—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

viernes, 2 de octubre de 2015

349.-EMILIO CASTELAR, ORADOR.-a



MEDALLA HOMENAJE AL POLÍTICO ESPAÑOL EMILIO CASTELAR. 1.899

Metal: METAL BLANCO
Reverso: "EMILIO CASTELAR GENIO DE LA ELOCVENCIA. ESTADISTA EMINENTE, PATRICIO SIN RIVAL 1832-1899"

La Elocuencia, en pié, con un libro en su mano, señala con la mano derecha hacia la leyenda. Se encuentra ante un montón de libros, con ramas de palma y laurel y una lámpara; al fondo ruinas clásicas.
Firma en Reverso: GOTTUZZO  
Marca en Reverso: B. AIRES
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Diámetro: 60 mm
Aldo Ahumada Chu Han

Emilio Castelar y Ripoll (Cádiz, 1832-San Pedro del Pinatar, 1899) fue un político, historiador, periodista y escritor español, presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República entre 1873 y 1874.  Es recordado como uno de los oradores más importantes de la historia de España.



Don Emilio Castelar
Estudio

¡Castelar y el P. Sánchez!

No es posible negar que nuestra patria es incomprensible y caprichosa por extremo. Unas veces se dedica a lo sublime, y sumergiendo su mano en lo profundo, arranca del rizado mar de su poesía una figura como Castelar. Otras se entrega con pasión a lo cómico, y despide de su seno entre muecas, carocas y contorsiones oradores como el P. Sánchez. Castelar y el P. Sánchez son el alfa y la omega de mi humilde trabajo. He salvado como pude el paso que media, según dicen, entre lo ridículo y lo sublime.

Pero abordar el carácter y la fisonomía oratoria del señor Castelar ofrece un sin número de dificultades. La primera y más principal, en mi concepto, es la falta de perspectiva. La figura de Castelar, como orador, diré, empleando una locución técnica, que está tallada en colosal, y es de todo punto [121] imposible, sin alejarse un tanto, apreciar con exactitud su valor artístico. Confieso que no puedo darme cuenta cabal del sitio que ocupa en el horizonte del Arte, y entrego por lo tanto esta mi semblanza a la enmienda de los futuros. Otra de las más grandes dificultades que se me ofrecen es el compromiso formal que he contraído al comenzar mi tarea de eliminar por entero el aspecto político del orador para ceñirme exclusivamente a su aspecto académico. ¡Oh! si a mí me fuera dado mirar, siquiera fuese con el rabillo del ojo al Parlamento, ¡con cuánto grande hombre pondría a mis lectores en contacto! Les contaría la vida y milagros de aquel insigne orador que al terminar su discurso se sentó con la mayor dignidad sobre el vaso de agua; y los de aquel otro que tratándose de la langosta pidió la palabra para una alusión personal; sin olvidarme tampoco de aquel que al llegar en su discurso cargado de apostrofes, epitomemas, perífrasis y concatenaciones a la frase:
 «pensáis tal vez, hombres ilusos, que Napoleón...»
 la repitió trece veces, y murió con Napoleón en la boca, realizándose en los escaños del Congreso aquel día un Waterlóo de risa. Pero yo no soy cronista del Parlamento, sino del Ateneo, y es fuerza que guarde en el fondo de mi pupitre las historias que acabo de mencionar y otras muchas no menos sabrosas y divertidas. De ello me pesa con toda el alma, porque estos señorea académicos tan graves y comedidos que no son capaces de romper un plato, ni de sentarse sobre un vaso de agua, me obligan a guardar demasiada ceremonia. Siento que allá, por los laberintos de mi imaginación, viene, va y torna un espíritu retozón y travieso que está ganoso de reír a toda costa, y me empuja fuertemente a ocuparme de otra ralea de oradores menos sabios, menos artistas, pero más amenos.
También hoy es necesario que dormite en la más enervante postración. Se trata de Castelar, del más grande de nuestros oradores, y me veo en la precisión de ponerme el frac y adoptar un continente grave y respetuoso. Castelar, como orador, no pertenece solamente al Ateneo, pertenece a España, pertenece al mundo, pertenece a la libertad. La tiranía ha tenido a su servicio grandes filósofos, juristas y hasta poetas, jamás ha tenido un grande orador. Cicerón, Demóstenes, Mirabeau, Oconell y Castelar son hijos de la libertad. Es que el filósofo, el jurista y hasta el poeta mandan sus cuartillas corregidas a la imprenta, mientras el orador lanza su alma toda entera, sin tachas ni raspaduras, por la boca y por los ojos a la muchedumbre. La muchedumbre, que no es capaz de percibir toda la perfidia que puede esconderse entre los renglones de un libro, ve con admirable instinto la que se oculta bajo los ojos de un hombre, y sabe matar con el desprecio al que la engaña.

Castelar en la ciencia, en el arte y en la vida, representa un pensamiento amable, pero inverosímil y extraño para nuestra deforme sociedad. Este amable pensamiento se llama en la ciencia panteísmo, en el arte realismo y en la vida armonía.
Diez y nueve siglos hace que el espíritu, por un acto de energía sobrehumana, redujo a la impotencia las exageradas pretensiones de la carne, y desde entonces mostróse el vencedor a tal punto soberbio, que negó con desprecio toda intervención en sus olímpicas decisiones a las influencias de la naturaleza. Durante toda la Edad Media se escuchan los lamentos desgarradores de aquella víctima propiciatoria del ascetismo cristiano. La edad presente ha tendido una mirada compasiva a esta sierva de la gleba del espíritu. ¡Cuánto tiempo habrá de transcurrir, no obstante, antes que el espíritu nos convenza de las sinrazones del espíritu!

Castelar es un campeón de la causa de la naturaleza. Es panteísta en el gran sentido de la palabra, en un sentido fundamental. Esto ha hecho pensar a muchos que el famoso orador es hegeliano. No puedo creerlo. No es Hegel el que ha hecho panteísta a Castelar, sino que, siendo el panteísmo inherente y virtual en su modo de ser, ha permitido que la filosofía hegeliana influyera poderosamente en su espíritu. Pero Castelar no es el panteísta especulativo que procede con rigorosa dialéctica para encerrar el pensamiento en un sistema, no; es el poeta, es el enamorado de las formas vivas que percibe con la claridad de un iluminado el lazo invisible que existe entre los dos aspectos, bajo los cuales el universo siempre idéntico y el mismo se ofrece al espíritu y a los sentidos. La filosofía de Castelar no permanece inmóvil y como cristalizada en el abstracto recinto de una fórmula matemática o dialéctica, es una filosofía que arranca del fondo mismo de su naturaleza, es una filosofía puramente individual.

Esto significa que nuestro orador no siente la imperiosa necesidad de dar a la vida soluciones concretas, que es a la postre de todo lo que hace brotar los sistemas; la vida le parece demasiado rica, demasiado varia para someterla al imperio de una fórmula inflexible y abstracta. Sin embargo, busca con ansia la generalización, la síntesis que son leyes del espíritu, huyendo de un particularismo estrecho y falto de perspectiva con el que no podría acomodarse jamás su elevado pensamiento.

Esta filosofía individual no puede menos de engendrar una religión excesivamente flexible y humana. La inmortalidad se ofrece a su inteligencia como una trasformación incesante, como [122] un progreso sin fin, en el cual el espíritu jamás llega a agotar todas las formas de la vida infinita. Esta religión tiene su catecismo en el gozoso panorama de la naturaleza. En todas las páginas de este catecismo se encuentra grabado el excelso nombre de Dios. Mas el Dios de Castelar (digámoslo muy quedo a fin de que no se entere el cura de mi pueblo con quien he reñido largas peleas sobre este asunto) no es el Dios crucificado, no es el Dios transido de dolor, sino el Dios en quien se expresa todo lo que vive y siente, que incesantemente se trasforma, que incesantemente se modifica, que muere en la naturaleza para renacer en el espíritu, y se ofrece, total y absoluto en una evolución infinita. El buen párroco tenía razón; Castelar es un hereje. Pero yo también la tenía; Castelar no es un hereje.

