—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

viernes, 2 de octubre de 2015

347.-Emilio Castelar y Ripoll, biografía de Real Academia de Historia.-a


Emilio Castelar y Ripoll; Vicente de Manterola y Pérez.








Biografía de Real Academia Historia de España.


Castelar y Ripoll, Emilio. Cádiz, 7.IX.1832 – San Pedro del Pinatar (Murcia), 25.V.1899. Orador y político.

En verdad, no pudo tener el que fuera el más celebre tribuno del siglo XIX iberoamericano cuna más adecuada a su destino histórico y biografía personal.

Sin embargo, su nacimiento en la trimilenaria ciudad andaluza fue, en gran medida, per accidens, ya que sus raíces familiares eran claramente levantinas.

Sólo la inesperada circunstancia del destierro de su padre en la ciudad de Hércules en los comedios de la Década Ominosa a consecuencia de sus simpatías constitucionales determinó la venida al mundo en la capital gaditana de uno de los campeones más ardidos de la libertad en la España contemporánea, cantada siempre invariablemente con airón doceañista.

Sin determinismo alguno, es lo cierto, empero, que ambas notas —nacimiento y familia— imprimieron rasgos indelebles en la formación de quien habría de ser el cuarto presidente de la Primera República y en la forja de su personalidad política. Desde luego, una y otra serían enaltecidas por su pluma y palabra en toda ocasión. Desaparecido misteriosamente su progenitor a los pocos meses de su alumbramiento, el inmediato regreso a la tierra solariega con su madre y su única hermana se vio seguido de la instrucción de primeras letras en Sax y en Elda y, ulteriormente, del ingreso en el flamante Instituto de Enseñanza Media de Alicante, donde destacarán ya sus formidables dotes para la oratoria: repentización, fantasía, vocabulario, dicción, mímica..., exhibidas ante los miembros de la acomodada familia materna con vanidad anotada con fuerte trazo en todas las pinturas y semblanzas que, al correr de los años, se hicieran de su vida. A tono con la mentalidad de la época era sin duda la Facultad de Derecho el destino natural del joven retórico, siendo la madrileña la que le recibiera en 1847 y en la que anudara, durante el curso preparatorio seguido en ella, algunas de las amistades que le acompañaran hasta el fin de su existencia por encima de diferencias caracterológicas y, sobre todo, doctrinales y políticas.
No obstante, su resuelta inclinación por la historia y el arte le impulsó prontamente a seguir tales enseñanzas.
Obtenida en noviembre de 1851 —quizá con el apoyo de su pariente Antonio Aparisi Guijarro, protector de su mocedad— una plaza de alumno en la Escuela Normal de Filosofía, enseñó desde entonces las disciplinas de Literatura latina, Griego, Literatura universal y española con el título de profesor auxiliar la oposición superada en dicha fecha. Al término del año académico siguiente era ya doctor con un estudio sobre Lucano, dado a la imprenta en 1857. Con participación entusiasta en los círculos demócratas de la capital desde un lustro atrás, la revolución de julio de 1854 cumplió algunos de sus deseos, con el ensanchamiento de las libertades y el talante palingenésico que envolviera la atmósfera predominante en el bienio esparterista.

Discursos y mítines pronunciados con creciente intensidad y audiencia le abrieron las puertas para una asidua y notable colaboración periodística en diversos diarios, como El Tribuno, La Soberanía Nacional (1855), La Discusión, antes de crear en 1863 —por razones no sólo de autonomía, sino también de búsqueda de la plataforma más adecuada a la defensa de sus ardientes creencias republicanas— su propio órgano de expresión: La Democracia, llamada, como algunos de los anteriores, a marcar época en la historia de la prensa ochocentista.

Para entonces, su promotor y director gozaba ya de una sólida reputación académica tras haber obtenido en 1858 la cátedra de Historia de España en la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad llamada entonces Central; y de ocupar la igualmente muy reputada del Ateneo madrileño, en la que a lo largo de un cuatrienio dictaría, con éxito arrollador, un ciclo de conferencias en torno al tema por aquellas fechas de palpitante actualidad en la acalorada controversia general de las ideas que inundaba la Europa intelectual: la historia de la civilización en los primeros siglos del cristianismo. Estaba la atmósfera cultural del momento muy cargada y penetrada de politización para esperar de Castelar la asepsia analítica requerida por la exposición rigurosa de una materia propensa de ordinario a la polémica. Los ataques, pues, a las posiciones de sus adversarios y enemigos serían continuos y acerados, hasta el extremo de provocar réplicas de extrema dureza en los medios informativos ultramontanos y conservadores, apoyados, a las veces, por los mismos unionistas. La experiencia atesorada en la ocasión antedicha reforzó sus armas para enfrentarse con otra magna quaestio de mediados del siglo XIX como era la relación entre república y socialismo. Frente a los muchos de sus correligionarios que pensaban que éste constituía la fórmula doctrinal y el sistema de organización más adecuados para un Estado articulado conforme a los principios republicanos, Castelar se alzó, en la batalla periodística que mantuviera al respecto con Pi i Margall, como ardido campeón de un republicanismo insobornablemente individualista, con primacía absoluta de la libertad sobre la igualdad.

El combate dialéctico tuvo eco europeo, y proyectará largamente sus secuelas sobre la trayectoria misma del republicanismo hispano; en la que ambos contendientes liderarán, respectivamente, sus dos corrientes principales, enfrentadas tanto por su distinta concepción social como territorial, al defender inflexiblemente Castelar una visión unitaria de España en contraposición a la federal de su antagonista en la prensa madrileña de mediados de los sesenta.

Calendas que recogen la aparición en La Democracia con firma de su director de uno de los artículos de mayor resonancia en la bicentenaria historia del periodismo español. Intitulado “El Rasgo”, contenía una acerada glosa de una iniciativa regia sedicentemente altruista de la corona en la que la pluma castelarina encontraba un motivo bastardo, dictado en exclusiva por razones de bajo interés económico. La sanción al autor traspasó los límites administrativos al suspendérselo en su condición académica, lo que provocará, a su vez, la dimisión del rector de la universidad y de algunos de sus claustrales, en gesto solidario con su colega. Al propio tiempo, la consiguiente protesta estudiantil se reprimió con lujo de fuerza por la Guardia Civil veterana con varios muertos y heridos —motín de la noche de San Daniel de 10 de abril de 1865—. El impacto de la jornada se reveló de enorme impacto al fallecer a consecuencia del disgusto que le suscitara el mismo ministro de Fomento, el legendario prohombre y tribuno liberal Alcalá Galiano. 
Estación final en la accidentada peripecia del clamoroso suceso sería el abandono del poder de Narváez en su penúltimo mandato ministerial y su reemplazo por el postrero de O’Donnell. Justamente en éste se produjo la no menos impactante asonada de los sargentos del madrileño cuartel de San Gil —22 de junio de 1866—, entre cuyos inductores civiles ocuparon lugar importante Castelar y la plana mayor de demócratas y progresistas, por lo que, como muchos de éstos, fue condenado a muerte in absentia. A raíz del fracasado pronunciamiento, tras una fuga rocambolesca al uso de las costumbres políticas de la época —el propio ministro de la Gobernación coadyuvó decididamente a la huida—, Castelar inició un largo peregrinar por varios países europeos, siendo la estadía más recordada al par que dramática la que transcurriera en la Roma de Pío IX. Pese a que expresara con gestos inequívocos sus reservas cara a la alianza con progresistas y aun más con los unionistas en la coalición antisabelina acaudillada por Prim desde las postrimerías de 1866, Castelar se integró en el movimiento, a cuyo servicio puso una pluma especialmente activa en el período que precediera a la Revolución de Septiembre.

Las esperanzas albergadas respecto a que el triunfo de la Gloriosa comportara la implantación de la República no tardaron en disiparse en el ánimo de un Castelar repuesto en la cátedra de la que fuera removido en el verano de 1866. La deriva monárquica y autoritaria del régimen, facilitada por ola de anarquía que sacudió a la nación en el otoño de 1868, dio al traste prontamente con la comedida ilusión de su orador más descollante y prestigioso. Reluctante íntimamente a la fórmula federal propugnada por Pi y Estanislao Figueras, sus dos compañeros en el triunvirato directivo republicano, Castelar se entregó, no obstante, de forma agotadora, en los meses que antecedieron a la formación de Cortes Constituyentes, a la misión imposible de que el Gobierno provisional proclamase la República sin la previa anuencia y sanción del órgano legislador. Sin cumplirse en su constitución las expectativas de escaños despertadas en la opinión republicana, Castelar se consagró desde el suyo a difundir los principios de su credo político, en el que los elementos religiosos gozaban de indudable trascendencia.

Y fue su defensa la que originaría —el 12 de abril de 1869— uno de los dos o tres instantes mágicos registrados en los anales del Parlamento español, convertido ese día en referencia vertebradora y seña de identidad espiritual de no pocas generaciones iberoamericanas por espacio de casi un siglo. En efecto, el párrafo con que concluyera el extenso e improvisado discurso —“Grande Dios es en Sinaí [...]”—, e incluso la mayor parte de los parágrafos de éste, se erigieron en Biblia de conducta, canon de belleza y modelo de la retórica de mejor ley en libros y comportamientos cívicos y políticos de hornadas enteras de los siglos XIX y XX. Pues, ciertamente, al margen de su vibración religiosa y su valor oratorio, las ideas de solidaridad y tolerancia alcanzan en él una fuerza difícilmente superable. Un diario madrileño de los de mayor ascendiente y crédito, El Imparcial, reflejaba en el siguiente juicio el sentir de la inmensa mayoría de los coetáneos: “El señor Castelar no pertenece a la minoría, ni a la mayoría, ni aun a la Cámara: el señor Castelar es una gloria nacional. El párrafo final de su discurso, la soberbia protesta contra la fatalidad invocada por el señor Monterola fue de un efecto indescriptible y de lo más artísticamente patético que hemos oído.

Aquella comparación entre el Dios del Sinaí, precedido del trueno y acompañado del rayo, y el Cristo de la Cruz que, desgarrado, frío, yerto, entre dos ladrones levantaba su lívida cabeza y decía:
 ‘Perdónalos, Señor’, arrancó lágrimas a más de un diputado que sin preciarse de neo sabe admirar lo sublime. Quizá el entusiasmo nos arrastra a donde sólo la fría crítica debe llegar; pero con la mano sobre el pecho creemos que pocas cosas habrá en la lengua española más hermosas que este párrafo; que pocas cosas se habrán escrito en la gran lengua latina más soberanamente grandes; que ningún orador, ni griego ni romano, habrá aventajado en inspiración a esa gloria española que hoy se sienta en la Cámara soberana de la representación nacional” (Llorca, 1966: 143-144).

Una vez votada en junio la Carta Magna de la Septembrina, el diputado por Zaragoza prosiguió en la Cámara Baja su labor de pedagogía política y patriótica.

Por la especial proyección que en la España decimonónica prestaba el Parlamento a la socialización de idearios y pensamientos, fue desde su escaño desde donde llevó a cabo una de las más completas y, particularmente, más divulgadas definiciones del nacionalismo español. Exaltación de los valores evangélicos y de manera muy peraltada del de la libertad se erigiría en pivote de su concepción nacionalista. Con sacrificios sentimentales y alguna que otra contradicción ideológica, Castelar no vaciló en situar en la España imperial el fastigio de la nacionalidad hispana. Fue el Quinientos para él la etapa en que refulgieran más abrillantadamente las cualidades de la “raza” y la cultura hispanas, ora en las letras, ora en las artes, ora en la filosofía y el derecho, semejándole su continuidad una prolongada decadencia hasta la hora, trágica y memorable a un tiempo, de la guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz... Según elocuente y difundida confesión personal, en el cotejo de España con otros grandes países como Francia, Gran Bretaña, Italia —de singular imantación para su espíritu y sensibilidad—, le ocurría igual que en la comparación del rostro de su idolatrada madre con el de otras hermosas mujeres, en que la elección no tenía sombra de duda... Explicitada tal imagen del nacionalismo español en múltiples pasajes de sus discursos parlamentarios y textos académicos, sería en las famosas intervenciones en el Congreso de 3 de noviembre de 1869 y 20 de junio de 1871 cuando tal vez su sentimiento nacionalista ofreciera sus perfiles más característicos al entonar, a propósito de la elección y ocupación por Amadeo de Saboya el trono de España, la loanza de la monarquía de los primeros Austrias.

