—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

sábado, 30 de marzo de 2013

217.-La imaginación en la tradición metafísico-mística: de Platón a Marsilio Ficino.-a


 
La imaginación en la tradición metafísico-mística: de Platón a Marsilio Ficino.


 
anllela hormazabal moya


Resumen.

El objetivo de este artículo es examinar el papel de la imagen y de la imaginación desde la perspectiva del proceso ternario místico basado en la tradición del Pseudo Dionisio Areopagita. Destaco en este proceso la etapa primera relacionada con la teología simbólica y la experiencia exterior y sensorial; la etapa intermedia relacionada con el conocimiento racional y con la experiencia interior; la etapa tercera relacionada con la teología mística, esto es con la experiencia sobrenatural. 
Llego a la conclusión de que en la primera etapa la imaginación sobrepasa lo exterior y lo superficial que se le atribuía tradicionalmente, porque varios autores metafísicos y místicos introducen en su contexto un momento de la comprensión intuitiva. 
En la segunda etapa la imaginación no sólo es un fundamento del pensamiento discursivo, sino que también constituye un ejercicio espiritual que ha de intensificar el proceso pensativo. En la tercera etapa la imagen y la imaginación son un medio que ayuda a vencer la inefabilidad de la experiencia mística.

 
En la tradición metafísico-mística ―en la que se divide el alma en la esfera sensual y espiritual― se atribuye la imaginación a lo exterior: a los sentidos (αίσθησις, sensus), o a lo más interior: al pensamiento (νους, mens). La imaginación acompaña, pues, a la experiencia exterior, formada por cosas y acontecimientos fuera de nosotros, y a la experiencia interior, que es un retorno a sí mismo, la vuelta a la propia alma. Conforme con esta división, la imaginación desempeña un papel importante en el proceso ternario místico condicionado por la tradición del Pseudo-Dionisio Areopagita, en el cual el hombre debe dirigirse hacia lo exterior (teología simbólica) y lo interior (el conocimiento racional de las teologías afirmativa y negativa) hasta conseguir una pérdida del propio ‘yo’ en la experiencia de lo que está encima de él: en el arrebato sobrenatural de la teología mística (Walerich, 2013: 65).

 
1. Teología simbólica.

En la primera etapa la imaginación es entendida en el sentido que le otorgó Platón, como imagen, resultado de la percepción sensorial, de la άισθησις 1. Sin embargo, no tiene carácter superficial inherente a la phantasia platónica entendida como oposición frente al conocimiento que se dirige hacia la verdadera y eterna realidad de las ideas, las cuales no son, como escribe Platón (1992) en el Timeo, «perceptibles de manera sensible (άναίσθητα) por nosotros, sino sólo captables por medio de la inteligencia (νουμϵνα)» (51 D) 2. A diferencia de ello, en la primera etapa del proceso místico la imaginación se relaciona con «lo profundo», con lo espiritual.

Plotino (205-270), por ejemplo, cuando niega la necesidad de las imaginaciones, rechaza lo literal y lo superficial de los productos de imaginación que llegan a ser el objetivo y no el medio con ayuda del cual el pensamiento humano asciende hacia el Uno. Generalmente Plotino postula rechazar una actitud corriente y cotidiana para con la realidad. El conocimiento del Uno no se puede reducir a las imaginaciones subordinadas a la corporal y baja naturaleza del alma que se dirige a la sensualidad. En toda percepción hay que «despertar» en sí, «como cerrando los ojos», «la vista interior», «la que todos tienen pero pocos usan» (Plotino, 1992: I 6.8-9). El que ve «bellezas corpóreas» debe ser consciente de que éstas sólo son imágenes, rastros y sombras de la belleza real, porque el mundo sensual (κόσμος αἰσθητός) es una imagen del mundo inteligible (κόσμος νοητός), cuyas formas como esencias intelectuales han tomado la forma espacial en las imágenes (Plotino, 1992: I 6.8-9; Cocking, 1991: 91).

El Pseudo-Dionisio Areopagita (s. V/VI) relaciona esta hipótesis con la idea expresada en el Libro del Génesis de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (Gen 1, 27), que el Pseudo-Dionisio refiere a toda la creación. Como escribe en el tratado De los nombres divinos, la criatura contiene el vestigio de la semejanza divina (Dionisio Areopagita, 2003a: IX § 6). Inspirándose en la teología plotiniana de emanación y en la metáfora de luz, procedente del Nuevo Testamento desarrolla su teoría de teología simbólica que trata del carácter imaginario de la realidad y del habla humanas y la lleva hasta sus lejanas consecuencias. Dios emana rayos que alejándose de él como fuente de luz pierden la perfección divina, pero no en total. Así se crea la jerarquía de los seres que contiene «ciertas imágenes y semejanzas» de las formas divinas (Dionisio Areopagita, 2003a: VII § 3; Ränsch, 1996: 77). 
De esta manera, dedicándose al análisis de la formación simbólica del lenguaje bíblico el Pseudo-Dionisio llega a la conclusión de que incluso en lo extraño de algunas imágenes que atribuyen a Dios adornos femeninos, armaduras de bárbaros, maldiciones, ira y envidia se encubre una hermosura que uno debe ser capaz de percibir. Es así, porque hasta los más bajos objetos materiales, como fuego, agua, piedra, animal, gusano han tomado el ser de la belleza superior y llevan en sí el rastro de la belleza (Dionisio Areopagita, 2003e: IX § 1; 2003b: II § 12). Por eso se puede hacer de ellos imágenes de Dios y de los espíritus puros. Sólo a través de esas imágenes sensuales y materiales el ser humano, que pertenece a la así denominada jerarquía eclesiástica subordinada a los sentidos, puede elevarse hacia lo invisible (Dionisio Areopagita, 2003c: I § 9). 

Sin embargo, el puro conocimiento espiritual, propio de la naturaleza angélica que no necesita elevarse por medio de las cosas captables por los sentidos (Dionisio Areopagita, 2003c: I § 8), puede caracterizar también al que se libera de toda la imaginería infantil acerca de los símbolos sagrados y en vez de entender las imágenes simbólicas de la Escritura en modo literal empieza a percibirlas en una contemplación simple e interior (Dionisio Areopagita, 2003e: IX § 1). De esta manera, el Pseudo-Dionisio al describir la inferior teología simbólica como una percepción contemplativa de la imagen que introduce al ser humano en los misterios divinos y es inefable, al mismo tiempo lleva una analogía con la superior teología mística. El conocimiento a través de las imágenes ofrece un prenuncio del conocimiento que se realiza en la tiniebla total y de ahí que resulte secreto e imposible de reflejar por medio del lenguaje. Esto se relaciona con la tradicionalmente aceptada por el Pseudo-Dionisio teoría de la división del alma en la esfera sensual y espiritual que colaboran consigo. El pensamiento en la esfera sensual que es susceptible a las sensaciones, al percibir una imagen extraña y enigmática, trasciende su capa sensual y en la esfera espiritual contempla lo que está oculto detrás de ella (Dionisio Areopagita, 2003e: IX § 1).
 Así surge el conocimiento simbólico y la diferencia entre éste y el conocimiento místico consiste en que el último se realiza sin mediación de la percepción sensorial.

En relación con el Pseudo-Dionisio, Juan Damasceno (645-739) atribuye a las imágenes dibujadas la misma función que ése otorga a los símbolos bíblicos y al mundo sensual; las imágenes mediante lo corpóreo y accesible para los sentidos nos llevan a la contemplación del mundo divino y suprasensual: «Como estamos compuestos de una doble sustancia, alma y cuerpo,... es imposible que nosotros, lejos de las cosas corporales, alcancemos las espirituales... Así, mediante la contemplación corpórea (διά σωματικής θϵωρίας), alcanzamos la espiritual (ἐπί τήνπνϵὗ ματικην θϵωρίαν)» (Tatarkiewicz, 1962: 57; Tatarkiewicz, 2007: 49). Al mismo tiempo admite que las cosas visibles representan las invisibles y carentes de figura refiriéndose a conjeturas difusas. Es así, porque la imagen (ϵἰκών) como una semejanza (ὁμοίωα) que reproduce el prototipo (προτοτύπον) no en todo se asemeja al arquetipo (αρχέτυπον) (Tatarkiewicz, 1962: 56). Sin esta propiedad la imagen dejaría de ser una imagen.

En la filosofía occidental de Edad Media el convencimiento de la fuerza contemplativa de las imaginaciones en el proceso místico perdura entre los teólogos y místicos inspirados en el pensamiento del Pseudo-Dionisio. Juan Escoto Erígena (s. IX), el traductor de su obra, subraya el carácter admirable e inefable de la belleza que deja de ser invisible como revelación de Dios en toda criatura visible e invisible, como teofanía. Las formas visibles son imaginaciones (imaginationes) de la belleza invisible, a través de las cuales Dios encamina a las almas humanas hacia la pura verdad (Tatarkiewicz, 1962: 124; Escoto Eriúgena, 2000: I 25). Este proceso es interminable así como son interminables las mismas teofanías, cuya forma y sutileza dependen del grado de la iluminación, purificación y perfección de la naturaleza humana por la gracia (Escoto Eriúgena, 2005a: 157; 2000: I 32). 
El Verbo está encarnado en las formas y composiciones de las cosas visibles que lo anuncian manifestándonos su belleza, y también en la letra de la Escritura que contiene sus misterios (Escoto Eriúgena, 2000: I 29). La luz eterna «en dos maneras se presenta al mundo: mediante la Escritura y mediante la criatura» (Escoto Eriúgena, 2000: 53) Leyendo la letra e investigando la criatura se puede ascender al espíritu de la letra y a las causas de la criatura. Solo de esta manera los que viven corpóreamente ascenderán a las alturas de las cosas espirituales (Escoto Eriúgena, 2000: VI 2, VI 3). Sin embargo, «hay una gran distancia entre la letra y el espíritu, entre la figura y la verdad, entre la sombra y el cuerpo» (Escoto Eriúgena, 2000: III 5) 3. El que busca y encuentra teofanías se acerca cada vez más a la verdad, pero nunca la alcanzará, pues conocer al que es infinito se realiza de manera infinita incluso en las mentes más puras (Escoto Eriúgena, 2000: I 32).

Son los tempranos místicos del convento de San Víctor, que tematizan expresamente la relación entre la contemplación y la imaginación. Aparte de la filosofía del Pseudo-Dionisio, inspiran y justifican sus teorías las palabras de san Pablo de la Epístola a los Romanos (1, 20). «Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Cocking, 1991: 145-148).

En la teoría de Hugo de San Víctor (1096-1141), comentarista del Pseudo-Dionisio, la imaginación no trasciende el carácter sensual y exterior de la realidad circundante. Pues, si la poseen también algunos animales que carecen de la razón 4, es más cercana a la sensualidad y no puede pertenecer a la parte espiritual (racional) del alma, aunque desempeña el papel de mediadora entre lo sensual y lo espiritual. Por eso san Hugo no atribuye la percepción de la dimensión simbólica y trascendental del mundo a la imaginación sino a la contemplación perteneciente a la intelligentia como la parte superior del alma. La contemplación se refiere a las cosas visibles que son esparcidas temporal y espacialmente y por tanto son perceptibles de manera sensual. Es capaz de abarcarlo todo con la clara vista, tiene pues carácter intuitivo (Tatarkiewicz, 1962: 233). 
El alumno de Hugo, Ricardo de san Víctor (m. 1173), define la contemplación como un conocimiento que se basa en la inteligencia, se realiza sin esfuerzo y es lleno de placer y exaltación (Dilger, 1971: 146). Pero en Benjamin Maior desarrolla una teoría de la contemplación en el proceso místico incluyendo en ella también el concepto de imaginación. De entre los seis tipos de la contemplación Ricardo atribuye a la imaginación la capacidad de participar en los tres inferiores, de los cuales el primero se relaciona con la teología simbólica. Como dice san Ricardo, la contemplación en la imaginación y a través de la imaginación (in imaginatione et secundum solam imaginationem) es cuando percibimos las imágenes de las cosas visibles y «con admiración veneramos» el poder, la sabiduría y la generosidad del Ser supremo y creador. Esta contemplación la caracteriza sobre todo el factor emotivo expresado en la admiratio que se puede definir como admiración asombrada. Se refiere no sólo a la naturaleza, sino a todas las obras humanas, puesto que las obras del que reconoce en las cosas de este mundo el vestigio de Dios, también llevan en sí la sombra del invisible (Tatarkiewicz, 1962: 234; Dilger, 1971: 30; Walerich, 2013: 45).

