Patricio de Azcárate Argumento de Filebo. |
Desde las primeras páginas aparece sentado en el Filebo, con las diversas soluciones que puede tener, el siguiente problema: ¿en qué consiste la felicidad del hombre? Filebo responde que en el placer, y Sócrates que en la sabiduría, o quizá en un género de vida superior a la sabiduría y al placer. Para ilustrar esta cuestión, es preciso estudiar sucesivamente, en su naturaleza y en sus elementos, el placer y la sabiduría, compararlos, y reconocer si el uno de los dos encierra el soberano bien; y en otro caso, si es preciso buscar este bien, sea fuera de la sabiduría y el placer, sea en cierta asociación del placer y de la sabiduría reunidos. En esta última idea, arrojada de intento al principio de la conversación, se entreve ya la opinión que la discusión va a dar de sí paulatinamente y poner en evidencia; opinión que será el término del diálogo a que Platón conduce al lector. Sócrates sienta desde luego en principio que el soberano bien debe ser concebido como bastándose a sí mismo. Esta última condición ha de ser la de la vida del placer o la de la vida sabia, para convertirse la una o la otra en vida dichosa. Preguntémonos, en primer lugar, si el placer, el placer solo, y por sí solo, basta a la felicidad del hombre. La experiencia y la reflexión demuestran que es incapaz. ¿Qué hombre se considera dichoso, aun en medio de los placeres mayores y más vivos, viviendo sin inteligencia, sin memoria, sin ciencia de ninguna clase? No hay uno sólo. Esto es en concepto de que, en los [10] términos en que ha debido sentarse el problema de la felicidad realizada por el placer, este solo, sin ningún elemento extraño, es el que debe constituir la vida dichosa, la vida toda entera. Si es cosa que haya de entrar otro elemento, el placer ya no es el soberano bien, porque entonces no se basta a sí mismo. He aquí el primer razonamiento contra la identidad del soberano bien y del placer. Pero hay más. No sólo el placer, reducido a sí mismo, no hace al hombre dichoso, sino que, examinándolo de cerca, se hace imposible, se desvanece y se anonada él mismo. En efecto, si el placer sólo existe para nosotros con la conciencia de que lo tenemos, y si la idea de un placer, que experimentamos sin saberlo, equivale a la negación del placer mismo, evidentemente con el sentimiento de este se mezcla siempre un elemento de otra naturaleza, cuya exclusión lleva consigo la del placer mismo. Por lo tanto, el placer no se basta, y la vida que puede proporcionar no es apetecible, y si se quiere, ni aun posible, y así no constituye el soberano bien. Otro tanto debe decirse de la sabiduría. Porque reducida sólo a los bienes de la inteligencia y de la ciencia, por extensa que se la suponga, ningún hombre se consideraría dichoso sin placeres y sin dolores de clase alguna. La vida sabia, como la de placer, no se basta, y por consiguiente, tampoco constituye la felicidad. Sólo falta que la vida dichosa resulte de una mezcla de la sabiduría y del placer; pero, ¿cuál de los dos será el elemento preponderante, y cuál debe mirarse, no como el bien mismo, sino como causa del bien? Filebo sostiene naturalmente la superioridad del placer; Sócrates está por la sabiduría, y no duda en afirmar que si el primer rango es debido necesariamente a un principio desconocido, que hace dichosa la vida mezclada de los dos elementos en cuestión, da el segundo rango, por corresponderle de derecho, a la inteligencia, porque tiene más [11] afinidad que el placer con este principio de bien, y se ofrece a suministrar la prueba de esta proposición, que sienta en primer término. La cuestión de preeminencia entre la inteligencia y el placer aparece aquí resuelta con razones metafísicas. Sócrates, volviendo a ideas que no había hecho más que indicar en el principio del Filebo, abraza, en cierta manera, de una mirada todos los seres del universo, y los divide en dos grandes grupos; comprendiendo en el primero los que participan del infinito, que es preciso entender aquí en el sentido de indeterminado, siendo de este número lo más y lo menos, lo fuerte y lo suave; en una palabra, todo lo que se resiste a una determinación precisa; y en el segundo, los seres finitos, es decir, determinados de una manera cualquiera, como lo igual y la igualdad, lo doble, &c. Después