“[...] Y váis a lanzar sobre un pueblo así un monarca extranjero? Si no lo siente, si no se remueve, si no se levanta la nación española de su indiferencia, ah! demostrará algo bien triste, bien doloroso para todos nosotros: demostrará que España ha muerto, que ha muerto en España sus más nobles, sus más antiguos, sus más característicos sentimientos. Nuestros conquistados nos conquistan. Nuestros vasallos vienen a ser nuestros dominadores. De las migajas caídas de los festines de nuestros reyes se formaron cuatro o cinco reinos en Italia. La isla de Cerdeña apenas se veía en el mapa inmenso de nuestros dominios, y la isla de Cerdeña se ha levantado, nos ha conquistado, y no tanto por su esfuerzo, cuanto por nuestra debilidad y nuestra miseria. Si España no se resiente de esta herida, vistámonos de luto como hijos sin madre, porque ha muerto, Sres. diputados, ha muerto nuestra patria [...]. Esta nación [España] de la cual eran alabarderos y nada más que alabarderos, maceros y nada más que maceros, los pobres, los obscuros, los hambrientos Duques de Saboya, los fundadores de la dinastía [...]. Digo y sostengo que los Duques de Saboya seguían hambrientos el carro de Carlos V, de Felipe II y de Felipe V”.

Llegada la República, Castelar ocupó la cartera de Estado en la recomposición del gabinete presidido por Estanislao Figueras, primando una vez más su sentido del Estado y la unidad de sus conmilitones que sus opciones y gustos personales. Con íntima tristeza contempló Castelar el irrefrenable deslizamiento de la nueva situación hacia el desorden generalizado, con pulsión contenida del desencanto que ello producía en sus ensueños de juventud e ilusiones de la madurez. A causa de tal ánimo no sorprende que su presidencia se vertebrase por la defensa a ultranza del principio de autoridad como antídoto más eficaz ante el caos que padecía el país cuando, a comienzos de septiembre de 1873, fuera investido de los máximos poderes. Tras suspender las sesiones de unas Cortes transformadas de facto en Convención y con la ayuda de unos ministros que anteponían su sentimiento patriótico al de partido, el cuarto y último presidente de la Primera República drenó sus principales energías a la pacificación del país. El restablecimiento de la malparada disciplina castrense se evidenció prontamente como el instrumento más idóneo; viniendo en auxilio de ello el retorno a la institución militar de los oficiales y jefes del arma de Artillería, separados de sus funciones como resultado de la crisis acaecida en el seno del prestigioso cuerpo en las postrimerías del reinado de don Amadeo como igualmente se descubriría de importancia capital en la reforma a ultranza del ejército republicano la incorporación de cien mil hombres, conforme al procedimiento clásico de las quintas, en otra época denostado por Castelar. Y así, mientras los cantonalistas cartageneros eran doblegados por la escuadra del almirante Lobo y las tropas del general López Domínguez, las de Moriones lograban sofocar el levantamiento carlista del País Vasco. 
Al propio tiempo, los asuntos de una Hacienda en práctica bancarrota lograron enderezarse y las muy tensionadas relaciones con el Vaticano se encalmaron considerablemente con la presentación a Roma de una amplia y prestigiada hornada episcopal, que obtendría el correspondiente placet pontificio. Entretanto, sin embargo, el frente cubano de la “Guerra chica” comprometía gravemente la obra de gobierno castelariana con una crisis de grandes proporciones. El apresamiento del vapor Virginius con pabellón norteamericano —en realidad, un navío filibustero al servicio de los independentistas cubanos— en aguas internacionales por la corbeta El Tornado —31 de octubre de 1873— y el inmediato fusilamiento, por procedimiento militar sumarísimo, en Santiago de Cuba de cincuenta y tres de sus ocupantes, colocaron a España al borde de la guerra con los Estados Unidos.
Una ardua operación diplomática en la que, en un clima enfebrecido por un chovinismo suicida, el presidente del gobierno sólo contó verdaderamente con la colaboración del representante de Madrid en Washington —Polo y Bernabé—, arribó in extremis la solución de la difícil coyuntura. Pocas horas después, con no pocos logros que exhibir en los algo de más cien días de su mandato, expirado el plazo de suspensión del Parlamento, Castelar se presentaba ante sus miembros en un clima de hostilidad universal en los sectores maximalistas del régimen, dueños de su más activa militancia y de la prensa más pugnaz. Rechazado un ultimátum de los prohombres del sistema para dar marcha atrás en su conservadurismo autoritario, e incluso desdecirse de algunas de sus iniciativas más fecundas, Castelar solicitó la confianza de la Cámara, que la recusaría por ciento veinte votos contra cien. 
Acto seguido, en la madrugada del 3 de enero de 1874, Castelar presentó su dimisión, que no pudo ser tramitada por la interrupción de la sesión debido a la entrada en el palacio de la Carrera de San Jerónimo de una sección de la Guardia Civil, entrada en el recinto por orden del capitán general de Madrid, el artillero Manuel Pavía, el más conspicuo ayudante de Prim y el general de mayor fidelidad a su memoria entre los muchos contemporáneos que tuvieran al marqués de los Castillejos como modelo y espejo.
Un oportuno viaje por el extranjero mitigó el dolor que la frustración de su proyecto de una República de corte auténticamente presidencialista en la que la autoridad no se viese incompatible con la democracia y, de otro lado, tampoco a la libertad con la igualdad, depositara inamoviblemente en su trémulo espíritu.

Con el paso del tiempo, la acción lenitiva de éste y el retorno con toda intensidad al cultivo de las Humanidades, así como una asidua actividad periodística descomprimieron grandemente su tensión política y, consiguientemente, su entrega a ella. Antes, empero, de que llegara tal momento, su indeficiente elección por Huesca en los diferentes parlamentos de la Restauración Alfonsina, propició la defensa de su obra y del credo insobornable que la alimentase. Viejos y nuevos temas a la manera de la separación de la Iglesia y el Estado, el sufragio universal o el servicio militar obligatorio se retomaron por una voz que conservaba intacto su magnetismo retórico. Conjuntamente, lecturas y experiencias decantaron en su ánimo la exactitud de la imprecación que le dirigiera en vísperas de la llegada de don Amadeo que, “si difícil era hacer una monarquía con escasa cimentación social, aun lo era más construir una república sin republicanos [...]”, corroborando su intuición de la imposibilidad de ésta por el atávico monarquismo de Castilla... Sean cuales fueren las causas verdaderas del enfriamiento, que no renuncia ni abdicación, de sus miras políticas, éstas se centraron en la plenitud del canovismo en influir intramuros a las clases dirigentes en su completa democratización, con la asunción sin restricciones de las banderas de la Gloriosa. “Mejor lista civil que guerra civil”. Tal lema del minoritario pero muy influyente partido Posibilista que fundara y dirigiese, sintetizaba palmariamente el pensamiento castelariano cara al escenario y las metas en que querría desenvolverse la corriente republicana obediente a su liderazgo. Prevalido en parte de su íntima amistad con Cánovas y diplomáticas relaciones con Sagasta, que le permitía un cierto margen de ascendencia sobre el rumbo de la Restauración, no levantó obstáculos frente al desenvolvimiento de una monarquía parlamentaria que, por la lógica del proceso histórico tal y como lo entendía Castelar, desembocaría en otra auténticamente democrática, conforme al modelo seguido por la británica, bien conocido y admirado por él. 

El camino recorrido en su entrañada Italia por la otra en tiempo despreciada dinastía saboyana era, a sus ojos, la prueba indubitable de la viabilidad del modelo en el marco de las monarquías mediterráneas. Al encontrar que en el “quiquenio glorioso” sagastino las leyes del jurado y el sufragio universal habían encontrado acomodo en la legislación del régimen de Sagunto, licenció a sus menguadas huestes —en gran proporción, asentadas prontamente en el partido del “Viejo Pastor”— y se engolfó casi por entero en las aguas de la investigación histórica y la creación literaria, con frecuentes y, a las veces, prolongados viajes por Francia e Italia, en la que fuera recibido en dos ocasiones por el mismo León XIII, por el que sentía una viva y correspondida simpatía. En total oposición con Pi y Salmerón —por los que había anidado una ilimitada antipatía— respecto a la estrategia y táctica que debiera seguir el republicanismo finisecular, la crisis noventaochentista le arrancó de su voluntario exilio público, alarmado por el desarrollo de los nacionalismos periféricos y aún del simple autonomismo conque el partido conservador encabezado por Silvela procurara desatascar la situación de parálisis entre Madrid y aquéllos. Reingresado en el Congreso en las elecciones de abril de 1899, tras no pocas dificultades salvadas por la generosidad de su opositor Juan de la Cierva, los planes ambiciosos acariciados por Castelar respecto a un republicanismo palintocrático quedaron en el limbo de los propósitos por su tránsito acaecido en el mes siguiente.
La España oficial tampoco desmintió con ocasión de su muerte su incoercible proclividad por la mezquindad.
Al cantor epinicio de las hazañas de los antiguos españoles en ambos hemisferios y al restaurador de su moral y fuerza en la crítica coyuntura del otoño de 1873 se le negaron por parte del ministro de la Guerra, el “general cristiano”, C. Polavieja, los honores militares.
Afortunadamente, y como también no es infrecuente en las costumbres nacionales, la noble y caballerosa figura de Arsenio Martínez Campos en unión de otros varios compañeros de armas escoltaron el multitudinario recorrido fúnebre —de unas cuarenta mil personas— hasta la madrileña Colegiata Sacramental de San Ginés, donde esperó el juicio de la Historia.
Aunque su figura aún no ha tenido el estudio condigno a su importancia, la mayor parte de los especialistas de la segunda mitad del siglo XIX se muestran contestes en señalar su relevancia como introductor de una de las corrientes esenciales del republicanismo hispano, así como descubren una considerable unanimidad en ponderar su prudente y meritoria tarea gobernante en período tan breve como el que estuviera al frente del país. Menos favorable es el juicio acerca de su prolífica labor historiográfica. La escasa acribia documental, el exceso de formalismo y retórica, el artificio y gratuidad de muchos planteamientos y, en fin, su incoercible tendencia subjetivista y pathos teatral invalidan un quehacer que tiene quizá su máximo y actual valor en la atención por la vertiente artística del trabajo histórico. En punto a su menos extensa producción literaria, no se aleja mucho del citado, el juicio merecido a la crítica hodierna. Novelas y ensayos decaen mucho en la comparación con las viñetas y, sobre todo, cuadros y estampas de viaje, acreedores a una lectura reposada.


Obras de ~: Ernesto. Novela original de costumbres, Madrid, Imprenta de Gaspar y Roig, 1855; Lucano. Su vida, su genio, su poema, Madrid, Marín Laviña, 1857; La Hermana de la Caridad, Madrid, Imprenta de J. A. García, 1857; Ideas democráticas: La fórmula del progreso, Madrid, I. Casas y Díaz, 1858; La redención del esclavo, Madrid, Librería de A. de San Martín, editor, 1859; Cartas a un Obispo sobre la libertad de la Iglesia, Madrid, A. Galdó, 1864; Recuerdos de Italia, Madrid, Fortanet, 1872; Vida de Lord Byron, Madrid, La Propaganda Literaria, 1873; Historia de un corazón, Madrid, Aribau y Cía, 1874; Un año en París, Madrid, Est. Tipográfico de El Globo, 1875; Estudios históricos sobre la Edad Media y otros fragmentos, Madrid, Librería de A. de San Martín, editor, 1875; Cartas sobre política europea, Madrid, Librería de A. San Martín, editor, 1876, 2 vols.; La Rusia contemporánea. Bocetos históricos, Madrid, Aribau y Cía, 1881; Las guerras de América y Egipto. Historia contemporánea, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1883; León Gambetta, Madrid, Imprenta de El Día, 1883; Historia del año 1884, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1884; Galería histórica de mujeres célebres, Madrid, Álvarez Hermanos, 1886-1888, 8 vols.; Nerón. Estudio histórico, Barcelona, Montaner y Simón, 1891-1893; Historia del descubrimiento de América, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1892; Obras Escogidas, pról. de Á. Pulido, Madrid, Imprenta Gráfica Universal, 1922-1923, 12 vols.; Discursos parlamentarios, ed. de J. Vilches, Madrid, Congreso de los Diputados, 2003.

