—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

lunes, 18 de febrero de 2013

205.-Platón El banquete o del amor I a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; 

Scherezada Jacqueline Alvear Godoy

Apolodoro y un amigo de Apolodoro.
Sócrates – Agatón – Fedro – Pausanias – Eriximaco.
Aristófanes – Alcibíades



Apolodoro

Me considero bastante preparado para referiros lo que me pedís, porque ahora recientemente, según iba yo de mi casa de Faléreo{1} a la ciudad, un conocido mío, que venia detrás de mí, me avistó, y llamándome de lejos: –¡Hombre de Faléreo! gritó en tono de confianza; ¡Apolodoro!, ¿no puedes acortar el paso?– Yo me detuve, y le aguardé. –Me dijo: justamente andaba en tu busca, porque quería preguntarte lo ocurrido en casa de Agaton el día que Sócrates, Alcibíades y otros muchos comieron allí. Dícese que toda la conversación rodó sobre el amor. Yo supe algo por uno, a quien Fénix, hijo de Filipo, refirió una parte de los discursos que se pronunciaron, pero no pudo decirme el pormenor de la conversación, y sólo me dijo que tú lo sabias. Cuéntamelo, pues, tanto más [298] cuanto es un deber en ti dar a conocer lo que dijo tu amigo. Pero, ante todo, dime: ¿estuviste presente a esa conversación? –No es exacto, y ese hombre no te ha dicho la verdad, le respondí; puesto que citas esa conversación como si fuera reciente, y como si hubiera podido yo estar presente. –Yo así lo creía. –¿Cómo, le dije, Glaucon; no sabes que ha muchos años que Agaton no pone los pies en Atenas? Respecto a mí aún no hace tres años que trato a Sócrates, y que me propongo estudiar asiduamente todas sus palabras y todas sus acciones. Antes andaba vacilante por uno y otro lado, y creyendo llevar una vida racional, era el más desgraciado de los hombres. Me imaginaba, como tú ahora, que en cualquier cosa debía uno ocuparse con preferencia a la filosofía. –Vamos, no te burles, y dime cuándo tuvo lugar esa conversación. –Éramos muy jóvenes tú y yo; fue cuando Agaton consiguió el premio con su primera tragedia, al día siguiente en que sacrificó a los dioses en honor de su triunfo, rodeado de sus coristas. –Larga es la fecha, a mi ver; ¿pero quién te ha dicho lo que sabes? ¿es Sócrates? –No, ¡por Júpiter!, le dije; me lo ha dicho el mismo que se lo refirió a Fénix, que es un cierto Aristodemo, del pueblo de Cidatenes; un hombre pequeño, que siempre anda descalzo. Este se halló presente, y si no me engaño, era entonces uno de los más apasionados de Sócrates. Algunas veces pregunté a este sobre las particularidades que me había referido Aristodemo, y vi que concordaban. –¿Por qué tardas tanto, me dijo Glaucon, en referirme la conversación? ¿En qué cosa mejor podemos emplear el tiempo que nos resta para llegar a Atenas? –Yo convine en ello, y continuando nuestra marcha, entramos en materia. Como te dije antes, estoy preparado, y sólo falta que me escuches. Además del provecho que encuentro en hablar u oír hablar de filosofía, nada hay en el mundo que me cause tanto placer; mientras que, [299] por el contrario, me muero de fastidio cuando os oigo a vosotros, hombres ricos y negociantes, hablar de vuestros intereses. Lloro vuestra obcecación y la de vuestros amigos; creéis hacer maravillas, y no hacéis nada bueno. Quizá también por vuestra parte os compadeciereis de mí, y me parece que tenéis razón; pero no es una mera creencia mía, sino que tengo la seguridad de que sois dignos de compasión.

El amigo de Apolodoro

Tú siempre el mismo, Apolodoro; hablando mal siempre de ti y de los demás, y persuadido de que todos los hombres, excepto Sócrates, son unos miserables, principiando por ti. No sé por qué te han dado el nombre de Furioso; pero sé bien que algo de esto se advierte en tus discursos. Siempre se te encuentra desabrido contigo mismo y con todos, excepto con Sócrates.

Apolodoro

¿Te parece, querido mío, que es preciso ser un furioso y un insensato, para hablar así de mí mismo y de todos los demás?

El amigo de Apolodoro

Déjate de disputas, Apolodoro. Acuérdate ahora de tu promesa, y refiéreme los discursos que pronunciaron en casa de Agaton.

Apolodoro

He aquí lo ocurrido poco más o menos; o mejor es que tomemos la historia desde el principio, como Aristodemo me la refirió.

Encontré a Sócrates, me dijo, que salía del baño y se había calzado las sandalias contra su costumbre. Le pregunté a dónde iba tan apuesto.

—Voy a comer a casa de Agaton, me respondió. Rehusé asistir a la fiesta que daba ayer para celebrar su victoria, por no acomodarme una excesiva concurrencia; pero di mi palabra para hoy, y he aquí por qué me encuentras [300] tan en punto. Me he embellecido para ir a la casa de tan bello joven. Pero, Aristodemo, ¡no te dará la humorada de venir conmigo, aunque no hayas sido convidado?

—Como quieras, le dije.

—Sígueme, pues, y cambiemos el proverbio, probando que un hombre de bien puede ir a comer a casa de otro hombre de bien sin ser convidado. Con gusto acusaría a Homero, no sólo de haber cambiado este proverbio, sino de haberse burlado de el{2}, cuando después de representar a Agamemnon como un gran guerrero, y a Menelao como un combatiente muy débil; hace concurrir a Menelao al festín de Agamemnon, sin ser convidado; es decir, presenta un inferior asistiendo a la mesa de un hombre, que está muy por cima de él.

—Tengo temor, dije a Sócrates, de no ser tal como tú querrías, sino más bien según Homero; es decir, una medianía que se sienta a la mesa de un sabio sin ser convidado. Por lo demás, tú eres el que me guías y a ti te toca salir a mi defensa, porque yo no confesaré que concurro allí sin que se me haya invitado, y diré que tú eres el que me convidas.

—Somos dos{3}, respondió Sócrates, y ya a uno ya a otro no nos faltará qué decir. Marchemos.

Nos dirigirnos a la casa de Agaton durante esta plática, pero antes de llegar, Sócrates se quedó atrás entregado a sus propios pensamientos. Me detuve para esperar, pero me dijo que siguiera adelante. Cuando llegué a la casa de Agaton, encontré la puerta abierta, y me sucedió una aventura singular. Un esclavo de Agaton me condujo en el acto a la sala donde tenía lugar la reunión, estando ya todos sentados a la mesa y esperando sólo que se les sirviera. Agaton, en el momento que me vio, exclamó: [301]

—¡Oh, Aristodemo!, seas bienvenido si vienes a comer con nosotros. Si vienes a otra cosa, ya hablaremos otro día. Ayer te busqué para suplicarte que fueras uno de mis convidados, pero no pude encontrarte. ¿Y por qué no has traído a Sócrates?

Miré para atrás y vi que Sócrates no me seguía, y entonces dije a Agaton que yo mismo había venido con Sócrates, como que él era el que me había convidado.

—Has hecho bien, replicó Agaton; ¿pero dónde está Sócrates?

—Me seguía y no sé qué ha podido suceder.

—Esclavo, dijo Agaton, llégate a ver dónde está Sócrates y condúcele aquí. Y tú, Aristodemo, siéntate al lado de Eriximaco. Esclavo, lavadle los pies para que pueda ocupar su puesto.

En este estado vino un esclavo a anunciar que había encontrado a Sócrates de pié en el umbral de la casa próxima, y que habiéndole invitado, no había querido venir.

—¡Vaya una cosa singular!, dijo Agaton. Vuelve y no le dejes hasta que haya entrado.

—No, dije yo entonces, dejadle.

—Si a tí te parece así, dijo Agaton, en buena hora. Ahora, vosotros, esclavos, servidnos. Traed lo que queráis, como si no tuvierais que recibir órdenes de nadie, porque ese es un cuidado que jamás he querido tomarme. Miradnos lo mismo a mí que a mis amigos como si fuéramos huéspedes convidados por vosotros mismos. Portaos lo mejor posible, que en ello va vuestro crédito.

Comenzamos a comer, y Sócrates no parecía. A cada instante Agaton quería que se le fuese a buscar, pero yo lo impedí constantemente. En fin, Sócrates entró después de habernos hecho esperar algún tiempo, según su costumbre, cuando estábamos ya a media comida. Agaton, que estaba solo sobre una cama al extremo de la mesa, le invitó a que se sentara junto a él. [302]

—Ven, Sócrates, le dijo, permite que esté lo más próximo a ti, para ver si puedo ser partícipe de los magníficos pensamientos que acabas de descubrir; porque tengo una plena certeza de que has descubierto lo que buscabas, pues de otra manera no hubieras dejado el dintel de la puerta.

Cuando Sócrates se sentó, dijo:

—¡Ojalá, Agaton, que la sabiduría fuese una cosa que pudiese pasar de un espíritu a otro, cuando dos hombres están en contacto, como corre el agua, por medio de una mecha de lana, de una copa llena a una copa vacía! Si el pensamiento fuese de esta naturaleza, sería yo el que me consideraría dichoso estando cerca de ti, y me vería, a mi parecer, henchido de esa buena y abundante sabiduría que tú posees; porque la mía es una cosa mediana y equívoca; o, por mejor decir, es un sueño. La tuya, por el contrario, es una sabiduría magnífica y rica en bellas esperanzas como lo atestigua el vivo resplandor que arroja ya en tu juventud, y los aplausos que más de treinta mil griegos acaban de prodigarte.

