I. El populismo en la historia a. Los primeros populismos.
J. B. Allock (1971: 372) afirma que los referentes históricos del término "populismo" –hasta mediados de la década de 1950 objeto de atención de historiadores y luego también de sociólogos– en un primer momento fueron, por un lado, los movimientos rurales radicales del Medio Oeste americano de fines del siglo pasado y, por otro, el “temprano movimiento socialista utópico de intelectuales rusos” del mismo período, los llamados narodnik, que viene del vocablo ruso narod (‘pueblo', ‘folk' o ‘nación'). El uso correcto del término narodnichestvo y el tema de quiénes deben o no deben ser considerados populistas son cuestiones alrededor de las cuales ha girado bastante debate académico. Dicho en forma sintética, existe un uso más restringido y otro más amplio. En el primer caso, la intelligentsía rusa utilizaba el término narodniki o 'populista' para señalar una actitud en particular dentro del movimiento radical, una nueva actitud de humildad hacia el pueblo, que llevó a los narodnikí a sostener que los intelectuales no deberían conducir al pueblo en nombre de ideas abstractas, extranjeras y sacadas de los libros sino adaptarse ellos al pueblo tal cual es, fomentando la resistencia al gobierno en nombre de las necesidades cotidianas reales. En el segundo caso, el término populismo se utiliza para referirse a todo el movimiento revolucionario ruso no marxista desde los escritores pioneros hasta la década de 1890 y aun más allá; en otras palabras narodnicbestvo denota un socialismo agrario de la segunda mitad del siglo diecinueve, que postula que Rusia podía evitarse la etapa capitalista de desarrollo y proceder a través del artel (cooperativa de obreros o artesanos) y la comuna campesina directamente al socialismo[3]. Veamos ahora quiénes fueron los populistas rusos.[4] En la Rusia de fines del siglo XIX, la vasta población rural trabajaba penosamente en condiciones de miseria y sujeción sin paralelo en Europa, bajo un estado autocrático y represivo. Entre el estado y los campesinos se encontraba una tercera fuerza, una elite instruida, pequeña pero de vital importancia, cada vez más orientada hacia las formas occidentales de pensamiento. Según Margaret Canovan, esta minoría privilegiada, consternada por la injusticia de su sociedad e incapaz de soportar el sentimiento de culpa al verse beneficiada por este estado de cosas, alentó y trabajó para la revolución. Sin embargo, no se proponían seguir ciegamente las formas e instituciones occidentales, sino que construyeron una visión específicamente rusa del futuro. Haciendo una síntesis entre las ideas de los eslavófilos conservadores que valoraban las tradiciones de las comunas campesinas y las ideas fraternales del socialismo europeo, postularon la posibilidad de construir una nueva sociedad socialista sin pasar por las mismas etapas europeas de capitalismo y expropiación. Hacia principios de 1870, el impulso de hacer sacrificios por el pueblo se volvía predominante en círculos intelectuales. Se entendía que el desarrollo de la civilización para unos pocos privilegiados se había logrado gracias al trabajo y al sufrimiento de la masa del pueblo y que, por lo tanto, las 'clases cultas' debían reconocer que tenían una enorme deuda moral con el pueblo. Luego de literalmente “ir al pueblo” (khozhdenie i narod) en 1874, los que participaron de la aventura volvieron con una nueva conciencia de las dificultades que implicaba hacer la revolución y, sobre todo, de las diferencias entre la perspectiva de los intelectuales y la de los campesinos. Sin embargo, su compromiso con un futuro socialista seguía en pie y en 1876 emergió un partido llamado Zemlya i Volya (Tierra y Libertad).[5] El ideal de los populistas rusos era una Rusia socialista, despojada del estado autocrático y sus iniquidades sociales y económicas, en la cual reinaran la hermandad y la armonía. Creían que esa armonía y hermandad estaban profundamente enraizadas en ¡as tradiciones de la aldea rusa, en particular en la práctica de la tenencia comunal de la tierra en virtud de la cual no existía la propiedad absoluta y exclusiva de la tierra dentro de la aldea y los lotes se reasignaban equitativamente en forma periódica a través de la repartición. La cuestión era cómo trabajar hacia este objetivo. Según Canovan, la pregunta tuvo dos respuestas entre las cuales se dividió el movimiento: a) una elitista y conspirativa que sostenía que la única posibilidad de construir un amplio movimiento popular residía en la organización de un partido estrechamente cohesionado que golpeara al gobierno de la única manera posible para un grupo pequeño –con actos de terrorismo individual– cuyo objetivo final era tornar el poder y construir una sociedad socialista; b) la otra respuesta fue populista en el sentido estricto del término: la nueva política de narodnicbestvo o ‘populismo' significaba abandonar el aire enrarecido de la elite intelectual y sus teorías abstractas y adaptarse a las necesidades, las perspectivas y los intereses del pueblo. En 1879 el partido finalmente se dividió en moderados y radicales. Un sector llamado Cherny Peredel (Repartición Negra) para significar su demanda primordial de redistribución igualitaria de la tierra entre los “negros” o “clase servil” se quedó a trabajar con el pueblo, dirigidos por Plekhanov (quien posteriormente se convirtió al marxismo). La fracción más fuerte, Narodnaya Volya (la Voluntad del Pueblo), decidió concentrarse en la lucha terrorista contra el estado autocrático. Luego de muchos fracasos, asesinaron al zar Alejandro II en marzo de 1881. Resumiendo, entonces, el populismo ruso, en su uso convencional amplio, abarca aproximadamente desde 1870 hasta 1917 e incluye una amplia variedad de pensadores y activistas; por lo tanto, es difícil establecer un conjunto de proposiciones que todos los populistas hubieran aceptado. Pero en el caso de los narodnikide la década de 1870 el significado es más claro: el énfasis está puesto en “ir al pueblo” acatando sus deseos y luchando por defender sus intereses, en particular la tierra campesina y la libertad respecto de los terratenientes y el estado. Canovan afirma que, mientras que en su sentido más amplio, el populismo ruso mantenía un núcleo de compromiso con el socialismo agrario basado en la comuna campesina, el término también incluye otros elementos relacionados histórica aunque no lógicamente con esto, como el terrorismo revolucionario y el desdén hacia la reforma política gradual y las medias tintas liberales, la oposición al determinismo histórico y un énfasis en la posibilidad de caminos históricos alternativos y en el rol de las ideas y las acciones individuales en su producción; y, last but not least, un tremendo compromiso y conciencia moral. Aunque estos elementos no constituyen una ideología totalmente coherente, sí constituyen un estilo de pensamiento característico que va a ser muy distinto al populismo de Estados Unidos. Por la misma época pero en forma independiente, aparentemente sin siquiera saber que muy lejos había otros grupos a los que se denominaría populistas, en Estados Unidos[6] los agricultores del Míddle West unieron sus voces para protestar contra los políticos y los banqueros de la Costa Este. El apoyo del movimiento populista provino de los estados occidentales y de los sureños y en su enorme mayoría estaba integrado por farmers (granjeros) que demandaban intervenciones socializantes más amplias por parle del gobierno.