El arte es una de las formas que ese Dios afecta al bajar sobre la tierra, y nuestro orador le rinde un culto apasionado. Si he dicho que Castelar era realista, entiéndase que no es el realismo efímero de los tiempos presentes el que le cautiva, sino el realismo que parte de la célebre fórmula de la lógica hegeliana, toda idea es realidad, toda realidad es idea. La idea realizándose bajo forma sensible, ese es el arte, y artista el que siente palpitar la idea bajo la forma. También aquí percibo claramente toda la razón de mi párroco. Castelar siente que bajo las curvas elegantes de la Venus de Médicis se entraña una idea. El piadoso ministro de Cristo opina que se esconde una infamia. ¿Cómo armoniza pareceres tan contrarios? ¡Allí donde el uno juzga que se le muestra el infinito, el otro no ve más que los torpes desahogos de un cincel liviano!

No obstante, aunque Castelar representa en la esfera del arte la apoteosis de la forma, no se le puede acusar de haber alentado con su ejemplo ese cúmulo de producciones frívolas, donde la miseria del fondo aspira a velarse por los artificios de la forma. El fondo y la forma en el arte no se distinguen perfectamente como a primera vista parece, sino que mantienen tan estrecho enlace, que es imposible separarlos en la obra bella. ¿Quién sería capaz de distinguir el fondo y la forma en un cuadro de Velázquez o en una melodía de Schubert? Castelar expresa bellamente lo que acude bello a su pensamiento. ¿Será por ventura responsable de que algunos se empeñen en expresar de un modo bello lo que acude feo y desgraciado a su imaginación? Lo que es preciso buscar en el arte, y lo que nuestro orador alcanza en grado superlativo, es la espontaneidad individual disciplinada y corregida por la regla, que debe presidir a toda concepción artística para comunicarla las proporciones convenientes.

Pero se le censura, a mi juicio, con señalada injusticia por el empleo, según se dice abusivo, de las formas artísticas. Es opinión demasiado extendida que Castelar sacrifica la precisión y el rigor, que son los atributos de la exposición científica, en aras de la fantasía, la cual quebranta y destruye con sus imágenes el encadenamiento lógico y necesario con que el entendimiento enlaza los juicios a los juicios, y las consecuencias a las consecuencias. Veamos lo que hay de fundado en esta censura. Indudablemente el empleo de las formas artísticas en el discurso tiene un límite, y no hay estético que no se apresure a señalárselo. Pero este límite todos convienen que está determinado, de un lado por la naturaleza del discurso y de otro por la naturaleza de lo bello. La belleza de la expresión contribuye poderosamente a llevar el convencimiento al ánimo del auditorio, mas según que el discurso se proponga demostrar lógica y razonadamente una idea o sólo infundir el amor a esta idea o hacerla triunfar en el ánimo del auditorio, así se habrá de restringir o extender el uso de la forma artística. A este propósito, dice el gran Schiller:

«Existen dos clases de conocimientos: un conocimiento científico que está basado sobre nociones precisas, sobre principios reconocidos; y un conocimiento popular que no se funda más que en sentimientos más o menos desenvueltos. Lo que es ventajoso para el segundo es con frecuencia contrario al primero.» 

Ahora bien: no debemos echar en olvido que Castelar es el tribuno, no es el disertante, es el apóstol de la libertad y la libertad es una verdad popular. No hay duda que fue necesario demostrarla científicamente; pero esta es la obra de la filosofía moderna, a partir de Kant. Castelar concibió la titánica empresa de hacerla amable en este país, cuyo sentido político hubieran pervertido largos siglos de tiranía y fanatismo. Es el fundador de la democracia en España, es el propagador de una idea esencialmente popular y nunca se vio que las ideas populares fuesen difundidas por maestros y pedagogos, sino por poetas y oradores. El profesor busca en su discurso un resultado futuro, el desarrollo intelectual de su discípulo mediante la adquisición de ideas perfectamente deducidas y probadas: el orador popular aspira a un resultado inmediato y para esto es indispensable que trabaje sobre la imaginación de sus oyentes, individualizando, haciendo sensibles las ideas. De aquí nace ese estilo animado, lleno de vida y colorido con que los escritores y oradores populares como Castelar difunden sus conceptos, el cual representa una transacción feliz y armónica entre el entendimiento que busca sobre todo el encadenamiento, la continuidad, y la imaginación que aspira a tocar y sentir la realidad y [123] el calor de las ideas. Castelar, por el esfuerzo de su naturaleza armoniosa y comprensiva, junta y agrega lo que la abstracción había separado, y en vista de las facultades espirituales y de las facultades sensibles del hombre se dirige a él todo entero y lo atrae por ese encanto irresistible que producen cuando se encuentran reunidos lo verdadero y lo bello.

En la vida Castelar tampoco representa un fragmento, sino toda la humanidad. La moderación y la actividad que se observa en su conducta es un signo de fuerza. Sólo los débiles son obstinados e impacientes. Contempla la vida con mirada serena y recoge en conjunto todos sus elementos sin predominio ni monstruosidades, porque es un espíritu equilibrado. Se ajusta fácilmente al medio y a las condiciones de su existencia, pero las modifica mediante la influencia da su genio. Castelar entiende que la vida es un arte y no una fiebre, que la continuidad moderada de la acción vale mucho más que una agitación estéril y morbosa: por eso no opone diques inútiles a las corrientes de las ideas, sino que busca el medio de encauzarla para que lo conduzca al resultado que se propone.

Hay muchos hombres que aun cuando fabricados de barro como todos los demás, aspiran a tañer la consistencia de los peñascos o creen cumplir con su conciencia, ofreciéndose inermes al torrente devastador de las preocupaciones, como aquellos indios que se arrojan voluntariamente entre las ruedas del carro triunfal de sus ídolos para ser aplastados. Estos hombres merecen respeto por la pureza de los motivos que los impulsan; pero es necesario convenir en que no deben ser hombres de acción en ninguna causa, porque lejos de contribuir a su triunfo, lo retardan considerablemente. Tienen un puesto señalado en las esferas de la pura teoría, porque son impotentes para discurrir por los laberintos de la realidad. La vida es una continua transacción entre lo ideal y lo real, y aquel que no sabe transigir no debe acudir a ella.

Castelar tiene un fin que llenar en nuestra patria y lo persigue con un celo y al propio tiempo con un sosiego que me traen a la memoria aquellos hermosos y profundos versos de Goethe:
 «Como la estrella, sin prisa, pero sin tregua que cada uno se mueva dentro de su propia naturaleza.» 
No puede petrificarse en la defensa obstinada de una sola verdad porque pertenece a su obra y su obra es grande y comprende muchas verdades. No puede retraerse de la lucha porque el retraimiento enerva y enmohece la inteligencia. Todavía en estos tiempos en que la vida política arrastra una existencia precaria, cuando se ha hecho un silencio mortal en todos los locutorios de la opinión, cuando no se escucha el crujir den una pluma sobre el papel, cuando no se mueve una hoja en los árboles ni una lengua en la tribuna, sólo el gran orador es capaz de sostener la contienda, porque él solo habla un lenguaje que no es el de las parcialidades políticas, un lenguaje que no lastima a nadie y que a todos seduce.

