—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

jueves, 13 de diciembre de 2012

172.-Los idiomas que hablaban los Jefes de Estado de España; a




IDIOMAS


Una lengua internacional es una lengua utilizada como medio de comunicación entre locutores de diferentes países y/o de diferentes culturas.

Este medio de comunicación o vehículo de comunicación podría tratarse de una lengua oficial que cumple este rol de facilitar la comunicación entre personas que de otra forma difícilmente se entenderían, por tener por ejemplo diferentes lenguas maternas, pero indudablemente y en este caso, ello daría ventaja a los locutores nativos. 


La lengua materna —también denominada lengua nativa o lengua natal— es el idioma que aprende una persona generalmente en sus primeros años de vida y que habitualmente se convierte en su instrumento natural de pensamiento y comunicación. Se le diferencia de la segunda lengua, que se suele aprender a través del estudio. Se llama hablante nativo de una lengua a quien la aprendió en sus primeros años de vida.


Se denomina segunda lengua al idioma no nativo de una persona o territorio, es decir, una lengua aprendida después del período crítico de adquisición por una persona tras ser un hablante competente de su lengua materna.


El idioma oficial es aquel idioma establecido como de uso corriente en los actos de gobierno de un Estado. Por lo general su empleo está indicado taxativamente en la Constitución o en las leyes fundamentales del Estado.En algunos casos, aunque no exista una norma  jurídicas, se considera idioma oficial a aquel en el cual se redactan las leyes, decretos o sentencias judiciales.


Una lengua franca​, lengua vehicular​ o lengua general (también en latín medieval e italiano lingua franca) es un idioma adoptado de forma tácita para un entendimiento común entre personas que no tienen la misma lengua materna. La aceptación puede deberse a mutuo acuerdo o a cuestiones políticas, económicas, etc. 


Una lengua extranjera o lengua alóctona es un idioma diferente del autóctono de un territorio determinado; para los hablantes de la lengua nativa de un territorio, las lenguas alóctonas a ese territorio se denominan lenguas extranjeras o foráneas.



UNIÓN EUROPEA.


Las lenguas oficiales de la Unión Europea​ son los 24 idiomas oficiales de dicha organización en los que están redactados sus Tratados constitutivos y su legislación derivada, y que se usan también como lenguas de trabajo. Son un número inferior al de Estados de la Unión, ya que varios de éstos comparten idiomas. Sin embargo, en la Comisión Europea, por ejemplo, el Colegio de Comisarios negocia sobre la base de documentos presentados en inglés, francés, alemán, italiano español.


En total, el inglés es la lengua más hablada en la UE (seguida por el francés), sin embargo la lengua materna más hablada es el alemán ​ (seguida por el francés).  En la Comisión Europea las tres lenguas de trabajo son el alemán, francés e inglés. La lengua de trabajo del Tribunal de Justicia de la Unión Europea es el francés y en el Banco Central Europeo, el inglés.


Hablantes del inglés, hablado por el 44% de la población total de la UE

El idioma inglés es una lengua germánica occidental perteneciente a la familia de lenguas indoeuropeas, que surgió en los reinos anglosajones de Inglaterra. Hoy en día el inglés es tanto el idioma más hablado en el mundo, así como el tercer idioma nativo más hablado, después del chino mandarín y el español.
Asimismo, el inglés es el único idioma que es oficial en los cinco continentes. También ha llegado a ser la lengua de facto de la diplomacia, ciencia, comercio internacional, turismo, aviación, entretenimiento y del internet.


Hablantes del alemán, hablado por el 36% de la población total de la UE



El idioma alemán  es una lengua germánica occidental, principalmente en Centroeuropa. Es el idioma oficial de Alemania, Austria, Suiza (junto con otros tres), Tirol del Sur (Italia) (junto con otros dos), la Comunidad Germanófona de Bélgica, Liechtenstein, Luxemburgo (junto con otros dos) y partes del Voivodato de Opole (Polonia) (cooficial).


Hablantes del francés, hablado por el 30% de la población total de la UE.

El francés​ fue la lengua franca de la aristocracia europea del siglo XVII hasta finales del siglo XIX, coincidiendo con el surgimiento de Francia como potencia europea dominante tras el fin de la Guerra de los Treinta Años y sus primeros signos de debilidad económica como potencia colonial, en las postrimerías del siglo XIX (así, los niños de las principales familias reales de Europa fueron criados en francés y los aristócratas rusos se escribían con frecuencia en francés). Más tarde, la influencia de este idioma fue extendiéndose con la colonización del imperio francés, hasta el continente africano, americano, parte del asiático y Oceanía. Todavía se utiliza en la diplomacia internacional y en los principales organismos internacionales.

IDIOMAS DE LOS JEFES DE ESTADO ESPAÑOL.


Reyes de España.



Casa de los Austria.




Rey Carlos I.

Hablaba flamenco, alemán, castellano, francés, italiano e inglés, se le atribuye la siguiente frase: «Pues sí, el español me sirve para gobernar las Españas y las Indias, para hablar con Dios y conmigo mismo; el inglés, para escribir a mi tía Catalina de Aragón, reina de Inglaterra; el italiano, para tratar con el Papa, sobre temas de religión y de estado; del flamenco me sirvo cuando converso con mis amigos; del alemán para discutir con los de Lutero, y del francés siempre que trato de traer a mandamiento a ese díscolo pariente mío que se llama Francisco I de Francia».

Rey Felipe II.

Felipe II hablaba castellano, portugués, italiano y francés (curiosamente no hablaba inglés, idioma de su consorte María Tudor, pero debemos recordar que la reina inglesa era hija de Catalina de Aragón que, evidentemente, debía hablar castellano).

Rey Felipe III.

Felipe III hablaba castellano, francés e italiano.

Rey Felipe IV.

Felipe IV hablaba castellano, portugués, italiano y francés.

Rey Carlos II.

Carlos II hablaba castellano.



Casa de los Borbones.



Felipe V, Luis I y Fernando VI hablaban castellano y francés.

Carlos III y Carlos IV hablaban castellano, francés e italiano.

Fernando VII e Isabel II hablaban castellano y francés.

Alfonso XII y Alfonso XIII hablaban castellano, francés, inglés y alemán.

Rey Juan Carlos.

 Habla castellano, italiano, francés, portugués e inglés.

Rey Felipe VI.


Habla  
Español, Inglés,Francés, Portugués, Gallego, Catalán, y Vasco.




Presidente de la Segunda República Española.



Manuel Azaña Díaz​.

Hablaba castellano, francés y  inglés.

Niceto Alcalá Zamora.

Hablaba castellano y francés, y leía con facilidad el italiano.




Caudillo de España.



Francisco Franco Bahamonde.

Hablaba castellano,  francés, podía entenderse en árabe y leía el inglés sin dificultad.



Consortes Reales.



La reina Victoria Eugenia hablaba inglés, aprendió con gran dominio el alemán y -sobre todo- el francés.

Victoria Eugenia de Battenberg

Tras contraer matrimonio en 1906, el escaso conocimiento del castellano fue un tema que la Corona española mostró poco interés en subsanar. De este modo, Ena nunca contó con un profesor para ello y aprendió el idioma por cuenta propia gracias al oído y a la observación.
El aislamiento derivado de este problema debió ser uno de los principales causantes del reducido círculo de amistades que poseía desde primer momento. “Es una soledad de alma tan terrible el no entender una lengua. Estar sola en un país sin entender el idioma...”, confesaría Ena.
Tardó unos seis meses en entender correctamente una conversación, aunque hasta año y medio más tarde no se lanzaría a entablar una por voluntad propia.
No obstante, Alfonso XIII le había enseñado desde primer momento a decir tacos (palabrota), como hizo su padre con la reina María Cristina.
La reina Victoria Eugenia recordaba con especial entusiasmo cuál había sido la primera frase en español que había dicho por su cuenta. Fue en 1907, poco antes del nacimiento del príncipe Alfonso, cuando se dirigió al cochero: “Búsqueme usted un sitio donde no sople el viento”.
Ena solía hablar en inglés con sus hijos, pues concebía el dominio de idiomas como una formación fundamental para cualquier persona, especialmente públicas e internacionales, como era el caso de la realeza. Este consejo fue igualmente transmitido a su nieto, el rey Juan Carlos I.
El conocimiento del inglés, francés, alemán y español permitió a la reina Victoria Eugenia relacionarse sin ningún tipo de dificultad en las distintas reuniones de la realeza europea. Gracias a ello tampoco tuvo problemas de comunicación durante su exilio en la políglota Suiza.



Reina María Cristina.

Hablaba checo, alemán, italiano, francés e inglés.


Era introvertida, le costaba hacer amistades y tenía un temperamento esquizotímico.
La reina María Cristina de Habsburgo (1858-1929), segunda esposa de Alfonso XII y madre de Alfonso XIII, es uno de los personajes más desconocidos y complejos de la realeza europea, aunque a veces se crea saberlo casi todo de ella. Conozcamos ahora, por eso, el perfil psicológico de esta archiduquesa de la dinastía de los Habsburgo, convertida en reina Borbón consorte por su matrimonio y más tarde en regente tras la muerte de su esposo y durante la minoría de edad de su hijo Alfonso XIII.
El doctor Manuel Izquierdo, uno de los discípulos predilectos de Gregorio Marañón, hace un análisis retrospectivo de su regia personalidad: 
«De constitución leptosomática, tenía un temperamento esquizotímico, y era, por tanto, aristocrática, leal, tranquila, seria, delicada, femenina; vivía su vida interior, un mundo individual y privado».
El psiquiatra Vallejo-Nágera explica, por su parte, en qué consistía exactamente ese temperamento esquizotímico, caracterizado por una especie de reserva mental, denominada autismo. Según ese temperamento, la reina María Cristina procuraba aislarse del mundo circundante para vivir más intensamente el mundo interior de sus propios ensueños e ilusiones. La reina era así esencialmente introvertida y poco dada, como tal, a exteriorizar sus sentimientos.
En opinión de Vallejo-Nágera, su autismo se debía a «una susceptibilidad excesivamente delicada, nerviosidad e hiperestesia, que le retraen del mundo como recurso defensivo, porque el esquizoide delicado le hacen sufrir intensamente las impresiones vulgares de la vida cotidiana».
María Cristina era una mujer idealista y romántica, con grandes limitaciones para hacer amistades pero, eso sí, cuando las hacía, eran para toda la vida. El temperamento esquizotímico que la definía era frecuente en los grandes filósofos y matemáticos, en los líricos y en ciertas naturalezas patéticas, románticas e idealistas.
Vallejo distingue entre los ciclotímicos, como Isabel II, y los esquizotímicos, como María Cristina:
  «Poseen [los esquizotímicos] aquello de que carecen los ciclotímicos: fino espíritu, capacidad de abstracción, idealismo, energía serena y tenacidad: faltánles, en cambio, realidad práctica de la vida, sentimientos cálidos, adaptabilidad al medio ambiente y humor. Para la vida social son preferibles las personas ciclotímicas; para la vida productiva, intelectual, reúnen mejores condiciones los esquizotímicos».

Matrimonio de Estado.

Añadamos que Alfonso XII celebró con María Cristina un matrimonio de Estado en busca del heredero legítimo que tanto ansiaba, el cual consiguió in extremis, pues Alfonso XIII era hijo póstumo. María Cristina, según el psiquiatra Enrique Rojas, era «fría y movida por la razón». Todo lo contrario que su predecesora en el lecho nupcial, la reina María de las Mercedes, o la amante regia y cantante de ópera Elena Sanz.
La segunda esposa del monarca no se casó enamorada, pero poco a poco sucumbió a los indudables encantos del rey hasta caer rendida a sus pies.
  «María Cristina –observa Rojas–, una mujer posesiva, condicionó una situación de celos bastante compleja, pues no era una mujer que se resignase y exigía de su marido no ya el respeto que él estaba dispuesto a ofrecerle, sino cariño».

El psiquiatra añade este juicio final más interesante aún si cabe: 
«En este orden de cosas, ella no aceptaba la figura de una “favorita” en la Corte, con la que tener que pasar por la humillación de tener que disputarse el amor de su marido. Cuando las relaciones extraconyugales del rey eran excesivamente notorias o prolongadas, la reina intervenía casi directamente en buscar drásticas soluciones para interrumpirlas».
María Cristina tenía encantos de otro tipo. De ahí que el pueblo español la motejase, y con razón, «doña Virtudes». Con apenas doce años conocía, además de los idiomas vernáculos del Imperio, el italiano, francés, inglés y algo de español, y sus estudios no le impedían dedicar muchas horas al arte, pues era muy aficionada a la música y al «bel canto».
Su pasión musical y su deber de reina le hicieron asistir habitualmente a las representaciones de ópera, donde las miradas confluían en ella, sintiéndose observada por el público curioso que escudriñaba en su rostro la huella del dolor íntimo provocado por los celos.
Nadie como el conde de Romanones supo plasmar el tormento interior de la reina durante las representaciones:
  «Se necesitaría la pluma de un Stendhal para describir el combate silencioso que se libraba a diario en el palco regio, lucha ante todo de la mujer consigo mismo, la más dura que puede mantenerse; nada se traslucía al exterior, porque los celos suponen conceder cierta beligerancia a la amante, y esto no lo podía otorgar la soberana. Con ímprobo esfuerzo sujetaba las lágrimas y se mantenía serena e indiferente»
Una roca por fuera.