Los problemas de los farmers estadounidenses de fines del siglo pasado eran los siguientes: a) las corporaciones ferroviarias cobraban precios monopolices pues los farmers eran clientes cautivos, dependían de ellos para obtener equipos y provisiones y para enviar sus granos al mercado. El poder de las compañías se veía aumentado porque dominaban la política estadual del Oeste: tomaban cuidadosos recaudos para mantener controladas las legislaturas y asegurarse, a través de sobornos y corruptelas, de que sus intereses serían protegidos; b) la sujeción a los acreedores era una pesadilla permanente. Los farmers necesitaban capital para comprar maquinaria y alambrar, pero cuando la cosecha era abundante, el mercado se saturaba y los precios caían, a lo que se sumaban las pérdidas de cosechas en los períodos de sequía. Por otro lado, estaban en manos de los comerciantes locales, quienes les vendían a crédito obligando a las familias a hipotecar la cosecha del año venidero sin siquiera haberla sembrado. El endeudamiento y la experiencia de sometimiento y humillación que implicaba el endeudamiento constituía un vivencia frecuente para los farmers, quienes formaron la espina dorsal del movimiento populista; c) otro problema era la reducción del circulante que forzó una baja en los precios de sus productos a la vez que un incremento en el valor del dólar, aumentando de esta manera el endeudamiento de los farmers. Hacia principios de 1880, con la consigna de que la unión hace la fuerza y la ilusión de volver a ser libres e independientes, los farmers intentaron crear cooperativas de compra y venta para defenderse frente a los acreedores. Sin embargo, la mayoría de las cooperativas fracasó gracias a la oposición enconada de comerciantes y banqueros locales y también porque su base financiera era demasiado endeble, sus patrocinadores, demasiado pobres. El intento de obligar al gobierno a hacer por ellos lo que no podían hacer por sí mismos, los forzó a entrar en la política a la vez que convirtió a su movimiento en populista. Pero entrar en política no era una cuestión simple. Aunque fueron creciendo alianzas en varios estados, los disensos variaban entre líneas moderadas y otras radicales, y divisiones en tomo a la cuestión racial debido a la actitud ambigua de la Alianza hacia los farmers negros; por otro lado, no pudo llevarse a cabo la idea de una gran coalición entre el Sur y el Norte, una unión de farmers y trabajadores, de productores contra monopolistas y financistas del Este plutocrático. Entrar en política también significaba que el control del movimiento pasaría inevitablemente de los farmers a los políticos profesionales hacia quienes los farmers manifestaron una permanente hostilidad y, por otro lado, que se tensionaba el problema de las lealtades partidarias. Construir un tercer partido era una tarea harto difícil. Se siguieron distintas estrategias según las circunstancias y tradiciones políticas de cada estado. Aunque finalmente emergió un partido de carácter nacional en 1892,[7] el camino fue difícil y muchos abandonaron sobre la marcha. El fracaso cíe las cooperativas cobraba sus bajas, pero las tensiones que implicó romper con viejas lealtades partidarias alejó a muchos más. De todas maneras, hasta el sur formó un Partido del Pueblo (People's Party) y dio, además, el dramático paso de incluir a miembros negros en sus filas. Finalmente, en 1896 se produjo una fusión a nivel nacional entre el Partido del Pueblo y el Partido Demócrata, que nombró un candidato de estilo y posiciones populistas e incluyó varias demandas de este grupo en su plataforma, pero perdió las elecciones y los populistas descubrieron que habían destruido su partido inútilmente. Con posterioridad a 1896, cuando lo que quedaba del Partido del Pueblo se perdía en el olvido, se produjo un auge de prosperidad económica causado por aquello mismo que los populistas habían estado reclamando: un aumento en el volumen de la base monetaria al descubrirse nuevos campos mineros y procesos extractivos.
Ambos populismos se enfrentaron al desafío “del industrialismo, el urbanismo, la grandiosidad, la centralización, la jerarquía; ambos trataron de resistir estas tendencias y de descentralizar lo social...” (Worsley, 1970: 271) y se opusieron al avance del capitalismo y a uno de sus resultados principales: la destrucción o el severo agotamiento de la pequeña propiedad y la producción en pequeña escala (Vilas, 1994:34). Aunque los dos son “populismos agrarios”, los populistas rusos, con su desprecio hacia la reforma constitucional liberal y “la adopción del terrorismo como opción ética”, ofrecen un fuerte contraste con el compromiso de los populistas estadounidenses con los procesos políticos y la búsqueda de leyes e instituciones para proteger sus intereses. Ambos idealizaron al pueblo y aspiraron a un control de la sociedad desde abajo pero resulta obvia la diferencia entre un impulso como éste que proviene del pueblo mismo y aquel que proviene de una intelligentsia sacudida por sus remordimientos de conciencia (Canovan, 1981: 96). Por otro lado, mientras el populismo de Estados Unidos contaba con una base rural de masas, los rusos no contaban con nada por el estilo; mientras los ideólogos del populismo de Estados Unidos provenían del “pueblo” (eran editores de periódicos destinados a los agricultores, predicadores o hijos de predicadores de tendencia fundamentalista), los populistas rusos provenían de las ciudades y de sectores sociales distintos de los campesinos. El populismo ruso proponía como elemento central de su diseño reformista el fortalecimiento de la propiedad comunitaria y el apoyo a federaciones y cooperativas; muchos de los narodniki fueron socialistas y la ideología fue un ingrediente importante. El populismo estadounidense, en cambio, fue siempre un firme defensor de la propiedad individual o familiar y su socialismo más bien una cuestión de interpretación externa y a posleríori y la ideología y las teorizaciones jugaron un papel menor (Vilas, 1994: 35). Mientras en el populismo ruso aparece la tensión entre “pueblo” e intelectuales, en el estadounidense se manifiesta la tensión entre “pueblo” y políticos profesionales; ambos rasgos cíe los populismos latinoamericanos de este siglo. El término “populismo”, en fin, entró a la literatura desde Rusia y los Estados Unidos para hacer referencia a movimientos de base rural y con un fuerte contenido anti-elite. Pero hay otro populismo en el mundo tan famoso como los primeros: el latinoamericano.
b. La literatura sobre populismo en América
El populismo ha coLatina nstituido uno de los fenómenos históricos principales en la experiencia política de América Latina en este siglo. Drake (1982: 237-9) sugiere que podría ser útil considerar las nociones de populismo “temprano”, “clásico” y “tardío”. Sin caer en una mirada rígida, afirma que se podría argumentar que el timing de las condiciones apropiadas para estos tipos de populismo varió de país en país. En las primeras décadas del siglo XX, América Latina era predominantemente agraria, tenía sistemas políticos aristocráticos y excluyentes, no se habían desarrollado grupos de interés, sindicatos fuertes ni partidos de masas. A medida que el crecimiento capitalista y urbano erosionó la hegemonía tradicional de las clases altas, emergieron los precursores del populismo en las ciudades más grandes y los países más prósperos, los que podrían denominarse los populistas tempranos o liberales. Aunque atraían algunas simpatías del sector obrero, se apoyaban en las elites no comprometidas con el ejercicio del poder y la emergencia de las clases medias. Generalmente limitaron sus promesas reformistas a la democratización legalista destinada a las minorías alfabetizadas (Yrigoyen en Argentina, Alessandri en Chile). Durante los años treinta y cuarenta, afirma Drake, aparecieron los populistas clásicos. Las figuras sobresalientes incluyen a Haya de la Torre, Grove, Cárdenas, Betancourt, Gaitán y Perón. Mucho más que los primeros, estos líderes movilizaron amplias franjas de las masas urbanas tras programas animados por ciertos slogans e ideas socialistas. El temprano radicalismo de algunos miembros del APRA en el Perú, del movimiento de Cárdenas en México, Acción Democrática en Venezuela y del Frente Popular en Chile no debería perderse en la lejanía de la mirada retrospectiva. Además, estos movimientos se autopercíbían como cohesionados por el fin de la reforma social a favor de los trabajadores, la democracia electoral y el nacionalismo continental (indoamericano) contra el imperialismo y el fascismo (estas posiciones fueron expresadas en el primer Congreso Latino Americano de Partidos cíe Izquierda organizado en Chile en 1940 por los socialistas chilenos; los principales participantes incluyeron al APRA, la AD, y el oficialista Partido Revolucionario de México). Según Drake, el populismo constituyó una respuesta coherente a los procesos de aceleración de la industrialización, la diferenciación social y la urbanización. Los populistas prometieron medidas de bienestar y crecimiento industrial protegido. Aunque el establishment sin duda prefería los arreglos ordenados del pasado sin la intrusión de estos movimientos de masa, a los ojos de muchos líderes reformistas y aun de algunas elites del establishment, continuar excluyendo a las clases medias y a los trabajadores urbanos pronto pareció representar un precio más alto que permitir su incorporación gradual. Hacia los cincuenta y sesenta las perspectivas del populismo policlasista declinaron. Importantes populistas continuaron apareciendo en escena, incluyendo a Paz Estenssoro en Bolivia, Vargas, Quadros, Brizola y Goulart en Brasil, Ibáñez y algunos demócratas cristianos en Chile y Velasco Ibarra en Ecuador. Sin embargo, se enfrentaron a graves problemas económicos:
el proceso de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) comenzó a encontrar obstáculos, se produjo un relativo estancamiento industrial y una inflación aguda. Además, afirma Drake adoptando una perspectiva germaniana, la proliferación de actores políticamente relevantes que habían motivado la aparición del populismo y las demandas de trabajadores, campesinos, migrantes urbano-rurales y mujeres comenzó a desfajarse del proceso de institucionalización. Ante las condiciones cambiantes, algunos populistas como Haya y Betancourt se volcaron a la derecha y de esta manera se volvieron más aceptables para las elites nativas y extranjeras. Otros, sobre todo en Perú y Venezuela, se volcaron hacia la izquierda del partido matriz y hasta formaron fracciones guerrilleras. Los populistas tardíos de los setenta incluyen, para Drake, a Echeverría en México y Perón en Argentina. Fue muy difícil para ellos revitalizar las alianzas y los programas populistas de épocas anteriores que aparecían como inadecuados para lidiar con el pluralismo social y los conflictos que años de modernización y políticas populistas habían alimentado. A medida que la red de intereses se multiplicó y solidificó, el espacio de maniobra en la arena política se redujo. Las elites percibían que el precio que se debía pagar por la inclusión de las masas -aumentos de sueldos, inflación, transferencias de recursos y aun el desplazamiento social, el fantasma de Cuba y Chile- ahora parecía ser mayor que los riesgos de una exclusión forzada. En consecuencia, hacia mediados de 1970, bajo severas presiones económicas y sociales, las fuerzas armadas proscribieron al populismo en la mayoría de los países de América Latina. Científicos sociales, tanto nativos como extranjeros, han intentado descifrar los enigmas de estos populismos latinoamericanos desde distintas perspectivas. Aunque algunos sostienen que el término alude a una variedad tan grande de fenómenos que es imposible encontrar rasgos en común que justifiquen el uso científico del concepto –“la tesis negativa”, como la llama Mouzclis (1985:329) –, la mayoría de los autores ha intentado pensar el fenómeno desde las ciencias sociales, si bien generalmente hacen de la carencia su rasgo fundamental. Existen, por lo tanto, distintas formas de clasificar los enfoques con los que se ha abordado al populismo; en realidad, casi tantas como artículos sobre el tema. Desde un punto de vista metodológico podemos decir que existen proposiciones sobre su naturaleza, proposiciones sobre su emergencia y proposiciones sobre sus efectos. A continuación presentamos una síntesis de algunos enfoques que han ejercido influencia sobre los estudios del populismo en América Latina, ordenada en torno a las siguientes preguntas: ¿cuándo, cómo y por qué aparece? ¿Qué hace el populismo? Dejaremos la discusión sobre su naturaleza (¿qué es?; ¿cuáles son sus rasgos fundamentales?) para el final.