—Eres muy burlón, replicó Agaton, pero ya examinaremos cuál es mejor, si la sabiduría tuya o la mía; y Baco será nuestro juez. Ahora de lo que se trata es de comer.

Sócrates se sentó, y cuando él y los demás convidados acabaron de comer, se hicieron libaciones, se cantó un himno en honor del dios, y después de todas las demás ceremonias acostumbradas, se habló de beber. Pausanias tomó entonces la palabra:

—Veamos, dijo, cómo podremos beber, sin que nos cause mal. En cuanto a mí, declaro que me siento aún incomodado de resultas de la francachela de ayer, y tengo necesidad de respirar un tanto, y creo que la mayor parte de vosotros está en el mismo caso; porque ayer erais todos de los nuestros. Prevengámonos, pues, para beber con moderación. [303]

—Pausanias, dijo Aristófanes, me das mucho gusto en querer que se beba con moderación, porque yo fui uno de los que se contuvieron menos la noche última.

—¡Cuánto celebro que estéis de ese humor!, dijo Eriximaco, hijo de Acumenes; pero falta por consultar el parecer de uno. ¿Cómo te encuentras, Agaton?

—Lo mismo que vosotros, respondió.

—Tanto mejor para nosotros, replicó Eriximaco, para mí, para Aristodemo, para Fedro y para los demás, si vosotros, que sois los valientes, os dais por vencidos, porque nosotros somos siempre ruines bebedores. No hablo de Sócrates, que bebe siempre lo que le parece, y no le importa nada la resolución que se toma. Así, pues, ya que no veo a nadie aquí con deseos de excederse en la bebida, seré menos importuno, si os digo unas cuantas verdades sobre la embriaguez. Mi experiencia de médico me ha probado perfectamente, que el exceso en el vino es funesto al hombre. Evitaré siempre este exceso, en cuanto pueda, y jamás lo aconsejaré a los demás; sobre todo, cuando su cabeza se encuentre resentida a causa de una orgía de la víspera.

—Sabes, le dijo Fedro de Mirrinos, interrumpiéndole, que sigo con gusto tu opinión, sobre todo, cuando hablas de medicina; pero ya ves que hoy todos se presentan muy racionales.

No hubo más que una voz; se resolvió de común acuerdo beber por placer y no llevarlo hasta la embriaguez.

—Puesto que hemos convenido, dijo Eriximaco, que nadie se exceda, y que cada uno beba lo que le parezca, soy de opinión que se despache desde luego la tocadora de flauta. Que vaya a tocar para sí, y si lo prefiere, para las mujeres allá en el interior. En cuanto a nosotros, si me creéis, entablaremos alguna conversación general, y hasta os propondré el asunto si os parece. [304]

Todos aplaudieron el pensamiento, y le invitaron a que entrara en materia.

Eriximaco repuso entonces: comenzaré por este verso de la Melanipa de Eurípides: este discurso no es mío sino de Fedro. Porque Fedro me dijo continuamente, con una especie de indignación: ¡Oh Eriximaco!, ¿no es cosa extraña, que de tantos poetas que han hecho himnos y cánticos en honor de la mayor parte de los dioses, ninguno haya hecho el elogio del Amor, que sin embargo es un gran dios? Mira lo que hacen los sofistas que son entendidos; componen todos los días grandes discursos en prosa en alabanza de Hércules y los demás semidioses; testigo el famoso Prodico, y esto no es sorprendente. He visto un libro, que tenía por título el elogio de la sal, donde el sabio autor exageraba las maravillosas cualidades de la sal y los grandes servicios que presta al hombre. En una palabra, apenas encontrarás cosa que no haya tenido su panegírico. ¿En qué consiste que en medio de este furor de alabanzas universales, nadie hasta ahora ha emprendido el celebrar dignamente al Amor, y que se haya olvidado dios tan grande como este? Yo, continuó Eriximaco, apruebo la indignación de Fedro. Quiero pagar mi tributo al Amor, y hacérmele favorable. Me parece, al mismo tiempo, que cuadraría muy bien a una sociedad como la nuestra honrar a este dios. Si esto os place, no hay que buscar otro asunto para la conversación. Cada uno improvisará lo mejor que pueda un discurso en alabanza del Amor. Correrá la voz de izquierda a derecha. De esta manera Fedro hablará primero, ya porque le toca, y ya porque es el autor de la proposición, que os he formulado.

—No dudo, Eriximaco, dijo Sócrates, que tu dictamen será unánimemente aprobado. Por lo menos, no seré yo el que le combata, yo que hago profesión de no conocer otra cosa que el Amor. Tampoco lo harán Agaton, ni Pausanias, ni seguramente Aristófanes, a pesar de estar [305] consagrado por entero a Baco y a Venus. Igualmente puedo responder de todos los demás que se hallan presentes, aunque, a decir verdad, no sea partido igual para los últimos, que nos hemos sentado. En todo caso, si los que nos preceden, cumplen con su deber y agotan la materia, a nosotros nos bastará prestar nuestra aprobación. Que Fedro comience bajo los más felices auspicios y que rinda alabanzas al Amor.

La opinión de Sócrates fue unánimemente adoptada. Daros en este momento cuenta, palabra por palabra, de los discursos, que se pronunciaron, es cosa que no podéis esperar de mí; pues no habiéndome Aristodemo, de quien los he tomado, referido tan perfectamente, ni retenido yo, algunas cosas de la historia que me contó, sólo os podré decir lo más esencial. He aquí poco más o menos el discurso de Fedro, según me lo refirió.

—«El Amor es un gran dios, muy digno de ser honrado por los dioses y por los hombres por mil razones, sobre todo, por su ancianidad; porque es el más anciano de los dioses. La prueba es que no tiene padre ni madre; ningún poeta ni prosador se le ha atribuido. según Hesiodo{4}, el caos existió al principio, y enseguida apareció la tierra con su vasto seno, base eterna e inquebrantable de todas las cosas, y el Amor. Hesiodo, por consiguiente, hace que al caos sucedan la Tierra y el Amor. Parménides habla así de su origen: el Amor es el primer dios que fue concebido{5}. Acusilao{6} ha, seguido la opinión de Hesiodo. Así, pues, están de acuerdo en que el Amor es el más antiguo de los dioses todos. también es de todos ellos el que hace más bien a los [306] hombres; porque no conozco mayor ventaja para un joven, que tener un amante virtuoso; ni para un amante, que el amar un objeto virtuoso. Nacimiento, honores, riqueza, nada puede como el Amor inspirar al hombre lo que necesita para vivir honradamente; quiero decir, la vergüenza del mal y la emulación del bien. Sin estas dos cosas es imposible que un particular ó un Estado haga nunca nada bello ni grande. Me atrevo a decir que si un hombre, que ama, hubiese cometido una mala acción o sufrido un ultraje sin rechazarlo, más vergüenza le causaría presentarse ante la persona que ama, que ante su padre, su pariente, o ante cualquiera otro. Vemos que lo mismo sucede con el que es amado, porque nunca se presenta tan confundido como cuando su amante le coge en alguna falta. De manera que si, por una especie de encantamiento, un Estado o un ejército pudieran componerse de amantes y de amados, no habría pueblo que llevase más allá el horror al vicio y la emulación por la virtud. Hombres unidos de este modo, aunque en corto número, podrían en cierta manera vencer al mundo entero; porque, si hay alguno de quien un amante no querría ser visto en el acto de desertar de las filas o arrojar las armas, es la persona que ama; y preferiría morir mil veces antes que abandonar a la persona amada viéndola en peligro y sin prestarla socorro; porque no hay hombre tan cobarde a quien el Amor no inspire el mayor valor y no le haga semejante a un héroe. Lo que dice Homero{7} de que inspiran los dioses audacia a ciertos guerreros, puede decirse con más razón del Amor que de ninguno de los demás dioses. Sólo los amantes saben morir el uno por el otro. Y no sólo hombres sino las mismas mujeres han dado su vida por salvar a los que amaban. La Grecia ha visto un brillante ejemplo en Alceste, hija de [307] Pelias: sólo ella quiso morir por su esposo, aunque éste tenía padre y madre. El amor del amante sobrepujó tanto a la amistad por sus padres, que los declaró, por decirlo así, personas extrañas respecto de su hijo, y como si fuesen parientes sólo en el nombre. Y aun cuando se han llevado a cabo en el mundo muchas acciones magníficas, es muy reducido el número de las que han rescatado de los infiernos a los que habían entrado; pero la de Alceste ha parecido tan bella a los ojos de los hombres y de los dioses, que, encantados éstos de su valor, la volvieron a la vida. ¡Tan cierto es que un Amor noble y generoso se hace estimar de los dioses mismos!

