—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

346.-Biblioteca de don Andrés Bello.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; José Guillermo González Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdés;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Álvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Verónica Barrientos Meléndez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarce Reyes; Franco González Fortunatti; Patricio Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma; Alamiro Fernández Acevedo;


Andrés de Jesús María y José Bello López. 


 Carla Vargas Berrios

(Caracas, 29 de noviembre de 1781-Santiago, 15 de octubre de 1865) fue un polímata venezolano-chileno. Fue a la vez filósofo, poeta, traductor, filólogo, ensayista, educador, político y diplomático. Considerado como uno de los humanistas más importantes de América, contribuyó en innumerables campos del conocimiento.
Andrés Bello tuvo el inmenso privilegio de asistir, en sus 84 años de vida, a la desaparición de un mundo y al nacimiento y consolidación de uno nuevo. Conoció las tres últimas décadas de dominación española de América, y sucesivamente el período de emancipación de las colonias españolas en el nuevo continente y la gestación de los nuevos estados nacidos del proceso de Independencia. Que fuera un privilegio lo que no deja de ser una mera coincidencia cronológica se debió a su extraordinaria capacidad para comprender y estudiar desde dentro y para impulsar efectivamente los resortes de la realidad que le tocó vivir.
Gran humanista liberal en la mejor tradición inglesa, ya que en el Reino Unido le tocó formarse filosófica y políticamente, Andrés Bello tuvo el talento de saber trasladar a la esfera práctica su gran erudición en terrenos tan diversos como la filología, la lingüística y la gramática, la pedagogía, la edición, la diplomacia y el derecho internacional. Por añadidura, aportó a las letras hispanoamericanas, en poemas nutridos de lecturas de los clásicos latinos, una incipiente conciencia autóctona. En su vasta erudición, en su talante político y en su sensibilidad literaria se refleja el ideal del clasicismo europeo, perfectamente aunado a la moderna sensibilidad nacional y patriótica de su tiempo.

Biografía

Andrés Bello nació en Caracas, a la sazón sede de la Capitanía General de Venezuela, el 29 de noviembre de 1781. En su ciudad natal residió hasta los 29 años de edad. Sus padres, Bartolomé Bello y Ana Antonia López, no hicieron nada por impedir la voraz pasión por las letras que manifestó desde su niñez. Después de cursar sus primeros estudios en la Academia de Ramón Vanlosten, pudo familiarizarse con el latín en el convento de Las Mercedes, guiado por la amable erudición del padre Cristóbal de Quesada, que le abrió las puertas de los grandes textos latinos.
A los quince años, Bello ya traducía el Libro V de la Eneida de Virgilio. Cuatro años después, el 14 de junio de 1800, se recibía de bachiller en artes por la Real y Pontificia Universidad de Caracas. Y fue en aquel año de 1800 cuando se produjo su primer encuentro con un gran hombre, que abrió ya definitivamente los diques de su curiosidad e interés por la ciencia: Alexander von Humboldt, a quien acompañó en su ascensión a la cima del Pico Oriental de la Silla de Caracas, que entonces se conocía como Silla del cerro de El Ávila.
Bello inició entonces los estudios universitarios de derecho y de medicina. De familia modestamente acomodada, él mismo costeó en parte sus estudios dando clases particulares; junto a otros jóvenes caraqueños, figuró entre sus alumnos el futuro Libertador: Simón Bolívar. Además de estas actividades, a las que sumaba el estudio del francés y el inglés, Bello se sentía atraído sobre todo por las letras, y comenzó a escribir composiciones poéticas y a frecuentar la tertulia literaria de Francisco Javier Ustáriz.
Sus primeros pasos literarios siguieron las huellas del neoclasicismo entonces imperante, y le valieron, en la sociedad caraqueña ilustrada, el apodo de El Cisne del Anauco. Además de traducciones de obras latinas y francesas, compuso en estos primeros años de desempeño literario las odas Al Anauco, A la vacuna, A la nave y A la victoria de Bailén, los sonetos A una artista y Mis deseos, la égloga Tirsis habitador del Tajo umbrío y el romance A un samán, así como los dramas Venezuela consolada y España restaurada.

A los veintiún años recibió su primer cargo público: oficial segundo de la secretaría de la Capitanía General de Venezuela, del que fue ascendido en 1807 a comisario de guerra y secretario civil de la Junta de la Vacuna, y en 1810 a oficial primero de la Secretaría de Relaciones Exteriores. En 1806 había llegado a Venezuela la primera imprenta, traída por Mateo Gallagher y James Lamb, muy tardíamente por cierto, si se piensa que la primera instalación de una imprenta en América se remonta a 1539, en la capital de Nueva España, México. En 1808 comenzó a publicarse la Gaceta de Caracas, y Andrés Bello fue designado su primer redactor.
En estos años de intensa actividad oficial comenzó a gestarse su gusto por la historia, la historiografía y la gramática, que quedó tempranamente plasmado en su Resumen de la historia de Venezuela, extraordinario primer brote en el que ya están presentes los principios humanistas rectores de su obra futura; en su traducción del Arte de escribir de Condillac, impresa sin su anuencia en 1824; y sobre todo en uno de sus fundadores estudios gramaticales: el Análisis ideológica de los tiempos de la conjugación castellana, obra que comenzó a escribir hacia 1810 y que se publicaría en Chile en 1841.

El exilio londinense (1810-1829)

El momento decisivo en la vida y carrera intelectual de Andrés Bello fue la decisión de la Junta Patriótica, a raíz de los acontecimientos del 19 de abril de 1810, de enviar a Londres una misión diplomática con la encomienda de lograr la adhesión del gobierno inglés a la causa de la reciente y frágil declaración de independencia venezolana. El 10 de junio de ese año zarparon en la corbeta inglesa del general Wellington los miembros de la misión designados por la Junta, Simón Bolívar y Luis López Méndez, a quienes escoltaba Andrés Bello en calidad de traductor.
Bello ignoraba que ese viaje que entonces iniciaba lo alejaría para siempre de su ciudad natal, y que la ciudad a la que se dirigía, Londres, sería su residencia permanente durante los próximos diecinueve años. El primer acontecimiento importante de su nueva vida londinense se cifró también en el encuentro con un gran hombre: Francisco de Miranda. Llegados a la capital inglesa el 14 de julio, los tres integrantes de la misión recibieron alojamiento, consejos y ayuda de parte de Miranda, quien a su vez decidió sumarse al proceso independentista viajando a Caracas.
El 10 de octubre, fecha de su salida de Londres, Miranda dejó instalados en su casa de Grafton Street a López Méndez y a Andrés Bello, quien residiría allí hasta 1812. Bello tuvo acceso a la espléndida biblioteca del prócer, que ocupaba todo un piso. Cuando el 5 de julio de 1811 se declaró la Independencia de Venezuela, ambos fueron designados representantes del nuevo gobierno secesionista en la capital inglesa, cargo que perdieron al reconquistar los españoles el poder un año después.
Comenzó entonces para Bello, quien no pudo regresar a Venezuela so pena de ser procesado ante un tribunal militar por traición, un largo período de penurias económicas, que se prolongó durante una década. Tuvo mala suerte en las gestiones que inició para lograr un cargo y un sueldo. Así, en 1815, su solicitud de un puesto al gobierno de Cundinamarca fue interceptada por las tropas de Pablo Morillo y nunca llegó a su destino, y su posterior ofrecimiento de servicios al gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata, a pesar de ser aceptada, nunca tuvo efecto, ya que se vio incapacitado para trasladarse a Buenos Aires.

Mientras tanto, fue viviendo de trabajos a destajo: dio clases particulares de francés y español, transcribió los manuscritos de Jeremy Bentham y se desempeñó como institutor de los hijos de William Richard Hamilton, subsecretario de Relaciones Exteriores, puesto que logró gracias a su amistad con José María Blanco White, el gran intelectual sevillano exiliado en el Reino Unido y simpatizante con la causa independentista americana.

Pero éste fue también un período formativo de gran riqueza intelectual para Bello. Se vinculó activamente al círculo de los emigrados españoles, todos liberales y algunos de ellos, como Blanco White, grandes escritores, que hicieron de Londres su refugio durante las dos oleadas absolutistas en España. Por otra parte, en ningún momento dejó Andrés Bello de estudiar y acumular conocimientos. De su numerosa producción ensayística de estos años, se destacan precisamente sus trabajos filológicos, escritos o concebidos e iniciados en Londres, algunos de los cuales adquirirán con el tiempo la condición de clásicos.
Bello compaginó sus investigaciones científicas y críticas, en estos años de estrecheces económicas, con las actividades literarias. Lo mejor de su producción en este campo se cifra en sus composiciones poéticas, sobre todo en sus dos grandes silvas: la Alocución a la poesía, que dio a la imprenta en 1823, y la célebre La agricultura de la zona tórrida, publicada en 1826. Dentro de un molde neoclásico impecable, Bello vertió en ellas, por primera vez en la historia de las letras, grandes temas americanos, desde la exaltación de la gesta independentista hasta el canto a la feracidad de la naturaleza del continente.
Otra faceta notable de la formación que Bello se dio a sí mismo en estos años es la relacionada con el derecho internacional. A los conocimientos que había acumulado como funcionario de la Corona española, pudo agregar en estos años de intenso estudio un conocimiento a fondo de los cambios y desarrollos que se habían ido produciendo en esta área a raíz de las guerras napoleónicas, la Independencia de América y el Congreso de Viena. Bello adoptó la concepción liberal del Estado, propia de los utilitaristas ingleses, cuyo principal teórico, Jeremy Bentham, se convirtió en la fuente de su pensamiento político e institucional.
No menos importante fue el cuarto frente hacia el que Bello dirigió sus estudios y actividades. La ejemplar labor de publicista llevada a cabo por Blanco White en la capital inglesa durante aquellos años sin duda le sirvió de modelo, y después de colaborar en El Censor Americano con artículos en defensa de la causa independentista, participó activamente, junto con Juan García del Río, en la edición de las revistas Biblioteca Americana (1823) y Repertorio Americano (1826-1827), en el marco de las actividades de la Sociedad de Americanos de Londres, que contribuyó a fundar.

