—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

martes, 5 de febrero de 2013

201.-Platón Eutidemo o el disputador I a


Luis Alberto Bustamante Robin; José Guillermo González Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdés;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Álvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Verónica Barrientos Meléndez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andrés Oyarce Reyes; Franco González Fortunatti; 


 Platón  Eutidemo o el disputador I


Tercer emblema: "el tiempo pasa rápido"
Scherezada Jacqueline Alvear Godoy



Sócrates – Criton – Eutidemo – Dionisodoro – Clinias – Ctésipo


Criton

Sócrates, ¿quién era aquel hombre con quien disputabas ayer en el liceo? Me aproximé cuanto pude para oíros, pero la apretura de la gente que os rodeaba, era tanta, que no pude entender nada. Me empiné entonces sobre las puntas de los pies, y me pareció que la persona con quien hablabas, era un extranjero: ¿quién es?

Sócrates

¿De quién quieres hablar? Criton. Porque allí había más de un extranjero; eran dos.

Criton

Te pregunto por aquel que estaba sentado el tercero a tu derecha; el hijo de Axioco estaba entre vosotros dos. Advertí que ha crecido bastante, y que es poco más o menos de la misma edad que mi hijo Critóbulo; pero éste es de constitución delicada, mientras el otro es más robusto y de mejores formas.

Sócrates

Ese por quien preguntas se llama Eutidemo. Su [304] hermano, que se llama Dionisodoro, estaba a mi izquierda, y también tomaba parte en la conversación.

Criton

Ni a uno ni a otro conozco, Sócrates.

Sócrates

Al parecer son de los nuevos sofistas.

Criton

¿De qué país son y que ciencia profesan?

Sócrates

Creo que son de la isla de Cos, y fueron a establecerse a Turto; pero huyeron de allí y andan rodando por esta tierra hace algunos años. Con respecto a su ciencia, te aseguro, Criton, que es una maravilla, porque todo lo saben. Yo ignoraba lo que son los atletas consumados; pero aquí tienes estos, que conocen toda clase de luchas, no como los hermanos Acarnanienses, que sólo sobresalen en los ejercicios del cuerpo, sino que éstos, por el pronto, son notables en este género, y combaten hasta el punto de vencer a todos sus adversarios; pero además saben servirse de toda clase de armas, y por el dinero enseñan a todo el mundo a manejarlas, y más aún, son invencibles en materia jurídica, y enseñan a abogar y a componer defensas forenses. Hasta ahora sólo eran hábiles en estas cosas, pero hoy poseen ya el secreto de toda clase de luchas, y hasta han inventado una nueva, en la que no hay quien sea capaz de resistirles, y dígase lo que quiera, ellos saben combatirlo todo igualmente, sea verdadero o falso. Así es, Criton, que estoy resuelto a ponerme en sus manos; porque prometen hacer a cualquiera, en muy poco tiempo, tan sabio en su arte, como lo son ellos mismos.

Criton

Pero, Sócrates, ¿no te detiene tu edad?

Sócrates

De ninguna manera, Criton, y lo que me da ánimos, es [305] que estos extranjeros no eran de menos edad que yo, cuando se entregaron a esta ciencia de la disputa, porque hace uno o dos años que todavía la ignoraban. Lo que temo es, que un alumno de mi edad no sea objeto de chacota, como me sucede con el maestro de cítara Connos, hijo de Metrobo, que me está aún dando lecciones de música, y los jóvenes, mis condiscípulos, se burlan de mí, y llaman a Connos pedagogo de viejos. Temo, pues, que estos extranjeros se burlen también, y no me reciban quizá. Así, Criton, después de haber decidido a algunos ancianos como yo a concurrir a la escuela de música, intento persuadir a otros, para que vengan a esta nueva escuela, y si me crees, vendrás tú igualmente, y quizá deberíamos llevar allí tus hijos, como un cebo, porque la esperanza de instruir a esta juventud decidirá a los extranjeros a darnos lecciones.



Criton



Consiento en ello, Sócrates, pero dime antes lo que enseñan los extranjeros, para que sepa yo lo que hemos de aprender.



Sócrates



No defraudaré tu curiosidad, so pretexto de que no puedo responder por no haberles oído; por el contrario, presté la mayor atención, y nada he olvidado de lo que dijeron; voy a hacerte una relación fiel de todo ello desde el principio hasta el fin.



Estaba, por casualidad, sentado solo donde me viste, que es el lugar en que se dejan los trajes, y me disponía a marcharme, cuando el signo divino consabido se me manifestó de repente. Me volví a sentar, y a muy luego Eutidemo y Dionisodoro entraron seguidos de muchos jóvenes, que me parecieron sus discípulos. Se pasearon un corto rato en el pórtico, y apenas habían dado dos o tres vueltas, cuando entró Clinias, ese joven a quien encuentras con razón bastante crecido, que venía acompañado [306] de gran número de amantes y de jóvenes, y entre ellos de Ctésipo, joven de Peanea, de excelente natural, pero un poco ligero, como lo es la juventud. Clinias, viendo al entrar que estaba yo sentado y solo, se aproximó a mí, y como tú lo observaste, se sentó a mi derecha. Habiéndolo percibido Dionisodoro y Eutidemo, se pararon y conversaron entre sí. De tiempo en tiempo fijaban sus miradas en nosotros, porque yo los observaba con cuidado, pero al fin se nos aproximaron y se sentaron, Eutidemo cerca de Clinias, y Dionisodoro a mi izquierda. Los demás tomaron asiento como pudieron. Yo les saludé amistosamente, como a gentes que hacía mucho tiempo que no veía, y dirigiéndome a Clinias, le dije: aquí tienes, mi querido Clinias, dos hombres, Eutidemo y Dionisodoro, que no se ocupan en bagatelas y que tienen un perfecto conocimiento del arte militar, y de lo que debe practicarse para presentar en batalla un ejército y hacerle maniobrar. Te enseñarán también cómo se defiende uno en los tribunales, cuando se ve atacado. Eutidemo y Dionisodoro como que se compadecieron al oírme hablar así, y mirándose uno a otro, se echaron a reír. Eutidemo, dirigiéndose a mí, dijo:



—Nosotros no consideramos esa clase de cosas, Sócrates, sino como un puro pasatiempo.



Sorprendido yo de oír esto, le dije: precisamente, vuestra principal ocupación debe ser de mucho interés, puesto que todas estas cosas no son para vosotros más que bagatelas; pero hacednos el favor, en nombre de los dioses, de enseñarnos cuál es el arte admirable de que hacéis profesión.



—Estamos persuadidos, Sócrates, me dijo, de que nadie enseña la virtud tan fácilmente ni tan pronto como nosotros.



¡Por Júpiter! exclamé yo; ¿qué es lo que decís? ¡Ah! ¿cómo habéis llegado a hacer tan feliz descubrimiento? Yo creía que sólo sobresalíais en el arte militar, como manifesté antes, y sólo en este concepto os alabé; porque me acuerdo que cuando vinisteis aquí la [307] primera vez, os preciabais de poseer sólo esta ciencia; pero si poseéis además la de enseñar la virtud a los hombres, estadme propicios, yo os saludo como dioses, y os pido que me perdonéis el haber hablado de vosotros en los términos en que lo hice antes. Pero tened cuidado, Eutidemo y tú, Dionisodoro, de no engañarnos, y no extrañéis que la magnitud de vuestras promesas me hagan un poco incrédulo.



—Nada hemos dicho que no sea cierto, y tenlo así entendido, Sócrates; –respondieron ellos. 

—Os tengo por más felices que el gran Rey con todo su reino; pero decidme: ¿es vuestro designio el enseñar esta ciencia o tenéis otro propósito? 
—Nosotros no hemos venido aquí, sino para enseñarla a los que quieran aprenderla. 
—Si es así, todos los que la ignoran querrán conocerla, y yo en este punto os respondo por mí el primero, después por Clinias y Ctésipo, y, por último, por todos estos jóvenes que veis en torno vuestro.


Y entonces les mostré los amantes de Clinias que ya nos habían rodeado. Ctésipo se había sentado al principio casualmente, a lo que me pareció, después de Clinias; pero como Eutidemo se inclinaba cuando me hablaba, Clinias, colocado entre nosotros dos, dejaba oculto a Ctésipo, lo cual obligó a éste a levantarse y a ponerse frente a nosotros, para ver a su amigo y oír la disputa; todos los demás amantes de Clinias y los partidarios de Eutidemo y de Dionisodoro hicieron otro tanto y nos rodearon. entonces, señalándoles a todos con el dedo, aseguré a Eutidemo, que no había uno solo, que no tuviese deseo de tomarle por maestro. Ctésipo se ofreció con calor, y todos los demás hicieron lo mismo, y suplicaron a Eutidemo que les descubriera el secreto de su arte. entonces, dirigiéndome a Eutidemo y a Dionisodoro: es preciso, les dije, satisfacer a estos jóvenes y yo uno mis súplicas a las suyas. Hay mucho de que hablar, pero por el pronto, decidme: ¿os es tan fácil hacer virtuoso a un hombre que duda, tanto que pueda aprenderse la [308] virtud, como que seáis vosotros capaces de enseñarla, que a otro que esté persuadido de lo uno y de lo otro? ¿Os suministra medios vuestro arte, para convencer a un hombre, preocupado de esta manera, de que la virtud puede ser enseñada, y que para esto sois vosotros los mejores maestros?



—Todo eso es igualmente de la competencia de nuestro arte, replicó Dionisodoro. 

—¿No hay nadie que pueda, mejor que vosotros, exhortar a los hombres al ejercicio de la filosofía y de la virtud? 
—Nosotros por lo menos lo creemos así, Sócrates. 
—Nos lo haréis ver con el tiempo, pero en este momento, lo que deseamos es que convenzáis antes a este joven, de que debe consagrarse por entero a la filosofía y a la virtud, con lo que quedaremos altamente complacidos yo y todos nosotros, porque nos inspira este joven el mayor interés, y deseamos hasta con pasión que sea el mejor hombre del mundo. Es hijo de Axioco, nieto del antiguo Alcibiades, primo hermano del Alcibiades que vive, y se llama Clinias. Como es joven aún, tememos, que alguno se apodere primero de su espíritu y le contamine; de manera que no pudisteis haber llegado más a tiempo, y si no tenéis cosa que os lo impida, podéis tantear a Clinias, y conversar con él a presencia nuestra.


Luego que hablé poco más o menos de esta manera, Eutidemo, con un tono altanero y como seguro de sí mismo, dijo:



—Consiento en ello, con tal que este joven quiera responder. 

—Está ya acostumbrado, le contesté; sus compañeros y él se interrogan y discuten entre sí muchas veces, y Clinias no tendrá dificultad en responderte.


