Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti;
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Las comunidades autónomas españolas. |
Sistema tributario autonómico El sistema de financiación y recaudación de las autonomías está regulado en la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas, también conocida como LOFCA. La Constitución impone una serie de límites en lo relativo a la facultad recaudatoria propia de las administraciones autonómicas. Habrán de respetar en todo caso la reserva de ley de los elementos esenciales del tributo, tendrán que seguir el principio de territorialidad, no podrán crear tributos aduaneros y tendrán que evitar la existencia privilegios económicos y sociales, así como respetar el principio de solidaridad con respecto al resto de autonomías. Pese a la existencia de algunos tributos propios, creados por la propia Comunidad Autónoma sobre hechos imponibles no gravados por el Estado, o sobre materias no gravadas por impuestos locales (salvo autorización por ley estatal), gran parte de la masa recaudada proviene de impuestos estatales cuya recaudación va a parar, en parte o en su totalidad, a las arcas autonómicas. Deben diferenciarse los ingresos tributarios de las comunidades autónomas bajo el régimen general y los derivados del régimen peculiar de Concierto o Convenios Económicos que tienen establecido el País Vasco y Navarra. Régimen general. Tributos propios Las comunidades autónomas pueden establecer tributos propios sobre hechos imponibles no gravados por el Estado, o sobre materias no gravadas por las administraciones locales (6.2 LOFCA). Sólo podrán crear impuestos sobre materias gravadas por impuestos locales si existe una ley estatal que lo autoriza, tal y como indica el artículo 6.3 de la LOFCA. Pese a la gran variedad de sistemas (prácticamente uno por cada autonomía), los impuestos propios pueden clasificarse en los siguientes grupos:
Tributos cedidos. Existen una serie de impuestos estatales cuya gestión y recaudación ha sido cedida por completo a las comunidades autónomas. Son los siguientes:
Junto a estos tributos, existen otros cuya gestión corresponde al Estado, que cede un porcentaje determinado de la recaudación a las autonomías. Se cede la recaudación de una fracción de la tarifa autonómica del IRPF, y una parte del IVA, de los Impuestos Especiales de Fabricación sobre la Cerveza, sobre el Vino y Bebidas Fermentadas, sobre Productos Intermedios, sobre el Alcohol y Bebidas Derivadas, sobre Labores del Tabaco, sobre Hidrocarburos y el rendimiento cedido del Impuesto sobre la Electricidad. |
REFORMA TRIBUNAL DE MON. |
El sistema tributario español es el conjunto de tributos que son exigidos por los distintos niveles de las Haciendas Públicas de España. De acuerdo con lo establecido en la Constitución española de 1978 cabe distinguir tres subsistemas tributarios: el estatal, el autonómico y el local. Historia El punto de inicio del actual sistema tributario español es la reforma tributaria de 1845, impulsada por Alejandro Mon, que supuso una amplia unificación fiscal de todo el territorio y simplificó el cuadro de impuestos existentes. La reforma trataba de eliminar las trabas al crecimiento económico y así se suprimieron las aduanas interiores, los diezmos, la alcabala y los millones. En el nuevo sistema tributario se dio mucha más importancia a los impuestos directos que a los indirectos. En 1900 se llevó a cabo una importante reforma fiscal, siendo ministro de Hacienda Raimundo Fernández Villaverde, que estableció la figura de la Contribución sobre Utilidades de la Riqueza Mobiliaria, que gravaba rentas del trabajo, del capital y mixtas. En 1940, con motivo de la finalización de la Guerra Civil, el sistema tributario fue objeto de una reforma que afectaba a casi todos los impuestos existentes, que se limitó a ampliar las bases imponibles y elevar los tipos impositivos. Estas modificaciones supusieron una elevación teórica de la presión fiscal, aunque la evasión generalizada impidió el crecimiento efectivo de la presión existente. En 1957, ante la insuficiencia del sistema para financiar las cargas existentes, y como preparación de lo que dos años después sería el Plan Nacional de Estabilización Económica, el sistema fiscal se transformó para tratar de incrementar la recaudación. Se trató de racionalizar el conjunto de tributos estatales a través de una sistematización más adecuada y por otra parte corregir la insuficiencia del sistema, tratando de atajar el fraude fiscal. Esto se realizó a través de la utilización de los sistemas de evaluaciones globales y convenios con grupos de contribuyentes. La actual estructura del sistema fiscal del Estado procede del año 1977, en virtud de la profunda reforma impulsada por el Ministro Francisco Fernández Ordóñez, tras las Elecciones generales de España de 1977, que modernizó definitivamente el sistema fiscal español y lo preparó para la integración en Europa. |
1.- Los antecedentes de la reforma de MON (1808-1844). En la fiscalidad estamental del Antiguo Régimen, los viejos gravámenes carecían de cualquier coherencia; eran muy numerosos y la mayoría de ellos proporcionaba escasos rendimientos para la Tesorería Real; y cuando se querían aliviar las penurias de la Hacienda, se establecían nuevas contribuciones, complicando aún más el cuadro tributario. Los impuestos se solapaban sobre unas mismas bases tributarias, pues se habían implantado sin más lógica que la de aumentar los ingresos de la Hacienda. Antes de 1845 imperaba el desorden tributario, tanto en la normativa (abigarrada y confusa) como en la gestión de las rentas públicas (diseminada por múltiples tesorerías, compartida por distintas instituciones y arrendadores y, en fin, difícil de controlar). Como en los siglos anteriores, en la Hacienda decadente del absolutismo no había generalidad legal en los tributos, porque ni los nobles ni los eclesiásticos eran sujetos pasivos de los impuestos directos; tampoco existía homogeneidad territorial, ya que la fiscalidad difería según los reinos. En la Hacienda preliberal, ni siquiera la Corona tenía el monopolio fiscal, puesto que la Iglesia cobraba el Diezmo, los señores jurisdiccionales percibían rentas, tasas y multas cedidas o enajenadas por la Hacienda real, siendo las más importantes las Tercias y Alcabalas, y los municipios y los distintos reinos tenían autonomía fiscal y sus propias fuentes de ingresos. Los ingresos públicos habían sido en la época moderna más o menos suficientes en ausencia de conflictos bélicos, pero la Hacienda castellana tenía dificultades siempre que había guerras; de ahí que, desde que éstas se hicieron frecuentes a partir de finales del siglo XVIII, los gastos de la Tesorería se incrementaron. Los déficit presupuestarios aún se agrandaron más en el primer tercio del siglo XIX, por la pérdida de las colonias americanas, las recurrentes alternancias de regímenes políticos -absolutistas y liberales- y el declive de las rentas tradicionales, debido al colapso de las bases económicas del Antiguo Régimen y a la incapacidad de sus gobernantes para exigir los impuestos; consecuentemente, la Hacienda Real y el régimen absoluto se sumieron en la quiebra. La miseria en que se desenvolvía la Tesorería forzó a los responsables del ramo -tanto absolutistas como constitucionales- a idear expedientes -desesperados en algunos casos- para aumentar los ingresos públicos. Todos los Secretarios del Despacho de Hacienda de esta época toparon con obstáculos insalvables en su búsqueda de un régimen tributario mejor y más saneado. En los períodos absolutistas, los proyectos fiscales hubieron de respetar los privilegios fiscales de los nobles y clérigos pero aún así fracasaron; finalmente a los responsables de Hacienda no les quedó más opción que perfeccionar la administración fiscal y contener el gasto en los estrechos límites permitidos por la recaudación. Con todo, dos ministros absolutistas lograron introducir tributos que tendrían futuro, como fue el caso de Martín de Garay en 1817 -la Contribución general y la de Puertas- y de Luis López Ballesteros en 1826-1827 -con nuevas versiones del derecho de paja y utensilios, la renta de aguardientes y licores, así como de la contribución de frutos civiles-. Las dificultades de los absolutistas para sustituir el viejo mosaico tributario eran lógicas, pues el régimen fiscal estaba agonizando junto al sistema político y, en fin, cualquier modernización tributaria era incompatible con el absolutismo. Por ello, el retraso de la imposición española frente a la europea, en la primera mitad del siglo XIX, hay que atribuirlo al fracaso de las reformas tributarias liberales. La explicación última está, empero, en la incapacidad de los liberales españoles para hacer la revolución con cierta rapidez; en consecuencia, la lenta agonía del Antiguo Régimen postergó la adopción definitiva de la tributación liberal en España hasta 1845. En este período los problemas políticos y fiscales se debilitan mutuamente. Las reformas tributarias liberales contribuyen a explicar la corta vida de los regímenes liberales de Cádiz y del Trienio; las nuevas contribuciones enajenaron el apoyo de los campesinos a los liberales. En el decenio de 1830 los liberales financiaron la guerra civil contra los carlistas con la desamortización y los empréstitos; eso retardó la reforma fiscal, porque lo urgente era recoger como fuera fondos para ganarla. En las Cortes de Cádiz y en el Trienio Constitucional las viejas contribuciones fueron sustituidas por la normativa hacendística liberal. Las Constituciones españolas del siglo XIX establecían -antes que nada- los principios liberales de la sociedad burguesa para la financiación del Estado, a saber: el de capacidad de pago (todo ciudadano había de contribuir a financiar al Estado en proporción a sus haberes); el de legalidad (el Presupuesto había de ser aprobado anualmente por las Cortes); el de generalidad (nadie quedaría exento de la tributación y los impuestos serían los mismos para las personas y los territorios); el de suficiencia (el Presupuesto había de saldarse equilibrado), y el de coherencia y simplificación de los impuestos (que debían de ser pocos y evitar las dobles imposiciones). Pero la reforma y, sobre todo, la implantación práctica de los tributos era harto más complicada que la redacción de varios artículos en la Constitución, sentando la doctrina sobre la imposición. Los constitucionales establecieron una Contribución directa en 1813, y unos impuestos de producto de corte francés en 1821. Esas primeras reformas tributarias liberales eran un tanto utópicas: en 1813 los liberales españoles todavía estaban deslumbrados por al espejismo de la única contribución; en 1821 se adoptaron con alguna variante local los tributos franceses, pero se descuidó la gestión de los tributos -que exigía una reforma administrativa previa-, y su viabilidad en aquella economía española tan poco comercializada y en plena crisis. Bien es cierto que aquellos ensayos tributarios liberales tuvieron poco tiempo para asentarse, pues los nuevos gravámenes fueron abolidos por las restauraciones absolutistas de Fernando VII; no obstante, en su efímera existencia, las nuevas contribuciones ya habían encontrado obstáculos insalvables en su recaudación. |