»No trataron así a Orfeo, hijo de Eagro, sino que le arrojaron de los infiernos, sin concederle lo que pedía. En lugar de volverle su mujer, que andaba buscando, le presentaron un fantasma, una sombra de ella, porque como buen músico le faltó el valor. Lejos de imitar a Alceste y de morir por la persona que amaba, se ingenió para bajar vivo a los infiernos. Así es que, indignados los dioses, castigaron su cobardía haciéndole morir a manos de mujeres. Por el contrario, han honrado a Aquiles, hijo de Tetis, y le recompensaron, colocándole en las islas de los bienaventurados, porque habiéndole predicho su madre que si mataba a Héctor moriría en el acto, y que si no le combatía volvería a la casa paterna, donde moriría después de una larga vejez, Aquiles no dudó, y prefiriendo la venganza de Patroclo a su propia vida, quiso, no sólo morir por su amigo, sino también morir sobre su cadáver{8}. Por esta razón los dioses le han honrado más que a todos los hombres, mereciendo su admiración por el sacrificio que hizo en obsequio de la persona que le amaba. Esquiles se burla de nosotros, cuando dice que el amado era Patroclo. Aquiles era más hermoso, no sólo [308] que Patroclo, sino que todos los demás héroes. No tenía aún pelo de barba y era mucho más joven, como dice Homero{9}. Verdaderamente si los dioses aprueban lo que se hace por la persona que se ama, ellos estiman, admiran y recompensan mucho más lo que se hace por la persona por quien es uno amado. En efecto, el que ama tiene un no sé qué de más divino que el que es amado, porque en su alma existe un dios; y de aquí procede el haber sido tratado mejor Aquiles que Alceste, después de su muerte en las islas de los afortunados. Concluyo, pues, que de todos los dioses el Amor es el más antiguo, el más augusto, y el más capaz de hacer al hombre feliz y virtuoso durante su vida y después de su muerte.»

Así concluyó Fedro. Aristodemo pasó en silencio algunos otros, cuyos discursos había olvidado, y se fijó en Pausanias, que habló de esta manera:

—«Yo no apruebo, ¡oh Fedro!, la proposición de alabar el Amor tal como se ha hecho. Esto sería bueno, si no hubiese más Amor que uno, pero como no es así, hubiera sido mejor decir antes cuál es el que debe alabarse. Es lo que me propongo hacer ver. Por lo pronto diré cuál es el Amor, que merece ser alabado; y después lo alabaré lo más dignamente que me sea posible. Es indudable que no se concibe a Venus sin el Amor, y si no hubiese más que una Venus, no habría más que un Amor; pero como hay dos Venus, necesariamente hay dos Amores. ¿Quién duda de que hay dos Venus? La una de más edad, hija del cielo, que no tiene madre, a la que llamaremos la Venus celeste; la otra más joven, hija de Júpiter y de Dione, a la que llamaremos la Venus popular. Se sigue de aquí que de los dos Amores, que son los ministros de estas dos Venus, es preciso llamar al uno celeste y al otro popular. Todos los dioses sin duda son dignos de ser honrados, [309] pero distingamos bien las funciones de estos dos Amores.

»Toda acción en sí misma no es bella ni fea; lo que hacemos aquí, beber, comer, discurrir, nada de esto es bello en sí, pero puede convertirse en tal, mediante la manera como se hace. Es bello, si se hace conforme a las reglas de la honestidad; y feo, si se hace contra estas reglas. Lo mismo sucede con el amor. Todo amor, en general, no es bello ni laudable, si no es honesto. El Amor de la Venus popular es popular también, y sólo inspira acciones bajas; es el amor que reina entre el común de las gentes, que aman sin elección, lo mismo las mujeres que los jóvenes, dando preferencia al cuerpo sobre el alma. Cuanto más irracional es, tanto más os persiguen porque sólo aspiran al goce, y con tal que lleguen a conseguirlo, les importa muy poco por qué medios. De aquí procede que sienten afección por todo lo que se presenta, bueno o malo, porque su amor no es el de la Venus más joven, nacida de varón y de hembra. Pero no habiendo nacido la Venus celeste de hembra, sino tan sólo de varón, el amor que la acompaña sólo busca los jóvenes. Ligado a una diosa de más edad, y que, por consiguiente, no tiene la sensualidad fogosa de la juventud, los inspirados por este Amor sólo gustan del sexo masculino, naturalmente más fuerte y más inteligente. He aquí las señales, mediante las que pueden conocerse los verdaderos servidores de este Amor; no buscan los demasiado jóvenes, sino aquellos cuya inteligencia comienza a desenvolverse, es decir, que ya les apunta el bozo. Pero su objeto no es, en mi opinión, sacar provecho de la imprudencia de un amigo demasiado joven, y seducirle para abandonarle después, y, cantando victoria, dirigirse a otro; sino que se unen sí ellos en relación con el propósito de no separarse y pasar toda su vida con la persona que aman. Sería verdaderamente de desear que hubiese una ley que prohibiera amar a los demasiado jóvenes, para, [310] no gastar el tiempo en una cosa tan incierta; porque, ¿quién sabe lo que resultará un día de tan tierna juventud; qué giro tomarán el cuerpo y el espíritu, y hacia qué punto se dirigirán, si hacia el vicio o si hacia la virtud? Los sabios ya se imponen ellos mismos una ley tan justa; pero sería conveniente hacerla observar rigurosamente por los amantes populares de que hablamos, y prohibirles esta clase de compromisos, como se les impide, en cuanto es posible, amar las mujeres de condición libre. Estos son los que han deshonrado el amor hasta tal punto, que han hecho decir que era vergonzoso conceder sus favores a un amante. Su amor intempestivo e injusto por la juventud demasiado tierna es lo único que ha dado lugar a semejante opinión, siendo así que nada de lo que se hace según principios de sabiduría y de honestidad puede ser reprendido justamente.

»No es difícil comprender las leyes que arreglan el amor en otros países, porque son precisas y sencillas. Sólo las costumbres de Atenas y de Lacedemonia necesitan explicación. En la Elides, por ejemplo, y en la Beocia, donde se cultiva poco el arte de la palabra, se dice sencillamente que es bueno conceder sus amores a quien nos ama, y nadie encuentra malo esto, sea joven o viejo. Es preciso creer que en estos países está autorizado así el amor para allanar las dificultades y para hacerse amar sin necesidad de recurrir a los artificios del lenguaje, que desconoce aquella gente. Pero en la Jonia y en todos los países sometidos a la dominación de los bárbaros se tiene este comercio por infame; se proscriben igualmente allí la filosofía y la gimnasia, y es porque los tiranos no gustan ver que entre sus súbditos se formen grandes corazones o amistades y relaciones vigorosas, que es lo que el amor sabe crear muy bien. Los tiranos de Atenas hicieron en otro tiempo la experiencia. La pasión de Aristogiton y la fidelidad de Harmodio trastornaron su dominación. Es claro que en estos [311] Estados, donde es vergonzoso conceder sus amores a quien nos ama, esta severidad nace de la iniquidad de los que la han establecido, de la tiranía de los gobernantes y de la cobardía de los gobernados; y que en los países, donde simplemente se dice que es bueno conceder sus favores a quien nos ama, esta indulgencia es una prueba de grosería. Todo esto está más sabiamente ordenado entre nosotros. Pero, como ya dije, no es fácil comprender nuestros principios en este concepto. Por una parte, se dice que es mejor aunar a la vista de todo el mundo que amar en decreto, y que es preciso amar con preferencia los más generosos y más virtuosos, aunque sean menos bellos que los demás. Es sorprendente cómo se interesa todo el mundo por el triunfo del hombre que ama; se le anima, lo cual no se haría si el amar no se tuviese por cosa buena; se le aprecia cuando ha triunfado su amor, y se le desprecia cuando no ha triunfado. La costumbre permite al amante emplear medios maravillosos para llegar a su objeto, y no hay ni uno solo de estos medios que no le haga perder la estimación de los sabios, si se sirve de él para otra cosa que no sea para hacerse amar. Porque si un hombre con el objeto de enriquecerse o de obtener un empleo o de crearse cualquiera otra posición de este género, se atreviera a tener por alguno la menor de las complacencias que tiene un amante para con la persona que ama; si emplease las súplicas, si se valiese de las lágrimas y los ruegos, si hiciese juramento, si durmiese en el umbral de su puerta, si se rebajase a bajezas que un esclavo se avergonzaría de practicar, ninguno de sus enemigos o de sus amigos dejaría de impedir que se envileciera hasta este punto. Los unos le echarían en cara que se conducía como un adulador y como un esclavo; otros se ruborizarían y se esforzarían por corregirlo. Sin embargo, todo esto sienta maravillosamente a un hombre que ama; no sólo se admiten estas bajezas sin [312] tenerlas por deshonrosas, sino que se mira como un hombre que cumple muy bien con su deber; y lo más extraño es que se quiere que los amantes sean los únicos perjuros que los dioses dejen de castigar, porque se dice que los juramentos no obligan en asuntos de amor. Tan cierto es que en nuestras costumbres los hombres y los dioses todo se lo permiten a un amante. No hay en esta materia nadie que no esté persuadido de que es muy laudable en esta ciudad amar y recíprocamente hacer lo mismo con los que nos aman. Por otra parte, si se considera con qué cuidado un padre pone un pedagogo cerca de sus hijos para que los vigile, y que el principal deber de este es impedir que hablen a los que los aman; que sus camaradas mismos, si les ven sostener tales relaciones, los hostigan y molestan con burlas; que los de más edad no se oponen a tales burlas, ni reprenden a los que las usan; al ver este cuadro, ¿no se creerá que estamos en un país donde es una vergüenza el mantener semejantes relaciones? He aquí por qué es preciso explicar esta contradicción. El Amor, como dije al principio, no es de suyo ni bello ni feo. Es bello, si se observan las reglas de la honestidad; y es feo, si no se tienen en cuenta estas reglas. Es inhonesto conceder sus favores a un hombre vicioso o por malos motivos. Es honesto, si se conceden por motivos justos a un hombre virtuoso. Llamo hombre vicioso al amante popular que ama el cuerpo más bien que el alma; porque su amor no puede tener duración, puesto que ama una cosa que no dura. Tan pronto como la flor de la belleza de lo que amaba ha pasado, vuela a otra parte, sin acordarse ni de sus palabras ni de sus promesas. Pero el amante de un alma bella permanece fiel toda la vida, porque lo que ama es durable. Así, pues, la costumbre entre nosotros quiere que uno se mire bien antes de comprometerse; que se entregue a los unos y huya de los otros; ella anima a ligarse a aquellos y huir de estos, porque discierne y [313] juzga de qué especie es así el que ama como el que es amado. Por esto se mira como vergonzoso el entregarse ligeramente, y se exige la prueba del tiempo, que es el que hace conocer mejor todas las cosas. Y también es vergonzoso entregarse a un hombre poderoso y rico, ya se sucumba por temor, ya por debilidad; o que se deje alucinar por el dinero o la esperanza de optar a empleos; porque además de que estas razones no pueden engendrar nunca una amistad generosa, descansa por otra parte sobre fundamentos poco sólidos y durables. Sólo resta un motivo por el que en nuestras costumbres se puede decentemente favorecer a un amante; porque así como la servidumbre voluntaria de un amante para con el objeto de su amor no se tiene por adulación, ni puede echársele en cara tal cosa; en igual forma hay otra especie de servidumbre voluntaria, que no puede nunca ser reprendida y es aquella en la que el hombre se compromete en vista de la virtud. Hay entre nosotros la creencia de que si un hombre se somete a servir a otro con la esperanza de perfeccionarse mediante él en una ciencia o en cualquiera virtud particular, esta servidumbre voluntaria no es vergonzosa y no se llama adulación. Es preciso tratar al amor como a la filosofía y a la virtud, y que sus leyes tiendan al mismo fin, si se quiere que sea honesto favorecer a aquel que nos ama; porque si el amante y el amado se aman mutuamente bajo estas condiciones, a saber: que el amante, en reconocimiento de los favores del que ama, esté dispuesto a hacerle todos los servicios que la equidad le permita; y que el amado a su vez, en recompensa del cuidado que su amante hubiere tomado para hacerle sabio y virtuoso, tenga con el todas las consideraciones debidas; si el amante es verdaderamente capaz de dar ciencia y virtud a la persona que ama, y la persona amada tiene un verdadero deseo de adquirir instrucción y sabiduría; si todas estas condiciones se verifican, [314] entonces únicamente es decoroso conceder sus favores al que nos ama. El amor no puede permitirse por ninguna otra razón, y entonces no es vergonzoso verse engañado. En cualquier otro caso es vergonzoso, véase o no engañado; porque si con una esperanza de utilidad o de ganancia se entrega uno a un amante, que se creía rico, que después resulta pobre, y que no puede cumplir su palabra, no es menos indigno, porque es ponerse en evidencia y demostrar que mediando el interés se arroja a todo, y esto no tiene nada de bello. Por el contrario, si después de haber favorecido a un amante, que se le creía hombre de bien, y con la esperanza de hacerle uno mejor por medio de su amistad, llega a resultar que este amante no es tal hombre de bien y que carece de virtudes, no es deshonroso verse uno en este caso engañado; porque ha mostrado el fondo de su corazón; y ha puesto en evidencia que por la virtud y con la esperanza de llegar a una mayor perfección, es uno capaz de emprenderlo todo, y nada más glorioso que este pensamiento. Es bello amar cuando la causa es la virtud. Este amor es el de la Venus celeste; es celeste por sí mismo; es inútil a los particulares y a los Estados, y digno para todos de ser objeto de principal estudio, puesto que obliga al amante y al amado a vigilarse a sí mismos y a esforzarse en hacerse mutuamente virtuosos. Todos los demás amores pertenecen a la Venus popular. He aquí, Fedro, todo lo que yo puedo decirte de improviso sobre el Amor.»