Pero ¿cómo podré, Criton, referirte lo que después ocurrió? Porque no es poco hacerte una relación fiel de la prodigiosa sabiduría de estos extranjeros, y por esto, antes de proceder a ella, es preciso que, siguiendo el ejemplo de los poetas, invoque las Musas y la diosa Mnemosina. Eutidemo comenzó así poco más o menos. [309]



Los que aprenden, Clinias, ¿son sabios o ignorantes? El joven, como si la pregunta fuese difícil, se ruborizó, y me miró aturdido. Viendo la turbación en que estaba, le dije: valor, Clinias, responde con resolución lo que te parezca, porque redundará quizá en bien tuyo. Sin embargo, Dionisodoro, inclinándose hacia mí y riéndose, me dijo por lo bajo al oído: Sócrates, responda lo que quiera, caerá en el lazo. Mientras me decía esto, Clinias, a quien no tuve yo tiempo para advertirle que tuviera cuenta con lo que respondía, dijo: que los sabios eran los que aprendían. –¿Crees tú que hay maestros, –le preguntó Eutidemo–, o que no los hay?– Confesó que los había. –¿No son los maestros los que enseñan? ¡No eran el tocador de laúd y el gramático tus maestros y tú y tus compañeros sus discípulos?– Convino en ello. –Pero cuando aprendíais, ¿no sabíais aún las cosas que aprendíais? –No sin duda. –Luego, no erais sabios cuando ignorabais estas cosas. –Así es. –Puesto que no erais sabios, precisamente erais ignorantes. –Es cierto. –Luego cuando aprendíais las cosas que no sabíais, las aprendíais siendo ignorantes–. Clinias convino en ello. –Luego son los ignorantes los que aprenden, Clinias y no los sabios, como decías antes–. entonces todos los partidarios de Eutidemo y de Dionisodoro, como de concierto, rompieron en grandes carcajadas y en aplausos. Dionisodoro, sin dar tiempo a Clinias para respirar, tomando la palabra, le dijo: ¿pero, Clinias, cuando vuestro maestro recita alguna cosa, qué son los que aprenden aquello que él recita? ¿Son sabios o ignorantes? –Sabios. –Luego son los sabios los que aprenden y no los ignorantes, y por lo tanto, no has respondido bien a Eutidemo.



Al oír esto se oyeron nuevas carcajadas y nuevos aplausos de los admiradores de la sabiduría de Eutidemo y de Dionisodoro. Nosotros, sorprendidos, permanecimos en [310] silencio. Eutidemo, viendo nuestro asombro, para darnos aún mayor prueba de su sabiduría, arremete de nuevo al joven, y le pregunta dando otra dirección al mismo asunto; a manera de hábil bailarín, que gira dos veces sobre un mismo punto: los que aprenden, ¿aprenden lo que saben o lo que no saben? En este momento, Dionisodoro me dijo al oído: aquí va a caer la primera vez. –¡Por Júpiter! le respondí, la primera polémica me ha parecido maravillosa–. Todas nuestras preguntas son de la misma naturaleza, añadió él; no es posible desenredarse de ellas. –He ahí, le repliqué, lo que os da tanta autoridad entre vuestros discípulos–. Clinias había respondido ya a Eutidemo, que los que aprendían, aprendían lo que no sabían. Eutidemo dirigió a Clinias las preguntas de siempre: –¿sabes las letras?– le dijo. –Sí. –¿Pero las sabes todas? –Todas. –Cuando alguno recita alguna cosa, ¿no recita letras? –Seguramente. –¿Luego recita lo que tú sabes, puesto que sabes todas las letras? –Conforme. –Y bien, ¿aprendes tú lo que se te recita, o es el que no sabe las letras el que aprende? –No, yo soy el que aprende. –¿Luego tú aprendes lo que sabes, puesto que sabes todas las letras?–. Él lo confesó. –Luego no has respondido bien–, añadió Eutidemo.



Apenas había cesado de hablar, cuando Dionisodoro, recibiendo la pelota la arrojó contra Clinias, como blanco a que dirigía sus tiros. ¡Ah! Clinias, le dijo, Eutidemo no obra de buena fe contigo. Pero dime, ¿aprender no es adquirir el conocimiento de una cosa que se aprende? –Convino en ello–. Y saber, ¿no es haber adquirido el conocimiento de esta cosa? –También convino–. Ignorar una cosa, ¿no es no haber adquirido el conocimiento de ella? –Él lo confesó–. ¿Quiénes son los que adquieren una cosa, los que la tienen o los que no la tienen? –Los que no la tienen–. ¿No me has concedido que los ignorantes pertenecen al número de los que no la tienen? [311] –Es cierto–. Los que aprenden, ¿son, por consiguiente, de número de los que adquieren y no del número de los que tienen la cosa? –Sin duda–. Luego son, Clinias, los ignorantes los que aprenden y no los sabios.



Eutidemo se preparaba a dirigir, como se hace en la lucha, un tercer ataque a Clinias, pero viéndole casi acobardado con todos estos discursos, tuve yo compasión de él, y para consolarle, le dije: –No te asustes, Clinias, de esta manera de discurrir, a que no estás acostumbrado. Quizá no conoces la intención de estos extranjeros; quieren hacer contigo lo que hacen los Coribantes con los que se inician en sus misterios, y si tú has sido admitido allí, debes de acordarte que comienzan por juegos y danzas. En igual forma estos extranjeros danzan y juegan en torno tuyo, para después iniciarte. Imagínate, pues, que estos son preludios de los misterios de los sofistas, porque en primer lugar, como Prodico lo ha ordenado, es preciso saber la propiedad de las palabras. Esto es lo que estos extranjeros te han enseñado. Ignorabas que aprender significa adquirir un conocimiento, que no se tenía antes. Y lo mismo cuando después de haber adquirido el conocimiento de una cosa, se reflexiona por medio de este conocimiento sobre esta misma cosa, ya sea un hecho o una idea. Ordinariamente se llama esto más bien comprender que aprender, si bien algunas veces se le da este último nombre. No sabias, como estos extranjeros lo han hecho ver, que un mismo nombre se atribuye a cosas contrarias, ya se sepa o no se sepa. En la segunda cuestión, que han promovido, sobre si se aprende lo que se sabe o lo que no se sabe, sucede esto mismo, que no son más que juegos de palabras; y por esto te he dicho que se divertían contigo, y lo llamo un juego, porque, aun cuando se supiese un gran número de tales objetos, aun cuando se los supiese todos, no por eso sería uno más hábil en el conocimiento de las cosas. A la verdad, es fácil sorprender a [312] a las gentes, valiéndose de equívocos, como aquellos que hacen caer a alguno por medio de una zancadilla, o los que retiran a uno a hurtadillas el asiento en el acto de irse a sentar, dando ocasión a que se rían las gentes cuando os ven en tierra. Pase todo cuanto han dicho hasta ahora estos extranjeros, Clinias, por una broma. Lo serio vendrá después, y entonces, yo el primero, les suplicaré que me cumplan la promesa que me han hecho. Porque debo esperar de ellos, que me enseñen el medio de excitar los hombres a la virtud, pero sin duda han creído que debían comenzar por una chuscada. Basta ya de chanzas; Eutidemo y Dionisodoro, vamos al asunto y llenad el corazón de este joven con el amor a la virtud y a la sabiduría. Permitidme que os explique antes mi intención, y que os diga las cosas sobre las que deseo oíros. Sin embargo, no os burléis de mi modo de obrar grosero y ridículo; el deseo que tengo de aprovecharme de vuestras enseñanzas me impide trataros con cierta circunspección. Repito que tanto vosotros como vuestros discípulos tengáis la paciencia de escucharme sin reíros; y tú, hijo de Axioco, respóndeme.



¿Hay alguno que no desee ser dichoso? ¿No es ridícula esta pregunta y no parece que arguye haber perdido el buen sentido el hacerla? Porque ¿quién no desea vivir dichosamente? –Nadie–, me respondió Clinias. Pues bien, le dije, puesto que todo el mundo quiere ser dichoso, ¿cómo podrá conseguirlo? ¿Será poseyendo muchos bienes? Aún es preciso carecer más de sentido común que al hacer la pregunta anterior, para dudar de una cosa tan clara, porque es la pura evidencia. –Convengo en ello–. Puesto que es así, ¿qué es lo que los hombres llaman bien?, ¿tan difícil es adivinarlo? Por ejemplo, ¿se me dirá que no es un bien el ser rico? ¿No lo es?, Clinias. –Seguramente–. La belleza, la salud y otras perfecciones semejantes del cuerpo, ¿no son bienes? –Quién lo duda–. ¿Qué diremos [313] de la nobleza, del crédito y de los cargos honoríficos de la República? No los comprenderemos entre los bienes? –Sin duda–. ¿No hallaremos aún otros bienes además de todos estos? Por ejemplo: la templanza, la justicia, la fortaleza, ¿no merecerán el nombre de bienes? ¿Alguno podría negarlo?, ¿y tú? –Estos son bienes–, dijo. Sí, ¿y dónde colocaremos la sabiduría? ¿Le daremos cabida entre los bienes o no? –Seguramente; es un bien–. Cuida de que no se nos escape ningún bien, que sea digno de consideración. –Me parece que ninguno se nos ha olvidado–. Recapacitando en mí, exclamé: ¡por Júpiter! hemos dejado olvidado el mayor de todos los bienes. –¿Cuál?– dijo Clinias. Es, le dije, el buen éxito en todas las cosas, lo cual hasta los más ignorantes reconocen como el soberano bien. –Dices verdad–, respondió Clinias. Fijando la reflexión sobre lo que yo acababa de decir le dije: ha faltado poco, para que tú y yo fuéramos objeto de risa para estos extranjeros. –¿Cómo?– repuso Clinias. Porque hemos hablado ya del don de acierto en todas las cosas, y aún continuamos hablando. –¿Qué importa?– ¿No es ridículo repetir dos veces una misma cosa? –¿Porqué dices eso?– replicó Clinias. Es, respondí yo, porque el don de acierto y la sabiduría son una misma cosa; hasta los niños están de acuerdo con esto. El joven Clinias, a causa de su poca experiencia, estaba ya del todo sorprendido; yo lo advertí y añadí: ¿no es cierto que los tocadores de flauta consiguen mejor que nadie el manejo de este instrumento? –Sí–. ¿No sucede lo mismo con los gramáticos respecto a la gramática y escritura? –Sí–. Y en las cosas de mar, los más experimentados pilotos ¿no son mejor que nadie una garantía de buen éxito para librarse de los peligros de las olas? –Sin dificultad–. ¿Si fueras a la guerra, no querrías más fiarte, en medio de los peligros, de un buen general que de uno malo? –¿Quién lo duda?–. Y si estuvieses enfermo, llamarías a un buen médico o [314] a uno ignorante? –A un buen médico, seguramente–. Es decir, que tú esperarías mejor resultado de un buen médico, que de otro que no supiera su oficio. –Conforme–. La sabiduría es la que hace a los hombres dichosos, porque la sabiduría consigue siempre su fin, porque en otro caso no sería sabiduría. En fin, estamos de acuerdo, aunque no sé cómo, en que donde está la sabiduría allí está el buen éxito.