La soberana que fue abadesa.

El 10 de octubre de 1876, el emperador austríaco Francisco José había nombrado a María Cristina abadesa del imperial y real noble convento de Damas del Castillo Real, en Praga. Esta institución, fundada por la emperatriz María Teresa, no tenía carácter monástico, por lo que sus miembros podían contraer matrimonio o ingresar en una orden religiosa. Acordado el regio enlace con el rey Alfonso XII de España, el emperador austríaco dispuso que María Cristina renunciase a la dignidad de abadesa. Era indudable que la reina María Cristina no simbolizaba ni mucho menos el tipo de mujer por el que Alfonso XII suspiraba. 
Al rey le gustaban a rabiar las mozas bien metiditas en carnes, importándole muy poco que se vistiesen o no en los mejores modistas de París. De ahí que María Cristina tuviese que soportar un verdadero calvario desde su mismo matrimonio, acentuado si cabe más por su propia personalidad.


La Reina Sofía de Grecia,  habla perfectamente cinco idiomas: griego, inglés, alemán, francés y español.    



Reina Letizia Ortiz Rocasolano. Habla a la perfección cinco idiomas: español, inglés, francés, portugués y alemán. Además, tiene conocimientos básicos de vasco y gallego.



Leonor de Borbón y Ortiz (Madrid, 31 de octubre de 2005) es la princesa de Asturias, habla en español, catalán, en inglés, francés;  y tiene nociones de chino y árabe.



Anexo




Manuel Oms de Santa Pau y de Lanuza.

Biografía

Oms de Santa Pau y de Lanuza, Manuel. Marqués de Castelldosrius (I). Barcelona, 5.I.1651 – Lima (Perú), 24.IV.1710. Virrey de Perú.

Fue el primero de los tres virreyes pertenecientes a la nobleza catalana que gobernaron en Perú. Fue Grande de España de 1.ª Clase y obtuvo el grado de doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Como militar, luchó en el Rosellón, Cerdeña y Ampurias. Desempeñó el cargo de gobernador de Tarragona (1677) y cuatro años después fue nombrado embajador en Portugal. Fue el I marqués de Castelldosrius al serle concedido el título por Carlos II en 1695. A la muerte de Carlos II era embajador en Francia, correspondiéndole la entrega al duque de Anjou, futuro rey Felipe V, del testamento de aquél. En dicho acto se dice que exclamó:
 “Señor, desde este momento no hay Pirineos”.
Casó con su prima Juana de Oms y Cabrera y del matrimonio nacieron cuatro varones y cuatro hijas. Como premio por su lealtad a la casa borbónica, fue nombrado virrey de Perú el 31 de diciembre de 1704. Su partida se demoró durante más de dos años, zarpando por fin de Cádiz el 10 de marzo de 1706. La expedición llegó a Cartagena de Indias a finales de abril y allí tuvo noticia de la muerte del anterior virrey, conde de la Monclova. Tras superar numerosos contratiempos, pudo entrar en Lima el 22 de mayo de 1707 para tomar posesión del gobierno dos días después. Acostumbrado a la suntuosidad de la Corte de Versalles, se hizo acompañar de un numeroso séquito en el que se incluían hasta treinta y un servidores franceses (gentileshombres, pajes, ayudas de cámara, cirujano, músicos, reposteros y cocineros). Viajaron también con él su esposa y tres de sus hijos. Las hijas permanecieron en España, una por ser dama de la reina María Gabriela de Saboya y las tres restantes por estar recluidas en conventos. De su entrada en Lima y solemne recibimiento en la Universidad de San Marcos escribió una extensa relación el poeta limeño Pedro Peralta y Barnuevo.
El 17 de septiembre de 1707 un terremoto destruyó el pueblo de Capi en la provincia de Paruro, causando la muerte de ciento sesenta personas y alterando el cauce del río Apurimac. Los efectos devastadores se hicieron notar también en Cuzco. Otro terremoto tuvo lugar en Lima el 2 de diciembre de 1709.
Desde el momento de su llegada hubo de hacer frente a la crisis suscitada en el Tribunal de Consulado con motivo del despacho de la Armada y el comercio extranjero. Desterró de Lima a su prior, Pedro de Olaurtúa, que discrepaba totalmente con él. Su actuación no logró pacificar a los comerciantes y sus relaciones con la institución consular fueron siempre tensas.
Para dar cumplimiento a las instrucciones reales, trabajó con celeridad para remitir a España la mayor cantidad de caudales, tanto más necesarios dada la confrontación del Rey con los partidarios del pretendiente austríaco. En 1707 solicitó un préstamo de un millón de pesos con bajos réditos para socorrer a la Corona, pero los comerciantes limeños rehusaron la contribución. Heredó una deuda superior a los cinco millones de pesos, pero gracias a su esfuerzo, pudo enviar después de un año y medio de gobierno la cantidad de 1.679.310 pesos, cifra superior a la remitida por su antecesor en dieciséis años de gobierno. Para ello, dio órdenes tajantes a los oficiales reales para que enviasen todo el dinero disponible en las Cajas, se apoderó de los bienes de las Cajas de Comunidad y Censos de indios de Charcas, de los existentes en las Cajas de Bienes de Difuntos y de hasta los vinculados a capellanía. En todos los casos ofreció restituir los caudales incautados en el momento oportuno. Exigió que en adelante los oficiales de la Real Hacienda entregasen cuentas detalladas de su gestión, tal como lo establecía una Real Cédula de 1696 y reiterada en 1710.                       
Al éxito financiero vino a sumarse el rápido despacho de los galeones a Panamá. No obstante las reticencias de los comerciantes, la Armada zarpó de Callao en diciembre de 1707 conduciendo hasta cinco millones de pesos. La feria de Portobelo de 1708 tuvo una gran repercusión debido al gran número de transacciones realizadas y los beneficios obtenidos por el comercio.
En marzo de 1708 llegó a Lima la noticia del nacimiento del príncipe y, aunque con cierto retraso, comenzó a preparar los actos festivos propios de aquel acontecimiento, que alcanzaron la suma de 22.000 pesos. A las demostraciones públicas habituales incorporó la novedad de una obra propia que tituló El mejor escudo de Perseo. Para su representación no escatimó gastos, especialmente en levantar un teatro en los jardines de palacio, el decorado y el vestuario de los actores. La escenificación estuvo precedida de música y cantos. La música de la obra fue compuesta por el italiano Rocco Cerruti.
Los ataques piráticos no faltaron a lo largo de su mandato. En mayo de 1708, el pirata inglés Thomas Colb asaltó en el río Chagres unas embarcaciones españolas que transportaban mercaderías de Portobelo a Perú y se apoderó de medio millón de pesos, retirándose después a Jamaica. En junio de ese mismo año, el almirante inglés Carlos Wager asaltó a la altura de Cartagena de Indias los galeones del marqués de Casa Alegre que regresaban a España y se apoderó de todos los caudales que transportaba. Fallecieron quinientos setenta y ocho hombres y fueron hundidos tres barcos. En 1709 otro pirata inglés, Woodes Rogers, recaló en las islas de Juan Fernández, apresó varios barcos en las costas peruanas y saqueó finalmente Guayaquil. El virrey mandó alistar gente y formar una flota compuesta por cinco navíos cuyo costó se aproximó a los 150.000 pesos. Al mando de Pablo de Alzamora zarpó en julio de 1709 y recorrió las costas centroamericans y mexicanas, pero Rogers pudo escapar hasta las Molucas y regresar a Inglaterra en 1711. Estos sucesos sirvieron para incrementar las defensas del virreinato. En julio de 1709 informó al Rey del mal estado de las fortificaciones de Callao y propuso reforzarlo con nuevos baluartes y parapetos, además de dotarlo de un mayor número de tropas.
La producción de plata descendió de forma significativa pasando de los 42 millones de pesos en el decenio 1691-1700 a 27 millones en el de 1701-1710. En la región de Carabaya, en el cerro de Ucuntaya, fue descubierta una veta de plata en 1709 que llegó a producir hasta 4700 marcos por cajón, pero el hallazgo no permitió el relanzamiento de la producción. La crisis continuó por la decadencia que las minas de Huancavelica arrastraban desde finales del siglo xvii. En el período 1706-1709 éstas fueron administradas por Diego Quint Tello de Guzmán y el marqués de Yzcar. Durante su gobierno la producción de azogue se mantuvo en torno a los 3000 quintales, cantidad insuficiente para atender las necesidades de los mineros. Atribuyó tal situación a la falta de mano de obra; aunque seguía vigente el acuerdo firmado en 1683 por el virrey duque de la Palata que comprometía la entrega de 620 mitayos, la realidad era muy distinta.
Las autoridades y el gremio de azogueros afirmaban que había suficiente número de indios para cubrir dicho cupo, pero que los corregidores, doctrineros y curacas los ocultaban para destinarlos a sus propias haciendas. La paz interior del virreinato apenas sufrió sobresaltos. En Chile los araucanos se mantuvieron en calma.
Las relaciones con las Audiencias de Charcas y Quito no se vieron alteradas por las seculares rivalidades entre sus miembros y la autoridad virreinal. Ú nicamente en Panamá hubo de intervenir para frenar los abusos de su presidente Fernando de Haro Monterroso, a quien depuso, nombrando en su lugar al oidor de Lima Juan Bautista Orueta.
Impulsó la colonización y evangelización de la selva gracias a la presencia del franciscano fray Francisco de San José, que ya había misionado en México y Guatemala. En 1709 desarrolló su labor en el territorio de los Campas y Amueshas. Fundó dos pueblos en Quimirí y en Cerro de la Sal. Posteriormente abrió nuevas rutas de penetración franciscana hacia la selva. Fundó el Convento de las Carmelitas Descalzas de Arequipa (1709). Dispuso que todas las encomiendas y oficios vendibles y renunciables sin confirmación real fuesen declarados vacantes (14 de agosto de 1709).
Indirectamente se vio implicado en el pleito surgido entre la viuda y una de las hijas, Josefa Portocarrero, del anterior virrey. La causa del enfrentamiento fue el deseo de ésta de entrar en un monasterio y la oposición de la madre. El marqués de Castelldosrius tomó partido por Josefa y no pudo evitar que la condesa le recriminara por su actuación. El ingreso en religión de la hija del conde de la Monclova fue celebrado por toda la ciudad de Lima y supuso la fundación del Monasterio de Santa Rosa, cuya inauguración tuvo lugar el 2 de septiembre de 1708. Josefa Portocarrero fue la segunda priora de aquel Monasterio.
El virrey Castelldosrius trató de renovar las costumbres de la vida social peruana e introducir los usos aprendidos durante su etapa de embajador en la Corte de Versalles. Conocedor de varios idiomas, supo rodearse de hombres de letras y celebraba semanalmente sesiones literarias en palacio a imagen de las tertulias habituales en los salones franceses de la época. Entre los personajes que frecuentaron aquellas Academias se encontraban Pedro Peralta y Barnuevo, Pedro José Bermúdez de la Torre, Luis Antonio de Oviedo, Juan Eustaquio Vicentelo de Lecca, Antonio Zamudio, Juan Manuel de Rojas y Solórzano y el clérigo Miguel Sáenz Cascante. Estas veladas se realizaron entre el 23 de septiembre de 1709 y el 24 de marzo de 1710, un mes antes de la muerte del virrey. Algunas de las composiciones allí realizadas fueron publicadas en el Diario Erudito.
La influencia francesa quedó patente también en el incremento del comercio marítimo con navíos galos. La guerra con Inglaterra alteró el régimen comercial y ello fue aprovechado por Francia para introducir mercancías extranjeras en Perú. El marqués de Castelldosrius consintió en ello argumentando el vínculo existente entre las dos Coronas. Por entonces visitaron el virreinato personalidades como el padre Feuillée y Amadeo Frézier. El primero, natural de los Bajos Alpes, era religioso mínimo y residió en Lima desde abril de 1709 hasta enero de 1710. En su Diario recogió múltiples datos sobre sus observaciones geográficas, astronómicas, físicas, de la fauna y flora virreinales. Amadeo Frézier, por su parte, dejó en su Relación una amplia información científica del territorio, destacando los planos y perspectivas que ilustraban la obra. Traicionando la confianza del Gobierno español, elaboró un exacto mapa de la costa pacífica que facilitó las incursiones enemigas de Inglaterra y Holanda.
Los enemigos del marqués de Castelldosrius hicieron llegar al Monarca denuncias sobre su labor de gobierno. Un sector del Consulado, molesto con la intromisión del virrey en el régimen de la institución, lo implicó en el tráfico ilegal con los franceses. Por su parte, Francisco Espinosa de los Monteros, molesto con ciertas decisiones del marqués, informó al Consejo de sus manejos y de la frialdad con que recibió la noticia del nacimiento del príncipe. Denunció también que no pudo hacerse cargo del corregimiento de Ica y Pisco porque el virrey lo había entregado a un paniaguado suyo. Aún más, lo acusó de estar relacionado con comerciantes franceses ilegales a los que favorecía a cambio de importantes sumas de dinero y de dejar el gobierno en manos de Antonio Marí. A ello se sumó la queja del arzobispo de Lima, Melchor de Liñán, lamentando que desde la llegada del virrey hubiera crecido la relajación de costumbres en la capital. Felipe V autorizó a Nicolás Manrique, del Tribunal de Cuentas de Lima, una investigación secreta para evaluar el alcance de los hechos denunciados. Algunos de los cargos resultaron ser ciertos y el Rey dispuso su relevo (mayo de 1709) en la persona del duque de Linares. La defensa del marqués de Castelldosrius, por mediación de su apoderado en la Corte, y la mediación de su hija ante la Reina lograron suspender la determinación anterior en octubre de ese mismo año.
Murió en Lima el 24 de abril de 1710 y su cuerpo fue enterrado en la iglesia de San Francisco. Su corazón fue trasladado a España para ser enterrado en el Monasterio de Montserrat. En su breve testamento nombró como heredero universal a su primogénito Antonio de Oms, entonces coronel del Regimiento de Lombardía. El juicio de residencia corrió a cargo de Juan Bautista de Orueta, alcalde del Crimen de la Audiencia de Lima. El proceso se extendió hasta 1717 y la sentencia no se hizo definitiva hasta 1721. De los diez cargos presentados contra él, fue absuelto de siete y tres fueron matizados. 
Únicamente se ordenó el pago de los salarios de los ministros de la residencia, costas y demás gastos con cargo a los bienes del virrey. La sentencia declaraba asimismo que había cumplido con la obligación de su puesto y que sus méritos hacían a sus hijos dignos para esperar de Su Majestad la continuación de sus honras. El gobierno del marqués de Castelldosrius no ha despertado gran interés por parte de la historiografía, a pesar de que el duque Saint-Simon lo elogiara en sus Memorias. Vargas Ugarte mantiene que su mandato “fue corto y apenas puede decirse que tuvo tiempo para informarse de la situación del virreinato y cumplir las urgentes demandas que se le habían hecho de remisión de caudales. Dada su edad, sus aficiones y antecedentes no creemos que de haber gobernado más tiempo se hubiera señalado y hecho obra duradera. 
Satisfizo las necesidades de la monarquía y nada más”.
Para Cayetano Alcázar, fue “un hombre bueno, afectuoso y entusiasta de las letras”; para Lohman Villena, hablar del marqués de Castelldosrius “es tomar contacto con una de las figuras más simpáticas y atrayentes en la galería de los cuarenta virreyes españoles del Perú”.