Una vez preguntaron a Sieyes: ¿Qué habéis hecho durante el Terror? ¡Qué es lo que he hecho! He vivido. Y había hecho bastante. Cuando rodando los tiempos le pregunten a Castelar: ¡Qué habéis hecho durante el período del Silencio! ¡Qué es lo que he hecho! podrá contestar, he hablado. Y aquellos hombres casi no podrán creerlo.

II

Los que voy a trascribir son datos suministrados por un espíritu, o si se quiere trasgo con quien suelo celebrar conferencias de importancia suma. Es un trasgo verídico, al menos por tal le tengo, pero se ha dedicado últimamente con harta asiduidad para lo que corresponde a un duende de su significación, a las lecturas de Hoffman, Poe, Fernández y González y otros escritores no menos alcohólicos, y me temo un poco que su cabeza, como la del ilustre hidalgo manchego, no rija de un modo cabal. Ustedes decidirán después de haberle escuchado, si conserva un pizca de juicio o si será preciso oírle como quien oye... a Perier.

No hace muchas horas vino a mí con aire de afectado misterio, y me dijo: «¿Estás escribiendo la semblanza de Castelar, no es verdad?» Sí. «Pues yo, que he vivido con todas las generaciones y en todos los países, te puedo comunicar datos interesantes para tu trabajo».

 –Vengan esos datos,– repuse. Y entonces el fantasma comenzó a silbar con sigilo en mi oído este inverosímil y descabellado relato:

«¡Castelar! Castelar tiene una historia mucho más larga de lo que tú te figuras. Vosotros sabéis admirar y aplaudir a los grandes espíritus, pero rara vez os detenéis a estudiar su procedencia o filiación histórica, ni las fuerzas ideales anteriores que han concurrido a su generación. Vosotros los humanos... –aquí el fantasma se despachó a su sabor contra nuestra raza, y hago gracia a los lectores de su filípica, que no les habría de complacer gran cosa–.


«Castelar, –prosiguió el espíritu,– es el perfumado regalo que el viejo Oriente envía al Occidente. Salió de la cabeza de Brama cierta noche, en que las estrellas, con un dulce titular llamaban el pensamiento hacia lo infinito, cuando las oscuras [124] ondas del sagrado Ganjes relataban muy quedo a la flor del lotus, que se inclinaba sobre su corriente los misterios inescrutables de la muerte, cuando el piadoso anacoreta postrado en tierra, murmuraba tembloroso su enigmática oración, cuando el ruiseñor turbaba sólo el silencio augusto de la naturaleza con su grito de amor y de esperanza.

«El dios luminoso que le diera el ser, envióle como fiel mensajero de su abdicación cerca de su hermano Zeos, y éste le prodigó mil agasajos, haciendo brillar su Olimpo con todo el esplendor de sus encantos perdurables. Todo cuanto una imaginación sobre-humana puede apetecer de dulce y halagüeño, derramólo el monarca de los dioses en su feliz morada para honrar al venturoso embajador. Hasta se pensó en celebrar corridas de toros, pero el dios Apolo, con su séquito de musas, declaró rotundamente que en este caso, no tomaría parte en las fiestas, y fue abandonado el proyecto. Aquella serie sin tregua de placeres y delicias, comenzó a cansar a vuestro orador, comenzó a aburrirle la conversación del dios Júpiter, que no le dejaba ni a sol ni a sombra, y llegó a empalagarle la ambrosía. Así, que un día, tomando de aquel la regia venia, descendió por los suaves declives del Olimpo a las llanuras del Ática, y bajo los plátanos del Ágora, comenzó a arengar a la multitud de libres cuantos ociosos ciudadanos que allí rendían a la sombra culto a la libertad y al arte.

«Después le vi multitud de veces, ya en el taller de Fídias, ora en los jardines de Academo escuchando atentamente los discursos de Platón, ora también en los misterios de Eleusis dedicado a interpretar los ruidos de las hojas del árbol sagrado al ser heridas por el viento. Parecía feliz y no me preocupé más de él.

«Mucho tiempo después le volví a encontrar en Roma, cuando ésta, fatigada por las discordias civiles, plegaba sus brazos y bajaba su orgullosa frente ante la majestad de Octavio Augusto. Fue en una sesión del Senado. Se hallaba éste reunido en la Curia Hostilia sobre el Foro. Una docena de lictores que a la puerta vigilaban, anunció la llegada del cónsul Josefo que debía presidir la Asamblea. Antes de penetrar en el templo detúvose en el peristilo para consultar los auspicios, siguiendo la antigua práctica. Parecióme, sin embargo, que al observar las entrañas de la víctima inmolada, se dibujaba en su rostro angular y glacial una sonrisa ambigua y poco ortodoxa. Los sacerdotes declararon que los padres de la patria podían deliberar, y el cónsul entró en el recinto seguido de su cortejo. Una vez dentro, se aproximó al altar de Jano (el de las dos caras) y ofrecióle incienso y vino. Después fue a sentarse en su silla, y como la sesión aún no se había abierto, muchos senadores rodearon al cónsul departiendo entre sí con grande animación. Pude notar que aún cuando todos dirigían un diluvio de preguntas al presidente, éste apenas desplegaba los labios, limitándose a sonreír de aquella manera equívoca que ya antes me llamara la atención y a sacar de su esportilla algunos caramelos que ofrecía con agrado a los padres. Estos revolvíanlos en la boca con no poco regocijo comentando al propio tiempo en detalle todos los matices de la sonrisa que los había acompañado. Los unos pretendían que aquélla era una sonrisa de oposición, mientras los otros la juzgaban de todo punto ministerial. Y entre estas y otras azucaradas razones se abrió la sesión. Uno de los ediles del Senado se levantó para leer una proposición en la cual se elevaba al príncipe del Senado Antonio a la categoría de Eterno, la cual hubo de agradar tanto a la Asamblea que prorrumpió en calurosas muestras de entusiasmo. En vano fue que Antonio rehusara con fuerza esta pequeña distinción, pues la mayoría en masa, como un solo empleado, decidió a todo trance votarla. El edil proponente se levantó entonces a dar las gracias al Senado y suplicó a los padres se sirviesen decretar que para conmemorar tan fausto acontecimiento se inmolasen en el templo de la Concordia 150 ilegales. En este instante el tribuno Emilio pidió la palabra desde su subsellium y reconocí en él a Castelar. Pronunció una brillante arenga combatiendo esta sangrienta proposición, y haciendo la defensa de las antiguas formas republicanas tan escarnecidas en aquellos días, por los que volvían su rostro al sol del Imperio, que era el que más calentaba por entonces. Me fue imposible oír por entero su discurso, pues las continuas y ruidosas interrupciones de que era objeto impedían que su voz llegase muchas veces a mi oído.

«No volví a verle en Roma y perdí su pista durante toda la Edad Media. En el siglo XV me dijeron que haciendo unas excavaciones en la ciudad de Agrigento, al levantar la tapa de una urna, maravilloso trabajo del cincel griego, lo encontraron dormido profundamente sobre el manuscrito de las obras de Homero.

«Por último, le vi una vez más en la Universidad central de Madrid. Explicaba la historia del universo en una cátedra de diez pies en cuadro con honores de pasillo.» ¡Ay! –exclamé para mis adentros– y cómo echarás de menos, ilustre heleno, aquellos tapizados jardines del Ática donde tantas veces te he visto conversar con Isócrates y Platón.