Bibl.: A. Sánchez del Real, Castelar, su vida, su carácter, sus costumbres, sus obras, sus discursos, influencias en la idea democrática, etc., Barcelona, Salvador Manero, 1873; M. González Araco, Castelar, su vida y su muerte. Bosquejo historico-biografico, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1900; G. Alberola, Semblanza de Castelar, Madrid, Ambrosio Pérez y Cía, 1904; B. Jarnes, Castelar, hombre del Sinaí, Madrid, Espasa Calpe, 1935; M. Almagro San Martín, La pequeña historia. Cincuenta años de vida española (1880-1930), Madrid, Afrodisio Aguado, 1954; A. Eiras Roel, El Partido Demócrata español (1849‑1868), Madrid, Rialp, 1961; C. Llorca, Emilio Castelar, Precursor de la Democracia Cristiana, Madrid, Biblioteca Nueva, 1966; C. A. M. Hennessy, La República Federal en España. Pi y Margall y el movimiento republicano federal, 1868‑1874, Madrid, Aguilar, 1967; J. Andrés Gallego, “La última evolución política de Castelar”, en Hispania, n.º 115 (1970), págs. 358‑393; C. Dardé, “Los partidos republicanos en la primera etapa de la Restauración”, en J. M. Jover Zamora, El siglo xix en España: doce estudios, Barcelona, Planeta, 1974, págs. 433‑462; M. Espadas Burgos, “La cuestión del ‘Virginius’ y la crisis cubana durante la I República”, en Estudios de Historia Contemporánea, I (1976), págs. 329‑354; N. Alcalá Zamora, La oratoria española, Barcelona, Grijalbo, 1976; A. Martínez de las Heras, La crisis cubana en el arranque del sexenio democrático, Madrid, Universidad Complutense, 1986, 2 vols; G. Gómez Ferrer, “Cuba en el horizonte internacional de la República de 1873”, en Quinto Centenario, 10 (1986), págs. 121‑128; N. Townson (ed.), El republicanismo en España (1830-1977), Madrid, Alianza, 1994; J. Rubio, La cuestión de Cuba y las relaciones con los Estados Unidos durante el reinado de Alfonso XII. Los orígenes del “desastre” de 1898, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1995; J. Vilches, Emilio Castelar. La patria y la república, Madrid, Biblioteca Nueva, 2001.



Vicente de Manterola y Pérez.



Biografía.

Manterola y Pérez, Vicente. San Sebastián (Guipúzcoa), 22.I.1833 – Alba de Tormes (Salamanca), 24.X.1891. Eclesiástico, escritor, político y carlista.

Nació en el seno de una familia modesta, de abolengo carlista. Él mismo se consideró como un carlista de siempre, como uno de aquellos que se alimentaron con la doctrina y las esperanzas del partido desde la cuna.
Después de adquirir los primeros conocimientos en Latín, Humanidades y Francés en la capital donostiarra, ingresó en el seminario conciliar de Pamplona en 1846, donde logró lisonjeras apreciaciones. Recibió el grado de licenciado en Sagrada Teología en el seminario central de Toledo y se doctoró en el seminario de Salamanca.
A pesar de las instancias del prelado de Salamanca para que se encargara de una cátedra del seminario central prefirió volver a Pamplona y luego a San Sebastián, donde ejerció el profesorado. Fue sucesivamente canónigo magistral de la catedral de Pamplona, secretario de cámara del obispo de Calahorra, Antolín Monescillo, y canónigo magistral de la catedral de Vitoria a partir del 22 de octubre de 1862.
La intolerancia caracterizaba ya al joven clérigo que escribe en un folleto de aquel año:
 “¿Es posible que haya españoles que quieran para su patria la libertad de cultos? ¿Han pensado alguna vez qué es lo que pretenden? ¡Nada! Que puedan los protestantes venirse a España y dar en ella culto a Dios según su conciencia les dicte”.
En la capital de Álava su actividad fue pasmosa.
Se encargó de la dirección del Boletín Eclesiástico del Obispado, en el cual hizo gala de sus talentos de polemista, fue uno de los principales animadores de la “Sociedad de propagación de buenos libros”, y fomentó la creación de varias asociaciones de carácter religioso y social como las Conferencias de San Vicente de Paúl. Su fama de orador fue cada día más grande y se requirió su presencia en todas partes. El viernes santo del año 1864, predicó en la Real Capilla ante la reina Isabel II. En las Provincias Vascongadas se apreció particularmente el fervor vasquista del predicador que solía alabar la independencia de esas provincias jamás conquistadas y la bondad de sus costumbres.
El sermón que pronunció en Villarreal de Álava, el día de san Prudencio en el año de 1865, es un verdadero y muy peculiar himno a la lengua vasca, una lengua, según él, “en que la blasfemia es imposible, una lengua que jamás se ha visto salpicada por la inmunda baba de Satanás”.
El 7 de septiembre de 1866 se publicó en Vitoria el primer número de una revista que desempeñó un papel importante en la propaganda de los tradicionalistas: el Semanario Católico Vasco-Navarro, fundado y dirigido por Manterola. En sus primeros años, la revista se conformó con defender la ortodoxia de la fe católica y los intereses de la Iglesia pero acabó tomando abiertamente partido por don Carlos. El 9 de julio de 1869 publicó la carta-manifiesto del pretendiente carlista a su hermano Alfonso. Los últimos números, en el año 1873, fueron verdaderos llamamientos a las armas.
Las actividades del batallador clérigo no fueron del agrado del Gobierno y se le comunicó que su presencia en Vitoria era perjudicial al orden público. Fue emplazado en Madrid el 27 de diciembre de 1868 por el ministro de Gracia y Justicia, que era entonces Romero Ortiz. El comité electoral católico de Guipúzcoa, que defendía en realidad las tesis carlistas, le designó como uno de sus candidatos para representar a aquella provincia en las Cortes Constituyentes de 1869. El final de la proclama electoral fechada en Zumárraga el 4 de enero de 1869, y sin duda inspirada por Manterola, expresa claramente el sentido de esta candidatura capitaneada por el canónigo de Vitoria: 
Hé aquí lo que vuestros votos han de significar: Dios y Fueros; pero Dios sobre todo. Antes que otra cosa, somos hijos de la Iglesia Católica Apostólica Romana, y al triunfo de su causa, que es la causa de Dios, sacrificamos todas las cuestiones meramente humanas”.

Elegido por Guipúzcoa, Manterola recobró la libertad de movimiento con la inmunidad parlamentaria.
Empezó para él una nueva e importante etapa de su vida pública, la actividad parlamentaria, la única, prácticamente, que recordará la mayoría de los historiadores por el duelo que sostuvo con Castelar.
La apertura de las Cortes tuvo lugar el 11 de febrero.
Fueron días importantes para España. Las Cortes debían fijar la suerte de la nación y para eso lo primero que había que hacer era elaborar una Constitución. A este respecto, dos puntos motivaron reñidos debates, la forma de gobierno y más aún la cuestión religiosa.
El gran combate empezó el 7 de abril con la intervención de Castelar y pronto se redujo a una lucha singular entre éste y Manterola, uno de los grandes oradores, a quien, como dijo Blasco Ibáñez, aquella revolución sacó de la oscuridad. El diputado por Guipúzcoa, aludido por Castelar días antes, intervino el 12 de abril.
Su discurso, buen ejemplo, por su extensión, grandilocuencia y vehemencia, de la oratoria política de entonces, ocupó toda la tarde. El final de su intervención da una idea exacta de la tónica general del discurso:
 “[...] si España tiene la desgracia de lanzarse en los descarnados brazos del libre-cultismo, ese día la España de los recuerdos, la España de las antiguas glorias ha muerto, ese día su nombre habrá desaparecido del mapa de los pueblos civilizados, ese día ¡Dios no lo permita! caerá esta pobre Nación abrazada a su osorio [...]”. 
Manterola, ni que decir tiene, hizo alarde hasta tal punto de su habitual energía que alguien pudo decir que “dio estocadas y mandobles en vez de bendiciones”.
Perdido el combate por la unidad religiosa, guardó silencio durante largos meses, hasta el 31 de enero de 1870 exactamente, día en que intervino para pedir que no hubiese arreglo parroquial posible sin la intervención de la potestad eclesiástica. Antes de despedirse para siempre de la Cámara, había de dar un vibrante y audaz grito en favor de la causa de don Carlos. Aprobada la Constitución el 1 de junio, su combate parlamentario cesó. La estancia en las Cortes ya no tenía razón de ser para él desde el momento en que se aprobó el artículo 21 que consagraba la libertad de cultos en España.
Perdida la batalla del Parlamento, para Manterola como para otros muchos, el último recurso de la Iglesia era el carlismo. Se lanzó decididamente a la conspiración y fue designado como un enemigo del orden público por las autoridades, principalmente en el País Vasco.
Cuando el joven pretendiente decidió convocar la asamblea de Vevey, el 18 de abril de 1870, para solucionar el problema planteado por la dimisión de Cabrera, Manterola acudió a Suiza con los próceres del carlismo. En el verano de 1870, ya era el decidido e impaciente partidario del levantamiento en armas y acuden a su residencia de San Juan de Luz los jefes militares de las Provincias Vascongadas. La intentona del mes de agosto, conocida bajo el nombre de La Escodada, no le desanimó. Estaba convencido de que sería un grave error abandonar la empresa de “aplastar para siempre el liberalismo en España”. No habían de faltar al Rey “ni soldados que se batan como leones, ni entendidos capitanes que los conduzcan a la victoria”.

Cuando se disolvieron las Cortes, el 2 de enero de 1871 y el Gobierno de Amadeo de Saboya fijó las elecciones de los nuevos diputados, Manterola se negó a presentarse. Decididamente, el canónigo y el diputado habían cedido el sitio al conspirador. En San Juan de Luz, presidió la Junta foral carlista vasconavarra encargada de recaudar dinero y adquirir armamento, pero, unos meses después, don Carlos disolvió dicha junta. En realidad el pretendiente no tenía muy buen concepto de Manterola, a quien reprochaba su ingenuidad y falta de sentido común, si bien reconocía su inegable talento.
En la costa vasca, Manterola compaginó muy bien su vida religiosa con su actividad política. Tras decir misa, cada mañana, a las ocho, en San Juan de Luz, se trasladaba a Bayona para predicar en la misa de once, llamada entonces “la misa española” por el gran número de emigrados carlistas que concurrían a la catedral.
Su elocuencia le solía valer una buena colecta que destinaba a las necesidades del carlismo.
Los trabajos de conspiración no le impidieron, sin embargo, formar parte del nutrido grupo de publicistas carlistas que cantaban los méritos de don Carlos.
A pesar del cansancio y de la enfermedad, dio a la imprenta tres folletos publicados por el editor madrileño Pérez Dubrul en 1871: Don Carlos o el petróleo, Don Carlos es la civilización y El espíritu carlista. En el primero, indudablemente el más conocido, Manterola señala el problema que se plantea en España: o don Carlos o los “petroleros”. Da la voz de alerta para infundir “sanos temores” a los elementos conservadores.
Si no quieren otra Comuna en España, es preciso llamar a don Carlos. Contra la Internacional, el único recurso es el carlismo. En el segundo escrito, es notable, en particular, la impugnación que el autor hace del capitalismo, parte integrante de la odiada civilización moderna, más dura para el pobre que el Antiguo Régimen. En el tercero llama la atención la condenación del despotismo.

Cuando el pretendiente entró en España, Manterola fue uno de los pocos que le acompañaron en la arriesgada aventura que terminó con el desastre carlista de Oroquieta. Don Carlos, perseguido por la policía francesa, volvió a Bayona, y fue Manterola quien le encuentra un alojamiento seguro.
A pesar de todas las precauciones que podía tomar, la actividad de Manterola fue tal que pronto llamó la atención de la policía francesa. Fue detenido en el verano de 1872 y llevado a París, en donde le encerraron en la cárcel militar del Cherche Midi. Merced a la intervención de Salustiano Olózaga —que había sido compañero suyo en las Cortes y que entonces era embajador de España en París— consiguió su libertad con la condición de abandonar Francia en veinticuatro horas. Conducido por un gendarme a la frontera de Bélgica, cambió de tren en la primera estación después de la frontera, y volvió en el acto, sin detenerse un minuto, a la costa vasca. Tomó entonces la iniciativa de formar en Bayona un comité de españoles y franceses cuya misión fue la de establecer comités en otras ciudades de Francia, Italia, Bélgica e Inglaterra con el fin de reunir fondos. Incansablemente trató de dar más vigor al movimiento carlista. Animó a los morosos, intervino para allanar las diferencias surgidas entre don Carlos y la Junta militar vasconavarra, viajó a Inglaterra y Bélgica, siempre en busca de fondos y apoyos.
Durante la guerra no desmayó nunca en sus esfuerzos.
De los muchos publicistas que se hicieron famosos en los años anteriores a la guerra, fue, con Valentín Gómez, uno de los pocos que permanecieron en primera línea. Auditor general del vicariato castrense, primero, pasó a ser vicario general interino. Profesor del instituto de segunda enseñanza de Vergara, colaboró en el órgano oficial del carlismo El Cuartel Real, y predicó en la Corte carlista que estuvo en Estella y luego en Durango.
Cuando terminó la guerra, su nombre se había hecho demasiado famoso para que se restableciera en su canongía de Vitoria. Comió, como muchos, el pan amargo de la emigración en Francia primero, luego en Roma. Comprendido en un indulto, regresó a España y prestó juramento a Alfonso XII. Obtuvo la parroquia de San Andrés en Madrid. Poco después ganó la canongía de Málaga, luego la de Sevilla, y, por fin, la de Toledo.
Gran admirador y panegírico de santa Teresa, Manterola acudía todos los años al Novenario que Alba de Tormes dedicaba a la santa. Allí le sorprendió la muerte el 24 de octubre de 1891.