Habiendo hecho Pausanias aquí una pausa, (y he aquí un juego de palabras{10}, que vuestros sofistas enseñan), correspondía a Aristófanes hablar, pero no pudo verificarlo por un hipo que le sobrevino, no sé si por haber comido demasiado, o por otra razón. Entonces se dirigió al médico Eriximaco que estaba sentado junto a él y le [315] dijo: es preciso Eriximaco, que o me libres de este hipo o hables en mi lugar hasta que haya cesado.

—Haré lo uno y lo otro, respondió Eriximaco, porque voy a hablar en tu lugar, y tú hablarás en el mío, cuando tu incomodidad haya pasado. Pasará bien pronto, si mientras yo hable, retienes la respiración por algún tiempo, y si no pasa, tendrás que hacer gárgaras con agua. Si el hipo es demasiado violento, coge cualquiera cosa, y hazte cosquillas en la nariz; a esto se seguirá el estornudo; y si lo repites una o dos veces, el hipo cesará infaliblemente, por violento que sea.

—Comienza luego, dijo Aristófanes.

—Voy a hacerlo, dijo Eriximaco, y se explicó de esta manera:

«Pausanias ha empezado muy bien su discurso, pero pareciéndome que a su final no lo ha desenvuelto suficientemente, creo que estoy en el caso de completarlo. Apruebo la distinción que ha hecho de los dos amores, pero creo haber descubierto por mi arte, la medicina, que el amor no reside sólo en el alma de los hombres, donde tiene por objeto la belleza, sino que hay otros objetos y otras mil cosas en que se encuentra; en los cuerpos de todos los animales, en las producciones de la tierra; en una palabra, en todos los seres; y que la grandeza y las maravillas del dios brillan por entero, lo mismo en las cosas divinas que en las cosas humanas. Tomaré mi primer ejemplo de la medicina, en honor a mi arte.

»La naturaleza corporal contiene los dos amores; porque las partes del cuerpo que están sanas y las que están enfermas constituyen necesariamente cosas desemejantes, y lo desemejante ama lo desemejante. El amor, que reside en un cuerpo sano, es distinto del que reside en un cuerpo enfermo, y la máxima, que Pausanias acaba de sentar: que es cosa bella conceder sus favores a un amigo virtuoso, y cosa fea entregarse al que está animado de una pasión [316] desordenada, es una máxima aplicable al cuerpo. también es bello y necesario ceder a lo que hay de bueno y de sano en cada temperamento, y en esto consiste la medicina; por el contrario, es vergonzoso complacer a lo que hay de depravado y de enfermo, y es preciso combatirlo, si ha de ser uno un médico hábil. Porque, para decirlo en pocas palabras, la medicina es la ciencia del amor corporal con relación a la repleción y evacuación; el médico, que sabe discernir mejor en este punto el amor arreglado del vicioso, debe ser tenido por más hábil; y el que dispone de tal manera de las inclinaciones del cuerpo, que puede mudarlas según sea necesario, introducir el amor donde no existe y hace falta, y quitarlo del punto donde es perjudicial, un médico de esta clase es un excelente práctico; porque es preciso que sepa crear la amistad entre los elementos más enemigos, e inspirarles un amor recíproco. Los elementos más enemigos son los más contrarios, como lo frío y lo caliente, lo seco y lo húmedo, lo amargo y lo dulce y otros de la misma especie. Por haber encontrado Esculapio, jefe de nuestra familia, el medio de introducir el amor y la concordia entre estos elementos contrarios, se le tiene por inventor de la medicina, como lo cantan los poetas y como yo mismo creo. Me atrevo a asegurar que el Amor preside a la medicina, lo mismo que a la gimnasia y a la agricultura. Sin necesidad de fijar mucho la atención, se advierte su presencia en la música, y quizá fue esto lo que Heráclito quiso decir, si bien no supo explicarlo. La unidad, dice, que se opone a sí misma, concuerda consigo misma; produce, por ejemplo, la armonía de un arco o de una lira. Es un absurdo decir que la armonía es una oposición, o que consiste en elementos opuestos, sino que lo que Heráclito al parecer entendía es que de elementos, al pronto opuestos, como lo grave y lo agudo, y puestos después de acuerdo, es de donde el arte musical saca la armonía. En [317] efecto, la armonía no es posible en tanto que lo grave y lo agudo permanecen en oposición; porque la armonía es una consonancia; la consonancia un acuerdo, y no puede haber acuerdo entre cosas opuestas, mientras permanecen opuestas; y así las cosas opuestas, que no concuerdan, no producen armonía. De esta manera también las sílabas largas y las breves, que son opuestas entre sí, componen el ritmo, cuando se las ha puesto de acuerdo. Y aquí es la música, como antes era la medicina, la que produce el acuerdo, estableciendo la concordia o el amor entre las contrarias. La música es la ciencia del amor con relación al ritmo y a la armonía. No es difícil reconocer la presencia del amor en la constitución misma del ritmo y de la armonía. Aquí no se encuentran dos amores, sino que, cuando se trata de poner el ritmo y la armonía en relación con los hombres, sea inventando, lo cual se llama composición música, sea sirviéndose de los aires y compases ya inventados, lo cual se llama educación, se necesitan entonces atención suma y un artista hábil. Aquí corresponde aplicar la máxima establecida antes: que es preciso complacer a los hombres moderados y a los que están en camino de serlo, y fomentar su amor, el amor legítimo y celeste, el de la musa Urania. Pero respecto al de Polimnia, que es el amor vulgar, no se le debe favorecer sino con gran reserva y de modo que el placer que procure no pueda conducir nunca al desorden. La misma circunspección es necesaria en nuestro arte para arreglar el uso de los placeres de la mesa, de modo que se goce de ellos moderadamente, sin perjudicar a la salud.