Logros y defectos de la tributación establecida por MON. A pesar del mandato de equilibrar el presupuesto contenido en la Constitución de 1845, en la gestación déficit presupuestario influyó la insuficiencia y rigidez del marco tributario liberal establecido en 1845, más que por las deficiencias teóricas de sus principales gravámenes, por su pésima, e interesada, gestión. La reforma de 1845 estableció un sistema fiscal formalmente intachable, que, legalmente, era proporcional; las deficiencias surgieron en el ámbito práctico, pues el cambio legal en el sistema fiscal no fue acompañado de una reforma de la administración tributaria; la Hacienda renunció a la recaudación directa de los tributos, dejándola en manos de los municipios -en el caso de la Contribución de inmuebles, cultivo y ganadería y de la Contribución de consumos-, y de los gremios -la Contribución industrial y de comercio-; paralelamente, se postergó la realización del catastro de la riqueza inmueble y de los registros industriales, imprescindibles para conocer las bases tributarias y asegurar el reparto proporcional de las contribuciones; esas decisiones abonaban el florecimiento de un amplio fraude que, al ser selectivo por capas de contribuyentes, dio lugar a la injusticia fiscal. En el plano legal no hay que regatear méritos a los hacendistas de 1845, que lograron sustituir la fiscalidad absoluta por la Hacienda liberal; algo en lo que los liberales previos no habían acertado. Por un lado, los moderados cumplieron una función fundamental de la política liberal desreguladora, pues la reforma de 1845 enterraba definitivamente la legislación fiscal del Antiguo Régimen, lo que quitaba las trabas que aquella tributación imponía al crecimiento económico: la circulación comercial quedó liberada de las aduanas interiores; y los costes de producción disminuyeron al librarse de las alcabalas. Por otro, el mismo año de la reforma se implantó definitivamente -con la Constitución de 1845- la doctrina impositiva acorde con los principios de igualdad y de representación política de los ciudadanos en los regímenes liberales, que venía incorporándose a las Constituciones sancionadas desde 1808, y que descansaba en las reglas siguientes: 1) la reserva de ley o principio de legalidad fiscal, establecía que el Parlamento había de aprobar anualmente todas las cuestiones presupuestarias y tributarias; con ello se buscaba mermar la capacidad fiscal del monarca y la separación del patrimonio real del patrimonio del Estado; así, los liberales arrinconaron el concepto de Hacienda Real, sustituyéndolo por el de Hacienda pública; 2) la atribución al Estado del monopolio de la fiscalidad y de la jurisdicción, dejó a la Iglesia y los particulares sin capacidad de cobrar impuestos y tasas, y a los municipios y provincias con escasos medios; 3) la unificación territorial del trato fiscal y la generalización personal de la obligación de contribuir buscaban conseguir la igualdad personal y territorial de los ciudadanos ante la ley y, por tanto, ante la contribución; esto significaba acabar con los privilegios fiscales de los estamentos noble y eclesiástico del régimen absoluto, 4) la equidad liberal basada en la igualdad dictaba que los ciudadanos habían de contribuir a la financiación de los gastos de la Hacienda en proporción a su capacidad económica; es decir, la carga fiscal habría de distribuirse de acuerdo a los ingresos que los contribuyentes obtuvieran de sus propiedades o actividades; y 5) la Constitución y las ideas de los liberales mandaban el cumplimiento de los principios de suficiencia, economía, neutralidad y sistematización de los impuestos; esto es, el Presupuesto general del Estado había de cerrarse equilibrado; los tributos habían de ser fáciles y económicos de cobrar, y su recaudación había de realizarse sin que la inspección se entrometiese en la intimidad de los ciudadanos; las contribuciones no habían de distorsionar la asignación de los recursos económicos; finalmente, para evitar la sobrecarga fiscal -con el fin de no retraer la actividad económica y favorecer el crecimiento económico- había que acabar con las dobles imposiciones, impidiendo que varios impuestos recayesen sobre las mismas bases; esto implicó la ordenación del desordenado mosaico tributario de la Hacienda absoluta, pues la reforma de 1845 sistematizó y redujo el número de los tributos. La reforma de 1845 únicamente implantó, en la práctica, con plenitud el objetivo de sistematización de las contribuciones y, parcialmente, el de economía y la facilidad en la recaudación. La abolición de las rentas de la Hacienda absoluta fue un paso importante; ya no existían las odiadas alcabalas -por la población y por los ilustrados del siglo XVIII- ni el diezmo, que tan fuertes obstáculos oponían al desarrollo de la actividad comercial industrial y agraria. En la práctica, la igualdad personal y territorial no se consiguió plenamente, ni tampoco el principio de equilibrio presupuestario; ni siquiera se cumplía con la formalidad legal de que el Presupuesto del Estado fuese aprobado anualmente, y no siempre fue sancionado por el Parlamento. La faceta formal fue lo más sobresaliente de la reforma de Alejandro Mon, que dió un nuevo aire legal a la fiscalidad; no obstante, la reforma se aprovechó de experiencias previas y, lo que es fundamental, en 1845 se respetaron tanto la estructura de la realidad tributaria como las prácticas recaudatorias, que se habían gestado desde las reformas de las Cortes de Cádiz y, fundamentalmente, con el sistema de López Ballesteros y las reformas de los liberales isabelinos. En efecto, por una parte, las innovaciones de los reformadores de 1845 tenían precedentes en la reforma tributaria del Trienio liberal, en el Presupuesto para el Segundo Año Económico, ideada por José Canga Argüelles. Por otro, si se atiende a la estructura y a las formas de recaudación, la reforma de Alejandro Mon apenas cambió la situación, pues el sistema tributario implantado en 1845 era muy parecido al vigente en 1843 y bastante distinto al mosaico fiscal previo a 1808. De manera que si la inspiración formal de la Ley tributaria de mayo de 1845 está en el sistema francés, el origen inmediato de la tributación del Estado liberal se halla en las novedades del ministro de Hacienda de Fernando VII, Luis López Ballesteros, que introdujo y modificó unas cuantas contribuciones, y las medidas parciales de los ministros de Hacienda isabelinos. Hay que contar, además, con que las contribuciones, rentas y arbitrios de la Hacienda del Antiguo Régimen habían transformado, durante las cuatro primeras décadas del siglo XIX, sus tradicionales prácticas recaudatorias: las Rentas provinciales eran, en realidad, un impuesto directo sobre la agricultura, porque su forma de cobro más generalizada era el reparto del cupo asignado según la riqueza territorial de los vecinos del municipio. La reforma de 1845 introdujo, por tanto, pocas innovaciones en la realidad de la recaudación, aunque los cambios ideológicos y formales en los tributos fueron de consideración. Consecuentemente, después de 1845 los tributos, de impecable factura liberal, fueron recaudados con los tortuosos procedimientos de la Hacienda absolutista, desvirtuando la naturaleza de las contribuciones. La conservación de las prácticas recaudatorias previas fue el precio que el país hubo de pagar para hacer factible la reforma; con otras palabras, las burguesías liberales y las oligarquías terratenientes permitieron las medidas de la revolución liberal -de los impuestos en este caso- porque tenían la seguridad de que su aplicación práctica no lesionaría sus intereses. Los moderados de 1845, que ya conocían las penosas experiencias de los intentos previos de reforma tributaria, plantearon la estrategia de forma conservadora. Aun con esos cuidados, el proyecto de Mon -y posteriormente la ley reformadora- encontró resistencias, y no fue completa la aceptación de los nuevos tributos y de los procedimientos de su reparto y recaudación. Por todo ello, los reformadores se refugiaron en la seguridad recaudatoria de los procedimientos tradicionales de gestión tributaria; de ahí que aunque no pudo eludirse el principio de generalidad personal de la tributación, la distribución de la carga fiscal ni siguió el principio de proporcionalidad establecida por la Constitución, porque el fraude favoreció a quienes tenían poder político en los gobiernos central y locales. Los reformadores de 1845 reconocieron que nunca pretendieron implantar un sistema tributario totalmente nuevo; al contrario, acentuaron la permanencia de la costumbres fiscales: Esto era una táctica para asegurar lo que más les preocupaba, que era la continuidad recaudatoria y el arraigo de los nuevos tributos; ese pragmatismo les llevó a renunciar a sus principios fiscales. Por ello, en lugar de copiar el sistema fiscal francés al pie de la letra, lo adaptaron a las peculiaridades españolas: a) disfrazaron las nuevas figuras tributarias, presentándolas como una mera refundición de las antiguas contribuciones castellanas o aragonesas; b) conservaron las experiencias fiscales de las dos Coronas y las prácticas recaudatorias previas, y c) se sirvieron de las innovaciones introducidas por los constitucionales del Trienio, pero también por los absolutistas Garay, el Trienio y López Ballesteros. Formalmente se adoptó la fiscalidad francesa, y el texto de la Ley de 1845 sigue de cerca a su homóloga vigente en el país vecino, sobre todo en la estructura de los impuesto principales introducidos por Alejandro Mon, que fueron los siguientes: 1) la Contribución de Inmuebles, cultivo y ganadería: que refundió las antiguas contribuciones de cuota fija que se cobraban en forma de reparto sobre la riqueza territorial; 2) la Contribución de Consumos: que sustituyó a algunas de las Rentas provinciales (fundamentalmente, la Alcabala) y que conservó el Derecho de Puertas; 3) la Contribución Industrial y de comercio: que reemplazó al impuesto del mismo nombre; 4) el Derecho de Hipotecas: que tenía un precedente homónimo; y 5/ la Contribución de Inquilinatos, que era la única novedad, frente al proyecto de la Comisión, introducida por el Ministro de Hacienda, por lo que apenas perduró un año. El apego a la tradición tributaria española de la reforma de 1845 queda reflejado en dos hechos: a) al comparar las recaudaciones porcentuales obtenidas por estos nuevos impuestos de 1845 con la proporcionada por sus antecedentes, se comprueba su identidad numérica; y b) la reforma de Mon dejó con vida demasiadas rentas antiguas; unas fundamentales como las de Aduanas y los Estancos, y otras muchas cuya recaudación era insignificante. El mérito de los reformadores, por tanto, radicó principalmente en los aspectos formales: sin cambiar apenas las prácticas recaudatorias -obsesionados como estaban por mantener el nivel de recaudación, no querían grandes novedades-, y conservando las tradiciones fiscales del país, crearon un sistema tributario coherente, según los principios liberales, que eran radicalmente diferentes a la doctrina estamental subyácete a la legislación fiscal del Antiguo Régimen. La virtud de la reforma de 1845 consistió, pues, en sistematizar unos tributos antiguos excesivos, complejos y desordenados en unas pocas contribuciones, unificando y generalizando la tributación, y revistiéndolas de formas hacendísticas modernas importadas de Francia. También fue un mérito político no desdeñable de los moderados lograr la aprobación de la reforma tributaria en las Cortes; lo consiguieron, sin duda, por la moderación de los aspectos prácticos de la reforma, que permitieron que la realidad recaudatoria se apartase de la legalidad. El reparto legal de la carga tributaria tras 1845 obedeció, en definitiva a un sistema tributario -que ya admite tal apelativo- con estos rasgos: 1) la adopción de un "sano eclecticismo fiscal", descartando definitivamente el "mito de la única contribución", que compaginó la tributación directa con la indirecta; 2) en la tributación directa se optó por la realidad del gravamen, en contra del criterio de la imposición personal; se eligieron, por tanto, los impuestos reales o de producto, frente al impuesto sobre la renta; 3) en