En la esfera de su vida privada, también los años de Londres significaron para Andrés Bello la asunción de su plena madurez. En mayo de 1814 contrajo matrimonio con Mary Ann Boyland, de veinte años, con quien tuvo tres hijos y de quien enviudó en 1821. Tres años después de este luctuoso acontecimiento, se casó en segundas nupcias con Elizabeth Antonia Dunn, también de veinte años, quien le acompañó hasta el final de sus días y le dio nada menos que doce hijos, tres de ellos nacidos en la capital inglesa.
Dos años antes de contraer su segundo matrimonio pudo Bello, por fin, volver a desempeñarse en un cargo de responsabilidad oficial, al ser nombrado secretario interino de la legación de Chile en Londres, a cargo de Antonio José de Irisarri. Junto con Irisarri había colaborado con El Censor Americano en 1820, y se había fraguado entre ambos una amistad basada en el mutuo respeto intelectual.
A partir de ese momento Andrés Bello lograría destacados reconocimientos a su labor y nombramientos a cargos de relieve e importancia política: un año antes de ser elegido miembro de número de la Academia Nacional de Bogotá, en 1826, se había encargado de la secretaría de la legación de Colombia en Londres, en la que apenas dos años después ascendió a encargado de negocios, y en 1828 recibió el nombramiento de cónsul general de Colombia en París, poco antes de recibir el encargo, por parte del gobierno colombiano, de la máxima representación diplomática de ese país ante la corte de Portugal. Pero prefirió marchar a Chile con su familia.

Chile, la patria definitiva (1829-1865)

Andrés Bello partió de Londres el 14 de febrero de 1829, a bordo del bergantín inglés Grecian, y holló suelo de la que iba a convertirse en su definitiva patria en Valparaíso, el 25 de junio. Salvo breves estancias en este puerto y en la hacienda de los Carrera, en San Miguel del Monte, vivió hasta su muerte en la capital chilena, Santiago. El desempeño de Bello en este país traza el arco ascendente de una de las carreras públicas e institucionales más brillantes que pudiera concebir un americano de su tiempo.
Inmediatamente, al llegar fue nombrado oficial mayor del ministerio de Hacienda. Al año siguiente inició la publicación de El Araucano, órgano del que fue redactor hasta 1853, y se encargó como rector del Colegio de Santiago. Pero la pasión pedagógica de Bello, iniciada en su adolescencia caraqueña, lo llevó a dar clases privadas, en su propio domicilio, a partir de 1831.
 Han llegado hasta nosotros los textos de sus cursos, dedicados al estudio del derecho romano y a la ordenación constitucional. Bello siempre estuvo convencido de que la instrucción y el cultivo espiritual son la base del bienestar del individuo y del progreso de la sociedad, razón por la cual nunca dejó de fomentar el estudio de las letras y de las ciencias; propuso la apertura de Escuelas Normales de Preceptores y la creación de Cursos Dominicales para los trabajadores.
También dio un fuerte impulso al teatro chileno con sus comentarios críticos a las representaciones y sus sugerencias a los actores en El Araucano. En este sentido, comparte con José Joaquín de Mora el mérito de ser el creador de la crítica teatral. Tradujo el drama Teresa, de Alejandro Dumas, e inculcó en sus discípulos el gusto por la adaptación de obras extranjeras. Su conocimiento del teatro griego y el latino, el análisis de las obras de Plauto y Terencio y la lectura de Lope de Vega y Calderón de la Barca le dieron la solidez suficiente para opinar sobre el asunto.
Otro nombramiento, el de miembro de la Junta de Educación, precede su admisión por el Congreso chileno a la plena ciudadanía, el 15 de octubre de 1832. Dos años después se desempeñaba como oficial mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores, función que asumió hasta 1852, y en 1837 era elegido senador de la República, cargo que conservó hasta su muerte. En los últimos años de su vida, sus vastos conocimientos en materia de relaciones internacionales le valieron ser elegido para arbitrar los diferendos entre Ecuador y Estados Unidos (1864) y entre Colombia y Perú (1865), honor este último que se vio obligado a declinar por motivos de salud, hallándose ya gravemente enfermo.
El generoso reconocimiento que los chilenos le tributaron a Bello durante los treinta y seis últimos años de su vida lo colmó de satisfacciones. Pero entre todas ellas, cabe suponer que no las que pudieran derivar del poder político, sino otras, fueran las más estimadas para un hombre animado por un proyecto civilizador como el suyo, que puede resumirse en las palabras que utilizó Arturo Uslar Pietri para aquilatarlo:
 "Un empeño tenaz de reunir ciencia y conocimiento para decirle a los pueblos hispanoamericanos de dónde venían, con cuáles recursos contaban y el panorama del mundo en que les tocaba afirmarse y actuar".
A diferencia de tantos de sus más ilustres contemporáneos americanos, Andrés Bello no fue un hombre que ambicionara acumular honores y poder, y en cambio veía en el avance de la educación y las luces de las jóvenes repúblicas americanas, así como en la consolidación de las instituciones reguladoras de su recién conquistada libertad, el mejor servicio que podía rendirle a América. También Uslar Pietri lo dijo a su manera:

 "En su bufete de Chile, en su cátedra, en su poesía, en su prosa, en su palabra, estaba haciendo una América, una Venezuela, un Chile, un México más perdurables y grandes que los demagogos y los guerrilleros pretendían alcanzar en la dolorosa algarabía de sus revueltas y asaltos".

Por eso la hora que vivió como la coronación de los largos años de esfuerzos de su exilio londinense fue la que le trajo la inauguración de la Universidad de Chile, en 1843, cuyos estatutos él mismo había redactado un año antes y cuyo rectorado asumió gozoso, siendo reelegido mientras vivió. El discurso pronunciado por Andrés Bello en aquella oportunidad ofrece un compendio de sus concepciones pedagógicas y una guía para la orientación de los estudios superiores.
Retrato de Isabel Antonia Dunn, segunda mujer de Bello, con quien tuvo su descendencia en Chile.


Del mismo modo, la publicación de sus inmensos estudios gramaticales sobre la lengua castellana iniciados en Reino Unido debieron de ser una ocasión de júbilo, que tuvo su punto álgido con la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, publicada en Chile en abril de 1847. Llegado a este punto de su carrera, Bello siguió investigando, escribiendo y publicando obras de gran interés científico y práctico: Principios de derecho de gentes (1832) es la primera obra que publica en Chile, y que después retomará, ampliará y transformará, en 1844, en un ya clásico Principios de derecho internacional.
Siguieron a esta obra los Principios de ortología y métrica, en 1835; en 1841, el poema El incendio de la Compañía, considerado en Chile como la primera manifestación local del romanticismo; una Gramática latina, en 1846; una Cosmografía, en 1848; una Historia de la literatura, en 1850, y en 1852, veintidós años después de haber iniciado su redacción en compañía de Juan Egaña, la culminación de la que es sin duda su obra más titánica, verdadero resumen de su concepción del estado liberal, cuya implantación propugnaba en toda América: el Código Civil de la República de Chile, que el Congreso chileno aprobó en 1855.
Tumba de Andrés Bello en el Cementerio General de Santiago


A estos textos hay que agregar una Filosofía del entendimiento, publicada póstumamente en 1881. En su lecho de agonía, encendido en fiebre, Bello musitaba palabras incomprensibles. Los que se inclinaban a recogerlas pudieron descifrar algunas: en su última hora, recitaba en latín los versos del encuentro de Dido y Eneas, de la Eneida.

La figura de Andrés Bello.

Carla Vargas Berrios;

Es necesario detenerse en forma más minuciosa en la persona de Andrés Bello y en por qué el sabio venezolano llega hasta estas tierras. El primer contacto de Bello con Chile data de 1822 cuando conoce a Antonio José de Iri­sarri, jefe de la legación chilena en Londres. Bello, hasta entonces, flotaba más o menos a la deriva en la capital inglesa haciendo pequeños trabajos para el gobierno de Caracas. Estos trabajos eran en su mayoría cartas a autoridades ingle­sas o informes a Bolívar y su canciller. 
Se dice que Bello dominaba catorce idiomas, entre los que se encontraba el latín; su inglés era, desde luego, perfecto. Es así como se había ganado una cierta reputación como gran latinista, indispen­sable para sus comunicaciones con el Vaticano, como tam­bién, la fama de hábil escritor de cartas de asuntos difíciles. Pero, a pesar de eso, Bello no tenía un cargo oficial y Caracas usaba sus servicios sólo ocasionalmente. Su situación econó­mica era por lo tanto angustiosa.

Irisarri, quien era un hombre cercano a O’Higgins, se encontraba en Londres para contratar un empréstito para el gobierno chileno por la suma de un millón de libras esterlinas. Los manejos del dinero del empréstito habían sido poco transparentes, lo que hizo que el gobierno enviara a Mariano Egaña a ver el estado de cosas y las cuentas de Irisarri. 
Este último ya había escrito al ministro de Relaciones chileno una carta en que describe a Bello como “un hombre habilidísimo, de muy variada literatura y extensa ciencia y posee una seriedad y nobleza de carácter que lo hacen mucho más estimable. Estas condiciones tan difíciles de alcanzar hoy en día, amigo mío, me mueven fuertemente hacia él”.
Con estas cualidades, cuesta entender la resistencia que sentía Bolívar por Bello. Una de las teorías dice que el Libertador habría interceptado una carta de Bello en la cual éste deslizaba la idea que tal era el caos en las nuevas repúblicas, que no veía otra salida que la instauración de monarquías parlamentarias, al estilo inglés, con algún príncipe de alguna casa reinante a la cabeza. Bolívar no le habría perdonado este desliz intelectual con la causa republicana. La carta dirigida a Blanco White, citada en el libro de Iván Jaksic[ 2], "Andrés Bello: la pasión por el orden", decía textualmente: 

“Se trata de saber si suponiendo tratase de establecer una monarquía (no como la de la Constitución española de 1812, sino una monarquía verdadera, aunque no absoluta) y si pidiese a las cortes de Europa un príncipe de cualquiera de las familias reinantes, sin excluir la de Borbón, se recibiría favorablemente esta proposición en las actuales circunstancias. A mí me parece que ninguna concilia mejor el interés de los americanos (que Ud. sabe muy bien no para republicanos)...”. 