de estos dos primeros órdenes de existencia se concibe un tercero, en el que lo indeterminado y lo determinado se combinan, estableciéndose un acuerdo entre lo finito y lo infinito, para producir seres mixtos, tales como la naturaleza sensible nos los presenta. Pero hay un principio de estas tres especies de seres; un principio distinto de todas tres, como una causa es distinta de su efecto. Esta causa productora constituye evidentemente una cuarta especie, que completa la clasificación de todos los seres y de todas las maneras de ser posibles. Si ahora examinamos en qué clase es preciso colocar la vida mezclada de placer y de sabiduría, aceptada ya por una y otra parte como única capaz de constituir la felicidad, es claro que pertenece a esta manera de ser mixta, en la que lo finito y lo infinito se mezclan, porque es propio de la sabiduría y del placer ser a la vez infinitos e indeterminados, por su naturaleza, y finitos y determinados en la vida real. Y así esta existencia se coloca con razón en el tercer rango. ¿Pero a qué orden corresponde el placer, y a cuál la [12] inteligencia, tomados cada uno en sí mismo? Este es el secreto de la preeminencia del uno o del otro, según que por su naturaleza se aproximan o se alejan del primer rango de los seres, del Bien. Admitamos que el placer sea de la especie del infinito, que corresponde al segundo rango en el orden de las existencias; resta saber, si la sabiduría le es superior o no. Es claro, que si por su esencia está más próxima a la causa productora de toda existencia, necesariamente tiene la mayor parte en la mezcla del placer y de la sabiduría, que forma la vida dichosa, y que es más causa de la felicidad que el placer, siendo casi el placer mismo. Esta es efectivamente la conclusión a que llega Sócrates. No concibe un principio de las cosas desprovisto de sabiduría, de inteligencia y de razón; afirma, por el contrario, que este principio es a sus ojos una inteligencia suprema, una sabiduría absoluta, y la prueba la encuentra en el aspecto del universo. Lo compara al hombre, que es un compuesto de agua, de aire, de tierra y de fuego, estos cuatro elementos primordiales de los antiguos, unidos a un alma, fuerza vital y conservadora a la vez, que procede de la causa primera y creadora, y cree firmemente que el universo, que es también un cuerpo compuesto de los mismos elementos, pero más complicado aún y más admirable que el cuerpo humano, no puede menos de tener un alma que le anime y que le gobierne. Esta alma, que bajo tantos aspectos merece los nombres de sabiduría y de inteligencia, es de igual género que la misma causa primera. He aquí por lo tanto la sabiduría identificada con la causa primera, y colocada de hecho por cima del placer. Por lo tanto, en su mezcla con el placer, es la sabiduría verdaderamente el elemento predominante, es decir, el elemento determinante de la felicidad. Después de esta argumentación, tan fuerte y tan elevada, en favor de la sabiduría, Sócrates, recurriendo a [13] nuevos argumentos propone estudiar en su lugar, en su origen, en sus caracteres y sus diferencias, la sabiduría y el placer; comenzando por este, sin olvidar el dolor, que está estrechamente unido a aquel. He aquí los resultados de este estudio minucioso y delicado, modelo admirable de análisis psicológico, y que es quizá la parte más interesante del Filebo. Las afecciones del placer y del dolor pertenecen a una naturaleza finita, dotada de un cuerpo y un alma, a un compuesto de elementos diversos, que aspiran a mantenerse en equilibrio y en una proporción perpetuamente movible y variable, cuyo restablecimiento produce el placer con el orden, y cuya dislocación produce el desorden con el dolor; afecciones que sólo convienen al animal y al hombre, y de ninguna manera a la naturaleza divina, simple e infinita en sí, incapaz igualmente de gozar y de sufrir. Platón relega también al dominio de la fábula la vieja historia de los dioses, y hace concebir, acerca de la persona divina, una idea, que oscurecía aún el antropomorfismo, que en todos tiempos la ha falseado. Ciertas afecciones sólo tocan al cuerpo, pero el alma tiene también sus dolores y sus placeres, que le son comunes con el cuerpo, gracias a la memoria que guarda, por decirlo así, el recuerdo de todas nuestras modificaciones