la tributación indirecta, se gravaron los consumos determinados y la circulación de bienes a través del Derecho de Hipotecas desechando los tributos generales sobre el volumen de ventas; y 4) se conservaron los ingresos derivados de las propiedades del Estado y de los monopolios fiscales. Los impuestos implantados por los reformadores de 1845 no lograron financiar completamente los gastos del Estado por su limitada potencia recaudadora, derivada del desconocimiento que la Hacienda tenía de las bases tributarias; deficiencia que se agravó con el tiempo, por la rigidez mostrada por la recaudación de aquellos impuestos. Los defectos iniciales del sistema tributario de Mon y Santillán fueron agravados por los apaños y transformaciones tributarias del período inmediatamente posterior a la reforma, que se acaban de mencionar. . En primer lugar, conjuntamente, las nuevas contribuciones liberales sólo aportaban el 44 por 100 de los ingresos del Estado en 1845. El motivo era que sólo dos de los tributos recién implantados destacaron por la cuantía de su aportación al Tesoro: la Contribución territorial que contribuía con el 24 por 100 de los ingresos totales del Estado, y la de Consumos que suministró el 15 por 100. En segundo lugar, la recaudación de los gravámenes introducidos por Mon creció entre 1845 y 1854 menos que la de algunas rentas antiguas que persistieron, como las Aduanas y los Monopolios. Eso ocurrió por los problemas iniciales de algunos impuestos (el de Inquilinatos desapareció. La Industrial hubo de reformarse) y por las dificultades de aceptación que tuvo el Impuesto de consumos; que contrastaban con la buena recaudación y la mayor flexibilidad de las antiguas rentas de Aduanas y los Estancos. También entre 1850 y 1869, los nuevos impuestos crecieron menos que algunos tradicionales; de hecho, la participación de Inmuebles y de Consumos en los ingresos ordinarios del Estado cayó entre 1850-1854 y 1864-1869, mientras que los monopolios fiscales elevaron su peso relativo entre esas fechas. Las circunstancias excepcionales del Sexenio trastocaron esa tendencia estructural del cuadro tributario, pues la contribución territorial recuperó terreno, alcanzando casi el 30 por 100 de los ingresos impositivos; era el porcentaje más elevado desde 1845. Los fracasos de Figuerola como reformador de la tributación directa, tras su aceptación del hecho consumado de la desaparición de los Consumos -porque los habían abolido las Juntas revolucionarias- y la imposibilidad de recaudar su impuesto personal condujeron a recargar la contribución territorial. Durante el sexenio se prolongó la caída de los impuestos indirectos, y también disminuyó la recaudación por los monopolios. En tercer lugar la industria y el comercio recibieron del sistema tributario de 1845 un trato fiscal favorable, en comparación a la actividad agraria. Hacia 1860, la presión fiscal -esto es, el porcentaje que suponía la recaudación del impuesto sobre la producción neta del sector- soportada por el comercio y la industria sólo era un 25 por 100 de la presión fiscal que recaía sobre la agricultura. Además, la imposición de producto de 1845 no estableció gravámenes sobre las rentas del trabajo asalariado y del capital, dejando fuera del sistema los denominados impuestos nuevos de producto; eso significaba un trato adicional de favor a la industrialización, pues aquellos factores de la producción se concentran en los sectores capitalistas. En cuarto lugar la presión fiscal global del cuadro tributario de 1845 no era elevada: hacia 1860 los ingresos ordinarios del Estado representaban el 6,5 por 100 de la renta nacional. Esta presión fiscal era perfectamente tolerable por el conjunto de la economía; y esto concordaba con la intención de los liberales de no gravar en exceso la actividad económica, con objeto de favorecer el crecimiento económico. No obstante esa llevadera presión fiscal estaba muy desigualmente distribuida, lo que hacía que algunas capas de la población -los pequeños campesinos y los consumidores de la ciudades- soportasen una excesiva carga fiscal. En la Contribución de Inmuebles pagaban proporcionalmente más los que no tenían influencias políticas, debido a que el tributo era gestionado por los municipios -para decirlo con mayor precisión, por los mayores propietarios del término-, y a que no existía una estadística agraria que permitiese individualizar propiamente la cuota, lo que hubiese dificultado las arbitrariedades de las juntas locales, que dejaban evadir el pago de la contribución a los poderosos locales. La forma de cobro de la contribución industrial se realizó, desde 1847, a través de la agremiación de los industriales y comerciantes, cuyas asociaciones se encargaban de repartir los cupos, lo que también favorecía el fraude del conjunto de comerciantes e industriales y el selectivo de los de mayor rango. Para aumentar las rentas del Estado, se recargaron los impuestos indirectos, particularmente el de Consumos que, debido a su regresividad, eran objeto de violenta oposición por parte de los grupos urbanos, lo que dificultó su implantación. En quinto lugar, la rígidez de los impuestos directos agravó, por añadidura, con el paso del tiempo, la insuficiencia del sistema tributario de la reforma de 1845, a pesar del crecimiento de la economía española. La situación empeoró de tal manera que ni recargando los impuestos indirectos, se pudo llenar el desfase entre gastos e impuestos, por lo que resultó inevitable recurrir a la emisión de la Deuda pública y a otros expedientes extraordinarios. Por último, en sexto lugar, algo influyó la ideología política en el reparto de la carga tributaria, pues se dibuja una tendencia de los gobiernos progresistas a gravar la agricultura y a desgravar los consumos urbanos, mientras que los unionistas tendieron a hacer lo contrario. Asimismo, hay que decir que el Arancel Figuerola hizo aumentar la importancia relativa de los ingresos de Aduanas con respecto a la media de 1865-69, pero no alcanzó el nivel de 1860-64. Es decir, que la elevación del peso relativo de la recaudación por Aduanas, a partir de 1869, se debió tanto a la recuperación económica tras la crisis ocurrida entre 1864 y 1868, como al Arancel de 1869; de no haber sido por la generalización del contrabando, los ingresos por aduanas aún hubiesen crecido más, pues el valor de las importaciones aumentó. |
HACENDISTA. |
Alejandro Mon y Menéndez. Mon y Menéndez, Alejandro. Oviedo (Asturias), 26.II.1801 – 1.XI.1882. Dirigente del Partido Moderado y reformador de la hacienda y la economía. Alejandro Mon y Menéndez nació en Oviedo, al igual que su madre, Francisca Menéndez de la Torre. Su padre, Miguel de Mon y Miranda, ejercía la abogacía en esta ciudad. En su Universidad, el joven Mon se licenció en Leyes y Cánones en 1822, carrera que había iniciado hacia 1818. Allí conoció a Pedro José Pidal (Villaviciosa, Asturias, 1800), con el que mantuvo un estrecho vínculo personal y político a lo largo de su vida. Les unió la edad; les unieron las afinidades políticas; les emparentó, al fin, el casamiento de Pidal con su hermana, Manuela Mon. En esos años de estudiante en Oviedo, inició Mon su compromiso con la causa liberal. El 28 y 29 de febrero de 1820 participó en las jornadas de proclamación de la Constitución de 1812 y, con Pidal, se incorporó a la Compañía de Literarios de Oviedo, germen de la Milicia Nacional, en cuyas filas colaboró a la defensa de Oviedo frente a las tropas absolutistas. Se sabe que debido a esta militancia liberal fue condenado por la Audiencia de Oviedo, que se ocultó para rehuir a los alguaciles y que, todavía en 1824, se hallaba perseguido. También es conocido, por su propia confesión, que tomó el fusil de miliciano nacional “contra D. Carlos, el enemigo común de todos los partidos, que venía a arrebatarnos la Reina, la Constitución, (y) la libertad”. En 1828, a la muerte de su padre, Mon dejó Oviedo para instalarse en Madrid. Allí asistió a las clases que Alberto Lista impartía en su domicilio. Durante el régimen del Estatuto Real, en 1834-1835, estaba ligado, al igual que Pidal, a la línea liberal tibiamente reformadora de Martínez de la Rosa y del también asturiano conde de Toreno. De la mano de éste, accedió a sus primeros puestos de responsabilidad política. En 1833 ocupó la secretaría de la Superintendencia de la Policía de Madrid; en 1834 fue nombrado secretario de la Superintendencia General de la Policía del reino y, meses después, intendente de Granada. El conde de Toreno fue el protector político de Mon en los primeros años de su dilatada vida política; Francisco Martínez de la Rosa constituyó, a su vez, uno de sus grandes referentes doctrinales en materia político constitucional. Al igual que éstos, Mon fue un hombre del Estatuto Real en 1834-1835, en tanto que en 1837 abrazó la fórmula constitucional de compromiso entre los principios del liberalismo progresista y los del liberalismo doctrinario. De hecho, Alejandro Mon participó en las negociaciones que facilitaron el consenso que posibilitó dicha Constitución. En esa legislatura de 1836-1837, ya sancionada aquélla, obtuvo su primer acta de diputado. Se iniciaba su andadura en la dirección política del Estado. Como personaje público de relieve nacional, Alejandro Mon presenta tres facetas: la del “hombre político”, la del “hacendista” y la del “diplomático”. La trayectoria del político puede organizarse en cinco grandes etapas. La primera va de 1837 a 1843; en ella, además de una destacada labor política y parlamentaria, ocupó la cartera de Hacienda (1837-1838). La segunda, de 1843 a 1849, es la época de su esplendor; en ella interpretó su papel de decisivo reformador de la política fiscal, bancaria y comercial en la España liberal, desplegó su voluntad de trascender siguiendo el ejemplo histórico del francés Necker y, sobre todo, de los británicos William Huskisson y Robert Peel, cuyas reformas conocía con detalle y seguía de cerca. En una tercera etapa, de 1850 a 1854, el Mon reformador deja paso al Mon político de oposición. Enfrentado y distanciado de Narváez, repudiado por la reina y la camarilla regia, Mon, quien era visto entonces como candidato a la presidencia del Gobierno, se concentró en la actividad parlamentaria y en la vida política del Partido Moderado. En 1854, empero, se cerró la llamada Década Moderada, y se produjo una significativa separación de Alejandro Mon de la política parlamentaria, coincidiendo con el Bienio Progresista; el influjo electoral de los nuevos gobernantes impidió que obtuviese acta electoral para las Cortes Constituyentes. Durante el Sexenio Democrático volvió a darse ese alejamiento político. En 1841-1843, con la regencia de Espartero, ya se había producido el retraimiento de Mon, que se avino mal, pues, con las experiencias progresistas del siglo xix. sos retiros políticos derivaban, en parte, de su liberalismo doctrinario, identificado, primero, con la Constitución de 1837 y, después, con la Constitución de 1845, que fue reforma de aquélla. Esa identificación constituyó, posiblemente, la única ortodoxia de Mon a lo largo de su vida, caracterizada por el pragmatismo y la adaptación a las situaciones cambiantes del país. Esa adaptación es visible en su cuarta etapa vital, la que va de 1856 a 1868, que se puede caracterizar como la del Mon diverso, según se verá. La última fase política de Alejandro se inició con la Revolución de 1868, que le apartó de nuevo de las responsabilidades políticas, y le llevó a colaborar, desde París, en la reinstauración de la Monarquía borbónica y de un modelo constitucional próximo, o identificado, con el de 1845. Cuando Alejandro Mon accedió a las Cortes en 1837 no era un parlamentario más. Ocupaba, con Martínez de la Rosa y el conde de