Para san Buenaventura (1221-1274), las cosas exteriores entran en nuestra alma «por sus semejanzas» por las puertas de los cinco sentidos en las etapas de aprehensión cognoscitiva (apprehensio), delectación del conocimiento (oblectatio) y juicio de las cosas sensibles (diiudicatio). En estas etapas conviene considerar y conocer a Dios en todas las criaturas, bendecirle y amarle. Pues, los objetos que engendran sus semejanzas, también fueron engendrados como semejanzas de su fontal principio y objeto; todas las delectaciones nos llevan de la mano a buscar la delectación fontal y verdadera que está en solo Dios; y el juicio que consiste en abstraer del lugar, tiempo y mutabilidad, de la dimensión, sucesión y mudanza, toma en consideración lo eterno (lo inmutable, incircunscriptible e interminable) demostrando así que Dios es la razón de todas las cosas, la regla infalible y la ley (Buenaventura, 2006: cap. 2.2, 2.4, 2.7-2.9, 2.13). 
Una aprehensión como esta del mundo circundante equivale a la cointuición de Dios 5. Puesto que todo el mundo material es un espejo, todas las criaturas son sombras, resonancias y pintura que guían el alma del hombre contemplativo y sabio a Dios. Es así porque Dios es el origen, el ejemplar y el fin de las cosas creadas, y todo efecto es signo de la causa, toda copia es signo del ejemplar, todo camino es signo del fin al que conduce (Buenaventura, 2006: cap. 2.11, 2.12).

En los autores mencionados arriba, el contacto con el mundo visible, en que toma parte la imaginación entendida en el sentido platónico, hace necesario activar la vista interior (Plotino), la percepción contemplativa (El Pseudo-Dionisio), la contemplación espiritual (Juan Damasceno), el reconocimiento de la propiedad teofánica (Eriúgena), la contemplación en la imaginación (Ricardo de san Victor) y la cointuición (Buenaventura). Introducen, pues, en el contexto de imaginación entendida como resultado de la percepción sensorial un momento de la comprensión intuitiva que supera lo exterior y superficial sin transformarse todavía en el entendimiento racional. 
Esta diferencia la expresa el filósofo renacentista, Marsilio Ficino (1433-1499), para quien la fantasía es una facultad intermedia entre la imaginatio y el intellectus. La imaginatio solo ve lo exterior y superficial, mientras que la phantasia «súbitamente» percibe lo sustancial, por ejemplo lo bello, lo bueno, la amistad. El primer acto del intelecto es cercano a la operación espontánea de la fantasía: en cuanto la fantasía pinte la imagen de Platón, el intelecto también, con su fuerza natural, «súbitamente», «sin cualesquiera consideraciones discursivas» crea en el pensamiento (εχξογιτατ) la esencia y la idea del ser humano.
 Gracias a la operación de la fantasía que representa la belleza y la bondad relacionadas con una persona concreta, el intelecto encamina el pensamiento hacia la esencia y el concepto general de la belleza y de la bondad (Ficino, 2006: VIII 1). Así, en el concepto de Ficino la fantasía se asemeja más al intellectus (o mens) 6 que a la imaginatio por tener los dos «un sentido de lo sustancial» que condiciona sus operaciones, aunque este sentido tiene un mayor alcance en el pensamiento, es más seguro, intenso, penetrante e indivisible que el sentido en la fantasía (Ficino, 1993: 102-105). 
El pensamiento y la fantasía (mens et phantasia) son, pues, los «ojos gemelos» de un alma. Colaboran consigo y ven lo mismo, pero de manera distinta, propia de cada uno de ellos. Su semejanza fraterna hace que, cuando la fantasía forma sus imágenes (species), las forme también el pensamiento (mens) y cuando el pensamiento encuentra sus imágenes, estas se reflejen en la fantasía (Ficino, 2006: XI 3; XII 2; XV 9). De esta manera intercambian sus propiedades.

Los autores mencionados distinguen, pues, en la imaginación un momento de intuición, cuando la realidad verdadera se nos muestra como algo maravilloso y momentáneo en el sentimiento. Esa experiencia se expresa en el concepto de la admiratio, de una admiración en que se efectúa el olvido de sí mismo, la supresión de la diferencia que separa el sujeto y objeto, que es característica para el asombro. De este modo, la teología simbólica como etapa inicial del proceso místico se convierte de una experiencia exterior y sensorial en una vivencia interior y directa que uno hace en sí mismo. Esas vivencias singulares, intuitivas y maravillosas interrumpen el curso de la vida cotidiana. 
Aunque son actos momentáneos, resultan de una postura de vida, porque se llevan a cabo gracias a la consciencia de la imagen, según la cual todo el mundo circundante, como producto de Dios o como emanación del Uno y campo de los actos creativos del ser humano, lo entendemos como imagen de algo: de su creador y de la primera causa.

 
2. Razonamiento discursivo.

La segunda etapa del proceso místico tradicionalmente se relaciona con el conocimiento racional atribuido al retorno a sí mismo, a la experiencia interior. Esta etapa tiene su equivalente en las teologías afirmativa y negativa del Pseudo-Dionisio como un conocimiento filosófico que emplea la demostración y es manifiesto, y se refiere a las cosas inteligibles (Dionisio Areopagita, 2003e: IX § 1; Buenaventura, 2006: cap. 1.7). El Pseudo-Dionisio las presenta en el tratado De los nombres divinos en el que considera el significado de los conceptos inmateriales y captables para el entendimiento -Verbo, Espíritu, Esencia, Bondad, Luz, Belleza, Amor, Vida- aunque, como subraya, la divinidad se alza sobre todo ser, todo nombre y todo llamamiento (Dionisio Areopagita, 2003a).

 Conocemos los nombres divinos no por la inteligencia humana, sino, al igual que las imágenes, gracias a la inspiración otorgada por el Espíritu Santo a los autores de las Escrituras. Las caracteriza una semejanza con Dios. Al mismo tiempo resultan insuficientes, porque Dios sobrepasa lo todo. Por eso se escribe de él también por medio de atributos negativos, como invisible, incomprensible, infinito, que son más adecuados, porque desconocemos su ser sobresencial e inefable (Dionisio Areopagita, 2003b: II § 5, II § 6, II § 7). De ahí que las teologías afirmativa y negativa se condicionen mutuamente y no puedan existir una sin la otra, porque las semejanzas de la primera se complementan con las desemejanzas de la segunda y así crean la totalidad del conocimiento racional (Walerich, 2013: 32).

En general, se puede decir que en la tradición mística, la etapa intermedia atribuida a la experiencia interior la constituye principalmente el razonamiento discursivo. La imaginación, en este caso, adopta el papel establecido por la tradición aristotélica de suministrar a la razón las imágenes de las percepciones sensoriales, de las cuales la razón deduce los conceptos (Aristóteles, 1988: 427b-429a, 431b-433b; Volonté, 1997: 24-33). Por ejemplo, para Hugo de San Víctor la imaginación desempeña el papel de mediadora entre lo sensual y lo espiritual. La sustancia de la razón (ratio) es un espíritu inmaterial o la luz, y la imaginación, como imagen de un cuerpo, es una sombra que se eleva a la luz: desensualiza y espiritualiza, o sea abstrae parcialmente las imágenes materiales de la percepción (phantasmata) y las introduce en la razón que las somete al juicio y se sirve de ellas durante el pensamiento (cogitatio). Esa capacidad la distingue de la imaginación bestial que se detiene en sola imagen sensual (phantasma) (Hamesse, 1988: 168s.; Dilger, 1971: 71; Cocking, 1991: 146). Sin embargo, es santo Tomás de Aquino (≈1225-1274) quien lleva esta tradición hasta sus últimas consecuencias. Como señala Umberto Eco, Tomás de Aquino pone fin a la metáfora universal con su opinión de que es el ser humano el que crea las metáforas, o sea también las analogías entre el mundo humano y divino. 

De esta manera excluye de la teología la esfera relacionada con el simbolismo que entiende el mundo como libro exterior escrito por Dios (Ränsch, 1996: 84s). Por supuesto, Tomás de Aquino no niega que las cosas de este mundo sean vestigios de presencia y actividad divinas. En el vestigio la causa se revela de modo general e indefinido. El vestigio manifiesta únicamente el solo hecho de estar causado y no la misma causa: no su esencia (forma) (Pöltner, 1991: 188) 7. El ser humano percibe, por tanto, las criaturas únicamente como vestigios de la actividad divina, no contempla en ellas al Dios mismo, sino la belleza de éstas: la belleza empírica (Tatarkiewicz, 1962: 287s). Así la imaginación pierde el papel consolidado por el Pseudo-Dionisio en la experiencia metafísica del mundo. 
Tomas de Aquino normalmente manifiesta su interés en la imaginación por el papel que cumple en el proceso de entendimiento. Nihil sine phantasmate intelligit anima, dice en Suma teológica aludiendo a Aristóteles (Aquino, 2001: I 84.7). Conocemos las realidades incorpóreas a través de su relación con lo sensual, cuyas imágenes poseemos. Sólo en el camino de la reflexión podemos conocer la verdad, y un fundamento de la reflexión son imágenes (phantasmata). Todos pueden experimentar por sí mismos que cuando intentan entender algo se crean ciertas imágenes como ejemplos en los cuales pueden ver lo que quieren entender (Aquino, 2001: I 84.7). 

Así, la razón discursiva a través de las cosas visibles consigue el conocimiento de lo invisible. Mientras que los ángeles por naturaleza poseen el perfecto conocimiento de la verdad inteligible, la aprehenden directamente y sin proceso analítico, los hombres acceden a la verdad inteligible pasando de un concepto a otro, por eso son llamados racionales. El raciocinar con respecto al entender es como el moverse con respecto al reposar o como el adquirir con respecto al poseer.
 No obstante, el ser humano, si bien imperfectamente, llega al conocimiento de la verdad inteligible, conocida por los ángeles, y del mismo Dios que ―dice Tomás en relación al Pseudo-Dionisio― conocemos como causa y por vía de eminencia y negación (Aquino, 2001: I 79.8, I 84.7). De esta manera Tomás de Aquino, de acuerdo con la tradición de Aristóteles y san Agustín, invariablemente atribuye la imaginación mejor a la razón discursiva y elimina del proceso místico la teología simbólica.

 
3. Ejercicio espiritual.

Por otra parte, en la segunda etapa del proceso místico la imaginación desempeña el papel del ejercicio espiritual que conduce al fin definido: a la iluminación o visión espirituales. Ya en Plotino es un método, en que se realiza el pensamiento más intenso, cuyo objetivo consiste en captar la verdad que trasciende toda percepción sensorial. Plotino explica por ejemplo, cómo imaginándose un espacio cósmico se puede conseguir de repente la visión del cosmos noético 8:

Reflexionemos sobre este mundo sensible, en el que cada una de sus partes permanece tal cual es y sin mezcla alguna, pero coincidentes todas en una unidad en la medida en que esto es posible, de tal modo que la aparición de una cualquiera de ellas, como por ejemplo la esfera exterior del cielo, se ofrece ligada inmediatamente a la imagen [phantasia] del sol y, a la vez, a la de los demás astros, viéndose así la tierra, el mar y todos los animales como en una esfera transparente en la que podrían contemplarse realmente todas las cosas. Tened, pues, en vuestro espíritu la imagen [phantasia] luminosa de una esfera, que contiene en sí misma todas las cosas, esto es, tanto les seres en movimiento como los seres en reposo, tanto los seres que no están en movimiento como los que no están en reposo. Y, con esta imagen en vosotros mismos, prescindid de su masa, e incluso de su extensión y de la materia contenida en la imagen [phantasma]. No imaginéis tampoco otra esfera de masa mucho más pequeña, invocad, si acaso, al dios que ha producido la esfera de la que tenéis la imagen [phantasma] y suplicadle que se acerque hasta vosotros (Plotino, 1975: V 8.9).