Obras de ~: El mejor escudo de Perseo, Lima, 1708.

Bibl.: P. Peralta y Barnuevo, Lima Triumphante, glorias de la América; juegos pythios, y jubilos de la minerva peruana en la entrada que hizo S. Exc. en esta muy Noble y Leal Ciudad, Emporio, y Cabeza del Perú, y en el Recibimiento con que fue celebrado por la Real Universidad de S. Marcos, Lima, 1708; M. Mendiburu, Diccionario histórico-biográfico del Perú, t. VI, Lima, Imprenta Bolognesi, 1885, págs. 149-155; J. Torre Revello, Las veladas literarias del virrey Castelldosrius (1709-1710), Sevilla, 1920; C. Alcázar Molina, “Los virreinatos en el siglo xviii”, en A. Ballesteros Beretta (dir.), Historia de América y de los pueblos americanos, t. XIII, Barcelona, Salvat, 1959, págs. 374-377; G. Lohmann Villena, Tres catalanes virreyes del Perú, Madrid, Instituto Salazar y Castro, 1962; R. Vargas Ugarte, Historia General del Perú, t. IV, Lima, editor Carlos Milla Batres, 1966, págs. 72-94; A. Sáez-Rico de Urbina, “Las acusaciones contra el virrey del Perú Castelldosrius y sus noticias reservadas”, en Boletín Americanista, 18 (1978), págs. 119-135; K. W. Brown, “La crisis financiera peruana al comienzo del siglo xviii. La minería de plata y la mina de azogues de Huancavelica”, en Revista de Indias, vol. XLVIII, 182-183 (1988), págs. 349-381; J. A. Rodríguez Garrido, “Una pieza perdida del teatro colonial peruano: identificación e historia del texto de El mejor escudo de Perseo, del Marqués de Castelldosrius”, en II Seminario Internacional de edición y anotación de textos del Siglo de Oro. Época colonial, Lima, 1998; N. Sala i Vila, “La escenificación del poder: el marqués de Castelldosrius, primer virrey Borbón del Perú (1707-1710)”, en Anuario de Estudios Americanos, LXI, 1 (enero-junio de 2004), págs. 31-68.


Testamento de Carlos II de España.



Carlos II de España.




La titulación variaba de unos territorios a otros, desde el Tratado de Lisboa (1668) comprendía en su totalidad: rey de Castilla y de León, de Aragón (como Carlos II), de las dos Sicilias (Nápoles, como Carlos V, y Sicilia, como Carlos III), de Navarra (como Carlos V), de Jerusalén, de Hungría, de Dalmacia, de Croacia, de Granada, de Valencia, de Toledo, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de las Indias orientales y occidentales, de las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, Archiduque de Austria, duque de Borgoña (como Carlos III), de Brabante y Lotaringia, Limburgo, Luxemburgo, Güeldres, Milán, Atenas y Neopatria, conde de Habsburgo, de Flandes, de Artois, Palatino de Borgoña, de Tirol, de Henao, de Namur, de Barcelona, de Rosellón y de Cerdaña, príncipe de Suabia, margrave del Sacro Imperio Romano, marqués de Oristán y conde de Gociano, señor de Vizcaya y de Molina, de Frisia, Salins y Malinas, dominador en Asia y África.


(Llamado el Hechizado; Madrid, 1661-1700) Rey de España, último de la Casa de Austria (1665-1700). Hijo de Felipe IV y de Mariana de Austria, Carlos II heredó el trono al morir su padre en 1665, permaneciendo bajo la regencia de su madre hasta que alcanzó la mayoría de edad en 1675. Parece ser que los sucesivos matrimonios consanguíneos de la familia real produjeron tal degeneración que Carlos creció raquítico, enfermizo y de corta inteligencia, además de impotente, lo que acarrearía un grave conflicto sucesorio al morir sin descendencia y extinguirse así la rama española de la Casa de Habsburgo.
Carlos II recibió el reino en una situación turbulenta, marcada por las luchas por el poder que enfrentaron a la reina regente Mariana de Austria y sus validos (Fernando de Valenzuela y Juan Everardo Nithard) con el ambicioso militar Juan José de Austria (hijo bastardo de Felipe IV), cuyas aspiraciones al trono pronto se hicieron patentes. Apoyándose en la nobleza, don Juan José de Austria marchó sobre Madrid y tomó el poder en 1677, pero murió tan sólo dos años después.
Como Carlos II era incapaz de gobernar por sí mismo, siguió confiando el poder a validos como el duque de Medinaceli (1680-85), el conde de Oropesa (1685-91 y 1695-99) y el cardenal Fernández de Portocarrero (1699-1700). Durante este tiempo se arreglaron dos matrimonios sucesivos para el rey, con María Luisa de Orléans (muerta en 1689) y con Mariana de Neoburgo; la desesperación de la corte por no lograr descendencia para continuar la dinastía llevó a intentar incluso someter al rey a exorcismos, por si fuera cierto que estaba hechizado.
Al verse cada vez más claro que el rey moriría sin descendencia, las potencias europeas empezaron a tomar posiciones para aprovechar el vacío de poder que ello crearía: Austria defendía los derechos sucesorios del archiduque Carlos (el futuro emperador Carlos VI) para intentar recuperar la herencia de los Habsburgo y evitar cualquier tentación hegemónica de Francia.
Pero Luis XIV de Francia maniobró hábilmente para impedir la reedición del imperio de Carlos V y convertir a España en un territorio satélite; por la Paz de Ryswick, de 1697, Luis XIV hizo a España concesiones que, con el apoyo de influyentes personajes de la corte madrileña, moverían a Carlos II a designar heredero a Felipe de Anjou, nieto del mismo Luis XIV (dos testamentos anteriores en favor de José Fernando de Baviera quedaron sin efecto al morir aquél en 1699).
Tras la muerte de Carlos II se produjo una larga Guerra de Sucesión (1701-14) que enfrentó a los partidarios del archiduque Carlos (apoyado por Austria, Inglaterra, Portugal, Holanda, Prusia, Saboya y Hannover) contra los de Felipe de Anjou, quien, apoyado por Francia, consiguió imponerse como rey de España con el nombre de Felipe V, instaurando en el trono español una rama de la Casa de Borbón.
La debilidad del poder real durante la época de Carlos II y la incapacidad del propio monarca fueron a la vez causa y expresión de la decadencia de la Monarquía de los Austrias en España. Las guerras sostenidas previamente contra Francia se habían saldado con sucesivas derrotas: cesión del Franco Condado por la Paz de Nimega (1678), pérdida de Luxemburgo por la Tregua de Ratisbona (1684), invasión francesa de Cataluña (1691).
La Paz de Utrecht (1713), que puso fin a la Guerra de Sucesión, puede considerarse como la culminación de esa decadencia, pues, a cambio de permitir la instauración de un Borbón en el trono de España, austriacos e ingleses exigieron compensaciones territoriales a costa de España, que perdió sus posesiones en los Países Bajos e Italia (en beneficio de Austria) y también Gibraltar y Menorca (que pasaron a Inglaterra).



La guerra de sucesión española​ fue una guerra internacional que duró desde 1701 hasta la firma del Tratado de Utrecht en 1713. Tuvo como causa fundamental la muerte sin descendencia de Carlos II de España, último representante de la Casa de Habsburgo, y dejó como principal consecuencia la instauración de la Casa de Borbón en el trono de España.
En el interior del país, la guerra de sucesión evolucionó hasta convertirse en una guerra civil entre borbónicos, cuyo principal apoyo lo encontraron en Castilla, y austracistas, mayoritarios en Aragón, cuyos últimos rescoldos no se extinguieron hasta 1714, con la capitulación de Barcelona, y 1715, con la rendición de Mallorca ante las fuerzas de Felipe V. Para la Monarquía Hispánica, las principales consecuencias de la guerra fueron la pérdida de sus posesiones europeas y la abolición de las leyes e instituciones de la Corona de Aragón, lo que puso fin al modelo «federal» de monarquía,​ o «monarquía compuesta»,​ de los austrias.

Situación política previa.