sensibles, ya de una manera espontánea, pero vaga e incompleta, ya por una reflexión voluntaria, debida clara y completamente al esfuerzo de la reminiscencia. Esta especie de memoria es aquella de la que nace el deseo que se encuentra también unido a la inteligencia. La verdad y la falsedad son condiciones del placer y del dolor, lo mismo que de nuestras opiniones, tan pronto conformes con su objeto como disconformes; es un placer falso la alegría por un suceso irrealizable; es un dolor falso el temor de una desgracia imaginaria. El placer y el dolor verdaderos tienen siempre un objeto real. [14] El alma no está necesariamente en un estado continuo de placer o de pena, opinión que concuerda con la precedente: que ciertas afecciones sólo interesan al cuerpo. En efecto, si el alma no tiene conciencia de todos los fenómenos de la sensibilidad, pueden concebirse momentos en que no tenga placer, ni pena. Platón en este pasaje alude a la opinión, bien conocida en su tiempo en Grecia, de Antístenes y de sus secuaces sobre el placer y el dolor. Era esta la escuela de los cínicos, quienes, por horror al placer y a sus consecuencias, negaban que existiese un placer en sí mismo; y rehusándole todo carácter positivo y real, lo definían la ausencia del dolor. Según ellos no hay placer verdadero. Alejándose de la escuela cínica, Platón toma de ella argumentos contra los sensualistas exagerados, y entre otros el siguiente: «los placeres mayores y más vivos no son los mejores; primero, porque no se obtienen sino a precio de los deseos más violentos y de las necesidades más exigentes, es decir, a precio de los dolores inevitables; y segundo, porque no pertenecen a la vida del sabio, quien sostiene la prudente máxima: nada en demasía; sino que siguen al estragado, que se entrega al placer sin prudencia y sin freno.» Otro argumento de la misma escuela: «gran número de placeres y de dolores, tanto del cuerpo como del alma, propenden a una mezcla íntima, de dolor y de placer, de tal modo confundidos, que es imposible excluir el uno sin el otro, por más que sea justo decir, que tan pronto es el dolor el que predomina, como es el placer.» Pero la existencia de estos placeres mezclados, no prueba nada contra la realidad de otros sin mezcla, aquellos que Platón llama placeres verdaderos. Estos no tienen por objeto el espectáculo móvil y variable de las figuras, de los colores, de los sonidos, de las apariencias de todas clases, que nos ofrece el mundo sensible, [15] cuyo goce es tan vivo y la privación tan amarga. En un mundo ideal, concebido por el sabio al través de lo real, es donde se encuentra el origen de estos placeres verdaderos, de estos goces de la inteligencia, sin turbación y sin dolor, verdaderamente puros, donde el alma del filósofo busca y encuentra el reposo. Estos placeres sin mezcla de pena son verdaderos para Platón, en el mismo grado que son puros; de suerte que la medida para asegurarse de la realidad de los placeres, no es, ni su magnitud, ni su vivacidad, sino su pureza. En fin, Platón no duda poner en su verdadero lugar, es decir, por bajo del bien, el placer, en cualquier grado de pureza que se le suponga. El placer no es más que un fenómeno, un accidente, cuya naturaleza participa de lo indeterminado, puesto que pasa perpetuamente de lo más a lo menos, y de lo menos a lo más, en una existencia siempre relativa, que necesariamente supone, por cima de ella, una existencia superior, una causa primera, perfecta y absoluta. El placer, siendo inferior a esta causa, no bastándose a sí mismo, no es el Bien. De aquí esta consecuencia moral: que es indigno del sabio consagrar su vida al placer, puesto que su alma, en lugar de ligarse a su bien y al bien en sí, sería el eterno juguete de una irremediable ilusión. Y luego, ¿qué degradación no sería para la naturaleza y la razón humana colocar su soberano bien en el placer? Porque si se quiere ser consecuente, se convierte él mismo justamente en ley de su vida y medida de todas las cosas. Nada es bien, nada es mal, sino por su repugnancia o su afinidad con el placer; y entonces, ¿dónde están el mérito y la belleza de las cualidades más nobles del alma, la fuerza, la templanza, la inteligencia, la libertad, la abnegación? La lógica inflexible exige que todas estas virtudes sean tenidas en nada desde el