 
Obras de ~: Ensayo sobre la tolerancia religiosa de España en la segunda mitad del siglo xix, Calahorra, 1862; Discurso pronunciado en la insigne Iglesia Colegial de Santa María de la Redonda de Logroño el 11 de julio de 1862, Logroño, 1862; Sermón que en la solemnísima función religiosa que como anuales cultos dedica la muy noble y muy leal provincia de Alava a su Patrono San Prudencio, pronunció el Dr. D. Vicente Manterola, Predicador de Su Majestad y Canónigo Magistral de la Santa Iglesia Catedral de Vitoria, en presencia del Sr. Diputado y Juntas Generales de dicha provincia en la villa de Villareal,Vitoria, Hijos de Manteli, 1865; La Virgen Madre. Folleto de actualidad de propaganda católica en que se vindica la perpetua virginidad de la Santísima Madre de Dios de los violentos ataques de la impiedad contemporánea, Vitoria, Sanz y Gómez, 1869; El Apostolado de Roma. Su influencia benéfica desde el punto de vista social y político y social, o sea Vindicación del poder extraordinario de los Padres de la Edad media, Vitoria, Sanz y Gómez, 1869; Manual de controversia con los Protestantes, Vitoria, Sanz y Gómez, 1869; Discurso pronunciado el 12 de abril de 1869 y rectificaciones en los días 13 y 14 del mismo tomadas del Diario de sesiones, Vitoria, Sanz y Gómez, 1869; Don Carlos o el Petróleo, Madrid, Pérez Dubrul, 1871; El espíritu carlista, Madrid, Pérez Dubrul, 1871; Don Carlos es la civilización, Madrid, Pérez Dubrul, 1871, El Satanismo o sea la cátedra del Espíritu Santo. Refutación de los errores de la escuela espiritista, Barcelona, Espasa y Salvat, 1879; Afirmaciones católicas, Madrid, José del Ojo y Gómez, 1884.

Bibl.: M. Bautista, Biografía de D.V. Manterola, Madrid, Alonso, 1869; VV. AA., Los Diputados pintados por sus hechos. Colección de estudios biográficos sobre los elegidos por el sufragio universal en las Constituyentes de 1869, Madrid, Labajos, 1869; J. Rico y Amat, La Unidad católica. Biografías de los Diputados católicos que han tomado parte en los debates sobre la cuestión religiosa en las Cortes Constituyentes de 1869, Madrid, R. Moreno, 1869; J. Nombela, Detrás de las trincheras, Madrid, M. G. Hernández, 1876; F. Melgar, Pequeña historia de las guerras carlistas, Pamplona, Gómez, 1958; S. Petschen, Iglesia-Estado. Un cambio político. Las constituyentes de 1869, Madrid, Taurus, 1974; V. Garmendia, Vicente Manterola, Canónigo, Diputado y Conspirador carlista, Vitoria, Caja de Ahorros Municipal, 1975; J. Extramiana, “De la paz a la guerra: Aspectos de la ideología dominante en el País Vasco de 1866 a 1873”, en Boletín Sancho el Sabio, 20 (1976), págs. 7-89; F. Rodríguez de Coro, “Vicente Manterola y algunos presupuestos de su intolerancia religiosa (1866)”, en Boletín de Estudios Históricos sobre San Sebastián, 10 (1976), págs. 209-234; País Vasco, Iglesia y Revolución liberal, Vitoria, Caja de Ahorros Municipal, 1978.




Noche de San Daniel.




La tribuna.
¿De quién es el Patrimonio Nacional?

El autor reflexiona sobre la composición del Patrimonio Nacional después de que desde el Tribunal de Cuentas se haya propuesto que edificios ligados por historia a la Corona reviertan al Estado.

 Ángel Menéndez Rexach
17 mayo, 2016 

El artículo "Zarpazo a la Corona desde el Tribunal de Cuentas", publicado en este periódico el pasado 18 de abril, suscita algunos interrogantes sobre el significado actual del Patrimonio Nacional (PN) y la conveniencia de mantener o revisar el régimen jurídico de los bienes que lo integran. El artículo reseña las posiciones contrapuestas de una consejera del Tribunal de Cuentas y de la Abogacía del Estado, que parecen resumirse en la propuesta de integrar la mayor parte de los bienes del PN en el general del Estado o bien mantener el statu quo. Sin ánimo de terciar en el debate, pues desconozco el contenido de los informes en que se basa el artículo, algunas consideraciones sobre el origen y la regulación actual de la institución pueden ser útiles para centrar la cuestión.

Hace ya bastantes años Luis Carandell publicó en su Celtiberia show la foto de un cartel en el que se leía:
 "Patrimonio Nacional. Propiedad privada. Prohibido el paso".

 Recuerdo haberlo visto en el Monte de El Pardo y en algún otro sitio del PN y, desde luego, uno se quedaba perplejo ante lo que parecía una manifiesta contradicción: si es patrimonio nacional, ¿cómo puede ser propiedad privada y por qué está prohibido el paso?

Esa información tan sucinta no era, desde luego, políticamente correcta, pero tampoco lo era jurídicamente, porque los bienes del PN no son propiedad privada del Estado, sino que tienen un régimen de especial protección sustancialmente idéntico al de los bienes de dominio público. Su titular es el Estado, como organización política de la nación, pero están fuera del tráfico jurídico, por lo que no se pueden enajenar ni ser objeto de cualquier forma de privatización. En cambio, los bienes del patrimonio del Estado sí son propiedad de éste y, por ello, se pueden vender, gravar, etc. conforme a la legislación aplicable.

A primera vista, proponer la integración de los bienes del PN en el general del Estado no parece un avance, sino más bien un retroceso en cuanto a la protección de estos bienes, salvo que se declarase expresamente que no son bienes patrimoniales, sino de dominio público. El PN y el del Estado son instituciones distintas según la Constitución (art. 132.2), por lo que, salvo reforma constitucional, hay que mantener la sustantividad de aquél, que no se puede diluir sin más en éste, aunque ambos sean de titularidad estatal.

Según su ley reguladora de 1982 "tienen la calificación jurídica de bienes del Patrimonio Nacional los de titularidad del Estado afectados al uso y servicio del rey y de los miembros de la Real Familia para el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las leyes les atribuyen". 
Esa vinculación es una reminiscencia histórica, que hoy resulta anacrónica y que sólo se entiende en el contexto de la evolución del Real Patrimonio desde el Antiguo Régimen hasta nuestros días. Lo mismo puede decirse de los derechos y cargas de patronato sobre fundaciones religiosas, que también se integran en el PN.

En el Antiguo Régimen las rentas reales se aplicaban indistintamente a las atenciones de la Real Casa y de las Secretarías de Estado y del Despacho, en una situación de gran confusión, que la Constitución de Cádiz intentó resolver implantando un sistema de "dotación" del rey y su familia. El preámbulo lo explicó en un párrafo muy conocido: 

"La falta de conveniente separación entre los fondos que la Nación destinaba para la decorosa manutención del rey, su familia y casa, y los que señalaba para el servicio público de cada año, o para los gastos extraordinarios que ocurrían imprevistamente, ha sido una de las principales causas de la espantosa confusión que ha habido siempre en la inversión de los caudales públicos. De aquí también la funesta opinión de haberse creído por no pocos, y aun intentando sostener como axioma, que las rentas del Estado eran una propiedad del monarca y su familia".

El remedio fue la fijación, al principio de cada reinado, de una dotación anual para el rey y su familia (lo que se conoce como "lista civil"). Además de esta dotación anual, la Constitución de 1812 atribuyó al rey "todos los Palacios Reales que han disfrutado sus predecesores", así como los terrenos que las Cortes "tengan por conveniente reservar para el recreo de su persona" (art. 214).

Al restablecer el Antiguo Régimen (y, por tanto, el Real Patrimonio) en 1814, Fernando VII decidió separar "enteramente el gobierno e interés de mi Real Casa de los demás del Estado", encargando al mayordomo mayor el conocimiento "de todos los asuntos de palacios, bosques y jardines reales, patrimonio real y alcázares, nombramiento de empleados en todos estos ramos y sus dependencias". Esos bienes se consideraban de titularidad del rey, quien los gestionaba a través de su Casa.
A la muerte de Fernando VII (1833) había gran confusión, por no estar diferenciados con claridad tres conjuntos de bienes: a) los adscritos a la Corona para su uso y disfrute; b) el caudal privado del rey (es decir, los que posee como un particular); c) los bienes del Estado. En 1838 se creó una comisión para identificar los bienes del Real Patrimonio, pero la materia no se regularía hasta 1865, cuando la ejecución de la legislación desamortizadora hizo imprescindible deslindar los bienes del Estado y los de la Corona, para determinar cuáles se podían vender y cuáles no.

La Ley de 19 de mayo de 1865, del Patrimonio de la Corona (denominación que sustituyó a la de Real Patrimonio), señaló los bienes integrantes (el Palacio Real de Madrid, los Reales Sitios del Buen Retiro, la Casa de Campo, la Florida, el Pardo, Aranjuez, la Alhambra, etc.) y declaró en estado de venta los demás, atribuyendo al Estado el 75% de los ingresos que se obtuvieran y a la Corona el 25% restante. Este reparto, alabado como una muestra de generosidad por los partidarios de la reina, fue duramente criticado desde las filas republicanas.

Emilio Castelar publicó un artículo de título irónico ("El rasgo") en el que arremetía contra el todavía proyecto de ley porque "en los países constitucionales el rey debe contar por única renta la lista civil" y no tener una masa ingente de bienes como la que le atribuía la futura ley ("Los bienes que se reserva el Patrimonio son inmensos: el veinticinco por ciento desproporcionado"). El Gobierno exigió al rector la destitución de Castelar de su cátedra y, ante su negativa, sustituyó al rector.
La reacción de los estudiantes y la represión policial dieron lugar a la tristemente célebre noche de San Daniel (10 de abril de 1865), de la que fue testigo Benito Pérez Galdós, a la sazón estudiante de Derecho, quien lo contó así en sus memorias:
"En aquélla época fecunda de graves sucesos políticos, precursores de la Revolución, presencié, confundido con la turba estudiantil, el escandaloso motín de la noche de San Daniel (…) y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos linternazos de la Guardia Veterana".
La situación jurídica del Patrimonio de la Corona ha sido un reflejo fiel de las vicisitudes políticas

La Ley de 1865 tuvo el mérito de diferenciar tres conjuntos de bienes que hasta entonces estaban entremezclados: a) el Patrimonio de la Corona, indivisible, integrado por bienes inalienables, imprescriptibles y no sujetos a gravamen alguno; b) el caudal privado del rey, que le pertenece en pleno dominio y que está sujeto a las contribuciones y cargas públicas y, en general, a las normas del derecho común; c) los demás bienes del antiguo Real Patrimonio no integrados en el de la Corona, cuyo destino es la enajenación.
En los años siguientes, la situación jurídica del Patrimonio de la Corona será un reflejo fiel de las vicisitudes políticas. En 1869, tras el exilio de Isabel II, se declaró extinguido, revirtiendo "en pleno dominio" al Estado los bienes que lo integraban. La medida no debió de ser efectiva, porque en 1873 se dispuso su "incautación" por el Ministerio de Hacienda, que continuaría administrándolos hasta que las Cortes decidieran sobre su destino.

El PN tiene un régimen de especial protección que justifica su separación del resto de bienes del Estado

La Restauración lo fue también del Patrimonio de la Corona, que se reguló por la Ley de 26 de junio de 1876, muy parecida a la de 1865. En 1931 se acordó de nuevo su incautación por el Estado, pasando sus bienes a integrar el "Patrimonio de la República". En 1940 se restableció con la denominación de "Patrimonio Nacional", propiedad del Estado, lo que explica la equívoca información contenida en los carteles antes mencionados.