II. Interpretaciones sobre la emergencia y la dinámica del populismo clásico Con fines exclusivamente de descripción y ordenamiento, a lo sumo heurísticos, si revisamos las formas en que distintos autores han abordado el estudio del populismo clásico con referencia a las causas o condiciones de su emergencia, podríamos dividir a los autores, a grandes rasgos, en cuatro grupos:
1. una línea de interpretación en clave del proceso de modernización, tributaria del funcionalismo, piensa al populismo como fenómeno que aparece en los países “subdesarrollados” en la transición desde la sociedad tradicional a la moderna (G. Germani, T. Di Telia); 2. otra línea mucho más amplia y heterogénea que llamaremos línea de interpretación “histórico-estructural” vincula al populismo con el estadio de desarrollo del capitalismo latinoamericano que surge con la crisis del modelo agroexportador y del estado oligárquico. Los autores destacan el rol interventor del estado que, ante la debilidad de la burguesía, debe asumir un rol de dirección de los procesos de cambio. Dentro de esta línea interpretativa existen distintos énfasis: mientras Cardoso y Faletto, desde un perspectiva dependentista, ponen el acento en la reconstrucción del proceso histórico-estructural de las sociedades para entender cómo se relacionan las clases y cuál es el movimiento que en cada período las impele a la transformación, lanni, desde una óptica marxista, considera que el “Estado populista”, si bien no es un nuevo modelo de Estado, es intervencionista y nacionalista en lo económico dentro del marco del capitalismo, y culmina con la metamorfosis de la política de masas en lucha de clases. Por su parte, Vilas, afirma que el populismo es el resultado de un intenso y masivo proceso de movilización social que se expresa en una acelerada urbanización, en el impulso a un desarrollo económico de tipo extensivo, en la consolidación del Estado nacional y en la ampliación de su gravitación política y económica. Murmis, Portantiero, Weffort y Torre (aunque con preguntas distintas según la época) analizan al populismo como un fenómeno que resulta de la crisis de hegemonía: el populismo sería la expresión de una alianza en la que ninguna clase tiene la fuerza suficiente como para romper con la oligarquía y llevar adelante un proyecto hegemónico propio. Touraine sostiene que el populismo es la identificación del movimiento con el Estado y por eso se define mejor como una política de integración nacional. 3. el tercer grupo, también amplio y heterogéneo, es el de los coyunturalistas (Adelman, 1992): James, French, Doyon, Adelman, Horowitz, Matsushita, Tamarin, Fausto Boris, Murilo De Carvalho. Estos autores realizan estudios monográficos que hacen hincapié en las oportunidades y las restricciones que rodean a las distintas clases o sectores sociales, en particular a los trabajadores, en determinadas coyunturas históricas y cuestionan las explicaciones que remiten los orígenes del populismo al pasado pre-populista de América Latina. Existen distintas inclinaciones y corrientes en este grupo, entre ellos James, que destaca la cultura social y política de la clase, la constitución de los sujetos y los sentidos que tienen para los actores sociales las experiencias vividas y French que se centra en el estudio de la compleja red de alianzas, relacionada a su vez con procesos socio-económicos que crearon distintas dinámicas y posibilidades de alianzas entre las clases. 4. podríamos proponer una cuarta línea interpretativa, definida más bien desde su método de análisis, que ubica la especificidad del populismo en el plano del discurso ideológico (Laclau, de Ipola, Taguieff, Worsley). Mientras Laclau sostiene que lo que transforma a un discurso ideológico en populista es la articulación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto a la ideología dominante y que existe una relación de continuidad entre populismo y socialismo, De Ipola y Portantiero argumentan, desde la noción gramsciana de construcción de una voluntad nacional y popular, que la relación entre socialismo y populismo es, sobre todo, una de ruptura.
i. El marco teórico de Gino Germani –quien escribió los primeros trabajos sistematizados sobre el tema en la década de 1950– fue la predominante teoría de la modernización y el estructural-funcionalismo. Utilizando un modelo dicotómico, Germani analizó el período en términos del tránsito de una sociedad tradicional a una sociedad desarrollada, producto del desarrollo económico. Aunque el cambio es un aspecto normal de las sociedades, Germani sostiene que al ser emergente y rápido, coexisten en una misma etapa elementos que pertenecen a la sociedad tradicional y la industrial. Ante la superposición de distintos principios básicos de funcionamiento de la estructura social (acción social tradicional o moderna, la actitud de rechazo o de institucionalización del cambio) se producen distintos tipos de asincronía de los procesos de transformación, elemento fundamental que lo preocupa:
a) geográfica (el desarrollo no se produce al mismo tiempo, creando países o regiones centrales y periféricos, y “sociedades duales”); b) asincronía institucional (normas contradictorias de distintas etapas pueden regir la misma institución); c) asincronía de grupos sociales (las características 'objetivas' y 'subjetivas' de ciertos grupos corresponden a etapas “avanzadas” mientras las de otros a una etapa “retrasada”); d) asincronía motivacional (coexisten actitudes, ideas, motivaciones correspondientes a sucesivas épocas diversas lo que puede originar ideologías peculiares) (Germani, 1977: 12-13).