Mientras tanto, Mariano Egaña no se encontraba en buenos términos con Bello dada su circunstancial cercanía con Irisarri, quien prácticamente había huido como un forajido a París. Bello terminó entonces su actividad en la legación chilena para ocupar por un breve tiempo un cargo menor en la legación venezolana. Sin embargo, su situación seguía siendo precaria y los puestos en que era nombrado eran de tan bajo rango que casi constituían una afrenta. Es entonces que Bello le escribe directamente a Bolívar: 
“Mi destino presente no me proporciona, sino lo muy preciso para mi subsistencia y la de mi familia, ya algo crecida. Carezco de los medios necesarios para dar una educación decente a mis hijos... y veo delante mí, no digo la pobreza, que ni a mí ni a mi familia espantaría, pues ya estamos hechos a tolerarla, sino la mendicidad.” [3]
Por entonces, las cartas entre el continente y Europa demoraban nueve meses, por lo tanto, Bello no tuvo por mucho tiempo respuesta a su desesperado requerimiento. A fines de 1827, Bello reinicia el contacto con Mariano Egaña.

Le manifestó su deseo de dejar definitivamente el cuerpo diplomático colombiano. Egaña había cambiado de opinión acerca de Bello y de la animadversión pasó a la franca admiración. El 10 de noviembre de ese año escribe a Chile recomendando su nombramiento en cualquier cargo administrativo en Santiago. El 15 de noviembre de 1828, después de un año sin sueldo, el gobierno chileno lo nombra Oficial Mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores chileno. Bello aceptó de inmediato.

Se sabe que Bolívar al enterarse de la decisión de Bello—y cuando éste ya venía con destino a Chile—, en carta a José Fernández Madrid, su embajador en Londres, le ruega disuadir al primero de no sumirse “en el país de la anarquía”. “Persuada usted a Bello —escribe Bolívar— que lo menos malo que tiene América es Colombia”[ 4]. Fernández Madrid, claro está, no logró su propósito. El 25 de junio de 1829 Andrés Bello desembarca en Valparaíso, que por ese entonces no se vislumbraba como el gran puerto del Pacífico Sur. Luego de unos días, Bello y su familia llegan a la ciudad de Santiago. Leopoldo Castedo apunta una posible versión de la mirada de Bello a nuestra capital: “La vista de Santiago, desde lejos, debió recordar a Bello la topografla de su Caracas. Unas torres de escasas iglesias; pocos edificios de dos pisos en la Plaza de Armas y aledaños; en el centro de la planicie, casonas y huertas y arboledas desprovistas de hojas en junio; el centro, un cerrito rocoso y pelado”.[5]

Si bien las fisonomías de las capitales de las nacientes repúblicas no debían diferir mucho unas de otras, es importante destacar que Bello escogiera un pequeño país como Chile. Sus primeras impresiones no son demasiado halagüeñas. Le escribe al mismo Fernández Madrid:

 “El país hasta ahora me gusta, aunque lo encuentro inferior a su reputación, sobre todo en cuanto a bellezas naturales. Echo de menos nuestra rica y pintoresca vegetación, nuestros variados cultivos y aún algo de la civilización intelectual de Caracas en la época dichosa que precedió a la revolución”[ 6]. Pero en otra carta anota la siguiente observación: “Se ven pocos sacerdotes y los frailes disminuyen rápidamente. Se goza, de hecho, de toda la tolerancia que puede apetecerse”.[7]

Antes de cumplir su cargo ministerial, la reputación del sabio humanista ya se había difundido en Santiago. Entre sus primeros trabajos es nombrado director del Liceo de Chile, sucediendo en el cargo a José Joaquín de Mora. El Liceo de Chile había sido concebido como una contraparte del Instituto Nacional, otra de las primeras instituciones educativas que si bien era de origen patriótico se había vuelto crecientemente conservadora. Comienza también a hacer clases como profesor particular a jóvenes que ocuparán importantes lugares en la historia de Chile, como por ejemplo, los hermanos Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, Diego Barros Arana, José Victorino Lastarria y Francisco Bilbao. Todos ellos llegarán a ser personajes paradigmáticos del pensamiento liberal del siglo XIX y casi sin excepciones su quehacer estará vinculado al ámbito de la educación y la cultura. 
El acto visionario del presidente Bulnes y de su ministro Montt de encargarle a Bello la elaboración de la ley orgánica de una nueva Universidad que regule todo el sistema educacional chileno, irá mucho más lejos que esta tarea de procedimientos, ya que por una sinergia natural se convertirá en su primer rector. La ley orgánica de la Universidad de Chile queda finalmente redactada y aprobada por el Consejo de Estado en 1842. Ese mismo año, Bello escribe en El Araucano un texto elocuente y revelador respecto de su pensamiento del rol que deberá tener la nueva casa de estudios: 

“No se trata de aquellos establecimientos escolásticos o de ciencias especulativas, destinados principalmente a fomentar la vanidad de los que deseaban un título aparente de suficiencia, sin ventajas inmediatas y reales para la sociedad actual. Se desea satisfacer, en primer lugar, una de las necesidades que más se han hecho sentir desde que con nuestra emancipación política pudimos abrir la puerta a los conocimientos útiles, echando las bases de un plan general que abrace estos conocimientos en cuanto alcancen nuestras circunstancias, para propagarlos con fruto en todo el país y conservar y adelantar su enseñanza de un modo fijo y sistematico, que permita, sin embargo, la adopción progresiva de los nuevos métodos y de los sucesivos adelantos que hagan las ciencias”[ 8].

 Bello es, sin duda, un hijo de la Ilustración. Como escribe la historiadora Sol Serrano: 
"las proposiciones educacionales de la Ilustracion fueron sistematizadas por Diderot en su artículo ´Collége`, publicado en la ´Enciclopedia` en 1753, donde criticaba la preponderancia inútil de los estudios literarios y el lugar dominante del latín, a la vez que proponía un programa enciclopédico que hiciera resaltar la unidad del conocimiento y la importancia de las ciencias experimentales y exactas” [9].
 Bello hace suya esta idea. Por un lado, cabe destacar el fuerte influjo del racionalismo en cuanto a la utilidad del conocimiento científico que por esos años se acrecienta a pasos agigantados y, por otro, el rol del Estado como eje del sistema educacional, lo que por fuerza implica un desperfilamiento de la función de la Iglesia en ese ámbito.

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[2] Jaksic, Iván "Andrés Bello: la pasión por el orden", Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2001
[3] Jaksic, Iván, Ibíd.
[4] [5] [6] Lavados, Jaime "La Universidad de Chile en el desarrollo nacional", Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1993.
[7] Cussen, Antonio "Bello y Bolívar", Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1995.
[8] Citado por Serrano, Sol Ibid
[9] Serrano, Sol  Ibíd.



Obras de Andrés Bello.



En la primera mitad del siglo XIX, cuando el período colonial va camino de su definitivo eclipse, surgen tres figuras imprescindibles en la historia de la formación de la nacionalidad venezolana: Simón Rodríguez, Andrés Bello y Simón Bolívar. Si bien es cierto que este último, además de notable escritor, fue el principal responsable de la independencia política del país, los dos primeros lo fueron de su independencia espiritual. La figura de Andrés Bello resulta menos "familiar" que la de Simón Rodríguez, y esta distancia quizás se deba a esa suerte de nicho donde lo ha colocado la cultura oficial venezolana. Sin embargo, es imposible restarle méritos a la obra de este insigne humanista.
Excelente poeta, filólogo ilustre, erudito estimable, diplomático discreto, político ponderado y pensador singular, Andrés Bello representó la aspiración a la independencia cultural de Hispanoamérica y fue un polígrafo incansable: sus obras completas abarcan veinte tomos. Ya se ha reseñado la extraordinaria labor cívica que desempeñó en Chile, donde residió desde 1829 hasta su muerte: entre otras cosas, redactó el Código Civil de esta nación y fundó la Universidad de Santiago.
En esta ciudad publicó su importante Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847), un trabajo sobre el que giraron las más importantes polémicas sobre el castellano de América a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Otra de sus piezas brillantes, digna de una atenta relectura, es su discurso de apertura de la Universidad de Chile. En cuanto al estilo, es uno de los momentos más altos de su prosa y, además, demuestra que ninguna rama del conocimiento era ajena a su saber.


Obras poéticas.

Como poeta, la valoración actual de su obra le otorga una importancia más documental que literaria. Andrés Bello poseía una extensa erudición poética, amén de un minucioso conocimiento del oficio, pero carecía del don creador. En el fondo (y a pesar de que, como dice Mariano Picón Salas, fue romántico a ratos), Bello nunca pudo salir del molde del neoclasicismo en el que se había formado, y es antes un diestro versificador que un verdadero poeta. Su extensa e inacabada Silva a la agricultura de la zona tórrida (fruto de su estancia en Londres entre 1810 y 1829) es una palpable muestra de pasión americanista.
Un modo natural de clasificar los poemas de Andrés Bello es separar las poesías originales de las traducciones o imitaciones. Así, en un grupo encontramos poemas de imitación, traducidos o versionados, como Los Djinns, La tristeza de Olimpio, Oración para todos, Moisés salvado de las aguas y Fantasmas, bajo la influencia de Víctor Hugo. Se le debe asimismo una traducción en verso del Orlando enamorado. Como filólogo, Andrés Bello se aplicó al remozamiento del Poema del Cid, trabajo que dejó inconcluso. Comenzada en 1823, su versión del Poema del Cid o Gesta de mío Cid constituye una obra maestra de erudición y buen gusto, siendo quizás la que más ha contribuido a difundir su nombre.
La parte original de su producción la constituyen piezas como Al campo y El proscrito. Al campo es una especie de égloga. En El proscrito, Bello mezcla el humor con la poesía: el caballero Azagra, descendiente de guerreros, anda aquí en gresca, como un nuevo Sócrates, con una moderna Xantipa. Sus dos poemas más importantes son Alocución a la Poesía (1823) y Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826). Ambos fueron publicados en las revistas londinenses que editaba Bello: la Biblioteca Americana y el Repertorio Americano, respectivamente.
Alocución a la Poesía (1823) viene a ser, con sus dos silvas, la obra más sobresaliente de Andrés Bello. En la primera silva, el autor invita a la Poesía a abandonar Europa por el prodigioso mundo descubierto por Colón, y el poeta alaba las grandiosas bellezas de la naturaleza americana. Después, Bello celebra las hazañas bélicas de la guerra de la independencia. En la Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826) exhorta a los americanos a la paz, aconsejándoles trocar las armas por los útiles del labrador. Un estilo rico, de gran colorido, caracteriza en general toda su producción.