El último rey de España de la Casa de Habsburgo, Carlos II el Hechizado, debido a su enfermedad, no pudo dejar descendencia. Durante los años previos a su muerte —en noviembre de 1700— la cuestión sucesoria se convirtió en asunto internacional e hizo evidente que España constituía un botín tentador para las distintas potencias europeas.
Tanto el rey Luis XIV de Francia, de la Casa de Borbón, como el emperador Leopoldo I del Sacro Imperio Romano Germánico, de la Casa de Habsburgo, alegaban derechos a la sucesión española debido a que ambos estaban casados con infantas españolas hijas del rey Felipe IV, padre de Carlos II, y, además, las madres de ambos eran hijas del rey Felipe III, abuelo de Carlos II. Tanto la madre como la esposa de Luis XIV, Ana de Austria y María Teresa de Austria, respectivamente, habían nacido antes que sus respectivas hermanas, María de Austria y Margarita de Austria, madre y esposa del emperador Leopoldo I.
El rey Luis XIV había estado casado con María Teresa de Austria, hermana mayor de Carlos II, y el Gran Delfín de Francia, único hijo primogénito de ambos que seguía con vida, parecía ser el descendiente del «rey católico» con más derechos a la Corona española. Sin embargo, en su contra jugaba el hecho de que tanto Ana de Austria como María Teresa de Austria habían renunciado a sus derechos sucesorios a la Corona de España, por ellas y por sus descendientes,8​ con la firma del Tratado de los Pirineos. Además, como el Gran Delfín era heredero también al trono francés, la reunión de ambas coronas hubiese significado, en la práctica, la unión de España —con su vasto imperio— y Francia bajo una misma dirección, en un momento en el que Francia era lo suficientemente fuerte como para poder imponerse como potencia hegemónica.
Por su parte el emperador Leopoldo I había estado casado con Margarita de Austria, hermana de Carlos II, y la hija de ambos, María Antonia de Austria, fue depositaria de los derechos de sucesión de la Monarquía Hispánica ante la posible muerte de Carlos II, pero esta falleció en 1692, antes de la muerte de Carlos II. Así, los hijos del emperador Leopoldo I, primos hermanos de Carlos II, que seguían vivos pedían su derecho sucesorio, aunque estos tenían un parentesco menor que el Gran Delfín ya que su madre no era española, sino la alemana Leonor de Neoburgo, así que, como ha señalado Joaquim Albareda, «en términos legales la cuestión sucesoria era enrevesada, ya que ambas familias [Borbones y Austrias] podían reclamar derechos a la corona [española]».
Por otro lado, las otras dos grandes potencias de la Europa Occidental, Inglaterra y los Países Bajos, veían con preocupación la posibilidad de la unión de las Coronas francesa y española a causa del peligro que para sus intereses supondría la emergencia de una potencia de tal orden. También ofrecían problemas los hijos de Leopoldo I, puesto que la elección de alguno de los dos como heredero supondría la resurrección de un imperio semejante al de Carlos I de España del siglo XVI (deshecho por la división de su herencia entre su hijo Felipe II de España y su hermano Fernando I de Habsburgo). Un temor compartido por Luis XIV, que no quería que se repitiera la situación de los tiempos de Carlos I de España, en la que el eje España-Austria aisló fatalmente a Francia. Aunque tanto Luis XIV como Leopoldo I estaban dispuestos a transferir sus pretensiones al trono a miembros más jóvenes de su familia —Luis al hijo más joven del delfín, Felipe de Anjou, y Leopoldo a su hijo menor, el archiduque Carlos—, tanto Inglaterra como los Países Bajos apoyaron una tercera opción, que también era bien vista por la corte española, la de la elección del hijo del elector de Baviera, José Fernando de Baviera, único hijo de María Antonia de Austria, nieto de Leopoldo I, bisnieto de Felipe IV y sobrino nieto del rey Carlos II. El candidato bávaro parecía la opción menos amenazante para las potencias europeas, así que el rey Carlos II nombró a José Fernando de Baviera como su sucesor y heredero de todos los reinos, estados y señoríos de la Monarquía Hispánica.
Para evitar la formación de un bloque hispano-alemán que ahogara a Francia, Luis XIV auspició el Primer Tratado de Partición, firmado en La Haya en 1698, a espaldas de España. Según este tratado, a José Fernando de Baviera se le adjudicaban los reinos peninsulares (exceptuando Guipúzcoa), Cerdeña, los Países Bajos españoles y las Indias, quedando el Milanesado para el archiduque Carlos y Nápoles, Sicilia, los presidios de Toscana y Finale y Guipúzcoa para el delfín de Francia, como compensación por su renuncia a la Corona hispánica.

El testamento de Carlos II

En la última década del siglo XVII, se extendió en la corte de Madrid una opinión favorable a que se convocasen las Cortes de Castilla para que resolvieran la cuestión sucesoria, si el rey Carlos II, como era previsible moría sin descendencia. Esta opción era apoyada por la reina Mariana de Neoburgo, el embajador del Sacro Imperio Aloisio de Harrach, por algunos miembros del Consejo de Estado y del Consejo de Castilla, que ya en 1694 defendieron «la reunión de Cortes como único remedio de salvar la Monarquía». Sin embargo, frente a esta opción «constitucionalista» se impuso la posición absolutista, que defendía que era el rey quien en su testamento debía resolver la cuestión.
En 1696, cuando Carlos II testó a favor de José Fernando de Baviera y, sobre todo, cuando en el año 1698 se conoció en Madrid la firma del Primer Tratado de Partición, que dejaba al archiduque Carlos únicamente con el Milanesado, se formó en la corte un «partido alemán» (o austracista) para presionar al rey para que cambiara su testamento en favor del segundo hijo del emperador. Ese «partido alemán» estaba encabezado por Juan Tomás Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla y por el conde de Oropesa, presidente del Consejo de Castilla y primer ministro de facto, y el conde de Aguilar, y contaba con el apoyo de la reina y del embajador del Imperio. Frente a él se alzaba el «partido bávaro», encabezado por el cardenal Luis Fernández Portocarrero, y el embajador de Luis XIV, el marqués de Harcourt, que seguía presionando para defender los derechos de Felipe de Anjou.

La cuestión sucesoria se convirtió en una grave crisis política a partir de febrero de 1699 cuando se produjo la muerte prematura del candidato escogido por Carlos II, José Fernando de Baviera —de seis años de edad—, lo que llevó al Segundo Tratado de Partición, también a espaldas de España. Bajo tal acuerdo el archiduque Carlos era reconocido como heredero, pero dejando todos los territorios italianos de España, además de Guipúzcoa, a Francia. Si bien Francia, los Países Bajos e Inglaterra estaban satisfechas con el acuerdo, Austria no lo estaba y reclamaba la totalidad de la herencia española. Tampoco fue aceptado por la corte española, encabezada por el cardenal Portocarrero, porque además de imponer un heredero suponía la desmembración de los territorios de la Monarquía.
​ El «partido bávaro» del cardenal Portocarrero, al haberse quedado sin candidato, se acabó inclinando por Felipe de Anjou. Nació así el «partido francés» que acabaría ganándole la partida al «partido alemán», gracias entre otras razones a la eficaz gestión del embajador Harcourt —que no excluyó el soborno entre la Grandeza de España— «frente al ineficaz embajador austríaco Aloisio de Harrach, cuyas relaciones con la reina, por si fuera poco, nunca fueron buenas».​ «Mientras Carlos II era sometido a exorcismos para librarse de supuestos hechizos».​ El marqués de Villafranca, uno de los miembros más destacados del grupo de Portocarrero, justificó así la decisión a favor del candidato francés:​
Mirando a la manutención entera de esta Monarquía hay poco que dudar, o nada, en que solo entrando en ella uno de los hijos del delfín, segundo o tercero, se puede mantener
Así pues, Carlos II, persuadido también por la presión de Harcourt, de que la «opción francesa» era la mejor para asegurar la integridad de la «monarquía católica» y del Imperio español —y ello a pesar de las cuatro guerras que se habían mantenido contra Luis XIV a lo largo de su reinado: guerra de Devolución entre 1667 y 1668; guerra de Holanda entre 1673 y 1678; guerra de las Reuniones entre 1683 y 1685; y guerra de los Nueve Años entre 1688 y 1697— testó el 2 de octubre de 1700, un mes antes de su muerte, a favor de Felipe de Anjou, hijo segundo del delfín de Francia y nieto de Luis XIV, a quien nombró «sucesor... de todos mis Reinos y dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos» —con lo que invalidaba los dos tratados de partición—
En el testamento Carlos II establecía dos normas de gran importancia y que el futuro Felipe V no cumpliría. La primera era el encargo expreso a sus sucesores de que mantuvieran «los mismos tribunales y formas de gobierno» de su Monarquía y de que «muy especialmente guarden las leyes y fueros de mis reinos, en que todo su gobierno se administre por naturales de ellos, sin dispensar en esto por ninguna causa; pues además del derecho que para esto tienen los mismos reinos, se han hallado sumos inconvenientes en lo contrario». Así decía que la «posesión» de «mis Reinos y señoríos» por Felipe de Anjou y el reconocimiento por «mis súbditos y vasallos...» [como] «su rey y señor natural» debía ir precedida por «el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis Reinos y señoríos», además de que en el resto del testamento se incluían nueve referencias directas más al respeto de las «leyes, fueros, constituciones y costumbres». Según Joaquim Albareda, todo esto manifiesta la voluntad de Carlos II de «asegurar la conservación de la vieja planta política de la monarquía frente a previsibles mutaciones que pudieran acontecer, de la mano de Felipe V». La segunda norma era que Felipe debía renunciar a la sucesión de Francia, para que «se mantenga siempre desunida esta monarquía de la corona de Francia».
En conclusión, la elección de Felipe de Anjou se debió a que el gobierno español tenía como prioridad principal la conservación de la unidad de los territorios del Imperio español, y Luis XIV de Francia era en ese momento el monarca con mayor poder de Europa y, por ello, prácticamente el único capaz de poder llevar a cabo dicha tarea.

La aceptación del testamento por Luis XIV y la ruptura del Segundo Tratado de Partición

El 1 de noviembre de 1700 se produjo la muerte de Carlos II —tres días antes había nombrado una Junta de Gobierno al frente de la cual había situado al cardenal Portocarrero—. El 9 de noviembre se confirmaba en Versalles que Carlos II había nombrado como su sucesor al segundo hijo del delfín de Francia, Felipe de Anjou, lo que abrió un debate entre los consejeros de Luis XIV ya que la aceptación del testamento supondría la ruptura del Segundo Tratado de Partición suscrito en marzo con el Reino de Inglaterra y con las Provincias Unidas. El embajador francés en Londres relató la duda de Luis XIV: «se sentía contento por la reunión de las dos monarquías, pero preveía que ello podía conducir a una guerra que se había propuesto evitar».
Luis XIV finalmente respaldó el testamento. El 12 de noviembre de 1700, hizo pública la aceptación de la herencia en una carta destinada a la reina viuda de España en la que decía:

Nuestro pensamiento se aplicará cada día a restablecer, por una paz inviolable, la monarquía de España al más alto grado de gloria que haya alcanzado jamás. Aceptamos en favor de nuestro nieto el duque d'Anjou el testamento del difunto rey católico.
El 16 de noviembre,21​ el rey de Francia, ante una asamblea compuesta por la familia real, altos funcionarios del reino y los embajadores extranjeros, presentó al duque de Anjou con estas palabras:

Señores, aquí tenéis al rey de España.

Pero a continuación le dirigió a su nieto una frase que inquietó al resto de potencias europeas, cuya respuesta no se haría esperar:

Sé buen español, ese es tu primer deber, pero acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones; tal es el camino de hacerlas felices y mantener la paz de Europa.
Tampoco pasó desapercibida la frase a la Junta de Gobierno del cardenal Portocarrero —ya que vulneraba el testamento del rey Carlos II, que prohibía expresamente la unión de las dos coronas— sobre todo cuando el embajador español en la corte de Versalles le comunicó al cardenal lo que le había dicho Luis XIV durante la entrevista que mantuvieron el mismo día de la presentación de Felipe V:

Ya no hay Pirineos; dos naciones, que de tanto tiempo a esta parte han disputado la preferencia, no harán en adelante más de un solo pueblo.

Estos temores se confirmaron al mes siguiente cuando Luis XIV hizo una declaración formal de conservar el derecho de sucesión de Felipe V al trono de Francia —legalizada en virtud de cartas otorgadas por el Parlamento de París del 1 de febrero de 1701—,​ lo que abría «la puerta a una eventual unión de España y Francia, se violaba el testamento de Carlos II y se amenazaba el equilibrio europeo».23​ Al mismo tiempo Luis XIV ordenó que tropas francesas ocuparan en nombre de Felipe V la noche del 5 al 6 de febrero las plazas fuertes de la barrera de los Países Bajos españoles (Nieuwpoort, Oudenaarde, Ath, Mons, Charleroi, Namur y Luxemburgo), debido «al poco entusiasmo de los Estados Generales de los Países Bajos españoles por jurar al duque de Anjou como rey de España», lo que por otro lado provocó «un verdadero pánico en la Bolsa de Londres» ya que podía ser el inicio de una guerra al suponer la ocupación de esas plazas fuertes que estaban en manos de las Provincias Unidas de los Países Bajos una violación del Tratado de Rijswijk de 1697. Además los enviados de Luis XIV empezaron a hacer cambios institucionales en los Países Bajos del Sur y a incrementar los impuestos.

Felipe V sube al trono.

Felipe de Anjou entró en España por Vera de Bidasoa (Navarra), llegando a Madrid el 17 de febrero de 1701. El pueblo madrileño, hastiado del largo y agónico reinado de Carlos II, lo recibió con una alegría delirante y con esperanzas de renovación. Pronto el nuevo rey Felipe V de España, sería conocido, no sin cierta ironía, con el sobrenombre de el Animoso.
Fue ungido como rey en Toledo por el cardenal Portocarrero y proclamado como tal por las Cortes de Castilla reunidas el 8 de mayo de 1701 en el Real Monasterio de San Jerónimo.​ El 17 de septiembre Felipe V juró los Fueros del Reino de Aragón y luego se dirigió a Barcelona donde había convocado las Cortes catalanas. Allí el 4 de octubre de 1701 juró las Constituciones catalanas y mientras las Cortes estuvieron reunidas tuvo que permanecer en la capital del Principado. Finalmente a principios de 1702 pudo clausurar las Cortes después de verse obligado a hacer importantes concesiones —como la creación del Tribunal de Contrafacciones—, reforzándose así la concepción pactista de las relaciones entre el soberano y sus vasallos. 
Como recordó un memorial presentado por las instituciones catalanas: «en Cataluña quien hace las leyes es el rey con la corte» y «en las Cortes se disponen justísimas leyes con las cuales se asegura la justicia de los reyes y la obediencia de los vasallos».
Las Cortes del Reino de Aragón, presididas por la reina ya que Felipe embarcó el 8 de abril desde Barcelona hacia el Reino de Nápoles, no llegaron a clausurarse a causa de la marcha de la reina a Madrid, quedando pendientes de resolverse las peticiones de los cuatro brazos que la componían. Las Cortes del Reino de Valencia nunca llegaron a convocarse.