momento en que son hostiles al placer, dentro de esta doctrina, según la que el único mal es el dolor, y el [16] único bien es el placer. Toda moral es imposible, y este sistema se patentiza una vez más por el absurdo y por la bajeza de sus conclusiones. Basta lo dicho sobre el placer. Resta analizar y juzgar la sabiduría, en otros términos, la inteligencia y la ciencia. Platón llega a la conclusión de que con la ciencia sucede lo que con el placer; que cuanto menos relacionada está con los fenómenos y los accidentes, y menos mezclada con elementos contingentes, tanto más se depura. No hay, a decir verdad, ciencia de lo que pasa. La verdadera ciencia es la de las ideas universales y necesarias. Y así las ciencias se dividen en dos órdenes: conocimientos empíricos, de un orden inferior, y ciencias racionales y reguladoras, tales como la aritmética, la geometría, la metafísica, la moral. Y aun estas han sido concebidas y practicadas por el común de los hombres diferentemente que por los sabios que las han profundizado, lo cual no es de extrañar. La más pura, la más alta, la más verdadera de las ciencias es la que se ocupa de la verdad inmutable y eterna, de lo que no puede mudar, ni concluir; ciencia, que Platón ha llamado Dialéctica. Nada hay por cima de ella, puesto que tiene por objeto el ser mismo, absoluto y perfecto. Esta ciencia es la sabiduría misma. Ahora bien, ¿es capaz por sí sola, mejor que el placer, de hacer al hombre dichoso?, ¿es el soberano bien? No, porque la vida puramente contemplativa, que ella promete al alma humana, no la satisface. Esta pura sabiduría no es superior al placer solamente, sino que sobrepuja a la naturaleza humana, que no pudiendo aspirar a tanto, no encuentra en ella su bien, por lo menos en esta vida. Y así, lo mismo que la vida del placer, la vida sabia no es la vida dichosa. Pero si la felicidad no consiste en el solo placer, ni en la sola ciencia, ¿dónde residirá? Platón concluye [17] resueltamente, que debe encontrarse en la combinación del uno con la otra. No entiende por esto la mezcla confusa de todos los placeres con todas las ciencias, sino la asociación de los placeres puros con las ciencias puras por el pronto; y una vez adquiridas estas, abre la puerta a todas las demás ciencias, porque son necesarias al hombre en las condiciones de este mundo. Pero destierra absolutamente de la mezcla todos los placeres impuros y desmedidos, no menos enemigos de la felicidad que de la razón del hombre. En esta mezcla, las proporciones, ¿son absolutamente iguales?, ¿entra el placer del mismo modo que la ciencia? no. Se comprende, que la ciencia tiene más parte en nuestra felicidad, porque es la más pura y durable, y está más cerca del bien absoluto que del placer; conclusión, a la vez filosófica y moral, digna de poner fin a esta sabia e interesante discusión. {Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate, tomo tercero, Madrid 1871, páginas 9-17.} |
Placeres verdaderos y falsos en el Filebo de Platón. |
Resumen: El Filebo, diálogo sumamente complicado, con el subtítulo “Sobre el placer”, trata, entre otros asuntos, el tema poco común de los placeres “verdaderos” y “falsos”. En otras palabras, se plantea la cuestión de la verdad y de la falsedad de sentimientos y emociones, problema que es evidentemente falso. Sin embargo, Platón insiste en ello y en el curso de la obra se verá que los predicados “verdadero” y “falso” se aplican en un sentido no común a los placeres. El hecho de que Platón insista en la verdad y la falsedad de los placeres, se debe a que combate el hedonismo y toda ética subjetivista. Palabras clave: Platón; Filebo; ética; placer El diálogo platónico Filebo es un texto sumamente difícil; para este artículo escogí una parte que me parece un poco menos complicada, de interés general y, por lo demás, muy interesante. Se trata de un tema poco común que se ocupa de placeres “verdaderos” y “falsos”, en especial de los falsos. Este tema le cuadra muy bien al subtítulo del Filebo, que es “Sobre el placer”. El individuo común y corriente, incluso culto y educado, cree que es un gran placer una riquísima comida, un excelente concierto (para los amantes de la música), una linda relación sexual con una pareja amada, una puesta de sol y otros. Ahora bien, surge la pregunta por el máximo