Luego que convinimos en lo que acabo de decir, proseguí de esta manera.



¿Pero qué pensaremos de las cosas que al principio han sido concedidas? Porque hemos dicho, que con tal que tengamos muchos bienes, viviremos dichosos. –Clinias lo confesó–. Para vivir dichosos, ¿es preciso, que los bienes nos sirvan de algo o que no nos sirvan de nada? –Es preciso que nos sirvan de algo–. ¿Pero nos servirán si nos contentamos con poseerlos, sin hacer de ellos ningún uso? Por ejemplo: ¿de qué serviría tener cierta cantidad de viandas y de excelentes vinos a aquel que no quisiese comer ni beber? –Sería una provisión inútil–, dijo. Y supongamos que un artesano tenga todos los instrumentos necesarios para ejercer su oficio, y que no los emplease, ¿qué ventajas, ni qué felicidad, sacaría de esto? ¿De qué le serviría la sola posesión? Por ejemplo: un carpintero, poseyendo los instrumentos y la madera necesaria para trabajar, pero sin trabajar, ¿qué ventaja le puede resultar de esta posesión? –Ninguna–. Y si un hombre posee las grandes riquezas de que hemos hablado, sin atreverse a tocarlas, ¿la posesión sola de tantos bienes le hará feliz? –Yo no lo creo, Sócrates–. Resulta, pues, que para ser dichoso no es bastante ser dueño de todos estos bienes, sino que es preciso usar de ellos. Sin esto ¿de qué sirve poseer? –Es cierto, Sócrates–. ¿Pero, crees tú, que la posesión y el uso de los bienes bastan para ser dichoso? –Sí–. ¿Cualquiera uso que de ellos se haga bueno o malo? –Es preciso hacer un uso bueno–, dijo Clinias. Has respondido sabiamente, porque [315] valdría más no usar de un bien que abusar de él; esto último es un mal, lo primero no es mal ni bien; ¿no es éste tu parecer? –Sí–, dijo. Para trabajar bien la madera, ¿hay necesidad de otro arte que el de carpintero? –No–. ¿No hay igualmente un arte para trabajar los metales? –Seguramente–. ¿No diremos asimismo que es la ciencia la que enseña a servirse bien de los bienes, de la belleza, de la salud, de las riquezas? ¿O bien es otra cosa distinta que la ciencia? –Es la ciencia–. Es, pues, la ciencia y no el don del acierto el que enseña a los hombres a usar bien de las cosas y hacerlas bien.



Él lo confesó.



Pero, ¡por Júpiter!, ¿se puede poseer útilmente una cosa sin la prudencia y la sabiduría? ¿Cuál vale más?, un hombre que posee mucho y que toma parte en muchas cosas, pero que no sabe conducirse, o un hombre que no tiene bienes, que no puede nada, pero que está dotado de buen sentido. Fija bien tu atención: ¿no es cierto, que el que obra menos comete menos faltas?, ¿que el que comete menos faltas, sufre menos mal?, ¿que el que sufre menos mal, es en la misma proporción menos desgraciado?



Clinias convino en ello.



Pero, ¿quién obra menos, el rico o el pobre? –El pobre–. ¿El fuerte o el débil? –El débil–. ¿El que ha recibido honores o el que no los tiene? –El que no los tiene–. ¿El hombre instruido y valiente o el tímido? –El tímido–. ¿El negligente obra menos que el activo? –Sí–. ¿El hombre pesado que el hombre ágil? ¿El que ve y entiende mal menos que el que entiende y ve bien?



Conformes ya en todos estos puntos, añadí:



De todo este discurso, Clinias, concluyamos que todos estos bienes de que hemos hecho relación, no son bienes en sí mismos; que por el contrario, si a ellos se une la ignorancia, son peores que los males que les son opuestos, porque suministran más amplia materia para el mal al mismo que los posee; que si todas estas ventajas van acompañadas de la prudencia y de la sabiduría, son preferibles a los males [316] contrarios; pero que en sí mismos los bienes no deben ser tenidos por buenos ni por malos. –Me parece que tienes razón–, dijo Clinias. ¿Qué concluiremos de todo esto? Que excepto dos cosas, todo lo demás no es bueno ni malo; que la sabiduría es un bien y la ignorancia un mal.



Clinias lo confesó.



Ahora, dije yo, pasemos a lo demás. Puesto que cada uno quiere ser dichoso, y que para serlo es preciso usar las cosas y usarlas bien, y que debemos a la ciencia estas dos ventajas, ¿deben o no deben hacerse los mayores esfuerzos para adquirirla y hacerse lo más sabio que sea posible? –Eso está fuera de duda–, dijo él. Luego debemos creer, que nuestros padres, nuestros tutores, nuestros amigos, todos los que bien nos quieren y hasta los que aspiran a ser nuestros amantes, extranjeros o conciudadanos, no pueden hacernos un presente más precioso que la sabiduría, la que es preciso obtener de ellos a fuerza de súplicas y de instancias, y que no es vergonzoso comprar un bien tan grande por medio de toda clase de servicios y de complacencias decorosas para con un amante o cualquiera otro; ¿no es éste tu parecer? –Sí–, dijo, –creo que tienes razón–. Ya sólo resta examinar si la sabiduría puede enseñarse o si es un don del azar, porque tú y yo no hemos fijado aún este punto. –En mi concepto, Sócrates–, dijo él, –creo que la sabiduría puede enseñarse–. ¡Oh tú, el más excelente de los hombres!, exclamé yo entusiasmado; puesto que me das ya resuelta una dificultad, que me hubiera ocupado mucho, sobre si la sabiduría puede o no enseñarse; pero una vez que me aseguras que puede enseñarse y que es la única cosa que puede hacer a los hombres dichosos, ¿no opinas que es preciso entregarse enteramente a su indagación? ¿Y tú mismo no tienes intención de aplicarte a ella? –Sí–, dijo, –lo haré hasta donde alcancen mis fuerzas–.



Satisfecho de esta respuesta, yo continué: He aquí, Eutidemo y Dionisodoro, un modelo tosco y difuso de [317] exhortación a la virtud, que con gran trabajo he podido trazar. Pero tenga uno de vosotros la bondad de reproducirlo con mejor orden. Si no os queréis tomar este trabajo, por lo menos suplid lo que falta a mi discurso en obsequio de este joven, y hacedle ver, si es preciso que aprenda todas las ciencias, o si le bastará una sola, para ser hombre de bien y dichoso, y cuál sea esa ciencia; porque, como ya os dije, nosotros deseamos vehementemente que se haga sabio y bueno.



Después de haber hablado de esta manera, Criton, esperaba con impaciencia los medios y las razones de que se valdrían, para excitar a Clinias al estudio de la virtud y de la sabiduría. Dionisodoro, que era el de más edad de los dos, tomó la palabra el primero; nosotros fijamos la vista en él, persuadidos de que iba a entretenernos con un discurso maravilloso, y en este punto no fueron vanas nuestras esperanzas. Porque ciertamente, Criton, nos dijo cosas admirables, y que merecen bien ser referidas. Después de esto, no puede menos de amarse la virtud. He aquí lo que dijo:



—Decidme, Sócrates y todos vosotros los que deseáis que este joven sea virtuoso, ¿es de corazón vuestro deseo, o no es más que una apariencia?



Entonces sospeché, que estos extranjeros, cuando les suplicamos que interrogaran a Clinias, habían creído que esta súplica no había sido de buena fe, y que quizá por esto cuanto habían dicho sólo había sido por broma y diversión. Por esta razón respondí con viveza a Dionisodoro: seguramente es de corazón. –Mira lo que dices, Sócrates–, repuso Dionisodoro; –no sea que niegues después lo que afirmas ahora–. Sé bien lo que digo, respondí, y estoy muy seguro de que no lo he de negar. –¿Qué es lo que decís? ¿No deseáis que este joven se haga sabio?– Sí. –Y bien, ¿Clinias es sabio o no es sabio?–. Dice que no lo es aún, porque es un joven sin orgullo. –¿Queréis, pues, que Clinias sea sabio y no [318] ignorante?– Sí. –Por consiguiente, ¿queréis que se haga lo que no es, y que no sea lo que ahora es?



Como no dejara de chocarme este razonamiento, Dionisodoro se apercibió de ello, y se apresuró a añadir:



—Puesto que queréis que Clinias no sea en lo sucesivo lo que ahora es, ¿querríais que él no viviera? ¡Vaya unos buenos amigos y excelentes amantes que desean la muerte de una persona que les es tan querida!



Entonces Ctésipo, lleno de cólera a causa de sus amores, respondió:



—¡Extranjero de Turio, no sé si podré contenerme, para no decirte que mientes, y que falsamente nos imputas a mí y a los demás el desear lo que es un crimen, la muerte de Clinias!



Eutidemo, saliéndole al encuentro, le dijo: –¿crees tú, que sea posible mentir? –Sí, ¡por Júpiter! si no estoy falto de juicio. –Pero el que miente, ¿dice la cosa de que se trata o no la dice? –La dice. –Si dice la cosa de que se trata, ¿no dice ninguna otra cosa que aquélla que dice? –Es claro. –Lo que dice ¿no es una cosa que difiere de todas las demás? –Es cierto. –El que la dice ¿dice una cosa que existe? –Sí. –Pero el que dice lo que existe dice la verdad, y por lo tanto, puesto que Dionisodoro ha dicho lo que existe, os ha dicho la verdad y no os ha mentido. –Lo confieso, pero Dionisodoro, hablando como lo ha hecho, no ha dicho lo que es. –Entonces–, dijo Eutidemo, –las cosas que no existen, no existen. –Conforme. –¿Las cosas que no existen, no existen de ninguna manera? –De ninguna manera. –¿Pero puede un hombre obrar sobre lo que no existe, o hacer lo que no existe en manera alguna? –Yo no lo creo–, dijo Ctésipo. –Cuando los oradores arengan al pueblo ¿no hacen nada? –Hacen alguna cosa. –Si hacen alguna cosa, precisamente obran. –Sí. –Arengar es obrar, es hacer. –Sin duda. –Nadie dice lo que no es, porque haría alguna cosa, y acabas de confesarme que es imposible hacer nada respecto de lo que no existe. Así, pues, según [319] tu propia opinión nadie puede decir falsedades; y si Dionisodoro ha hablado, ha dicho cosas verdaderas y que efectivamente existen. –¡Por Júpiter!– respondió Ctésipo, –Dionisodoro ha dicho lo que es, pero no lo ha dicho como es. –¿Qué dices? Ctésipo–, repuso Dionisodoro, –¿hay gentes que digan las cosas como ellas son? –Las hay–, respondió Ctésipo, –y son los hombres de bien, los hombres veraces. –Pero–, replicó Dionisodoro, –¿el bien no es bien, y el mal no es mal? –Sí. –¿No dices que los hombres de bien dicen las cosas como ellas son? –Lo digo. –¿Luego los hombres de bien dicen mal el mal, puesto que dicen las cosas como ellas son? –Sí, ¡por Júpiter!– replicó Ctésipo, –y hablan mal de los hombres malos, y procura no ser de este número para evitar que hablen mal de ti. En efecto, tú sabes bien que los buenos hablan mal de los malos. –¿Pero–, repuso Eutidemo, –hablan ellos de los hombres grandes grandemente y de los bruscos bruscamente? –Sí, y de los ridículos ridículamente–, replicó Ctésipo, –y así dicen que sus discursos son ridículos. –¡Ah! ¡ah! ¡Ctésipo!–, dijo Dionisodoro, –¡he aquí que ya apelas a la injuria! –No, ¡por Júpiter! ya me guardaré de eso–, respondió Ctésipo; –te considero demasiado para injuriarte, pero te advierto, como amigo, que no vengas a decir cara a cara, que deseo la muerte de personas que me son infinitamente queridas.