En la actualidad, ya hemos visto que, conforme a su ley reguladora de 1982, el PN es de titularidad estatal inequívoca. Su gestión corresponde a un organismo, el Consejo de Administración del Patrimonio Nacional, encuadrado en la Administración General del Estado (en concreto, en el Ministerio de la Presidencia), no en la Casa Real. Pero tiene un régimen jurídico de especial protección que justifica su separación de la masa común de bienes patrimoniales del Estado. Ese tratamiento diferenciado viene impuesto por la Constitución y no parece seriamente cuestionable. Lo que sí se debería reconsiderar es la vinculación del PN "al uso y servicio del rey y de los miembros de la Real Familia”, que resulta hoy anacrónica.

Cabe reflexionar sobre el destino del PN, pero el Tribunal de Cuentas no es el foro más adecuado

Muchos bienes que integraban el Patrimonio de la Corona en 1865 ya no forman parte del PN (por ejemplo, la Alhambra, el Museo del Prado, el Retiro, la Casa de Campo, la Florida y otros), sin que ello signifique que hayan quedado desprotegidos. El debate del siglo XIX estuvo centrado en la titularidad de los bienes, si eran del rey o de la Nación. Esa cuestión está definitivamente zanjada.

En la actualidad, vale la pena reflexionar sobre la composición del PN (si se deben excluir o no algunos bienes) y sobre su destino, para ajustar la norma a la realidad, pues es evidente que la mayor parte de los bienes no están destinados al uso del rey y su familia. El PN no es del Rey ni tampoco propiedad privada del Estado, sino un patrimonio colectivo, que hay que preservar para las generaciones actuales y futuras, como testimonio de una tradición y una memoria colectiva. El debate tiene contenido, pero es de tono menor en comparación con el del siglo XIX y, en cualquier caso, no parece que el Tribunal de Cuentas sea el foro más adecuado para iniciarlo.



*** Ángel Menéndez Rexach es catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad Autónoma de Madrid y autor del libro 'La Jefatura del Estado en el Derecho Público Español'.



Madrid.– Aspecto de la Puerta del Sol durante los disturbios suscitados por los estudiantes en la tarde del 11 de abril. (Del boceto del ingeniero de Bordier.)



Se denomina Noche de San Daniel o Noche del Matadero a la del 10 de abril de 1865, en la que la Guardia Civil, unidades de Infantería y de Caballería del ejército español, reprimieron de forma sangrienta a los estudiantes de la Universidad Central de Madrid que realizaban una serenata de apoyo a su rector Juan Manuel Montalbán en la Puerta del Sol. Montalbán había sido depuesto tres días antes por orden del gobierno del Partido Moderado del general Narváez, a raíz de no haber destituido al catedrático Emilio Castelar tras la publicación por parte de este en el diario La Democracia de dos artículos muy críticos con la reina Isabel II, los días 21 y 22 de febrero de 1865. La Noche de San Daniel se enmarca en la primera cuestión universitaria de la historia de España —la segunda tuvo lugar en 1875 como resultado de la aplicación del decreto Orovio—.

Antecedentes.

El 27 de octubre de 1864, el Gobierno de Narváez había emitido una circular en la que se establecía expresamente la prohibición de que en las universidades o fuera de ellas los catedráticos emitieran opiniones por cualquier medio contrarias al Concordato de 1851 o defendieran, entre otras, las posiciones del krausismo.
El destacado dirigente del Partido Demócrata y catedrático de Historia de la Universidad de Madrid Emilio Castelar publicó el 29 de octubre un artículo titulado Declaración en el diario La Democracia, del que también era el director, en el que criticaba la circular del Ministerio de Fomento del 27 de octubre —en la que entre otras cosas se recordaba lo que decía la Ley Moyano de 1857 sobre que la enseñanza debía ajustarse a la ortodoxia católica— argumentando que era un ataque a la libertad de investigación y de docencia de los científicos españoles, es decir, era contrario a la libertad de cátedra.
En marzo de 1865 circulaban por la universidad madrileña en forma de librillos clandestinos varias obras de contenido krausista que habían sido incluidas en el Índice de libros prohibidos el año anterior. Esta situación dio lugar a las protestas en el seno universitario de los denominados neocatólicos, esto es, los miembros destacados del Partido Moderado más intransigentes a las doctrinas liberales.

Puerta del Sol en 1865


Al mismo tiempo, y dada la grave crisis económica de carácter endémico que atravesaba la hacienda pública, el gobierno decidió hacer frente a la misma mediante la enajenación de algunos bienes del Patrimonio Real, aplicando una parte (el 75 %) como ingresos públicos, y el resto entregándolo a la reina Isabel II.nota 2​ Este proyecto de ley provocó las iras del Partido Democrático y del Partido Progresista. Emilio Castelar, publicó el día 21 de febrero un artículo en La Democracia titulado «¿De quién es el Patrimonio Real?» y, al día siguiente, otro artículo titulado «El rasgo». En ambos se mostraba contrario a que una parte del dinero de la enajenación de los bienes fuera a parar a las manos privadas de la reina, considerando que el Patrimonio Real era propiedad de la nación.
La decisión de la reina de ceder el 75 % de los beneficios de la venta a la nación y así hacer frente al déficit del Estado, y de conservar para sí el 25 %, fue presentada en las Cortes por el presidente del gobierno y líder del Partido Moderado el general Narváez como un gesto «tan grande, tan extraordinario, tan sublime» que fue muy aplaudido por la mayoría de los diputados que calificaron a Isabel II de «émula de Isabel la Católica» y por la prensa dinástica que también se deshizo en elogios. Emilio Castelar, por el contrario, opinaba que no existía tal gesto —"el rasgo" como lo calificó irónicamente— porque lo que había hecho la reina en realidad había sido apropiarse del 25 % de un patrimonio que era «del país... La casa real devuelve al país una propiedad que es del país». 

Así pues el supuesto "rasgo" era en realidad un «engaño, un desacato a la ley, una amenaza..., y desde todos los puntos de vista, uno de esos amaños de que el partido moderado se vale para sostenerse en el poder que la voluntad de la nación maldice».​ Así pues, los artículos de Castelar «vinieron a descubrir el misterio [de la supuesta generosidad de la reina]: Isabel, agobiada por las deudas, se reservaba un 25 por 100 del producto de la venta de unos bienes que, en su mayor parte, no eran de su patrimonio, sino de la nación».​

Censura y represión.

Aunque el artículo fue censurado, no obstante se repartió por Madrid en forma de pasquines y octavillas. A pesar de todo, la polémica generada, no impidió que el 3 de marzo se presentara el proyecto de ley en el Congreso de los Diputados. Las críticas se acentuaron y, en aplicación de la circular gubernamental de 1864, el Ministro de Fomento, Antonio Alcalá Galiano exigió al rector de la Universidad Central, Juan Manuel Montalbán, el cese inmediato de Emilio Castelar, contra quien el 8 de marzo se dictaba auto de prisión. Ante la negativa del rector, el ministro publicó en la Gaceta de Madrid el cese del rector el día 7 de abril, al tiempo que Castelar era desposeído de su Cátedra de Historia.
La reacción del gobierno Narváez fue, pues, de gran virulencia, pues no solo separó de su cátedra de Historia de la Universidad de Madrid a Emilio Castelar y destituyó al rector de la Universidad, Juan Manuel Montalbán, por negarse a instruir el expediente contra su compañero, sino que el ministro de la Gobernación Luis González Bravo declaró el estado de guerra en previsión de incidentes.
Con el cese de Montalbán, el mismo día se nombró al neocatólico Diego Miguel y Bahamonde como nuevo rector. Las medidas provocaron una reacción inmediata de solidaridad con Castelar y Montalbán por parte del profesorado y de los alumnos, dimitiendo de sus puestos, entre otros, los catedráticos Nicolás Salmerón y Miguel Morayta. Con anterioridad, el 4 de abril a través del diario La Iberia se había sabido que se iban a tomar medidas represivas y se anunciaba para el día del cese una "serenata" de apoyo de los alumnos al destituido Montalbán.
El ministro de la Gobernación, Luis González Bravo, lejos de contemporizar y ante la posibilidad de que se celebrase la anunciada serenata, además de la proclamación del estado de guerra dictó un decreto que permitía al Gobierno la suspensión de los derechos constitucionales, la deportación interna de personas no afines y la censura de prensa. No obstante, el mismo día 7 se había autorizado la serenata por el gobernador civil de Madrid, José Gutiérrez de la Vega, pero inmediatamente fue prohibida por González Bravo. Por orden de estenota 5​ la Guardia Civil disolvió a los asistentes y cerró el centro de Madrid los dos días siguientes.

La Noche de San Daniel.



El lunes 10 de abril el nuevo Rector tomaba posesión de su cargo y juraba fidelidad a la reina. Esto provocó protestas entre los estudiantes y movilizó al Partido Progresista en los barrios del exterior de la capital. Por la tarde, estudiantes, obreros y representantes del Partido Demócrata y del Progresista acudieron a la Puerta del Sol desde distintos puntos con la intención de ofrecer una nueva serenata. Al llegar cerca de Sol, el ministro González Bravo ordenó a la Guardia Civil cargar contra los manifestantes. En la zona se encontraba también una unidad de Infantería y otra de Caballería que habían sido movilizadas en la mañana para la ocasión. En total unos mil hombres armados.
Cuando los guardias civiles a pie y a caballo llegaron a la Puerta del Sol, según relató un testigo, «sin que mediase intimación ni advertencia de ningún género, principiaron con un coraje ciego a hacer uso de las armas y a cazar a la multitud descuidada».​ Se produjeron diversas cargas, con disparos y bayoneta calada. Los manifestantes se dispersaron por las calles adyacentes y trataron de colocar barricadas sin conseguirlo ante la actuación de la Caballería. Durante las sucesivas oleadas murieron catorce personas y ciento noventa y tres fueron heridas de diversa consideración.
La mayoría de los muertos y heridos fueron transeúntes que no participaban en la algarada estudiantil, incluyendo ancianos, mujeres y niños. En cambio la Guardia Civil solo tuvo varios heridos leves y uno de consideración, un centinela a caballo que recibió una pedrada en la cabeza; por lo que el ministro de la Gobernación Luis González Bravo exageró cuando aseguró ante las Cortes que se había «derramado la sangre de nuestros soldados». Los trágicos sucesos se debieron, según Josep Fontana, «a un ataque de furor de Narváez y González Bravo, que se consideraban desafiados por los manifestantes e incitaron al brutal ataque».

Consecuencias.

Esa misma noche en el Senado, González Bravo expuso las medidas tomadas contra los manifestantes y se expulsó a la prensa de la sesión, cursándose la orden inmediata de censurar lo que al día siguiente habrían de publicar los periódicos. Varios de ellos salieron en esas jornadas con las portadas en blanco. El día 11 de abril, Narváez había convocado Consejo de Ministros extraordinario en el que Alcalá Galiano y González Bravo se enfrentaron por la dureza de la represión, sufriendo aquel una angina de pecho y muriendo poco después. Al mismo tiempo, varios diarios como Las Novedades, La Iberia, La Democracia, El Pueblo, La Soberanía Nacional y La Nación publicaron un editorial conjunto en el que llamaban a la calma de los liberales y progresistas para no entrar al trapo de la provocación gubernamental. Igual ocurriría los días 12, 14 y 19 de abril.
La reacciones políticas se produjeron en los días posteriores en el Senado, pero muy atenuadas debido al temor de ser perseguidos que en ese momento tenían todos aquellos que se opusieran al gobierno de Narváez. Salustiano Olózaga, Cánovas del Castillo y Antonio de los Ríos Rosas fueron los más críticos con González Bravo, llegando este y Ríos Rosas a retarse en un duelo que terminó sin consecuencias.
Las consecuencias políticas de la "Noche de San Daniel" acabaron con el gobierno Narváez. Diputados de la Unión Liberal, como Cánovas del Castillo, Posada Herrera y Ríos Rosas también dirigieron sus críticas hacia González Bravo —Ríos Rosas conmocionó al Congreso de Diputados cuando afirmó: «esa sangre pesa sobre vuestras cabezas»—. Esta situación convenció a la reina de que debía destituir a Narváez, aunque aún esperó dos meses hasta que el 21 de junio de 1865 volvió a llamar a O'Donnell.
​ Isabel II no hizo caso a su madre María Cristina, que le aconsejó que llamara a los progresistas para que se integraran en la monarquía y dejaran de conspirar contra ella, y ello a pesar de que O'Donnell le expresó a la reina su deseo de retirarse de la política y marchar al extranjero.
Personas tan dispares ideológicamente como Salmerón, Castelar, Cánovas u Olózaga mostraban sin pudor la repulsa por la política gubernamental y, de una u otra manera, anunciaban el fin del reinado de Isabel II, contra quien los estudiantes y el pueblo de Madrid mostraban ya su ira.