»Debemos, pues, distinguir cuidadosamente estos dos amores en la música, en la medicina y en todas las cosas divinas y humanas, puesto que no hay ninguna en que no se encuentren. también se hallan en las estaciones, que constituyen el año, porque siempre que los elementos, de que hablé antes, lo frío y lo caliente, lo húmedo y lo seco, [318] contraen los unos para con los otros un amor ordenado y componen una debida y templada armonía, el año es fértil y es favorable a los hombres, a las plantas y a todos los animales, sin perjudicarles en nada. Pero cuando el amor intemperante predomina en la constitución de las estaciones, casi todo lo destruye y arrasa; engendra la peste y toda clase de enfermedades que atacan a los animales y a las plantas; y las heladas, los hielos y las nieblas provienen de este amor desordenado de los elementos. La ciencia del amor, en el movimiento de los astros y de las estaciones del año, se llama astronomía. Además los sacrificios, el uso de la adivinación, es decir, todas las comunicaciones de los hombres con los dioses, sólo tienen por objeto entretener y satisfacer al amor, porque todas las impiedades nacen de que buscamos y honramos en nuestras acciones, no el mejor amor, sino el peor, faz a faz de los vivos, de los muertos y de los dioses. Lo propio de la adivinación es vigilar y cuidar de estos dos amores. La adivinación es la creadora de la amistad, que existe entre los dioses y los hombres, porque sabe todo lo que hay de santo o de impío, en las inclinaciones humanas. Por lo tanto, es cierto decir, en general, que el Amor es poderoso, y que su poder es universal; pero que cuando se consagra al bien y se ajusta a la justicia y a la templanza, tanto respecto de nosotros como respecto de los dioses, es cuando manifiesta todo su poder y nos procura una felicidad perfecta, estrechándonos a vivir en paz los unos con los otros, y facilitándonos la benevolencia de los dioses, cuya naturaleza se halla tan por cima de la nuestra. Omito quizá muchos cosas en este elogio del Amor, pero no es por falta de voluntad. A ti te toca, Aristófanes, suplir lo que yo haya omitido. Por lo tanto, si tienes el proyecto de honrar al dios de otra manera, hazlo y comienza, ya, que tu hipo ha cesado.» [319]

—Aristófanes respondió: ha cesado, en efecto, y sólo lo achaco al estornudo; y me admira que para restablecer el orden en la economía del cuerpo haya necesidad de un movimiento como este, acompañado de ruidos y agitaciones ridículas; porque realmente el estornudo ha hecho cesar el hipo sobre la marcha.

—Mira lo que haces, mi querido Aristófanes, dijo Eriximaco, estás a punto de hablar y parece que te burlas a mi costa; pues cuando podías discurrir en paz, me precisas a que te vigile, para ver si dices algo que se preste a la risa.

—Tienes razón Eriximaco, respondió Aristófanes sonriéndose. Haz cuenta que no he dicho nada, y no hay necesidad de que me vigiles, porque temo, no el hacer reír con mi discurso, de lo que se alegraría mi musa para la que sería un triunfo, sino el decir cosas ridículas.

—Después de lanzar la flecha, replicó Eriximaco, ¿crees que te puedes escapar? Fíjate bien en lo que vas a decir, Aristófanes, y habla como si tuvieras que dar cuenta de cada una de tus palabras. Quizá, si me parece del caso, te trataré con indulgencia.

—Sea lo que quiera, Eriximaco, me propongo tratar el asunto de una manera distinta que lo habéis hecho Pausanias y tú.

—«Figúraseme, que hasta ahora los hombres han ignorado enteramente el poder del Amor; porque si lo conociesen, le levantarían templos y altares magníficos, y le ofrecerían suntuosos sacrificios, y nada de esto se hace, aunque sería muy conveniente; porque entre todos los dioses él es el que derrama más beneficios sobre los hombres, como que es su protector y su médico, y los cura, de los males que impiden al género humano llegar a la cumbre de la felicidad. Voy a intentar daros a conocer el poder del Amor, y queda a vuestro cargo enseñar a los demás lo que aprendáis de mí. Pero es preciso comenzar por [320] decir cuál es la naturaleza del hombre, y las modificaciones que ha sufrido.

»En otro tiempo la naturaleza humana era muy diferente de lo que es hoy. Primero había tres clases de hombres: los dos sexos que hoy existen, y uno tercero compuesto de estos dos, el cual ha desaparecido conservándose sólo el nombre. Este animal formaba una especie particular, y se llamaba andrógino, porque reunía el sexo masculino y el femenino; pero ya no existe y su nombre está en descrédito. En segundo lugar, todos los hombres tenían formas redondas, la espalda y los costados colocados en círculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos fisonomías, unidas a un cuello circular y perfectamente semejantes, una sola cabeza, que reunía estos dos semblantes opuestos entre sí, dos orejas, dos órganos de la generación, y todo lo demás en esta misma proporción. Marchaban rectos como nosotros, y sin tener necesidad de volverse para tomar el camino que querían. Cuando deseaban caminar ligeros, se apoyaban sucesivamente sobre sus ocho miembros, y avanzaban con rapidez mediante un movimiento circular, como los que hacen la rueda con los pies al aire. La diferencia, que se encuentra entre estas tres especies de hombres, nace de la que hay entre sus principios. El sol produce el sexo masculino, la tierra el femenino, y la luna el compuesto de ambos, que participa de la tierra y del sol. De estos principios recibieron su forma y su manera de moverse, que es esférica. Los cuerpos eran robustos y vigorosos y de corazón animoso, y por esto concibieron la atrevida idea de escalar el cielo, y combatir con los dioses, como dice Homero de Efialtes y de Oto{11}. Júpiter examinó con los dioses el partido que debía tomarse. El negocio no carecía de dificultad; los dioses no querían anonadar a los hombres, [321] como en otro tiempo a los gigantes, fulminando contra ellos sus rayos, porque entonces desaparecerían el culto y los sacrificios que los hombres les ofrecían; pero, por otra parte, no podían sufrir semejante insolencia. En fin, después de largas reflexiones, Júpiter se expresó en estos términos: Creo haber encontrado un medio de conservar los hombres y hacerlos más circunspectos, y consiste en disminuir sus fuerzas. Los separaré en dos; así se harán débiles y tendremos otra ventaja, que será la de aumentar el número de los que nos sirvan; marcharán rectos sosteniéndose en dos piernas sólo, y si después de este castigo conservan su impía audacia y no quieren permanecer en reposo, los dividiré de nuevo, y se verán precisados a marchar sobre un solo pié, como los que bailan sobre odres en la fiesta de Caco.