Como vi que se acaloraban, dije a Ctésipo: No tomes a mal, Ctésipo, como es nuestro deber, lo que estos extranjeros nos dicen, y no disputes con ellos sobre nombres, con tal que quieran hacernos partícipes de su ciencia; porque si saben refundir los hombres, de suerte que de uno perverso y necio hacen un hombre de bien y sabio, poco importa que sean ellos los autores de esta ciencia admirable, o que la hayan aprendido de otro. No hay duda de que ellos no la saben, ellos que han afirmado hace un rato, que en poco tiempo han inventado un arte [320] que convierte los pícaros en hombres de bien. Siendo esto así, pasemos por lo que quieren; que sacrifiquen a Clinias con tal que le hagan un hombre de bien, y a este precio que nos pierdan a todos nosotros. Y si vosotros, jóvenes, teméis esta experiencia, que la hagan en mí, como si fuera un Cariense; es menos pérdida la de un viejo que la de un jóven, y así me entrego a Dionisodoro como a otra Medea de Colcos. Que me mate, que me cuezca cuanto quiera, con tal que me haga hombre de bien.



—Otro tanto digo yo, Sócrates, dijo Ctésipo; me entrego a estos extranjeros; que me desuellen si gustan, con tal de que llenen mi piel, no de viento como la de Marsias, sino de virtud. Dionisodoro cree que yo estoy resentido de él, y no es cierto; y lo único que he hecho ha sido rechazar lo que sin razón me imputaba. Pero no creas, Dionisodoro, que por esto te haya injuriado, porque hay mucha diferencia entre injuriar y contradecir.



Entonces Dionisodoro tomó la palabra y dijo:



—¿Pero crees tú que hay alguna cosa que admita contradicción? 

—Sí, lo creo; pero tú, Dionisodoro, ¿no crees lo mismo? 
—Te desafío a que me pruebes que se hayan visto nunca dos hombres que se contradigan el uno al otro. 
—Conforme. Pero veamos si te lo puedo probar, contradiciendo yo, Ctésipo, a Dionisodoro. 
—¿Prometes probármelo respondiéndome? 
—Seguramente. 
—¿No se puede hablar de todas las cosas? 
—Sí. 
—¿Según son las cosas o según no son? 
—Como son. 
—Porque si te acuerdas, hemos probado ya que nadie dice más que aquello que existe, porque ¿cómo se habla de la nada? 
—Pues bien, –replicó Ctésipo–, ¿impide esto el que no podamos contradecirnos? 
—¿Nos contradeciríamos si ambos dijéramos una misma cosa, o diríamos más bien en este caso una misma cosa? 
—Seguramente no nos contradeciríamos. 
—¿Nos contradeciríamos si uno y otro no dijésemos la cosa como ella es, lo que equivaldría a no saber uno y otro lo que dijimos?


Ctésipo contestó que en este [321] caso tampoco había contradicción.



Dionisodoro continuó:



—¿Nos contradeciríamos cuando dice uno una cosa como es, y otro una cosa distinta, resultando que uno habla de una cosa y otro de otra? Si en este caso hubiera contradicción, ¿el que no dice nada, contradeciría al que dice algo?



A esto Ctésipo no contestó nada. Respecto a mí, quedé sorprendido de lo que oía. ¿Cómo dices eso, Dionisodoro? le dije: no es la primera vez que oigo y admiro semejante razonamiento. Los discípulos de Protágoras, y otros más antiguos que ellos, se servían de él ordinariamente, y a mi parecer, es magnífico para destruirlo todo y destruirse a sí mismo. Yo espero que tú, mejor que ningún otro, me descubras hoy el secreto de tal razonamiento. ¿No es tu propósito hacer ver que es imposible decir cosas falsas, y que necesariamente es preciso que el que habla diga la verdad o que no diga nada?



Dionisodoro lo confesó. Yo añadí: ¿quiere decir esto que no se pueden decir cosas falsas, y que sólo se pueden pensar?



—Ni pensar tampoco–, dijo él. 

—¿Luego no cabe formar opiniones falsas? 
—No. 
—¿Es decir que no hay ignorancia ni ignorantes, porque si uno pudiera engañarse, sería por ignorancia? 
—Seguramente. 
—Pero esto no puede suceder. 
——No, ciertamente. 
—Por favor, Dionisodoro, dime si al hablar de esta manera lo haces sólo por divertirte y para sorprendernos, o si crees efectivamente que no hay ignorantes en el mundo. 
—Pues pruébame que yo me engaño. 
—¿Cómo se te ha de rebatir, si dices que no es posible el engaño? 
—No –dijo Eutidemo–; no puede ser. 
—Pero –repuso Dionisodoro– yo no te he dicho que refutes mi error; porque ¿cómo se pide lo que no es posible?


¡Oh Eutidemo!, respondí yo; no puedo comprender en su fondo todas estas cosas magníficas, si bien comienzo a vislumbrarlas. Quizá te haga una súplica impertinente, pero perdónamela, si gustas. Si nadie puede engañarse ni tener una opinión falsa y si no hay ignorantes, es [322] imposible que nadie cometa falta alguna en su conducta, porque el que obra no podrá engañarse en sus acciones. ¿Es así como vosotros lo entendéis?



—Así es. 

—He aquí como consecuencia de esto la pregunta grave que os quiero hacer: si nadie puede engañarse, ni en sus acciones, ni en sus palabras, ni en sus pensamientos, ¿qué es, ¡por Júpiter! lo que venís a enseñarnos? No os alababais, hace un momento, de saber mejor que nadie enseñar la virtud a cuantos quieran aprenderla? 
—Tú chocheas, Sócrates, replicó Dionisodoro, al venir alegando con lo que dijimos antes. A este paso, si hubiera adelantado una opinión hace un año, me la echarías en cara, y lo que conviene es que te fijes en lo que decimos ahora. 
—No sin razón, porque son cosas difíciles, que han sido dichas por personas muy entendidas. Sobre todo, encuentro que no es fácil responder a tus últimas objeciones, porque cuando me echas en cara, Dionisodoro, que no tomo en cuenta lo que dices, ¿qué es lo que pretendes? ¿Es para que no tenga yo nada que responderte? ¿Qué otra cosa quieren decir tus palabras, sino que no tengo nada que oponer a tus argumentos? 
—Pero tú mismo, replicó Dionisodoro, ¿qué quieres que yo oponga a los tuyos? Responde, Sócrates.


Pero Dionisodoro, responde antes.



—¿Por qué no quieres tú responder? 

—¿El primero? Eso no es justo, repliqué yo. 
—Por el contrario, muy justo. 
—¡Ah! ¿por qué razón? Sin duda es porque, siendo tu un hombre maravilloso en el arte de hablar, sabes perfectamente cuándo debe responderse y cuándo no. Así que no me respondes, porque no crees procedente hacerlo ahora. 
—Eso es chancearse, dijo él, no es responder; pero créeme, haz lo que te digo, y puesto que estás de acuerdo en que soy más hábil que tú, respóndeme. 
—Es preciso obedecer; es una necesidad, puesto que eres el maestro. Interroga todo lo que quieras. 
—Las cosas que quieren decir algo ¿son animadas o no lo son? 
—Son animadas. 
—¿Conoces tú palabras [323] animadas? 
—No, ¡por Júpiter! 
—¿Por qué preguntabas antes lo que mis palabras querían decir? 
—¿Qué sé yo? Yo soy un ignorante, quizá también no me haya engañado, y habré tenido razón para atribuir inteligencia a las palabras; ¿qué te parece? He dicho bien ó mal? Porque si no me he engañado, tú serás el poco hábil; no podrás responderme ni decir nada de mis palabras; y si me he engañado, no tienes razón para decir que es imposible engañarse; ya ves que no te cito ahora opiniones de hace un año. Pero todo esto viene a parar en lo mismo: estos discursos son de tal calidad, que, destruyendo todos los demás, se destruyen a sí propios, y a este respecto os encuentro poco precavidos, por más que admire por otra parte la sutileza de vuestras palabras.


En este momento, Ctésipo exclamó: buenos amigos de Turio, de Quios o de la ciudad que queráis, esto es muy bello, pero parece que os divertís en soñar estando despiertos. Yo temí que pasaran al terreno de las injurias; traté, pues, de apaciguarlos, y le dije a Ctésipo: te repetiré a ti lo que dije antes a Clinias; no conoces la maravillosa ciencia de estos extranjeros; antes de enseñarla seriamente, nos la ocultan, como Proteo el sofista egipcio. Pero nosotros a la vez no nos desanimemos como Menelao, y démosles treguas hasta que con formalidad nos hayan descubierto su secreto, porque si quieren espontanearse a nosotros, no dudo que nos enseñarán cosas admirables. Empleemos, pues, nuestras súplicas y nuestros conjuros para obtener de los mismos este beneficio. Pero antes quiero explicarles lo que exijo de ellos, y para esto voy a tomar el discurso, donde quedó interrumpido, para darle la última mano. Quizá conseguiré excitar su compasión, y que me instruyan de tan buena fe, como de buena fe exijo yo ser instruido.