Así pues, en Plotino la phantasia de carácter espacial llega a ser un factor importante en el proceso que se dirige hacia la contemplación del Uno eterno e inmudable. Eso se relaciona con el concepto del retorno inteligible ―del retorno del pensamiento― a su fuente originaria, con el movimiento ‘hacia adentro’ en el acto de una concentración cada vez más intensa, en el que de repente se consigue el ev,kstasij, o sea una salida del ‘yo’ o, más bien, la liberación del ‘yo’ superficial y la experiencia del ‘yo’ profundo (Albert, 2002: 51). 
El pensamiento se dirige así de la multitud a una causa intuida por la consciencia (Beierwaltes, 2003: 16). Hay que subrayar que en ese proceso phantasiai o phantasmata tienen cualidades excepcionales, porque resultan de un esfuerzo consciente y de una voluntad independiente, por tanto no son imaginaciones típicas que se crean pasiva y maquinalmente bajo la influencia de las sensaciones corporales, por ejemplo a causa del hambre y de la sed (Plotino, 1967: VI 8.3).

También en la autobiografía de san Agustín aparecen momentos que indican una participación preparatoria de la imaginación en conseguir una visión, cuando el pensamiento recorre las imágenes en el palacio de la memoria como el sinónimo del ‘yo’ que constituye un fundamento insondable de la consciencia humana. El ejercicio consiste en una concentración cada vez más intensa del pensamiento que recorre las imágenes de las percepciones sensuales, las imágenes de las sensaciones espirituales (emociones) y las imágenes inteligibles (números e ideas) en la búsqueda de la imagen de Dios conocida antaño, que se oculta en una parte de las profundidades del alma (San Agustín, 1946: X § 25, 27) 9. Por otra parte, incluso sus ilusiones y apariencias, cuyo objetivo es crearse la imagen del Dios infinito, y que Agustín rechaza como abominables, se puede entender como un elemento del ejercicio espiritual, en el que no cuenta el mismo contenido literal de éstas, sino la intensidad, con la que el pensamiento las forma en la incesante búsqueda (San Agustín, 1946: VII § 5, 14):

Pero después que Vos curasteis mis delirios e ignorancias y me hicisteis cerrar los ojos de mi entendimiento para que no mirase ni atendiese a las quimeras vanas que interiormente veía, cesé algún tiempo de imaginar fantásticas ideas y se adormeció aquella mi locura. Al fin, desperté para pensar en Vos y vi que verdaderamente sois infinito, pero muy de otra suerte que yo me lo había figurado: esta vista o conocimiento no pertenecía a los ojos corporales (San Agustín, 1946: VII § 14).

Ricardo de San Víctor atribuye al tercer tipo de contemplación: en la razón a través de la imaginación (in ratione secundum imaginatione), la capacidad de conducir a la iluminación. En esta contemplación, según san Ricardo, la imaginación representa a nuestra razón las formas de cosas visibles y nos prepara a través de la imagen a profundizar en lo invisible. La imaginación nos conduce en cierto modo adonde nunca llegaríamos si tomáramos por punto de partida la sola razón. En esta etapa tratamos toda la realidad circundante, también las obras humanas, como símbolo (similitudo) de lo invisible. San Ricardo define la diferencia entre lo visible y lo invisible como dissimilis similitudo. La relación de semejanza entre ellos es más intensa, porque es más cercana y más profunda que la que sucede entre los cuerpos y se refiere solo a su aspecto exterior. 
El proceso de conocer esta semejanza empieza por definir precisamente las propiedades de las cosas visibles, con el fin de crear en la mente imágenes generales sobre la base de las analogías que hay entre ellas, y luego someter estas imágenes a la interpretación simbólica apoyándose en la causa divina que se manifiesta ellas. Su coronación es illuminatio, en la que esas imágenes y las estructuras categoriales quedan trascendidas y recibimos el conocimiento de la idea divina que las originó. En esta etapa de la contemplación el hombre exterior se convierte en el hombre interior, espiritual. San Ricardo, aludiendo al Pseudo-Dionisio, subraya que esta transformación se lleva a cabo gracias a imaginationis manuductio, gracias a la imaginación que nos guía de mano. Ricardo insiste en que el conocimiento contemplativo así generado es alejado de las imaginaciones e imágenes de las cosas sensuales. De esta manera subraya su mayor disimilitud que similitud al invisible (Aris, 1996: 73-79; Walerich, 2013: 45s).

Para san Buenaventura la imaginación también es un método del ejercicio espiritual que caracteriza no tanto la intensidad de formar las mismas imaginaciones, sino la intensidad de la empatía con las imágenes verbales que muestran a Cristo. En el Lignum vitae, Buenaventura de manera plástica representa la historia de Jesús en forma de un árbol simbólico. Como escribe en el prólogo: «la imaginación ayuda a entender» (imaginatio iuvat intelligentiam), y anima a experimentar vivamente en el propio interior el sentimiento de la similitud con el Salvador, que surge, cuando con gratitud consideramos la labor, el dolor y el amor del Jesús crucificado (Buenaventura, 1898: 68). En este caso la facultad imaginativa no lleva a una visión o iluminación, sino a una identificación: al descubrimiento en sí mismo de una semejanza con Cristo.

El ejercicio espiritual consiste, pues, en una concentración cada vez más intensa del pensamiento o sentimiento. El principio de su funcionamiento se basa en el paso de lo extendido a lo concentrado: Como escribe el Pseudo Dionisio, cuanto más cerca estamos de Dios, tanto más concentrado se hace todo y cuanto más lejos, tanto más extendido. Por eso el puro conocimiento espiritual, propio de la jerarquía celeste a la cual pertenecen los ángeles y los santos, al contrario del conocimiento imaginario que a veces requiere muchas palabras, lo caracteriza la simplicidad y brevedad (Dionisio Areopagita, 2003d: III). Esta centración psíquica tiene su equivalente en el concepto de imagen en su variante de ϵίκών y άγαλμα como lo aprehendido de una vez en el conjunto. Su oposición es gramma, ϵἰκών y eiv,dwlon que se desenvuelven en discursos y en proposiciones. Se basa, por tanto, en la diferencia entre lo desenvuelto y lo conjunto:

No hemos de pensar, pues, que en el mundo inteligible los dioses y los seres bienaventurados contemplan proposiciones; ya que todas las fórmulas de ese mundo no son otra cosa que bellas imágenes (ἀγάλματα), como se representan las que hay en el alma del hombre, y no en verdad diseños de imágenes (γέγραμμϵνα) sino imágenes reales. De ahí que dijesen los antiguos que las ideas son seres y sustancias.

A esto llegaron, en mi opinión, los sabios de Egipto, bien medio de una ciencia exacta, bien de una manera natural. Y así, respecto a las cosas que quieren mostrar con sabiduría, no se sirven de tipos de letras que se desenvuelven en discursos y en proposiciones, representando a la vez sonidos y palabras, sino que dibujan imágenes (ἀγάλματα), cada una de las cuales se refiere a una cosa distinta. Estas imágenes son grabadas en los templos para dar a conocer el detalle de cada cosa, modo que cada uno de los signos constituye una ciencia y una sabiduría, una cosa aprehendida de una vez y no algo parecido a un pensamiento o a una deliberación. De esta sabiduría conjunta proviene a continuación una imagen (ϵἰδωλον) que se desenvuelve en otra cosa y que aparece formulada en un decurso de pensamiento (Plotino, 1975: V 8.5, 8.6).

Este método contemplativo lo expresa también el ícono bizantino, en que el rostro, sobre todo los ojos constituyen el centro del cuadro, para que el espectador pueda concentrarse en ellos y quedarse como inmóvil (Tatarkiewicz, 1962: 44-48).



4. Teología mística.

Por lo tanto, en las dos etapas del proceso místico las imaginaciones son un medium que bien sirve para manifestar una imagen del Absoluto, bien como ejercicio espiritual que consiste en la intensidad de formar las imaginaciones o en la intensidad de la empatía con las imaginaciones. Constituyen, pues, una oposición frente a la «concupiscencia de los ojos» (San Agustín, 1946: X § 35) que atribuye a los elementos de la realidad circundante el significado y la función relacionados con objetivos personales e interesados y así hace de éstos «falsas imaginaciones» y «sombras» (Eriúgena, 2005b: 173, 181). Introducen, además, una concentración consciente y conducen hacia una supresión gradual de la consciencia de sí mismo, la supresión que tiene culminación en la iluminación o identificación. De esta manera preparan al hombre a la final vivencia extática, conforme al pensamiento de Lavelle, según el cual la pura experiencia del ser supone una inocencia, la mente libre de todo interés propio e incluso de toda inquietud interior (Albert, 2002: 35).
 En estas etapas la imaginación es libre de toda connotación con lo fantástico y con la ensoñación. Lo fantástico lo elimina la consciencia presente en la teología simbólica de que las imágenes de la realidad y de la imaginación son representantes de otras cosas y no ilusiones o componentes autónomos de la pura fantasía 10. En cambio, la finalidad del ejercicio espiritual hace imposible toda ensoñación. Es así porque el ejercicio espiritual no se detiene en las imaginaciones mismas, no consiste en pensamientos maquinales, sino que es un método que intensifica el proceso pensativo (Walerich, 2013: 66s).

En este sentido las teologías simbólica e intelectual son una sombra e imagen que preparan para ver la luz. La experiencia mística como rayo de tiniebla es inefable. Pero resuena en la imagen entendida ética y ontológicamente. Al respecto, conforme a la tradición platónica y cristiana el ser humano y su vida son una imagen de la virtud, del Uno o de Dios. Platón expresa esta idea en la concepción de ϵἰκασία, según la cual el que verdaderamente ha conocido la virtud llega a ser su imagen. Τϵχνή ϵἰκαστική, al contrario de τϵχνή ἀνϵικαστική, es una capacidad de producir semejanzas, que no se interesa por el mismo fenómeno sensual sino por su esencia, es una imitación erudita, porque su fundamento es la ciencia (Platón, 1988: 267 B-E) 11.
 Para Plotino, todo el proceso místico es al mismo tiempo una formación y un descubrimiento sucesivos de la imagen del Uno. Durante la experiencia mística el ser humano parte de sí mismo como imagen y se remonta hasta el modelo (νοῡς ϵἰκών προς ἀρχέτυπου). El ἐκστασις es, pues, un encuentro con el Uno y no con su imagen, pero la imagen (ϵἰκὠν) permanece después, unida con el recuerdo de la experiencia, aunque Plotino no define claramente en qué consiste (Plotino, 1998: VI 9.11). 

En la convicción de los filósofos cristianos, el hombre restituye en sí la imagen de Dios, según la cual fue creado, si se permite dirigir por la voluntad divina, o sea se aparta del pecado y consigue un conocimiento de Dios (San Agustín, 1946: XIII § 21). Entonces, como su espejo, llega a ser capaz de entender intuitivamente y luego de llevar a cabo la exégesis del nivel simbólico de la Escritura. En este sentido se puede interpretar las palabras de Eriúgena, según el que los doctores de la Iglesia recogen en uno los signos (sentidos) de las Escrituras y luego los distribuyen a los que son capaces de entenderlos (Escoto Eriúgena, 2000: VI 4). Pero, efectivamente, es Tomás de Aquino el que confiere a la imaginación humana y a las imágenes formadas por ésta la capacidad de expresar la experiencia mística por medio del lenguaje, si bien ya en el Pseudo-Dionisio el término τὐπος y en Plotino la concepción de phantasia ϵἰκονικἠ, significan una imagen que expresa un contenido subconsciente o sobrenatural de pensamiento (Dionisio Areopagita, 2003e: IX § 1; Plotino, 1965: III 6.18).