Caracterizan la asincronía dos fenómenos: el "efecto de demostración" y el "efecto de fusión". El primero resulta de la difusión en países menos desarrollados del nivel de vida alcanzado en los más desarrollados, es decir, que el conocimiento de la existencia de determinado nivel de consumo produce aspiraciones similares y determina la conducta política tanto de las clases populares como de los grupos medios y superiores. El conflicto se produce en torno a la forma de alcanzarlas. El segundo es un fenómeno que consiste en la fusión de expresiones ideológicas o actitudes de un contexto avanzado con las actitudes o creencias y otros contenidos psíquicos de grupos “atrasados”; esto refuerza los rasgos tradicionales que parecen adquirir nueva vigencia o bien los contenidos tradicionales influyen sobre su significado originario, moderno. Otros dos conceptos clave son los de movilización y de integración. El primero consiste en el proceso por el cual grupos anteriormente pasivos comienzan a intervenir en la vida nacional, ya sea en forma inorgánica o en forma canalizada a través de los partidos políticos; por el segundo se entiende aquel tipo de movilización que se lleva a cabo a través de los canales político-institucionales vigentes y en el que el marco de legitimidad del régimen es aceptado implícita o explícitamente por los grupos movilizados, que aceptan así las reglas de juego de la legalidad vigente (Laclau, 1986:172). Con estos conceptos, Germani elabora el marco teórico del proceso de transición en los países que comienzan su desarrollo en forma tardía y lo compara con la experiencia histórica de la transición europea. En palabras de Germani:
“La diferencia que existe entre el caso de Inglaterra o de otros países occidentales y el caso de América Latina depende pues, de un grado distinto de correspondencia entre la movilización gradual de una proporción creciente de la población (hasta alcanzar su totalidad) y la aparición de múltiples mecanismos de integración: sindicatos, escuelas, legislación social, partidos políticos, sufragio, consumo de masa, que son capaces cíe absorber estos grupos sucesivos y de proporcionarles medios de expresión adecuados al nivel económico y político, como en otros terrenos fundamentales de la cultura moderna” (Germani, 1977: 25). Así, a diferencia de Europa, donde se produce una consolidación de la democracia representativa en dos etapas (democracia con participación limitada y luego con participación total) en la que las masas son incorporadas sin traumas al aparato político a través de reformas y participación en partidos liberales u obreros, en América Latina la rápida industrialización, la urbanización y la masiva migración interna que se acelera desde la década del ‘30 en adelante, lleva a la temprana intervención de las masas en la política, excediendo los canales institucionales existentes, donde los trabajadores pueden expresar sus demandas crecientes, sin valorar el sistema democrático. Así, para Germani, “los movimientos nacionales-populares” son “la forma de intervención en la vida política nacional de las capas sociales tradicionales, en el transcurso de su movilización acelerada” (1977: 29), es decir, cuando el grado de movilización rebasa la capacidad de los mecanismos de integración. Califica a estos movimientos como autoritarios (no fascistas)[8] sobre todo porque el peronismo “se vio obligado a tolerar” cierta participación efectiva.[9] Como los partidos existentes no pueden ofrecer posibilidades adecuadas de expresión u estas masas, se origina una verdadera situación de anomia para estos grupos cuya “disponibilidad” puede dar origen a movimientos nuevos (Germani, 1977: 32-4). La transición desde una mentalidad tradicional forjada en una matriz autoritaria y paternalista a una moderna basada en individuos autónomos y libres produce un estado de anomia ante la falta de canales institucionales adecuados. Salidos de la pasividad de la mentalidad tradicional pero aún incapaces de llevar a cabo ninguna acción colectiva autónoma, estas masas son vistas como potencialmente explosivas. La rigidez del sistema político y la incapacidad de los actores políticos de dirigir la crisis favorece la emergencia de una figura carismática, que junto con distintas elites los recluta y manipula. Este líder populista logra crear vínculos poderosos y directos con esas masas disponibles –como apoyo electoral– pero también logra atraer a los nuevos sectores modernizantes como el ejército y los industriales (Walton, 1993). Estas masas son consideradas “en disponibilidad” y su comportamiento se interpreta en términos de irracionalidad y de heteronomía.[10] Aunque admite que el populismo surge y se desarrolla en el tránsito de la sociedad tradicional a la moderna, Di Tella pone el énfasis en la necesidad, para una movilización populista de masas, de la existencia de una elite comprometida con dicho proceso de movilización y en la decadencia del liberalismo como motor de cambio que, al fracasar, posibilitará la experiencia populista. Cree, de todas maneras, que con todas sus limitaciones, el populismo es el único vehículo disponible de reforma –o de revolución– en América Latina. Aquí el esquema de reforma social liberal como en Europa no es posible por la debilidad del liberalismo como alternativa –ya no es una ideología anti-statu quo– y porque la clase obrera no pudo plantear su propia alternativa (Moscoso, 1990: 83).
Di Tella pone el acento en la “revolución de las expectativas”: “el deseo de tenerlo todo de una vez sin esperar que se consoliden los mecanismos que lo proporcionan... [es] lo que hará difícil el funcionamiento de la democracia ya que se pedirá más de lo que ella puede dar”. Estos grupos crecientes formarán una masa disponible numéricamente importante que no ha visto en la alternativa liberal-democrática la forma de satisfacer sus expectativas. Se disponen, entonces, a seguir su propia guía, guía que le será ofrecida por una elite dispuesta a aceptar el proceso de movilización. En consecuencia, la aparición de un líder, que a su vez encabeza la elite, es imprescindible para que se origine la experiencia populista. El enlace “masa disponible”-elite dirigente se explica por: a) la proliferación de grupos incongruentes que producirán sus propias elites para que los representen; b) por cuestiones de status entre sus aspiraciones y la satisfacción de empleo; c) la aceptación por parte de las masas de esas elites de clase (Moscoso, 1990: 86-7).
Según Di Tella, “El populismo, por consiguiente, es un movimiento político con fuerte apoyo popular, con la participación de sectores de clases no obreras con importante influencia en el partido, y sustentador de una ideología anti-statu quo. Sus fuentes de fuerza o 'nexos de organización' son: a) una elite ubicada en los niveles medios o altos de la estratificación y provista de motivaciones anti-statu quo; b) una masa movilizada formada como resultado de la 'revolución de las aspiraciones', y, c) una ideología o un estado emocional difundido que favorezca la comunicación entre líderes y seguidores y cree un entusiasmo colectivo” (Di Telia, 1977: 47-8).
Germani y Di Tella comparten un enfoque similar: las transiciones para ambos son momentos de tensión estructural que llevan a la emergencia cíe fenómenos como el populismo. Estas tensiones del cambio acelerado generan dos actores importantes: las masas, de las que se ocupa en mayor medida Germani, y las elites con las que completa el cuadro Di Tella. También podríamos ubicar dentro de esta línea de interpretación a Steve Stein (1980), quien considera que el populismo constituye la principal forma política de control social en la América Latina moderna, producto de una cultura política patrimonialista heredada del pasado iberoamericano. Según este autor, la alta concentración del poder en manos de elites reducidas contribuyó a crear un sistema patrimonial de valores e instituciones que sostenía la desigualdad y desactivaba la protesta de las masas. Como ideología producida originalmente por los sistemas coloniales semi-feudales de España y Portugal y reforzada por el catolicismo oficial y popular, el patrimonialismo enfatiza la jerarquía y el organicismo. De esta forma, para Stein, la dinámica central de los movimientos populistas han sido los vínculos particularistas y personalistas entre líderes poderosos y seguidores dependientes. Contribuyendo directamente a socavar los partidos obreros autónomos, los populistas construyeron coaliciones multiclasistas que integran a las masas sin cambiar demasiado el sistema existente. A través de la distribución de concesiones materiales y simbólicas por parte de líderes altamente carismáticos y personalistas, estos movimientos tuvieron éxito en integrar números cada vez más amplios de elementos de clase baja en la política, impidiéndoles “subvertir” el proceso de toma de decisiones a nivel nacional y, al mismo tiempo, funcionando como válvula de seguridad para disipar presiones potencialmente revolucionarias, provenientes de la clase obrera sin comprometerse con cambios estructurales o con la expulsión de las elites establecidas (Stein, 1987).
ii. En la década de los '60, la creciente influencia de los estudios sobre la dependencia y el marxismo selló la suerte de la teoría de la modernización y la explicación del populismo como resultado de la capacidad de convocatoria demagógica y emocional de un líder carismático y/o de la ceguera de las masas. El conjunto de los trabajos surgidos de esta confluencia, que hemos llamado histórico-estructural, ya no puso el énfasis en las tradiciones pre-modernas sino que viró su atención hacia las condiciones históricas que hacían posible el surgimiento de la coalición populista. El punto de partida de Cardoso y Faletto (1969) para pensar las distintas trayectorias históricas de los países latinoamericanos es la identificación de dos tipos de economías de exportación que se formaron durante una primera fase que denominan “crecimiento hacia fuera” y que se extendió aproximadamente durante el último cuarto del siglo XIX: economías con control nacional de la producción (Argentina, Brasil) y economías de enclave (mineras o de plantación) (México, Chile, Perú). En esta construcción de tipos ideales, la dependencia –concepto socio-político que se entiende como un modo particular de relación entre lo externo y lo interno, entre grupos y clases sociales “periféricas” y “centrales” y que implica una situación de dominio que conlleva estructuralmente la vinculación con el exterior– es un concepto central para caracterizar la estructura de las distintas “situaciones de desarrollo”. Para Cardoso y Faletto las formas que adopta el “populismo desarrollista” (que se extendería aproximadamente entre 1930 y 1960) van a depender de las alianzas de poder realizadas durante la “fase de transición”, que se extiende a lo largo de las primeras tres décadas del siglo XX. Según los autores, la presencia y participación creciente de las clases medias urbanas y de las burguesías industriales y comerciales en el sistema de dominación se expresan en las políticas de consolidación del mercado interno y de industrialización, que consisten, sobre todo, en una política de acuerdos entre sectores muy diversos (clases medias ascendentes, burguesía urbana, sectores del antiguo sistema exportador-importador, incluso sectores de baja productividad) que debían compatibilizar la creación de una base económica para sustentar a los grupos nuevos con oportunidades de inserción económico-social para los grupos populares cuya presencia en las ciudades podría alterar el sistema de dominación. Esto supone la constitución de una “alianza desarrollista” entre fuerzas contradictorias, reservándose el papel de grupo dominante el sector empresarial. El Estado es visto en conjunción como agente económico de desarrollo interno y de la dependencia externa. Como el populismo desarrollista variará según los países, los autores señalan la existencia de tres formas de populismo (aunque también clasifican a la alianza desarrollista en dos: una versión nacional populista, varguismo, peronismo, y otra estatal desarrollista, México): el populismo y economía de libre empresa (Argentina); populismo y desarrollo nacional (Brasil) y el Estado desarrollista (Chile).