¿Dónde lo dejamos? Clinias, dímelo, te lo suplico. ¿No era en aquel punto, en que estábamos de acuerdo, de que [324] es preciso entregarnos al estudio de la filosofía? –El mismo, respondió. –¿No es la filosofía la adquisición de una ciencia? –Seguramente. –¿Pero qué ciencia es la que conviene adquirir?, ¿no es la que nos puede ser provechosa? –La misma. –Si recorriendo el mundo supiéramos dar con un país donde se encuentre el oro abundante, ¿este conocimiento nos seria útil? –Es posible, dijo. –¿Pero no te acuerdas que antes convinimos en que todo el oro del mundo es inútil, aun cuando le poseyéramos, sin necesidad de profundizar la tierra ni de usar del arte de convertir las piedras en oro, si no sabemos hacer de él un buen uso? –De acuerdo. –Por consiguiente, ninguna ciencia, ni el arte de enriquecerse, ni la medicina, ni otra alguna es útil, si no enseña a servirse de aquello de que se trata. –Él lo confesó. –Por ejemplo: la que nos hiciese inmortales de nada nos serviría, si no nos enseñaba a servirnos de la inmortalidad conforme a lo que hemos dicho. –En esto convinimos ambos. –Tenemos necesidad, mi querido Clinias, de una ciencia que sepa hacer y sepa usar de aquello que ella trata? –Lo confieso, dijo. –No es necesario que aprendamos la ciencia del constructor de liras, porque hay mucha diferencia entre un constructor y un tocador de lira: la manera de hacer una lira y la de hacer uso de ella no son las mismas, ¿no es así? –Sin duda. –¿Qué necesidad tenemos del arte de hacer flautas, puesto que no se aprende a hacer uso de ellas? –Lo concedió. –¡Pero en nombre de los dioses!, ¿para ser dichosos no haremos bien en adquirir el arte de pronunciar arengas?– Yo no lo creo, respondió. –¿Por qué? –Porque he visto a estos oradores servirse tan mal de sus arengas, como los constructores de instrumentos de sus liras. Las hacen para los demás que saben emplearlas y no hacerlas. En las arengas sucede lo mismo que en todo lo demás; el arte de componerlas y el de servirse de ellas, no son lo mismo. –He aquí, dije yo, lo que prueba [325] suficientemente que el arte de arengar no es capaz de hacer la felicidad de los hombres. –Sin embargo, me imaginaba que era esta la ciencia, que hacía mucho tiempo buscábamos, porque a decir verdad, Clinias, siempre que hablo con los oradores, los encuentro admirables y su arte me parece divino; lo considero como una especie de encantamiento, porque así como por la virtud de los encantos se dulcifica el furor de las víboras, de las arañas, de los escorpiones, de otros animales venenosos, y el de las enfermedades, las arengas tienen igualmente fuerza de calmar el ánimo de los jueces, de los oyentes, de las asambleas y de la multitud; ¿no es este tu parecer? –No tengo otro, dijo. –¿A dónde volveremos los ojos? ¿cuál es la ciencia a la que debemos dirigirnos? –Estoy perplejo. –Aguarda; creo haberla encontrado. –¿Cuál es?, me dijo Clinias. –El arte militar, dije, es a mi parecer el que debe adquirírse para, ser dichoso. –Témome que te engañas. –¿Por qué? –Porque no es más que una caza de hombres. –¿Y entonces? –El cazador, dijo, no hace más que descubrir y perseguir su presa, y cogida, ya no sabe qué hacer de ella, y haciendo lo que el pescador la pone en manos del cocinero. Los geómetras, los astrónomos, los aritméticos son también cazadores; no hacen las figuras ni los números; los encuentran todos hechos, y no sabiendo servirse de ellos, los más sabios los entregan a los dialécticos a fin de que los utilicen. –¡Oh Clinias, tú, el más elegante y sabio de los jóvenes! ¿Es cierto eso que dices? –Sin duda; y así de igual modo los generales de ejército, después que se han hecho dueños de una plaza o de un país, lo abandonan a los políticos, porque su fin exclusivo es la victoria, y hacen lo que los pajareros, que después que cogen los pájaros en sus redes, los entregan a otros para que los mantengan. Por consiguiente, si para hacernos dichosos tenemos necesidad de un arte, mediante el que se sepa usar de lo que es objeto del mismo o de lo [326] que se ha cogido en la caza; busquemos otro que no sea el arte militar.



Criton



¿Te burlas? Sócrates. ¿Es posible que Clinias haya dicho lo que acabo de oírle?



Sócrates



¿Dudas de ello?



Criton



Sí, ¡por Júpiter!, dudo, porque si ha hablado de esa manera, ninguna necesidad tiene ni de Eutidemo ni de ningún otro para maestro.



Sócrates



¡Por Júpiter!, ¿sería quizá Ctésipo el que dijo tales cosas? porque a la verdad no lo recuerdo.



Criton



Ctésipo, dices?



Sócrates

Por lo menos estoy seguro de que ni Eutidemo ni Dionisodoro fueron los que lo dijeron. A menos que no fueran inspirados, mi querido Criton, por algún espíritu superior; pero de no habérselo oído a ellos, estoy seguro.

Criton

Sí, ¡por Júpiter!, cualquiera que sea el autor, es un espíritu superior. Pero, en fin, encontrasteis la ciencia que buscabais o no la encontrasteis?

Sócrates

¿Cómo, si la encontramos? Pasó una cosa graciosa. Nos sucedió lo que a los niños que corren tras de las alondras; que cuando creíamos tenerla cogida, se nos escapaba, y dejando a un lado todas las ciencias que examinamos, nos fijamos en la del arte de reinar, y nos preguntamos a nosotros mismos, si era él capaz de hacer a los hombres dichosos. Pero como si hubiéramos entrado en un laberinto, cuando creímos estar al fin, nos encontramos como al principio, y como si nada hubiéramos hecho. [327]

Criton

¿Pues cómo?, Sócrates.

Sócrates

Te lo diré. La política y el arte de reinar nos parecieron una misma cosa.

Criton

¿Y luego?

Sócrates

Viendo que el arte militar y todas las demás ciencias someten sus obras a la política, como única ciencia que sabe hacer buen uso de ellas, creímos que era ésta la que buscábamos, y también la causa de la felicidad pública, y en fin, como dice Esquiles, que ella gobernaba sola y lo arreglaba todo teniendo por norte el interés general.

Criton

¿Por ventura os engañasteis en eso?, Sócrates.

Sócrates

Juzgarás por ti mismo, Criton, sólo con que tengas paciencia para oír lo demás. Continuamos nuestras indagaciones de esta manera. El arte de reinar, al que todos los demás están sometidos, ¿hace algo o no hace nada? Todos confesaron que hacía alguna cosa; y creo, que tú, Criton, serás de la misma opinión.

Criton

Sin dificultad.

Sócrates

¿Cuál es, pues, su obra? Si yo te preguntase qué produce la medicina, me responderías que la salud.


Criton

Sí.

Sócrates


¿Y la agricultura qué produce?, ¿qué hace? Me responderías que saca nuestros alimentos de la tierra.


Criton

Es cierto. [328]

Sócrates

Y la ciencia de reinar, por su parte, ¿qué produce? Quizá me pedirás tiempo para pensarlo.

Criton

Lo confieso, Sócrates.

Sócrates

Nosotros decimos lo mismo; pero sabes, por lo menos, que, si es esta la ciencia que buscamos, debe ser provechosa.

Criton

Lo creo.

Sócrates

Es decir, que es preciso que nos proporcione un bien.

Criton

Así es necesario, Sócrates.

Sócrates

Nos pusimos, pues, de acuerdo Clinias y yo, en que el bien era una ciencia.

Criton

Es lo que ya me tienes dicho.

Sócrates

Pero la obra principal de la política parece ser la riqueza, la libertad y la unión de los ciudadanos. Sin embargo, nosotros hemos demostrado ya que todas estas cosas no son bienes, ni males. Por consiguiente, es preciso que la política, para que sea una ciencia útil a los hombres y que los haga felices, los instruya y los haga sabios.

Criton

Me has referido que Clinias y tú estabais conformes en eso.

Sócrates

Pero la ciencia de reinar ¿hace a los hombres buenos y sabios?

Criton

¿Quién puede impedirlo? Sócrates. [329]

Sócrates

¿Pero hace a todos buenos y en todas las cosas, y les proporciona todas las ciencias, como la del curtidor, la del carpintero y todas las demás?

Criton

No, seguramente, Sócrates.

Sócrates

Pero ¿qué ciencia nos proporciona y qué provecho podemos sacar de ella? No basta que nos dé a conocer cosas, que no son buenas ni malas; tampoco hay necesidad de que nos enseñe otra ciencia, que no sea ella misma. Digamos, pues, lo que es ella, y para qué es buena. En este concepto, ¿podremos decir, Criton, que es una ciencia, con la que podemos hacer a los hombres virtuosos?

Criton

Eso es lo que yo quiero.

Sócrates

Mas, ¿para qué son buenos y útiles los hombres virtuosos? Diremos que ellos harán que otros les imiten y a estos otros y otros? ¿Pero cómo puede decirse en qué concepto son buenos, si no sabemos todo lo que es producto de la política? Así es que no hacemos más que repetirnos sin cesar, y, como ya decía, henos aquí más lejanos que nunca de encontrar esta ciencia, que hace a los hombres dichosos.

Criton

¡Por Júpiter! Sócrates, yo os encuentro en una gran dificultad.

Sócrates

Así es, que viéndonos en este conflicto tendí las manos a Eutidemo y a Dionisodoro, y les supliqué humildemente, como Cástor y Polux, que tuviesen compasión de Clinias y de mí, que apaciguaran esta tormenta y nos enseñaran seriamente la ciencia, de que tenemos necesidad, para pasar dichosamente el resto de nuestros días. [330]

Criton

Y bien, ¿lo hizo así Eutidemo?




ANEXO





Eutidemo (Ευθύδημος) es un diálogo de Platón en el que, mediante un magistral recurso dramático, se contrapone la erística (arte de la disputa verbal) propia de los sofistas con la dialéctica (arte de razonar) practicada por Sócrates.
El diálogo está compuesto por un Prólogo en el que la conversación entre Sócrates y Critón sirve para presentar la situación y los interlocutores de la discusión del día anterior; un desarrollo de la discusión; y un epílogo.
La parte central de la obra está destinada a mostrar el proceder falaz del arte erística de los sofistas, en tres partes, que constituyen tres rondas de disputas verbales cómicas, fuertemente contrapuestas a la demostración seria de Sócrates, desplegada en dos etapas, de contenido protréptico o didáctico.



Eutidemo es el nombre de dos personajes que aparecen en los diálogos socráticos.

En el Libro I de los Memorables, Jenofonte relata la pasión que sentía Critias por el joven Eutidemo y que Sócrates se burlaba de él por eso: Sócrates había observado que Critias amaba a Eutidemo y lo reprendió por ello, diciendo que era degradante para un hombre libre convertirse en alguien "bello en cuerpo y alma" para importunar, por otra parte para nada bueno, a su amado, a quien debía servir de brillante ejemplo.​ Critias, un sofista y político ateniense, fue el dirigente de los Treinta Tiranos, que después de la Guerra del Peloponeso gobernaron por un corto tiempo en Atenas alrededor del año 404 a. C..

Otro Eutidemo es el personaje del mismo nombre en uno de los diálogos de Platón, Eutidemo, sobre lógica y falacias o sofismas. Los personajes de Eutidemo y su hermano Dionisodoro son sofistas cuestionados por Sócrates en una confrontación entre la erística de Eutidemo y la refutación socrática.



Síntesis del diálogo Eutidemo o el discutidor de Platón

Irene Melfi Svetko

 Primera parte del diálogo

Sócrates comienza el diálogo presentando a Eutidemo, quien mantiene siempre una actitud despreciativa y de superioridad y a su hermano Dionisodoro, persona poco inteligente, que cambia las cosas según las circunstancias. Ambos hermanos vienen desterrados de Turium.