En el capítulo de la Suma I 12.9 dedicado a la visión de san Pablo, Tomás de Aquino toma en consideración la capacidad humana de traducir en imágenes (similitudines) las imágenes (similitudines) inteligibles que están en la esencia de Dios y se refieren a todas las cosas12. La mente, gracias a la unión con la esencia divina, se asemeja (assimilatur) a las imágenes que contempla en ella y las conserva en sí también después de acabar la visión. Por eso Tomás supone que san Pablo puede formar en sí semejanzas de imágenes inteligibles guardadas en la memoria, aunque sean distintas de las imágenes percibidas durante la visión. Tomás de Aquino no indica claramente, cuál potencia del alma lleva a cabo esta transformación. Menciona, sin embargo, la imaginación y el entendimiento como las potencias cognoscitivas que sobre la base de las imágenes anteriormente concebidas (ex speciebus primo conceptis) pueden formar otras nuevas. Por ejemplo, la imaginación partiendo de las imágenes del monte y del oro forma la imagen del monte de oro (speciem montis aurei)13, y el entendimiento (intellectus), a base del género y de la diferencia que existe entre imágenes, forma la razón de la especie (specie) (Aquino, 2001: I 12.9)14. 

Pero san Pablo, quien dijo de sí que «oyó palabras desconocidas que ningún hombre puede pronunciar» (Aquino, I 12.9) ―et audivit arcana verba, quae non licet homini loqui (2 Co 12, 4)- no forma en sí las imágenes, como lo atestigua el versículo de la Epístola a los Corintios. Sin embargo, en este caso llama la atención el verbo que usa: non licet, que no significa que no sea capaz de expresar las «palabras secretas», sino la indignidad que resulta de la bajeza de las potencias cognoscitivas humanas frente al conocimiento divino. Es lícito hablar de lo que es secreto ―explica santo Tomás en el Comentario a la Segunda Epístola a los Corintios― si el que lo expone y el que lo escucha son hombres espirituales. De esta manera interpreta las palabras de san Pablo: «hablamos de sabiduría entre los perfectos» (1 Co 2, 6). Tomás de Aquino tampoco dice explícitamente en qué consiste y a qué lleva la misma formación de nuevas imágenes, pero en base a sus declaraciones sobre las visiones proféticas y el funcionamiento del entendimiento humano se puede llevar una analogía. 

El ser humano que contempla la esencia divina, recibe un entendimiento temporal de las imágenes inteligibles de todas las cosas que existen en ella 15 y que corresponden tanto a las cosas creadas como a las potenciales, así que contienen solo una mínima fracción de las imágenes inteligibles que conoce. Estas imágenes están ordenadas adecuadamente y la contemplación de este orden durante la visión trae un conocimiento místico. De modo parecido, de la distinta colocación de letras se producen palabras nuevas y de la distinta disposición de imágenes (phantasmata) se producen en el entendimiento (intellectus) diversas imágenes inteligibles (species intelligibiles). 
Un proceso analógico tiene lugar en la visión profética caracterizada por el carácter sobrenatural de imágenes y por su entendimiento sobrenatural: en la revelación profética Dios ordena las imágenes (species imaginariae) recibidas de la experiencia sensual, para enseñar la verdad que quiere revelar. Cuando la visión de la esencia divina pasa, el ser humano no es capaz de recordar esa estructura, se conservan en él únicamente algunas imágenes inteligibles fragmentarias y desordenadas: letras parciales y dispersas de las palabras secretas. Le queda, pues, un intento de traducirlas en imágenes nuevas, formadas de las imágenes conocidas y de las que se han conservado en él después de la visión.

 Puesto que, el hombre, subraya santo Tomás, puede por sí mismo formar imágenes de toda clase, sin embargo, no puede ordenarlas de modo racional para expresar una verdad sobrenatural. Por consiguiente, san Pablo o cualquier otra persona que haya visto la esencia de Dios, puede formar en sí semejanzas de las imágenes existentes en ella, pero no puede ordenarlas racionalmente de tal modo que le permita entenderlas. Por tanto, la imaginación, su carácter innovador, creativo e intuitivo, resulta la potencia cognoscitiva, gracias a la cual, basándose en lo que nos es familiar y es captable sensorialmente, podemos transmitir las realidades que están ocultas ante nuestra sensual y racional manera del conocer, sometida a las categorías de tiempo y espacio. 
La experiencia de la esencia divina sobrepasa la visión profética, pero, como en la visión profética, la distinguen dos momentos principales: el conocimiento (cognitio) y su pronunciación (locutio) (Aquino, 2001: II-II 171.1; Walerich, 2013: 57s). En la visión profética el mensaje divino se expresa por medio de palabras-símbolos 16 o por medio de imágenes sobrenaturales 17. Pero, ¿cómo traducir al lenguaje la experiencia que por su naturaleza es inefable? Parece que esta pregunta acompaña a santo Tomas a lo largo de varios capítulos de su obra. Y en efecto, consigue poner solución a esta paradoja.
 Aunque sólo indirectamente, confiere a la imaginación humana la primacía sobre el entendimiento. De esta manera, gracias a relacionar las imágenes formadoras con la experiencia de san Pablo, el principal místico de la Iglesia, les confiere una significación inusual hasta entonces. Agustín la expresó como una gran fuerza formadora de imágenes:

Porque cuales eran las formas por las que solían andar mis ojos, tales eran las imágenes por las que marchaba mi espíritu. Ni veía que la misma facultad con que formaba yo tales imágenes (hanc eandem intentionem qua illas ipsas imagines formaban) no era algo semejante, no obstante que no pudiera formarlas si no fuera alguna cosa grande (San Agustín, 1946: VII § 1)18.

Ficino la formulará por medio de phantasia intellectualis e intellectus phantasticus (Ficino, 2006: XV 9). En el capítulo VIII de la Platonica Theologia dedicado a las operaciones del pensamiento, Ficino llama el pensamiento una fuerza maravillosa, que devuelve la multitud infinita al uno, y el uno a la multitud infinita o asciende hacia el uno infinito y desciende hacia la multitud infinita. Posee, así, no solo la capacidad de abstraer, sino también la de transformar lo abstraído en formas e imágenes. Por lo tanto, cuando habla del pensamiento, toma en cuenta también la imaginación.



Notas

* Doctora en Ciencias Humanas (Ciencia de la literatura) por la Universidad de Wrocław (Polonia). Trabaja como docente en Wyższa Szkoła Filologiczna en Wrocław. Su publicación más importante es una monografía dedicada al papel de la imagen y de la imaginación en san Juan de la Cruz y Edith Stein (2013).

1 Platón empleando el verbo πηαιθανομαι (πηαινεστηαι) se refiere a lo que aparece en la mente como percepción o imaginación. Véase Cocking 1991, 13. πηαιθανομαι (Πηαινεστηαι) en sentido filosófico se traduce como «mostrarse a los sentidos» (Abramowiczówna, 1965: 490).

2 Los términos griegos proceden de Perseus Collection. 
Greek and Roman Materials,http://www.perseus.tufts.edu/hopper/collection collection=Perseus:collection:Greco-Roman&redirect=true#text1 
[acceso: 12.2014].

3 «Magna distantia est inter litteram et spiritum, inter figuram et veritatem, inter umbram et corpus» (Escoto Eriúgena, 1849: 320B).

4 Y en los cuales la imaginación no trasciende la imagen de la percepción.

5 «Los dos grados primeros (...) son no solamente vestigios, simulacros y espectáculos puestos ante nosotros para cointuir a Dios (ad contuendum Deum), sino también signos que, de modo divino, se nos han dado» (Buenaventura, 2006: 2.11).

6 O la intelligentia, porque Ficino suele usar estos términos de manera sinónima.

7 El mismo concepto de la forma Tomás, en este caso, lo adoptó de Aristóteles en el que la forma significa esencia de una cosa, aquí: la esencia del Dios mismo.

8 Que se puede entender como el mundo sensual (ko,smoj aivsqhto,j) despojado de la materialidad –o sea también del tiempo y espacio– que encubre las formas eternas.

9 Véase también la característica de la imagen en Watson (1986: 45).

10 La ilusión la entiendo aquí en el sentido de Platón y Husserl: como una realidad sensorial y aparente, una oposición de la realidad verdadera, y como una alucinación que se produce, cuando percibimos algo y creemos que existe de verdad. Volonté, 1997: 184s.

11 Sobre el concepto de la imagen en el Sofista, véase Camassa (1988: 27); Ambuel (2007).

12 En este caso «todas las imágenes» contienen también todas las imágenes (especies) inteligibles creadas, las cuales santo Tomás menciona en la parte II-II 175.4 de la Suma, o sea las imágenes que ya están en el alma sin imagen o las imágenes abstraídas por el entendimiento de las imágenes de las cosas (Aquino, 2001: I 12.11); contienen también las imágenes de las cosas potenciales, o sea de las cosas que todavía no están en acto. En este párrafo, en las paráfrasis de las formulaciones de Tomás de Aquino empleo el concepto de la imagen que aparece en él en varios contextos y significados, es decir: imago; similitudo; species; metaphorice (figurate) dicere; repraesentatio; phntasma; forma (Pöltner, 1991).

13 En santo Tomás species, al igual que imago y similitudo significa imagen en sus varias conotaciones. En este contexto species significa la forma y el aspecto exteriores. Species, a parte de este sentido corriente, significaba en la lógica el contenido conceptual y no sensorial de una cosa (Tatarkiewicz, 1962: 253).

14 Aquí species como especie significa, por una parte una oposición frente al género, como lo que es más general, y por otra, una oposición frente a los que es individual. Por ejemplo, ente el gusano y el ser humano no aparece ninguna relación imaginaria, aunque los dos se parecen con respecto al género, son seres vivos. Tampoco la semejanza respecto al color no justifica la relación imaginaria, porque no decide de algo por su esencia específico, característico para «la manera de ser» (para la especie). Por eso la especie (species) constituye una de las condiciones fundamentales para que pueda producirse la relación imaginaria (Pöltner, 1991: 179; Schütz, 1958).

15 Este carácter pasajero distingue su experiencia de la visión de bienaventurados en el cielo, que es eterna.

16 Por ejemplo David contemplaba la verdad divina en la visión intelectual: «Yo dije en mi arrebato: Todo hombre es mentiroso» (Sal 115,11); en la versión de Vulgata: «Ego dixi in excessu meo: omnis homo mendax» (115, 2) (Biblia Sacra juxta Vulgatam Clementinam, 2005). Véase Aquino (2001: II-II 175.3).

17 En el Profeta Isaías «El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo» (Is 6, 1), véase Tomás de Aquino (2001: II-II 174.3; II-II 175.3). En la experiencia de Pedro: «Mientras se lo preparaban le sobrevino un éxtasis, y vio los cielos abiertos y que bajaba hacia la tierra una cosa así como un gran lienzo, atado por las cuatro puntas» (Hch 10, 10- 10, 11), véase Aquino (2001: II-II 173.3). En la experiencia de Juan: «Al instante caí en éxtasis. Vi que un trono estaba erigido en el cielo, y Uno sentado en el trono» (Ap 4, 2). Véase Aquino (2001: II-II 175.3).

18 La cita original en latín procede de San Agustín (1992).


puerta al infierno


La vida de Platón de Atenas.