Obras filológicas.

Pero quizás la de filólogo haya quedado como la faceta más perdurable de la personalidad de Bello. Ya se ha aludido a su reconstrucción del Poema del Cid; es preciso reseñar ahora su obra Principios de ortología y métrica de la lengua castellana, publicada en Santiago de Chile en 1835. La primera parte, la ortología, en la que analiza las bases prosódicas del español y los vicios habituales de pronunciación, especialmente los de Hispanoamérica, se considera hoy envejecida ante los modernos estudios de fonética, que han renovado totalmente esta disciplina.
Pero la métrica, que es la obra de un erudito y de un poeta, sigue teniendo plena actualidad. Frente a Hermosilla y Sicilia, que representaban el criterio neoclásico que quería a todo trance ver en el verso castellano la sucesión de sílabas largas y breves (es decir, un remedo de los pies griegos y latinos), Andrés Bello planteó los verdaderos fundamentos del verso castellano: 
"Después de haber leído con atención -dice- no poco de lo que se ha escrito sobre esta materia, me decidí por la opinión que me pareció tener más claramente a su favor el testimonio del oído".

Bello se basó en el oído y, también, en la práctica de los buenos poetas. Y así como deslatinizó la gramática castellana para analizar el verdadero sistema gramatical de su lengua, desterró de la métrica castellana (como señaló Pedro Henríquez Ureña) el fantasma de la cantidad silábica que había dominado todo el siglo XVIII. Los estudios de Bello pusieron el verso castellano sobre sus bases silábicas y acentuales.
La Real Academia Española, que había nombrado a Bello miembro honorario en 1851, aceptó sus principios en acuerdo del 27 de junio de 1852 y le pidió permiso para adoptar su obra, reservándose el derecho de anotarla y corregirla. De mayor importancia es aún su Gramática de la lengua castellana (1847), obra renovadora, de sencillez revolucionaria, impregnada del buen sentido y de la intuición genial que caracterizó la vida y la obra de aquel hombre sencillo e ilustre.


Obras filosóficas y jurídicas.

La Filosofía del entendimiento fue publicada póstumamente como primero de los quince tomos de las Obras completas de don Andrés Bello, edición patrocinada por Chile que vio la luz a partir de 1881. Por las partes de esta obra aparecidas a partir de 1843 en la revista El Araucano, consta que Bello estaba en posesión de sus ideas básicas sobre filosofía desde esa época. Pensada como libro de texto, pero elaborada de forma innovadora, tiene como objeto de investigación un campo mucho más amplio que el mero entendimiento humano, puesto que en él incluye hasta la metafísica.
De primera formación escotista, con tendencias a la ciencia fisicomatemática, que predominaba cuando Bello estudió en Caracas (1797), y de matiz sensista, a lo Condillac, tendencia entonces dominante aun entre los religiosos, Bello acentuó cada vez más sus preferencias por el idealismo estilo Berkeley, impregnado de un espiritualismo muy a lo Cousin. De la formación inicial en las ideas de Escoto guardó, aparte de la separación reverente de fe y razón, la afición y cultivo de la gramática lógica pura y de la lógica matemática, que se hallan en la segunda parte de Filosofía del Entendimiento y que son cronológicamente independientes de los ensayos primeros en lógica matemática de George Boole. 
La obra mereció grandes elogios de Marcelino Menéndez Pelayo, quien en 1911 la juzgaría "la más importante que en su género posee la literatura americana".



CÓDIGO CIVIL DE CHILE


Primera página de la primera edición del Código
 Civil de Chile. Santiago de Chile: Imprenta Nacional,
calle de Morandé, núm. 36. Mayo 31 de 1856.


En el plano jurídico, los Principios de derecho de gentes (1832) de Andrés Bello ilustran su condición de jurista preparado y capaz, de reputado político e internacionalista que desempeña importantes cargos públicos en Chile y cuyos servicios son solicitados por los Estados Unidos para un arbitraje en cuestión de límites, y también por Perú y Colombia. Más influyente sería aún su labor como redactor del Código Civil chileno de 1852, cuerpo jurídico promulgado en 1855 que reglamenta las relaciones de la vida privada entre las personas. En vigencia desde 1857, fue un código modelo para diferentes naciones sudamericanas, y no necesitó de una primeras reformas hasta 1884.
En 1840, 1841 y 1845 se habían nombrado comisiones encargadas de redactar un proyecto de Código Civil, pero indefectiblemente habían terminado sucumbiendo ante la magnitud de la empresa y disolviéndose sin lograr resultado alguno. Andrés Bello, miembro de la última, prosiguió por sí solo dicho trabajo, hasta que, concluido, pudo presentarlo en 1852 al gobierno, el cual ordenó su impresión y nombró una comisión revisora presidida por el propio presidente, Manuel Montt. Cumplida esta tarea, el proyecto fue enviado para su aprobación al Congreso Nacional. El 14 de diciembre de 1855 se promulgaba como ley de la República para comenzar a regir el 1 de enero de 1857.
El nuevo código armonizó sabiamente el antiguo derecho de Roma y de España con los nuevos principios de la Revolución Francesa recogidos en el Código Napoleónico. A diferencia de las excentricidades que cometían algunos gobiernos de la región, como el de Andrés Santa Cruz, que en su tiempo había dispuesto la traducción y promulgación del Código Napoleónico para Bolivia, Andrés Bello supo adaptar a la realidad cultural americana la tradición jurídica europea. Por esta razón fue adoptado como propio por otros gobiernos americanos, y en Chile se encuentra aún vigente, aunque, obviamente, con cambios significativos.



Biblioteca y su obra literaria



Obras completas.



Obras completas de don Andrés Bello, Santiago de Chile: tomos I-XIII, Imp. de Peter G. Ramírez, 1881-1890; tomos XIV-XV, Imprenta Cervantes, 1891-1893; (1881-1893), 15 vols. Los volúmenes III y V a XI llevan introducciones de Miguel Luis Amunátegui; los volúmenes del XII al XV de Miguel Luis Amunátegui Reyes.

I. Filosofía del entendimiento. Lógica.
II. Poema del Cid.
III. Poesías.
IV. Gramática de la lengua castellana
V. Opúsculos gramaticales.
VI. Opúsculos literarios y críticos.
VII. Opúsculos literarios y críticos.
VIII. Opúsculos literarios y críticos.
IX. Opúsculos jurídicos.
X. Derecho internacional.
XI. Proyecto de código civil.
XII. Proyecto de código civil (1853)
XIII. Proyecto inédito de código civil.
XIV. Opúsculos científicos.
XV. Miscelánea




La Biblioteca privada de Andrés Bello.




Bello arribó desde Venezuela a la ciudad de Londres armado de su latín y su inglés, que le abrirían el camino del estudio de las letras clásicas y de sus contactos con los hombres de letras y la producción intelectual inglesa.
Con el restablecimiento del absolutismo florecieron de nuevo las letras, particularmente las relativas a la antigüedad clásica. El siglo que iniciaba heredó del anterior la curiosidad enciclopédica, y a la época de la publicación de los diccionarios de lenguas y de historia natural, sucedió otra de no menos avidez por el conocimiento de los idiomas y de las ciencias de la naturaleza. 
La biblioteca de Bello era rica en esa clase de obras, reveladoras de su curiosidad insaciable y de su inclinación al estudio de los más variados temas. Entre estos fueron de su predilección los trabajos de los grandes juristas, especialmente de los franceses, entre los que figuraban Pothier y Troplong. ( Sobre las obras de estos juristas franceses que figuraban en la biblioteca de Bello, vid. Velleman, Andrés Bello y sus Libros, pp. 89, 238-39, 271. )

Desde el primer momento despertó su interés el estudio de la legislación romana, de los grandes monumentos literarios de la antigüedad clásica, y de los juristas que habían dedicado su atención al estudio de la legislación dictada para el gobierno del mundo colonial americano, los juristas españoles y entre ellos naturalmente, el más eminente de todos, Solórzano Pereira. 
De este jurista español tenía Bello cuatro obras escritas en latín, publicadas entre 1605 y 1779: vid. Velleman, Andrés Bello y sus Libros, p. 263. )

Es interesante observar, a través del estudio del catálogo, el interés manifestado por Bello por los cronistas de la historia de América, entre ellos Antonio de Herrera, y el conquistador Bernal Díaz del Castillo, cuyas obras tenía en su biblioteca. 
( B. V.: Vid. Velleman, Andrés Bello y sus Libros, pp. 160, 191. )


Las grandes colecciones documentales relativas a la época de los descubrimientos, como la de Fernández de Navarrete, figuraban entre sus libros.
Bello poseía la Colección de Viajes y Descubrimientos de Fernández de Navarrete, en una edición de 1825; en 1827 Bello publicó un artículo sobre esta obra en El Repertorio Americano III, 186-225. Vid. Velleman, Andrés Bello y sus Libros, p. 172. ) 

La de Pedro de Angelis, comenzada a publicar en 1836, estaba entre sus libros, probablemente enviada por el autor, con quien mantuvo relaciones de confraternidad literaria, como queda apuntado en páginas anteriores.
Es digno de señalarse el interés manifestado por Bello por adquirir las obras de los más renombrados geógrafos de la época, como Malte Brun, cuyo diccionario geográfico en diez volúmenes se hallaba entre sus libros.
( Précisde la Géographie Universelle, Paris, Fr. Buisson, 1812; Velleman, Andrés Bello y sus Libros, p. 212

De aquí a pasar a las obras de los viajeros no había más que un paso, y al aparecer el Viaje a las Regiones Equinocciales de América, de su conocido Alejandro von Humboldt, Bello se apresuró a adquirirla. El ilustre viajero comenzó a llenar el mundo científico con su renombre y la trascendencia de su labor científica, y Bello no se quedó atrás en inscribirse entre sus más devotos admiradores. Verdadero descubridor científico del mundo americano, Humboldt se conquistó desde la primera hora la más grande autoridad en el mundo científico.