Platón, por boca de Sócrates, hace de los dos hombres una descripción en clave irónica, explicando a Critón, viejo amigo de Sócrates, quien admira y respeta al filósofo, que ambos hermanos, Eutidemo y Dionisodoro, muestran un saber universal tanto en el pancracio como en las luchas judiciales, siempre a cambio de dinero. Ellos se caracterizan por saber refutar en la lucha con palabras elocuentes, tanto si es falso o verdadero, así saben salir siempre vencedores en la lucha. De esta manera demuestran un sentimiento de superioridad que a los ojos de todos es sumamente ridículo. Creen tener un saber portentoso con lo que todo lo tiran por tierra, pero son incapaces de construir nada. Sócrates les hace una crítica totalmente irónica, quizás la más sangrienta que se haya visto, pues los sofistas llevan un año hablando y no han producido nada.


A tal punto es la ironía de Sócrates que los trata como si fueran dioses y se pone él mismo como si fuera un ignorante, para pedir a los dos sofistas que enseñen a Clinias, que es un joven aristócrata, tímido, pero que busca la filosofía y la virtud, ese saber prodigioso que tanta fama les ha dado a los sofistas. Platón utiliza todas estas características psicológicas de los personajes, para demostrar la importancia de la educación de Clinias y de la autoeducación, puesto que todo el diálogo ofrece al lector, a cada instante, temas de reflexión sobre su propia conducta.

Segunda parte

Eutidemo dialoga con Clinias, planteando el tema de “¿quiénes son los que aprenden, los que saben o los ignorantes?” (1) Después de un diálogo engañoso y contradictorio, viendo Sócrates a Clinias semi derrumbado por el sofista, lo interpela mostrándole de qué manera hay que darse a la virtud y al saber, entablando con Clinias un diálogo sublime donde exalta el bien y el ser feliz que solo se logran con la práctica y buen uso de la sabiduría. Le hace ver también lo confuso de los sofistas cuando le muestran las palabras “aprender” y “comprender”, y como los sofistas están jugando con él.


Nuevamente exhorta Sócrates a Eutidemo y a Dionisodoro a que le den una lección al joven para vivir feliz como hombre de bien, ironizando en su alocución y poniéndose él mismo como un humilde profano, y en el papel del ignorante, como lo expresó anteriormente.

Toma la palabra Dionisodoro, el mayor de los hermanos, y tras un diálogo que busca confundir y discutir por discutir con Clinias, utiliza la erística, o el abuso de la técnica dialéctica, hasta el punto de convertirla en vana disputa. llega a decir que Sócrates y los demás allí reunidos buscan la muerte de Clinias, esto despierta una gran indignación en Ctesipo, a quien Sócrates describe “de una naturaleza bien dotada, pese a su impulsiva violencia, que es efecto de la juventud” (2). Ctesipo, después de escuchar un dialogo insidioso sobre dar muerte a Clinias, le responde le responde vehementemente. “Si no fuera una grosería excesiva el decirlo, diría que caiga la desgracia sobre tu cabeza por atreverte a proferir contra mí, y contra los demás, una mentira cuyo solo enunciado es a mis ojos un sacrilegio, al decir que yo quisiera su aniquilación” (3). Viendo, Sócrates tan enfadado a Ctesipo, se pone a bromear con él, en tono suave para dar aún más fuerza a su ironía, y le dice:

“A mi modo de ver, hemos de admitir de los extranjeros lo que dicen, si a ellos les agrada hacernos este don, sin discutir por una palabra: aniquilar. Si ellos saben aniquilar a la gente de manera que las transforman de viciosas e insensatas en virtuosas y razonables, sea porque ellos dos han descubierto por si mismos el medio de hacerlo, bien sea porque hayan aprendido de otro el secreto de una destrucción y una aniquilación capaces de dar muerte a un malvado para hacerle reaparecer como hombre honrado, y evidentemente lo saben, al menos reivindicaban para sí ese arte. Que den muerte a este muchacho y le hagan razonable y por añadidura a todos nosotros, y si los jóvenes tenéis miedo, que hagan el ensayo sobre mí, como si fuera un Cario, yo que soy viejo, estoy dispuesto a correr ese riesgo” (4).

Más adelante, la dialéctica de Sócrates, mediante una pregunta absurda pone a prueba a su adversario, quien primero responde una cosa y al pedirle Sócrates que lo aclare, el sofista dice exactamente lo contrario. Esta técnica dialéctica es muy propia de Sócrates.

Tercera parte

En la última parte Critón y Sócrates hacen una crítica clara de los sofistas, definiéndolos como aquellos que se creen más sabios que nadie, que usan la filosofía y la política, pero que se quedan en el mundo de la doxa, o la opinión.

Sócrates piadosamente y no sin ironía los toma por lo que son, reconociéndoles su ingenio y obstinada valentía aún para defender la falsedad.

Y para finalizar Sócrates dice a Critón hablando de Eutidemo y Dionisodoro:


“Situados en tercera fila en la realidad, buscan la manera de ocupar la primera en la opinión. Perdonémosles esta ambición, y sin enfadarnos tomémosles por lo que son. Hay que dar buena acogida a todo el que manifiesta en sus expresiones la chispa más pequeña de razón y lleva adelante su ingeniosidad con una valentía obstinada” (5).


“Ignoras tú, mi querido Critón que en toda clase de ocupaciones las gentes mediocres y sin valor son el número mayor, y los espíritus serios y dignos de toda estimación son la minoría” (6).

Conclusión

Si bien el tema fundamental de Eutidemo o el discutidor, es el de los sofistas, Platón no pierde la oportunidad de lucir la estrategia de la dialéctica de Sócrates, en este caso de un modo irónico, para resaltar la mediocridad del sofista que tanto dice una cosa como la contraria, con tal de sacar ventaja, ya económica, ya de imagen.


Otro tema que también se ve en muchos diálogos de Platón, es el de la importancia de la educación, y la formación constante a lo largo de la vida, basada siempre en el desarrollo de virtudes.

 En este momento histórico en que tanto en la política como en el comercio, como en el diario vivir están tan de moda los postulados sofistas, es interesante volver a la verdad y hacer una reflexión sobre qué ejemplos están recibiendo los jóvenes, para acercarlos a la justica, a la verdad, y al honor.

Notas

Platón. Obras completas. Editorial Aguilar. Segunda edición, séptima reimpresión. Madrid 1988. Pág. 473.
Opus citatum pág. 469.
Op. Cit. pág. 477.
Op. Cit. pág. 479.
Op. Cit. pág. 495.
Op. Cit. pág. 496.
Procedencia de las fotos: Esculturas de Irene Melfi Svetko y https://pixabay.com

Bibliografía

Platón. Obras completas. Editorial Aguilar. Segunda edición, séptima reimpresión. Madrid 1988.


puerta al infierno





Roy Cohn y Donald Trump.



 'The Apprentice': la forja de Donald Trump





La película, cuyo estreno han torpedeado los abogados del expresidente, retrata al magnate en la Nueva York de los 70


Se han lanzado la película  The Apprentice. La historia de Donald Trump
Este largometraje de producción canadiense, centrado en la forja del joven Donald Trump en el Nueva York de los años setenta y ochenta. Ningún cineasta estadounidense  aceptó dirigirlo y acabó cayendo en manos de un Ali Abbasi, iraní exiliado en Dinamarca. 
Una vez terminado, hubo un conflicto con el corte final por una escena en la que Trump agrede sexualmente a su primera esposa, Ivana, que se temía pudiera dar pie a una demanda judicial. 
Una de las empresas productoras, la estadounidense Kinematics-sorprendentemente propiedad de Mark Rapaport, yerno del billonario Dan Snyder, republicano y donante de la campaña de Trump- amenazó con impedir el estreno si no se eliminaba. Otro de los productores compró su participación para evitar el bloqueo, pero cuando se ofrecieron los derechos de distribución, ninguna de las grandes distribuidoras quiso hacerse cargo de la película. Al final, la distribución en Estados Unidos ha quedado en manos de la modesta Briarcliff Entertainment. 

El origen del proyecto es el guion del periodista de Vanity Fair Gabriel Sherman, cuyo libro The Loudest Voice in the Room, sobre Roger Alies y Fox News, dio pie a la potente serie La voz más alta. De un gran manipulador entre bambalinas ha pasado ahora a un gran manipulador en primera línea del frente político: Donald Trump. Para retratarlo, ha optado por centrarse en los años en que se forjó su personalidad y en su relación con el despiadado abogado Roy Cohn. 

Para quien no sitúe a Cohn, aquí van algunos datos: se bregó como mano derecha del senador McCarthy en los años cincuenta y se hizo un nombre como responsable de enviar a la silla eléctrica al matrimonio Rosenberg, acusados de espiar para los soviéticos. Muy bien conectado con las altas esferas políticas, ejerció después de abogado marrullero e implacable para personajes poderosos y turbios, mientras él mismo acumulaba denuncias por malas prácticas. Sin embargo, el todopoderoso Cohn tenía un secreto: su homosexualidad jamás asumida y públicamente camuflada con actitudes homófobas. Hasta que se contagió de sida y dedicó las pocas energías que le quedaban a desmentir su enfermedad y hacerla pasar por un cáncer del hígado. 

Cohn, que fue algo muy parecido a la encarnación del mal absoluto, tiene también un punto de personaje de tragedia shakesperiana por sus flaquezas.

 Hay un buen documental sobre él, La historia de Roy Cohn, cuyo título original es más contundente: Bully, Coward, Victim (abusón, cobarde, víctima). Su figura tuvo tanta relevancia que fue incorporado como personaje por Tony Kushner en su ambiciosa pieza Angels in America -uno de los hitos del teatro americano contemporáneo-, adaptada en formato de teleserie por Mike Nichols como Ángeles en América, en la que lo interpretaba un portentoso Al Pacino. 

Racismo.

Si les apunto todo esto es porque en The Apprentice Cohn tiene tanto protagonismo como Trump. Los Trump lo contrataron para que defendiera a su constructora de la acusación de discriminar a los negros como potenciales inquilinos de sus edificios. Eran culpables de racismo hasta la médula, pero Cohn logró que salieran declarados inocentes, utilizando sus habituales técnicas de contraataque que incluían el chantaje con fotografías o grabaciones comprometedoras. 
En la película, Roy Cohn le enseña al joven Trump las tres reglas básicas para triunfar y mantenerse en la cima. 

Regla número 1: En lugar de defenderte, ataca, ataca, ataca. 

Regla número 2: Jamás admitas nada. Niégalo todo. Cada uno tiene su verdad.

 Regla número 3: Declárate siempre ganador, jamás admitas una derrota. 