Oxford University Press
por Oxford University Press y Robin Waterfield, traducido por Luis Mario Caso González
Publicado el 30 mayo 2023


Platón de Atenas (424 o 423 - 347 a.C) fue un antiguo filósofo griego cuya obra se considera tan importante que se le atribuye la creación de lo que hoy entendemos por filosofía. Algunas personas le reservan ese honor a su maestro, Sócrates. Sin embargo, como Sócrates jamás escribió ni publicó texto alguno, solo nos quedan las descripciones semificticias que escribieron de él Platón y Jenofonte.
Todo lo que dice Platón sobre Sócrates, y especialmente toda la filosofía que se le atribuye en los diálogos de Platón, son más bien obra del propio Platón. El homenaje de Platón a su maestro fue desarrollar sus líneas de pensamiento, en lugar de imitarlo inconscientemente. Estos desarrollos lo llevaron a realizar importantes aportes en todos los campos de la filosofía: metafísica, epistemología, teoría política, jurisprudencia y penología, ética, ciencia, religión, lenguaje, arte y estética, amistad y amor. El filósofo británico del siglo XX Alfred North Whitehead escribió una famosa sentencia: "La caracterización general más segura de la tradición filosófica europea es que consiste en una serie de notas al pie sobre Platón" (39).

Nombre y nacimiento.

Platón nació en una familia ateniense rica en el año 424 o 423 a.C., no en 428 o 427, como se ha pensado comúnmente. Otro error común es pensar que “Platón” era originalmente un apodo que se quedó, y que su nombre de nacimiento era Aristocles, lo cual es falso. Aristocles, el nombre de su abuelo, habría sido dado específicamente al nieto mayor; pero Platón tenía dos hermanos mayores, Adimanto y Glaucón y una hermana mayor, Potone. "Platón" era un nombre perfectamente común en la antigua Atenas, e incluso sabemos de la existencia de otro famoso Platón, un poeta cómico. El hecho de que la palabra suene como el griego platus, que significa “de complexión robusta” o posiblemente (como preferían los biógrafos antiguos) “de intelecto espacioso”, es irrelevante.

Fuentes.

Las fuentes del pensamiento de Platón son sus obras escritas, conocidas como Diálogos porque la mayoría de ellas retratan de manera brillante conversaciones ficticias, generalmente con Sócrates como protagonista. La preservación de las obras completas de Platón es una muestra de la importancia de su obra incluso desde la Antigüedad. Conservamos cada palabra que escribió, mientras que la gran mayoría de la literatura griega antigua se perdió porque no se pensó que valía la pena conservarla, ya que la conservación de los manuscritos era difícil y copiarlos requería mucho tiempo.

Las fuentes de la vida de Platón son tres. Los diálogos en sí mismos no nos dicen casi nada porque era estilo de Platón borrarse a sí mismo, como un dramaturgo. Existen algunas biografías cortas escritas entre el siglo I a.C. y el siglo VI d.C., pero son poco fiables. La gran fama e importancia de Platón significaron que incluso durante su vida atrajo tanto elogios excesivos como calumnias excesivas. Por ejemplo, se decía que no era hijo de un padre mortal, sino de Apolo, el dios de la iluminación intelectual. Por otra parte, también se decía de Platón que era físicamente repulsivo, moralmente corrupto e intelectualmente deshonesto. Era un pederasta, un putero y un esclavo de los tiranos, a pesar de tener hambre de poder político. Muchas de las historias que se cuentan en estas biografías son puro chisme o, peor aún, fantasía. Es fácil descartar historias como que Platón murió de vergüenza cuando no pudo responder un acertijo.
La última fuente sobre la vida de Platón es una serie de cartas escritas bajo su nombre. La autenticidad de todas estas cartas es muy controvertida, pero es probable que tres de ellas, las cartas 3, 7 y 8, sean genuinas. Nos proporcionan una gran cantidad de detalles, especialmente sobre las visitas de Platón a Siracusa.

Política.

Platón creció en una época de guerra. La Guerra del Peloponeso entre una alianza dirigida por Atenas y otra con Esparta al frente se extendió desde el 431 al 404 a.C. Durante la adolescencia de Platón, Atenas alcanzó el límite de sus fuerzas e iba a perder la guerra. Aquella fue una guerra espantosa y un momento sombrío para la niñez.

Al final de la guerra en 404 a.C., los espartanos victoriosos abolieron la famosa democracia ateniense e impusieron una oligarquía de 30 hombres, cuya crueldad pronto les valió el nombre de los Treinta Tiranos. Varios miembros del círculo socrático estaban involucrados en la oligarquía, incluidos dos de los parientes cercanos de Platón, Critias, primo hermano de su madre Perictione, y Carmides, el hermano de su madre. Al principio, Platón se sintió atraído por su programa de rearme moral de Atenas: un alejamiento de la irresponsabilidad de la democracia extrema y un regreso a las virtudes de antaño. Como muchos jóvenes de su clase, Platón contempló una carrera política, pero la crueldad de los Treinta lo desanimó. Sin embargo, aquel régimen no duraría mucho. Quizás Platón hubiera podido dedicarse a una carrera política en la democracia restaurada. Pero en 399 a.C., la democracia condenó a muerte a su amado maestro Sócrates, probablemente en gran parte debido a la cantidad de miembros del círculo socrático que se sentían atraídos por la oligarquía. Platón se alejó de la política y comenzó su carrera de 50 años como escritor.

Sin embargo, muchos años después volvió a la política cuando se le presentó la oportunidad de influir en Dionisio II de Siracusa, el monarca más poderoso de Europa en ese momento. Platón no era tan poco realista como para pensar que podía convertir a Dionisio en un gobernante filósofo en la línea de su diálogo La República, pero esperaba moderar la monarquía absoluta en la dirección de una mezcla de monarquía y democracia. A pesar de dos intentos, en 366-365 a.C. y 361-360 a.C., Platón finalmente tuvo que admitir que Dionisio no era un material adecuado. Sus incursiones en la política fueron un fracaso y volvió a la enseñanza y la escritura.

Carrera docente.

Platón se había dedicado a la enseñanza desde la década de 390 a.C. Muchos jóvenes en Atenas consideraban que la filosofía era una forma de perfeccionar su intelecto y completar su educación, por lo que a Platón nunca le faltaron estudiantes. Pero también quería estar rodeado de personas que aceptaran la filosofía tal como él la entendía, como una herramienta reformadora del carácter y de comprensión del mundo. En 383 a.C., fundó su escuela conocida como la Academia, en un barrio de Atenas. En poco tiempo atrajo a algunos de los más grandes intelectos del momento; de entre ellos destacan Aristóteles de Estagira y Eudoxo de Cnido, ya que se sabe que desarrollaron gran parte de su pensamiento e investigación dentro de la Academia. La escuela sufrió muchos cambios, pero duró hasta el siglo VI d.C., más que cualquier otra institución de este tipo en Europa hasta el momento. La escuela llevaba el nombre del santuario cercano del héroe local Academus.
Por tanto, aparte de las visitas a Siracusa, la vida de Platón fue esencialmente la vida tranquila de un erudito, en gran parte libre de incidentes emocionantes. Murió en 347 a.C. No sabemos cuál fue la causa, pero sus 76 años eran una edad avanzada para la época. La más antigua de las biografías existentes dice que padeció fiebres, pero no conocemos de que tipo. Un epigrama, posiblemente escrito por Espeusipo, el sobrino de Platón y su sucesor al frente de la Academia, dice:

"Aunque la Tierra alberga aquí en su seno el cuerpo de Platón,

Su alma está entre la de los bienaventurados, igual a la de los dioses."

Bibliografía

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Boys-Stones, George & Rowe, Christopher. The Circle of Socrates. Hackett Publishing Company, Inc., 2013.
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Marsilio Ficino.

Detalle de Marsilio Ficino en el fresco Ángel que se aparece a Zacarías pintado por Domenico Ghirlandaio, Basílica de Santa María Novella, Cappella Tornabuoni, Florencia, Italia. 1486-1490.



(Figline, actual Italia, 1433 - Florencia, 1499) Filósofo y humanista italiano. Estudió en Florencia y Pisa, interesándose especialmente por el griego y el hebreo. El apoyo del mecenas florentino Cosme de Médicis el Viejo (artífice del poder de los Médicis sobre la ciudad) le permitió abrir una renovada Academia platónica cerca de Florencia.
Junto con Pico della Mirandola, Marsilio Ficino desempeñó un papel fundamental en el impulso de los estudios humanísticos y sobre todo en la difusión del pensamiento de Platón, a quien tradujo y comentó abundantemente, junto a Plotino y algunos neoplatónicos. El objetivo de Ficino (que había sido ordenado sacerdote en 1473) era conectar la filosofía griega con la revelación cristiana, considerando que la verdad se revelaba en ambas, y que era precisamente su escisión la responsable de la degradación que habían sufrido.
Sus ideas fueron decisivas para el desarrollo del Renacimiento poético, contribuyendo a la formulación de las diversas teorías del amor, a las que tanto recurrieron los poetas de su tiempo. Ficino encomió la figura del reformador dominico Savonarola, y, cuando éste fue condenado y ejecutado en la horca, optó por la fuga, una vez hubo comprobado la amenaza que pesaba sobre él. Entre las obras de Ficino destaca su Teología platónica (1482).

1. Vida y obra.

Marsilio (conocido como Marsilio Ficino a partir de 1456) nació el 19 de octubre de 1433 en Figline Valdarno, en las cercanías de Florencia. Fue el mayor de los siete hijos de Diotifeci d’Agnolo, médico de la corte de los Médici, y Alessandra Nanoccio. Desde muy joven se inició en el estudio clásico de la medicina, la filosofía y la gramática. Si bien de manera sólo introductoria, aprendió también griego antiguo.

Ficino se mueve en el ambiente cultural de Florencia y Pisa. Entre sus maestros se cuentan Comando Comandi, Luca di San Gimignano y Nicolò Tignosi da Foligno. Cercano a las exigencias espirituales del cristianismo, cultivó un profundo sentimiento religioso. Ordenado sacerdote en 1473, con el tiempo llegará a ser canónigo de la catedral de Florencia. Su relación con la filosofía y la teología escolásticas será siempre conflictiva. Aunque su primera educación se inserta dentro de la tradición canónica, Marsilio se interesó muy pronto por el neoplatonismo, sin descuidar las temáticas mágico-herméticas ligados a él, y frecuentó también los círculos neoplatónicos de la época. Todo ello le llevará, más adelante, a dictar lecciones públicas sobre el pensamiento de Plotino en la basílica de Santa Maria degli Angeli. Esta inclinación por la filosofía neoplatónica estaba en franco contraste con las expectativas tanto por la familia de Marsilio como por el arzobispo de Florencia, que habrían preferido que se orientara hacia temáticas más ortodoxas. Este contraste, unido a una profunda crisis espiritual, marcará, poco antes de cumplir los 25 años, un momento difícil en la vida del autor. Incluso más adelante, se verá siempre impelido por un temperamento inquieto y por personales tensiones religiosas.

La actividad intelectual de Ficino está estrechamente ligada a su relación con la familia Médici, una relación que pasó por distintas fases pero que se mantuvo constante a lo largo de toda la vida del autor, que será uno de los primeros “filósofos cortesanos” del Renacimiento [Garin 1951: 290]. En concreto, cabe recordar que a principios de los años sesenta, Cosme de’ Médici le dona la villa de Careggi, donde se asentará la llamada Nueva Academia Platónica: un cenáculo cultural en el que se reunían intelectuales y artistas que gravitaban en torno al ambiente florentino, que compartían el entusiasmo por la sensibilidad platónica que emerge en aquellos años. El principal artífice de la difusión del pensamiento neoplatónico fue el propio Ficino, quien, gracias al impulso de su mecenas, perfeccionó su conocimiento del griego antiguo, que en Italia se difunde tras la llegada de eruditos bizantinos con ocasión del Concilio de Ferrara, y se dedicó a la traducción de aquellas obras consideradas expresión de la sabiduría antigua. Entre otros, tradujo los escritos de Hesíodo, Espeusipo, Alcínoo, Plotino (fue Pico della Mirandola, que llegó a Florencia en 1484, quien le animó a traducir las Enéadas), Porfirio, Jámblico, Proclo. Sobre todo, tradujo los Diálogos de Platón y el Corpus Hermeticum. El primer encargo de Cosme de’ Médici fue, de hecho, traducir las obras de Platón al latín, pero precisamente cuando Ficino se ocupaba en esta tarea, en 1460 llegaron a Florencia los textos herméticos recopilados por Miguel Pselo y redescubiertos por Leonardo de Pistoia, y el señor de la ciudad pidió a Ficino que suspendiera toda otra actividad para dedicarse a esta nueva traducción. Después de todo, los tratados de Hermes Trimegisto representarían la summa de toda la sabiduría antigua, incluida la platónica. Así, durante tres años Marsilio traducirá el Pimandro (la colección de catorce libros herméticos), que, al parecer, Cosme leerá antes de su muerte en 1464. La obra se publicará por primera vez en 1471, mientras que la traducción de los diálogos platónicos, que acabó más tarde, aparecerá en 1484.