Ianni plantea que uno de los problemas de la política latinoamericana es la forma en que las masas desaparecen del escenario político de cada país o pasan a ocupar un segundo plano. Sostiene que ya se ha estudiado satisfactoriamente de qué manera surgieron estas masas: los procesos de urbanización e industrialización, las transformaciones tecnológicas y sociales en el mundo agrario, la revolución de las expectativas y la explosión demográfica son los principales factores señalados (1977: 83). No tiene dudas de que las experiencias nacionales son diferentes unas de otras pues en cada caso las masas revelaron madurez política especial, conquistando posiciones políticas en diferentes grados. Sin embargo, afirma que las experiencias populistas tienen elementos en común. Uno de ellos es que ocurren durante la época en que se conforman definitivamente las sociedades de clase cuando quedan superadas las relaciones estamentales o de castas de la época colonial. Otro es que las manifestaciones del populismo aparecen en la fase crítica de la lucha política de las clases sociales surgidas de los centros urbanos y centros industriales contra las oligarquías y las formas arcaicas del imperialismo.
Así, afirma que “en varios aspectos, el populismo latinoamericano corresponde a una etapa determinada en la evolución de las contradicciones entre la sociedad nacional y la economía dependiente” (1977: 85). El gobierno populista es entonces el reflejo de una nueva combinación entre las tendencias del sistema social y las imposiciones de la dependencia económica. Ahí es donde las masas asalariadas aparecen como un elemento político dinámico y creador que posibilita una reelaboración de la estructura del Estado que revela una novedosa combinación de grupos y clases sociales, tanto interna como externamente. Otra característica importante, según este autor, es que el populismo corresponde a la etapa final del proceso de disociación entre los trabajadores y los medios de producción; corresponde a la época en que se constituye el mercado de fuerza de trabajo a causa de la formalización de las relaciones de producción de tipo capitalista avanzado. En esta etapa las masas trabajadoras abandonan los esquemas sociales y culturales creados durante el estado oligárquico y adoptan paulatinamente valores creados en el ambiente urbano industrial. Pero el carácter de clase del populismo no aparece inmediatamente en los análisis. Para comprender dicho carácter es preciso distinguir dos niveles: a) el populismo de las elites burguesas y de la clase media, que usan tácticamente a las masas trabajadoras, al mismo tiempo que manipulan las manifestaciones y posibilidades de su conciencia; y, b) el populismo de las propias masas (trabajadores, emigrantes de origen rural, baja clase media, estudiantes universitarios, intelectuales de izquierda).
En situaciones normales parece existir una armonía total entre los dos populismos. “Sin embargo, en los momentos críticos, cuando las contradicciones políticas y económicas se agudizan, el populismo de las masas tiende a asumir formas propiamente revolucionarias. En estas situaciones ocurre la metamorfosis de los movimientos de masas en lucha de clases” (1977: 88).
En un artículo de 1988, Carlos Vilas se centra en las condiciones materiales del populismo y desarrolla la tesis de que “el nivel de desarrollo alcanzado por la economía en una sociedad y el tipo dominante de relaciones de producción ofrecen la matriz de significado que explica la posibilidad y modalidades del populismo. Desde esta perspectiva, lo que se denomina populismo es una específica estrategia de acumulación de capital, una estrategia que hace de la ampliación del consumo personal –y eventualmente cierta distribución de ingresos– un componente esencial". Es, por lo tanto, la estrategia de acumulación de una cierta fracción de la burguesía en la primera etapa del crecimiento de la industria nacional y la consolidación del mercado interno (Vilas, 1988:234). Recientemente este primer enfoque ha sido variado y enriquecido. Vilas (1995) afirma que aunque desde una perspectiva estructural los fenómenos populistas están estrechamente ligados a determinados niveles de desarrollo de la sociedad y la economía, es indudable que el populismo en cuanto ideología y proyecto de la sociedad ha sobrevivido a esas condiciones originarias, y se presenta como una recurrencia política en varios países de la región. Sostiene que, en todo caso, lo que permite caracterizar a un régimen como populista es la articulación, en una experiencia particular, de un conjunto de rasgos determinados susceptibles de articulación. En este sentido, el populismo, tipo de régimen o movimiento político, enmarca el proceso de incorporación de las clases populares a la vida política institucional, como resultado de un intenso y masivo proceso de movilización social que se expresa en una acelerada urbanización; en el impulso a un desarrollo económico de tipo extensivo; en la consolidación del Estado nacional y en la ampliación de su gravitación política y económica” (Vilas, 1995:37-38). Otros autores, que comparten algunos rasgos generales de los autores anteriores, centran su análisis del populismo en la crisis de hegemonía. Aquí ubicamos a Murmis y Portantiero, Weffort y Torre. Dentro de un contexto de revalorización del peronismo desde la izquierda, Murmis y Portantiero recuperaron la racionalidad del comportamiento de los obreros, fenómeno que estaba opacado por las interpretaciones que hacían hincapié en la anomia y el caudillismo. Según Adelman, se propusieron explicar la permanencia del peronismo como fenómeno de masas centrándose en dos procesos subyacentes: la industrialización tardía y una crisis de hegemonía burguesa que permanecía irresuelta desde el quiebre institucional de 1930. Como también lo afirmaban los estudios sobre la dependencia, la crisis del orden comercial internacional en 1930 disparó la industrialización por sustitución de importaciones. El crecimiento del sector manufacturero no fue el resultado de un triunfo de intereses urbanos industriales por sobre intereses rurales propietarios; no se produjo una revolución industrial sobre la base de la reconsolidación de un nuevo bloque hegemónico. Intensificándose hacia mediados de la década del '30, esta “industrialización sin revolución industrial” fragmentó la clase dominante en lugar de reconsolidarla sobre fundamentos nuevos, más burgueses. Así, los países de la región se enfrentaron a una crisis de hegemonía que debilitó los patrones establecidos de la representación institucional. Las clases dominantes no lideraron un proyecto de industrialización nacional, en su lugar lo hicieron distintos grupos que detentaban el poder del Estado.