En aquel momento el profesor fijó en mí su [125] mirada perdida, y cual si viese mis adentros o fueran también los suyos, dijo:

–«......... Al posar, señores, nuestra vista sobre los campos resplandecientes de la Grecia, sobre el Olimpo, ornado de mirtos floridos, de lentiscos, de laureles, en cuyas hojas brillan eternamente gotas de rocío que descomponen la luz en mil varios matices; monte coronado de un cielo siempre etéreo y azul, desde cuya cima se descubren a lo lejos las ondas del mar, que se rizan en blancas espumas, y el Oriente, la cuna del sol, la cuna también del paganismo, y al ver aquel templo misterioso convertido en ruinas, sus dioses en momias, secas las flores que lo cubrían, perdidos sus cánticos sin que de ellos quede ni un eco en los aires, desiertas las rientes playas por donde corrían, coronadas de verbena, sus teorías, sus procesiones, una indefinible tristeza se apodera de nosotros y parece que se despierta en nuestra alma un sentimiento hostil al cristianismo.»

Armando Palacio Valdés


Aldo Ahumada Chu Han

 Bibliografía

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José Antonio Hernández Guerrero
Universidad de Cádiz
Febrero 2002




¿Se han fijado ustedes que don Emilio Castelar se ha hecho célebre e, incluso, popular por sus singulares dotes de orador, precisamente en una época en la que, según los manuales, tanto la Oratoria como la Retórica habían caído en una profunda decadencia?

Para trazar el perfil retórico y para medir las dotes oratorias de don Emilio Castelar es necesario situarlo en el contexto de dos tópicos que se repiten hasta la saciedad. Son dos lugares comunes que, aunque se suelen confundir, nosotros hemos de distinguirlos con claridad, si pretendemos valorar de manera estricta la elocuencia del orador gaditano: uno se refiere a la Retórica y el otro a la Oratoria decimonónicas. El primero, por lo tanto, es de carácter teórico y el segundo es de índole práctica. En esta breve intervención trataremos de examinarlos y, en la medida de lo posible, de desmontarlos.

Los manuales e, incluso, la mayoría de las monografías especializadas, repiten machaconamente que la Retórica -la ciencia y el arte que estudia los procedimientos oratorios- cayó gravemente enferma y murió irremisiblemente en el siglo XIX. Este diagnóstico médico y este parte de defunción se refieren tanto a los tratados teóricos y normativos, como al ejercicio de la Oratoria. Tras el análisis detenido de los textos que hemos realizado durante los últimos diez años, hemos de reconocer que estos lugares comunes, como todos, poseen un fondo de verdad pero, también hemos de afirmar que llevan consigo unos anchos márgenes de error: constituyen simplificaciones didácticas y, a veces, generalidades caricaturescas.

Es cierto que la mayoría de los tratados escritos en esta centuria son escasamente originales porque se limitan a repetir unos conceptos formulados ya en las obras clásicas de Aristóteles, de Cicerón, de Quintiliano y de Fray Luis de Granada, pero también es verdad que se multiplicaron las ediciones de algunas obras originales y que la asignatura de Retórica figuró como disciplina obligatoria en todos los planes de estudio tanto del Bachillerato como de la Universidad. La Retórica, por lo tanto, siguió viva y operativa.

Un certificado de defunción precipitado.

Un examen minucioso de la producción teórica y normativa de este siglo en España nos lleva a la conclusión de que tal certificado de defunción es precipitado, exagerado, infundado e injusto. Hemos de tener en cuenta que éste es el siglo en el que se fundan más cátedras y se publican más libros sobre Retórica. En la Universidad de Harvard, por ejemplo, se creó una cátedra de Retórica, gracias a la ayuda prestada por Nicholas Boylston, un rico comerciante de Boston. En Alemania, el jesuita y destacado neoescolástico José Kleutgen (1811-1883) escribió el Ars discendi, una obra rigurosa que fue libro de texto aprendido de memoria en los centros de estudio y, sobre todo, en los seminarios de toda Europa. En Francia Pierre Fontanier, publicó las Figuras del Discurso, fruto de toda la Retórica francesa anterior y su monumento más representativo y acabado. En Italia, Fornari publica Dell arte del dire, un amplio y detallado tratado de la argumentación.

Nosotros hemos inventariado más de un centenar y medio de manuales sobre oratoria publicados en España a lo largo de esta centuria. Entre los más conocidos podemos citar las múltiples reediciones de obras aparecidas en el siglo anterior y los textos que figuran en los diferentes planes de estudio aprobados para los distintos niveles de la enseñanza. Recordemos las de José Artiga, 1750, Epítome de la Elocuencia Española; los Elementos de Retórica, de Calixto Hornero, 1777; el Tratado de la Elocución o del perfecto lenguaje y buen estilo respecto al castellano, de Mariano Madramany, 1795; Los Principios de Retórica y Poética, de Francisco Sánchez Barbero, 1805; la Filosofía de la Elocuencia, de Antonio de Capmany, 1822; el Tratado de Retórica para uso de las Escuelas Pías, de A. M. Terradillos, 1825; el Arte de hablar en prosa y verso de José Gómez Hermosilla, 1826; el Curso Elemental Teórico-Práctico de Retórica y Poética, de Raimundo de Miguel, 1857; el Compendio de Retórica y Poética o Literatura Preceptiva, de José Coll y Vehí, 1862; los Elementos de Literatura o Tratado de Retórica y Poética, de Pedro Felipe Monlau, 1888; la Elocuencia Sagrada. Tratado Teórico – Práctico, de Miguel Yus, 1894. Todos ellos se reeditaron varias veces.

En Cádiz, en 1870, se edita el Manual de Romualdo Álvarez Espino y Antonio de Góngora Fernández; Juan José Arbolí publica en 1844 un Compendio de las Lecciones de Filosofía que se enseñan en el Colegio de Humanidades de San Felipe Nery de Cádiz; Salvador Arpa y López, 1878, un Compendio de Retórica y Poética o Literatura Preceptiva; Fernando Casas edita una cuidada traducción de la obra de Marco Tulio Cicerón, 1862, Curso de Elocuencia, compuesto en la parte teórica de los tres libros del orador que escribió... y en el año 1840 aparecen las Lecciones de Ideología y Lógica, extractadas de las obras de Varela, de Condillac, de Destutt de Tracy, de Locke y de Cousin.

No podemos afirmar que todas estas obras sean simples copias de tratados anteriores ya que, tras el análisis de un corpus de más de un centenar de textos, hemos identificado las siguientes líneas de pensamiento: Sensualismo, Sentimentalismo, Espiritualismo Ecléctico de Cousin, Eclecticismo de la Escuela Escocesa, Tradicionalismo, Neoescolasticismo de Kleugen y Krausimo.

La oratoria decimonónica.

El otro lugar común se refiere al ejercicio de la oratoria y repite de manera insistente que los discursos decimonónicos eran altisonantes, vacíos, llenos de tópicos, superficiales, construidos en grandes periodos, cargados de imágenes y de todo tipo de procedimientos formales. Juzgamos que, aunque todas estas afirmaciones son verdaderas, no siempre es correcta la conclusión que algunos historiadores extraen: que la oratoria decimonónica era pura palabrería, una verborrea vacía o simple retórica. Recordemos que, a partir de este momento, afirmar que un autor es retórico es descalificarlo como orador y equivale, a veces, a lanzarle un insulto. A Ortega y Gasset, por ejemplo, se le ha zaherido a menudo por una malévola clasificación de "retórico". Citamos a este pensador porque él es uno de los teóricos que reaccionan con disgusto y uno de los que muestran su asombro por el hecho de que se devaluara un ejercicio tan acreditado hasta entonces; lamenta que se despreciara una destreza que, desde los romanos hasta nuestros días, había constituido el umbral de toda la cultura, la herramienta de la verdad, el instrumento de la enseñanza, el cauce del comercio, el soporte del entendimiento y el vehículo de la comunicación de los hombres.