Toreno, un papel director en el Partido Moderado. También disfrutaba de una posición destacada en la sociedad política madrileña. Su actuación en las Cortes, a partir de 1837, revela a un parlamentario brillante e incisivo, que hizo gala de un amplio conocimiento de las materias que trataba, tanto las estrictamente políticas como, sobre todo, las económicas. Prueba de sus aptitudes es que perteneció a las Comisiones de Hacienda y de Presupuestos en casi todas las legislaturas en las que fue diputado, a partir de la de 1836-1837. En fecha tan temprana como 1837, los demás parlamentarios, incluidos los del Partido Progresista (Mendizábal y Olózaga), ya reconocieron la valía intelectual y política de Mon. No es extraño, por ello, que cuando accedió al Ministerio de Hacienda, en diciembre de 1837, reconociese que ya se le había ofrecido dos veces el cargo. Tan sólo un mes antes de ser ministro, había sido elegido vicepresidente primero del Congreso de los Diputados. Significación parlamentaria, relevancia política y ansia de poder que, reconocía, eran los tres principales rasgos de Alejandro Mon en su primera etapa en la vida política nacional, entre 1837 y 1843, que se puede caracterizar, precisamente, como la de la voluntad de poder. Hasta 1840, con la Guerra Carlista aún sin concluir, los partidos políticos se vieron imposibilitados para acometer con sosiego la obra de construcción político-administrativa del país de acuerdo a los principios liberales. Por tanto, no se dieron las circunstancias para que Mon pudiera interpretar su papel de reformador de políticas económicas, que será el que caracterizará su posterior etapa vital, comprendida entre 1843 y 1849. Esta fase de 1843 a 1849 constituye el momento más brillante del tándem Mon-Pidal, “inteligencia” de los Gobiernos conservadores de los que formaron parte. En este período funcionó —no sin dificultades— su alianza con el general Narváez (la fuerza y el orden), considerado entonces la “columna” que sostenía el edificio político moderado. Con él, Alejandro Mon volvió al Ministerio de Hacienda en 1844, después de la calculada campaña de acceso al poder, desplegada desde 1843 por el Partido Moderado. En ese puesto, Mon representó un papel fundamental en la resolución de la crisis ministerial del verano de 1844 (la crisis de Barcelona), inclinó al Gabinete Narváez a gobernar con las Cortes, y demostró su fortaleza política, como muestran las cartas de Antonio Ríos Rosas al ministro de Justicia, Luis Mayans, depositadas en el Archivo Narváez de la Real Academia de la Historia. Pidal y Mon ocupaban las dos principales carteras civiles en aquel ejecutivo, la de Gobernación y la de Hacienda. Ambos impulsaron algunas de las reformas, administrativas y económicas, destinadas a sentar las bases de la Administración moderna y centralista del país; entre ellas, la reorganización de los Ayuntamientos y las Diputaciones y la de la Hacienda. Las dos fueron importantes, pero lo fue más esta última; sin ella, como no se cansaron de repetir los contemporáneos, “no podía haber Nación”. La potencia política de Mon fue precisamente un factor decisivo para su éxito reformador, tanto en 1844-1845 como, después, en 1848-1849. Lo fue igualmente para que se contase con él en las diversas combinaciones políticas, como sucedió en 1846, al formarse el denominado Gobierno Istúriz-Mon, en el que desempeñó la cartera de Hacienda, y en 1847, cuando fue elegido presidente del Congreso de los Diputados. Los hechos permiten caracterizar esta etapa de 1843 a 1849 como la del Mon con voluntad de trascender. En estos años, en efecto, Alejandro Mon buscó con sus proyectos de reforma tributaria, arancelaria y de la deuda su lugar en la “gloria” del Partido Conservador y de la historia española, tal y como la perseguiría, entre 1850 y 1852, Juan Bravo Murillo, su gran rival desde 1849. Éste reclamó también su parcela de gloria, en un acalorado debate parlamentario con el asturiano, en febrero de 1851. Para Bravo Murillo todavía “quedaba alguna gloria que alcanzar” —después de la lograda por Mon— por aquel que aprobara la reforma administrativa de la Hacienda que completase el edificio fiscal levantado en 1845. Era el enfrentamiento de dos glorias. Alejandro Mon había sido apartado del Gobierno moderado en agosto de 1849, por sus discrepancias con Narváez sobre el modo de resolver el rechazo de los fabricantes catalanes a su Ley de Bases de Reforma Arancelaria, de 17 de julio de 1849. En esta fecha había acumulado un impresionante bagaje reformador: había saneado el Banco Español de San Fernando en 1848, y sacado adelante su importante Ley de Reorganización del Banco en 1849. Tras la reforma de los Aranceles de Aduanas, orientada a la apertura exterior de la economía española, tenía previsto el arreglo de la deuda pública y las leyes administrativas que permitirían racionalizar la política presupuestaria y fiscal; entre ellas, la Ley de la Contabilidad del Estado —aprobada luego por Bravo Murillo—. Pero, su apartamiento de Narváez y su repudio por Palacio —desde el que se había conspirado en 1849 para provocar la crisis ministerial que acabó en su dimisión— colocaron al asturiano, una vez que Narváez cayó en desgracia en 1851, en la oposición parlamentaria. Entramos en la etapa del Mon político de oposición. Era un status ciertamente incomodo para él. En 1849, sus contemporáneos le veían como potencial candidato a la Presidencia del Gobierno, algo que, desde luego, deseaba un Mon que se encontraba en la cima de su carrera política. En estrecha colaboración con su cuñado Pedro José Pidal, controlaba, en 1850, la fracción más numerosa e influyente del Partido Moderado. Ésta, en alianza con otras, también desplazadas del poder por el ascenso de Juan Bravo Murillo, reclamó su vuelta a la dirección política del país. Mon y Pidal entendían que su amplio apoyo parlamentario debía traducirse políticamente en su llamada, de nuevo, al Gobierno. Pero el proceso político caminó, a partir de 1851, en un sentido contrario al sistema de las dos confianzas que informaba la Constitución vigente. La Reina se inclinó por formar gobiernos con la sola confianza de la Corona. La política del país sufrió un retroceso respecto al modelo y a las prácticas políticas instauradas desde 1845. Esta involución afectó a las libertades, al proceso electoral, a algunas decisiones de los gobiernos (tomadas sin el suficiente soporte legal), e incluso a los fundamentos mismos del sistema, al imponerse gobiernos carentes de representatividad. El problema se agudizó cuando, a partir del Gabinete Bravo Murillo, en 1852, los gobiernos respaldaron un programa autoritario de reforma constitucional. Por eso, al deseo de la fracción monpolidalista de volver al Gobierno se unió, entonces, una causa trascendente: la defensa del modelo constitucional erigido en 1845. A ella se sumaron la fracción puritana del Partido Moderado y el Partido Progresista, que convergieron en 1851-1852 en un Comité electoral. Se formó, así, una coalición que creó las bases sociales para el estallido —al fin revolucionario— de 1854, y originó los precedentes de la futura Unión Liberal. En este período que llega hasta 1854, Alejandro Mon interpretó su papel de opositor. Criticó, por un lado, los proyectos reformadores de la Hacienda de Juan Bravo Murillo; en particular, su arreglo de la deuda y su reorganización del Banco Español de San Fernando —inspirada por Santillán—, que contrarreformaba su ley de 1849. Por otro lado, denunció la práctica de gobernar sin el concurso de las Cortes, el falseamiento de las elecciones, la censura a la prensa y el proyecto de reforma constitucional. En los breves períodos que estuvieron abiertas las Cámaras, Pidal y Mon desplegaron una férrea oposición parlamentaria, de marcado perfil político. Su bandera fue la defensa del sistema constitucional representativo. En torno a ella, abordaron los problemas que constituían las principales preocupaciones de la época: la aludida corrupción electoral (de la que tuvieron que defenderse), la falta de representatividad del sistema político y el distanciamiento del ideal de la Monarquía constitucional. En sus discursos, Mon sacó a relucir sus dotes de analista político, extrayendo las consecuencias sociopolíticas de aquel lamentable modo de gobernar. Puso de manifiesto el problema de la legitimidad, por la no identificación de los ciudadanos con derecho a voto con aquellos gobiernos no representativos, y las dificultades que esto traía para el arraigo del sistema liberal. Subrayó asimismo la pésima imagen de España que aquellos hechos transmitían. También reafirmó su adhesión al modelo parlamentario de 1845, único con el cual “esta Nación podrá aspirar un día a ocupar en Europa el gran papel” que le correspondía. Hombre pragmático y ecléctico, la más profunda ortodoxia de su vida fue —como se dijo— esa identificación con el sistema constitucional doctrinario. Así, cuando volvió a la política activa, tras el Bienio, reivindicó la recuperación plena del texto de 1845, sin la reforma que se le había hecho en 1857, que afectaba al Senado. Asimismo, en 1864, cuando alcanzó, por fin, la Presidencia del Gobierno, restableció íntegramente dicha Constitución. Este constitucionalismo de Mon y de Pidal no significa que su práctica política fuese impoluta. Antes al contrario, uno y otro participaron de la cultura política de la época, y utilizaron —y legitimaron— usos que adulteraban el funcionamiento del proceso político, a través del influjo electoral del Gobierno, un influjo al que aplicaban el eufemismo de legal. Esta práctica política no ensombrece, empero, la vocación parlamentaria de Alejandro Mon. Si algo caracteriza sus trascendentes reformas económicas fue haberlas sometido al trámite parlamentario, un activo que no puede atribuirse a todos los ministros de Hacienda de la Década Moderada, que reformaron —e incluso eliminaron— impuestos, aprobaron presupuestos y leyes administrativas, con el carácter de orgánicas, sin el concurso de las Cortes. A partir del Bienio, y hasta 1868, Mon recorrió una fase vital caracterizada por la diversidad. Un Mon diverso porque vivió dentro y fuera del país y porque diversas fueron sus ocupaciones, tanto privadas como públicas: hombre de negocios, embajador, ministro de Hacienda (1857), diputado, presidente del Congreso (1862) y, en 1864, presidente del Gobierno. En 1856 fue nombrado presidente de la Sociedad Española Mercantil, de los Rothschild, y de la Compañía de Ferrocarriles MZA; en 1858 se hizo accionista de la Sociedad Metalúrgica de Langreo. Igualmente en 1856 fue designado embajador en el Vaticano, para recomponer unas relaciones Iglesia-Estado deterioradas a raíz de las desamortizaciones de 1855. En 1857 fue uno de los académicos fundadores de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (en 1838 había sido elegido académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando). En 1858 volvió a la carrera diplomática, como vía para distanciarse de la política en Madrid. Fue nombrado embajador en París, destino de gran importancia dado el peso de la Francia de Napoleón III en los equilibrios políticos europeos y el signo pro-francés de las relaciones exteriores españolas. Ocupó el cargo hasta 1862, en una coyuntura caracterizada por el fortalecimiento de la proyección exterior española y la multiplicación de sus campañas militares. Por eso hubo de intervenir en asuntos tan relevantes como el apoyo a los estados de la Casa de Borbón en Italia, la defensa del Estado Pontificio —amenazado con el proceso de unificación italiana—, así como en la recomposición de las relaciones con México (1859), en los entresijos de la expedición militar a aquel país (1861-1862), o de las intervenciones militares en Cochinchina (1858- 1863) y Marruecos (1859-1860), y en la reincorporación de la República Dominicana a la Corona española (1861). Mon volvió a la embajada de París en 1866, con dos preocupaciones centrales: garantizar al Papa sus dominios de Roma y controlar los movimientos conspirativos de los revolucionarios españoles en el exterior (Prim, Olózaga), para preservar el trono de Isabel II; en este contexto, negoció en París, al servicio del Gobierno Narváez, empréstitos con alguna de las principales casas de banca francesas (los Péreire, los Rothschild y los Fould), en que se entrecruzaron las dificultades de las compañías de ferrocarriles, con capitales franceses, y las de una Hacienda española que caminaba, desde 1865, hacia la insolvencia. En esta etapa de 1856 a 1868, Mon alcanzó la cumbre de su carrera política. Fueron, quizás, los años del Mon políticamente más personal, lo que no hay que confundir con el más trascendente o relevante. Fueron años de apartamiento político de Narváez y de acercamiento a la Unión liberal; de su Gobierno de 1864 formaron parte primeras figuras unionistas, como Salaverría y Cánovas. Con todo, no abandonó el Partido Moderado ni, por supuesto, su fidelidad a los principios del sistema formalizado en 1845. Por ello, la Revolución de 1868 le trajo el cese como embajador y un nuevo alejamiento de las funciones políticas. En París, Mon jugó un papel destacado en la organización del partido alfonsino y en la vuelta a la Monarquía borbónica, esto es, a un régimen de “orden y de libertad”, como había defendido su maestro Martínez de la Rosa casi medio siglo antes. El último Mon es un político identificado con la Restauración. El 20 de mayo de 1875, una asamblea de trescientos cuarenta y un exparlamentarios, que el asturiano “se excusó de presidir”, designó un comité de treinta y nueve notables para redactar un anteproyecto de Constitución. Entre ellos se encontraba Mon. En 1876 volvió al Congreso de los Diputados, elegido por Oviedo, y en 1877 se inició el expediente para nombrarle senador vitalicio, cargo que ocupó desde enero de 1878. Como senador murió, aunque retirado de la actividad pública y parlamentaria, en su Oviedo natal, donde hacía una intensa vida social, manifestándose como el “ovetense más dichoso con serlo”. Corría el año 1882. Atrás quedaba una larga trayectoria vital, doctrinaria en los principios, reformadora en lo económico, estrechamente vinculada al Partido Moderado, siempre, en fin, en una primera línea de la vida política española. Alejandro Mon, además de notable reformador de la hacienda, fue un personaje clave de la historia política del período que le tocó vivir. Obras de ~: Contestaciones entre el señor Bermúdez de Castro y el Sr. Alejandro Mon sobre las conversiones verificadas en 1844, Madrid, Imprenta a cargo de Manuel Rojas, 1849. Fuentes y bibl.: Archivo del Senado, Exps. personales, HIS-0292-03; Archivo del Congreso de los Diputados, Serie documentación electoral, 15 n.º 10, 17 n.º 7, 19 n.º 23, 24 n.º 5, 24 n.º 31, 24 n.º 54, 24 n.º 56, 26 n.º 10, 26 n.º 15, 28 n.º 10, 29 n.º 6, 30 n.º 11, 31 n.º 17, 35 n.º 1, 41 n.º 32, 44 n.º 13, 48 n.º 10, 52 n.º 2, 55 n.º 6, 59 n.º 2 y 78 n.º 13. Conde de Benalúa, Memorias, Blass, s. f.; R. Santillán, Memoria histórica sobre los Bancos Nacional de San Carlos, Español de San Fernando, Isabel II, Nuevo de San Fernando y de España, Madrid, 1865 (reed. de P. Tedde, Madrid, Banco de España, 1982); C. J. Bertrand, El verdadero Libre- Cambista. Estudio teórico-práctico del desarrollo de la industria metalúrgica y carbonera en Asturias, Oviedo, Imprenta de Vallina y Cía., 1881; M. Pedregal, “D. Alejandro Mon, Ministro de Hacienda”, en Revista de Asturias, año VI, n.º 21 (1882), págs. 322-325; R. 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Ramón Santillán González. Santillán González, Ramón. Lerma (Burgos), 31.VIII.1791 – Madrid, 19.X.1863. Reformador de la Hacienda liberal y gobernador del Banco de España. Los padres de Ramón Santillán, Francisco Santillán Cubo y Catalina González, eran naturales de Lerma y de Cerezo de Arriba (Segovia), respectivamente. Diversos autores indican que Francisco fue escribano, que participó muy activamente en el levantamiento de Burgos contra los franceses y que desempeñó, asimismo, los cargos de personero del común y alcalde constitucional de Lerma. Fue en Lerma donde nació Ramón Santillán. La familia, según el propio Santillán, poseía una escasa fortuna, pero esta circunstancia no impidió que le proporcionasen la mejor educación que en aquel pueblo podía recibirse: “después de las primeras letras, la gramática latina, que allí se enseñaba con bastante esmero”. El padre tuvo un interés especial en la formación del pequeño Ramón, en el que cultivó el “hábito de leer y escribir de continuo”. El estudio de la Gramática lo hizo bajo la dirección de Ignacio López, prebendado de la Colegiata de Lerma, y el de la Lógica, en 1804, con el carmelita fray Juan de la Cruz Alegría, quien durante la Guerra de la Independencia fue redactor de la Gaceta de Alicante. De éste —dice Santillán— recibió no sólo las lecciones correspondientes, sino “útiles inspiraciones” que le aficionaron al estudio. En noviembre de 1805 ingresó en la Universidad de Valladolid, donde el primer año cursó Filosofía y el segundo se inclinó por la carrera de Leyes, decisión recibida con satisfacción por sus padres. No obstante, su principal afición era en aquellos años de Valladolid, la de las armas, por lo que acudía todas las tardes al Campo Grande, donde seguía con fruición los ejercicios de las tropas de Infantería y donde aprendió todos los movimientos que allí se enseñaban, aprendizaje que le sirvió no pasando mucho tiempo. En efecto, en 1808 se consumó la invasión francesa y comenzó la Guerra de la Independencia. La vida normal se quebró y la de Santillán también. Éste abandonó sus estudios universitarios y se alistó en la guerrilla del cura Merino en 1809. Su carrera militar tuvo dos fases: una fue la del guerrillero, entre 1909 y 1813; la segunda se inició en 1814, cuando acabó la guerra con el grado de capitán de Caballería y duró hasta 1825, cuando con el grado de teniente coronel decidió abandonar el Ejército, e ingresó en la administración de la Hacienda. Por tanto, Santillán vivió las tensiones entre absolutismo y liberalismo de la revolución liberal española en el seno del Ejército, y su trayectoria personal no escapó a las mismas, hasta llevarle al abandono de la milicia. En 1821 se había casado en Lerma con María Concepción Herrera Ayala, sobrina del hacendista José López Juana Pinilla. Gracias a las gestiones de éste, entró Santillán en Hacienda como oficial de la Contaduría General de Valores. Pinilla fue, según Fontana, “una figura clave en la modernización de la Hacienda española en la primera mitad del siglo xix, tanto por su labor como funcionario como por las ideas con que ayudó a preparar la reforma de 1845”. Con él, Ramón Santillán aprendió el oficio y, lo más importante, adquirió buena parte de su particular estilo de interpretar y abordar los grandes problemas de la Hacienda. Así como en la infancia y en la adolescencia, el influjo de su padre y de su profesor de Lógica, Juan de la Cruz Alegría, fueron decisivos para su disciplina y su inclinación al estudio, a partir de 1825 la influencia de Pinilla fue determinante para forjar en Santillán una cultura reformadora de la Hacienda, atenta al diagnóstico de sus principales debilidades presentes, al influjo de las herencias recibidas y a las posibles alternativas o soluciones. La relación entre ambos trascendía, por otra parte, lo estrictamente profesional; José Pinilla le tenía un cariño “extremado” a su sobrina y a él: los vínculos familiares eran tan estrechos que, a decir de Santillán, ambas familias formaban casi una sola. Don Ramón fue un personaje central en la historia económica española de los dos primeros tercios del siglo xix. En él destacan, sobre ningún otro plano, sus “tareas” en la administración pública, labores en las que hay que distinguir al menos cuatro niveles. El primero, el desempeño de cargos de gestión en la administración tributaria; el segundo, la labor técnica de fundamentación y asesoramiento en materia fiscal y presupuestaria, una de las más importantes, persistentes y fructíferas de su vida pública; un tercero, la dirección de la política fiscal, como titular (breve) de Hacienda en 1840 y 1847 y director general de Contribuciones en 1844-1845; por último, su cometido más duradero (1849-1863) de gobernador del Banco de España, la institución financiera más influyente en la ordenación de la política monetaria a mediados del siglo xix; el Banco era en realidad una entidad privada, aunque con el reconocimiento de Banco oficial, por los estrechos vínculos entre la institución y la financiación pública. Santillán entró a trabajar en el Ministerio de Hacienda en 1825 y en él realizó una carrera de ascenso continuado. En 1833 fue contador de la provincia de Madrid y adquirió la categoría de intendente; en 1837 fue contador general de Valores con Mendizábal; en 1838 ocupó la jefatura de la Sección de Ultramar, en la Secretaría de Hacienda, después de que Alejandro Mon le hubiese ofrecido la Subsecretaría del Ministerio. Ese mismo año rehusó la cartera de Hacienda, que le había ofrecido Armendáriz, un departamento del que sería titular al fin en 1840, aunque sólo por tres meses en el gobierno de Evaristo Pérez de Castro. Santillán tenía clara, ya entonces, la dirección que había de seguir la reforma de la Hacienda, reforma que exigía afirmar la soberanía fiscal del Estado y suprimir la fiscalidad de la Iglesia, según explicó en las Cortes. En ese momento llevaba acumulada una experiencia de quince años de funciones administrativas en Hacienda, en las que había destacado como un hombre organizador, con un carácter “formado para el mando” y una extraordinaria dedicación al estudio y al asesoramiento. En efecto, desde 1828 sus trabajos en la Contaduría General de Valores “empezaron a tomar importancia y extensión”, y así en 1829 colaboró con Pinilla en la redacción de una Memoria sobre el estado de las rentas con la propuesta de medios para incrementar los ingresos del Estado. Fue su primera asesoría importante. En 1833 redactó una Memoria sobre el estado de los Resguardos y una propuesta para su reorganización, a petición del ministro de Hacienda, Antonio Martínez, en la que se oponía a la exclusiva organización militar del servicio de resguardos. En 1837 vino la reorganización de la Contaduría General de Valores, para la que le había nombrado Mendizábal. También en 1837 formó parte, como contador general, de la Comisión encargada de proponer ingresos para reemplazar la parte del diezmo correspondiente al Tesoro. En 1838, ya diputado, Santillán fue nombrado por las Cortes presidente de la Comisión para hacer el repartimiento del subsidio extraordinario de guerra en las islas de Cuba y Puerto Rico. Esa presidencia marcó un hito en la trayectoria de Santillán porque fue la primera vez que éste puso a disposición del parlamento sus conocimientos hacendísticos. Con todo, las empresas mayores al servicio de la Hacienda española vinieron a partir de 1843, cuando formó parte activa, y decisiva, de la Comisión de reforma tributaria nombrada por García Carrasco el 18 de diciembre, cuyos trabajos desembocaron en la reforma fiscal de 1845, de ahí lo oportuno de denominar dicha reforma de Mon-Santillán. Hasta la segunda mitad de los cincuenta, don Ramón tuvo “una parte muy principal [...], por sus conocimientos y larga práctica en las materias de Hacienda, en casi todos los trabajos y proyectos de importancia, ya como alto funcionario, ya como Ministro, ya como individuo de muchas Comisiones, ya como