Rechazando el marco dicotómico de la teoría de la modernización y poniendo el énfasis en la racionalidad de las masas, en el interés de clase de los trabajadores, Murmis y Portantiero volvieron su mirada hacia una base estructural alternativa de las relaciones sociales: la construcción y deconstrucción de alianzas en la sociedad civil. Así, en Argentina y en distinto grado, en América Latina, capitalistas industriales débiles y clases trabajadoras marginadas fueron canalizados en movimientos nacional-populares más que en movimientos de base clasista. El problema radicaba en la peculiar disposición de la clase capitalista industrial y en un movimiento sindical cercado por gobiernos ilegítimos, despreocupados por el potencial electoral de una clase obrera descontenta. A medida que estas clases flotantes convergieron en una nueva alianza vertical constituyendo un nuevo bloque histórico, desafiaron la decadente hegemonía de la vieja elite terrateniente (Adelman, 1992: 246-8). Centrándose en el papel que jugó la vieja guardia sindical en el acercamiento de las masas a Perón, Torre (1990) se propone recuperar la problemática de la doble realidad de la acción de masas, ampliando el concepto de racionalidad en el comportamiento obrero ya avanzado por Murmis y Portantiero en el campo social, para incluir también en el análisis el campo de la política. Por un lado, desde la perspectiva del interés de clase, el criterio de racionalidad está basado en la maximización de los beneficios en el plano material; por otro, para comprender la identificación política con Perón es necesario, afirma, introducir otro criterio de racionalidad: el del reforzamiento de la cohesión y la solidaridad de las masas obreras. De esta manera, la acción política deviene no un medio para aumentar las ventajas materiales, sino un fin en sí mismo: la consolidación de la identidad política colectiva de los sujetos implicados. Para Weffort (1968b), que aborda el fenómeno desde el proceso de crisis política y desarrollo económico que se abre con la revolución de 1930 en Brasil, el populismo fue la expresión del período de crisis de la oligarquía y el liberalismo, del proceso de democratización del estado, y una de las manifestaciones de las debilidades políticas de los grupos dominantes urbanos al intentar sustituir a la oligarquía en las funciones de dominio político. Pero, sobre todo, el populismo fue la expresión de la irrupción de las clases populares en el proceso de desarrollo urbano e industrial de esos decenios, única fuente social posible de poder personal autónomo para el gobernante y, en cierto sentido, la única fuente de legitimidad posible para el propio Estado. Postulando la noción de “Estado de compromiso”, Weffort sostiene que la derrota de las oligarquías no afectó de manera decisiva el control que ellas mantenían sobre los sectores básicos de la economía. Esto llevó a que el nuevo gobierno, luego de la rebelión de 1930, tuviera que moverse dentro de una complicada red de compromisos y conciliaciones entre intereses diferentes y a veces contradictorios. Ninguno de los grupos participantes –las clases medias, los grupos menos vinculados a la exportación, los sectores vinculados a la agricultura del café– ejercía con exclusividad el poder ni tenía aseguradas las funciones de hegemonía política. El autor aduce que este equilibrio inestable entre los grupos dominantes y, básicamente, esta incapacidad de cualquiera de ellos de asumir, como expresión del conjunto de la clase dominante, el control de las funciones políticas, constituye uno de los rasgos notorios de la política brasileña del periodo. Así, este "Estado cíe compromiso", que es al mismo tiempo un Estado de masas, es expresión de la prolongada crisis agraria, de la dependencia social de los grupos de clase media, de la dependencia social y económica cíe la burguesía industrial y de la creciente presión popular. Para terminar este segundo grupo, nos referiremos a Touraine (1987). En su análisis, este autor parte del supuesto de que en América Latina existe una “confusión” –que se habría corregido con los regímenes actuales, según artículos recientes– entre estado, sistema político y actores sociales en virtud del cual: 1) los actores sociales no pueden ser definidos por su función socioeconómica; 2) el sistema político no constituye un sistema de reglas de juego como la democracia, sino un espacio de fusión entre estado y actores sociales; y, 3) el estado no es un príncipe soberano con esfera propia sino un actor complejo y múltiple permanentemente incorporado a fuerzas políticas y dividido por conflictos políticos. Esta conceptualización lleva a dos consecuencias: a) la sobredeterminación de las categorías políticas sobre las sociales, y, b) la ausencia de diferenciación entre el sistema político y el estado. Mientras en Europa las fuerzas sociales son importantes en cuanto representan adecuadamente a actores y movimientos sociales, en América Latina, sostiene este autor, las clases sociales no son elementos básicos de la organización social, no se definen sino como respuesta a una intervención del estado. Los grupos o movimientos sociales son dependientes y se encuentran permanentemente amenazados por una ruptura interna entre la incorporación corporativa del Estado y la formación de partidos y sindicatos independientes, con función de representatividad. La política nacional popular no es representativa y, por lo tanto, no es democrática, afirma Touraine. Sobre esta base, propone que el elemento clave del populismo es, justamente, la fusión de los tres elementos en un conjunto que es a la vez social, político y estatal. La forma de intervención social del estado más característica del modelo latinoamericano es la política nacional popular que combina tres temas: independencia nacional, modernización política e iniciativa popular. El populismo es la identificación del movimiento con el estado y por eso se define mejor como una política. Sobre la base de la presencia de tres dimensiones —participación política, poder de estado nacional, presión popular— Touraine propone distinguir entre partidos populistas, estados populistas y movimientos populistas. Ahora bien, más allá de los aspectos nuevos, originales y enriquecedores que tuvieron estos enfoques en su momento, tanto las interpretaciones funcionalistas como las histórico-estructurales, con sus distintos énfasis, comparten por lo menos dos formas de caracterizar al populismo: en primer lugar, ambos lo vinculan más o menos directamente a determinado estadio de desarrollo del capitalismo latinoamericano (para unos el populismo es el resultado de acelerados procesos de migraciones a las ciudades, urbanización e industrialización; para otros, se vincula al momento de la industrialización por sustitución de importaciones). Asimismo, ambos enfoques, desde distintos lugares, piensan desde un patrón normativo de desarrollo del cual América Latina se desvió, ya no porque el periodo español y post-independentista forjó estructuras y tradiciones de las que los latinoamericanos no podían escapar, sino porque la fuerza del boom de exportaciones anterior a 1930 retrasó la industrialización y la reconsolidación de un bloque hegemónico. Una vez más, las causas del populismo descansan en un patrón estructural distorsionado del desarrollo. No se ha trascendido el paradigma de la modernización, éste ha sido invertido: la heteronomía ya no se localiza en la clase trabajadora, sino en las burguesías (Adelman, 1992: 248). En segundo lugar, comparten una perspectiva negativa sobre el populismo: la manipulación por parte de un líder personalista y autoritario, la movilización fuera de los cauces institucionales apropiados y masas sin conciencia en disponibilidad son conceptos clave del primer grupo; la falta de “claridad” y por lo tanto de autonomía, la falsa conciencia, la subordinación al estado y la heteronomía, la burocratización de los sindicatos, cierta polarización entre el Estado y la sociedad civil, lo son para los segundos (aunque habría que relativizar esta afirmación en el caso de Murmis, Portantiero, Torre y Weffort).
iii. En la década de los ochenta aparecen estudios monográficos cuyos autores desarrollan textos con miradas criticas –que también profundizan y expanden cuestionamientos colocados por autores revisionistas– hacia trabajos anteriores cuestionando la versión clásica de la supuesta pasividad y anomia de los trabajadores y presentando un cuadro de situación bastante alejado de las interpretaciones que caracterizaban a los sindicatos como estructuras burocráticas subordinadas al estado a través de la manipulación y la cooptación. También había cambiado el ambiente político e ideológico en que se debatían estos temas: ya había aparecido la crisis de los paradigmas y también la teoría del discurso. Seguimos a Adelman (1992) para presentar al tercer grupo denominado los coyunturalistas (Adelman, 1992; Doyon, 1978; Horowitz, 1990; James, 1988; Matsushita, 1987; Tamarin, 1985; French, 1989; Fausto Boris, 1988). Este afirma que en los últimos años se ha publicado un conjunto de trabajos que cuestionan los enfoques “desarrollistas” ya sea pertenecientes a la corriente de la teoría de la modernización o a la de los revisionistas radicales y las explicaciones estructurales profundas de los orígenes del populismo. Conscientes de las falacias teleológicas de los primeros autores, Doyon, James y otros señalan las oportunidades y las restricciones para la acción de los trabajadores en coyunturas particulares: a cada momento los trabajadores se enfrentan a un conjunto de opciones y sólo al moverse de decisión colectiva en decisión colectiva pueden los historiadores reconstruir los pasos de las victorias populistas. Cualquiera sea la forma en que se reconstruya la secuencia, estos autores afirman que las condiciones del populismo y las formas de las verticales alianzas policlasistas no pueden ser anticipadas antes de su emergencia; en otras palabras, no pueden ser encontradas en el pasado pre-populista, como si América Latina se inclinara naturalmente hacia este tipo de fenómeno (Adelman, 1992: 248). Rechazando la tendencia a estudiar el populismo como un fenómeno patológico y disfuncional que explica y/o ilustra el desvío del camino normal de la modernización, Daniel James (1990) analiza las experiencias populistas desde una perspectiva que desmenuza las condiciones subjetivas del movimiento social, la constitución de los sujetos, los sentidos que tienen para los actores sociales las experiencias vividas. James subraya la necesidad de entender los movimientos populistas desde la óptica de los actores involucrados como un momento crucial para la participación