Además de los numerosos tratados y comentarios ficinianos, es de notable importancia la rica correspondencia del autor con los humanistas de su tiempo, a la que a partir de 1473 se añaden las cartas con Lorenzo de’ Médici. El propio Lorenzo será uno de los miembros más autorizados y que realizará más aportes a la Academia platónica, que se afirma cada vez más como un centro de encuentro no sólo para los filósofos de la época, sino también para humanistas en sentido amplio, así como para artistas de todo tipo, que encontraban en la sensibilidad neoplatónica la raíz común de su inspiración y el trasfondo cultural de sus propias actividades aplicadas. El objetivo esencial de la Academia era conocer, interpretar y difundir del mejor modo posible los diálogos de Platón, los escritos de los autores neoplatónicos y la tradición hermética. Además, en el contexto de las actividades de Ficino y de la Academia que él dirige, se consolidan la adhesión a la prisca sapientia y la convicción de que precisamente la teología platónica hará posible el retorno a la antigua pia philosophia y docta religio.

Las posiciones de Ficino serán juzgadas por algunos como cercanas al paganismo. Además, la publicación en 1489 de los tres libros de De vita le hicieron sospechoso de herejía, debido al interés por la magia que se transparenta en ese escrito. Sería necesaria la intervención del arzobispo de Florencia, Rinaldo Orsini, cuñado de Lorenzo de’ Médici, para que el Papa Inocencio VIII desestimara esas acusaciones. Tras una intensa vida, Marsilio Ficino morirá en Careggi en 1499, en el umbral del siglo XVI, dejando sus obras fundamentales como legado para la Edad Moderna [Voss 2006: XIII-XV].

Entre éstas, además de las traducciones ya mencionadas, hay que incluir numerosos comentarios, como los dedicados a las Enéadas y los diálogos platónicos. Su obra principal es la Theologia platonica de immortalitate animorum, escrita entre 1469 y 1474 y publicada en 1482. Recordemos también el De virtutibus moralibus (1457), el De quattuor sectis philosophorum (1457) y el De voluptate (1457-58). Les seguirán el De christiana religione (1474), el De amore (1474), el De raptu Pauli (1476), el De vita libri tres (1489) y el De sole et lumine (1493). La última obra ficiniana, que quedó inacabada, es un comentario a los escritos de San Pablo.

2. Neoplatonismo cristiano y hermetismo renacentista: la psicología ficiniana y el tema del eros

Marsilio Ficino es uno de los protagonista del debate humanista-renacentista sobre la relación entre aristotelismo y platonismo, que en el siglo XV estaba redefiniendo sus categorías en parte gracias al descubrimiento —o redescubrimiento— de los textos originales de Platón y Aristóteles. Aunque sea un representante paradigmático del neoplatonismo cristiano [Allen 2002: 45-70], no se lo puede calificar ni de antiaristotélico ni de crítico de la tradición escolástica medieval. Más bien, Ficino se mueve dentro de la tendencia sincretista de su tiempo, reconociendo la profunda unión que existe entre las diferentes tradiciones del pensamiento antiguo, cada una de ellas expresión y manifestación particular del saber auténtico [Monfasani 2002: 179-202]. En este sentido, el autor se refiere de manera unitaria a la doctrina antigua, fundada sobre todo en el pensamiento conjunto de Platón y Aristóteles, es decir, en la llamada «Platonis Aristotelisque sententiam» [Theol. Plat.: XV 2, 1408]. Sin embargo, destaca claramente el papel fundamental que Ficino asigna a la filosofía platónica, a la que considera la manifestación más auténtica del saber antiguo. En otras palabras, la sabiduría antigua se revela en las diversas formas históricas del pensamiento —sin excluir al pensamiento aristotélico—, pero encuentra su expresión más acabada en la doctrina de Platón y sus seguidores, de manera que el platonismo es la filosofía más cercana a la verdad.

También la aproximación de Ficino a los temas teológicos puede calificarse de sincretista. El autor proclama la superioridad de la religión cristiana y de la confesión católica sobre las demás formas de expresión religiosa, aunque considera estas últimas como manifestaciones —imperfectas y alejadas de la verdad— de la única y profunda necesidad espiritual que anima al hombre en cuanto tal. Por tanto, dado el papel central asumido por el cristianismo y el platonismo en la investigación teológico-filosófica, Ficino reconoce en la teología racional, es decir, en la teología platónica de matriz cristiana, la síntesis plena de todo conocimiento, atribuyéndole además una función salvífica. Por otra parte, como afirma Ficino, todos concuerdan en calificar a Platón de divino y en definir su doctrina como teología: «sine controversia divinus et doctrina eius apud omnes gentes theologia nuncuparetur» [Theol. Plat.: Proemio, 2].

En este contexto, desempeña un papel importante la tradición hermética, que engloba en sí todo el pensamiento filosófico-religioso antiguo. En particular, Marsilio hace una importante contribución a la difusión de la cultura hermética renacentista, es decir, a la relectura de los temas herméticos clásicos a la luz de la alquimia y la astrología que se habían desarrollado en la Edad Media y habían adquirido formas específicas durante el Renacimiento. Además, los temas mágico-herméticos son reinterpretados por el autor en clave cristiana. Como es bien sabido, el Corpus Hermeticum, compuesto en realidad en época imperial, era considerado una colección de escritos de la era premosaica, obra del legendario Hermes Trismegisto, el “tres veces maestro”, quien supuestamente compendiaba las características del dios griego Hermes y del dios egipcio Thot. Al ser más antiguo que la Sagrada Escritura, el Corpus representaría, en cierta manera, una fuente de sabiduría anterior a la tradición judeo-cristiana. Por otra parte, desde un punto de vista filosófico, el hermetismo sería el tronco común en el que se insertan los autores de la tradición neoplatónica, en primer lugar el propio Platón, pero también Pitágoras, Plotino y los demás filósofos cuyas obras tradujo Ficino. Hay que añadir que, todavía en el siglo XV, la sensibilidad mágico-hermética no era considerada en todos los casos ni por todos los autores como lejana o alternativa a la cultura cristiana; por el contrario, en ocasiones se las pensaba a ambas de manera unitaria, lo que permitía a muchos autores cristianos buscar en la antigua doctrina hermética los fundamentos de la auténtica sabiduría [Allen 1995: 38-47; Toussaint 2000].

El intento de Ficino de sintetizar el pensamiento cristiano, neoplatónico y hermético resulta particularmente evidente en su doctrina del alma, es decir, en la psicología, tal como se propone principalmente en la Theologia platonica. El autor intenta conciliar el emanacionismo neoplatónico con el creacionismo cristiano, presentando una pentarquía que describe la jerarquía del ser. Los cinco grados ontológicos identificados por Ficino son Dios, el ángel, el alma, la cualidad y el cuerpo.

Dios, grado pleno del ser y origen de todo ente, es causa primera de los demás planos ontológicos. Con relación a éstos, Dios es tanto inmanente, en cuanto está siempre presente en aquello a lo que da el ser y que, a su vez, no se mantendría en el ser sin el principio divino del que brota, como trascendente, porque Dios supera a los entes que derivan y dependen de Él y no puede, por tanto, ser contenido por ellos. La trascendencia divina significa que, para Ficino, Dios es el creador del mundo y de todo lo que existe, ya que es Nous dotado de volición. Por tanto, Dios, mediante un acto de voluntad, crea libremente todo lo que es; después, se aleja de la obra creada, aunque permaneciendo siempre en ella su propia imagen divina. En consecuencia, lo creado es en sí mismo bueno porque contiene una impronta divina, y no es, como afirman algunos sistemas neoplatónicos, el resultado de una degeneración negativa que procede de un principio impersonal del que todo deriva por necesidad.

El puesto central de la pentarquía ficiniana lo ocupa el alma, que tiene la función de unificar los diferentes grados del ser. En efecto, sólo ella tiene la capacidad de contemplar la realidad angélica, que es puro espíritu carente de cuerpo, y de ascender hacia Dios cuando se desvincula del peso de la materia. Sin embargo, el alma, siguiendo un movimiento descendente, se dirige también hacia el cuerpo, animándolo interiormente incluso mediante sus cualidades físicas. En efecto, como refiere Ficino en el Libro III de la Theologia, la cualidad supera en grado al cuerpo, porque lo mueve, siendo ella totalmente móvil. La posición intermedia del alma le permite tender hacia lo infinito, permaneciendo al mismo tiempo inmanente a lo finito. Ella es copula mundi precisamente porque participa del mismo modo y al mismo tiempo de la unidad y de la multiplicidad, de lo infinito y de lo finito. Cabe señalar que el alma a la que se refiere Ficino no es sólo el alma individual, es decir, la forma aristotélica del cuerpo, sino también el alma del mundo, de origen platónico y hermético, que vivifica el cosmos, manteniendo en relación la materia más baja con el todo de Dios.

La fuerza motriz de este proceso ascendente y descendente del alma es el amor. En este sentido, Ficino recupera el tema platónico del eros, reinterpretándolo en clave cristiana [Kristeller 2005: 282-296]. En efecto, Dios es a la vez objeto de amor por parte de las criaturas —ante todo, del alma— y sujeto de amor, en cuanto crea mediante un acto de amor que informa el todo. Por tanto, para Marsilio el amor es la fuerza redentora que permite a los entes creados volver a Dios. Pero este movimiento de retorno al Creador no se entiende platónicamente, como separación del mundo sensible. Para el autor el mundo es también objeto de redención, es decir, está llamado a volver a unirse con Dios.

3. Docta religio y pia philosophia

Al encontrar en la teología platónica la antigua unión entre filosofía y religión, Ficino pronostica el retorno a la autenticidad de la docta religio y de la pia philosophia. En efecto, mientras que en la antigüedad teología y filosofía estaban íntimamente unidas, constituyendo un único saber originario, en el decurso de la historia cada una de ellas ha asumido una identidad particular propia y las dos disciplinas se han ido separando en virtud de sus diferentes objetos de estudio y de sus diversos métodos de investigación.

La idea de que el paso del tiempo y el desarrollo de las diversas formas de pensamiento representan un lento y gradual alejamiento de la verdadera sabiduría tiene profundas raíces herméticas. En efecto, mientras que la ciencia presupone que el avance de la historia trae consigo un aumento y una acumulación de saber, es decir, un incremento del conocimiento que se construye sobre la base del saber anterior, para la cultura hermética la verdad se ha manifestado de una vez por todas al comienzo de la historia y el paso del tiempo trae consigo una inexorable degeneración y corrupción del conocimiento originario. El desvelamiento de la verdad a lo largo de la historia tiene lugar en algunos momentos particulares y se realiza por medio de personajes únicos, como, por ejemplo, el mago, que, no por medio del estudio y la investigación, sino de la revelación y la inspiración, tienen acceso a los secretos de la naturaleza. Por otra parte, como regla general, las diversas manifestaciones históricas del pensamiento —tanto teológico como filosófico— son modos en los que se da la verdad. Estos modos son tanto más imperfectos cuanto más se alejan de su origen histórico.