  1. La denominación de Noche de San Daniel la pronunció por vez primera Salustiano Olózaga en un debate parlamentario. La Noche del Matadero era el término usado por la prensa progresista en los días siguientes.
  2.  Era discutible que el Patrimonio Real fuera un bien privativo de la reina, y así lo hizo saber la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación en los informes jurídicos que le solicitó Ramón María Narváez y Campos antes de presentar el proyecto a la reina.
  3.  Los artículos eran distintos y se reprodujeron con distintas fechas y en distintos formatos. El rasgo hacía una referencia burlona del "rasgo" que había tenido a bien conceder la reina Isabel al Patrimonio Nacional. Entre los bienes se encontraban muchos inmuebles situados estratégicamente en zonas de expansión urbana del Madrid de entonces como los alrededores del Museo del Prado.
  4.  El Ministerio de Fomento tenía las competencias en materia de educación.
  5.  La atribución de la orden se hace en ocasiones a Narváez, pero no está confirmada.
  6.  La profesora Estíbaliz de Azua fija la cifra en 93 muertos, pero el resto de las fuentes establece entre 13 y 14.



Imagen de la Iglesia en la Puerta del Sol al fondo
en 1854 (justo antes de la gran reforma de la Puerta del Sol).

La historia de la Puerta del Sol representa una parte esencial de la memoria de la Villa de Madrid (capital de España), no solo por ser la Puerta del Sol un punto de frecuente paso, sino por constituir el «centro de gravedad» del urbanismo madrileño. La plaza ha ido adquiriendo su carácter de lugar de importancia histórica desde sus inciertos inicios como calle Ancha e impersonal en el siglo XVI, hasta las descripciones de los primeros viajeros románticos, las recepciones de reyes, las rebeliones populares, manifestaciones, etc. Ha sido el escenario de los acontecimientos principales de la vida de la ciudad, desde la lucha contra los invasores franceses en 1808 hasta la proclamación de la Segunda República en 1931, conservando además su lugar como protagonista de la costumbre de servirse las doce uvas en Año Nuevo, al son de las campanadas tocadas por el reloj de Correos.​ En la actualidad es un nudo de comunicaciones, punto de reunión, de citas, lugar de celebraciones y comienzo de manifestaciones en la Capital.
Durante este intenso devenir histórico, la Puerta del Sol ha ido reuniendo lo popular de Madrid en sus diversas épocas. Desde sus comienzos, su posición en la geografía urbana madrileña le ha dado un protagonismo como lugar de encuentro social, nombrado a veces como forum matritense. Ha sido definida también como «Plaza y foro» de España por Antonio Machado, y Ángel Fernández de los Ríos mencionó que «No hay allí un palmo de terreno que no esté regado con la sangre de patriotas, de facciosos o de revolucionarios».
Luis Paret: La Puerta del Sol en Madrid, 1773, La Habana, Museo Nacional de Bellas Artes. La iglesia del Buen Suceso ocupa el centro de la composición, con la fuente de la Mariblanca y el Convento de Nuestra Señora de la Victoria a la derecha.

Desde el punto de vista arquitectónico, la Puerta del Sol es un espacio de paso ensanchado, de forma oblonga, un punto de convergencia de calles que adquiere el aspecto de plaza a mediados del siglo XIX. En dicho espacio desembocan una decena de calles, que en el siglo XVIII eran once. La Puerta del Sol ha ido sufriendo diversas obras de mejora urbana a lo largo de su historia, siendo la más importante la acometida a mediados del siglo XIX.​ En muchos casos la actuación urbana realizada a lo largo de su historia ha borrado poco a poco importantes edificios del pasado. De todos ellos, el único sobreviviente es la antigua Casa de Correos, que después fue la sede del Ministerio de Gobernación y en la actualidad sede de la Comunidad de Madrid. Se trata del edificio más antiguo de la Puerta del Sol actual. El segundo en antigüedad es la Casa Cordero, que a lo largo de la historia de la plaza ha ido cambiando de uso.

Fotografía de Juan Laurent (hacia 1870) tomada tras la reforma de la plaza.


La Puerta del Sol ha entusiasmado a diversos escritores desde los comienzos de su historia, y muchos de ellos han incluido este espacio en sus obras literarias. Ramón Gómez de la Serna y la generación del 98,​ en sus obras madrileñas, han descrito el ambiente social de este centro.​ En ellos describen la animación existente de sus actividades diurnas. Desde Lope de Vega hasta Ramón Gómez de la Serna las descripciones literarias son frecuentes, quizás por las tertulias literarias del siglo XIX en sus famosos cafés.


Puerta del Sol, el espacio más reformado de Madrid.

La transformación podría provocar la «salida» de la estatua ecuestre de Carlos III. Se pretende que sea un espacio libre de circulación, pero no estacional.
La Puerta del Sol es el lugar más transitado de la ciudad,
por el que diariamente pasan cerca de 50.000 personas.


Ángel del Río
La Razón
Creada: 22.09.2019 

La transformación podría provocar la «salida» de la estatua ecuestre de Carlos III. Se pretende que sea un espacio libre de circulación, pero no estacional.
Ruiz Gallardón era partidario de que los alcaldes que pasaran por el Ayuntamiento de Madrid dejaran algún proyecto, obra o actuación emblemática a modo de impronta personal de su gestión. Él lo hizo. Su obra fue Madrid Calle 30- Madrid Río. El nuevo alcalde, José Luis Martínez-Almeida, también puede dejar una impronta de su gestión por haber peatonalizado el kilómetro 0, la Puerta del Sol. En estos días ha dado cuenta de su idea, no exenta de dificultades, en la que tendrán mucho que decir el Colegio Oficial de Arquitectos y la propia comunidad autónoma, por el grado de protección que tiene este enclave de la ciudad. La Puerta del Sol es el espacio urbano donde más remodelaciones se han llevado a cabo a lo largo de la historia, obras exigidas por la movilidad circulatoria, la instalación de mobiliario urbano, las reformas de la estación de Metro, los cambios de la iluminación o la ubicación de elementos decorativos.
La peatonalización no se va a limitar únicamente a prohibir la circulación rodada en esta plaza, que no es plaza, ni glorieta, sino una especie de distribuidor del flujo humano en el centro del corazón de la Villa. Por la Puerta del Sol pasan diariamente cerca de 50.000 transeúntes, lo que la convierte en el espacio más transitado de la capital. Ya en un informe de 1857 se decía que, desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche circulaban, por esta plaza 3.950 carruajes y 1.414 caballerías, lo que obligaba a las autoridades municipales a pensar en un ensanche del espacio. Es el lugar más transitado de Madrid, por eso el nuevo gobierno municipal quiere darle mayor fluidez al espacio y que quede reservado en exclusiva para los peatones.

Curiosamente la primera calle que se peatonalizó en Madrid fue una de las siete que parten de este punto, la de Preciados. El objetivo, naturalmente, es que el kilómetro 0 de la ciudad sea sólo para los peatones. Pero aprovechando los trabajos necesarios que han de realizarse, el Ayuntamiento quiere aprovechar para hacer también una serie de modificaciones, cambios y mejoras en la superficie. Como filosofía, no se quiere que se convierta en un espacio estacional, en una plaza para el descanso, porque su configuración como distribuidor de movilidad en siete calles quedaría colapsado por ese sentimiento estacional, si bien es cierto, que los técnicos van a estudiar una posibilidad, de la que ya se habló en la última reforma: dotarla de arbolado para redimir el paisaje árido que presenta.

 Entonces se llegó a la conclusión de que era inviable, ya que las raíces de los árboles llegarían hasta la oquedad del Metro. Pero existe una alternativa que ahora se va a estudiar: colocar grandes macetones que permitan el crecimiento de árboles de tamaño medio, entre los que podrían figurar madroños. Para facilitar el tránsito peatonal, se eliminarán también algunos elementos de señalización vertical y quioscos. Otro de los asuntos que se barajan tiene que ver con las tres grandes esculturas situadas en un espacio tan restringido como es el de esta Puerta del Sol.

¿Conviene trasladar estos obstáculos, cambiarlos de ubicación? 

El único que parece que tiene garantizada su permanencia en el lugar que ocupa actualmente, es el de la Mariblanca, en la esquina de la calle de Arenal. Se cuestiona si la estatua del oso y el madroño, símbolos del escudo de Madrid, debería ser trasladado a otro punto del viejo Madrid. Pero sobre el que se tiene más dudas es el de la estatua ecuestre de Carlos III, instalada en la Puerta del Sol, en 1994, por expreso deseo de los madrileños, que así lo manifestaron en una amplia encuesta en la que participaron 126.194 personas. Es el elemento más voluminoso y, en caso de retirarse a otro punto de la ciudad, podría ser sustituido por algún otro monumento que recordara la gesta del alzamiento de los madrileños contra la invasión napoleónica, una gesta popular que se inició precisamente en este punto, el 2 de mayo de 1808.
La primera reforma que se llevó a cabo en la Puerta del Sol fue el desmantelamiento de la fuente de la Mariblanca, en el primer tercio del siglo XVIII, una fuente, construida en 1625, sobre un diseño de Rutilio Gacis. Esta fue sustituida por otra, llamada de Las Arpías, y demolida en 1838.
La primera gran obra se verificó en 1831, cuando, por iniciativa del marqués viudo de Pontejos, el Ayuntamiento procedió al derribo de las iglesias del Buen Suceso y San Felipe, para permitir el ensanche de este espacio. A partir de entonces, menudearon las obras, las reformas y los cambios. Desde comienzos de siglo XIX, se hicieron diversas tareas de remodelación y acondicionamiento; entre ellas, el cambio del empedrado de las calles por cuñas de pedernal tallado, es decir adoquines, la instalación de farolas, el alcantarillado de las calles que parten desde este punto, el asfaltado, por primera vez en 1848, y otros trabajos de reforma de las aceras.

Pero quizá las obras más controvertidas, que dieron lugar al «motín del supositorio», fueron las realizadas en 1986, siendo alcalde de la villa Juan Barranco. La polémica nace cuando, dentro de las obras de reforma, se aborda el cambio del alumbrado público. Se instalan 80 farolas de un diseño modernista, que rompían la estética clásica de la zona, una especie de tubos, a los que los madrileños bautizarían como «supositorios». Desde la prensa se iniciaba una campaña en la que, como en el caso de diario YA, se invitaba a sus lectores a que se manifestasen en contra de las farolas «supositorios», y se ofrecían varias alternativas para elegir el modelo más adecuado.
 La respuesta fue sorprendente por el elevado número de participantes, 14.000. La mayoría se inclinaba por el tradicional modelo fernandino. En enero de 1987, el Ayuntamiento anunciaba oficialmente que las cerca de 80 farolas instaladas en la Puerta del Sol, serían cambiadas por otras de estilo fernandino, iguales a las existentes en las inmediaciones del Palacio Real. El clamor popular había hecho que el Ayuntamiento diera marcha atrás y se subsanara el error de haber instalado un modelo de farolas agresivo con el clasicismo ornamental de la zona.

1965


La última gran actuación sobre la Puerta del Sol fue el intercambiador que conecta las líneas de Metro 1, 2 y 3 con las de Cercanías de Renfe C-3 y C-4, inaugurado en 2009, un proyecto también afectado por las críticas, dado el vanguardista diseño estético de la cubierta de la estación, que los madrileños bautizaron rápidamente como «caparazón de tortuga», en uno de los lugares más clásicos y tradicionales de Madrid, aunque en este caso no hubo amotinamiento, como había ocurrido con las farolas supositorio.

En 1939, una vez concluida la guerra civil, el arquitecto Antonio Palacios redactó un proyecto faraónico de reforma de la Puerta del Sol y aledaños, con el ánimo de convertir este espacio en un centro comercial y un teatro; en definitiva, hacer del «kilómetro cero» de la capital un complejo áulico, comercial y residencial. Se trataba de actuar sobre 15 millones de metros cúbicos de edificación, respetando la curvatura elíptica del espacio urbano, con edificios conectados con una línea de cornisa de 35 metros de altura. Un sistema de marquesinas de 1.440 metros de longitud enlazaría, mediante pasos elevados, las entradas a la plaza de las diez calles radiales. Con motivo de fastos y celebraciones, se transformaría en una especie de tribuna abalconada para 7.000 espectadores. 