The Apprentice tiene un aspecto estético muy interesante. Abbasi -cuyo anterior largometraje, Holy Spider, es un portentoso thriller que denuncia la miseria moral del régimen de los ayatolás- opta por dar a la película el estilo visual de la época que retrata. 
La textura de las imágenes es la del cine de los setenta y la televisión de los ochenta, lo cual da como resultado un aire de falso documental que le sienta muy bien. Hay que destacar además la inteligente elección del reparto, con parecidos más que razonables con los personajes retratados. 
Sebastian Stan -que viene de interpretar al Soldado de Invierno en la franquicia de Marvel- es un muy creíble joven Trump en formación; Jeremy Strong -que viene de Succesion– es un mefistofélico Roy Cohn, la búlgara Maria Bakalova da vida a Ivana y un irreconocible Martin Donovan compone un magnífico patriarca Trump. 
En el retrato de un magnate sin escrúpulos y un futuro líder populista, el camino más tentador es tirar por la caricatura grotesca: es lo que hacía Paolo Sorrentino con Berlusconi en Silvio (y los otros). Sherman y el director Abbasi optan por otra estrategia: matizar a los personajes y dotarlos de complejidades, claroscuros y flaquezas. En el caso de Cohn asistimos al desmoronamiento por la enfermedad -y la vergüenza- de un tipo que basó toda su carrera en resultar amenazador y temible.

Populismo

En el caso de Trump, aquí es un joven marcado por un padre autoritario, un hermano mayor que descarrila y sus propias inseguridades iniciales. El resultado es una cinta que por motivos obvios no gustará a los trumpistas, pero que probablemente a los antitrumpistas les parezca demasiado condescendiente. Y esto tal vez sea un indicativo de que es una buena película. No se limita a retratar al monstruo, sino que indaga en cómo se forjó y apunta para equilibrar la balanza algunas de sus intuiciones visionarias, como que el degradado centro de Nueva York de los setenta se recuperaría y, por tanto, invertir allí no era un suicidio, sino un gran negocio. 

Cuando Cohn descubre al joven Donald Trump, ve en él al aprendiz perfecto al que va a poder moldear y utilizar. Se proyecta sobre él como la figura paterna que Donald nunca tuvo en su despótico padre. Lo protege y lo va cincelando y endureciendo, hasta que el discípulo supera al maestro y aprende a aplicar mejor que él sus tres reglas. Tres reglas que populistas de ideologías muy diferentes emplean hoy en la política con gran éxito y elevado peligro para la democracia. A alguno de ellos lo tenemos muy cerca y lo vemos actuar a diario. 






Roy Marcus Cohn (20 de febrero de 1927 – 2 de agosto de 1986) fue un abogado estadounidense cuya carrera fue conocida principalmente como brazo derecho del senador Joseph McCarthy durante el período de las audiencias realizadas en contra de los supuestos comunistas que se encontraban en el gobierno de los Estados Unidos. Una persona controvertida, tuvo un gran poder político en su época.

Reputación

En 1978, Ken Auletta escribió en un perfil de Cohn para Esquire :

  "Él lucha por sus casos como si fueran los suyos. Es una guerra. Si siente que su adversario ha sido injusto, es una guerra a muerte. No hay banderas blancas. No hay señor buen tipo. Los clientes potenciales que quieren matar a su marido, torturar a un socio comercial, romperle las piernas al gobierno, contratan a Roy Cohn. Él es un verdugo legal: el más duro, el más mezquino, el más leal, el más vil y uno de los abogados más brillantes de Estados Unidos". 

Maureen Dowd escribió en un artículo para The New York Times que describía la película de Matt Tyrnauer ¿Dónde está mi Roy Cohn?: 

"Roy Cohn comprendía el valor político de envolverse en la bandera. Era un buen candidato. Sabía cómo manipular a la prensa y dictar historias a los tabloides de Nueva York. Se rodeaba de mujeres hermosas. Siempre había algo de naturaleza nefasta en juego. Era como un animal enjaulado que te perseguiría en cuanto se abriera la puerta de la jaula". 
Varias personas han afirmado que Cohn tuvo una influencia considerable en la presidencia de Donald Trump . Ivy Meeropol, directora de Bully, Coward, Victim: The Story of Roy Cohn , dijo: 

"Cohn realmente allanó el camino para Trump y lo puso en contacto con las personas adecuadas, le presentó a Paul Manafort y Roger Stone, las personas que lo ayudaron a llegar a la Casa Blanca".

Marie Brenner, de Vanity Fair, escribió en un artículo sobre la mentoría de Cohna Trump : 

"Cohn, que poseía un intelecto agudo... podía mantener a un jurado hechizado. Cuando fue acusado de soborno , en 1969, su abogado sufrió un ataque cardíaco cerca del final del juicio. Cohn intervino hábilmente y realizó un alegato final de siete horas , sin referirse ni una vez a un bloc de notas... Cuando Cohn hablaba, te fijaba con una mirada hipnótica. Sus ojos eran del azul más pálido, aún más sorprendentes porque parecían sobresalir de los lados de su cabeza. Si bienla versión de Cohn de Al Pacino (en la adaptación de Mike Nichols de HBO dede Ángeles en América de Tony Kushner ) capturó la intensidad de Cohn, no logró transmitir su anhelo infantil de ser querido". 
Los argumentos finales de Roy Cohn.

The Closing Arguments of Roy Cohn.

Por Lois Romano
21 de diciembre de 1985

Roy Cohn avanza lentamente por la habitación, como si lo hiciera a cámara lenta. Sus infames párpados caídos ahora están caídos, el rostro, que antes era tenso y bronceado, está pálido y huesudo. Su enfermedad se describe como cáncer de hígado y hoy acaba de regresar de otra visita al Good Samaritan Hospital, donde su nivel de hemoglobina se consideró alarmantemente bajo.

"Lo siento, llego tarde... Tuve que hacerme una transfusión de sangre... Tardó siete horas", dice con naturalidad, como si estuviera comentando el tráfico de Worth Avenue.

A sus 58 años, Roy Cohn lucha por su carrera y su vida, y los insultos de la historia lo rodean por todas partes. Cuando se acomoda en un mullido sofá en la mansión de un amigo en Ocean Drive para lo que será una entrevista de cuatro horas sobre su vida -desde la era McCarthy hasta las portadas de revistas, desde los recientes procedimientos de inhabilitación hasta su propia mortalidad- su atención parece vacilar, a veces su voz apenas es audible.

"Te contaré cómo me he sentido en los últimos meses", dice. "Me he sentido como si hubiera muerto y como si hubiera estado presente en mi propio funeral, escuchando todos los panegíricos... me enteré de quién dijo qué, como 'Qué bien, el hijo de puta ya no está' o 'Qué pena, era un luchador duro pero en realidad era un buen tipo'... A veces llegaba al punto en que me despertaba en mitad de la noche y alguien estaba llorando..."

El sol de Florida del final de la tarde inunda la habitación mientras Cohn piensa por un momento.

"Me he imaginado quién sería lo suficientemente fuerte para pronunciar el panegírico... Incluso he imaginado reuniones en la Casa Blanca, donde intentarían decidir si el presidente o la señora Reagan asistirían al funeral... Lo que dijo este senador, lo que dijo aquel senador... Para mí fue como una muerte en vida. Fue realmente como si hubiera fallecido y estuviera de nuevo en escena desde algún lugar, arriba o abajo..."

Cohn dice que está en remisión -incluso está planeando su fiesta anual de Año Nuevo- pero se ve frágil con ropa holgada, pantalones caqui y una camiseta deportiva azul. Su ojo derecho está rojo brillante. Después de aproximadamente media hora, su mano derecha comienza a temblar. Se la sostiene con la mano izquierda. Un poco más tarde, su hombro derecho comienza a temblar levemente.
Los amigos de Cohn dicen que está mejor que en los últimos meses, y recuerdan lapsus de memoria, lágrimas y conversaciones sobre la muerte. Pero últimamente, dicen, están volviendo a ver a su antiguo luchador. Ese día, llama "idiota total" al asesor principal de un panel disciplinario legal de Nueva York que pretende inhabilitarlo; habla durante 15 minutos sobre por qué la gente ha creído -falsamente, dice- que es homosexual; chismorrea sobre políticos de Washington y filosofa sobre su lucha por la vida.
"Ha habido días en los que me decía: '¿Vale la pena? ¿De verdad vale la pena luchar?'", dice. "Es una agonía. Estos días de aburrimiento. Y lo que hacía era jugar con mi tabla de esperanza de vida y decir: 'Si salgo bien de esto, ¿cuánto me queda? Ocho años, seis años, diez años, lo que sea. ¿Y por qué estoy luchando todo esto y pasando por toda esta agonía? La respuesta es: porque no soy un desertor.
"Y la respuesta también viene con el hecho de que no les daría esa satisfacción a mis enemigos. Cada vez que creen que me tienen, de repente descubren que no me tienen. Y sólo quiero que esto sea otro punto en la lista".

Al final, todo se reduce a reflexiones sobre una vida del hombre que la vivió, reflexiones y un juicio. De Nueva York a Washington y de nuevo a Nueva York, ha dado un giro completo. ¿El veredicto de Roy Cohn sobre Roy Cohn? No culpable.
En retrospectiva, se ve a sí mismo como un héroe juvenil de la lucha contra el comunismo. A los 23 años, Roy Marcus Cohn ya era un experimentado fiscal adjunto de los Estados Unidos, un experto en "actividades subversivas", y había concluido lo que se convertiría en el primer momento culminante de su carrera: el procesamiento del caso de espionaje de Rosenberg.
"Creo que las cosas de las que estoy más orgulloso son mi persecución a Julius y Ethel Rosenberg como espías atómicos, hasta el trabajo que hago hoy en organizaciones anticomunistas", dice.

Sigue sin arrepentirse del papel que le dio una notoriedad duradera: el de asesor principal del Subcomité de Investigaciones Permanentes del senador Joseph McCarthy y azote, junto con su siempre presente colega G. David Schine, de los agentes comunistas y los incautos que supuestamente permeaban la sociedad estadounidense. De la embajada al aeropuerto viajaron en un infame viaje europeo, buscando lo que consideraban material de lectura antiamericano y castigando al personal.

"Creo que McCarthy prestó un servicio sustancial al país al alertar al país sobre la amenaza del comunismo cuando la mayoría de la gente en este país no estaba al tanto de lo mortal que era", dice. "Si no hubiera estado al tanto del hecho de que, después de derrotar a Hitler, nos enfrentábamos a otra banda de asesinos, y McCarthy fue quien abrió los ojos a más gente sobre eso... Por eso lo considero un momento decente en la historia, y creo que se ha exagerado totalmente el hecho de que la gente pierda su trabajo, se tire por las ventanas, todo eso. Todo eso es un montón de tonterías".

Si pudiera volver atrás en el tiempo, ¿haría algo diferente?