»Después de esta declaración, el dios hizo la separación que acababa de resolver, y la hizo lo mismo que cuando se cortan huevos para salarlos, o como cuando con un cabello se los divide en dos partes iguales. En seguida mandó a Apolo que curase las heridas y colocase el semblante y la mitad del cuello del lado donde se había hecho la separación, a fin de que la vista de este castigo los hiciese más modestos. Apolo puso el semblante del lado indicado, y reuniendo los cortes de la piel sobre lo que hoy se llama vientre, los cosió a manera de una bolsa que se cierra, no dejando más que una abertura en el centro, que se llama ombligo. En cuanto a los otros pliegues, que eran numerosos, los pulió, y arregló el pecho con un instrumento semejante a aquel de que se sirven los zapateros para suavizar la piel de los zapatos sobre la horma, y sólo dejó algunos pliegues sobre el vientre y el ombligo, como en recuerdo del antiguo castigo. Hecha esta división, cada mitad hacia esfuerzos para encontrar la otra mitad de que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas [322] del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra. Cuando la una de las dos mitades perecía, la que sobrevivía buscaba otra, a la que se unía de nuevo, ya fuese la mitad de una mujer entera, lo que ahora llamamos una mujer, ya fuese una mitad de hombre; y de esta manera la raza iba extinguiéndose. Júpiter, movido a compasión, imagina otro expediente: pone delante los órganos de la generación, por que antes estaban detrás, y se concebía y se derramaba el semen, no el uno en el otro, sino en tierra como las cigarras. Júpiter puso los órganos en la parte anterior y de esta manera la concepción se hace mediante la unión del varón y la hembra. entonces, si se verificaba la unión del hombre y la mujer, el fruto de la misma eran los hijos; y si el varón se unía al varón, la saciedad los separaba bien pronto y los restituía a sus trabajos y demás cuidados de la vida. De aquí procede el amor que tenemos naturalmente los unos a los otros; el nos recuerda nuestra naturaleza primitiva y hace esfuerzos para reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfección. Cada uno de nosotros no es más que una mitad de hombre, que ha sido separada de su todo, como se divide una hoja en dos. Estas mitades buscan siempre sus mitades. Los hombres que provienen de la separación de estos seres compuestos, que se llaman andróginos, aman las mujeres; y la mayor parte de los adúlteros pertenecen a esta especie, así como también las mujeres que aman a los hombres y violan las leyes del himeneo. Pero a las mujeres, que provienen de la separación de las mujeres primitivas, no llaman la atención los hombres y se inclinan más a las mujeres; a esta especie pertenecen las tribactes. Del mismo modo los hombres, que provienen de la separación de los hombres primitivos, buscan el sexo masculino. Mientras son jóvenes aman a los hombres; se complacen en dormir con ellos [323] y estar en sus brazos; son los primeros entre los adolescentes y los adultos, como que son de una naturaleza mucho más varonil. Sin razón se les echa en cara que viven sin pudor, porque no es la falta de este lo que les hace obrar así, sino que dotados de alma fuerte, valor varonil y carácter viril, buscan sus semejantes; y lo prueba que con el tiempo son más aptos que los demás para servir al Estado. Hechos hombres a su vez aman los jóvenes, y si se casan y tienen familia, no es porque la naturaleza los incline a ello, sino porque la ley los obliga. Lo que prefieren es pasar la vida los unos con los otros en el celibato. El único objeto de los hombres de este carácter, amen o sean amados, es reunirse a quienes se les asemeja. Cuando el que ama a los jóvenes o a cualquier otro llega a encontrar su mitad, la simpatía, la amistad, el amor los une de una manera tan maravillosa, que no quieren en ningún concepto separarse ni por un momento. Estos mismos hombres, que pasan toda la vida juntos, no pueden decir lo que quieren el uno del otro, porque si encuentran tanto gusto en vivir de esta suerte, no es de creer que sea la causa de esto el placer de los sentidos. Evidentemente su alma desea otra cosa, que ella no puede expresar, pero que adivina y da a entender. Y si cuando están el uno en brazos del otro, Vulcano se apareciese con los instrumentos de su arte, y les dijese: '¡Oh hombres!, ¿qué es lo que os exigís recíprocamente?', y si viéndoles perplejos, continuase interpelándoles de esta manera: 'lo que queréis, ¿no es estar de tal manera unidos, que ni de día ni de noche estéis el uno sin el otro? Si es esto lo que deseáis, voy a fundiros y mezclaros de tal manera, que no seréis ya dos personas, sino una sola; y que mientras viváis, viváis una vida común como una sola persona, y que cuando hayáis muerto, en la muerte misma os reunáis de manera que no seáis dos personas sino una sola. Ved ahora si es esto lo que deseáis, y si esto [324] os puede hacer completamente felices.' Es bien seguro, que si Vulcano les dirigiera este discurso, ninguno de ellos negaría, ni respondería, que deseaba otra cosa, persuadido de que el dios acababa de expresar lo que en todos los momentos estaba en el fondo de su alma; esto es, el deseo de estar unido y confundido con el objeto amado, hasta no formar más que un solo ser con él. La causa de esto es que nuestra naturaleza primitiva era una, y que éramos un todo completo, y se da el nombre de amor al deseo y prosecución de este antiguo estado. Primitivamente, como he dicho, nosotros éramos uno; pero después en castigo de nuestra iniquidad nos separó Júpiter, como los arcadios lo fueron por los lacedemonios{12}. Debemos procurar no cometer ninguna falta contra los dioses, por temor de exponernos a una segunda división, y no ser como las figuras presentadas de perfil en los bajorrelieves, que no tienen más que medio semblante, o como los dados cortados en dos{13}. Es preciso que todos nos exhortemos mutuamente a honrar a los dioses, para evitar un nuevo castigo, y volver a nuestra unidad primitiva bajo los auspicios y la dirección del Amor. Que nadie se ponga en guerra con el Amor, porque ponerse en guerra con él es atraerse el odio de los dioses. Tratemos, pues, de merecer la benevolencia y el favor de este dios, y nos proporcionará la otra mitad de nosotros mismos, felicidad que alcanzan muy pocos. Que Eriximaco no critique estas últimas palabras, como si hicieran alusión a Pausanias y a Agaton, porque quizá estos son de este pequeño número, y pertenecen ambos a la naturaleza masculina. Sea lo que quiera, estoy seguro de que todos seremos [325] dichosos, hombres y mujeres, si, gracias al Amor, encontramos cada uno nuestra mitad, y si volvemos a la unidad de nuestra naturaleza primitiva. Ahora bien, si este antiguo estado era el mejor, necesariamente tiene que ser también mejor el que más se le aproxime en este mundo, que es el de poseer a la persona que se ama según se desea. Si debemos alabar al dios que nos procura esta felicidad, alabemos al Amor, que no sólo nos sirve mucho en esta vida, procurándonos lo que nos conviene, sino también porque nos da poderosos motivos para esperar, que si cumplimos fielmente con los deberes para con los dioses, nos restituirá él a nuestra primera naturaleza después de esta vida, curará nuestras debilidades y nos dará la felicidad en toda su pureza. He aquí, Eriximaco, mi discurso sobre el Amor. Difiere del tuyo, pero te conjuro a que no te burles, para que podamos oír los de los otros dos, porque aún no han hablado Agaton y Sócrates.»

—Te obedeceré, dijo Eriximaco, con tanto más gusto, cuanto tu discurso me ha encantado hasta tal punto que si no conociese cuán elocuentes son en materia de amor Agaton y Sócrates, temería mucho que habrían de quedar muy por bajo, considerando agotada la materia con lo que se ha dicho hasta ahora. Sin embargo, me prometo aún mucho de ellos.

—Has llenado bien tu cometido, dijo Sócrates; pero si estuvieses en mi lugar en este momento, Eriximaco, y sobre todo después que Agaton haya hablado, te pondrías tembloroso, y te sentirías tan embarazado como yo.

—Tu quieres hechizarme, dijo Agaton a Sócrates, y confundirme haciéndome creer que esperan mucho los presentes, como si yo fuese a decir cosas muy buenas.

—A fe que sería bien pobre mi memoria, Agaton, replicó Sócrates, si habiéndote visto presentar en la escena, con tanta seguridad y calma, rodeado de comediantes, y recitar tus versos sin la menor emoción, mirando con [326] desembarazo a tan numerosa concurrencia, creyese ahora que habías de turbarte delante de estos pocos oyentes.

—¡Ah!, respondió Agaton, no creas, Sócrates, que me alucinan tanto los aplausos del teatro, que pueda ocultárseme que para un hombre sensato el juicio de unos pocos sabios es mas temible que el de una multitud de ignorantes.

—Sería bien injusto, Agaton, si tan mala opinión tuviera formada de ti; estoy persuadido de que si tropezases con un pequeño número de personas, y te pareciesen sabios, los preferirías a la multitud. Pero quizá no somos nosotros de estos sabios, porque al cabo estábamos en el teatro y formábamos parte de la muchedumbre. Pero suponiendo que te encontrases con otros, que fuesen sabios, ¿no temerías hacer algo que pudiesen desaprobar? ¿Qué piensas de esto?

—Dices verdad, respondió Agaton.

—¿Y no tendrías el mismo temor respecto de la multitud, si creyeses hacer una cosa vergonzosa?

Entonces Fedro tomó la palabra y dijo:

—Mi querido Agaton, si continúas respondiendo a Sócrates, no se cuidará de lo demás, porque él, teniendo con quien conversar, ya está contento, sobre todo si su interlocutor es hermoso. Sin duda yo tengo complacencia en oír a Sócrates, pero debo vigilar para que el Amor reciba las alabanzas, que le hemos prometido, y que cada uno de nosotros pague este tributo. Cuando hayáis cumplido con el dios, podréis reanudar vuestra conversación.

—Tienes razón, Fedro, dijo Agaton, y no hay inconveniente en que yo hable, porque podré en otra ocasión entrar en conversación con Sócrates. Voy, pues, a indicar el plan de mi discurso, y luego entraré en materia.

—«Me parece, que todos los que hasta ahora han hablado, han alabado, no tanto al Amor, como a la felicidad que este dios nos proporciona. ¿Y cuál es el autor de [327] tantos bienes? Nadie nos lo ha dado a conocer. Y sin embargo, la única manera debida de alabarle es explicar la naturaleza del asunto de que se trata, y desenvolver los efectos que ella produce. Por lo tanto, para alabar al Amor, es preciso decir lo que es el Amor, y hablar en seguida de sus beneficios. Digo, pues, que de todos los dioses, el Amor, si puede decirse sin ofensa, es el más dichoso, porque es el más bello y el mejor. Es el más bello, Fedro, porque, en primer lugar, es el más joven de los dioses, y él mismo prueba esto, puesto que en su camino escapa siempre a la vejez, aunque esta corre harto ligera, por lo menos más de lo que nosotros desearíamos. El Amor la detesta naturalmente, y se aleja de ella todo lo posible, mientras que acompaña a la juventud y se complace con ella, siguiendo aquella máxima antigua muy verdadera: que lo semejante se une siempre a su semejante. Estando de acuerdo con Fedro sobre todos los demás puntos, no puedo convenir con él en cuanto a que el Amor sea más anciano que Saturno y Japet. Sostengo, por el contrario, que es el más joven de los dioses, y que siempre es joven. Esas viejas querellas de los dioses, que nos refieren Hesiodo y Parménides, si es que son verdaderas, han tenido lugar bajo el imperio de la Necesidad, y no bajo el del Amor; porque no hubiera habido entre los dioses ni mutilaciones, ni cadenas, ni otras muchas violencias, si el Amor hubiera estado con ellos, porque la paz y la amistad los hubieran unido, como sucede al presente y desde que el Amor reina sobre ellos. Es cierto, que es joven y además delicado; pero fue necesario un poeta, como Homero, para expresar la delicadeza de este dios. Homero dice que Ate es diosa y delicada. «Sus pies, dice, son delicados, porque no los posa nunca en tierra, sino que marcha sobre la cabeza de los hombres{14}.» [328]