y actuación social en el sistema político, un momento en que los actores deciden construir sus propias alternativas. El autor sostiene que esto no significa restringirse a los aspectos psico-sociales, también se deben vincular estas experiencias subjetivas con aspectos estructurales que caractericen al estado, la cultura y la historia. Siguiendo a Laclau, James afirma que en cualquier práctica política existe un momento populista que se convierte en una estrategia de interpelación a los actores sociales y políticos (y que puede desembocar en experiencias que apunten en diferentes direcciones). En otras palabras, existe un momento necesario donde se recurre al populismo como interpelación para rearticular el sistema político y equilibrarlo, integrando a las masas. Cualquier proyecto antihegemónico de transformación total, si no tiene su momento populista, está condenado a ser una experiencia ineficaz sin ninguna influencia en las masas. John French (1992) afirma que si bien Weffort sostuvo que el concepto más adecuado para entender las relaciones entre las masas urbanas y los populistas es el de una alianza tácita entre las distintas clases sociales, los trabajos subsiguientes se han revelado incapaces de moverse más allá de imágenes de dominación corporativa, manipulación de elite o cooptación insidiosa en sus esfuerzos por explicar el acertijo populista. El autor postula que un modelo interactivo de clase social provee la clave para vincular realidades económicas objetivas con fenómenos políticos tales como el populismo y que, en última instancia, la explicación del resultado político en el ABC brasileño de la posguerra sólo puede encontrarse estudiando la transformación radical de la naturaleza de todas las clases sociales generada por el proceso de desarrollo económico desde comienzos de siglo. Según French, el fenómeno populista en Brasil fue modelado por los imperativos que se derivaron de la alteración de las reglas y normas básicas de la participación y competencia electoral. Una vez establecidas, estas formas electorales democráticas proveyeron el medio ambiente ideal para una amplia gama de interacciones entre todas las clases y estratos sociales. Así, la relación entre trabajadores y populistas debe ser conceptualizada en términos de “alianza”, concepto dinámico que reconoce que cada parte tiene un rol que jugar, por más desigual que sea, en la definición de los términos del acuerdo. French sostiene que si se juzga al populismo a la luz de una interpretación unilateral o exclusiva del conflicto de clase, no se comprenderá la política en tiempos electorales ni que las luchas entre las clases sociales sólo pueden desplegarse a través de una compleja red de alianzas vinculada, a su vez, con los procesos socio-económicos que cambiaron no sólo a la clase obrera sino también a las clases medias y a los industriales y gerentes de fábricas, creando nuevas posibilidades de alianza para los trabajadores,
iv. Otros autores, como Ernesto Laclau y Emilio de Ipola, descartan las interpretaciones del populismo que lo vinculan a una determinada etapa del desarrollo como la industrialización o a una base social específica como la clase trabajadora y lo analizan desde una perspectiva diferente. Sitúan la especificidad del populismo en el plano del discurso ideológico. Para Laclau (1978), la única forma de concebir la presencia de las clases es afirmando que el carácter de clase de una ideología está dado por su forma y no por su contenido. La forma de una ideología consiste en el principio articulatorio de sus interpelaciones constitutivas, y el carácter de clase de un discurso ideológico se revela en lo que llama su principio articulatorio específico (el nacionalismo, por ejemplo, puede estar articulado a distintos discursos ideológicos de clase, feudal, burgués o comunista). Laclau afirma que los discursos políticos de las diversas clases consisten en esfuerzos articulatorios antagónicos en los que cada una de ellas se presenta como el auténtico representante del “pueblo”, del “interés nacional”, etc. Una clase es hegemónica no tanto en cuanto logra imponer una concepción uniforme del mundo al resto de la sociedad, sino en tanto logra articular diferentes visiones del mundo en forma tal que el antagonismo potencial de las mismas resulte neutralizado.[11] De forma similar, las ideologías de las clases dominadas consisten en proyectos articulatorios que intentan desarrollar los antagonismos potenciales constitutivos de una formación social determinada. Las tradiciones populares constituyen el conjunto de interpelaciones que expresan la contradicción pueblo/bloque de poder como distinta de una contradicción de clase; pueblo entonces constituye un polo de una contradicción específica. Pero lo que transforma a un discurso ideológico en populista es una peculiar forma de articulación de las interpelaciones popular-democráticas al mismo. La tesis de Laclau es que el populismo consiste en la articulación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto de la ideología dominante. El populismo comienza cuando los elementos popular-democráticos se presentan como opción antagónica frente a la ideología del bloque dominante. Basta que una clase o fracción de clase requiera, para asegurar su hegemonía, una transformación sustancial del bloque de poder para que el populismo sea posible. En este sentido, puede existir un populismo de las clases dominantes (por ejemplo si el bloque dominante está en crisis, un sector de ella puede hacer un llamamiento directo a las masas para desarrollar su antagonismo frente al estado como en el nazismo) y un populismo de las clases dominadas (en la contienda ideológica, la lucha de la clase obrera por su hegemonía consiste en lograr el máximo posible de fusión entre ideología popular-democrática e ideología socialista; por ejemplo, los movimientos de Mao, Tito, el PC italiano, etc.). Laclau se pregunta: ¿por qué a partir de 1930 en América Latina los discursos ideológicos de movimientos políticos de orientación y base social muy distintas debieron recurrir crecientemente al populismo, es decir, a desarrollar el antagonismo potencial de las interpelaciones popular-democráticas? Responde primero que en la Argentina anterior a la crisis de 1930 la clase hegemónica dentro del bloque de poder era la oligarquía terrateniente, y el principio articulatorio fundamental de su discurso ideológico era el liberalismo. A diferencia de Europa, poder parlamentario y hegemonía terrateniente se transformaron en sinónimos en América Latina. Este proceso histórico, sostiene, explica el campo al que la ideología liberal estuvo articulada: a) el liberalismo en sus comienzos tuvo poca capacidad de absorber la ideología democrática de las masas: democracia y liberalismo estuvieron enfrentados; b) durante este período, el liberalismo estaba connotativamente articulado al desarrollo económico y al progreso material como valores positivos; c) la ideología liberal estuvo articulada al “europeísmo”, es decir a una defensa de las formas de vida y los valores ideológicos europeos como representativos de la "civilización". Frente a ello hubo un rechazo radical de las tradiciones populares nacionales que fueron consideradas sinónimo de atraso, oscurantismo y estancamiento; d) fue una ideología consecuentemente antipersonalista recelosa de los caudillos que establecieron contacto directo con las masas prescindiendo de las maquinarias políticas locales de base clientelística. El positivismo fue la influencia filosófica que sistematizó en un todo homogéneo estos distintos elementos. Ante la crisis mundial y la depresión económica, y la crisis del transformismo, la oligarquía no puede tolerar más las generosas políticas redistributivas de los gobiernos radicales y debe cerrar a las clases medias el acceso al poder político; la escisión entre liberalismo y democracia llega a ser completa. Ante la crisis del discurso ideológico dominante, parte de una crisis social más general, resultado de una fractura en el bloque de poder o de una crisis del transformismo (es decir, una crisis en la capacidad del sistema para neutralizar a los sectores dominados), el populismo consistirá en reunir al conjunto de interpelaciones que expresaban la oposición al bloque de poder oligárquico -democracia, industrialismo, nacionalismo, antiimperialismo-, condensarlas en un nuevo sujeto y desarrollar su potencial antagonismo enfrentándolo con el punto mismo en el que el discurso oligárquico encontraba su principio de articulación: el liberalismo. Basándose en Gramsci, de Ipola y Portantiero (1994) parten de la noción de lo nacional-popular como la construcción de una voluntad colectiva nacional y popular, ligada con una reforma intelectual y moral. Captado en su totalidad, este proceso es el de la construcción de hegemonía, definida como una actividad de transformación. El terreno donde lo nacional-popular se produce es un campo de lucha contra otra opción hegemónica, el ámbito heterogéneo y contradictorio de la cultura, del “sentido común” como efectiva manifestación de un proceso de constitución de cada pueblo-nación. Respecto de la relación entre populismo y socialismo, a diferencia de Laclau, postulan que ideológica y políticamente no hay continuidad entre ellos sino ruptura: la hay en su estructura interpelativa, en la forma en que sus respectivas tradiciones se acercan al principio general del fortalecimiento del estado y en la forma en que ambas conciben la democracia. Mientras el populismo constituye al pueblo como sujeto sobre la base de premisas organicistas que lo reifican en el estado y le niegan su despliegue pluralista, enalteciendo la semejanza y la unanimidad sobre la diferencia y el disenso, el socialismo tiene una concepción pluralista de la hegemonía.[12] Aunque reconocen el papel históricamente progresista de algunos populismos y que todo discurso de los dirigentes es recibido creativamente por el saber popular que funciona como un universo de descifre condicionado por las circunstancias y las prácticas económicas de los actores, los autores sostienen que el componente nacional-estatal jugó siempre un papel dominante, es decir que no se puso realmente en tela de juicio la forma del poder y con ella la relación de dominación/subordinación propia del peronismo, la crítica que le hacen a Laclau es que al definir el concepto de populismo como un elemento ideológico cuya característica constitutiva sería articular los símbolos y los valores popular-democráticos en términos antagónicos respecto a la forma general de dominación, éste pierde de vista la mencionada dimensión proestatal ínsita históricamente en toda experiencia populista conocida.