Por otro lado, tras su llegada a Madrid, Felipe V, siguiendo las indicaciones del embajador francés marqués de Harcourt, formó un «Consejo de Despacho», máximo órgano de gobierno de la Monarquía por encima de los Consejos establecidos por los Austrias, integrado por el propio rey y el cardenal Portocarrero, presidente de la Junta de Gobierno nombrada por Carlos II; Manuel Arias, presidente del Consejo de Castilla; y Antonio de Ubilla, nombrado secretario del Despacho Universal, y al que pronto se unió el embajador francés, por imposición de Luis XIV, ya que enseguida quedó claro, según la historiadora francesa Janine Fayard, que «Luis XIV iba a actuar como el verdadero dueño de España».
 Así en junio de 1701 envió a la corte de Madrid a Jean Orry para que se ocupara de sanear y aumentar los recursos de la Hacienda de la Monarquía, y también negoció sin consultarle el casamiento de Felipe con la princesa saboyana María Luisa Gabriela de Saboya —la boda real se celebró en Barcelona a donde había acudido Felipe V a jurar como conde de Barcelona ante las Cortes Catalanas—, quien dominó por completo al rey a pesar de tener apenas catorce años, contando con el apoyo de la princesa de los Ursinos de sesenta años nombrada camarera mayor de palacio por indicación de Luis XIV. Que Luis XIV tomó las riendas del gobierno en la Monarquía de España también lo prueban las 400 cartas que le envió a su nieto entre 1701 y 1715, «en las que fue pródigo en consejos políticos, incluso órdenes» y el destacado papel que desempeñó en la corte de Madrid su embajador.
«Era, pues, el rey francés... quien controlaba los auténticos resortes del poder. De este modo, los respectivos embajadores —Harcourt, Marcin, los dos Estrées, tío y sobrino, y Gramont— no actuaron como representantes legales de Francia en el sentido estricto sino como auténticos ministros».

El interés de Luis XIV por la «monarquía católica» radicaba fundamentalmente en su Imperio de las Indias Occidentales, como reconoció más adelante en una carta enviada a su embajador en Madrid una vez iniciada la guerra: «el principal objeto de la guerra presente es el comercio de Indias y de las riquezas que producen». Esto es lo que explica que enseguida el Consejo de Despacho tomara una serie de medidas para favorecer el comercio francés con el Imperio americano. Así, en pocos meses más de una treintena de barcos realizaban continuos viajes entre los puertos franceses y los de Nueva España y Perú y más adelante los puertos de la América española fueron «pacíficamente invadidos» por cientos de navíos franceses haciendo saltar las férreas disposiciones que habían estado en vigor durante dos siglos y que concedían el monopolio del comercio con América a la Casa de Contratación de Sevilla. 
La medida de mayor trascendencia fue la concesión del asiento de negros —el monopolio de la trata de esclavos con América— a la Compagnie de Guinée, el 27 de agosto de 1701 —compañía de la que Luis XIV y Felipe V poseían el 50 % del capital—, que también recibió el privilegio de extraer oro, plata y otras mercancías, libres de impuestos, de los puertos donde había vendido esclavos. Algunos historiadores consideran esta decisión como el detonante de la guerra de sucesión española y así lo vieron algunos contemporáneos, especialmente ingleses y holandeses.

El nacimiento de la Gran Alianza antiborbónica.

La apertura del Imperio español al comercio francés era uno de los grandes temores para las dos potencias marítimas de la época, Inglaterra y las Provincias Unidas, que sospechaban del interés de Francia en adueñarse del comercio español con América, siendo este uno de los motivos por el cual el 20 de enero de 1701 se firmó una alianza para realizar operaciones conjuntas contra Francia y dar su apoyo a las aspiraciones del segundo hijo del emperador Leopoldo I al trono español. Cuando se conocieron las concesiones hechas por Felipe V a la Compagnie de Guinée en la trata de esclavos —que coincidió con el reconocimiento por Luis XIV de Jacobo III Estuardo en sus aspiraciones al trono de Londres—, Inglaterra y las Provincias Unidas, promovieron la formación de una gran coalición antiborbónica.
​ Así el 7 de septiembre de 1701 se firmó el Tratado de La Haya que dio nacimiento a la Gran Alianza, formada por Austria, Inglaterra, las Provincias Unidas de los Países Bajos, Prusia y la mayoría de los estados alemanes,​ que declaró la guerra a Luis XIV y a Felipe V en mayo de 1702.​ El Reino de Portugal y el Ducado de Saboya se unirían a la Gran Alianza en mayo de 1703.

La guerra se inició al principio en las fronteras de Francia con los Estados de la Gran Alianza, y posteriormente en la propia España, donde se convirtió en una guerra europea en el interior del país, desembocando en una auténtica guerra civil, algunos han defendido que esta guerra se produjo entre las distintas coronas que componían la Monarquía dependiendo de cuales eran más afectas al modelo francés y cuales al modelo Habsburgo, sin embargo, como demuestra Ignacio Vicent López en El Discurso de la Fidelidad en la Guerra de la Sucesión37​ la división de afectos a uno o a otro pretendiente dependía de multitud de factores, entre los que el religioso no era el menos importante y la Corona (corona de Aragón, de Castilla) a la que se perteneciese no era en absoluto el definitivo.
Terminada la guerra, los Estados de la Corona de Aragón desaparecieron al ser suprimidas sus leyes e instituciones propias sustituidas por las «leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo el universo» —como se decía en el Decreto de Nueva Planta de 1707 que puso fin a los reinos españoles de Aragón, de Mallorca y de Valencia—, y solo las «provincias» vascongadas y el Reino de Navarra mantuvieron sus leyes e instituciones propias al haberse mantenido fieles a la causa borbónica.​

El comienzo de la guerra (1701-1705)

Primeras acciones bélicas

Como el rey de España poseía el Ducado de Milán y junto con Francia estaba aliado con varios príncipes italianos, como Víctor Amadeo II de Saboya39​ y Carlos III, duque de Mantua,40​ las tropas francesas ocuparon casi todo el norte de Italia hasta el lago de Garda. El príncipe Eugenio de Saboya, al mando de las tropas del emperador austriaco, dio comienzo a las hostilidades en 1701, sin declaración de guerra, batiendo al mariscal francés Nicolas Catinat en la batalla de Carpi, así como a su sucesor el mariscal Villeroy en la batalla de Chiari, pero no consiguió tomar Milán por problemas de suministros. A comienzos de 1702 el primer ataque lo lanzaron las tropas austriacas contra la ciudad de Cremona, en Lombardía, haciendo prisionero a Villeroy (batalla de Cremona). 
Su puesto lo ocupó el duque de Vendôme, que rechazó las tropas invasoras del ejército del príncipe Eugenio de Saboya. Los partidarios del emperador Leopoldo I atacaron primero a los electorados de Colonia y Brunswick, que se habían puesto del lado de Luis XIV de Francia, ocupando dichos principados. También deseaban impedir que se unieran las fuerzas francesas con las del elector de Baviera, para lo cual reclutaron un ejército al mando del margrave Luis Guillermo de Baden, que tomó posiciones en el Rin superior frente a las fuerzas francesas mandadas por el mariscal Villars. 
El margrave de Baden conquistó el 9 de septiembre de 1702 Landau, en Alsacia, y el 14 de octubre de 1702 se volvieron a enfrentar ambos ejércitos en la batalla de Friedlingen, de la que ninguno salió vencedor pero tuvo como consecuencia que los franceses retrocedieran detrás del Rin y no pudieran unirse con los bávaros. Más al norte, el mariscal Tallard ocupó de nuevo todo el Ducado de Lorena y la ciudad de Tréveris.
Estimulado por su abuelo, en 1702 Felipe V desembarcó cerca de Nápoles pacificando el Reino de las Dos Sicilias en un mes, tras lo cual reembarcó hacia Finale. De ahí fue a Milán, siendo recibido con entusiasmo también allí e incorporándose a comienzos de julio al ejército del duque de Vendôme cerca del río Po. La primera batalla tuvo lugar en Santa Vittoria y supuso la destrucción del ejército del general Visconti por las tropas franco-españolas, a la que siguió un sangriento intento de desquite en la batalla de Luzzara. Su comportamiento en estas batallas fue brillante, rayando lo temerario. Sumido en un nuevo acceso de su enfermiza melancolía, se reembarcó y regresó a España, pasando por Cataluña y Aragón y haciendo entrada triunfal en Madrid el 13 de enero de 1703.
 A su regreso le esperaban las malas noticias de que la Dieta imperial le había declarado la guerra a él y a su abuelo como usurpadores del trono español. El ejército del duque de Borgoña tuvo que retirarse ante la superioridad del duque de Marlborough (protagonista de la canción infantil Mambrú se fue a la guerra), perdiéndose Kaiserswerth el 15 de junio de 1702, Landau el 12 de septiembre, Venlo el 23 de septiembre, Ruremunda el 7 de octubre, Lieja el 31 de octubre y Rheinberg el 15 de febrero de 1703. Contrarrestaron un poco esto los éxitos del elector de Baviera (aliado de la causa borbónica) tomando Ulm y Memmingen.

Los aliados llevan la guerra a la península.

Una de las principales preocupaciones de los aliados era conseguir una base naval en el Mediterráneo para las flotas inglesa y holandesa. Su primera tentativa fue tomar Cádiz en agosto de 1702, pero fracasó.​ En la batalla de Cádiz un ejército aliado de 14 000 hombres desembarcó cerca de esa ciudad en un momento en que no había casi tropas en España. Se reunieron a toda prisa, recurriéndose incluso a fondos privados de la esposa de Felipe V, la reina María Luisa Gabriela de Saboya (que en el futuro sería conocida afectuosamente por los castellanos como «la Saboyana») y del cardenal Luis Fernández Portocarrero. Sorprendentemente este ejército aliado fue rechazado, triunfando la defensa española.
Antes de reembarcar el 19 de septiembre, las tropas aliadas se dedicaron al pillaje y al saqueo del Puerto de Santa María y de Rota, lo que sería utilizado por la propaganda borbónica —según el felipista marqués de San Felipe los soldados «cometieron los más enormes sacrilegios, juntando la rabia de enemigos a la de herejes, porque no se libraron de su furor los templos y las sagradas imágenes»— e hizo imposible que Andalucía se sublevara contra Felipe V tal como tenían planeado los austracistas castellanos encabezados por el almirante de Castilla.
Otra de las preocupaciones de los aliados era interferir las rutas transatlánticas que comunicaban España con su Imperio en América, especialmente atacando la flota de Indias que transportaba metales preciosos que constituían la fuente fundamental de ingresos de la Hacienda de la Monarquía española. Así en octubre de 1702 las flotas inglesa y holandesa avistaron frente a las costas de Galicia a la flota de Indias que procedía de La Habana, escoltada por veintitrés navíos franceses, que se vio obligada a refugiarse en la ría de Vigo. Allí fue atacada el 23 de octubre por los barcos aliados durante la batalla de Rande infligiéndole importantes pérdidas, aunque la práctica totalidad de la plata fue desembarcada a tiempo.​ Fue conducida primero a Lugo y más tarde al alcázar de Segovia.