»Creo que queda bastante probada la delicadeza de Ate, diciendo que no se apoya sobre lo que es duro, sino sobre lo que es suave. Me serviré de una prueba análoga para demostrar cuán delicado es el Amor. No marcha sobre la tierra, ni tampoco sobre las cabezas, que por otra parte no presentan un punto de apoyo muy suave, sino que marcha y descansa sobre las cosas más tiernas, porque es en los corazones y en las almas de los dioses y de los hombres donde fija su morada. Pero no en todas las almas, porque se aleja de los corazones duros, y sólo descansa en los corazones delicados. Y como nunca toca con el pié ni con ninguna otra parte de su cuerpo sino en lo más delicado de los seres más delicados, necesariamente ha de ser él de una delicadeza extremada; y es, por consiguiente, el más joven y el más delicado de los dioses. Además es de una esencia sutil; porque no podría extenderse en todas direcciones, ni insinuarse, desapercibido, en todas las almas, ni salir de ellas, si fuese de una sustancia sólida; y lo que obliga a reconocer en el una esencia sutil, es la gracia, que, según común opinión, distingue eminentemente al Amor; porque el amor y la fealdad están siempre en guerra. Como vive entre las flores, no se puede dudar de la frescura de su tez. Y, en efecto, el Amor jamás se detiene en lo que no tiene flores, o que las tiene ya marchitas, ya sea un cuerpo o un alma o cualquiera otra cosa; pero donde encuentra flores y perfumes, allí fija su morada. Podrían presentarse otras muchas pruebas de la belleza de este dios, pero las dichas bastan. Hablemos de su virtud. La mayor ventaja del Amor es que no puede recibir ninguna ofensa de parte de los hombres o de los dioses, y que ni dioses ni hombres pueden ser ofendidos por él, porque si sufre o hace sufrir es sin coacción, siendo la violencia incompatible con el amor. Sólo de libre voluntad se somete uno al Amor, y a todo acuerdo, concluido voluntariamente, las leyes, reinas [329] del Estado, lo declaran justo. Pero el Amor no sólo es justo, sino que es templado en alto grado, porque la templanza consiste en triunfar de los placeres y de las pasiones; ¿y hay un placer por cima del Amor? Si todos los placeres y todas las pasiones están por bajo del Amor, precisamente los domina; y si los domina, es necesario que esté dotado de una templanza incomparable. En cuanto a su fuerza, Marte mismo no puede igualarle, porque no es Marte el que posee el Amor, sino el Amor el que posee a Marte, el Amor de Venus, como dicen los poetas; porque el que posee es más fuerte que el objeto poseído; y superar al que supera a los demás, ¿no es ser el más fuerte de todos?

Después de haber hablado de la justicia, de la templanza y de la fuerza de este dios, resta probar su habilidad. Tratemos de llenar en cuanto sea posible este vacío. Para honrar mi arte, como Eriximaco ha querido honrar el suyo, diré que el Amor es un poeta tan entendido, que convierte en poeta al que quiere; y esto sucede aun cuando sea uno extraño a las Musas, y en el momento que uno se siente inspirado por el Amor; lo cual prueba que el Amor es notable en esto de llevar a cabo las obras que son de la competencia de las Musas, porque no se enseña lo que se ignora, como no se da lo que no se tiene. ¿Podrá negarse que todos los seres vivos son obra del Amor bajo la relación de su producción y de su nacimiento? ¿Y no vemos que en todas las artes el que ha recibido lecciones del Amor se hace hábil y célebre, mientras que se queda en la oscuridad el que no ha sido inspirado por este dios? A la pasión y al Amor debe Apolo la invención de la medicina, de la adivinación, del arte de asaetear; de modo que puede decirse que el Amor es el maestro de Apolo; como de las Musas, en cuanto a la música; de Vulcano, respecto del arte de fundir los metales; de Minerva, en el de tejer; de Júpiter, en el de [330] gobernar a los dioses y a los hombres. Si se ha restablecido la concordia entre los dioses, hay que atribuirlo al Amor, es decir, a la belleza, porque el amor no se une a la fealdad. Antes del Amor, como dije al principio, pasaron entre los dioses muchas cosas deplorables bajo el reinado de la Necesidad. Pero en el momento que este dios nació, del amor a lo bello emanaron todos los bienes sobre los dioses y sobre los hombres. He aquí, Fedro, por qué me parece que el Amor es muy bello y muy bueno, y que además comunica a los otros estas mismas ventajas. Terminaré con un himno poético.

El Amor es el que da 'paz a los hombres, calma a los mares, silencio a los vientos, lecho y sueño a la inquietud.' Él es el que aproxima a los hombres, y los impide ser extraños los unos a los otros; principio y lazo de toda sociedad, de toda reunión amistosa, preside a las fiestas, a los coros y a los sacrificios. Llena de dulzura y aleja la rudeza; excita la benevolencia e impide el odio. Propicio a los buenos, admirado por los sabios, agradable a los dioses, objeto de emulación para los que no lo conocen aún, tesoro precioso para los que le poseen, padre del lujo, de las delicias, del placer, de los dulces encantos, de los deseos tiernos, de las pasiones; vigila a los buenos y desprecia a los malos. En nuestras penas, en nuestros temores, en nuestros disgustos, en nuestras palabras es nuestro consejero, nuestro sostén, y nuestro salvador. En fin, es la gloria de los dioses y de los hombres, el mejor y más precioso maestro, y todo mortal debe seguirle y repetir en su honor los himnos de que él mismo se sirve, para derramar la dulzura entre los dioses y entre los hombres. A este dios, ¡oh Fedro!, consagro este discurso que ha sido ya festivo, ya serio, según me lo ha sugerido mi propio ingenio.»

Cuando Agaton hubo concluido su discurso, todos los presentes aplaudieron y declararon que había hablado [331] de una manera digna del dios y de él. entonces Sócrates, dirigiéndose a Eriximaco, dijo:

—Y bien, hijo de Acumenes, ¿no tenía yo razón para temer, y no fui buen profeta, cuando os anuncié, que Agaton haría un discurso admirable, y me pondría a mí en un conflicto?

—Has sido buen profeta, respondió Eriximaco, al anunciarnos que Agaton hablaría bien; pero creo que no lo has sido al predecir que te verías en un conflicto.

—¡Ah! querido mío, repuso Sócrates, ¿quién no se ve en un conflicto, teniendo que hablar después de oír un discurso tan bello, tan variado y tan admirable en todas sus partes, y principalmente en su final, cuyas expresiones son de una belleza tan acabada, que no se las puede oír sin conmoverse? Me siento tan incapaz de decir algo tan bello, que lleno de vergüenza, habría abandonado el puesto, si hubiera podido, porque la elocuencia de Agaton me ha recordado a Gorgias, hasta el punto de sucederme realmente lo que dice Homero: temía que Agaton, al concluir, lanzase en cierta manera sobre mi discurso la cabeza de Gorgias{15}, este orador terrible, petrificando mi lengua. Al mismo tiempo he conocido que ha sido una ridiculez el haberme comprometido con vosotros a celebrar a mi vez el Amor, y el haberme alabado de ser sabio en esta materia, yo que no sé alabar cosa alguna. En efecto, hasta aquí he estado en la inocente creencia de que en un elogio sólo deben entrar cosas verdaderas; que esto era lo esencial, y que después sólo restaba escoger, entre estas cosas, las más bellas, y disponerlas de la manera más conveniente. Tenía por esto gran esperanza de hablar bien, creyendo saber la verdadera manera de alabar. Pero ahora resulta que este método no vale nada; que es preciso atribuir las mayores perfecciones al objeto, que se ha intentado [332] alabar, pertenézcanle o no, no siendo de importancia su verdad o su falsedad; como si al parecer hubiéramos convenido en figurar que cada uno de nosotros hacía el elogio del Amor, y en realidad no hacerlo. Por esta razón creo yo atribuís al Amor todas las perfecciones, y ensalzándole, le hacéis causa de tan grandes cosas, para que aparezca muy bello y muy bueno, quiero decir, a los ignorantes, y no ciertamente a las personas ilustradas. Esta manera de alabar es bella e imponente, pero me era absolutamente desconocida, cuando os di mi palabra. Mi lengua y no mi corazón es la que ha contraído este compromiso{16}. Permitidme romperlo, porque no me considero en posición de poder hacer un elogio de este género. Pero si lo queréis, hablaré a mi manera, proponiéndome decir sólo cosas verdaderas, sin aspirar a la ridícula pretensión de rivalizar con vosotros en elocuencia. Mira, Fedro, si te conviene oír un elogio, que no traspasará los límites de la verdad, y en el cual no habrá refinamiento ni en las palabras ni en las formas.

Fedro y los demás de la reunión le manifestaron, que podía hablar como quisiera.

—Permíteme aún, Fedro, replicó Sócrates, hacer algunas preguntas a Agaton, a fin de que con su asentimiento pueda yo hablar con mas seguridad.

—Con mucho gusto, respondió Fedro, no tienes más que interrogar.

Dicho esto, Sócrates comenzó de esta manera.

—Te vi, mi querido Agaton, entrar perfectamente en materia, diciendo que era preciso mostrar primero cuál es la naturaleza del Amor, y en seguida cuáles son sus efectos. Apruebo esta manera de comenzar. Veamos ahora, después de lo que has dicho, todo bello y magnífico, sobre la naturaleza del Amor, algo más aún. Dime: ¿el Amor [333] es el amor de alguna cosa o de nada?{17} No te pregunto si es hijo de un padre o de una madre, porque sería una pregunta ridícula. Si, por ejemplo, con motivo de un padre, te preguntase si es o no padre de alguna cosa, tu respuesta, para ser exacta, debería ser que es padre de un hijo o de una hija; ¿no convienes en ello?

—Sí, sin duda, dijo Agaton.