Ficino hace propia la idea hermética de que la verdad se manifiesta en la prisca sapientia y reconoce en ésta la unión fundamental entre teología y filosofía. Docta religio y pia philosophia presuponen, para el observador moderno, una cierta contradicción, ya que comúnmente la religión se considera piadosa y la filosofía docta. El entrelazarse de estas características sugiere una íntima conexión entre el pensamiento teológico y el filosófico, el primero corroborado por la racionalidad inherente a la búsqueda de Dios, el segundo tendiente hacia lo alto y hacia la experiencia mística, porque se dirige hacia el objeto último de estudio, es decir, hacia el mismo Dios. En opinión de Ficino, esta auténtica sabiduría habría sido entregada por Dios a los hombres que, con el paso del tiempo, habrían abandonado la pureza de la revelación originaria. Y es precisamente en el siglo XV que, gracias a un conocimiento más profundo de los textos herméticos y platónicos, el autor cree posible volver finalmente a la verdad de los inicios. Será Ficino, en su carta dedicada a Cosme de’ Médici, quien hable por primera vez de una «priscae theologiae undique sibi consona secta» [Argumentum Marsilij Ficini Florentini, in librum Mercurij Trismegisti, ad Cosmum Medicem, patriae patrem, en Opera 1546: 1836]. Esta antigua teología que, aún en la diversidad de formas asumidas, permanece siempre coherente consigo misma a lo largo de los siglos, encuentra su plenitud en el renacimiento de la teología platónica, es decir, en una teología unida a la filosofía más elevada y más cercana a la religión. Ante todo, Ficino reconoce en la teología platónica esa racionalidad que es síntoma y expresión plena de la verdad divina. Esto es aquello que ya el divino Platón había reconocido y el objetivo que el propio Ficino persigue con su filosofía: «Hoc caelestis Plato quondam suis facile deo aspirante peregit. Hoc tandem et ipsi nostris Platonem quidem imitati, sed divina dumtaxat ope confisi, operoso hoc opere moliti sumus» [Theol. Plat.: Proemio 4].

4. Theologia platonica de immortalitate animorum

Marsilio Ficino compuso su obra principal, la Theologia platonica de immortalitate animorum, entre 1469 y 1474, y la publicó en Florencia, en 1482, en la imprenta de Antonio Miscomini. El escrito consta de dieciocho libros —cada uno de ellos dividido, a su vez, en capítulos acompañados por un título— precedidos de un proemio en el que se dedica la obra a Lorenzo el Magnífico y seguidos de una conclusión al tratado. Como observa Kristeller, el autor recupera la fórmula medieval de la disputa, pero utilizándola de manera más amplia que los filósofos y teólogos de los siglos anteriores. Como sugiere el título del tratado, la tesis que se busca demostrar es la de la inmortalidad del alma. Los argumentos que se esgrimen en apoyo de dicha tesis se dividen del siguiente modo: libro V (rationes communes), libros VI-XII (argumentationes propriae), libros XIII-XIV (signa), libros XV-XVIII (solutiones quaestionum). Los cuatro primeros libros exponen, en cambio, el argumento de los grados del ser. La estructura tesis-argumentaciones se repite también en cada una de las secciones, generando así una subestructura articulada [Kristeller 2005: 23-24].

Más arriba se ha mencionado ya el deseo de Ficino de escribir esta obra, al subrayar la intención de Marsilio de aunar la investigación teológica con la doctrina neoplatónica, que considera, a su vez, el fundamento de todo conocimiento verdadero, incluído el que tiene como objeto a Dios. El proyecto de presentar una teología racional fundada en una metafísica de origen platónico es, además, el hilo conductor de toda la especulación de Ficino. Por tanto, en su tratado sobre el alma, se ocupará de los temas clásicos del pensamiento neoplatónico —sobre todo antiguo— a la luz de las exigencias de la teología cristiana; al mismo tiempo, propondrá una lectura neoplatonizante de la doctrina cristiana. La importancia de esta obra, que concluirá tras una larga serie de revisiones y modificaciones, reside también en ser una especie de síntesis de todo el pensamiento del autor.

Como señala Vitale en su ensayo introductorio a la edición italiana, el mismo título de la obra indica cuáles son las fuentes del autor, a saber, la Theologia platonica de Proclo, de la que toma también la teoría de las cinco sustancias, el De immortalitate animae de Agustín de Hipona y el séptimo tratado de la cuarta Enéada de Plotino [Vitale 2011: LVIII-LIX; Allen 1995: 19-44]. Por el proemio sabemos que la obra fue concebida por Ficino como una especie de introducción al Corpus Platonicum: una ayuda para la lectura, la comprensión y la divulgación de los diálogos antiguos, ya que éstos contienen el corazón de la verdad filosófica y, en consecuencia, son difíciles de interpretar sin auxilio exegético [Vitale 2011: LXV].

El primer libro, dividido en seis capítulos, está dedicado propiamente al alma y presenta el tema de su inmortalidad [Kristeller 2005: 350-380]. El primer argumento esgrimido en apoyo de esta tesis es el siguiente: el hombre, debido a la inquietud espiritual y a la debilidad física que lo caracterizan, lleva a menudo una vida más dura que la de los demás animales y, sin embargo, es el único ser mortal capaz de adorar a Dios. Por eso el hombre, que de entre todas las criaturas es quien más se asemeja a su Creador, no puede encontrar la muerte definitiva al final de esta vida, pues en ese caso sería el más miserable de los animales. Dios, ciertamente, no lo ha creado tan semejante a sí para abandonarlo luego a ese destino. De ello se sigue que el ser humano, una vez liberado de la cárcel que es su cuerpo, conocerá la inmortalidad gracias a su alma, que es su forma excelente. El cuerpo, por el contrario, es por naturaleza completamente inactivo y posee las propiedades de la extensión y de ser afectado por otro. En efecto, mientras que Dios, el máximo absoluto, «primum in natura» [Teol. Plat.: I 2, 18], es siempre acto y no puede padecer, así el substrato material, «ultimum» [Teol. Plat.: I 2, 18], es decir, el grado más bajo del ser, lo padece todo y no puede actuar sobre otro, porque nada le es inferior. Como puede apreciarse, el tema del cuerpo entendido como cárcel es claramente platónico, mientras que la definición de la materia como potencia y de Dios como acto, es propiamente aristotélica. Incluso la definición del alma como forma indivisible que se opone al cuerpo, en el que la forma se encuentra dividida, tiene un fuerte carácter aristotélico. En el capítulo quinto, Ficino cita una vez más la Metafísica de Aristóteles, y distingue el alma racional, cuya esencia permanece siempre idéntica a sí misma, pero cuya acción implica movimiento y cambio, del ángel, que es motor inmóvil, que pone en movimiento las esferas celestes, pero no sufre ningún cambio. En verdad, las cosas imperfectas no existen por sí mismas, sino que existen en virtud de lo que es superior a ellas, ya que aquello que es móvil es indeterminado y no encuentra estabilidad en sí mismo. Por tanto, aquello que es por naturaleza indeterminado debe ser determinado por aquello que es más perfecto. Pues bien, por encima del ángel está Dios, ya que el alma es multiplicidad móvil, el ángel es multiplicidad inmóvil y Dios es unidad inmóvil.

El segundo libro trata de Dios, afirmando en primer lugar que no hay nada por encima de la unidad, ya que ella es la unión que confiere perfección y potencia a todo. En este sentido, unidad, verdad y bondad son una misma cosa. Ficino describe aquí las propiedades de Dios, afirmando, en primer lugar, su unidad, su unicidad y su potencia infinita. Dios existe siempre y está en todas partes, obra voluntariamente y lleva a término voluntariamente el fin de todas sus acciones. Él conoce todas las cosas, ama a su obra y la gobierna con su providencia.

El tercer libro de la Theologia trata de la pentarquía, presentándola no sólo —como se había hecho hasta entonces— como un proceso ascendente, sino también como un camino descendente, es decir, que lleva de Dios a la materia, pasando por el ángel, el alma y la cualidad. Las cualidades corpóreas son completamente móviles y son inferiores al alma porque cambian tanto con respecto a la esencia como a la operación. A su vez, el cuerpo es inferior a la cualidad, porque ésta es movida y mueve (mueve a los cuerpos), mientras que el cuerpo es movido pero no mueve nada. En esta escala, destaca el papel central del alma, que, siendo el primer móvil entre todos los entes móviles, se mueve por sí misma. En verdad, los cuerpos privados de alma sólo se mueven por impulso externo, mientras que los animados se mueven espontáneamente. Llegado a este punto, retomando la doctrina platónica, Ficino afirma que, gracias a una especie de luz perpetua, el alma racional piensa a Dios y al ángel, o más bien los intuye, desea ser como ellos y tiende a conformarse con estas realidades superiores a ella. El alma, por tanto, es el grado medio de la realidad y unifica todos los demás grados, tanto los superiores a ella como los inferiores, ya que el alma se eleva hasta los superiores y se abaja hasta los inferiores.

El cuarto libro está dedicado a la subdivisión de las almas racionales, entre las que se distinguen tres grupos. En el primero se encuentra el alma del mundo, en el segundo, las almas de las esferas y en el tercero, las almas de los seres vivos, contenidas a su vez en cada esfera. En efecto, afirma el autor, es necesario que el alma de la tierra sea racional, tanto porque en la tierra hay animales racionales como porque las obras de la tierra son más bellas y armoniosas que las de los hombres. Y si el alma del cosmos no está desprovista de razón, se deduce que tampoco lo están las de las esferas situadas por encima de la tierra. Pues bien, las almas de las esferas mueven a éstas según la ley del destino y las mueven circularmente, ya que ellas mismas son circulares.

El quinto libro está dedicado al alma racional y se centra en la tesis que afirma su inmortalidad. I) El primer argumento esgrimido en apoyo de esta postura es el de la autonomía del movimiento; en efecto, las almas racionales son autoras de su propio movimiento, por lo que, al no recibir de otro su movimiento interno, se dan la vida a sí mismas y, al ser un principio vital, no pueden morir. II) En segundo lugar, el alma racional es estable no sólo en virtud de su propio movimiento, sino también de su propia consistencia. El alma racional no cambia desde el punto de vista de la sustancia, y, por tanto, no deja de existir. III) El tercer argumento afirma que, puesto que el alma está unida a las realidades divinas, no puede dejar de existir. IV) Además, dado que debe dominar a la materia, no puede ser corruptible como ésta, de lo contrario no estaría en posición de gobernarla; V) se sigue que el alma ha de estar libre de la materia y, cuando ésta desaparece, el alma racional se eleva por encima del cuerpo material, VI) puesto que es indivisible. VII) El séptimo argumento afirma que, como la esencia misma del alma racional implica su existencia —ya que la existencia del alma no depende de otras realidades ni de la materia—, entonces el alma es necesariamente inmortal. VIII) De esto se sigue que nunca se separa de su propia forma y, por lo tanto, no muere, IX) ya que el ser le pertenece por sí. X) Además, como el alma se relaciona con Dios desde sí misma, no puede dejar de existir: ella se relaciona con Dios en virtud de su propia esencia, que es estable, por lo que el alma, en virtud de su propia esencia, permanece estable. XI) Por lo demás, el alma racional no está compuesta ni se resuelve en alguna potencia, puesto que es forma, y la forma está en relación con la forma pura que es Dios. XII) Ante todo, el alma racional no tiene en sí la potencia de no-ser. XIII) También, el alma recibe el ser directamente de Dios, sin intermediario alguno, por lo que está en relación directa con el primer principio de vida, que no le quita la vida, XIV) siendo ella en sí misma vida, XV) y vida más excelente que el cuerpo.

Los libros sexto, séptimo y octavo centran su interés en la refutación de las opiniones de los llamados filósofos vulgares, es decir, de aquellos que sostuvieron la tesis de la corporeidad del alma. Ficino rebate esta posición con múltiples argumentos, demostrando que el alma humana no es un cuerpo y que no es una forma dividida en el cuerpo. Por el contrario, el alma es una forma indivisible, no ligada a ninguno de los miembros corporales, sino infundida por completo en cada uno de ellos. Además, al no tener un origen material, el alma humana debe ser con toda propiedad, definida como inmortal.