2000

Los entresuelos serían destinados a almacenes y establecimientos comerciales; el resto de las plantas, a viviendas, con una fuente central que simbolizara los ríos, mares y océanos que riegan España. En el proyecto se contemplaba un capítulo ornamental, con efigies y arcos triunfales dedicados a los Reyes Católicos, Carlos IV y Felipe II.
La obra estaría rematada con dos torres de 141 metros de altura, que albergarían los 20 consulados de los países iberoamericanos. El subsuelo se podría dedicar a la red de enlaces del metropolitano. La idea era hacer de la Puerta del Sol un gran coliseo, un proyecto utópico e irrealizable, sobre el que se llegó a barajar la posibilidad de llevarlo a cabo, pero al final se impuso la razón sobre lo que hubiera sido una auténtica aberración urbanística. La Puerta del Sol se enfrenta durante este mandato municipal a nuevos trabajos para convertirla en peatonal. Martínez- Almeida quiere que sea ésta, de momento, su obra emblemática como alcalde.




La Noche de San Daniel, la tragedia olvidada que hizo temblar el reinado de Isabel II-

La manifestación pacífica de estudiantes que tuvo lugar en la Puerta del Sol la noche del 10 de abril de 1865 terminó en una auténtica carnicería por parte de las fuerzas del gobierno modernado de Narváez. Un trágico episodio que propiciaría la sublevación del Cuartel de San Gil (1866) y la posterior Revolución de 1868.

Irene Mira
30/06/2019

Era ya de noche cuando la Guardia Civil y el Ejército irrumpieron violentamente en la emblemática y céntrica Puerta del Sol contra una manifestación de estudiantes. Aquel lunes 10 de abril de 1865 , lo que empezó siendo una protesta pacífica acabó en una auténtica masacre con once muertos y centenares de heridos. Un trágico episodio que ha pasado a la historia como «La Noche de San Daniel» , y que marcó la posterior Revolución del 68 .
«Una alteración de la tranquilidad pública, una descomunal batalla, que convirtió en campo de Agramente la Puerta del Sol, liza desigual entre el inofensivo pito y la bayoneta, sangrienta broma o simulacro serio que ha levantado densa polvareda en las regiones oficiales, inauguró la semana que el mundo cristiano ha bautizado con el nombre de Santa» relató Pérez Galdós , joven testigo del momento, en sus «Episodios Nacionales» años más tarde.
Los estudiantes se habían concentrado en apoyo al rector de la Universidad Central de Madrid , Juan Manuel Montalbán , cesado de su cargo por el gobierno de Narváez al negarse a abrir un expediente al catedrático de Historia Emilio Castelar , un hombre muy crítico con la Monarquía. Éste había escrito dos artículos en el diario «La Democracia» en contra de la política económica que estaba llevando a cabo la Reina Isabel II , lo que molestó entre su gabinete, sobre todo porque Castelar se había saltado la prohibición de que los catedráticos expresaran sus opiniones en prensa.
Sin embargo, nadie se imaginó que esto podría terminar en un auténtico baño de sangre. Lo sucedido aquella noche simbolizó el ambiente crispado que caracterizaba en ese momento el Reinado de Isabel II y a la administración moderada, dispuestos, incluso, a hacer uso de la fuerza para mantener el «orden».

«Por la calle de Sevilla y Carrera de San Jerónimo había pasado la tragedia, dejando en las baldosas huellas de sangre. Los que allí aparecieron, no eran gente díscola y bullanguera, sino pacíficos señores que en nasa se metían; iban a sus casas-, salían del Casino o del café de la Iberia, pensando en todo menos en su fin inminente», contaba el mismo Galdós, que también se llevó algún que otro palo. Se produjeron diversos ataques, con disparos y bayoneta calada sobre cualquier persona que pasaba por allí, tuvieran o no que ver con la protesta. Tan violenta y sangrienta resultó ser la carga de esa noche que también se le llamó la «Noche del Matadero» que, de alguna forma, recordaba a los sucesos de los primeros días de mayo entre las tropas napoleónicas y los madrileños.

El «rasgo» generoso de Isabel II.

El origen de este turbulento episodio se debió a la complicada situación de la Hacienda Pública, a comienzos de 1865. Las arcas estaban literalmente vacías, y el gobierno preparó una ley para llenarlas, que consistía en que la Reina vendiera parte del Patrimonio Real . El 75 por ciento de esa venta sería para el tesoro público, y el 25 restante para ella. Una medida que fue muy aplaudida por la mayoría de diputados que calificaron a Isabel II de «émula de Isabel la Católica» . Aquella ley se conoció como el «rasgo» , por la demostración generosa que había tenido la Soberana.
La prensa moderada también alabó el gesto real presentándolo como un gran signo de magnanimidad que la Corona tenía con el país para acabar con el problema hacendístico. Pero otros periódicos no lo vieron así. El diario «La Democracia» publicó dos artículos del catedrático Emilio Castelar muy críticos con esta ley, donde desengranaba las falsedades de la misma.
Los artículos titulados «¿De quién es el Patrimonio Real?» y «El rasgo» vinieron a demostrar que el gobierno estaba actuando a espaldas del pueblo y en favor de la Reina, la cual se estaba engordando el bolsillo con la cuarta parte de la venta de bienes nacionales, ya que el Patrimonio Real pertenecía en su mayor parte a la Nación, y no a los Reyes. Por tanto, lo único que estaba haciendo la Casa Real era devolver al país una propiedad que ya era del país, además de quedarse con una parte del patrimonio de éste. A tal postura se sumó enseguida la prensa demócrata y progresista. Las consecuencias de estos artículos supusieron el cese de la cátedra de Castelar, la destitución del rector, y, finalmente, «la Noche de San Daniel».

El autoritarismo de los moderados.

El gobierno moderado no consintió la osadía de Castelar. Días más tarde, el ministro de Fomento Antonio Alcalá Galiano (dependiente también de la Universidad Central de Madrid) exigió al rector de la misma que procediera inmediatamente a abrir un expediente al catedrático de Historia. Sus razones fueron que éste había faltado a su juramento de «profesar siempre la doctrina de Jesucristo, obedecer la Constitución de la Monarquía y ser fiel a la Reina», además de saltarse la circular (publicada un año antes) que prohibía la libertad de opinión en las universidades en cuanto a las decisiones del Gobierno o de la Corona.
Narváez y González Bravo ordenaron a la Guardia Civil que cargara contra los manifestantes. Se inició un brutal ataque para todo aquel que pasaba por allí, incluido mujeres y niños que nada tenían que ver.
Sin embargo, Montalbán no destituyó a Castelar, ya que iba en contra de la Ley de Instrucción Pública , la cual impedía sancionar a los catedráticos por causas ajenas a su labor docente. Al negarse a cumplir los designios del gobierno de Narváez, se le destituyó de su cargo como rector, lo cual motivó la oposición de los estudiantes a tal medida y la solidaridad de la prensa madrileña que se alzó también en contra.
Dos días antes de la dramática «Noche de San Daniel», los estudiantes se concentraron en una primera manifestación pacífica frente a la casa del rector mostrándole su apoyo. Para ello, habían pedido permiso previo a las autoridades, las cuales dieron, primeramente, el visto bueno a los jóvenes. Sin embargo, la prudencia no sirvió como justificante para evitar el ataque de las autoridades la noche del lunes.
Ese mismo día por la mañana se anunció que el cargo de rector había sido sustituido por otra persona. No hubo consuelo para los universitarios, quienes decidieron llevar su desaprobación frente a la Puerta del Sol. Narváez y González Bravo (ministro de Gobernación) se encontraban allí en el mismo instante en que aparecieron los manifestantes, y sin pensarlo dos veces, ordenaron a la Guardia Civil que cargara contra ellos, iniciándose un brutal ataque para todo aquel que pasaba por allí, incluido mujeres y niños que nada tenían que ver con la protesta.

La caída de un gobierno.

Esa misma noche González Bravo explicó al Senado las medidas ordenadas por él para reprimir a los manifestantes, justificando el uso de la violencia de orden, porque se habían sentido «desafiados por los manifestantes». Ante su incapacidad para explicar lo que había sucedido, el ministro expulsó a la prensa y ordenó la censura en todos los periódicos al día siguiente. Varios de ellos salieron el día 11 con las portadas en blanco en forma de protesta y otros, como el diario liberal «La Iberia» dedicó su primera página a criticar las actuaciones del gobierno moderado:

«Las víctimas producidas por estos alardes de fuerza, por esta situación tirante que ha podido y debido evitarse, ¿sobre quién va a recaer? ¿Quién será el verdadero responsable? ¿Quién es aquí el perturbador? Siempre que manda Narváez suceden cosas semejantes; pero nunca hemos visto cosa igual á la que estos días está sucediendo».

Las consecuencias políticas de la «Noche de San Daniel» precipitaron la sublevación que pondría entre las cuerdas a Isabel II: el pronunciamiento del Cuartel de San Gil

En el Consejo de Ministros extraordinario que convocó Narváez para esa mañana, González Bravo recibió una lluvia de críticas de los ministros, especialmente de Cánovas del Castillo , Posada Herrera y Ríos Rosas, que lo acusaban de haber tomado medidas muy desproporcionadas. Pero fue, sobre todo, la bronca que mantuvo con Alcalá Galiano la que elevó la tensión hasta la tragedia. El que fuera hijo del heroico marino en la Batalla de Trafalgar , sufrió un infarto en plena reunión falleciendo al instante.
Las consecuencias políticas de la Noche de San Daniel acabaron con el gobierno moderado de Narváez, que fue sustituido por el unionista O’Donnell . El nuevo gabinete se mostró deseoso de dar carpetazo definitivo al asunto de «El rasgo» compensando a Castelar por las molestias sufridas. Sin embargo, ya era demasiado tarde para tranquilizar los ánimos, pues todo parecía dispuesto para que una nueva sublevación pusiera entre las cuerdas a la Reina, el pronunciamiento del Cuartel de San Gil.




¿DE QUIÉN ES EL PATRIMONIO REAL?

En los antiguos triunfos romanos, cuando entraba el vencedor por aquellas anchas vías, arrastrado en su carroza, ceñida de laureles las sienes, festejado por las legiones, un esclavo se acercaba á decirle al oído cuán efímeras son las glorias, y cuán próxima está la muerte siempre á todas las grandezas humanas. Ayer el ministerio fué el vencedor, los diputados fueron las legiones romanas que lo aclamaban, y tócanos á nosotros, liberales prescriptos de todos lo festines, tócame  ser los esclavos que anuncien la disipación de las falsas glorias con que el partido moderado quiere tan sin razón envanecerse. El patrimonio real se desamortiza; victoria grande, sí, pero victoria exclusiva de la democracia que ha venido sosteniendo esta desamortización por espacio de mucho tiempo, que ha visto sus periódicos perseguidos por defenderla, que la ha anunciado por la voz de su representante en las Cortes el año 1861, y que últimamente la ha defendido en varios artículos de fecha tan reciente, que no se habrán borrado de la memoria de nuestros lectores, con lo cual demostramos, que cuando se quiera intentar cualquier reforma, adquirir cualquier género de popularidad, os necesario á nuestros enemigos, venir á la fuente viva de todas les ideas, venir á la democracia.

Permítasenos extrañarnos de lo que ayer hizo el general Narváez. Ejemplos de inconsecuencia, de veleidad, de inmoralidad política, so han dado en este triste período de decaimiento; pero ninguno tan repugnante como el que ayer dio de sí mismo el anciano duque de Valencia. Cuando nosotros le veíamos de grande uniforme, condecorado con la cruz de San Fernando, leyendo un proyecto de desvinculación, creíamos, ó que soñábamos, ó que no vivíamos en España, en el país delos caracteres enérgicos, y de los hombres leales. Ese duque do Valencia es el mismo que hace bien pocos años,  cuando ejercía por última vez el poder se levantaba en esa misma tribuna, proponiendo una reforma constitucional que restauraba las vinculaciones patrimoniales de la aristocracia, como un valladar en defensa del trono,  contra el cual habían de estrellarse las olas de la revolución. ¿Quién nos hubiera dicho, entonces, que ese mismo hombre, al poco tiempo, debía sin remordimiento y sin rubor, proponer la destrucción del vínculo  que se había salvado de la revolución? Si el duque do Valencia fuera Un político grave, uno de esos hombres que tienen alguna idea en la conciencia, debió decir á la reina con respeto y entereza, que el desamortizar e lpatrimonio no podía tocarle á él, sino á los hombres que han sostenido siempre la desamortización y las desvinculaciones.