—¿Y lo mismo sería de una madre?

Agaton convino en ello.

—Permite aún, dijo Sócrates, que haga algunas preguntas para poner más en claro mi pensamiento: un hermano, a causa de esta misma cualidad, ¿es hermano de alguno o no lo es?

—Lo es de alguno, respondió Agaton.

—De un hermano o de una hermana.

Convino en ello.

—Trata, pues, replicó Sócrates, de demostrarnos si el Amor es el amor de nada o si es de alguna cosa.

—De alguna cosa, seguramente.

—Conserva bien en la memoria lo que dices, y acuérdate de qué cosa el Amor es amor; pero antes de pasar adelante, dime si el Amor desea la cosa que él ama.

—Sí, ciertamente.

—Pero, replicó Sócrates, ¿es poseedor de la cosa que desea y que ama, o no la posee?

—Es probable, replicó Agaton, que no la posea.

—¿Probable?, mira si no es más bien necesario que el que desea le falte la cosa que desea, o bien que no la desee si no le falta. En cuanto a mí, Agaton, es admirable hasta qué punto es a mis ojos necesaria esta consecuencia. ¿Y tú qué dices?

—Yo, lo mismo. [334]

—Muy bien; así, pues, ¿el que es grande deseará ser grande, y el que es fuerte ser fuerte?

—Eso es imposible, teniendo en cuenta aquello en que ya hemos convenido.

—Porque no se puede carecer de lo que se posee.

—Tienes razón.

—Si el que es fuerte, repuso Sócrates, desease ser fuerte, el que es ágil, ágil, el que es robusto, robusto... quizá alguno podría imaginarse en este y otros casos semejantes que los que son fuertes, ágiles y robustos, y que poseen estas cualidades, desean aún lo que ellos poseen. Para que no vayamos a caer en semejante equivocación, es por lo que insisto en este punto. Si lo reflexionas, Agaton, verás que lo que estas gentes poseen, lo poseen necesariamente, quieran o no quieran; y ¿cómo entonces podrían desearlo? Y si alguno me dijese: rico y sano deseo la riqueza y la salud; y, por consiguiente, deseo lo que poseo, nosotros podríamos responderle: posees la riqueza, la salud y la fuerza, y si tú deseas poseer estas cosas, es para el porvenir, puesto que al presente las posees ya, quiéraslo o no. Mira, pues, si cuando dices: deseo una cosa, que tengo al presente, no significa esto: deseo poseer en el porvenir lo que tengo en este momento. ¿No convendrías en esto?

—Convendría, respondió Agaton.

—Pues bien, prosiguió Sócrates, ¿no es esto amar lo que no se está seguro de poseer, aquello que no se posee aún, y desear conservar para el porvenir aquello que se posee al presente?

—Sin duda.

—Por lo tanto, lo mismo en este caso que en cualquiera otro, el que desea, desea lo que no está seguro de poseer, lo que no existe al presente, lo que no posee, lo que no tiene, lo que le falta. Esto es, pues, desear y amar.

—Seguramente. [335]

—Resumamos, añadió Sócrates, lo que acabamos de decir. Primeramente, el Amor es el amor de alguna cosa; en segundo lugar, de una cosa que le falta.

—Sí, dijo Agaton.

—Acuérdate ahora, replicó Sócrates, de qué cosa, según tú el Amor es amor. Si quieres, yo te lo recordaré. Has dicho, me parece, que se restableció la concordia entre los dioses mediante el amor a lo bello, porque no hay amor de lo feo. ¿No es esto lo que has dicho?

—Lo he dicho, en efecto.

—Y con razón, mi querido amigo. Y si es así, ¿el Amor es el amor de la belleza, y no de la fealdad?

Convino en ello.

—¿No hemos convenido en que se aman las cosas cuando se carece de ellas y no se poseen?

—Sí.

—Luego el Amor carece de belleza y no la posee.

—Necesariamente.

—¡Pero qué! ¿Llamas bello a lo que carece de belleza, a lo que no posee en manera alguna la belleza?

—No, ciertamente.

—Si es así, repuso Sócrates, ¿sostienes aún que el Amor es bello?

—Temo mucho, respondió Agaton, no haber comprendido bien lo que yo mismo decía.

—Hablas con prudencia, Agaton; pero continúa por un momento respondiéndome: ¿te parece que las cosas buenas son bellas?

—Me lo parece.

—entonces el Amor carece de belleza, y si lo bello es inseparable de lo bueno, el Amor carece también de bondad.

—Es preciso, Sócrates, conformarse con lo que dices, porque no hay medio de resistirte.

—Es, mi querido Agaton, imposible resistir a la verdad; resistir a Sócrates es bien sencillo. Pero te dejo en [336] paz, porque quiero referirte la conversación que cierto día tuve con una mujer de Mantinea, llamada Diotima. Era mujer muy entendida en punto a amor, y lo mismo en muchas otras cosas. Ella fue la que prescribió a los atenienses los sacrificios, mediante los que se libraron durante diez años de una peste que los estaba amenazando. Todo lo que sé sobre el amor, se lo debo a ella. Voy a referiros lo mejor que pueda, y conforme a los principios en que hemos convenido Agaton y yo, la conversación que con ella tuve; y para ser fiel a tu método, Agaton, explicaré primero lo que es el amor, y en seguida cuáles son sus efectos. Me parece más fácil referiros fielmente la conversación que tuve con la extranjera. había yo dicho a Diotima casi las mismas cosas que acaba de decirnos Agaton: que el Amor era un gran dios, y amor de lo bello; y ella se servía de las mismas razones que acabo de emplear yo contra Agaton, para probarme que el Amor no es ni bello ni bueno. Yo la repliqué: ¿qué piensas tú, Diotima, entonces? ¡Qué!, ¿será posible que el Amor sea feo y malo?

—Habla mejor, me respondió: ¿crees que todo lo que no es bello, es necesariamente feo?

—Mucho que lo creo.

—¿Y crees que no se puede carecer de la ciencia sin ser absolutamente ignorante? ¿No has observado que hay un término medio entre la ciencia y la ignorancia?

—¿Cuál es?

—Tener una opinión verdadera sin poder dar razón de ella; ¿no sabes que esto, ni es ser sabio, puesto que la ciencia debe fundarse en razones; ni es ser ignorante, puesto que lo que participa de la verdad no puede llamarse ignorancia? La verdadera opinión ocupa un lugar intermedio entre la ciencia y la ignorancia.

Confesé a Diotima, que decía verdad.

—No afirmes, pues, replicó ella, que todo lo que no es bello es necesariamente feo, y que todo lo que no es bueno [337] es necesariamente malo. Y por haber reconocido que el Amor no es ni bueno ni bello, no vayas a creer que necesariamente es feo y malo, sino que ocupa un término medio entre estas cosas contrarias.

—Sin embargo, repliqué yo, todo el mundo está acorde en decir que el Amor es un gran dios.

—¿Qué entiendes tú, Sócrates, por todo el mundo? ¿Son los sabios o los ignorantes?

—Entiendo todo el mundo sin excepción.

—¿Cómo, replicó ella sonriéndose, podría pasar por un gran dios para todos aquellos que ni aun por dios le reconocen?

—¿Cuáles, la dije, pueden ser esos?

—Tú y yo, respondió ella.

—¿Cómo puedes probármelo?

—No es difícil. Respóndeme. ¿No dices que todos los dioses son bellos y dichosos? ¿O te atreverías a sostener que hay uno que no sea ni dichoso ni bello?

—¡No, por Júpiter!

—¿No llamas dichosos a aquellos que poseen cosas bellas y buenas?

—Seguramente.

—Pero estás conforme en que el Amor desea las cosas bellas y buenas, y que el deseo es una señal de privación.

—En efecto, estoy conforme en eso.

—¿Cómo entonces, repuso Diotima, es posible que el Amor sea un dios, estando privado de lo que es bello y bueno?

—Eso, a lo que parece, no puede ser en manera alguna.

—¿No ves, por consiguiente, que también tú piensas que el Amor no es un dios?

—¡Pero qué!, la respondí, ¿es que el Amor es mortal?

—De ninguna, manera.

—Pero, en fin, Diotima, dime qué es. [338]

—Es, como dije antes, una cosa intermedia entre lo mortal y lo inmortal.

—¿Pero qué es por último?

—Un gran demonio, Sócrates; porque todo demonio ocupa un lugar intermedio entre los dioses y los hombres.

—¿Cuál es, la dije, la función propia de un demonio?

—La de ser intérprete y medianero entre los dioses y los hombres; llevar al cielo las súplicas y los sacrificios de estos últimos, y comunicar a los hombres las órdenes de los dioses y la remuneración de los sacrificios que les han ofrecido. Los demonios llenan el intervalo que separa el cielo de la tierra; son el lazo que une al gran todo. De ellos procede toda la esencia adivinatoria y el arte de los sacerdotes con relación a los sacrificios, a los misterios, a los encantamientos, a las profecías y a la magia. La naturaleza divina como no entra nunca en comunicación directa con el hombre, se vale de los demonios para relacionarse y conversar con los hombres, ya durante la vigilia, ya durante el sueño. El que es sabio en todas estas cosas es demoníaco{18}; y el que es hábil en todo lo demás, en las artes y oficios, es un simple operario. Los demonios son muchos y de muchas clases, y el Amor es uno de ellos.

—¿A qué padres debe su nacimiento? pregunté a Diotima.

—Voy a decírtelo, respondió ella, aunque la historia es larga.

puerta al infierno


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