Diputado y Senador”. En 1848 fue presidente de la Junta de la Deuda y de la Comisión para arreglo de la misma; en 1849 presidió otras dos comisiones, una que preparaba un proyecto de ley sobre Administración y Contabilidad, otra dedicada a estudiar los derechos de los empleados fuera del servicio activo. En 1850 volvió a formar parte de la Junta de la Deuda, que preparó el arreglo aplicado por Bravo Murillo, y también presidió la Comisión evaluadora del sistema fiscal, creada por Bravo Murillo, pero inspirada en el Consejo Superior de Hacienda que Santillán había defendido en 1845. A su vez, en 1854 presidió la comisión de evaluación del sistema fiscal nombrada por Collado. Desde 1849 hasta 1863, año de su muerte, el puesto de gobernador del Banco de San Fernando le otorgó, por añadidura, una posición privilegiada para conocer las situaciones del Tesoro e interpretar las necesidades de la Hacienda y de la economía española. Cuando llegó al Banco —denominado de España, desde 1856—, ni los asuntos bancarios, ni la entidad que pasó a dirigir, le eran totalmente desconocidos. Él había decidido, desde el Ministerio de Hacienda, la incorporación del Banco de Isabel II al de San Fernando, el 25 de febrero de 1847, para hacer frente a la crisis bancaria en la difícil coyuntura económica de aquel año. En 1850 promovió la ley del Banco, aprobada en 1851, que contrarreformaba la de 1849, gracias a tres modificaciones: la rebaja del capital de la entidad de 200 a 120 millones de reales, un aumento en la cantidad de billetes emitibles, y —en fin— la garantía de esos billetes, porque hacía desaparecer el departamento de emisión. Muchos ministros de Hacienda contaron, entre 1828 y 1863, con la eficaz colaboración de Ramón Santillán. Mon y, sobre todo, Juan Bravo Murillo fueron quizás los más beneficiados de la misma. Ahora bien, ese asesoramiento no fue incondicional y Santillán no dudó, cuando lo entendió necesario, manifestar sus discrepancias con dichos ministros. Las expresó con Mendizábal respecto a la supresión del diezmo, en 1837, y al cuadro de ingresos públicos contenidos en la Memoria de los Presupuestos para 1837-1838. Con Mon discrepó en varias ocasiones: en junio de 1838, por la cuantía y las bases para el reparto de la Contribución extraordinaria de guerra y en 1849, por la política comercial: Santillán era un protonacionalista económico, defensor de un arancel decididamente protector y de un modelo de desarrollo industrialista e introvertido, en tanto que Mon defendía un modelo comercial e industrial extrovertido, que había de ser facilitado por una política arancelaria de signo liberalizador que racionalizase la protección. En 1850-1851, la colisión vino por la reforma bancaria de Mon, quien saneó y reorganizó el Banco Español de San Fernando en 1849: Bravo Murillo y Santillán, ya al frente de la entidad, la contrarreformaron en 1851 con una regulación menos restrictiva, y más favorable a los intereses de los accionistas del Banco. Con Bravo Murillo tampoco faltaron las diferencias, bien respecto a los servicios de préstamo del Banco de España al Tesoro, que le acabó negando, o con relación a sus proyectos involucionistas de reforma constitucional... Los nombramientos con que aquellos ministros de Hacienda habían colmado las aspiraciones de Santillán no fueron óbice para que éste manifestase disconformidad con sus medidas, cuando las estimaba improcedentes. Colaboración y conflicto formaron, pues, parte de la relación que Santillán mantuvo con las principales autoridades económicas de la época que le tocó vivir. Eran la expresión de una relativa independencia respecto a los gobiernos, que se acrecentó en sus años al frente del Banco, durante los cuales aplicó una política de rigor, consistente en concederles colaboración financiera si presentaban garantías suficientes. Así lo hizo en 1852 con Bravo Murillo, quien en respuesta creó la Caja General de Depósitos, y en abril de 1854 con Domenech, quien le cesó, un cese que duró poco pues el primer gobierno del Bienio progresista lo repuso en el cargo cuatro meses después. En 1855, frente a los proyectos de liberalización de la emisión de billetes, volvió a manifestar su oposición, al defender el monopolio que la ley de 1849 había otorgado al Banco de España. Ramón Santillán aparece, en consecuencia, como una especie de Guadiana que recorre la historia de Hacienda pública española entre 1829 y 1863, que sólo se hace visible políticamente durante sus breves permanencias al frente del Ministerio de Hacienda, en 1840 y 1847, o a través de sus intervenciones parlamentarias, a las que no fue excesivamente aficionado. Debido a la solidez de sus conocimientos, y a su significación, actuó en las distintas fases de la política fiscal: en la de reconocimiento de problemas y elaboración de propuestas de reforma; en la fase política de discusión parlamentaria; en el momento de aplicación, como alto cargo de Hacienda; más tarde, en la fase de evaluación de dichas reformas —tributaria y administrativa—, en 1847, en 1851 o en 1854 y fundamentalmente casi siempre desde una posición técnica, de asesoramiento (el “estudio y trabajos sobre las materias de Hacienda”), que era en la que se sentía más cómodo. Esa misma actitud vital de instruirse y divulgar, para asesorar, le llevó a redactar dos excelentes Memorias, editadas por su hijo Emilio Santillán en 1865 y 1888. La primera, la Memoria Histórica sobre los Bancos, es una historia del Banco de España desde sus precedentes del Banco de San Carlos hasta la fecha en que don Ramón deja el cargo, en 1863. Se trata de una minuciosa monografía acerca de los tres establecimientos de emisión y descuento más importantes de nuestro país hasta aquel momento, de ineludible consulta para todos aquellos que quieran conocer los primeros pasos del Banco de España, del que él fue, pues, primer historiador. La segunda es la Memoria Histórica de las reformas hechas en el sistema general de impuestos de España y de su administración desde 1845 hasta 1854, uno de los mejores estudios sobre la Hacienda aparecidos en el siglo xix, por la amplitud y la calidad de sus análisis sobre la reforma tributaria de 1845 y la evolución del sistema fiscal liberal hasta 1863. Una tercera Memoria de Santillán, también inédita a su muerte, es la que condensa su biografía, de interés para conocer tanto la trayectoria del autor como algunos aspectos relevantes de la historia política de la primera mitad de siglo xix, al igual que la evolución de las finanzas públicas españolas entre 1825 y 1856. En 1888 afirmaba su hijo Emilio que la obra sería “publicada dentro de poco tiempo”; no obstante, la publicación se hizo esperar hasta 1960 (en que la editaron Federico Suárez y Ana María Berazaluce) y 1996, en que la reeditó Pedro Tedde, con el añadido de un capítulo inédito, referente a la primera época de su carrera militar. La inclinación tecnocrática de Ramón Santillán no fue, en todo caso, obstáculo para que atendiese las cuestiones y responsabilidades políticas. De hecho, fue diputado en seis ocasiones entre 1837 y 1845, senador vitalicio desde 1845 a 1863, y dos veces ministro de Hacienda, como se dijo. Fueron más, no obstante, sus negativas a desempeñar una alta responsabilidad ministerial, pues renunció a varias propuestas para la cartera de Hacienda, e incluso a la presidencia del Gobierno. “Nunca tuve inclinación a esta carrera [de la política], para la cual tampoco me encontraba con el genio que para progresar en ella se necesita”, afirmó Santillán en su memoria biográfica. Obras de ~: Observaciones sobre la Memoria que en 18 de agosto de este año presentó a las Cortes el señor ministro que fue de Hacienda don Juan Alvarez Mendizábal, Madrid, Imprenta de don Tomás Jordán, 1837; Memoria histórica sobre los Bancos Nacional de San Carlos, Español de San Fernando, Isabel II, Nuevo de San Fernando y de España, Madrid, 1865 (reed. de P. Tedde de Lorca, Madrid, Banco de España, 1982); Memoria histórica de las reformas hechas en el sistema general de impuestos de España y de su administración desde 1845 hasta 1854, añadida con notas de sus ampliaciones y efectos hasta 1863, Madrid, 1888 (reed. de J. Fontana Lázaro, Madrid, Fundación Fondo para la Investigación Económica y Social, 1997); Memorias (1815-1856), intr. de F. Suárez, Pamplona, Estudio General de Navarra, 1960, 2 vols.; Memorias (1808-1856), ed. de P. Tedde de Lorc, intr. de F. Suárez, epíl. de M. Artola, Madrid, Tecnos- Banco de España, 1996. Bibl.: J. Sánchez Ocaña, Reseña Histórica sobre el estado de la Hacienda y del Tesoro Público en España durante las administraciones progresista y moderada y sobre el origen e importe de la actual Deuda flotante del mismo Tesoro, Madrid, Imprenta de Tejada, 1855; J. Larraz López, “Bravo Murillo, hacendista”, en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, año IV, Cuaderno Tercero, 1952, págs. 379-394; F. Suárez, “Introducción”, en R. Santillán, Memorias (1815-1856), vol. 1, 1960, págs. XI-LXVIII; G. Tortella Casares, “El Banco de España entre 1929-1929. La formación de un Banco central”, en VV. AA., El Banco de España. Una historia económica, Madrid, Banco de España, 1970, págs. 261-313; F. Estapé, La reforma tributaria de 1845, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1971; J. Fontana Lázaro, La Revolución Liberal (Política y Hacienda, 1833-1845), Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1977 (reed., 2001); P. Tedde de Lorca, “Prólogo”, en R. Santillán, Memoria histórica sobre los Bancos Nacional de San Carlos, Español de San Fernando, Isabel II, Nuevo de San Fernando y de España, 1982, págs. I-XVII; F. Comín, Hacienda y economía en la España contemporánea (1800-1936), Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1989, 2 vols.; E. Fuentes Quintana, Las reformas tributarias en España. Teoría, historia y propuestas, Barcelona, Crítica, 1990; F. Comín y R. Vallejo, “La reforma fiscal de Mon-Santillán desde una perspectiva histórica”, en F. Comín y R. Vallejo (eds.), La Reforma Fiscal de Mon-Santillán ciento cincuenta años después, n.º monográf. de Hacienda Pública Española, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales (1996), págs. 7-20; F. Suárez, “Introducción” y M. Artola, “Epílogo. Ramón Santillán (1791-1863)”, en R. Santillán, Memorias (1808- 1856), Madrid, Tecnos-Banco de España, 1996, págs. 17-39 y págs. 465-489, respect.; J. Fontana Lázaro, “Introducción”, en R. Santillán, Memoria histórica de las reformas hechas en el sistema general de impuestos de España, 1997, págs. 5-18; P. Tedde de Lorca, “La Banca”, en J. M.ª Jover (dir.), Historia de España Ramón Menéndez Pidal, t. XXXIII, Madrid, Espasa Calpe, 1997, págs. 355-390; M. Artola, “Los orígenes de la contribución sobre la renta: de Ensenada a Mon”, en J. de la Torre y M. García-Zúñiga (eds.), Hacienda y crecimiento económico. La reforma de Mon, 150 años después, Madrid, Marcial Pons, 1998, págs. 99-108; P. Tedde de Lorca, El Banco de San Fernando (1829-1856), Madrid, Alianza y Banco de España, 1999; R. Vallejo Pousada, “Actores y naturaleza de la reforma tributaria de 1845”, en Revista de Economía Aplicada, 21 (1999), págs. 5-27; M. Martorell y R. Vallejo (2000), “José Larraz: La Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y la reforma tributaria liberal” y J. Larraz López, “En el centenario de la reforma tributaria de Alejandro Mon”, en Papeles y Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (PMRACMP), VII (2000), págs. 203-211 y págs. 213-219, respect.; R. Vallejo Pousada, “Ramón santillán gonzález”, en E. Fuentes Quintana (dir.), Economía y economistas españoles. La economía clásica, vol. IV, Barcelona, Círculo de Lectores y Galaxia Gutenberg, págs. 711-724; R. Vallejo Pousada, Reforma tributaria y fiscalidad sobre la agricultura en la España liberal, 1845-1900, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2001; F. Comín y R. Vallejo, Alejandro Mon y Menéndez (1801-1882). Pensamiento y reforma de la Hacienda, Madrid, Ministerio de Hacienda, Instituto de Estudios Fiscales, 2002; R. Vallejo Pousada, “Ramón santillán gonzález, reformador de la Hacienda liberal”, en F. Comín, P. Martín Aceña y R. Vallejo (eds.), La Hacienda por sus ministros, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2006. |