Entrando en otro género de reflexiones, fuerza es decir, que extrañamos, y mucho, el momento, la sazón en que se ha juramentado este proyecto. Nosotros no criticamos aquí los actos del poder inviolable; criticamos,tenemos el derecho, el deber, dijéramos mejor, de criticar los actos de sus consejeros responsables, del administrador de la real casa,  presidente del Consejo de ministros, fiasen mucho tiempo, que con razón ó sin ella, porque-esto no es del caso, se dice que las camarillas de palacio lo anteponen todo á que suba al pudor el partido liberal, sus dos grandes secciones, el progresismo y la democracia.

 Era creencia general, unánime,que eu vista de las dificultades ofrecidas por nuestro estado económico, en vista de la irritación del país; en visita de la impotencia del partido moderado; en vista dela disolución de la mayoría; en vista de lo impopular que es el anticipo, había sonado la hora suprema, la hora de llamar al poder pacíficamente al partido liberal. Los moderados, hambrientos después de haber empobrecido al país; empíricos después de habernos querido dominar en nombre de su suprema inteligencia, los moderados no tenían mas remedio que caer ante la indignación, ante la cólera del pueblo. Y en este momento aconsejan sus allegados á la reina, que tienda una mano al partido que se hunde bajo el peso de su descrédito. ¿Pues no consideran que de esa suerte exponen á,la reina que.la crean las gentes reina de un partido? Crisis peores, mucho peores que las presentes, na atravesado el país. 

En 1854, después de aquellos once años de generosidades funestas y terribles dilapidaciones;después de aquellos tiempos en que se regalaron ocho millones de reales al general Narváez; en que se construyó el teatro Real, que Valdegamas llama templo levantado á todas las concupiscencias; en que se robó la cruzada y se hicieron amaños, como los tristemente célebres de los cargos de piedra; en que se cobró casi el anticipo forzoso de Domenech, que era un robo escándalo sísimo, pues no había sido autorizado por las Cortes;cuando el partido liberal tomó en sus manos la dirección de un Tesoro exhausto, sus allegados no aconsejaron á la real persona, que se desprendiera de su patrimonio y lo entregara al pueblo. 
Al contrario, no deben haberse borrado de la memoria pública los gravísimos,los casi insuperables obstáculos que encontró el partido progresista en las camarillas, para obtener la sanción de las leyes desamortizadoras, por las cuales cayeron en 1856 hasta los progresista templados que se negaba la suspenderlas y vino el general Narváez que las deshizo de un golpe. En la guerra civil no se acordó tampoco la reina madre de entregar esos bienes á los soldados que peleaban desnudos y hambrientos en el puente de Luchana, en la helada noche de Morella. 
Ya hora, cuando la oposición ha dicho que no había necesidad del anticipo, cuando el Tesoro tiene recursos abundantes, si se quieren aprovechar, ahora el administrador de la casa real, aconseja que entreguen los bienes del real patrimonio para salvar un ministerio moribundo.

Permítasenos también extrañar el espectáculo que ayer dio la mayoría; espectáculo incomprensible. Prescindamos del Sr. Gisbert, que quiso mostrar un entusiasmo que río sentía, entusiasmo frió, fingido, dicho en palabras que ni siquiera eran sonoras, montón de falsedades históricas. 
Pero, ¿qué decir del duque de Valencia, el cual nos aseguró que nunca ningún rey había hecho  tal cosa? Esa es una cita histórica, digna del que dijo que Cicerón no pudo impedir á Annibal ganarla batalla de Cannas. ¿Cuál es el peor rey de toda nuestra historia? ¿D. Pedro el Cruel? Hay otro peor. ¿D. Carlos II? Hay otro pobre. ¿D. Rodrigo? Hay otro peor. Fernando VII.
 Pues bien; Fernando VII, el 3 de mayo de 1820, cuando la revolución vencía, cuando se hallaba.amenazado por unas nuevas Cortes, cuando ya en lo humano para él no había un recurso, dio un decreto, porel cual se reservaba el Palacio real, el Retiro, la Casa de Campo, la Moncloa, Aranjuez, el Pardo, San Ildefonso,San Lorenzo, el alcázar de Sevilla, la Alhambra de Granada, el palacio de Valladolid, y entregaba á la nación todo el resto de su patrimonio. Vea, pues, el duque de Valencia, cómo ha habido un rey que ha hecho lo que tanto alababa ayer S. S., y lo ha hecho por miedo á la revolución.

Pero después de todo, ¿ha dado la intendencia de palacio algo que sea suyo? Esta es la cuestión. El patrimonio real es patrimonio de la nación, exclusivamente dé la nación. Ya sostuvo esta teoría ante las Cortes,nuestro ilustre amigo el Sr. Riverp en que la cuestión está dilucidada con gran profundidad. «Se le«concede al rey, decía nuestro amigo, la lista civil que» sale de las arcas del Estado, y la consecuencia de esto,»es que el patrimonio del monarca pasa á ser  ipso facto «patrimonio de la nación.» Pero no se crea que esta es opinión de un diputado demócrata, no; es opinión de magistrados realistas, de antiguos consejeros de Castilla, encanecidos en el servicio de la monarquía, y adictos hasta la superstición, á la persona del monarca. Estos, entre los cuales se encontraban hombres como Ceballos, para probar que el patrimonio real ero. patrimonio de la nación, decían: «En este concepto (en el•concepto de que era patrimonio nacional)," repitieron» las Cortes sus peticiones á los reyes,' superándoles que» se fueran á la mano en la concesión de los bienes de la corona, considerando que lo que se daba á unos con profusión, se quitaba á otros con injusticia. 
En el mismo revocaron los reyes las donaciones arrancadas la prepotencia y por la intriga, y las dimanadas de la prolusión: prometiendo no hacerlas en lo sucesivo sin acuerdo e intervención de las Cortes, Estas no se hubieran creído con derecho á poner límites á la generosidad de los reyes, ni los reyes se hubieran impuesto la obligación de circunscribir su ejercicio, si los  bienes en «cuestión pertenecieran á su patrimonio privado. En este mismo sentido, la Constitución del año 12, fundamento de todas nuestras Constituciones, declaró explícitamente, que el patrimonio real era de la nación, al reservar á las Cortes el derecho exclusivo do señalar las tierras que debía poseer el rey. 

El artículo 213, dice: «Las Cortes señalarán al rey la dotación anual de su«casa, que sea correspondiente á la alta divinidad de su «persona.» Y el artículo 214 dice clara y terminantemente: «Pertenecen al rey los palacios reales quo han disfrutado sus predecesores, y  las Cortes señalarán los térreos  que tengan por conveniente reservar para el recreo de su persona y  Véase, pues, cómo clara, dominantemente, las Cortes se incautaban de los bienes del patrimonio, y .declaraban de su exclusiva competencia el señalar al rey los sitios quo debían servirlo de recreo." Aquellos grandes legisladores creyeron, con razón, que el patrimonio real había sido adquirido cuándo el rey era exclusivamente representante de la nación, cuando su tesoro era el erario público, y por consecuencia aquellos bienes pertenecían ala nación. Fundados en tal idea,dieron la ley de 22 de marzo de 1814, ley que venía á ser orgánica y extensiva del precepto constitucional de 1812. 

«El patrimonio del rey, en calidad de tal, se compone: 1.° De la dotación anual do su real casa. 2.* De«todos los palacios reales quo han disfrutado sus predecesores. Y 3.° De los jardines, bosques, dehesas y«terrenos, que las Curtes señalaren para el recreo de su»persona.».
De suerte, que las Cortes se declararon enderecho de señalar como patrimonio del rey, lo que tuvieran por conveniente. Hicieron mas las Cortes, intentaron designar una parte de patrimonio al rey, para su esplendor, y entregar el resto al país. ¿Se quiere de esto una prueba? Véase el art. 4.° de la citada ley. «La administración de los bosques, huertas, dehesas y tierras nos que queda en fuera de la masa de los que  las Cortes aplicaren al patrimonio reaL correrá ú cargo de la junta de Crédito público  en los artículos sucesivos, las Cortes nombraban una comisión para hacer estos tres grandes trabajos. Primero, señalar los sitios que debían servir de recreo al rey; segundo, separar los bienes reversibles á la nación, de los  que fueran propiedad particular de los monarcas. Estos trabajos no se hicieron por las mudanzas de aquellos tiempos..».De consiguiente, los bienes del real patrimonio, son bienes de la nación, propiedad de la nación; son, en una palabra, bienes nacionales.

No podemos comprender como  se dice en este momento que la reina cede generosamente al país su propio patrimonio. No. El patrimonio real es del país, es de la nación. La casa real devuelve al país una propiedad que es del país, y que por los desórdenes de los tiempos,y por la incuria de los gobiernos y de las Cortes, se hallaba en manos. Es mas: do esa inmensa masa debienes, la casa real se reserva doscientos millones; se reserva un por 100, á que en sentir del Consejo de Castilla, de las Cortes de Cádiz y del mismo rey D.Fernando VII, no tiene ningún derecho. La casa real, de estos doscientos millones empleados en pape de la Deuda pública, recibe un interés que nunca pudo recabar de los bienes patrimoniales.

Poniendo, pues, las cosas en su .punto, por amor á la verdad, superior á todos; por amor á la ley, á que debemos acatamiento; por amor al país, cuyos intereses y derechos son lo primero, porque solo él es inmortal; por amor á todo lo que hay de santo, no desconocemos los intereses públicos hasta el punto de hollarlos. La reina, pues, debe agradecer al país esos doscientos millones que generosamente le regala, y con los cuales puede constituir una renta muy superior á los mezquinos intereses que le redituaba su mal administrado patrimonio. Cuenta que nosotros no nos dirigimos personalmente á la reina; nos dirigimos al presidente del Consejo  de  ministros,al administrador de la real casa, al diputado señor Gisbert, á los que están en el deber imprescindible de responder de esto ante el país, ante la posteridad, ante las leyes.

El proyecto no es ley; por consecuencia podemos discutirlo, criticarlo con arreglo á nuestras ideas, y mucho mas cuando tiene nuestra critica bases tan sólidas y tan verdaderamente incontestables. Los bienes del patrimonio real, adquiridos con el dinero ó el esfuerzo del país, son del país. Registra los uno por uno, y veréis que ya provienen de los reyes de Navarra, ya de los de Aragón, ya de los condes de Barcelona, ya de los antiguos reyes de Castilla, ya de los tiempos en que el Tesoro del país, y el Tesoro del monarca, eran una misma cosa. Además, muchos de ellos todavía no están bien definidos y aclarados. El valle de Alcudia, por ejemplo,es la propiedad más pingüe del patrimonio real. Fernando VII se incautó de él, prometiendo que se le descontarían su valor de la lista civil. ¿Dio algo de lo que había prometido? Ni un céntimo. Antes al contrario, recibió los crecidos rendimientos de esas fincas. 
Véase,pues, cómo el país no debe consentir á nadie, absolutamente á nadie, que declare propiedad particular, aquello que es su exclusiva propiedad. Si se quiere, véndanse esos bienes, inviértase su producto en títulos de la deuda, y hágase lo que se hace con el clero, entreguen-seles ala reina á cuenta de su asignación, y el país sea horrará 50 millones anuales. Pero tener el presupuesto vigente y 200 millones del patrimonio, es tener la lista civil del absolutismo, y la lista civil del sistema constitucional.

Además, los moderados, estos enemigos de la desamortización, estos amigos de las vinculaciones; el partido de los goces revolucionarios, el partido, verdadero-merodeador de nuestras instituciones; especie de banda mercenaria, peor que la langosta, hará de bienes cuantiosos, de bienes.que desde el punto de vista monárquico podían servir eu su anterior estado, para esplendor del trono, y desde el punto de vista liberal, podían servir para la riqueza del pueblo, hará de esos bienes, que tantas generaciones han acumulado, que tantos sacrificios, tantos heroísmos, tantos trabajos, tantas glorias representan, harán de esos bienes una escala de su poder, un asunto do granjeria, un alimento de sus despilfarros, un botín de sus adictos, una pequeña nube de humo, que se disipe en el ruido de sus orgías. Defendamos, pues, de las dilapidaciones y prodigalidades de los vándalos moderados, la riqueza pública.

EMILIO CASTELLAR.













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