placer. La opinión acerca de este punto varía ciertamente de persona a persona, de su respectiva edad y circunstancias, pero creo que a nadie (o a casi nadie) se le ocurriría que el máximo placer consiste en la contemplación -por ejemplo- de figuras geométricas. Platón sí tuvo esta idea y, para entenderla, debo aclarar que distingue entre dos grandes tipos de placer: por un lado existen los llamados “puros”, y por otro, los “impuros”; los primeros son aquellos que no contienen ni la más mínima parte de dolor y los segundos, los “impuros”, sí la tienen por lo general en mayor o menor medida.1 ¿Cómo se puede hablar de placeres verdaderos y falsos? El término “placer” (y también “dolor”) está tomado aquí en un sentido no específico, y “verdadero” y “falso” en un sentido laxo. En otras palabras, se plantea la verdad o falsedad de emociones y/o sentimientos. Protarco, un interlocutor de la obra, se asombra con toda razón; le parece -igual que al lector- que los placeres (y también los dolores) no son ni verdaderos ni falsos (Phlb., 36c). Sobre esta base, el propósito de este trabajo es exponer de modo crítico los parámetros específicos que usa Platón para considerar qué placeres sí pueden ser verdaderos y falsos. Por su longitud (36c-53c), la discusión acerca de los placeres verdaderos y falsos, en especial los falsos, puede ser considerada como la parte principal de la obra. Anticipo aquí la meta platónica de insistir tanto en la verdad o falsedad de los placeres: al maestro de la Academia le es sumamente importante combatir el hedonismo y toda ética subjetivista. El Filebo presenta cuatro tipos de placeres falsos: el primero es el placer por anticipación (36c-41a); el segundo es el placer por falsa apreciación (41b-42c); el tercero consiste en la identificación del placer con la ausencia de dolor; en el cuarto tipo (44d-50a) juega un papel relevante el dolor. El único placer verdadero será el “puro”, del que se hablará más adelante. El primer tipo de falso placer, el anticipatorio, se ilustra de la mejor manera con el cuento de la lechera de La Fontaine.* Como todos sabemos, se le rompe a la muchacha el jarro con la leche y se destruyen todas las ilusiones que anticipadamente se había hecho a la vez que sus esperanzas quedan vanas. Al aplicar el pensamiento de Platón, se puede decir que la lechera sintió un falso placer al hacer castillos en el aire, y aquí se puede observar muy bien que el autor del Filebo considera, de acuerdo con nuestro ejemplo, que el placer anticipatorio es verdadero sólo si realmente se presenta el evento esperado. Otro caso: alguien se alegra mucho porque opina que un concierto, al que piensa asistir, será de buena calidad. Pero el evento lo decepciona. Así mismo, se puede afirmar que se trataba de un falso placer pues no sucedió lo que se esperaba. Este tipo de falso placer suele ir acompañado de una opinión, la cual, en su calidad de opinión, puede ser verdadera o falsa, mas no el placer. En el ejemplo del concierto resultó falsa la opinión que se tenía de la calidad del mismo, pero ello no anula el placer de imaginarse un buen concierto. Ahora bien, si el concierto es realmente de buena calidad, el placer se da junto con la previa opinión correcta acerca de la ejecución del mismo. De igual modo sucede con la lechera: su alegría al imaginarse vender la leche es real, si bien no se cumple lo esperado. Pero en ambos casos se produce placer, independientemente de si va acompañado por una opinión correcta o no. Hablando otra vez de música: en la vida cotidiana se suele hablar inespecíficamente de un “verdadero” placer, pero ello no tiene que ver con el contexto del Filebo. “Escuchar a Ana Netrebko era un verdadero placer” es un enunciado común y corriente, donde el término “verdadero” suple en realidad a “grande” o “maravilloso”. Y en efecto, el diálogo admite con toda corrección que el placer y el dolor pueden ser grandes, pequeños y fuertes (37c), ¿pero pueden ser “falsos”? “Falso” y “verdadero” no son lo mismo que “grande” o “fuerte”, por mucho que Platón insista. Aquí se ve con claridad que la falsedad del placer existe, según Platón, en una falsa espera de lo que va a pasar. Es -al menos parcialmente- un error cognitivo. Este primer tipo de falso placer se genera por la imaginación y la espera. Los placeres