También hemos de tener en cuenta que no faltan críticos que señalan algunos valores y que reconocen que los oradores del siglo XIX fabricaban esa electricidad de la palabra que corre a través de los cuerpos y que comunica sensaciones, sentimientos e ideas. Algunos aceptan, incluso, que mediante la elocuencia discurre esa corriente que inspira confianza, que alienta ilusiones, que gusta a la gente, que hace cambiar de actitudes y de comportamientos, que estimula a las masas y que representa la palanca que mueve la Historia.

La acumulación de tópicos sobre la elocuencia de Castelar.

Pues bien, el orador sobre el que se ha acumulado mayor cantidad de tópicos ha sido nuestro paisano don Emilio Castelar. Sólo a manera de ilustración, podemos recordar que su tocaya doña Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, lo llama -de manera despectiva, irónica y cruel- "el canario continental que lanzaba sus arpegios al viento".

Esta escritora explica, además, que sus discursos carecían de sustancia y de originalidad. Según ella, por dentro estaban construidos sólo sobre la base de dos coordenadas: la de los tópicos vacíos y la de la superficialidad hueca. "Por fuera sólo consistían en una gama de ruidos de cien cataratas que se desbordan en un raudal inútil de lirismo y de tropical poesía". Nosotros pensamos que este juicio sí es tópico, superficial y efectista. El análisis no tiene en cuenta el único criterio válido para medir la calidad de la oratoria: la fuerza persuasiva[1].

Menéndez y Pelayo, en su Historia de los Heterodoxos Españoles, también reprocha a Castelar su intenso lirismo y su amplia gama de recursos literarios: nos habla del "hacha de su elocuencia avasalladora", de la "cascada de imágenes", que repartía en la multiplicidad de ríos y de afluentes; nos los describe como un poeta en prosa, como un lírico desenfrenado que adornaba sus discursos con un lujo exuberante, como "un idólatra del color y del número", como un gran "forjador de períodos que tienen ritmo de estrofa", como un gran "cazador de metáforas", como una "fuente inagotable de enumeraciones", como un "siervo de la imagen que acaba por ahogar entre sus anillos a la idea". Don Marcelino parte de un supuesto teórico que no verifica ni explica; él está convencido de que los procedimientos poéticos cumplen una función exclusivamente decorativa, son meros adornos que deleitan y divierten al público.

Para él, la virtud suprema de la elocuencia es la sobriedad e, incluso, la parquedad, por eso nos dice que Castelar es un orador que hubiera escandalizado al austerísimo Demóstenes, aunque reconoce que es un orador propio de unos tiempos que, según él, son propicios para la frivolidad y para la superficialidad. Menéndez Pelayo censura, sobre todo, el sensualismo de Castelar; por eso lo acusa de poseer un alma panteísta, que responde con agitación nerviosa a todas las impresiones sensoriales y a todos los ruidos de lo creado y que aspira a traducirlos en forma de discursos. Ésta es la raíz, según don Marcelino del forzoso barroquismo exuberante, de esa arquitectura literaria, por la cual trepan, en revuelta confusión, pámpanos y flores, ángeles de retablo, monstruos quiméricos y grifos de aceradas garras.

Menéndez Pelayo no acepta que Castelar, con el pretexto de enmarcar cuestiones concretas, proyecte una visión panorámica de la historia y de la geografía, ni comprende que, en cada discurso, el orador gaditano recorra dos o tres veces, sintéticamente, la universal historia humana, ni que invite u obligue al oyente, cual otro judío errante, para que vea pasar ante su atónita mirada, todos los siglos, para que asista al desfile de todas las generaciones, presencie cómo se hunden los imperios, se levantan los siervos contra los señores, cae el Occidente sobre el Oriente. Don Marcelino nos pinta cómo Castelar y sus oyentes peregrinan por todos los campos de batalla, se embarcan en todos los navíos descubridores y ven labrarse todas las estatuas y escribirse todas las epopeyas.

Las claves interpretativas y valorativas.

Nosotros opinamos que, para elaborar un juicio crítico sobre la calidad oratoria de Castelar, hemos de partir de cinco supuestos fundamentales:

Primero: la oratoria es el arte de la palabra articulada y, por lo tanto, exige el dominio de los diferentes procedimientos lingüísticos -los fónicos, los gramaticales y los léxicos- y, sobre todo, destreza para emplear los recursos literarios. Recordemos que el fundador de la Retórica, Gorgias de Leontinos proclamó el valor expresivo de los tropos y de las figuras del discurso, y destacó, especialmente, la importancia retórica de la antítesis y del paralelismo. Estas dos figuras, como es sabido, fundamentan su poder persuasivo, no sólo en principios lógicos –el de identidad y el de contradicción- y en el funcionamiento binario del razonamiento, sino también en los antagonismos mitológicos entre Marte y Venus, Apolo y Dionisos e, incluso, entre Caín y Abel; entre lo que los psicólogos designan como los grandes estímulos de la acción: el principio del placer y el principio de la realidad. Recordemos que Aristóteles destaca la importancia de la metáfora y de la composición periódica, en la que la antítesis juega un papel primordial. Las imágenes, afirma, confieren al discurso, no sólo elegancia, sino también fuerza expresiva y capacidad comunicativa: no sólo se establecen semejanzas entre objetos próximos o distantes, sino que, además, se acrecienta el poder persuasivo de las propuestas. Según el Estagirita, la habilidad para elaborar metáforas y para dotar de ritmo al discurso es una facultad común al rétor y al poeta: es la encrucijada en la que convergen la Poética y la Retórica.

Debemos tener en cuenta, además, que, según los sensualistas, el fundamento de este comportamiento estriba en la capacidad de asociación de los sentidos. Cuando los sentidos perciben dos objetos físicamente próximos o unidos, los relaciona primero y los identifican después. Aquí reside la raíz profunda del funcionamiento de los significados connotativos. Advirtamos, por ejemplo, cómo la publicidad actual aplica este principio y comprobemos cómo en los anuncios de coches, por ejemplo, se incluyen otras imágenes dotadas de singular poder de evocación.

Segundo: la oratoria no es sólo el empleo de la palabra, sino la utilización del lenguaje del cuerpo entero. Los significantes, los portadores de significados son, además de los sonidos articulados, la figura corporal, la imagen física del orador, las expresiones de su rostro, los gestos de sus brazos y de sus manos, y los movimientos del cuerpo entero. Por eso la oratoria se relaciona con la escultura y con el teatro.

En tercer lugar, la oratoria participa del arte musical. Azorín afirma que “Castelar, por su musicalidad, ha hecho caminar un gran trecho a la prosa castellana. La prosa castellana es otra desde Castelar, y eso es lo que habría que analizar detenidamente en la obra del gran orador. Se debería estudiar la amplitud –soberbia- de la prosa de Castelar, su flexibilidad, su movimiento y, sobre todo, el ritmo musical, la magnífica musicalidad de este estilo único en su patria y en todas las patrias de la lengua castellana".[2]

Para valorar adecuadamente este aspecto, hemos de tener en cuenta que el ritmo es un fenómeno cósmico, físico, biológico y psíquico que llega a alcanzar una dimensión cultural a través de un dilatado proceso de asimilaciones. El hombre adquiere conciencia del ritmo exterior e interior a él a partir de las experiencias continuas que va viviendo. López Estrada afirma:

“La naturaleza considerada como el contorno primario y elemental del hombre, impone ritmo a un gran número de sus manifestaciones; este principio tiene bases biológicas, pues casi todos los proceso vitales poseen sentido rítmico. La vida del hombre se gobierna a través de los ritmos cardíacos, hepáticos, cerebrales, tiroideos, etc.”.[3]

El ritmo, fenómeno sensorial, posee –hemos de reconocerlo- una extraordinaria fuerza persuasiva. Ya en los fragmentos del rétor Gorgias, podemos descubrir un intento explícito de dotar de ritmo a los períodos y, sobre todo, a la cláusula, como procedimiento válido para lograr la persuasión. Nuestras experiencias cotidianas nos muestran cómo el ritmo y la melodía nos predisponen para la recepción favorable, para la aceptación física y espiritual de los mensajes. Con el ritmo y con la melodía se posibilita el camino en compañía. La sintonía física y acústica facilita la comprensión y la aceptación del mensaje y propicia una vibración afectiva común.