( En la biblioteca de Bello se encontraban cuatro obras de Humboldt, todas en francés o inglés, incluso, en cinco volúmenes, la traducción francesa del Cosmos. Estas obras eran de influencia importante para Bello, quien dedicó unos quince artículos a ellas en las páginas de la Biblioteca Americana y el Repertorio Americano.Velleman, Andrés Bello y sus Libros, pp. 194-95. )

Entre esos viajeros ocupó un lugar muy destacado don Claudio Gay, comprometido en la grandiosa empresa de hacer la descripción física, geográfica y geológica del territorio chileno, y Bello se apresuró a incorporar en su biblioteca sus trabajos. 

De Gay Bello poseía en su biblioteca la obra Historia Física y Política de Chile (1845-1862), que incluía volúmenes sobre la Agricultura; la Botánica; Documentos Sobre la Historia, la Estadística y la Geografía; la Historia y la Zoología. Bello también insertó traducciones suyas de artículos de Gay en El Araucano entre 1831 y 1843. Vid. Velleman, Andrés Bello y sus Libros, pp. 178-79. ) 

Tampoco estuvo ausente de sus anaqueles el libro de Philippi, Viaje al Desierto de Atacama, impreso en 1860 en Halle, Sajonia.

Del estudio de la antigua legislación española y sus historiadores, entre ellos Martínez Marina, pasó Bello a interesarse por la historia general de España (Padre Mariana), y por los documentos relativos a ella. Adquirió así la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, de Fernández de Navarrete, Saínz de Baranda y Salvá, la Historia de España de Lafuente, la de José Antonio Conde sobre la dominación árabe, y alguna de las obras de Mignet sobre la historia de la península.

( B. V.: La obra de Mignet (preferida por Bello a la de Bermúdez de Castro, de semejante tema) fue Antonio Pérez et Philippe II, Paris, 1846. Velleman, Andrés Bello y sus Libros, p. 221. Sobre las historias de España que poseía Bello en el momento de su muerte, vid. la misma obra de Velleman, p. 79.  )

Como han señalado los biógrafos del humanista, la llegada de los emigrados españoles y la aparición en el mundo intelectual londinense del editor Ackermann, tuvieron profunda influencia en la orientación y en los trabajos del escritor. La labor que desarrolló desde entonces como escritor estuvo teñida de un sentido enciclopédico y orientada a interesar al público ilustrado del mundo americano. De su contacto con los hombres de letras españoles, Mora, Puigblanch, Blanco White, Joaquín Lorenzo Villanueva y Salvá, derivó su interés por el estudio de la historia de las letras hispánicas y de la gramática. Le fueron desde entonces familiares los trabajos de los escritores españoles del siglo XVIII, entre ellos Sempere y Guarinos y Jovellanos, con el último de los cuales hay afinidades tan estrechas que se han encargado de puntualizar sus biógrafos.
Pero fue el estudio de la antigüedad clásica, griega y romana, la que despertó con mayor interés la curiosidad intelectual y bibliográfica de Bello. Las obras de todos sus grandes escritores se hallaban entre sus libros, en bellas ediciones aparecidas desde principios del siglo. El interés del humanista se vio reforzado durante su estada en Santiago, particularmente cuando tuvo dos colegas distinguidos, formados en el mundo intelectual europeo, los latinistas don Luis Antonio Vendel-Heyl y Justo Florián Lobeck, ambos profesores del Instituto Nacional, que colaboraron estrechamente con el maestro, y publicaron en Santiago algunos de sus trabajos. Así Vendel-Heyl publicó aquí sus Ensayos Analíticos y Críticos Sobre la Primera Edad de la Literatura Romana y Particularmente Sobre Plauto, mientras Lobeck dio a los moldes su Gramática Elemental de la Lengua Latina, y una colección de ejercicios latinos y castellanos.

Pero fueron los problemas derivados de su actividad diplomática los primeros que atrajeron la atención del humanista, en aquel mundo perturbado por tan grandes mutaciones políticas. El gran problema que por entonces provocaba el interés de las naciones americanas, que pugnaban por obtener el reconocimiento de su personalidad internacional ante las grandes potencias dominadoras del mundo, eran los de los derechos de los neutrales, la apertura de los puertos ingleses al tráfico marítimo de las nuevas nacionalidades y la equivalencia de títulos para negociar en igualdad jurídica. Bello comenzó por enfrascarse en el estudio de Vattel ( Emerich de Vattel, Le Droit de Gens, París, 1820.  Vattel fue la influencia principal en la doctrina de Bello sobre derecho internacional. Vid. Velleman, Andrés Bello y sus Libros, p. 274. ), que gozaba de la más grande autoridad como tratadista de derecho internacional, y de los grandes publicistas del siglo anterior. 
Deseaba documentarse profundamente y así no vaciló en adquirir el Corps Universel Diplomatique, impreso en Ámsterdam en 1726 en ocho volúmenes, el Supplément a la obra anterior, de Barbeyrac, en cinco volúmenes, impreso igualmente en Ámsterdam en 1739, la Historia de los Tratados de Paz de Bernard, Ámsterdam 1725, y [otros cuatro volúmenes] sobre las negociaciones secretas que llevaron a la paz de Munster, impres[os] en La Haya en 1725

(B. V.: La referencia queda incompleta en el manuscrito de Donoso, pero se trata de Jean Le Clerc, Négotiations Secretes Touchant la Paix de Munster et d’Osnabrug, título cuyo autor no aparece en el manuscrito de Barros Arana. Vid. Velleman, Andrés Bello y sus Libros, p. 205. )

El mercado de libros de Londres había pasado al primer lugar y los más grandes libreros del mundo occidental, de Francia, de Alemania, Rusia y Polonia, mantenían en la capital británica corresponsales que los proveían de las obras más preciadas, que encontraban de inmediato su colocación en el mundo sabio. Este interés del humanista por mantenerse al día en materia de derecho de gentes, explica cómo pudo publicar, apenas llegado a Chile, las páginas de sus Principios de Derecho de Gentes, preparados y escritos sin lugar a dudas durante su residencia en la capital británica.
Al surgir en el mundo intelectual el movimiento romántico, el humanista no permaneció indiferente a él y se apresuró a adquirir los trabajos más sobresalientes de los románticos ingleses, franceses y españoles. Bello manifestó la mayor predilección por familiarizarse con las obras de los autores clásicos ingleses, todos los cuales figuraban en sus obras completas en su biblioteca: Shakespeare, Sir Walter Scott, Dickens, Stern[e], Bulwer y otros.

Es digno de notarse que la mayor parte de estas obras figuraban en ediciones impresas después de la llegada de Bello a Chile, de modo que el incremento más considerable de su biblioteca se remontaba a los días de su residencia en Santiago 

(B. V.: Es cierto que la gran mayoría de las obras literarias inglesas de los autores mencionados datan de las décadas 1830-1850. De los 27 títulos de los libros de Sir Walter Scott, por ejemplo, 25 fueron publicados entre 1832 y 1839 en la serie "Baudry’s European Library". Esta serie se publicó en París; los otros dos títulos de Scott son ediciones de Philadelphia, Estados Unidos. En cuanto a toda la biblioteca de Bello, es evidente la dificultad de conseguir libros publicados en Londres durante el período santiaguino. En la muestra que he analizado, solamente 22 títulos publicados en Londres llevan fecha después de 1829; durante el mismo período 263 títulos fueron impresos en París. Vid. Velleman, Andrés Bello y sus Libros, pp. 31-32. ). 

Sería interesante establecer, mediante el estudio de su epistolario, el nombre del agente o del librero cuyos servicios utilizaba para la adquisición de sus libros.

 (B. V.: Hay algunas referencias en el Epistolario de Bello, y en los tomos que he podido examinar en persona, que indican las fuentes de las que Bello adquirió sus libros. En los Estados Unidos, James M. Gilliss, Joseph Henry del Instituto Smithsoniano, Francisco Solano Astaburuaga y Manuel Carvallo; en Francia y otras partes de Europa, Vicente Salvá, Francisco Javier Rosales y los hijos de Bello, Carlos Bello Boyland y Juan Bello; en la América Latina, los autores mismos; dos obras sobre la geografía e historia de Venezuela se las envió a Bello, desde Caracas, su hijo Carlos. Santos Tornero también merece mención, por las librerías que tenía en Valparaíso y en Santiago que sin duda facilitaban la adquisición de libros por Bello.)

El estudio del catálogo revela la curiosidad insaciable del humanista. Ningún ramo del conocimiento humano escapó a su lectura y a sus pesquisas más detenidas, de modo que es fácil seguir, a través de ellas, el movimiento intelectual de la época.


A la fecha de la muerte de don Manuel Antonio Tocornal, sucesor de Bello en la Rectoría y su antiguo discípulo, el Consejo Universitario acordó adquirir la biblioteca del humanista, a fin de incrementar las colecciones de la Biblioteca Nacional de Chile. El inventario de la misma, que es el que se incluye en las páginas que siguen, fue confeccionado por el señor Barros Arana, tan estrechamente unido al maestro desde su adolescencia, y que como bibliófilo apasionado, no dejó de consignar detalle alguno útil para identificar cada obra.
El precio que se pagó por ella nos parece ahora sencillamente ridículo, habida consideración del precio que han alcanzado los libros en el mercado internacional. Con la difusión de la cultura y el interés manifestado por los coleccionistas particulares y el fomento de bibliotecas universitarias, las grandes obras del pensamiento humano, y las ediciones famosas, han alcanzado precios realmente inverosímiles. Reconstituir la biblioteca del maestro sería hoy poco menos que imposible.

(B. V.: La compra total de la biblioteca, según un decreto presidencial del 27 de noviembre de 1867, sumó a 4.742 pesos con 82 centavos. Para más detalles sobre la compra, vid. Velleman, Andrés Bello y sus Libros, pp. 97-112; también Alamiro de Ávila Martel, Andrés Bello y los Libros, Santiago, Fondo Andrés Bello, 1981.  )


Fuentes.