Uno de los principales giros de la guerra tuvo lugar en el verano de 1703, cuando el Reino de Portugal y el Ducado de Saboya se sumaron a los restantes estados que componían el Tratado de La Haya, hasta entonces formada únicamente por Inglaterra, Austria y los Países Bajos. El duque de Saboya, a pesar de ser el padre de la esposa de Felipe V, firmó el Tratado de Turín y Pedro II de Portugal, que en 1701 había firmado un tratado de alianza con los borbones, negoció con los aliados el cambio de bando a cambio de concesiones a costa del Imperio español en América, como la Colonia del Sacramento, y de obtener ciertas plazas en Extremadura —entre ellas Badajoz— y en Galicia —que incluía Vigo—. Así el 16 de mayo de 1703 se firmó el Tratado de Lisboa que convirtió a Portugal en una excelente base de operaciones terrestres y marítimas para el bando austracista.​
La entrada en la Gran Alianza de Saboya y, sobre todo, de Portugal dio un vuelco a las aspiraciones de la Casa de Austria, que ahora veía mucho más cercana la posibilidad de instalar en trono español a uno de sus miembros. Así el 12 de septiembre de 1703 el emperador Leopoldo I proclamó formalmente a su segundo hijo, el archiduque Carlos de Austria, como rey Carlos III de España, renunciando al mismo tiempo en nombre suyo y de su primogénito a los derechos a la corona hispánica, lo que hizo posible que Inglaterra y Holanda reconocieran a Carlos III como rey de España. A partir de aquel momento había formalmente dos reyes de España.
El 4 de mayo de 1704 el archiduque Carlos desembarcó en Lisboa contando con el favor del rey Pedro II de Portugal. La causa «carlista» (como fue llamándose, aunque no está relacionada con las guerras carlistas) iba ganando adeptos. El rey Pedro II publicó un manifiesto en el que justificaba su decisión de retirar su apoyo a Felipe V. Carlos III llegó a Lisboa al frente de una flota anglo-holandesa que contaba con 4000 soldados ingleses y 2000 holandeses, a los que sumaron 20 000 portugueses pagados por las dos potencias marítimas. En Santarém Carlos proclamó su propósito de «liberar a nuestros amados y fieles vasallos de la esclavitud en que los ha puesto el tiránico gobierno de la Francia» que pretende «reducir los dominios de España a provincia suya». Permaneció en Lisboa hasta el 23 de julio de 1705. 
El archiduque efectuó un intento de invasión por el valle del Tajo, en Extremadura, con un ejército anglo-holandés que fue rechazado por el ya considerable ejército real de 40 000 hombres, a las órdenes de Felipe V desde marzo, y que posteriormente recibiría refuerzos franceses al mando de James Fitz-James, I duque de Berwick, un general brillante de origen inglés. Un segundo intento anglo-portugués tratando de tomar Ciudad Rodrigo también fue rechazado.
Por su parte Inglaterra había apostado por el dominio de los mares desde hacía mucho tiempo, y en realidad lo que deseaba era el desgaste de los dos contendientes, así como el reparto de los territorios españoles para poder obtener puntos estratégicos para su comercio y obtener los máximos beneficios. En 1704, George Rooke y Jorge de Darmstadt llevaron a cabo el desembarco de Barcelona, empresa que se convirtió en fracaso debido a que las instituciones catalanas, a pesar de sus simpatías por la causa austracista, no encabezaron ninguna rebelión. Sin embargo, de regreso, la flota asedió Gibraltar, la cual estaba defendida solo por 500 hombres, la mayoría milicianos, al mando de Diego de Salinas. Gibraltar se rindió honrosamente el 4 de agosto de 1704 al príncipe de Darmstadt tras dos días de lucha —es decir, se rindió a tropas bajo la bandera de un autoproclamado rey español, Carlos III de Habsburgo— y el príncipe asumió el cargo de gobernador de la plaza.
Una flota francesa al mando del conde de Toulouse intentó recuperar Gibraltar pocas semanas después enfrentándose a la flota anglo-holandesa al mando de Rooke el 24 de agosto a la altura de Vélez-Málaga. La batalla naval de Málaga fue una de las mayores de la guerra. Duró trece horas pero al amanecer del día siguiente la flota francesa se retiró, con lo que Gibraltar continuó en manos de los aliados. Así que finalmente consiguieron lo que habían venido intentando desde el fracaso de la toma de Cádiz en agosto de 1702: una base naval para las operaciones en el Mediterráneo de las flotas inglesa y holandesa.
En el mismo mes en que se produjo la toma de Gibraltar, los aliados conseguían en la batalla de Blenheim (Baviera) una de sus mayores y más decisivas victorias de la guerra. En la batalla que tuvo lugar el 13 de agosto de 1704 se enfrentaron un ejército franco-bávaro de 56 000 hombres al mando del conde Marcin y de Maximiliano II Manuel de Baviera y un ejército aliado compuesto por 67 000 soldados imperiales, ingleses y holandeses al mando del duque de Marlborough. El combate duró quince largas horas al final del cual el ejército borbónico sufrió una derrota total: tuvo 34 000 bajas y 14 000 soldados fueron hechos prisioneros. 
Los aliados por su parte perdieron 14 000 hombres entre muertos y heridos. El elector de Baviera se refugió en los Países Bajos españoles mientras su Estado era ocupado y administrado por los austríacos —y así permanecería hasta el final de la guerra—, con lo que Luis XIV perdía a su principal aliado en Europa Central. Según la mayoría de los historiadores la victoria de Blenheim puso fin a «cuarenta años de supremacía militar francesa en el continente». «A partir de aquel momento Luis XIV se enfrentaba a un escenario bélico claramente adverso».​
Tras el fracaso del desembarco austracista en Barcelona de finales de mayo de 1704, el virrey de Cataluña Francisco Antonio Fernández de Velasco y Tovar desencadenó una oleada represiva contra el austracismo catalán acusando a la Conferencia de los Tres Comunes de ser «la oficina donde se formó la conspiración antecedente». Muchos de sus miembros fueron encarcelados y finalmente el virrey Fernández de Velasco ordenó su supresión.

Sitio de Barcelona (1705)

En marzo de 1705 en la escuela Hebel, la reina Ana de Inglaterra nombró como comisionado suyo a Mitford Crowe, un comerciante de aguardiente afincado en el Principado de Cataluña, «para contratar una alianza entre nosotros y el mencionado Principado o cualquier otra provincia de España» y le dio instrucciones para que negociara con algún representante de las instituciones catalanas.​ Sin embargo, Crowe no pudo entrevistarse con ningún miembro de las mismas a causa de la represión del virrey Velasco, así que se puso en contacto con el grupo de los vigatans, para que firmaran la alianza anglo-catalana en nombre del Principado. 
Así nació el pacto de Génova, así llamado por la ciudad donde fue rubricado el 20 de junio de 1705, que establecía una alianza política y militar entre el Reino de Inglaterra y el grupo de vigatans en representación del Principado de Cataluña. Según los términos del acuerdo, Inglaterra desembarcaría tropas en Cataluña, que unidas a las fuerzas catalanas lucharían en favor del pretendiente al trono español Carlos de Austria contra los ejércitos de Felipe V, comprometiéndose asimismo Inglaterra a mantener las leyes e instituciones propias catalanas.

Los vigatans cumplieron su parte del pacto y fueron extendiendo la rebelión en favor del archiduque y a principios de octubre de 1705 se habían adueñado prácticamente de todo el Principado, excepto de Barcelona donde seguía dominando la situación el virrey Velasco.​ Por su parte el archiduque Carlos, en cumplimiento de lo acordado en Génova, embarcó en Lisboa rumbo a Cataluña al frente de una gran flota aliada. A mediados de agosto la flota se detenía en Altea y en Denia el archiduque era proclamado rey, extendiéndose a continuación la revuelta austracista valenciana de los maulets liderada por Juan Bautista Basset y Ramos. El 22 de agosto llegaba la flota aliada a Barcelona, cuando estaba en pleno apogeo la revuelta austracista catalana, y pocos días después desembarcaban unos 17 000 soldados, dando comienzo al sitio de Barcelona de 1705, al que se sumaron los vigatans.
El 15 de septiembre de 1705, apenas hubieron capturado el castillo de Montjuic, en cuyo asalto perdió la vida el príncipe de Darmstadt —uno de los principales valedores de la causa del archiduque—, los aliados comenzaron a bombardear Barcelona desde allí. El 9 de octubre Barcelona capitulaba y el 22 Carlos entraba en la ciudad. El 7 de noviembre juraba las Constituciones catalanas, y a continuación convocaba las Cortes catalanas.
En Cataluña la actitud favorable de la población a la causa austracista se debió a varios motivos: en primer lugar, el mal recuerdo que tenían los catalanes de los franceses desde que la Paz de los Pirineos (1659) certificó la cesión del Rosellón, con la ciudad de Perpiñán incluida, a la Corona francesa —los catalanes estaban convencidos de que nunca se reunificaría el Rosellón con Cataluña con un rey Borbón en España—; en segundo lugar, el hecho de que la Casa de Austria siempre había respetado sus Constituciones, actitud diametralmente opuesta al centralismo borbónico.[cita requerida]
Valencia se declaró por Carlos III el 16 de diciembre, así que a finales de año, en Cataluña y Valencia, solo Alicante y Rosas permanecían fieles a Felipe V.

La guerra se alarga (1706-1710)

Tras la rendición de Barcelona, Felipe V intentó recuperar la capital del Principado de Cataluña y un ejército borbónico integrado por 18 000 hombres a las órdenes del duque de Noailles y del mariscal Tessé inició el sitio de Barcelona de 1706 el 3 de abril, mientras el propio Felipe V se instalaba en Sarriá. A finales de abril los borbónicos ya controlaban el castillo de Montjuic desde donde prepararon el asalto a la ciudad. Pero el 8 de mayo llegaba a Barcelona una flota anglo-holandesa compuesta por 56 barcos y con más de 10 000 hombres a bordo al mando del almirante John Leake, lo que obligó a retirarse a los borbónicos. Felipe V cruzó la frontera francesa volviendo a entrar de nuevo en España por Pamplona.​
Al partir de Madrid Felipe V dejó casi desguarnecido el frente portugués, por lo que casi al mismo tiempo que llegó a Barcelona la escuadra aliada, un ejército anglo-portugués tomaba Badajoz y Plasencia y avanzaba sobre Madrid por los valles del Duero y del Tajo. Los aliados tomaron en mayo Ciudad Rodrigo y Salamanca, lo que forzó al rey y a la reina a abandonar Madrid y trasladarse a Burgos con la corte. El almirante de la escuadra borbónica, marqués de Santa Cruz, se pasaba al bando austriaco. Zaragoza proclamaba a Carlos III, quedando en Aragón solo Tarazona y Jaca leales a la causa borbónica. Carlos III dejó Barcelona y el 27 de junio de 1706 tuvo lugar la primera entrada en Madrid del archiduque Carlos,​ siendo recibido con una frialdad que sorprendió al propio Carlos.
 En Madrid fue proclamado el 2 de julio como Carlos III rey de España pero a finales de ese mismo mes abandonaba la capital con destino a Valencia debido a la falta de apoyos que había encontrado —solo unos pocos nobles le habían jurado obediencia— y a los problemas de abastecimiento de las tropas aliadas. Felipe V volvió a entrar en Madrid el 4 de octubre ante el clamor popular, mientras el duque de Berwick junto con el obispo Luis Antonio de Belluga y Moncada y «cuerpos francos» (precursores de las guerrillas) reconquistaban Elche, Orihuela y Cartagena, capturando 12 000 prisioneros. En cambio, el mismo día en que Felipe V volvía a ocupar el trono en Madrid, se proclamaba en el Reino de Mallorca al archiduque como su rey tras la toma austracista de Mallorca. El 10 de octubre Carlos III el archiduque juraba en Valencia los Fueros y quedaba asimismo consagrado como monarca del Reino de Valencia.

En el resto de los frentes europeos los borbónicos eran derrotados en la batalla de Ramillies, en mayo de 1706, y 15 000 soldados eran hechos prisioneros, con lo cual el ya duque de Marlborough tomaba casi todos los Países Bajos españoles, incluyendo Bruselas, Brujas, Lovaina, Ostende, Gante y Malinas; y en Italia se levantaba el asedio de Turín, la capital de Saboya, lo cual permitía al duque de Saboya tomar Milán el 26 de septiembre y Eugenio de Saboya conquistaba para el archiduque Carlos el Reino de Nápoles.

La batalla de Almansa y el fin de los reinos de Valencia y de Aragón

El 25 de abril de 1707 un ejército aliado anglo-luso-holandés presentó batalla a las tropas borbónicas en la llanura de Almansa sin conocimiento de los importantes refuerzos que estos últimos habían recibido. Así, la victoria borbónica en la batalla de Almansa fue muy importante, pero no decisiva para el final de la guerra.
El ejército aliado se retiró y las fuerzas borbónicas avanzaron tomando Valencia, recuperando Alcoy y Denia (8 de mayo) y Zaragoza (26 de mayo). El 20 de junio cayó Játiva, que fue incendiada.​ Lérida fue tomada por asalto el 14 de octubre. Las consecuencias políticas de la batalla de Almansa fueron importantes. Se abolieron los Fueros de Valencia y los Fueros de Aragón mediante el Decreto de Nueva Planta. A pesar del envío de un ejército por el hermano del archiduque Carlos, posteriormente cayeron también Tortosa, en julio de 1708 y Alicante, en abril de 1709.