En cuarto lugar, hemos de aceptar que la oratoria no está constituida sólo por un discurso correcto y bello, sino, sobre todo, por un mensaje eficaz: la oratoria es el arte del lenguaje persuasivo, el que hace cambiar de pensamiento, de actitudes o de conductas. Opinamos que ésta es la base teórica sobre la que se debe plantear la construcción y el juicio de los discursos oratorios, éste es el criterio que determina si un hecho retórico es aptum, decorum, accomodatum o decens. La utilitas de la causa es el principio que inspira la armonía de todos los factores que componen el discurso y la coherencia de todos los elementos que guardan alguna relación con él, con el orador y con el público, es el fundamento de las cinco fases de la elaboración y, en una palabra: ésta es la clave de su unidad y de su calidad. Como afirma López Eire:

Para saber si un acto de habla o un discurso es afortunado, hay que atender a algo más que a su gramaticalidad; hay que examinarlo en relación con los participantes, con su cotexto (su contexto lingüístico inmediato), con su contexto (que abarca todos los textos posibles en los que cabe una expresión determinada) y con la situación de la comunicación en la que el hablante y el oyente se encuentran en ese preciso momento, que comprende toda una larga serie de elementos que va desde el código que emplean y las reglas con las que lo manejan, hasta su situación económica, social, política, cultural, sus creencias religiosas y sus concepciones del mundo, e incluso el concepto que cada uno tiene de sí mismo y del otro. (1995: 147-148)

La definición tradicional de la Retórica como "arte de la persuasión" se convierte, de esta manera, en el criterio objetivo para establecer las mutuas relaciones de las tres funciones del discurso oratorio -docere, delectare y mouere[4]- y, sobre todo, en el principio básico para organizarlas jerárquicamente. Su validez depende de la manera específica de contribuir a la persuasión.[5]

Y en quinto lugar, hemos de reconocer que la oratoria no sólo transmite ideas, sino que, además, estimula sensaciones, promueve sentimientos y alienta emociones. La moción afectiva, tanto el ethos -affectus mites atque compositi- como el pathos -affectus concitati-, tienen como finalidad provocar un consenso emocional; es un impulso que pretende cambiar la opinión del oyente y, en consecuencia, su estimación y su comportamiento. Los rétores antiguos incluyeron estas funciones en la parte de la peroratio dedicada al movimiento de los afectos. Los griegos la caracterizaron como éidos pathetikón (Quintiliano la parafrasea con la fórmula ratio posita in affectibus), y es la forma adecuada para suscitar emociones que, como es sabido, intensifican o cambian las valoraciones. Los loci que la caracterizan se agrupan en dos clases:

La indignatio, que Cicerón define como "una enunciación mediante la cual se logra suscitar odio por un hombre, o un profundo desdén por una acción" (De inventione, I, 53, 1000).
La conquestio (o conmiseratio) "compasión", con la que se logra mover la piedad de los oyentes y provocar su participación emotiva. Los lugares comunes de la conmiseratio pertenecen a la esfera de los `casos de fortuna´ (fortuna adversa, circunstancias lamentables, enfermedad, etc.).
Hemos de advertir que la persuasión -la aceptación de una idea, la identificación con una doctrina o la creencia en unos dogmas- es un proceso mental más emocional que racional, más psicológico que lógico.

Es comprensible, por lo tanto, que en toda la tradición retórica se insista en que el orador que pretenda controlar las emociones para estimular determinadas conductas, deberá conocer sus mecanismos, ya que, como reconocen los autores clásicos (Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, etc.), la torpeza emocional arrastra consecuencias graves. En la actualidad -teniendo en cuenta la eclosión sin precedentes de investigaciones filosóficas, psicológicas y neurológicas que, sobre la emoción, se ha producido durante la última década- hemos de exigirle al orador que posea una comprensión científica del dominio de los comportamientos irracionales.

Castelar, además, posee un singular sentido de equilibrio, de la armonía, de la proporción y de la unidad arquitectónica de los discursos. José Zuleta, en una conferencia sobre la elocuencia de Castelar, que dictó en el Ateneo de Madrid en mayo 1922, nos advierte que, para juzgar los discursos del orador gaditano, hemos de examinar sus textos y hemos de analizar el carácter o la textura de sus párrafos. En su estudio, tras identificar y clasificar los diferentes elementos con los que construye el edificio de sus discursos, descubre la estructura que les proporciona coherencia. Nos permitimos transcribir sus palabras:

Castelar inicia el periodo con una oración gramatical, simple, clara, breve, categórica, formulando una proposición general. Sigue, para demostrar la tesis propuesta, una enumeración de hechos, de ordinario históricos. Estos hechos variados, hasta heterogéneos entre sí, quedan articulados con la proposición general, o mejor diríamos, injertados a la misma, ya que se nutren del tronco común y contribuyen a la vida de la idea madre, prestando lozanía al conjunto.

Estos hechos seducen por su variedad; resaltan por el corte sobrio de la frase que las expresa, por lo justo del calificativo sintético, que les agrupa y les define, por la fuerza del epíteto, y por la acertada separación de las cláusulas: separación que consiente al orador pausas repetidas, a beneficio de las cuales puede respirar acompasadamente y sostener el aliento necesario, la subida entonación declamatoria exigida por su alti-elocuencia.

El periodo se cierra con una conclusión igualmente breve, sentenciosa, absoluta, en la que aparece diáfana la proposición, sentada y remachada por modo tan terminante. La manera de Castelar corresponde exactamente con la gran ley de la integración y desintegración que preside la función lógica del pensar, lo mismo que las manifestaciones todas de la vida.

Usa, acaso también abusa, de la figura "repetición" bajo su forma genérica y bajo sus formas específicas, con lo cual logra, además, la idea o pasión que le domina; usa, y quizás abusa de la "antítesis", tanto en las grandes concepciones como en los menudos giros ornamentales, sin caer, sin embargo, en simples juegos de palabras, en contrastes triviales, ni simétricas contraposiciones: Y siempre la "antítesis" es sabia, natural, no prevista: la de los afectos, de las imágenes o de las circunstancias. El careo, el parangón, el símil, la oposición, lo contrario, lo opuesto, la antinomia, surgen a cada paso, estableciendo la diferenciación propia para definir cada una de sus ideas por las contrarias.[6]

El lenguaje corporal

Para valorar la oratoria de Castelar no es suficiente, por lo tanto, con que leamos sus discursos sino que, como nos dice Ángel Pulido en una nota biografía de don Emilio: "A los oradores hay que verlos, oírlos, y, si lo leemos hemos despacio y en alta voz. Este es el único modo de poder apreciar bien su elocuencia”.[7] Aunque se reconoce que los buenos oradores han de ser inteligentes y deben estar dotados de una mente clara y lúcida, y aunque también se comprende y se acepta que el orador debe conseguir la conversión, el cambio de actitudes y de comportamientos de los oyentes mediante la “excitación de sus sentimientos”, en cambio, no se suele insistir suficientemente que la oratoria es también un lenguaje sensorial.[8]

En toda la tradición clásica se da por supuesto que el orador ha de ser también un poeta, un músico, un pintor y un escultor: un artista que hable a los ojos, a los oídos, al gusto, al olfato y al tacto.[9] Según Condillac, por ejemplo, las imágenes son convenientes en el discurso oratorio porque contribuyen a sensibilizar el pensamiento, a vestirlo de sonido y de colorido. Los tropos sirven para dotar de cuerpo hasta las ideas más abstractas. Todo orador, afirma, debe ser pintor, y así como el pintor examina los colores que puede emplear, el orador ha de poseer una amplia gama de tropos entre los que deberá seleccionar el más adecuado para producir la impresión o sensación que pretenda transmitir. Es más, para excitar los sentimientos y para estimular la reflexión, deberá también hablar con los gestos y con las expresiones del rostro, a los sentidos de los oyentes.

