalismo político y económico continuaban a sus ojos sin absolución posible, sólo quedaban dos opciones políticas en aquel momento, sin contar la dominación comunista que no mencionó. Una era el consumista y carente de valores welfare state, y otro, el inmarcesible individualismo cristiano de Suárez en el que el dogma católico, la autoridad papal y la delegación del poder en un caudillo cristiano responsable sólo ante Dios, evitaba toda incertidumbre y toda inestabilidad políticas, que constituían los males endémicos del liberalismo. José Ibáñez Martín murió en Madrid, el 21 de diciembre de 1969, luego de una larga, discreta y, en relación con don Juan de Borbón, exiliado en Estoril, irrelevante misión diplomática. Una de sus hijas, Pilar Ibáñez Martín Mellado sería la esposa del segundo presidente constitucional de don Juan Carlos I en la restaurada Monarquía parlamentaria.
Obras
“Decreto 66”, en Boletín Oficial del Estado, nº 27 (11 de noviembre de 1936), pág. 153
Ley de 24 de noviembre de 1939 creando el CSIC; La Universidad actual ante la Cultura Hispánica, Madrid, Imprenta de Silverio Aguirre, 1939
Dos discursos, Madrid, Tipografía de Samarán, 1940
Palabras a Hispanoamérica, Madrid, Afrodisio Aguado, 1940
Hacia un nuevo orden universitario, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1940
Hacia un renacimiento de los estudios eclesiásticos, Salamanca, 1940
Un año de política docente, Barcelona, 1941
“La confluencia de las culturas germana e hispana”, en Revista nacional de Educación, año I (1941), págs. 7-13
El sentido político de la cultura en la hora presente, Madrid, 1942
“Discurso de presentación de la Ley de Ordenación universitaria”, en Boletín oficial de las Cortes españolas, núm. 16, Sesión del día 15 de julio de 1943, págs. 165-172
“Discurso de ~ en el acto de presentación a las Cortes de la Ley de Protección Escolar”, en Boletín Oficial de las Cortes españolas, nº 61, 14 de julio de 1944
Realidades universitarias en 1944 (discurso pronunciado en la apertura de curso académico 1944-1945), Valencia, 1944
Las facultades de medicina en la nueva universidad española (discurso en la inauguración de la nueva Facultad de Medicina), Madrid, 1944
Renacimiento científico en la investigación y en la docencia. Discurso en la inauguración de la Universidad de Valencia, Madrid, 1944
Institutos Laborales para España, Zaragoza, 1945
“Ley sobre Educación Primaria”, en Boletín Oficial del Estado, nº 199, 17 de julio de 1945, pág.385
El nuevo estado y la facultad de Derecho. (Discurso en la inauguración de la nueva Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza)
La investigación española, 1939-1947. Discursos en Plenos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, Publ. Españolas, 1947
Símbolos hispánicos del Quijote, Madrid, Real Academia Española, 1947
“Ley de Bases de la Educación Media y Profesional”, en Boletín Oficial del Estado, nº 198, 17 de julio de 1949, pág. 3164
Labor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1948 (Madrid, 1949
Madrid, 1951
Madrid, 1952
Madrid, 1955)
1939-1949. Diez años al servicio de la Cultura española, Madrid, Hijos de Heraclio Fournier, 1950
Los Reyes Católicos y la unidad nacional, Zaragoza, 1951
Algunos aspectos de la escultura del Renacimiento en Aragón en la primera mitad del siglo XIV: Gabriel Yoly, su vida y su obra. (Discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), Madrid, Instituto de España. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 1956
La figura y la obra de Baltasar Gracián, Calatayud, 1958
La impronta de Sevilla en el Continente Nuevo. (Discurso en la investidura como doctor honoris causa en la Universidad de Sevilla), Sevilla, Universidad, 1959
Ciencia, progreso y tradición. (Discurso en la investidura como doctor honoris causa en la Universidad de Oviedo), León, 1959
Sabiduría, patriotismo y santidad, León, 1961
Dios y el Derecho. (Discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia), Madrid, Instituto de España. Real Academia de Jurisprudencia, 1962
El compromiso de Caspe, Zaragoza, 1962
Discurso de ~, en la clausura del IV Centenario del Padre Suárez, en la ciudad de Coimbra, págs.11-31
Suárez y el sentido cristiano del poder político. (Discurso de ~, leído el 28 de marzo de 1967. Contestación de L. Legaz Lacambra).
Bibliografía
Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, La educación en la España del siglo XX. Primer centenario de la creación del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, Madrid, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 2001
M. de Puelles Benítez, Educación e ideología en la España contemporánea, Madrid, Labor, 1980
J. L. Rubio Mayoral, “Modelos docentes para el nuevo régimen. Estudio normativo desde la política de la Universidad española (1943-1970)”, en Cuestiones Pedagógicas, 22, (2012-2013), págs. 203-230
M. Redero San Román, “Origen y desarrollo de la Universidad franquista”, en Studia Zamorensia, nº 6 (2002), págs. 337-352
Ministerio de Educación y Ciencia, Historia de la educación en España. Textos y documentos. V Nacional-Catolicismo y Educación en la España de Postguerra, vol. I, est. prelim. y selecc. de A. Mayordomo Pérez, Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, 1990
A. Capitán Díaz, Historia de la Educación en España. II. Pedagogía Contemporánea, Madrid, Dykinson, 1994, págs. 698-725
M. Lora Tamayo, “Ibáñez Martín y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas” en Arbor, t. LXXV, n.º 289 (1970)
R. de Balbín Lucas, “Ibáñez Martín y la investigación humanista” en Arbor, nº 75-280 (1970), págs. 13-16
R. Esteruelas Rolando, “Ibáñez Martín en el ámbito de las ciencias biológicas” en Arbor, nº 75-289 (1970), págs. 17-20
J. Camón Aznar, “Perfil humano y académico de don José Ibáñez Martín” en Arbor, t. LXXV, n.º 289 (1970), L. Pericot, “Mis recuerdos de don José Ibáñez Martín” en Arbor, t. LXXV, n.º 289 (1970), págs. 31-36
A. Romaña, “Ibáñez Martín y la ciencia española” en Arbor, t. LXXV, n.º 289 (1970)
L. Ortiz Muñoz, “Labor legislativa de Ibáñez Martín”, en Arbor, t. LXXV, n.º 289 (1970)
M. de Puelles Benítez, Educación e ideología en la España contemporánea, Madrid, Labor, 1980, págs. 374-386
Ministerio de Educación y Ciencia, Historia de la educación en España. Textos y documentos. V Nacional-Catolicismo y Educación en la España de Postguerra, vol. I, est. prelim. y selec. de A. Mayordomo Pérez, Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, 1990
A. Capitán Díaz, Historia de la Educación en España. II. Pedagogía Contemporánea, Madrid, Dykinson, 1994, págs. 698-725
J. A. Ibáñez-Martín (coord.), José Ibáñez-Martín. En el centenario de su muerte, Zaragoza, Institución Fernando el Católico (CSIC), 1998
A. Capitán Díaz, Educación en la España Contemporánea, Barcelona, Ariel, 2000, págs. 253-263
Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, La educación en la España del siglo XX. Primer centenario de la creación del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, Madrid, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 2001
Cien años de Educación en España. En torno a la creación del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, Madrid, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 2001
A. Capitán Díaz, Breve historia de la educación en España, Madrid, Alianza, 2002, págs. 353-362.












No hay comentarios:
Publicar un comentario