La ruptura de 1709 entre Felipe V y Luis XIV

Esta euforia duró poco. Los triunfos terrestres de la Casa de Borbón eran contrarrestados por los triunfos marítimos debidos a la superioridad naval anglo-holandesa. En ese mismo año 1708 se perdió la plaza de Orán y las islas de Cerdeña y Menorca. Además, la guerra en Europa le iba mal a Luis XIV y sus enemigos le habían puesto al borde del colapso militar. Había enviado una expedición desastrosa con la intención de restaurar a los Estuardo en Escocia. En la batalla de Oudenarde (julio de 1708) había sufrido una derrota aplastante y había perdido la ciudad de Lille.
A principios de 1709 comenzó en Francia una grave crisis económica y financiera que hizo muy difícil que pudiera continuar combatiendo. Por eso Luis XIV envió a su ministro de Estado, el marqués de Torcy, a La Haya para que negociara el final de la guerra. Se llegó a un acuerdo llamado Preliminares de La Haya de 42 puntos pero este fue rechazado por Luis XIV porque le imponía unas condiciones que consideraba humillantes: reconocer al archiduque Carlos como rey de España con el título de Carlos III y ayudar a los aliados a desalojar del trono a su nieto Felipe de Borbón si este se resistía a abandonarlo pasado el plazo estipulado de dos meses.
Como Luis XIV había previsto, Felipe V no estaba dispuesto a abandonar voluntariamente el trono de España y así se lo comunicó su embajador Michel-Jean Amelot que había intentando convencer al rey de que se contentase con algunos territorios para evitar la pérdida de la monarquía entera. Pero a pesar de todo Luis XIV ordenó a sus tropas que abandonaran España, menos 25 batallones, porque como él mismo dijo «he rechazado la proposición odiosa de contribuir a desposeerlo [a Felipe V] de su reino; pero si continúo dándole los medios para mantenerse en él, hago la paz imposible». «La conclusión a la que llegó [Luis XIV] era severa para Felipe V: era imposible que la guerra finalizara mientras él siguiera en el trono de España», afirma Joaquim Albareda.
La retirada de las tropas de España le permitió a Luis XIV concentrarse en la defensa de las fronteras de su reino amenazado por el norte a causa del avance de los aliados en los Países Bajos españoles. Y para ello puso toda su confianza en el mariscal Villars que se enfrentó el 11 de septiembre de 1709 a las tropas aliadas al mando del duque de Marlborough en la batalla de Malplaquet. Aunque los aliados se impusieron tuvieron muchas más bajas que los franceses por lo que estos la consideraron una «gloriosa derrota», que les permitió resistir el avance aliado. Sin embargo, no pudieron impedir que Marlborough tomara el 23 de octubre Mons y se hiciera con el control completo de los Países Bajos españoles.60​
Felipe V, de acuerdo con la reina «saboyana», reaccionó frente a Luis XIV, haciendo jurar a su heredero y recabando independencia total para regir España.
Tiempo hace que estoy resuelto y nada hay en el mundo que pueda hacerme variar. Ya que Dios ciñó mis sienes con la Corona de España, la conservaré y la defenderé mientras me quede en las venas una gota de sangre; es un deber que me imponen mi conciencia, mi honor y el amor que a mis súbditos profeso.
Felipe V exigió a su abuelo la destitución de su embajador en España y también rompió con el Papado que había reconocido al archiduque Carlos de Austria, clausurando el Tribunal de la Rota y expulsando al nuncio en Madrid.
A principios de 1710 hubo un nuevo intento de alcanzar un acuerdo entre los aliados y Luis XIV en las conversaciones de Geertruidenberg pero también fracasaron. Lo que conduciría al Tratado de Utrecht que puso fin a la guerra de sucesión española fueron las negociaciones secretas que inició poco después Luis XIV con el gobierno británico, a espaldas de Felipe V, como en las dos ocasiones anteriores.

1710, el año decisivo para Felipe V

La batalla de Zaragoza.

En 1710 en Europa se estaban preparando silenciosamente para la gran negociación de la paz. Las campañas militares se desarrollaron exclusivamente en España.
En la primavera de 1710 el ejército del archiduque Carlos (Carlos III para sus partidarios) inició una campaña desde Cataluña para intentar ocupar Madrid por segunda vez. El 27 de julio el ejército aliado al mando de Guido von Starhemberg y James Stanhope derrotaba a los borbónicos en la batalla de Almenar y casi un mes después, el 20 de agosto al ejército del marqués de Bay en la batalla de Zaragoza —también llamada batalla del monte Torrero— causando una desbandada de las tropas borbónicas y haciendo muchos prisioneros. Tras esta victoria el Reino de Aragón pasó de nuevo a manos austracistas y Carlos III el archiduque cumplió su promesa y restableció los Fueros de Aragón, abolidos por el Decreto de Nueva Planta de 1707.
 Finalmente se produjo la segunda entrada en Madrid del archiduque Carlos el 28 de septiembre —Felipe V y su corte se habían retirado a Valladolid— aunque solo permanecería allí un mes. Casi al mismo tiempo se organizó una expedición marítima en Barcelona para reconquistar el Reino de Valencia, formada por ocho naves británicas a las órdenes del conde de Savellà, en las que se enrolaron mil catalanes y mil valencianos austracistas que se habían refugiado allí tras la conquista borbónica de su reino, pero la empresa fracasó porque cuando los barcos llegaron al Grao de Valencia el esperado alzamiento de los maulets no se produjo.
Cuando el archiduque Carlos hizo su segunda entrada en Madrid se dice que exclamó «Esta ciudad es un desierto» y decidió alojarse extramuros. Este estado de cosas fue breve ya que los ejércitos aliados abandonaron Madrid a finales de octubre. Se producían mesnadas voluntarias por los campos y ciudades de Castilla, que fueron organizadas en «cuerpos francos». Luis XIV, desengañado de sus posibles pactos con los aliados, envió al duque de Vendôme con quien, en una nueva campaña, Felipe V, que marchaba y acampaba con su ejército, volvió a entrar por tercera vez en Madrid el 3 de diciembre, en medio de un clamor estruendoso. Vendôme comentaría:
 
«Jamás vi tal lealtad del pueblo con su rey».
Sin mediar batalla alguna el archiduque Carlos se había retirado del hostil y frío terreno castellano (Vendôme le había obligado a apostarse en Guadarrama), por la carretera de Aragón a invernar a Barcelona. Sus tropas saquearon iglesias en la retirada, lo que les granjeó el odio del pueblo. Felipe V salió con sus tropas sin perder tiempo en pos del ejército austracista, que había cometido el error de dividir sus fuerzas en la Alcarria. En medio de la helada ventisca que dominaba la Alcarria en invierno, el ejército británico de James Stanhope se refugió en la hoya donde está la población de Brihuega, a 85 km de Madrid, sin asegurar las alturas que la rodeaban. El ejército borbónico no vaciló en colocar piezas de artillería en las alturas circundantes y bombardear la ciudad para desencadenar después un asalto, dando así inicio la batalla de Brihuega. Al cabo de unas horas, Stanhope capituló y la plaza fue tomada junto con 4000 prisioneros.
Esa misma noche, el príncipe de Starhemberg con el resto del ejército austríaco y las tropas aragonesas, unos 14 000 hombres, llegaba para auxiliar a Stanhope y se detenía en las cercanías de Villaviciosa de Tajuña, a 3 km al nordeste, señalando su campamento con hogueras para animar a los defensores de Brihuega. En la madrugada del 10 de diciembre fue avistado por los ojeadores del ejército borbónico, el cual salió directamente al encuentro del contingente austracista comenzando la batalla de Villaviciosa a mediodía y terminando al anochecer con la destrucción total del ejército austracista y la fuga de Starhemberg con 60 hombres.
 En estas victorias se hizo evidente una cosa: el pueblo castellano colaboraba con entrega casi pasional con el rey borbónico. Esto colocó a los integrantes de la Gran Alianza de La Haya ante una triste evidencia de que difícilmente podrían ganar la guerra en España, y aunque ganasen las campañas militares las posibilidades de contar con la aceptación por el pueblo español, salvo en los reductos aferrados a la causa austracista, eran muy escasas. Tras las victorias de la Alcarria, Felipe V prosiguió su avance hacia Zaragoza, la cual se le entregó sin lucha el 4 de enero de 1711. Simultáneamente un ejército francés de 15 000 hombres al mando del duque de Noailles acantonado en Perpiñán se aprestaba a cruzar la frontera de los Pirineos y atacar Cataluña.

Tras los triunfos borbónicos de Brihuega y de Villaviciosa, la guerra en la península ibérica dio un vuelco decisivo a favor de Felipe V —el victorioso general francés fue aclamado en Madrid al grito de «¡Viva Vendôme nuestro libertador!»—. Y también tuvieron una importante repercusión internacional porque sirvieron para que Luis XIV cambiara su postura de dejar de apoyar militarmente a Felipe V y para que el nuevo gobierno británico tory, que había salido de las elecciones celebradas en otoño de 1710, viera reforzado su programa político de acabar con la guerra lo más rápidamente posible. Así describió la nueva situación creada por las victorias felipistas el propio Luis XIV:​

Mi alegría ha sido inmensa... [Las victorias de Felipe V suponen] el giro decisivo de toda la guerra de sucesión: el trono de mi nieto al fin asegurado, el archiduque desanimado... el partido moderado de Londres confirmado en su deseo de paz

El final del conflicto (1711-1714)

Hacia la paz de Utrecht.

El 17 de abril de 1711 murió el emperador José I de Habsburgo, siendo su sucesor su hermano el archiduque Carlos. Tres días antes había fallecido Luis de Francia, apodado el «Gran Delfín» y padre de Felipe V, lo que colocaba a este en una posición aún más cercana a la sucesión de Luis XIV, teniendo todavía por delante a su hermano mayor, el duque de Borgoña y al hijo de este, un niño débil a quien todos auguraban una muerte temprana, llamado Luis, en este momento duque de Anjou, al dejar Felipe el ducado vacante, y que finalmente sería quien reinaría como Luis XV. Estos decesos dieron un giro a la situación. La posible unión de España con Austria en la persona del archiduque podía ser más peligrosa para Gran Bretaña y Holanda que la unión España-Francia, ya que suponía la reaparición del bloque hispano-alemán que tan poderoso había sido en los tiempos del emperador Carlos V.
 Los demás estados europeos, y especialmente Gran Bretaña, aceleraron las negociaciones de cara a una posible paz cuanto antes, ahora que la situación les era conveniente, y comenzaron a ver las ventajas de reconocer a Felipe V como rey español. Para su suerte, Francia estaba exhausta, lo que la hacía más proclive a las negociaciones. El pacto de Luis XIV con Gran Bretaña se produjo en secreto. Gran Bretaña se comprometía a reconocer a Felipe V a cambio de conservar Gibraltar y Menorca y ventajas comerciales en Hispanoamérica. Las conversaciones formales se abrieron en Utrecht en enero de 1712, sin que España fuese invitada a las mismas en este momento.
En febrero de 1712 moría el duque de Borgoña, quedando solo Luis, al cual todos consideraban como incapaz. Luis XIV deseaba nombrar regente a su nieto Felipe, pero los británicos pusieron como condición indispensable para la paz que las coronas de España y Francia quedaran separadas. El que ocupara uno de los reinos debía forzosamente renunciar al otro. En España se produjeron por aquellos días escaramuzas sin importancia, aunque se reafirmó el apoyo de Barcelona a Isabel Cristina, la esposa del archiduque Carlos, entonces ya emperador Carlos VI del Sacro Imperio, que se había quedado en la ciudad en calidad de regente y como garantía de que su marido no renunciaba a sus pretensiones sobre el trono español.
En el escenario europeo se produjo el 24 de julio la derrota del príncipe Eugenio de Saboya en la batalla de Denain, lo que permitió a los franceses recuperar varias plazas. Finalmente Felipe V hizo pública su decisión. El 9 de noviembre de 1712 pronunció ante las Cortes su renuncia a sus derechos al trono francés, mientras los otros príncipes franceses hacían lo mismo respecto al español ante el Parlamento de París, lo cual eliminaba el último punto que obstaculizaba la paz.

El Tratado de Utrecht.

El 11 de abril de 1713 se firmó el primer Tratado de Utrecht entre la Monarquía de Gran Bretaña y otros estados aliados y la Monarquía de Francia, que tuvo como consecuencia la partición de los estados de la Monarquía Hispánica que Carlos II y sus consejeros tanto habían querido evitar. Los Países Bajos católicos (correspondientes aproximadamente a las actuales Bélgica y Luxemburgo), el Reino de Nápoles, Cerdeña y el Ducado de Milán quedaron en manos del ahora ya emperador Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico, mientras que el Reino de Sicilia pasó al duque de Saboya (aunque en 1718 lo intercambiaría con Carlos VI por la isla de Cerdeña).
El 10 de julio se firmó un segundo Tratado de Utrecht entre las Monarquías de Gran Bretaña y de España según el cual Menorca y Gibraltar pasaban a la Corona británica —la Monarquía de Francia ya le había cedido en América la isla de Terranova, la Acadia, la isla de San Cristóbal, en las Antillas, y los territorios de la bahía de Hudson—. A eso hay que sumar los privilegios que obtuvo Gran Bretaña en el mercado de esclavos, mediante el derecho de asiento, y el navío de permiso, en las Indias españolas.
    