Pero es necesario que, además, conozcamos su vida, y que nos traslademos al escenario y recreemos el ambiente donde pronuncia sus discursos y, sobre todo, que tengamos en cuenta todas las circunstancias culturales, sociales y políticas de su tiempo. Es conveniente que apreciemos su perfil psicológico -su talante y su talento- y comparemos su estilo con los rasgos de los grandes clásicos de la Humanidad. Sólo de este modo, y con tan completo estudio, podremos interpretar y valorar los discursos de Castelar. Nos permitimos sugerir, en consecuencia, que leamos -escuchemos- sus discursos, sentado ante la estatua que preside la Plaza a la que él da su nombre.

La oratoria, no lo olvidemos, es un arte que está estrechamente relacionado con las demás artes y, en concreto, con la escultura, con el teatro, con la música, con la pintura, con la arquitectura y, sobre todo, con la literatura. El interés de los retóricos por las cuestiones del lenguaje ornamental es un hecho constatable. Esta preocupación tuvo como consecuencia que, aunque la Retórica –que considera el lenguaje persuasivo- y la Poética que estudia el lenguaje artístico- nacieron y se desarrollaron con propósitos diferentes, la aproximación entre sus respectivos objetos teóricos y normativos se produjo casi desde el principio.

Desde el primer momento, los teóricos de la Retórica tienen conciencia de que el nivel de expresión del lenguaje –el uso artístico de los sonidos e, incluso, de su representación gráfica- posee una fuerza persuasiva. Ésta es la razón de su interés por estudiar los aspectos sensoriales. La lectura detenida de los manuales clásicos de Retórica nos pone de manifiesto que todos ellos se apoyan en un principio fundamental que podríamos formular de la siguiente manera: la literatura y cada uno de sus procedimientos sensoriales poseen una fuerza persuasiva. Por esta razón, de una manera más o menos explícita, a lo largo de la tradición literaria, los retóricos afirman que los procedimientos artísticos pertenecen tanto al discurso o oratorio como a la composición poética. El lenguaje artístico –afirman- por su propia naturaleza provoca la adhesión y estimula la comunicación, la comunión interpersonal. Recrearse o disfrutar con una obra literaria es una manera de adherirse, es una forma de identificarse con el contenido del discurso y de comunicarse con el orador que pronuncia un discurso o con el autor que compone un texto. Desde muy antiguo se tiene conciencia de que la forma externa y la expresión material casi siempre determinan o condicionan la aceptación del contenido de los mensajes y, en gran medida, lo constituyen.[10]

La figura de Castelar

Por eso tenemos que empezar preguntándonos cómo era la figura de Emilio Castelar. Aunque algunos autores lo describen como de "mediana estatura" la verdad de es que "Castelar era más bien bajo: medía aproximadamente 1,60 metros. Unos dicen que era de complexión recia y otros, que era grueso, adiposo ya en su avanzada edad, de cabeza redonda y con rasgos bien modelados, varonil y sólidamente asentada, sus facciones eran carnosas, su nariz corta y algo socrática, la frente despejada y noble, calvo el cráneo, miope y, por eso, llevaba constantemente gafas. Su cuerpo bien plantado y su andar era suelto. La actitud oratoria era siempre la misma: hablaba erguido, con la cabeza activa, con un gesto digno y mesurado, con los movimientos graves y serenos. El juego de las manos era sobrio. Su postura permanecía fija y el cuerpo derecho y su dicción era limpia, correcta e impecable.

La voz sonaba amplia y robusta. Su timbre era armonioso y claro. El registro de tonos era abundante, variado, con una gama rica de matices. Tiene de Isócrates -afirmaba- la musical armonía de la prosa, por lo cual sus grandes párrafos suenan al oído como deleitosos cantos. La oratoria, no lo olvidemos tiene mucho que ver con la música.[11] 

Su elocuencia, además, poseía un carácter pictórico. Por eso, hemos de escuchar sus discursos con todos los sentidos: esa abundancia de imágenes de la que nos hablan todos los críticos, se debe a su habilidad para hacer ver, oler, gustar y tocar los episodios que narraba, los objetos que describía -pintaba- y, sobre todo, las ideas que formulaba. Hasta los conceptos más abstractos sólo podemos concebirlos mediante la interpretación sensitiva, a través de la comparación sensorial. Castelar era capaz de transportar a los oyentes a otras regiones distintas; con su imaginación pintaba paisajes, esculpía y levantaba edificios.

Don Emilio tenía, además, una singular habilidad para contagiar los grandes afectos, para hacer llorar y para hacer reír: producía impresiones de asombro, de estupor y de admiración, de miedo, de indignación, de esperanza y de ilusión.

Sus contemporáneos lo describen comparándolo con los oradores más célebres de toda la civilización occidental: tiene de Antonio la rigurosa organización de los discursos; se parece a César en la riqueza y en la precisión de su léxico; a Cicerón se acerca por la variedad de las emociones que provoca; a Catón el Censor por su versatilidad: era a la par austero y jovial, salpicaba la grandeza y la elevación con el condimento del humorismo y con la salsa de la familiaridad. A Robespierre se parecía por la escrupulosa preparación inmediata: escribía y corregía esmeradamente todos sus discursos antes de pronunciarlos. A San Gregorio Nacianceno por la exuberancia y por el lujo: vestía las ideas con telas riquísimas. Incluso lo comparan -por su iluminismo profético- con Isaías y con Jeremías. Como San Bernardo, a Castelar lo comprendían los extranjeros sin entender el español, y superó a Lamartine en la riqueza de imágenes.

En resumen, nosotros opinamos que la extraordinaria talla de orador de Castelar se debe a tres razones:

Primero, a los contenidos de sus discursos: tenía un mensaje importante que transmitir. Hemos de reconocer que sólo es orador el que tienen algo que decir.
Segundo, a la profundidad de sus convicciones: estaba identificado con las ideas que proponía. Sólo persuade el que explica las razones que dan sentido a su vida.
Tercero, a la coherencia ética de su vida: hablaba, antes que con sus palabras, con sus comportamientos, con sus actitudes, con sus gestos, con sus expresiones y, finalmente, con sus palabras. La elocuencia, no lo olvidemos, es la consecuencia de la unidad, de la coherencia y de la armonía entre el pensamiento, las palabras y la vida.[12]
El 17 de julio de 1899, las Cortes dedicaron una sesión necrológica a la memoria de Castelar. Todos los diputados hicieron referencia y establecieron un estrecho paralelismo entre los rasgos que caracterizaron su elocuencia y las singulares condiciones de su ciudad natal. Maura, por ejemplo, afirmó que su espíritu era "imponente e impetuoso como el mar". Don Miguel Moya, diputado por Fraga-Huesca, presidente de la Asociación de la Prensa y promotor del acto, dijo que su oratoria era fluida y rítmica como la poesía y añadió:

Tenía el espíritu y la poesía de la Patria, del hermoso rincón donde nació; su elocuencia era fecunda, vibrante, fluida, dulce y hermosa como aquel mar abierto e imponente que rodea y le abraza y que su palabra era transparente como aquel cielo luminoso, diáfano, intenso y claro que sirve de techumbre a ese Cádiz donde había visto la primera luz.