II. Interpretaciones sobre la emergencia y dinámica de los populismos contemporáneos Recorramos ahora un segundo grupo de autores de la literatura reciente sobre “neopopulismo” que ha recuperado este término para aplicarlo a fenómenos contemporáneos. Uno de ellos es Zermeño (1989), quien, analizando el caso mexicano, relaciona la reaparición de lo “popular-nacional” con los efectos de la salida de un orden tradicional y el crecimiento acelerado, y el encuentro posterior con el estancamiento; con su consecuente impacto modernizador en la urbanización, en la industrialización –en una matriz social muy diferente a la europea que fue cuna del industrialismo–, en el primer momento, y el choque contra el muro del estancamiento sin ninguna previsión, en el segundo. El problema que está en la base de estos procesos, para Zermeño, es el debilitamiento de los precarios órdenes intermedios de estas sociedades en tránsito acelerado hacia el estancamiento. Las dificultades para denotar identidades consistentes en el tiempo, la descomposición de las endebles identidades previas, desnaturalizadas por la propagación irrefrenable de la pobreza –que genera la individuación anómica en el mundo de la exclusión en lugar de tender a la confrontación y a la formación de actores globalizadores en lucha por apropiarse de la orientación del todo social– actúa en favor de la relación líder-masas, culmina en el regreso del líder. Cuando una sociedad está atomizada, sin grupos secundarios, asociaciones intermediarias o corporaciones, sostiene el autor, en los hechos delega su unidad a la institución estatal y está inerme frente a ella. En esas condiciones el Estado es libre para manipular a la población sin que nada amenace a su independencia. Alberti (1995), también con una mirada pesimista, sostiene que es la lógica antiinstitucional del movimientismo, característica del proceso político de los países de América Latina, la que aún gravita sobre la naturaleza de sus democracias actuales. Destacando la importancia del rol explicativo de la cultura política (definido como la forma predominante en que hacen política los distintos actores políticos), el autor sostiene que la forma predominante de expresión de las identidades e intereses en la mayor parte de América Latina desde el comienzo del intenso desarrollo capitalista a principios de este siglo ha sido la movilización de tuerzas sociales emergentes a través de movimientos colectivos anti-institucionales. Estos movimientos proveyeron la base para la formación de nuevas identidades políticas, siguieron una lógica de articulación política amigo-enemigo que chocó con un orden institucional en descomposición pero elástico. El movimientismo, entonces, es una cultura política, una forma particular de hacer política en la cual todos los principales intereses de la sociedad están expresados en movimientos poco organizados, dirigidos por líderes carismáticos que dicen representar los “verdaderos” intereses de la nación, que no reconocen la legitimidad de sus contrincantes; al existir un solo movimiento y no partes, el movimientismo se vuelve antitético al pluralismo democrático. El autor sostiene que esta lógica, que se desplegó como el modo predominante de articulación entre Estado y sociedad civil en la larga duración, explica mejor que nuevas denominaciones como neopopulismo o democracia delegativa, los rasgos de las nuevas democracias latinoamericanas.
Su hipótesis central es que en la mayoría de los países latinoamericanos la lógica movimientista de la articulación política ha impedido la diferenciación estructural entre el estado, el sistema político y la sociedad civil y también ha determinado, en gran parte, su naturaleza peculiar. El Estado se ha identificado con la conducción del movimiento en el poder o con las fuerzas anti-movimiento que lo derrotaron, y el sistema político nunca ha avanzado más allá de una etapa embriónica a raíz de la lógica hegemónica del modo movimientista de hacer política. Como consecuencia, la sociedad civil ha permanecido horizontalmente débil y ha sido incorporada verticalmente en forma segmentada. El autor afirma que la lógica movimientista política de expresión, agregación, articulación y lucha de identidades e intereses ha llevado ya sea a la fusión (Garretón, 1983, Touraine, 1993) entre Estado, sistema político y segmentos de la sociedad civil en una tendencia algo totalitaria (lo que Germani llamó ‘regímenes nacional-populares') desnaturalizando al Estado, sistema político y sociedad civil, ya sea a la represión del sistema político y a la desarticulación de estado y sociedad civil. Éstas son las condiciones estructurales que no sólo bloquearon la institucionalización de todo régimen desde la crisis oligárquica sino que también dificultaron cada intento nuevo de institucionalización debido a la progresiva expansión de la arena política y la proliferación de rivales por el poder, cada uno de los cuales seguía la misma lógica movimientista. Otra forma de enfocar los fenómenos recientes que algunos han llamado “neopopulismo” es la de Lazarte (1992), quien, analizando el caso boliviano, sostiene que el surgimiento rápido de nuevos liderazgos con fuerte apoyo social (sobre todo en el sector informal), es a la vez, resultado de las fallas de los partidos en tanto estructuras de mediación y de las reorientaciones de la población. Como no se trata únicamente de los movimientos, sino de una forma de hacer política, en lugar de usar el término “neopopulismo”, preferirá referirse al conjunto en términos de “informalización de la política”, entendiendo como tal el proceso que se desarrolla al margen y en contra de la política tradicional pero también de la institucionalidad democrática, con la cual mantiene vinculaciones ambiguas. En la tradicional desconfianza de la población a toda forma de representación indirecta, sostiene que han jugado tanto tradiciones culturales como experiencias políticas pasadas y presentes expropiatorias de la voluntad colectiva. Según este autor, una de las vías de legitimación del sistema político democrático es la acción de sus actores centrales, los partidos políticos, que deben producir legitimidad del sistema y de ellos mismos ante la sociedad. Esta producción de legitimidad depende a su vez de que los partidos cumplan su función de mediación entre la sociedad civil y el sistema político, función imprescindible, tanto o más que el mecanismo electoral o la universalización ciudadana que define la titularidad del poder. El problema principal de los partidos en un país en el que la fuente de legitimidad electoral con frecuencia ha sido subsidiaria a otras (como por ejemplo, la legitimidad que emanaba de la revolución de 1952), el problema que los inhabilita para realizar adecuadamente esta función central reside en que no pueden abandonar la pura lógica del poder con la que siempre funcionaron; es decir, que se han dejado ganar por el juego interior al sistema político y han dejado de representar. Entonces, la sociedad queda a la deriva sin contención partidaria y surgen líderes de nuevo cuño que tienden a recoger las demandas y expectativas de la población, desoídas por los partidos. Lazarte argumenta que, en todo caso, se comprenderá mal a estos movimientos si sólo se tiende a descantearlos y no se explica su surgimiento como una respuesta funcional a determinadas demandas sociales no cubiertas; entre ellas las que provienen de las fallas en el sistema de representación y las de servicio y de bienestar para una población afectada profundamente por la crisis. Los autores anteriores llaman la atención a los problemas relacionados con el debilitamiento de los órdenes intermedios, la lógica anti-institucional, y los problemas de la función mediadora de los partidos. A estos temas, Roberts agrega otro elemento. Este autor postula que a pesar de que previos trabajos han sostenido que populismo y neoliberalismo son antitéticos porque el populismo se asocia con políticas estatistas y redistributivas y con el derroche fiscal, neoliberalismo y populismo tienen sorprendentes simetrías y afinidades. A través de la presentación del caso peruano, afirma que la emergencia de nuevas formas de populismo puede complementar y reforzar al neoliberalismo en ciertos contextos aunque adopte una forma diferente del populismo clásico de Perón, Vargas y Haya de la Torre. Esta nueva variante liberal del populismo (en oposición a una forma estatista) está asociada a la desintegración de las formas institucionalizadas de representación política, que ocurre con frecuencia durante períodos de trastornos sociales y económicos. Roberts postula que en lugar de representar el eclipse del populismo, el neoliberalismo podría ser un componente necesario de su transformación, a medida que el populismo se adapta a las estructuras cambiantes de restricciones y oportunidades. Para este autor, el populismo, que debe desvincularse de cualquier fase o modelo de desarrollo socioeconómico, es un rasgo recurrente de la política en América Latina atribuible a la fragilidad de la organización política autónoma entre los sectores populares y la debilidad de las instituciones intermedias que articulan y canalizan las demandas sociales dentro de la arena política. El nexo teórico entre el populismo y el neoliberalismo tiene su fundamento, afirma, en la tendencia recíproca a explotar –y exacerbar– la desinstitucionalización de la representación política. En última instancia los dos fenómenos se refuerzan mutuamente.
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