Al estudiar el catálogo de la biblioteca del maestro se plantean varios problemas difíciles de resolver a la vista de los documentos de que disponemos. El primero de ellos, relacionado con la pregunta de si Bello llevó libros a Londres; el segundo, sobre si el grueso de su librería fue adquirido en la capital británica, y finalmente si llevó consigo sus libros a Chile. El primer interrogante es difícil de resolver, mientras que los dos siguientes deben absolverse afirmativamente

(Un análisis de 1.257 obras de la biblioteca de Bello revela que 637 de ellas (el 51% del total) se publicaron entre 1830 y 1865, es decir, durante el período chileno de Bello. Esto significa que el maestro adquirió por lo menos ese número durante dicho período. Vid. Barry Velleman, Andrés Bello y sus Libros, pp. 31-32; también la nota 56, a continuación. )

Es evidente que, contagiado por el ambiente dentro del cual se movía, y siguiendo los consejos de sus amigos los hombres de letras españoles e hispanoamericanos, particularmente de Salvá, dedicó parte considerable de sus recursos al incremento de su librería, no sólo en materia de las obras de los escritores ingleses, de los tratadistas de derecho e historiadores de las letras clásicas, sino de cuanto libro veía la luz pública sobre materias que ya le preocupaban intensamente. Bien convencido de la pobre dotación de libros modernos en las bibliotecas en los antiguos dominios españoles, comprendió rápidamente la necesidad de armarse de las herramientas que le serían de preciosa utilidad en sus trabajos futuros, que ya bullían en su mente fecunda. A través de la correspondencia de su amigo el agente diplomático de Chile en Londres, Egaña, con su padre, el jurista don Juan, vemos con claridad cuánto impresionó a este la pobreza de las librerías de las capitales hispanoamericanas y cuán lejos habían vivido los criollos del movimiento intelectual de la Europa de sus días. 
El mismo Egaña reconoce que Bello fue el mejor consejero que tuvo en la selección de su nutrida biblioteca, cuyo catálogo corre impreso, y cuán útiles le fueron sus consejos para la adquisición de los libros que trajo a Chile. El pacato Egaña se lamentaba de la ignorancia en que habían vivido, desconociendo los más logrados frutos de los ingenios de la época, aun cuando no habían faltado los medios para informarse a través de las revistas bibliográficas, la Revue Encyclopédique y la revista bibliográfica publicada por los padres jesuitas en Trevoux.





Andres Bello y sus libros (Anexos a las obras completas de Andrés Bello) (Spanish) Unknown Binding – 1995
by Barry L Velleman  (Author)




ESPAÑA Y AMERICA.



Retrato de Francisca de la Gándara y Cardona (1786-1855), que fue la esposa del general Félix Calleja, conde de Calderon, ultimo virrey de Nueva España y capitán general de Valencia y Andalucía.


María Francisca de la Gándara y Cardona de Calleja (Hacienda de San Juan de Vanegas, en el actual San Luis Potosí, 29 de enero de 1786-Valencia, España, 23 de junio de 1855) fue una distinguida mujer potosina, famosa por ser una de las pocas virreinas criollas, junto a Francisca Javiera de Echeagaray y Bosio y Felicitas de Saint-Maxent. En 1807 casó con el general Félix María Calleja. Su esposo fue Jefe político superior y Virrey de la Nueva España, y por este lazo fue virreina de la Nueva España de 1814 a 1816. Es tía abuela del pintor Antonio de la Gándara.

El cuadro

El cuadro de la virreina potosina María Francisca de la Gándara y Cardona, condesa viuda de Calderón, se debe Vicente López Portaña, Primer Pintor de Fernando VII y más tarde de la reina Isabel II, sucesor de Francisco de Goya en la corte. Es propiedad del Museo del Prado.
La virreina criolla aparece ataviada con esa austeridad refinada, sólo reservada a las damas de la corte, con la cabeza cubierta por una cofia, como correspondía a una viuda de su rango. Se encuentra sentada sobre un elegante sofá verde, sosteniendo un pañuelo blanco de rico engaje y un breviario o libro de horas, que alude a su gran religiosidad.



Historia.

¿Disculpas por la conquista? 

"España tiene la misma responsabilidad de lo que pasó hace 500 años que de la especie cromañón"

Historiadores y escritores rechazan la leyenda negra propagada por Sheinbaum y López Obrador que ha provocado un incidente diplomático entre España y México. "¿Por qué hay que pedir perdón por un proceso compartido?"

Daniel Arjona
Viernes, 27 septiembre 2024 

Ocurrió en los años 30 cuando el pintor comunista Diego Rivera plasmó en sus murales para el Palacio Nacional de México una imagen de Hernán Cortés que mostraba al conquistador como un ser deforme y sanguinario, movido exclusivamente por la codicia. La imagen de la conquista de América por la Corona española, tremendamente compleja, comenzaba entonces a banalizarse como objeto de propaganda. Salido de Cuba en 1519 con 500 soldados, 16 caballos y 13 escopetas, Cortés logró volverse amo en sólo dos años del inmenso territorio de los aztecas. Pero, ¿de verdad pudo lograrlo solo?
El último incidente diplomático entre España y México ha despertado de nuevo el interés por conocer la más actual valoración de la historiografía sobre la conquista de América. Todo empezó en marzo de 2019, cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador exigía por carta al rey Felipe VI que pidiera perdón por los hechos ocurridos hace cinco siglos. Como no recibió ninguna respuesta, hace unos días la presidente electa Claudia Sheinbaun decidió no invitar al jefe del Estado español a su próxima toma de posesión. Después de una tensa conversación telefónica entre Sánchez y López Obrador, nuestro país finalmente no enviará ninguna delegación al acto.

¿Cómo interpretan los historiadores actuales el papel de España en la conquista?

 Esteban Mira Caballos, especialista en las relaciones entre España y América en el siglo XVI y autor de sendas biografías sobre Francisco Pizarro (Crítica, 2018), y Hernán Cortés (Crítica, 2021) responde que el discurso populista de Sheinbaum está totalmente al margen de la evolución historiográfica, tanto la que se hace en España como en el propio México.

"En España la conquista se ve como una historia fundamentalmente pactada que solo fue posible con la colaboración de cientos de grupos indígenas a lo largo y ancho del continente americano. Cada vez más, se destaca la participación activa de miles de indígenas no solo en el proceso conquistador sino también en la configuración de la América virreinal. Sin indígenas no habría habido conquista, en el caso de México sin la colaboración de los tlaxcaltecas, acolhuas, cholultecas, chalcas, totonacas... También fueron esenciales en la administración y defensa del virreinato durante tres siglos".

"La historiografía mexicana", prosigue Mira Caballos, "que encabezan autores como Guy Rozat o Pedro Salmerón ven a las fuentes españolas, y particularmente las Cartas de Relación de Hernán Cortés, como una gran farsa acerca de una historia que nunca existió. Para ellos, Hernán Cortés y sus hombres eran unos aventureros que pasaban por ahí y que se insertaron en el enfrentamiento entre la Triple Alianza Mexica y la Triple Alianza Tlaxcalteca. Evidentemente, el resultado de la conquista con el establecimiento de la América Virreinal desmonta esta posibilidad. Pero en cualquier caso, ambas visiones dejan fuera de cualquier lugar eso de pedir perdón por un proceso histórico que en cualquier caso fue compartido y donde los españoles representaron una minoría".

Pero, entonces, si las exigencias de perdón por parte de México no responden a una revisión histórica legítima, ¿podemos decir que forman parte de un torticero uso político del pasado? Para Felipe Fernández-Armesto (Londres, 1950) no hay ninguna duda al respecto. El historiador de renombre internacional, profesor en la Universidad de Notre-Dame (Indiana, EEUU) y autor de una decena de libros en torno a la conquista, recuerda que la tarea del historiador es la comprensión, no la condena de los habitantes de otros tiempos y culturas.

"No existe tal cosa como la 'memoria histórica'. Sólo hay dos tipos de memoria: la verdadera y la falsa. Por supuesto, la indignación de los políticos iberoamericanos es fingida. Desde el momento de lograr la independencia, sus antecesores tenían el valor irónico de echar la culpa de sus desgracias y fracasos a la 'herencia española'. La verdad es que en el siglo XVIII las colonias experimentaban un siglo de oro, cuando superaban a las inglesas, por ejemplo, en prosperidad, cultura, educación, ciencia y artes. Los desastres de los siglos XIX y XX fueron culpa de los contemporáneos en la misma América, no de españoles ya muertos. Las lágrimas del XXI son culpa de los líderes actuales. Pero los que fracasan en su política interna siempre intentan distraer a sus electores con quejas dirigidas al exterior".

Fernández-Armesto relata cómo las más recientes investigaciones del periodo han sacado a luz miles de reveladores documentos de archivo en idiomas indígenas: "Desvelan un mundo que la mayoría de mis colegas ni han sospechado que existiera: un imperio de colaboración entre elites indígenas, criollas, y peninsulares, donde los pueblos nativos por regla general se odiaban más los unos a los otros que a los españoles. Ni siquiera la palabra 'conquista' corresponde a la realidad de un imperio que iba ensanchándose en su la mayor parte pacíficamente, un hecho oscurecido por el apetito que siempre han demostrado los historiadores y sus lectores por los relativamente pocos episodios de violencia, matanza y crueldad".

En un contexto de crecientes debates sobre la colonización y sus consecuencias, ¿qué responsabilidad tendría el Estado español, si es que tiene alguna, en reconocer o disculparse por hechos que ocurrieron hace más de 500 años? "Exactamente la misma que la de la especie cromañón, o sea todos los humanos actuales, con los neandertales", responde Antonio Pérez Henares. 'Chani' Henares ha escrito grandes novelas históricas sobre la conquista como Cabeza de Vaca (Ediciones B, 2020) o La Española (Harper Collins, 2023) y es el presidente actual de la asociación Escritores con la Historia que agrupa a más de 50 autores del género.

"La responsabilidad que tendría el Estado español en disculparse por hechos que ocurrieron hace más de 500 años es exactamente la misma que la de la especie cromañón, o sea todos los humanos actuales, con los neandertales"

"Todo esto es un intento de ocultación de lo que han hecho los gobernantes en ese y otros países", asegura, "pues cuando al principio del siglo XIX España hubo de salir de aquel territorio, en palabras de Humboldt, era la región más próspera y emergente de la Tierra, con sus grandes urbes, sobre todo en el actual México, sus comunicaciones, su comercio, sus industrias y su capacidad cultural con más de una veintena de universidades. ¿Qué pasó en estos 200 últimos años? Eso es lo que deberían responder en vez de seguir con la matraca de echarle la culpa a sus abuelos, pues sus abuelos serían en cualquier caso, y no los nuestros, que se quedaron aquí, los responsables".