Notas


[1] Cf. 1944, Azorín, pp. 11-186.

[2] Ibidem.

[3] Métrica Española del siglo XX, Madrid, Gredos, 1969, p. 26.

[4] En los tratados Brutus y Orator, Cicerón describe lo tres objetivos que todo orador deberá satisfacer: Brutus, p. 185: Tria sunt enim, ut quidem ego sentio, quae sint efficienda dicendo: ut doceatur... ut delectetur, ut moueatur...; Brutus., p.276: tria uidenda esse quae orator afficere deberet, ut decere, ut delectare, ut moueat. Orat, p. 69: Erit igitur eloquens... is qui in foro causisque ciuilibus ita dicet ut probet, ut delectet, ut flectat. En la correlación entre estos officia oratoris y los genera dicendi en el Orator éste adecúa la función del delectare al genus modicum. (Cf. A. Alberte, 1987, p. 82)

[5] "Lo aptum es el principio de coherencia que preside la totalidad del hecho retórico afectando a las relaciones que los distintos componentes de éste mantienen entre sí. Del cumplimiento de la exigencia de lo aptum dependen la conveniencia y la afectividad del discurso. Lo más significativo de lo aptum es, en mi opinión, que se trata de una noción que afecta a todas las relaciones integrantes del texto retórico y del hecho retórico, por lo que determina la coherencia interna del texto, que podemos llamar coherencia sintáctica, así como la que se da entre el texto y el referente, que es coherencia semántica, y por último la que afecta al orador, al público, a la utilitas, etc. en relación con el discurso, la cual es coherencia pragmática.

El iudicium o juicio es el discernimiento que lleva a cabo el orador para que el texto retórico mantenga el decorum interno en su organización. Por consiguiente, lo aptum, el decorum, es decir, la conveniencia, se presenta como el soporte de una auténtica coherencia semiótica en el ámbito de la Retórica y es una prueba de la importancia que la coordinación de todos los elementos, cotextuales y extratextuales, tiene en la conciencia retórica, configuradora de una de las más sólidas teorías del discurso con que puede contarse en la actualidad" (Albaladejo, T. 1989, p. 53)

[6] Ángel Pulido, en el prólogo a la Autobiografía y discursos inéditos de Emilio Castelar, 1922, afirma textualmente: "No dudo que hay personas a las cuales nada dice el arte de Castelar; también las hay insensibles a la naturaleza, a la música, a la escultura, a la pintura, a la arquitectura".

[7] Ibidem.

[8] Quintiliano, en su Institutio Oratoria, 11, 3, pp. 14-65, explica que el gesto puede significar muchas cosas mejor que las palabras. Describe las diferentes posiciones de la cabeza, del rostro, de los ojos, de las cejas, del cuello, de los hombros, de los brazos, de las manos, del pecho, de la espalda y de los pies.

[9] Podemos citar a Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, la Rhetorica ad Herennium, Fortunaciano, Sulpicio Víctor y Marciano Capella. En la Edad Media las artes praedicandi, como, por ejemplo, la Summa de arte predicandi de Tomás de Salisbury, o el De Modo componendi sermones cun documentis, del dominico inglés Tomas Waleys, la Poetriae nova de Godofredo Vinsauf. En los siglos XVI y XVII la Retórica Eclesiástica, de Fray Luis de Granada o la Instrucción de Francisco de Terrones, ya en el siglo XVIII. La Retórica, de Mayans, por ejemplo, considera que el rostro, la voz, los gestos y los movimientos del cuerpo son instrumentos y vehículos que, vinculados a los sentidos, van dirigidos a la experiencia sensitiva del receptor: transmiten mensajes propios que deben ser convergentes o complementarios con lo que se formulan en el texto. Todas estas obras reconocen que la exposición física del mensaje no es un elemento secundario y que, por lo tanto, no puede ser neutra. Es más, en algunos casos, por una presentación poco adecuada, el contenido del discurso pierde toda su fuerza persuasiva. En la Retórica moderna la actio es una operación que aparece vinculada con la pragmática y, como es bien sabido, los teóricos y los críticos tienen conciencia de enorme poder de la imagen como condicionante e, incluso, como de terminante de la aceptación de los mensajes ni que el orador ha de hablar con los sentidos –con los cinco sentidos- para estimular los sentidos –los cinco sentidos- de los oyentes.

[10] La reflexión griega sobre la eficacia de las palabras, originada por hechos económicos, sociales y políticos, abarcó la mayoría de las cuestiones teóricas y prácticas que en la actualidad plantean las relaciones que se establecen entre la literatura, el pensamiento, el arte, la moral, la política y, en general, con todas las actividades específicamente humanas. Podemos comprobar cómo progresivamente, a partir de la constatación de la influencia social del discurso persuasivo, se adquiere conciencia del carácter instrumental del lenguaje y se reconoce la atracción, a veces irresistible, que la palabra poética ejerce y la capacidad que posee para perfeccionar al hombre y para construir la sociedad. Los textos griegos más antiguos muestran hasta qué punto los autores aprovechan la capacidad persuasiva de los recursos emocionales y el valor expresivo de los procedimientos ornamentales. Esto ocurre tanto en la Retórica que se apoya en el “principio de verosimilitud” –lo que parece verdad cuenta mucho más de lo que es verdad-, como la llamada psicagógica o “conductora de almas” que se basa en dos principios: el primero –análogo al axioma médico según el cual no existen enfermedades sino enfermos individuales que necesitan remedios propios- afirma que, más que verdades generales o fórmulas abstractas, hemos de usar un lenguaje concreto adecuado al auditorio. El segundo principio está próximo a la magia –que, como es sabido, causa efectos sorprendentes y milagrosos- y establece que la palabra produce frutos psicológicos y sociológicos, éticos y estéticos, superiores, al menos en apariencias, a los valores léxicos. Su origen se remonta a los “discursos pitagóricos” y a una tradición recogida por Aristóteles, que considera a Empédocles de Agrigento (c. 493-433 a. C.), filósofo y poeta con fama de mago, como el verdadero fundador de la Retórica.

[11] Castelar confiesa que con la música de Bellini lo mismo que con la pintura de Rafael y con la poesía de Virgilio, que cuanto más envejece, más se entusiasma. Los nombre de Bellini, Rafael y Virgilio son perfectamente coherentes pues como afirma Azorín, “Castelar es un artista expansionador, exterior, por eso emplea con prodigalidad el énfasis y la hipérbole (1922, p. 85).

[12] Hemos de recordar las palabras de Aristóteles: “De que sean por sí dignos de fe los oradores, tres son las causas, porque tres son las causas por las que creemos, fuera de las demostraciones. Y son las siguientes: la prudencia, la virtud y la benevolencia, porque los oradores cometen falsedad acerca de las causas en que hablan o dan consejo, ya por todas estas causas, ya por alguna de ellas: pues o bien or falta de prudencia no estiman rectamente, o bien con recto juicio, por maldad no dicen lo que piensan, o bien son prudentes y probos, pero no miran con buenos ojos, opr lo cual cabe que den el mejor consejo quienes lo conocen. Y fuera de estas causas no hay otra. es, pues, menester que el que parezca poseer todas estas causas sea digno de crédito de los oyentes. Cómo, pues, podrán parecer prudentes y honrados se deduce de las distinciones que hemos hecho sobre las virtudes, pues por los mismos medios puede presentar cada uno a cualquier otro a sí mismo de manera determinada; acerca de la benevolencia y la amistad se comprenderá por lo que hemos distinguido sobre las pasiones”. Aristóteles, Retórica, p. 95.


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