El Imperio austríaco se había quedado fuera de esta paz, ya que Carlos VI no renunciaba al trono español, y la emperatriz austríaca seguía en Barcelona. Las cesiones españolas al Sacro Imperio Romano Germánico no se harían efectivas hasta que Carlos VI renunciase a sus pretensiones. Esto sucedió en dos fases, primero con la paz entre el Imperio y la Monarquía de Francia en el Tratado de Rastatt el 6 de mayo de 1714, confirmado en el Tratado de Baden de septiembre, y, definitivamente, por el Tratado de Viena, firmado por los plenipotenciarios de Felipe V y Carlos VI en 1725. Como consecuencia de este último tratado pudieron regresar a España y recuperar sus bienes la nobleza austracista que se había exiliado en Viena, entre los que destacaban el duque de Uceda y los condes de Galve, Cifuentes, Oropesa y Haro.
Al intentar hacer un balance de vencedores y vencidos en el momento del Tratado de Utrecht es un poco difícil hablar en términos absolutos. Gran Bretaña puede considerarse vencedora, ya que se hizo con estratégicas posesiones coloniales y puertos marítimos que fueron la base de su supremacía futura y del Imperio británico. El Ducado de Saboya recibió ampliaciones que lo transformaron en el Reino de Cerdeña. El Electorado de Brandeburgo se extendería transformándose en el Reino de Prusia.
 El lote italiano del Imperio español pasó a manos del emperador austríaco Carlos VI, aunque España recuperaría de facto el Reino de Nápoles con los Presidios de Toscana en 1734 tras la batalla de Bitonto y un año después el Reino de Sicilia, durante la guerra de sucesión polaca. Es de reseñar también la pérdida para España de Orán y Mazalquivir en 1708 a manos del Imperio otomano, consecuencia indirecta de la guerra al no poder trasladarse tropas de refuerzo a esta ciudad por estar combatiendo en Europa. Estas dos plazas serían recuperadas por España en 1732.

El Principado de Cataluña sigue resistiendo (1713-1714)

Tras la repentina muerte de su hermano, el archiduque Carlos fue elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en septiembre de 1711. Esto le obligó a trasladarse a Fráncfort para su coronación como emperador con el título de Carlos VI y en consecuencia abandonar España, si bien dejó como regente a su esposa, la emperatriz Isabel Cristina de Brunswick. Cataluña esperaba que sus leyes e instituciones propias fuesen preservadas según lo acordado en el Pacto de Génova de 1705 firmado por los representantes del Principado y de la reina Ana de Inglaterra. Así, cuando en 1712 comenzaron las negociaciones de paz en Utrecht, Gran Bretaña planteó a Felipe V el «caso de los catalanes» y le pidió que conservase los fueros, a lo cual este se negó, aunque prometió una amnistía general. Los británicos no insistieron, puesto que tenían prisa porque se firmase el tratado y disfrutar de las enormes ventajas que les proporcionaba. 
Al conocer este acuerdo y presionada por Gran Bretaña, Austria accedió secretamente a un armisticio en Italia y confirmó el convenio sobre la evacuación de sus tropas de Cataluña. Finalmente la emperatriz también se embarcó en marzo de 1713, oficialmente para «asegurar la sucesión» del trono austríaco, quedando como virrey el príncipe Starhemberg, en realidad con la única misión de negociar una capitulación en las mejores condiciones posibles, pero ni siquiera esto se consiguió dado que Felipe V no aceptaba el mantenimiento de los fueros catalanes. Por otra parte, el Tratado de Utrecht únicamente había incluido una cláusula por la que Felipe concedía una amnistía general a los catalanes y les aseguraba los mismos privilegios que a sus súbditos castellanos, pero no mayores.
El gobierno catalán se componía entonces de tres instituciones, los Tres Comunes de Cataluña: el Consejo de Ciento que se encargaba de la ciudad de Barcelona, la Diputación General o Generalidad, de atribuciones sobre todo tributarias sobre el conjunto del territorio, y el Brazo militar de Cataluña. El 22 de junio de 1713 el príncipe Starhemberg comunicó a los catalanes que había llegado a un acuerdo con el general borbónico en el llamado Convenio de Hospitalet para la evacuación de las tropas, y como garantía les había entregado Tarragona. Tras ello, se embarcó secretamente junto con sus soldados, dejando a Cataluña a su suerte. 
En Barcelona se formó la Junta General de Brazos de Cataluña, la cual decidió una defensa numantina. Mientras tanto el comandante borbónico, el duque de Popoli, sometía las ciudades circundantes y terminó pidiendo la rendición de la propia Barcelona, a lo que esta se negó. Entonces Popoli inició un bloqueo marítimo, no demasiado eficaz, ya que era burlado por Mallorca, Cerdeña e Italia. En los siguientes meses se produjeron levantamientos en el campo, que fueron rápidamente sofocados. En marzo de 1714 se firmó el Tratado de Rastatt, confirmado en septiembre por el Tratado de Baden, lo que suponía el abandono definitivo de Carlos VI. El emperador envió una carta a la Diputación General de Cataluña en la que les explicaba que había firmado el tratado de Rastatt obligado por las circunstancias y que todavía mantenía el título de rey de España.

La batalla del 11 de septiembre de 1714

Felipe V, tras superar la muerte de su mujer, volvió a exigir la rendición de Barcelona que fue rechazada por los resistentes encabezados por el general Antonio de Villarroel y por el conseller en cap (consejero primero del Consejo de Ciento de Barcelona), Rafael Casanova. La ciudad había sido asediada por un ejército de 40 000 hombres y 140 cañones, y Felipe V respondió iniciando el bombardeo. El asedio continuó durante dos meses (previamente había sufrido nueve meses de dudoso bloqueo marítimo). El 11 de septiembre de 1714 el mariscal Berwick ordenó el asalto; la defensa de los catalanes fue «obstinada y feroz», tal como recordaba el marqués de San Felipe,​ y en la lucha cayeron heridos gravemente tanto Villarroel como Casanova.
En los momentos finales de la batalla, los Tres Comunes de Cataluña​ ordenaron publicar un bando llamando a la población barcelonesa a «derramar gloriosamente su sangre y vida por su rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España».​ Finalmente el 12 de septiembre se firmó la capitulación de Barcelona y el 13 de septiembre las tropas borbónicas ocuparon la ciudad.

El fin del Principado de Cataluña.

El duque de Berwick llevaba unas instrucciones precisas de Felipe V sobre el trato que debía dar a los resistentes cuando la ciudad cayera, en las que se decía que «se merecen ser sometidos al máximo rigor según las leyes de la guerra para que sirva de ejemplo para todos mis otros súbditos que, a semejanza suya, persisten en la rebelión».
A pesar de que pensaba, según lo que dejó escrito en sus Memorias, que aquella orden era desmesurada y «poco cristiana» —y que se explicaba porque Felipe V y sus ministros consideraban que «todos los rebeldes debían ser pasados a cuchillo» y «quienes no habían manifestado su repulsa contra el archiduque debían ser tenidos por enemigos»—,​ el duque de Berwick la cumplió nada más entrar en la ciudad de Barcelona el 13 de septiembre. Al día siguiente creó con carácter transitorio la Real Junta Superior de Justicia y Gobierno, de la que formaron parte destacados felipistas, y que sustituyó a las instituciones catalanas ya que su cometido era gobernar «aquel principado como si no tuviera gobierno alguno».
 Así el 16 de septiembre, solo cuatro días después de la capitulación de Barcelona, el duque de Berwick comunicaba a sus representantes la disolución de las Cortes catalanas y de las tres instituciones que formaban los Tres Comunes de Cataluña, el Brazo militar de Cataluña, la Diputación General de Cataluña y el Consejo de Ciento. Asimismo suprimía el cargo de virrey de Cataluña y de gobernador, la Audiencia de Barcelona, los veguers y el resto de organismos del poder real. En cuanto a los municipios los cargos de consellers, jurats y paers fueron ocupados por personas de probada fidelidad a la causa felipista y a finales de 1715 se impuso definitivamente la organización borbónica.

Toma de Mallorca

Para la campaña de Mallorca e Ibiza (Menorca había quedado bajo soberanía británica según lo estipulado en el artículo 11 del Tratado de Utrecht), el intendente general de la Marina José Patiño tuvo que organizar una flota con escasez de efectivos y pertrechos, por lo que recurrió al flete de embarcaciones privadas, catalanas pero también francesas y genovesas. Con estas embarcaciones y el auxilio que se recibió de tropas francesas enviadas por Luis XIV, se logró la rendición de Mallorca el 2 de julio de 1715. Posteriormente se produjo la ocupación de Ibiza y Formentera el 5 de julio. Con estos episodios se dio por terminada la guerra de sucesión española, aunque políticamente no acabaría hasta la firma en abril de 1725 del Tratado de Viena entre los representantes de los dos antiguos contendientes, Felipe V y el archiduque Carlos, desde 1711 Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico.

Conclusiones.

A la pregunta ¿quién ganó la guerra de sucesión española? la respuesta suele ser unánime: la Monarquía de Gran Bretaña —que consiguió el dominio del Atlántico y del Mediterráneo, con las bases de Gibraltar y de Menorca, y que puso los cimientos del Imperio británico, con las concesiones territoriales y comerciales que consiguió en América—. Pero también salieron beneficiados, aunque en menor proporción, los otros dos firmantes de la Gran Alianza de 1701: las Provincias Unidas y el Imperio austríaco. Este último se quedó con las posesiones de la Monarquía Hispánica en Italia y en los Países Bajos, aunque Carlos VI no consiguió la Corona española. La Monarquía de Francia, por su parte, alcanzó el objetivo de situar en el trono español a un borbón, aunque no solo no obtuvo ningún rédito de ello sino que pagó un alto precio pues Francia salió de la guerra con una grave crisis financiera que arrastraría a lo largo de todo el siglo XVIII. «Fue la fortuna de su familia la que guió la actuación de Luis XIV antes que los dictados de la razón de Estado», afirma Joaquim Albareda.
En cuanto a la Monarquía de España el desenlace de la guerra supuso la entronización de la nueva dinastía borbónica, a costa de la pérdida de sus posesiones en Italia y los Países Bajos, más Gibraltar y Menorca, y de la pérdida del control del comercio con el Imperio de las Indias, a causa de la concesión a los británicos del asiento de negros y del navío de permiso. Con todo ello se produjo, según Joaquim Albareda, «la conclusión política de la decadencia española». Así pues, Felipe V fracasó en la misión por la que fue elegido como sucesor de Carlos II: conservar íntegros los territorios de la monarquía.
A nivel interno Felipe V puso fin a la Corona de Aragón por la vía militar y abolió las instituciones y leyes propias que regían los estados que la componían, instaurando en su lugar un Estado absolutista, centralista y uniformista, inspirado en la monarquía absoluta de su abuelo Luis XIV y en algunas instituciones de la Corona de Castilla. Así pues, se puede afirmar que los grandes derrotados de la guerra fueron los austracistas defensores no solo de los derechos de la dinastía de los Austrias sino del mantenimiento del carácter «federal» de la Monarquía Hispánica.
Según la historiadora y periodista suiza Sibille Stocker y el también historiador de la misma nacionalidad Christian Windler, autores de Instituciones y desarrollo socioeconómico en España e Hispanoamérica desde la época virreinal (Bogotá, 1994), en el terreno económico, los territorios de la Corona de Aragón se beneficiaron ampliamente de la derogación de las aduanas, así como del acceso a un nuevo y amplio mercado; especialmente Cataluña que pudo amplificar sus réditos, al comerciar con las colonias americanas. Las reformas del nuevo rey, crearon un ambiente positivo que favoreció considerablemente la artesanía, la industria y el comercio, lo que derivó en un ambiente favorable para la pacificación entre los contendientes en el conflicto.
Según el historiador Ricardo García Cárcel, la victoria borbónica en la guerra supuso el «triunfo de la España vertical sobre la España horizontal de los Austrias», entendiendo por «España horizontal», la «España austracista», la que defiende «la España federal que se plantea la realidad nacional como un agregado territorial con el nexo común a partir del supuesto de una identidad española plural y “extensiva”», mientras que la «España vertical» es la «España centralizada, articulada en torno a un eje central, que ha sido siempre Castilla, vertebrada desde una espina dorsal, con un concepto de una identidad española homogeneizada e “intensiva”».
Según el historiador Juan Pablo Fusi, la nueva monarquía llevó a cabo reformas favorables de gran calado: se promovió la educación, el patronazgo de academias y se realzó la investigación científica, especialmente en las ciencias médicas y en matemáticas. Así mismo, se llevaron a cabo reformas positivas en el sistema de producción, con la creación de reales fábricas; esto conllevó a una consecuente innovación de las técnicas productivas, de reanimación de sectores «decaídos» y a la creación de sectores productivos antes inexistentes.





26

25

24

21

20

19

18

17

16

15

14

13

12

11

10

9

8

7

6

5

4

3

2

1



No hay comentarios:

Publicar un comentario