Concluye Pérez Henares: "Por encima de las interpretaciones hay un elemento esclarecedor, aunque se intenta obviar. El porcentaje de población mestiza o indígena en los territorios de los que fue el Imperio Hispano llega a alcanzar el 80-90 por ciento de la población. ¿Cuál es el caso del imperio inglés y en concreto de EEUU? Un 1,1 por ciento. Con ello queda por entero demostrado donde tuvo lugar un genocidio y donde no. Por lo demás, el terrible imperio méxica, que no azteca, fue una teocracia sanguinaria de terrible ferocidad, donde abundaban los sacrificios humanos y los ritos antropófagos. En el asalto final de Cortés a Tenochtitlan, en sus tropas los españoles no llegaban ni al 2 por ciento. El grueso lo constituían las etnias y tribus sojuzgadas encabezadas por los tlaxcaltecas. Estos, no debían ser mexicanos, como, por lo visto, sí lo es y mucho más que nadie López Obrador, nieto de un sargento de la Guardia Civil de Santander. Tal es su raíz".




La Llegada, de Augusto Ferrer-Dalmau


Por qué España no debe pedir disculpas a México.

En agosto de 1521 Cortés entra en Tenochtitlán con unos 850 españoles y con más de 135.000 aliados de pueblos originarios, incluyendo tlaxcaltecas, tetzcocanos, totonacas, entre otros.

Bernard Durán
28/09/2024

Aunque son casos muy excepcionales, no es absolutamente descartable que un jefe de Estado de un país pida disculpas a otro por actos muy graves, cometidos por algunos de sus antecesores. Fue el caso, por ejemplo, del entonces presidente alemán Johannes Rau, que en el año 2000 pidió perdón en el parlamento israelí por la responsabilidad de su país en la muerte de seis millones de judíos durante el nazismo. Lo que reiteraría el actual presidente Steinmeier, el pasado año, con motivo del 80 aniversario del levantamiento del gueto de Varsovia.
Obviamente, ninguno de ellos tuvo responsabilidad directa alguna, el primero nació apenas dos años antes del ascenso de Hitler al poder, y el segundo diez años después del colapso del Tercer Reich, pero fue un acto simbólico por la responsabilidad que el führer y también, en cierta medida, la generación de sus padres tuvo en el Holocausto. No se conocen –o al menos yo no conozco–; sin embargo, disculpas otorgadas por hechos ocurridos hace cinco siglos. 
Las solicitadas por el presidente saliente de México, López Obrador a S.M. Felipe VI y la no invitación a la toma de posesión de la presidente electa, es considerado un acto inamistoso por una mayoría de españoles porque en su día se votó a favor de la constitución de 1978 y, por tanto, de un monarca como jefe del Estado y, en consecuencia, máximo representante de sus ciudadanos.

México no existía en la época de la conquista.

¿Por qué en este caso pedir disculpas está fuera de lugar? Empezaré por lo más obvio. España no invadió México. En 1519, cuando llega Cortés a territorio maya, México no existía. Algunos, como el historiador mexicano Zunzunegui, van más allá e incluso aventuran que tampoco existía España y, por tanto, sería una gesta únicamente castellana, teoría con la que, siguiendo al catedrático Martín de La Guardia, discrepo, pues como este ha señalado en su artículo ¿Desde cuándo existe la nación española?: existe «con la unión dinástica de los Reyes Católicos y la llegada de la casa de Austria España se afianza como nación moderna».
Pero la prueba evidente de que ya existía claramente España es que Cortés nombrará «Nueva España» al territorio conquistado. (Por cierto, que en la expedición participaron personas de los múltiples territorios de la Corona e incluso afro-españoles y algunos extranjeros, como portugueses y griegos).
Aunque si fuésemos puristas, la conquista no la realiza la Corona y fue, en un primer momento, responsabilidad exclusiva de Hernán Cortés, ya que el extremeño tenía solamente autorización para explorar y descubrir nuevos territorios, pero no para invadirlos y poblarlos, que fue lo que finalmente hizo, aunque podemos aceptar que la responsabilidad última fue española, ya que dichos reinos y señoríos los conquistó en nombre de su Rey y Carlos V los aceptó de buen grado e incluso nombrará a Cortés primer marqués del valle de Oaxaca, entre otras prebendas, en recompensa por los territorios conseguidos para la monarquía hispana.

Sobre lo que no cabe discusión histórica alguna es que México no existía en la época de la conquista. Si lo que se pretende, en realidad, es pedir disculpas por la conquista del territorio que controlaba la triple alianza, (la que conformaban las ciudades de Tenochtitlán, Tlacopán y Tetzcoco), dicho territorio no tiene nada que ver con las fronteras del México actual, aun incluyendo estados y pueblos vasallos no sería ni un cuarto de dicho territorio y si lo que se pretende es pedir disculpas por la conquista de los territorios del virreinato de la Nueva España, entonces deberían sumarse a esa petición, Filipinas, Canadá, (por Nutka), Estados Unidos, Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Panamá, (aunque solo por la provincia de Bocas del Toro) y la mayor parte de los países caribeños e incluso algún país de Oceanía como los Estados Federados de Micronesia.
Es cierto que la ciudad de México, la antigua Tenochtitlán de los mexicas, fue el origen y la capital del virreinato, pero con el proceso de independencia el virreinato alumbró múltiples estados. México heredó la mayor parte del territorio continental, pero como es bien sabido, gran parte de este le fue arrebatado por Estados Unidos, (a quien curiosamente no se le pide ninguna excusa histórica) y ratificado por el tratado de Guadalupe-Hidalgo de 1848.

850 españoles y con más de 135.000 aliados de pueblos originarios.

Aclarado el marco geográfico de la conquista, es decir, ciñéndonos al territorio dominado por la triple alianza, obviamente nadie se cree que 510 españoles, con los que comenzó el de Medellín, por sí solos, pudiesen vencer a los miles de guerreros que componían los ejércitos de las tres ciudades. En realidad, en agosto de 1521 Cortés entra en Tenochtitlán con unos 850 españoles y con más de 135.000 aliados de pueblos originarios, incluyendo tlaxcaltecas, tetzcocanos, totonacas, otomíes, cholutecas, chalcas, huejotzincas y chinatecas, entre otros.

La razón por la que Cortés consiguió tantos aliados, además de sus innegables dotes diplomáticas y por la fundamental ayuda de Doña Marina, es bien conocida. Por el régimen de terror impuesto por los pipiltin o élites tenochcas a sus estados vasallos que debían proveer entre 20.000 a 30.000 individuos anualmente para ser sacrificados en el templo mayor y cocinados y comidos posteriormente en banquetes rituales.
En cualquier caso, pretender que el mexicano actual se sienta solamente descendiente de etnias mexicas es un absurdo absoluto y aún si ese fuese el sentimiento o la identificación del mexicano actual, las disculpas habría que pedírselas a los descendientes de todas las etnias señaladas, lo cual sería un sinsentido.
Vayamos ahora con la conquista y el pretendido «genocidio». Salvo que se pretenda hacer una lectura anacrónica de la historia, en el siglo XVI la guerra de conquista era una constante en Europa, como lo era también en la Mesoamérica pre-hispana. Por poner un ejemplo, Carlos V se enfrentó, apenas cuatro años después de la caída de Tenochtitlán, con Francisco I de Francia para reafirmar su soberanía sobre Nápoles, Flandes, Artois, Borgoña y desplazar a Francia del Milanesado.
En la batalla murieron, aproximadamente, 80.000 franceses y unos 5.000 alemanes. Por supuesto, a ningún jefe de Estado francés o alemán se le ha pasado nunca por la cabeza pedir a España perdón por los caídos en Pavía. La conquista mesoamericana no fue pacífica y existieron muchos episodios condenables, como las matanzas de Cholula o la del templo mayor, aunque en ambas, siendo rigurosos, tenemos que admitir que tuvieron mayor responsabilidad los aliados tlaxcaltecas.

En cualquier caso, como en toda campaña en las que luchan dos ejércitos se produjeron bajas por ambas partes, (en la noche triste, sin ir más lejos, Cortés pierde a unos 800 españoles y a unos 6.000 tlaxcaltecas), pero lo cierto es que la gran mortandad en los pueblos originarios no la provocaron las guerras de conquista, sino que fue debida a las enfermedades que trajeron los europeos.
Muy al contrario, desde los Reyes Católicos España tenía una legislación muy favorable, para la época, en relación con los indígenas y los abusos a los mismos fueron denunciados con total transparencia e incluso sometidos a juicio. La Inquisición no tenía jurisdicción sobre ellos y la Corona no solo promovió el mestizaje, sino que ennobleció a las élites indias, poniéndolas en pie de igualdad con las españolas.
El resultado fue una Nueva España mestiza y, por cierto, tremendamente próspera, favorecida por el denominado «galeón de Manila», hasta el punto que, en el siglo anterior a la independencia, la renta per cápita del novohispano superaba a la del inglés de las colonias del nordeste. Cuando se produce la independencia, los pueblos originarios apoyaron a la Corona. Tenían buenas razones. En la parte de Nueva España heredada por México pasaron de ser más del 50 % de la población al, aproximadamente, 15 % actual y en la heredada por Estados Unidos, menos del 2 %. Estos son datos fácilmente comprobables, así que es sencillo extraer conclusiones.






«Pedir disculpas por la conquista de México es como si España demandara perdón a Damasco por las huestes de Abderramán o a Roma por las legiones de Escipión»

30 de septiembre de 2024

La presidenta electa de México, Claudia Sheinbaum, y Hernán Cortés. 

Ricardo Cayuela Gally (Ciudad de México, 1969) es editor y ensayista. Filólogo por la UNAM. Becario del Centro Mexicano de Escritores. Ha sido profesor universitario y conferencista. Fue jefe de redacción de 'La Jornada Semanal', editor responsable de 'Letras Libres' y director editorial de Penguin Random House México. Es autor de 'Las palabras y los días'; 'Para Entender a Mario Vargas Llosa'; 'La voz de los otros' y 'El México que nos duele'.