son falsos porque no sucede lo que se esperaba: la espera era falsa. Este tipo de placer se llama en la literatura secundaria a veces “proposicional”, pues se supone que debajo de la espera se da una proposición. En el ejemplo de la lechera, dicha proposición habría sido aproximadamente la siguiente: “voy a vender la leche y con el producto de la venta obtendré mucho dinero, con el cual compraré…”. Dicha proposición, parecida a una opinión (‘creo que si vendo la leche, compraré muchas cosas’), resultó falsa -como hubiera podido ser verdadera en caso de no romperse la jarra. En este sentido la proposición se parece a la opinión que puede ser verdadera o falsa. El placer anticipatorio es un placer, sea grande o pequeño, aunque después pueda presentarse una decepción. Platón había señalado correctamente en el diálogo que hay placeres grandes, pequeños y fuertes, características que corresponden a emociones o sentimientos. Pero “grande” no es lo mismo que “verdadero”; sólo el conocimiento puede ser verdadero, y sólo la opinión puede ser verdadera o falsa. Placeres y opiniones tienen naturalezas distintas. Es la continua referencia a las opiniones verdaderas y falsas en este primer tipo de placeres falsos la que hace caer a Platón en la trampa de buscar verdad y falsedad en las emociones, por no hablar de su predilección general de buscar verdad y falsedad aun en lugares donde estos predicados no caben. El segundo tipo de placeres falsos consiste en una errónea apreciación, en una sobre o subvaluación de algún placer o dolor, al que se le atribuye un peso que no tiene. Un ejemplo apropiado para mostrar dicho fenómeno es el de Esaú en la Biblia,** quien vende su primogenitura a su hermano por un plato de lentejas. Aquí se percibe de manera clara la falsa apreciación: una primogenitura valía en aquel entonces mucho más que un plato de sopa. Esaú no supo calcular lo que era más valioso, muy probablemente empujado por el deseo o placer inmediato de comer un plato de lentejas. Tal como, al ver un objeto de lejos, se puede tener una impresión equivocada acerca de su tamaño real, así también se puede dar el mismo fenómeno en la apreciación del placer y del dolor. Un ejemplo de la vida real: la mayoría de las personas le tiene miedo al dentista. ¡Cuántas personas no sufren una semana entera antes de la primera extracción de un diente! Pero con frecuencia uno exagera el dolor en la imaginación y, pasado el tratamiento, se dice: “no era para tanto”. A los ojos de Platón esto habría sido un “falso dolor”, que por cierto no era falso, sino su duración era exagerada. Un dolor y un placer pueden ser más o menos intensos de lo que pensábamos, sin que por ello se conviertan en verdaderos o falsos. En este tipo de falso placer, el error consiste en una falsa apreciación del “peso” del placer o del dolor esperados. El criterio de verdad sería una correcta apreciación de este mismo peso. El tercer tipo de falsedad consiste en la identificación del placer con la ausencia del dolor. Fabio Morales explica que se trata de una falsedad en la que incurren los ascetas que se contentan con vivir en un estado carente de dolor, e identifican este estado con el bien y la felicidad.2 Platón no admite de ninguna manera que el placer consista en la ausencia o remisión de dolor; no sufrir dolor y tener placer tienen distinta naturaleza, y habría que preguntarse si la ausencia de dolor realmente ya es placer. Si bien algunas personas lo creen así, como se verá más adelante, esta concepción del placer como ausencia de dolor, que refleja un estado “neutro” sin dolor y sin placer, es una concepción pobre del placer. En el cuarto tipo de falso placer juega un papel fuerte el dolor, el cual ya se encontraba presente de modo más o menos “subterráneo” en los tres tipos anteriores. En los párrafos 44d-50e se da la discusión más profunda con respecto al punto de verdad y falsedad de los placeres. Estos últimos son los placeres al estilo de Calicles en el Gorgias, aquél es partidario de grandes placeres y deseos, aunque impliquen dolores y frustraciones. Se trata de desear, disfrutar, obtener placer, volver a desear, volver a alegrarse y hacer de ello un estilo de vida. La concepción que Calicles tiene de la felicidad y de la vida buena reside en que ésta sea desenfrenada y que persiga