Raimundo Fernández Villaverde y García del Rivero. Fernández Villaverde y García del Rivero, Raimundo. Marqués de Pozo Rubio (I). Madrid, 20.I.1848 – 15.VII.1905. Político conservador, gran hacendista, jurista y literato. Raimundo Fernández Villaverde realizó sus estudios brillantemente, tanto en el bachillerato como en la Universidad Central, donde a los veintiún años se licenció como abogado, especializándose en Derecho mercantil y Hacienda pública. Alcanzado el grado de doctor, fue nombrado profesor supernumerario de la citada Universidad. Aún le quedaba tiempo para frecuentar el Ateneo, del que fue socio, y para trabajar en el prestigioso bufete de Juan Gómez Acebo. Su afán por participar en la política le llevó a adscribirse al Partido Conservador, con el que consiguió el acta de diputado por el distrito de Caldas (Pontevedra), en las elecciones del 15 de septiembre de 1872. Todavía no había cumplido veinticinco años y ya estaba instalado en el Congreso de los Diputados; esa condición de diputado no la perdió hasta su muerte. Fernández Villaverde destacó, asimismo, por ser consecuente con sus ideas. Tras leerse, en el Palacio del Congreso, la abdicación del rey Amadeo y el discurso de su aceptación —redactado por Castelar— se votó la constitución de la República, que fue proclamada por doscientos cincuenta y ocho votos a favor y sólo treinta y dos en contra, uno de ellos el de Fernández Villaverde. Sus profundas convicciones monárquicas le retrajeron de la política activa durante la Primera República, y se limitó a ser un espectador privilegiado de los acontecimientos. Sólo retornó a la acción después de que, en diciembre de 1874, se produjera la restauración borbónica en la persona de Alfonso XII. Durante la Restauración fue elegido concejal del primer Ayuntamiento monárquico de Madrid, empleo que compatibilizó con su cargo en la Cámara. También como concejal mostró sus cualidades de buen gestor, contribuyendo a sanear las finanzas municipales; esta actividad le familiarizó con los presupuestos públicos y le confirió prestigio como experto en cuestiones hacendísticas y locales, lo que marcó su carrera política, que se desarrolló, fundamentalmente, en los ministerios de Hacienda y de la Gobernación. En efecto, en agosto de 1877, fue nombrado director general de Administración Local y, un año después, pasó a dirigir la Intervención General de la Administración del Estado. En su carrera dentro del Ministerio de Hacienda, el 22 de marzo de 1880, tomó posesión de la Subsecretaría de ese departamento, cargo del que salió el 10 de febrero de 1881, tras la caída del gobierno de Cánovas del Castillo. Con su partido en la oposición, Villaverde se concentró en su despacho de abogado, interviniendo en contadas ocasiones en el Congreso, siempre a petición de su jefe político. Sin edad todavía para ser ministro, tenía entonces 36 años, Cánovas, a su vuelta al poder, le nombró gobernador civil de Madrid, cargo del que tomó posesión el 31 de marzo de 1884. En su nuevo cargo, Villaverde demostró sus cualidades resolviendo negociadamente (tras el “asedio del Ateneo”) la revuelta universitaria en defensa de la libertad de cátedra, varios conflictos laborales, y con mayor ejercicio de la autoridad las secuelas de la epidemia del cólera morbo en junio de 1885. Cánovas le nombró ministro de la Gobernación el 11 de julio de 1885. Este cargo le duró poco tiempo, pues, a la muerte de Alfonso XII, el 25 de noviembre de 1885, Cánovas cedió el poder a Sagasta, tras haber firmado el Pacto del Pardo. Siguiendo las pautas del turno político, el 5 de julio de 1890 Cánovas volvió a formar Gobierno, y a Villaverde le correspondió esta vez la cartera de Gracia y Justicia, en la que permaneció hasta noviembre del año siguiente. Sólo tuvo tiempo para preparar varios proyectos de reforma (de las Leyes de enjuiciamiento criminal y civil, del Código penal y de los Tribunales de Justicia), que fueron aprobados por otros ministros que le sucedieron. El 23 de noviembre de 1891, la reincorporación, a instancias de Cánovas, de Romero al Partido Conservador (del que se había alejado en 1885, cuando Cánovas cedió el poder a los liberales) provocó la dimisión de Silvela, al que siguió Villaverde. Al tiempo, los silvelistas provocaron una campaña contra el alcalde de Madrid (el romerista Alberto Bosch), lo que provocó la dimisión de Elduayen del Ministerio de la Gobernación, en el que fue sustituido por Villaverde, que contó con la autorización de su jefe Silvela, quien intentaba contemporizar, de esa manera, con Cánovas. El 11 de diciembre de ese año, Cánovas dimitió, tras un altercado con Silvela en el Congreso, y los liberales sucedieron a los conservadores en el poder. Poco después, Silvela abandonó el Partido Conservador. Tras el asesinato de Cánovas en agosto de 1897, los conservadores —salvo los romeristas y alguna otra pequeña facción— decidieron unificarse con Silvela y nombrarle jefe del partido, que pasó a llamarse Unión Conservadora. Después de firmar la paz con los Estados Unidos, de restablecer las garantías constitucionales y de reabrir las Cortes, el 4 de marzo de 1899 los conservadores volvían al Gobierno, presidido ahora por Silvela, en el que a Villaverde le correspondió el Ministerio de Hacienda. Tras casi dos meses y medio de preparación, el 17 de junio de ese año, Villaverde presentó su proyecto de ley de presupuestos para el ejercicio presupuestario de 1899-1900, que fue la obra cumbre de su carrera política. El plan de estabilización de Fernández Villaverde era global, en el sentido de que afectaba a todas las vertientes de la política fiscal y monetaria: equilibrio, gasto, impuestos, deuda y sistema monetario. Sus reformas fiscales acompañaban a su proyecto de Presupuestos del Estado para 1899- 1900, y se incorporaban en las leyes complementarias sobre los siguientes asuntos: 1) vencimientos del 1 de julio; 2) vencimiento y aplicación de las Obligaciones de Filipinas y Aduanas; 3) liquidación, reorganización y conversión de las deudas; 4) conversión de deudas amortizables; 5) prórroga del convenio sobre el servicio de Tesorería; 6) impuesto sobre el azúcar; 7) franquicia de los puertos francos de Canarias; 8) registro y catastro oficial; 9) creación del impuesto de utilidades; 10) reforma del impuesto de derechos reales y transmisión de bienes; 11) reforma del Timbre del Estado; 12) reforma de los impuestos sobre la riqueza minera, y 13) recargos de los precios de las labores de tabacos. Como se aprecia, un amplio programa reformador, que dejaba pocos impuestos intactos; su tramitación parlamentaria exigió intensos y largos debates, publicados —a iniciativa de un amplio grupo de parlamentarios— en un libro titulado Una campaña parlamentaria, que recoge el ideario fiscal de Villaverde. La mayor parte de las propuestas fiscales de éste fue aprobada, aunque con algunos cambios. Su reforma tributaria más importante fue la instauración de la contribución sobre las utilidades de la riqueza mobiliaria; también destaca la reforma de la deuda pública. Lo más notorio de su paso por Hacienda fue que Villaverde consiguió establecer el equilibrio presupuestario, que duró de 1899 a 1908, y la estabilidad monetaria, así como la estabilización de la divisa. Sin embargo, su proyecto de implantación del patrón oro en España fracasó estrepitosamente; eso sí, lo defendió tenazmente hasta el final. La discusión de los proyectos presupuestarios de Villaverde duró hasta el 31 de marzo del año siguiente. El 4 de abril de 1900 se suspendieron las sesiones de las Cortes, y el día 18 se planteó la crisis, que se aprovechó para dividir el Ministerio de Fomento en dos, y para sustituir a algunos ministros. En septiembre, Villaverde fue votado como presidente del Congreso. En diciembre de 1902, Silvela volvió al Gobierno y Villaverde retornó a Hacienda. Pero las divergencias dentro de los conservadores ya eran más que evidentes y, el 25 de marzo de 1903, Villaverde dimitió so pretexto de que el proyecto de reconstrucción de la Escuadra (apoyado por Maura y Sánchez de Toca) comprometía la nivelación del Presupuesto. Tras las elecciones de mayo, Villaverde volvió a la presidencia del Congreso, y en el discurso de gracias insistió tanto en la necesidad de proseguir la nivelación de los presupuestos que todo el mundo entendió que estaba haciendo oposición a la ley de la Escuadra. Ante ello, Silvela salió en defensa de dicho proyecto para la reconstrucción “naval y militar de España”. La cuestión fue grave, pues a la discusión del proyecto de presupuesto, presentado por Rodríguez de San Pedro, le siguió la dimisión del gobierno silvela, el día 18 de julio. Las causas de la dimisión de Silvela fueron, por un lado, que el partido se había fragmentado en mauristas y villaverdistas, y, por otro, que en las elecciones organizadas por los conservadores en abril de 1903, los republicanos obtuvieron muchas actas, y esto disgustó en Palacio. Entonces, Fernández Villaverde fue encargado por el Rey de formar gobierno. El día 19 juró el primer gobierno Villaverde, en el que abundaban los villaverdistas, como González Besada, Cobián, García Alix y Bugallal, que ocuparon posteriormente la cartera de Hacienda. Este Gobierno se enfrentó a una fuerte oposición, no sólo de las fuerzas republicanas, sino de los liberales y, encubiertamente, de los conservadores amigos de Silvela y Maura. El 11 de noviembre, tras las elecciones municipales (acusadas de pucherazo por los republicanos), un desaire de Maura al Gobierno conservador en el Congreso le llevó al pasillo, donde fue proclamado por sus fieles jefe del Partido Conservador. La situación de Villaverde se hizo insostenible y, al no conseguir que le aprobaran el Presupuesto, dimitió el 5 de diciembre, siendo sustituido por Maura. El 27 de enero de 1905, Villaverde volvió a presidir el Gobierno, que sólo pudo subsistir con las Cortes cerradas, porque la mayoría conservadora era hostil al mismo. Tras una cierta resistencia, Raimundo Fernández Villaverde tuvo que abrir las Cortes y fue, siendo derrotado en el Senado, el 17 de junio, y en el Congreso tres días después. El 21 de junio presentó la dimisión. Su derrota política no tardó en acarrearle la muerte, que aconteció el 15 de julio de 1905. La brillantez, la tenacidad y la eficacia de Fernández Villaverde resaltan, sobre todo, cuando se analiza su obra en el Ministerio de Hacienda. En efecto, si un ministro de Hacienda ha destacado en la España contemporánea por conseguir plasmar sus ideas fiscales en la práctica, ése ha sido Raimundo Fernández Villaverde y García del Rivero, marqués de Pozo Rubio. Consiguió, como ministro de Hacienda y como primer ministro, que el superávit se instalara en los Presupuestos del Estado entre 1899 y 1908; su obra de nivelación la respetaron incluso los gobiernos liberales de esos años. Pocos ministros de Hacienda han gozado de mayor crédito en España, fuese cual fuera su credo político. Y, sin embargo, fracasó en su intento de convertirse en jefe del Partido Conservador; como consecuencia, también fracasó como presidente de Gobierno. Sus biógrafos destacan que sus principales cualidades humanas eran la austeridad, la rectitud, la honradez, la moralidad y la ética. También resaltan otras facetas intelectuales de su obra, que le llevaron a ser miembro de tres Academias: la Real Española, la de Ciencias Morales y Políticas y la de Jurisprudencia. La amplitud de su saber se pone de manifiesto en la diversidad de los temas tratados: en el discurso de ingreso en la primera Academia disertó sobre la poesía española del siglo xv; en la segunda leyó un documentado trabajo sobre la historia del sufragio universal (al que se mostraba opuesto); en la de Jurisprudencia disertó sobre la fórmula jurídica de la libertad de religión. Sus abrumadoras tareas políticas y la intensa actividad que desarrolló en las academias —además del trabajo desarrollado en su bufete— impidieron, empero, que Villaverde se distinguiera por el volumen de “su trabajo académico”. No obstante, éste, si breve, fue muy brillante. Obras de ~: “La justicia del impuesto”, en Revista Contemporánea, n.