"Por supuesto", dice. "Veinticinco o treinta años después, ¿quién no haría algo de otra manera?... Sí, hay cosas que no volvería a hacer: el viaje a Europa. Nunca lo volvería a hacer, porque en ese momento no entendía que era un viaje sin importancia, algo que cien miembros del personal del Congreso hacen al año. Pero como yo era quien era y Dave Schine era quien era, simplemente entramos en la boca del lobo. Y espero tener suficiente cerebro para no volver a hacerlo".
¿Era tan abrasivo como dicen?
"Seguro, pero no estoy seguro de que si no hubiera sido demasiado agresivo hubiera podido conseguir algún resultado, o McCarthy también", afirma.

¿Qué les dice a las personas que dicen que arruinó la vida de las personas?

"Digo que nombre uno."

Joseph McCarthy se ha pegado a Cohn como los Papeles del Pentágono a Daniel Ellsberg, o como Vietnam a Lyndon Johnson.

"Puedo vivir hasta los 300 años y hacer todo tipo de cosas, realizar la mayor operación en la historia de la humanidad, no es que sea una posibilidad, y cuando muera, cuando se refieran a mí, será como el consejo de Joe McCarthy... Así que eso está ahí, eso fue fundido en acero, en hierro".

Su asociación con McCarthy le dio fama (y también infamia) a una edad muy temprana y, como él es el primero en admitir, fue una ventaja para su práctica legal, más que un impedimento.

Pero hubo un precio.

Fue durante los años de McCarthy, por ejemplo, cuando comenzó su disputa de por vida con Robert Kennedy. Sus caminos se cruzaron por primera vez en 1953, cuando McCarthy contrató a Kennedy como asesor adjunto del subcomité. Kennedy renunció pronto y luego reapareció en el comité como asesor de la minoría de los demócratas. Una vez, Cohn se abalanzó sobre Kennedy fuera de una sala de audiencias, pero fue retenido. Años después, como fiscal general de Estados Unidos, Kennedy daría su bendición a tres acusaciones penales distintas contra Cohn (fue absuelto tres veces).

Cohn cuenta esta historia sobre haber visto a Kennedy en 1967 en Orsini's, un restaurante de moda de Nueva York:

"Llegué a cenar con SI Newhouse, mi mejor amigo, y dos señoritas. Nos sentamos. Unos minutos después, entraron Bobby Kennedy con Margot Fonteyn y se sentaron en una mesa justo al lado de la nuestra. De repente, la conversación se detuvo en nuestra mesa y nunca se inició ninguna conversación en su mesa. Dije, bueno, esto va a ser ridículo y con estos precios no tenemos por qué pasar la noche en silencio.
"Entonces me levanté, me disculpé y fui hacia Bobby Kennedy y le dije: 'Bobby, mira, tú estás aquí, yo estoy allí, voy a arruinar tu noche y tú vas a arruinar mi noche con solo mirarnos'".

Pero incluso 13 años después de su primer enfrentamiento, Kennedy no pudo ocultar su odio.

"Él dijo: 'Tienes toda la razón, tú llegaste primero. Me voy'. Y llamó al jefe de camareros y le cambió la mesa a otra parte del restaurante. Esa fue la última vez que vi a Bobby Kennedy".

Pero Cohn pagó un precio mucho mayor por su fama cuando su vida personal, en particular su relación con Schine, se convirtió en tema de comentarios públicos. A mediados de los años 50, empezaron a surgir rumores sobre su homosexualidad.

"La forma en que empezaron a tomar impulso", recuerda Cohn, "fue un discurso pronunciado en el Senado por el senador Ralph E. Flanders de Vermont, quien dijo: '¿Qué es esta extraña relación entre el senador y estos dos asociados?' . . .
"Creo que cuando se trata de una situación en la que ambos somos solteros, aunque teníamos veintitantos años, que es una edad respetable para un soltero, supongo, Schine era muy atractivo. Yo, desde luego, no lo era".

A Cohn le preguntan por qué nunca se casó.

"En primer lugar, yo era hijo único y tenía una relación muy estrecha con mi madre y mi padre... Mientras mi madre vivió después de que mi padre murió, tuve una relación muy estrecha con ella. En segundo lugar, toda mi vida fue trabajo. Y muchas veces, cuando estaba en la oficina del fiscal de distrito de los Estados Unidos llevando el caso Rosenberg, dormía en la sala de primeros auxilios del juzgado en lugar de tomarme siquiera los 20 minutos para ir a casa.

"En tercer lugar, después de las audiencias del caso Army-McCarthy, vi lo que le hizo a mi madre y a mi padre, y los hirió tan profundamente que descubrí que estaba condenado o bendecido, según cómo lo mires, con una vida de controversias. Y que podría manejarlo mejor sin un ser querido muy cercano a mí. En otras palabras, vi lo que le hizo a mi madre. Vi lo que le hizo a mi padre. Y decidí que si me casaba y tenía hijos o algo así y estaba pasando por todo este asunto, sería mucho más difícil para mí sabiendo el daño que se les estaba infligiendo".
Cohn dice que también hubo lo que él llama "los momentos de cierre, en lo que respecta al matrimonio".

¿Ha tenido grandes amores?

—Barbara Walters —dice sin perder el ritmo—. Barbara Walters. Ay, Dios, sí que hablamos de casarnos... Lo hablamos antes de su boda, después de su boda, durante su boda... Ya sabes cómo son esas cosas...

Cohn nunca ha sido de los que se entierran en problemas legales. Prefiere manejar casos de divorcio de alto perfil, batallas sucesorias y acusaciones contra presuntos miembros del crimen organizado, convirtiéndose en el proceso en uno de los litigantes más temidos del país. Su firma, Saxe, Bacon & Bolan, ha asegurado su vida por un millón de dólares, porque la mayoría de sus clientes son sus clientes.

"Mira", dice, poniéndose bastante enérgico por primera vez durante la entrevista, "si el presidente del banco tiene una gran demanda antimonopolio que quiere presentar o algo así, con una denuncia de 300 páginas, no soy la persona a la que acudirá porque no me voy a sentar a dictar 300 páginas. Pero si recibe una llamada diciendo que han detenido a su hijo por conducir ebrio o por posesión de drogas o algo así, soy la persona a la que llamará".
Califica a la comunidad jurídica de "un grupo de egoístas estirados, para quienes lo más importante en su vida es el club de campo y las fiestas de té". Recuerda que algunos de estos "egoístas estirados" controlan ahora su futuro en lo que respecta al proceso de inhabilitación.

"¡Totalmente!", asiente.

El 31 de octubre, un panel disciplinario de Nueva York recomendó que Cohn fuera inhabilitado para ejercer la abogacía, alegando que no pagó un préstamo de 100.000 dólares que un cliente le había hecho en 1966 ("Es una de esas palabras que es tan difícil de definir: ¿qué es un préstamo?", dice Cohn), utilizó fondos puestos en depósito para otro cliente y no reveló las quejas pendientes en su contra cuando solicitó la admisión al colegio de abogados del Distrito de Columbia en 1982.

Cohn niega haber cometido ningún delito y se enfada cuando se habla del tema. Llama a los miembros del panel "un grupo de gente insignificante" y dice que tienen prejuicios contra él.

"El proceso judicial no me importa en absoluto", afirma. "Bill Buckley dijo una vez que había gente común que disfrutaba avergonzando a gente que tenía más éxito que ellos. Y también está el motivo de los celos... La ley ha sido muy buena conmigo, he tenido mucho éxito en el ejercicio de la abogacía, he ganado muchos casos, he perdido muy pocos y no soy parte del grupo de los 'viejos'. Soy anti, soy un iconoclasta."
"No sé qué es lo que les molesta en todo esto", continúa, "pero te diré una cosa, no hay una razón honesta, cuando analizas todo el asunto - la edad, la antigüedad, los bigotes de estos casos, el hecho de que nadie perdió un centavo y el hecho de que soy yo, no ninguno de los miles de otros abogados de Nueva York - tienes que, creo que tienes que llegar a la conclusión de que solo están tratando de hacerme daño".
Más tarde, durante una cena en un restaurante italiano, Cohn hace un esfuerzo por animarse. Está elegantemente vestido con una chaqueta de pana verde, pantalones blancos y zapatos blancos.
En la fiesta participan Gene DeMatteo, un empresario de Florida y viejo amigo de Cohn, y un joven neozelandés, Peter Frazier, presentado como el director de la oficina de la empresa de Cohn. Frazier viaja a menudo con Cohn y lo ha acompañado al Instituto Nacional del Cáncer para recibir un tratamiento experimental. Esta noche, él es quien pone fin a la velada cuando ve a Cohn decaer.
En los últimos 16 meses, desde que Cohn descubrió un bulto detrás de la oreja que resultó ser maligno, no ha sido sometido a ninguna operación. Todo su tratamiento ha consistido en quimioterapia y medicamentos. No se le permite beber alcohol, pero esta noche se ha tomado una copa de champán.

Intenta valientemente conseguir el cheque de DeMatteo (sin éxito) y luego bromea: "Nunca puedo cobrar un cheque con Gene. La última noche que le gané el cheque, me envió un auto al día siguiente... ¿No es así, Peter?".
"Sí, era un Lincoln", confirma Frazier.
A medida que la noche se acerca a su fin, Cohn dice que cree que la marea del sentimiento público está cambiando a su favor, "porque ahora, con la situación con la Unión Soviética, McCarthy ya no es una mala palabra en el interior de Estados Unidos".

Finalmente se le pregunta cómo quiere ser recordado.

"No tengo elección. No quiero pensar en ello. Porque sé cómo me van a recordar. Voy a ser el consejero principal de Joe McCarthy por el resto de mi vida, sin importar qué otra cosa buena o mala haga a los ojos de los demás. Y estoy perfectamente feliz con esa denominación mientras los que están del otro lado puedan ver que hay otro lado".


1. “Go after a man’s weakness, and never, ever, threaten unless you’re going to follow through, because if you don’t, the next time you won’t be taken seriously.”

 « Ve tras la debilidad de un hombre y nunca, jamás, amenaces a menos que estés dispuesto a cumplirlo, porque si no lo haces, la próxima vez no te tomarán en serio » 

2. “I don’t write polite letters. I don’t like to plea-bargain. I like to fight.”

« No escribo cartas educadas. No me gusta negociar acuerdos. Me gusta pelear » 

3. “I bring out the worst in my enemies and that’s how I get them to defeat themselves.”

« Saco lo peor de mis enemigos y así consigo que se derroten a sí mismos » 

4. “McCarthy generally, as an individual, was a liberal. He was, in economic philosophy and a lot of other things, extremeyl liberal.”

 « McCarthy, en general, era un liberal. En filosofía económica y en muchas otras cosas, era extremadamente liberal » 

5. “I don’t want to know what the law is, I want to know who the judge is.”

 «No quiero saber cuál es la ley, quiero saber quién es el juez» 

6. “My scare value is high. My arena is controversy. My tough front is my biggest asset.”

 « Mi valor de intimidación es alto. Mi terreno es la controversia. Mi fachada dura es mi mayor activo » 

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