El noveno libro continúa con la demostración de que el alma no sólo es la forma indivisible del cuerpo, sino que ni siquiera depende de él; por lo tanto, es inmortal. De hecho, afirma el autor, cuanto más se separa la mente del cuerpo, tanto más mejora su estado y se eleva, ya que por su propia naturaleza se opone al cuerpo y tiende a actuar libremente, desligada de la materia e independientemente de ella.

En el libro décimo, continuando con lo ya apuntado en el capítulo anterior, Marsilio se posiciona contra Epicuro y los epicúreos. El principal argumento es que, así como las realidades naturales se resuelven todas en una materia prima inmortal, del mismo modo se resuelven en una forma última inmortal. De forma parecida, Ficino critica las posiciones de Lucrecio y las de Panecio.

En el libro undécimo continúa la crítica a Epicuro, basada en los siguientes argumentos: la mente se une a un objeto eterno y tiene la capacidad de captar las especies separadas y las razones eternas; la mente es el sujeto de las verdades eternas. También en esta línea, se rechazan las tesis de los escépticos y los peripatéticos.

El libro doce vincula estrechamente la mente humana y la mente de Dios, afirmando que el acto intelectivo de la primera es formado por la segunda. En este caso, se menciona a Agustín como fuente de autoridad.

El libro trece se detiene a considerar el dominio que el alma ejerce sobre el cuerpo.

El libro decimocuarto examina el tema del alma que se inclina, es decir, que se acerca cada vez más a Dios, ya que desea captar su esencia. Esto se demuestra también por el hecho de que el alma anhela la verdad primera y el bien primero, esforzándose al mismo tiempo por llegar a ser todas las cosas, ya que el alma se afana por hacer todas las cosas, más aún, se esfuerza por superar todas las cosas. De ello se deduce que el hombre mismo desea estar en todas partes y ser eterno, aspirando al máximo de placer.

En el libro decimoquinto se proponen varias cuestiones sobre el alma. La primera se refiere al tema tradicional de la existencia o no de un intelecto único para todos los hombres. La respuesta de Ficino es negativa. A continuación se detiene en el supuesto —contrario al pensamiento de Averroes— de que la mente es forma del cuerpo, como es evidente ante todo en la naturaleza. También se insiste en la refutación de los argumentos averroístas sobre la mente separada y la unicidad de la mente.

En el libro decimosexto se aborda la cuestión de por qué las almas se encuentran al interno de cuerpos terrestres. El primer argumento sugiere que es para que sea posible conocer los individuos; el segundo, para que las formas particulares se unan a las universales; el tercero, tanto para que el rayo divino como sus fórmulas puedan retornar a Dios; el cuarto, para que el alma se vuelva más dichosa; el quinto, para que los poderes inferiores del alma puedan realizarse plenamente; el sexto, para que el mundo sea glorificado y Dios venerado. Se pregunta también, por qué las almas, a pesar de ser divinas, sufren turbaciones y por qué se separan de sus cuerpos contra su voluntad.

El libro decimoséptimo afronta la cuestión de cuál es el estado del alma antes de entrar en el cuerpo y una vez que ha salido de él. A este respecto, el punto de referencia es la doctrina platónica, tal como ha sido transmitida por las diversas escuelas platónicas antiguas y tardoantiguas.

El último libro concluye el discurso ficiniano sobre el alma afirmando que la filosofía de Platón no impide prestar asentimiento a la teología judía, cristiana y árabe, las cuales tienen en común la fe en la creación del mundo. Por tanto, emerge con fuerza la afirmación de la creación de las almas por parte de Dios.

5. Metafísica de la luz

Insertándose de lleno en la tradición platónica, Ficino profundiza también en el tema de la luz, es decir, de su correlación con el Bien. La metafísica de la luz ficiniana viene presentada en numerosos tratados: Quaestio de luce, Quid sit lumen, De comparatione solis ad Deum, Liber de sole, Liber de lumine y la propia Theologia platonica. En particular, en el De sole, retomando a Platón, afirma que la luz del Sol es semejante al Bien, que para Ficino significa el mismo Dios. De hecho, retornando al pensamiento de Platón, el autor sostiene la equivalencia entre Bondad y Dios, reinterpretando en clave teológica la doctrina platónica propuesta en la República. Además, en el segundo capítulo del tratado se observa que, así como la Bondad es en sí misma incomprensible e inefable, también lo es la luz. Por este motivo, aunque ningún filósofo haya logrado definir la luz, nada es más claro que ella y, al mismo tiempo, nada es más oscuro, es decir, más incomprensible e inefable que la luz. De manera similar, en el ámbito metafísico el Bien es lo más conocido y, al mismo tiempo, lo más desconocido. Por tanto, afirma Ficino, la luz física es imagen visible de la inteligencia divina; esta imagen alusiva mantiene una relación de proporcionalidad con su arquetipo, ya que la imagen es signo suyo, del mismo modo que los rayos de las estrellas son signo de la gloria De Dios, y los cielos son signo de la acción creadora divina. Del mismo modo, el Sol es signo de Dios. Hasta aquí, el análisis de Ficino coincide con el planteamiento neoplatónico tradicional del tema.

A partir del capítulo IX del De sole, el autor avanza una tesis propia, en parte original respecto de la tradición. Ficino propone una explicación alegórica de la analogía entre la luz física y la metafísica, sosteniendo que la primera no puede iluminar, por ejemplo, el interior de un cuerpo hecho de lana, o el interior de una hoja; sin embargo, penetra el cristal, que no puede ser fácilmente penetrado por ninguna otra cosa. Pero la luz divina va más allá, pues brilla incluso en la oscuridad del alma y no hay nada que, en su interior, no pueda ser iluminado por ella. De hecho, la luz metafísica es superior a todo lo que existe y es perfecta, mientras que la luz física es imperfecta, motivo por el cual hay cosas que permanecen oscuras, ya que la luz física no puede iluminarlas.

En el capítulo XI, Ficino observa nuevamente que el Sol, que es una minúscula parte del cielo, fue creado por Dios como la más espléndida de las criaturas. Además, es claro que el astro no se dio tan gran dignidad a sí mismo, sino que la recibió de lo alto. Y es también evidente que su esplendor deriva de Dios, que a través del Sol propaga su propia bondad en el universo. En efecto, del mismo modo que la luz física es percibida por los sentidos, así la luz inteligible del Sol ilumina los ojos espirituales, es decir, los del alma. Ficino afirma que, puesto que la impresionante luz del Sol, que es el regalo más perfecto jamás hecho a la naturaleza, ciertamente no tiene su origen en el pequeño cuerpo del Sol, sino en el Bien mismo, igualmente la luz de los intelectos no procede de la luz física, sino de la luz divina. Y ésta última, descendiendo primero a los intelectos angélicos y luego a los intelectos humanos, se hace inteligible. Así, cuando alcanza el alma del mundo se hace intelectiva, y al descender a los objetos sensibles y a los ojos humanos se hace sensible. Por lo tanto, Ficino afirma que Dios ha donado al hombre una doble luz, la primera natural, la segunda metafísica, puesto que tiene su origen directamente en Dios.

Como es bien sabido, en el Libro VI de la República Platón establece una analogía entre el Sol como causa del mundo físico y el Bien como causa del mundo metafísico. Marsilio recupera esta antigua tesis, pero relacionando los dos términos —el Bien y el Sol— según una relación jerárquica. En efecto, para Ficino el Sol es causa de todos los entes naturales, pero a su vez es causado por el Sol suprasensible, ya que el astro es causa eficiente de la naturaleza y de todo lo que sucede en ella, pero no es causa eficiente de sí mismo. Así pues, el Sol no es causa primera, sino que deriva directamente de la causa primera, que es Dios. En este sentido, el Sol es la primera manifestación divina.
Recordemos también que, según Ficino, el Sol influye directamente en los espíritus, es decir, en las partes blandas y luminosas que el calor del corazón genera a partir de la parte más sutil de la sangre. Por tanto, el spiritus tiene la función de vincular el alma y el cuerpo, de modo que el Sol, que para Ficino es la sede del anima mundi, está ligado no sólo al espíritu y a la materia, sino también al alma [Rabassini 2005].

6. El legado ficiniano en la edad moderna

Marsilio Ficino muere al final del siglo XV. La llegada del siglo XVI marca la irrupción en la historia del Renacimiento italiano de cuestiones parcialmente nuevas, lo que propiciará, en gran medida, la relectura de los temas humanísticos a la luz de una sensibilidad renovada. Ficino es el autor que definió el perfil de la primera etapa del Renacimiento, dejando un importante legado a la época sucesiva. En primer lugar cabe destacar su impresionante actividad como traductor. El mayor legado de Ficino serán sus cuantiosas traducciones, que, como hemos dicho, permitirán leer y conocer a numerosos autores antiguos que de otro modo habrían permanecido inexplorados. En particular, Marsilio lega a la posteridad el texto latino del Corpus Hermeticum, así como los diálogos platónicos y las Enéadas plotinianas, todos ellos traducidos al latín por primera vez. Pero la influencia de Ficino no se deberá tan sólo a su tarea como transmisor de textos, sino también a la calidad de sus traducciones, que le permitirán difundir la tradición platónica, si bien mediada por su propio pensamiento. De hecho, es posible decir que Ficino traduce a Platón, «philosophorum pater» [Theol. Plat.: Proemio, 2], “neoplatonizándolo”, y que realiza la misma operación con los demás textos en los que trabaja. El estilo de la traducción da invariablemente testimonio del pensamiento ficiniano, que a su vez se nutre de un conocimiento cada vez más amplio y preciso de los autores que de tanto en tanto son objeto de traducción. Así, el lenguaje con el que Marsilio traduce es neoplatónico y muchos temas clásicos son tratados según la sensibilidad moderna. Será esta característica de su obra la que se impondrá en los siglos posteriores, fundamentalmente porque casi todos los textos traducidos por el autor serán conocidos durante largo tiempo sólo gracias a su trabajo.

Desde un punto de vista estrictamente temático, además de difundir argumentos típicamente platónicos y neoplatónicos en general, Ficino dejará una huella importante en la reflexión sobre el eros. En particular, autores italianos y franceses del siglo XVI retomarán las consideraciones ficinianas sobre el amor platónico; entre ellos, véase sobre todo a Pietro Bembo, Baldassarre Castiglione, Joachim du Bellay y Pierre de Ronsard [Celenza 2021: Legacy]. Otro punto a destacar es que la noción de prisca theologia ficiniana, así como la noción de prisca philosophia (hemos visto que, para el autor, estos dos modos de pensamiento se integran mutuamente en una unidad originaria), servirán de base al concepto de philosophia perennis, tal como será presentado en el siglo XVI por Agustín Steuco. En efecto, este último, al igual que Ficino, partirá del supuesto de que la historia de la filosofía y la historia de las religiones comparten la misma base de verdad, que a lo largo del tiempo se manifiesta bajo formas diferentes.
Por último, cabe recordar que, a partir del siglo XVII, la fama de Ficino se verá eclipsada por el auge del pensamiento ilustrado y, más tarde, del positivista, que propondrá una forma de racionalidad muy diferente a la de Ficino, que, como hemos visto, va acompañada de misticismo y de una sensibilidad mágico-hermética. Por otra parte, el progreso de las ciencias pondrá freno a esta particular deriva del pensamiento. No obstante, en la época contemporánea, los estudios sobre el neoplatonismo se han beneficiado de manera importante de la aportación ofrecida por Marsilio Ficino, que aún hoy sigue destacando como uno de los máximos exponentes de la tradición que se remonta a Platón.

7. Bibliografía

7.1. Principales ediciones de referencia de los textos de Ficino

Gentile, S. (editor), Epistolarum familiarium, liber I, Olschki, Firenze 1990.

—, Epistolarum familiarium, liber II, Olschki, Firenze 2010.

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