º 17, 15 de abril de 1883, págs. 257-273; Consideraciones histórico-críticas acerca del sufragio universal como órgano de la representación política en las sociedades modernas (Discursos leídos ante la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en la recepción de ~. Contestación del conde de Toreno), Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1889; La cuestión monetaria. Discurso leído en sesión pública de 26 de enero de 1890 por el ~, Madrid, 1890; Una campaña parlamentaria, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1900; Proyecto de Ley sobre conversión de deudas del Estado, Madrid, M. Minuesa de los Ríos, 1900; La cuestión social y derecho civil (Discurso leído en la sesión inaugural del curso 1900-1901; celebrada el 17 de noviembre de 1900), Madrid, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 1900; El problema del cambio en España, Madrid, Miguel Romero, 1901; Las coligaciones industriales y las huelgas de obreros ante el Derecho (Discurso leído en la sesión inaugural del curso 1901-1902), Madrid, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 1901; La Escuela didáctica y poesía política en Castilla durante el siglo xv (Discursos leídos ante la Real Academia Española en la recepción pública de ~. Contestación de Francisco Silvela), Madrid, Hijos de M. G. Hernández, 1902; Proyecto de Ley para regularizar y mejorar el cambio exterior, Madrid, Congreso de los Diputados 1903. Bibl.: R. Mazo, Raimundo Fernández Villaverde, Madrid, Purcalla, 1947; G. Solé Villalonga, La reforma fiscal de Villaverde, 1899-1900, Madrid, Editorial de Derecho Financiero, 1967; F. Comín y M. Martorell, “Villaverde en Hacienda, cien años después”, y M. Martorell Linares, “Villaverde ante el Parlamento”, en Hacienda Pública Española (HPE), n.º monogr. (1999), págs. 7-20 y págs. 73-92, respect.; F. Comín, “La obra de Raimundo Fernández Villaverde en Hacienda”, en F. Comín, M. Martorell y P. Martín Aceña (eds.), La Hacienda a través de sus ministros, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2000; “Raimundo Fernández Villaverde: la personificación de la ortodoxia financiera clásica en España”, en E. Fuentes Quintana (dir.), Economía y Economistas Españoles, vol. V, Barcelona, Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores, 2001, págs. 273-285; M. Sabaté y J. M. Serrano Sanz, “Raimundo Fernández Villaverde y la cuestión monetaria”, en E. Fuentes Quintana (dir.), Economía y Economistas Españoles, vol. 5, op. cit., págs. 285-296; F. Comín, “Raimundo Fernández Villaverde: Un ministro de Hacienda ejemplar”, en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, vol. 79 (2002), págs. 637-675. |
Hacienda española del siglo XIX. |
Panorama. No hacía falta la experiencia de la guerra de la Independencia para demostrar que la hacienda del Antiguo Régimen estaba en continua bancarrota. Fueron muy frecuentes en el siglo XVIII las suspensiones de pagos y las ventas de oficios, derechos e impuestos, y los encabezamientos, para pagar las deudas que contraía la corona, por medio del sistema de asientos. Pero, además, la guerra de la Independencia, y hasta 1820, supuso el total aniquilamiento del capital público, lo que hizo necesaria una reforma de la hacienda, a pesar del absolutismo monárquico de Fernando VII. Las Cortes de Cádiz habían diseñado una hacienda liberal para hacer frente a los gastos de la guerra. Propugnaba la igualdad ante la ley, lo que significaba que todo el mundo, incluso las clases privilegiadas, debían pagar impuestos. Se liquidaba la fiscalidad eclesiástica, que detraía gran cantidad de recursos a las arcas públicas. Se proponía la novedad de hacer un presupuesto equilibrado para controlar los gastos del Estado, la constitución de Cádiz es la primera en Europa que emplea este término en documentos legales. Y se pedía que las cuentas públicas estuviesen controladas por el Parlamento. Pero recaudar este dinero, cobrando directamente a las personas físicas, era inviable en la época, y muy caro, por lo que se estableció la contribución directa, es decir, se asignó un cupo de dinero a un territorio donde se debía recaudar. Este cupo se hizo siguiendo criterios de riqueza territorial, según el nomenclátor de Floridablanca. Se estableció la proporcionalidad del impuesto, según la cual debían pagar más los que más tenían, incluso hubo intentos de establecer impuestos progresivos, pero no llegaron a cuajar. El presupuesto establecía la estimación de ingresos y gastos, y se admitía un déficit escaso. Lo que era inadmisible era el superávit. El primer presupuesto de nuestra historia fue el de 1814, de 1.000 millones de reales. Sin embargo, todo esto quedó en suspenso con la restauración borbónica, que trata de volver al sistema de hacienda del Antiguo Régimen, mejorando la administración y la recaudación. Se vuelve a los estancos, los equivalentes y los diezmos, pero en dos años la corona tiene una deuda de 700 millones de reales, y no queda otro remedio que reformar la hacienda. El primer intento de reforma de la hacienda, dentro del Antiguo Régimen, se encarga a Martín de Garay que propone una contribución general según la riqueza territorial. Para esto es necesario crear un Cuaderno general de la riqueza territorial. Este Cuaderno se hace por medio de una encuesta voluntaria, que se envía a los ayuntamientos, lo que favorece que haya muchas ocultaciones. También pretendió elevar los impuestos de paso y otros impuestos tradicionales. Pero todo esto era insuficiente e ineficaz, por lo que fracasó, y encima se le tomó por liberal. A Garay le sustituyó Luis López Ballesteros que continuó con el modelo de hacienda del Antiguo Régimen, pero introduce, para controlar las cuentas de la corona, la elaboración de un presupuesto. Este sistema funcionará entre 1827 y 1831. Pero tras la muerte de Fernando VII se desata la guerra civil carlista, mientras sube al trono Isabel II, que es menor de edad. En esta época los liberales se asientan en el poder y llevan a cabo sus reformas de la Hacienda. La figura más relevante de este periodo de fue Mendizábal (Juan Álvarez Méndez) que en los dos años que estuvo en el poder (1835-1837) como ministro de Hacienda abordó la desamortización eclesiástica (1836), lo que significó un gran aumento de los recursos de la Hacienda no solo por la venta de los bienes de la Iglesia, sino también por el fin de los diezmos, en 1837. La Iglesia desaparece como perceptora de impuestos directos, a partir de ahora la Iglesia se mantendría por la asignación del Estado en concepto de culto y clero. La reforma de Mon. Cuando Narváez accede al poder en 1844, su proyecto moderado supone un retroceso tras el gobierno liberal anterior. Narváez introdujo la costumbre de presentar un proyecto de presupuesto en las Cortes, aunque no se admiten enmiendas. Alejandro Mon presenta su reforma de la Hacienda en la que se introducen nuevas contribuciones: sobre los inmuebles, la industria, el comercio, el consumo y el derecho de hipoteca. Su objetivo es gravar las rentas de los terratenientes. La manera de recaudar estos impuestos se hace según un cupo territorial por provincias. Esta contribución será recaudada por las diputaciones, lo que favorece el fraude a la hora de pagar. Para evitar esto, se impone una cuota de garantía, la cual si se excedía se podía reclamar. Este sistema fue bastante estable, porque se consideraba bueno que la Hacienda devolviera dinero a las diputaciones, con lo que se tendía a no ocultarla riqueza. Pero Mon es, también, el ministro que suspende la venta de los bienes de la Iglesia, parando la desamortización que había iniciado Mendizábal. Este sistema se completa con Juan Bravo Murillo que, al acceder al Ministerio de Hacienda, introduce en las cuentas del Estado el sistema contable, con lo que la información gana en fiabilidad, y los presupuestos pueden ajustarse más. La revolución liberal de 1868. Cuando los liberales llegan al poder en 1868 comienzan una serie de reformas legislativas que tienen como objeto transformar las antiguas relaciones sociales, según sus intereses. Estas leyes pretenden crear un mercado sin fronteras y sin trabas fiscales para el comercio. Conciben el Estado como el guardián del orden, garante de la integridad del territorio y del funcionamiento de las reformas. Además, se hacen todos los esfuerzos posibles para salvaguardar la propiedad, bajo el nuevo concepto de propiedad liberal. A pesar de los esfuerzos, nadie será capaz de reducir significativamente el gasto público, por lo que se hace necesario la recaudación de impuestos, unos impuestos que se pretenden que sean generales y proporcionales. Laureano Figuerola es el gran ministro de Hacienda de esta época. Su labor incluye la reforma del cuadro de ingresos, la desaparición de los impuestos de paso, del monopolio de la sal y otros estancos, y los impuestos sobre sucesiones directas. Pero la pieza clave de su reforma es la supresión de la imposición del consumo, la modificación de las aduanas y la creación de un impuesto personal. Su reforma grava, por orden de importancia: la tierra, la industria y el comercio. A pesar de esto, la mayoría de lo impuestos que se recaudan son indirectos. Quedan exentos de imposición las rentas del capital y del trabajo. Además, los impuestos de circulación, que no de paso, los paga todo el mundo, incluso los que estaban exentos. Donde se produce un debate entre los liberales es en la cuestión de los aranceles. Figueroa es partidario de un arancel proteccionista para proteger la industria española, en tiempos de crisis. Sin embargo, su sucesor, Pascual Madoz, es partidario de las tesis librecambistas. Este sistema es muy avanzado para la época, pero tiene dificultades de recaudación, sobre todo del impuesto personal, por lo que se produce una reducción de ingresos en la Hacienda. La recaudación es responsabilidad de los ayuntamientos y muchos de ellos se niegan a exigirlos. Sólo tras la restauración de la monarquía en 1875, y hasta 1899, existe colaboración ciudadana para recaudar los impuestos, con el cuadro de 1868. La reforma de Villaverde. Raimundo Fernández Villaverde es nombrado ministro de Hacienda en 1899, tras el desastre de la guerra en Cuba y Filipinas, que había supuesto una deuda de unos 11.500 millones de pesetas. Su labor más urgente es reducir la deuda pública y reformar el cuadro de los ingresos. Para dominar la deuda pública toma medidas que demoran el pago y reducen los intereses. La reducción del cuadro de imposición directa es más transcendente. Comienza a tributar la riqueza. Se impone contribuciones sobre las utilidades, sobre las rentas del trabajo y del capital, y sobre los beneficios de las sociedades. Cobrar a las sociedades simplificó mucho la recaudación, la crearse, paralelamente, el Registro de Sociedades. Este sistema supone el fin de los impuestos territoriales. |
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