México es un país que, por culpa del proyecto ideológico de la revolución mexicana, reivindica como propia una sola de sus dos raíces, la indígena, condenando como extranjera su raíz europea. Las contradicciones que implica esta tergiversación son enormes en un país de lengua española (materna en más del 90% de la población y franca del resto), y fervorosa cultura católica. Un país que de 27 sitios culturales declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, 15 son virreinales. Cuando México se reconcilie con su pasado, dará un paso de gigante para encontrar su lugar en el mundo, como pedía Octavio Paz en El laberinto de la soledad. 
Pero no es fácil. Décadas de una educación pública centrada en el mito de la arcadia indígena malograda por la conquista española han dejado en el inconsciente popular una suerte de falso trauma colectivo en estado latente. Y López Obrador, producto cabal del PRI y la ideología nacionalista revolucionaria, supo oler esa herida y avivarla, con ese instinto fatal que tiene para manipular el resentimiento popular. Al exigir al rey de España una disculpa pública por la conquista española no sólo activó un distractor ante el desastre de su Administración en todos los ámbitos, sino que despertó una herida subliminal. La discusión tiene una deriva histórica y una política.
La conquista de México-Tenochtitlan, la capital del imperio mexica, por las tropas indígenas y españolas de Hernán Cortés, y después la caída del Tahuantinsuyo por Pizarro, unificó el tiempo histórico de la humanidad, que a partir de entonces se rige por un mismo compás, rompiendo el aislamiento que había caracterizado a las culturas precolombinas de América, sin más contacto civilizatorio que entre ellas mismas. La grandeza y las taras del mundo precolombino hay que juzgarlo a la luz de esta singularidad. La gran ventaja española no fue tecnológica (espadas de hierro acerado frente a lanzas de piedra) sino existencial: convivía con otras culturas. Para los mesoamericanos no existían otras civilizaciones. Había bárbaros del norte (chichimecas en náhuatl) y dioses. Para los españoles, milenios del caldero mediterráneo y siete siglos de reconquista.

«Décadas de una educación pública centrada en el mito de la arcadia indígena malograda por la conquista española han dejado en el inconsciente popular una suerte de falso trauma colectivo en estado latente»

La conquista fue un hecho trágico para los mexicas, que desaparecieron de la historia dejando un rastro de esplendor y terror. Pero no lo fue para la inmensa mayoría de los pueblos indígenas de México, que rompieron las cadenas de una tiranía vesánica que, más allá de la demanda excesiva de tributos para las arcas imperiales, necesitaba cautivos para ser sacrificados ritualmente. Sólo la sangre humana evitaba que el sol se precipitara en las tinieblas. La muerte humana daba vida a los dioses. Por eso, cuando los monjes mendicantes (franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios) explicaron en sus propias lenguas a los indígenas que en realidad era Dios quien se había sacrificado por los hombres y que la vida humana era sagrada, la fidelidad al nuevo credo fue un alivio. No hay comunidades en el mundo más fielmente católicas que los pueblos indios de América. 
Las leyes de Indias, hijas del humanismo de Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca, salvó a las comunidades indígenas de México, otorgándoles un lugar en el nuevo orden del mundo. El espejo de la América anglosajona es claro: frente a la autonomía y la lenta asimilación vía mestizaje de la Monarquía hispana, el exterminio o las reservas de la América inglesa. La idiosincrasia mexicana se forjó durante los tres siglos del virreinato, del tequila a los charros y el mariachi, del culto guadalupano a la vida municipal. Claro que el México moderno es hijo también de la apertura al mundo desde la independencia, como la llegada de migrantes de todo el mundo, españoles sobre todo, pero también italianos, libaneses y judíos, como Claudia Sheinbaum debería saber de manera epitelial, sin olvidar el exilio republicano, que tan crucial fue para la construcción de ese país en la segunda mitad del siglo XX y cuyo influjo llega hasta el presente.

Los vínculos de México con España son profundos, fundadores. El trasiego de personas, ideas y productos en ambos lados del Atlántico es permanente. Esa ruta es solo una parte de la primera globalización, encabezada por la Monarquía hispana y que tuvo en la Ciudad de México su epicentro, al conectar Manila (es decir, Asia) con Sevilla (es decir, Europa) a través de la Nao de China o Galeón de Manila. Los biombos, porcelanas y marfiles europeos tienen su origen en esa ruta (Manila-Acapulco-Veracruz-Sevilla, con 600 kilómetros a lomo de mula), y el peso-plata virreinal fue la moneda fuerte del sureste asiático hasta el siglo XIX. Todos estos hechos debería ser parte del imaginario histórico de México y no un paréntesis de tres siglos. 

Pedir disculpas a España por la conquista de México es como si España demandara perdón a Damasco por las huestes de Abderramán o a Roma por las legiones de Escipión. Un demagógico anacronismo. Este problema heredado de López Obrador, que España supo mantener al margen de sus relaciones comerciales, académicas y culturales con México, Claudia Sheinbaum, presidenta de México a partir del primero de octubre, tenía la opción de ignorarlo o mantenerlo en sordina. Pero fiel a su posición de subordinada del presidente saliente, sacerdotisa mayor de un credo fanático, ha decidido doblar la apuesta. Al no invitar a su toma de posesión al Rey de España hasta que no lleguen esas quiméricas disculpas, ha convertido una incomodidad diplomática en una crisis internacional. Mal augurio de un Gobierno que empieza con el pie izquierdo.





Carlos Granés
México, la nación doliente
«El último libro de Tomás Pérez Vejo habría deslumbrado a Xul y a Borges porque les da la razón»


29 de septiembre de 2024
Doctor en antropología y ensayista. Autor, entre otros libros, de El puño invisible y Delirio americano.

Borges, posiblemente influenciado por el pintor Xul Solar, sospechaba que aquello que llamamos realidad está contaminado o teñido de ficción. Habitamos los residuos de viejas imaginaciones, decía Xul, y Borges trató de demostrar que así era, que las historias nacionales son ficciones, en Tema del traidor y del héroe. En las pocas páginas de aquel cuento plasmaba los engaños y mitificaciones con los que se teje la historia, el lado oscuro que tienen los héroes nacionales, siempre convenientemente maquillado, y además mostraba que las historias oficiales copian los textos teatrales o las historias románticas, con heroínas virginales y villanos saqueadores (que luego deben pedir perdón, por supuesto), propias de la trama folletinesca. 

Si resulta fascinante ver a Borges replicando en su cuento la invención de la nacionalidad, lo es mucho más ver a un historiador tomar el caso de un país real para descoser cada una de las tramas ficticias que han dado forma a eso que hoy se vive y se concibe como una realidad indubitable. Es lo que ha hecho Tomás Pérez Vejo en México, la nación doliente, un libro que es de historia y de arte y de literatura, y que habría deslumbrado a Xul y a Borges porque les da la razón: las identidades y relatos nacionales son un invento de la imaginación.

Esa, además de ser la premisa del libro, es una invitación a desmitificar muchos de los tópicos en torno a la conquista y la independencia que torturan al mexicano y al latinoamericano en general. Pérez Vejo va al meollo del asunto. Las naciones americanas, dice, no pudieron independizarse de España por la sencilla razón de que en 1821 no existían ni aquellas ni esta. Ni México ni España, ninguna existía. Los acontecimientos que sacudieron la América Septentrional –así es como se referían a México hasta 1821- fueron el resultado del secuestro, por parte de Napoleón, de Fernando VII y del colapso de la Monarquía hispánica. Ante el vacío de poder, las antiguas divisiones administrativas aprovecharon para declarar su soberanía política. 

Fue a partir de ese momento, en 1821, que México empezó a existir, primero como un imperio, luego como una república; y fue a partir de ese instante que tuvo que inventarse un relato que le diera una identidad reconocible, distinta de las otras comunidades humanas. La formalización de la independencia en los documentos no servía de nada si no se seleccionaba un conjunto de símbolos, hechos, interpretaciones, personajes y fechas con las cuales amalgamar una población heterogénea, dándole un sentido de unidad con un origen y destino compartidos. 

«La nación mexicana iba a inventarse una herencia con el mundo azteca e iba a designar el pasado prehispánico como el pasado de la nación mexicana»
Esto es lo que investiga Pérez Vejo, la invención de la nación mexicana, un proceso arduo, lleno de disputas historiográficas y guerras civiles, que tomó casi todo el siglo XIX. Y lo hace a partir de una fuente original, los cuadros históricos, la pintura oficial que fue apuntalando un relato donde quedaban resumidos, como si fueran capítulos de un libro, hechos que todo mexicano debía tener en la memoria para sentirse mexicano; esos residuos de viejas imaginaciones de los que hablaba Xul. Una nación, al fin y al cabo, solo existe cuando construye una historia nacional, y durante el siglo XIX la pintura fue su mayor aliada. Los artistas abandonaron los motivos cristianos para servir a esa nueva religión laica  que fue el nacionalismo. 
Monumento a Cortés en su Medellín natal


Y lo que empezaron a pintar no fue la guerra de independencia, ni el mundo del virreinato, ni el presente republicano, sino el pasado prehispánico. La nación mexicana iba a inventarse un vínculo o una herencia con el mundo azteca, y con ayuda del arte iba a designar el pasado prehispánico como el pasado de la nación mexicana. México no nacía en 1821, decía este relato, existía ya en tiempos de los tlatoanis. Ese fue el discurso histórico, uno de ellos, que se fue inventando desde 1821 y que para finales del siglo se desplegaba con esplendor en los cuadros oficiales. La ficción se mezclaba con la historia y se hacía real, se vivía como algo real: a México, que ya existía en Tenochtitlán, lo mató la llegada de los españoles. Nueva España no fue México sino su lápida.
Otro relato nacional trató de cambiar la historia, fijar el inicio de México en el virreinato y mantener un vínculo con la madre patria, pero después del fusilamiento de Maximiliano en 1867 fue del todo derrotado. España sería desde entonces la némesis de México, una nación doliente que habría tenido una época gozosa con los aztecas, que habría padecido los misterios dolorosos –penumbra, tinieblas- con la conquista, y que habría recuperado su gloria con la independencia.
Lo más traumático de esta historia, y es así como concluye Pérez Vejo, es que este relato es cíclico y cada generación tiene que volver a preguntarse quién es y de dónde viene. Y a cada generación le toca –lo hemos visto ahora con AMLO- descubrir y combatir un opresor que les impide ser lo que son, que los ofende y los insulta y los sume de nuevo entre penumbras y tinieblas. Esa es, también, la constante en toda Latinoamérica: el pasado se vive «como una maldición doliente» de la que sus líderes no se quieren liberar.


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