el placer y el poder. Se exhibe así: “La abundancia, el desenfreno y la libertad {en sentido de libertinaje} […] esto es la virtud y la felicidad; todo lo demás […] son convenios de los hombres contrarios a la naturaleza, son tonterías que no valen nada” (Grg., 292c; traducción mía). En el Filebo se busca la magnitud y la fuerza del placer, pero sobre todo “debemos entender qué naturaleza tiene el placer y cuál dicen quienes afirman que no existe en absoluto” (45c). Para investigar la naturaleza del placer, se tienen que examinar los placeres más grandes e intensos para comprenderlos perfectamente bien. Con respecto al cuerpo, los más grandes son aquellos precedidos por los deseos más apremiantes, por ejemplo en el caso de los enfermos su máximo deseo es estar sanos; pero ello no significa, en general, que los enfermos tienen placeres más grandes que los sanos. ¿Dónde se dan los placeres más fuertes y más intensos, en la insolencia (hybris), al estilo de Calicles, o en la vida sensata? Los individuos sensatos buscarán sus placeres bajo la óptica del “nada en demasía”, esto impone un freno al placer ilimitado, mientras que el placer de los insolentes, que buscan placeres sin límites, tiende hacia la locura. De ahí se desprende que los máximos placeres y los máximos dolores no provienen de la virtud (45e). Cuando una persona se rasca al tener sarna, ¿siente dolor o placer? Se dice que es un “mal mixto”, pues se trata de un estado mezclado de placer y dolor. Hay tres tipos de mezclas: estados mixtos de placer y dolor en el cuerpo; mezclas que se dan en el alma a la vez que en el cuerpo (llamadas a veces “placer”, a veces “dolor”) y otras que se presentan como mezclas de dolor y placer en el alma y que se pueden considerar como disarmonías de ésta. Algunas mezclas de placer y de dolor se dan en partes iguales. La mayoría de las personas busca definitivamente aquellos placeres donde la parte del dolor es mínima, y la del placer, máxima. Hay quienes aprecian que un individuo que dispone de este tipo de placer y vive permanentemente en este estado es el más feliz de todos (47b). Con respecto a los placeres del cuerpo, llama la atención leer cómo describe Platón el estado de la persona “posesionada” por el placer: salta de gusto, hace gestos, cambia de color y de respiración, grita y hasta “muere” de placer. El maestro de la Academia opina que son las personas desenfrenadas e insensatas los que creen que estos placeres físicos son los más grandes. Se mencionan expresamente como dolores del alma, sin base física, la ira, el temor, la añoranza, el duelo, la pena de amor, los celos y la mala fe. Estos fenómenos pueden presentarse junto con “indescriptibles placeres” (47e). Unas palabras todavía sobre el tema de la mezcla de placer y dolor: Sócrates quiere explicar este aspecto mediante la naturaleza de la mala fe, o alegría del mal ajeno. Existe un dolor y un placer de índole injusta (49c-d); por ejemplo -como se maneja en la moralidad popular- es justo alegrarse del mal del enemigo, pero no es justo alegrarse del mal que le sucede al amigo. Ambos fenómenos suceden en la vida real. Cuando nos reímos de las desgracias de los enemigos, mezclamos placer y dolor, ya que la risa es un placer, pero la mala fe, un dolor. A modo de conclusión se señala que hay que aceptar que tanto el cuerpo sin el alma, como el alma sin el cuerpo, como también ambos juntos, están repletos de la experiencia de tener placeres y dolores juntos (50d-d). Es importante hacer hincapié en que el peligro del placer es no tener medida; los placeres violentos, físicos, carecen de medida y siempre están mezclados con dolor. En especial para el cuarto tipo de falso placer vale decir lo siguiente: se trata de placeres claramente mixtos, no completamente rechazables, sino sólo en la medida en que moralmente no son aceptables. Nada más resta reafirmar lo ya dicho: la distinción entre placeres verdaderos y falsos quiere combatir un hedonismo exacerbado y prevenir contra una ética subjetivista al estilo de Calicles. Placeres y dolores son aceptables para Platón en la medida en la que se insertan en la vida buena, y es la razón, phronesis, la que al fin y al cabo determina qué placer se debe adoptar para tal vida. Hasta ahora se ha hablado de los placeres “falsos”. ¿Cuáles son los “verdaderos”? Ellos son los llamados “puros”, esto es, aquellos que no tienen ninguna mezcla con dolor y que son, por decirlo así, completamente inofensivos. Dichos placeres puros -una clara minoría en comparación con los anteriores “impuros”, mezclados con dolor- son aquellos que nos procuran los colores bellos, las figuras geométricas y los que vienen de sonidos agradables. Estos placeres estéticos son los únicos que, según Platón, producen una satisfacción placentera que no implica dolor. Es bello algo recto o redondo, son las matemáticas las que procuran un placer que (obviamente) no es comparable con el de rascarse cuando se siente comezón. Todavía entran en este género los placeres relacionados con los conocimientos, y literalmente leemos en 52b: “Se debe decir que estos placeres de los conocimientos no están mezclados con los dolores, y de ninguna manera pertenecen a la mayoría de los hombres, sino a muy pocos”; se puede conjeturar, entonces, que estos pocos son los filósofos y los matemáticos. A modo de conclusión es preciso decir que no existen ni falsos ni verdaderos placeres, pues los criterios platónicos para calificar un placer de verdadero o falso no se pueden aplicar en el terreno de las emociones o sentimientos. Con respecto al primer tipo de placer, cabe señalar que todos conocemos la situación del placer anticipado, por ejemplo el de un viaje. Nos alegramos semanas antes y, si por algún motivo el viaje no se realiza, sentimos una decepción, pero el placer ya se dio, como reza un refrán mexicano “lo bailado, ni Dios lo quita”; o como se aprecia en una sentencia en alemán: “Vorfreude ist die schönste Freude” (la alegría anticipada es la más bella); sí, es la más bella, pero no la más “verdadera”. Incluso en el segundo tipo, el del ejemplo del plato de lentejas, Esaú se alegró en el momento, si bien después comprendió que dio lo más por lo menos. En cuanto al tercer tipo, tomar la ausencia de dolor por un placer, no es tan descabellado como podría parecer a primera vista sobre todo en ciertas situaciones. Resulta que la ausencia de dolor con frecuencia sí es un placer, aunque los dos casos tienen distinta naturaleza. De hecho, hay personas que creen eso, entre ellas se encuentra Aristóteles, quien, en su Ética nicomaquea, VII, 1153a, afirma que el hombre prudente busca simplemente una vida sin dolor, lo que es parecido a este tercer tipo de falsedad. Ello es obvio, cuando, después de una enfermedad grave, recuperamos la salud, nuestro estado normal. En el cuarto caso, el de los placeres mezclados con bastantes dolores y deseos, también se da placer real cuando por fin se cumple un deseo largamente anhelado. En el mismo Filebo leemos: “Y el que siente placer, sea de modo correcto o incorrecto, obviamente no pierde en realidad la sensación de sentir placer” (37b). |
Bibliografía Delcomminette, Sylvain, Le Philèbe de Platon. Introduction à l’agathologie platonicienne, Brill, Boston-Leiden, 2006. [ Links ] Frede, Dorothea, Philebos. Übersetzung und Kommentar, Göttingen, Vandenkoeck & Ruprecht, 1997. [ Links ] La Fontaine, Jean de, “La Laitière et le Pot au Lait”, Fables II, Paris, Bordas, 1967. [ Links ] Morales, Fabio, “En torno a la verdad y falsedad de los placeres en el Filebo de Platón”, ∆αίµων, Revista de Filosofía, 37, 2006, pp. 37-47. [ Links ] Platón, Gorgias, versión de Ute Schmidt Osmanczik, México, Universidad Nacional Autónoma de México (Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana), 2008. [ Links ] *N. del ed.: “La Laitière et le Pot au Lait”, 1967. **N. del ed.: cf. Gn. 25:31-32. 1Esto se debe al pensamiento metafísico de Platón acerca del ser verdadero, de lo que siempre es y no está sujeto al devenir, concepción que recuerda la teoría de las Formas; empero, el planteamiento de los placeres falsos, a los que se dirige sobre todo la atención platónica, se entiende perfectamente bien sin apoyo metafísico alguno. 2Cf. Morales, 2006, p. 39. |
Ute Schmidt Osmanczik* *Centro de Estudios Clásicos, IIFL, Universidad Nacional Autónoma de México, México. Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México; es investigadora titular en el Centro de Estudios Clásicos; en 1986 obtuvo el Premio Norman Sverdlin. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI). |
No hay comentarios:
Publicar un comentario