—¿Por qué lees tanto? —(…) Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada; el rey Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente… Pero una mente necesita de los libros, igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo. —(…)—. Por eso leo tanto, Jon Snow.

TYRION LANNISTER.

lunes, 30 de abril de 2012

91.-Antepasados del rey de España: Rey Felipe II de España.


Luis Alberto Bustamante Robin; José Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Álvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Verónica Barrientos Meléndez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andrés Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;  


Rey Felipe II de España.
 


Aldo  Ahumada Chu Han 

(Valladolid, 21 de mayo de 1527-San Lorenzo de El Escorial, 13 de septiembre de 1598), fue rey de España​ desde el 15 de enero de 1556 hasta su muerte, de Nápoles y Sicilia desde 1554 y de Portugal y los Algarves —como Felipe I— desde 1580, realizando la tan ansiada unión dinástica que duró sesenta años. Fue asimismo rey de Inglaterra e Irlanda iure uxoris, por su matrimonio con María I, entre 1554 y 1558.

Hijo y heredero de Carlos I de España e Isabel de Portugal, hermano de María de Austria y Juana de Austria, nieto por vía paterna de Juana I de Castilla y Felipe I de Castilla y de Manuel I de Portugal y María de Aragón por vía materna; murió el 13 de septiembre de 1598 a los 71 años de edad, en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, para lo cual fue llevado desde Madrid en una silla-tumbona fabricada para tal fin.
Desde su muerte fue presentado por sus defensores como arquetipo de virtudes, y por sus enemigos como una persona extremadamente fanática y despótica. Esta dicotomía entre la leyenda blanca o rosa y leyenda negra fue favorecida por su propio accionar, ya que se negó a que se publicaran biografías suyas en vida y ordenó la destrucción de su correspondencia. La historiografía anglosajona y protestante lo ha calificado como un ser fanático, despótico, criminal, imperialista y genocida minimizando sus victorias hasta lo anecdótico y magnificando sus derrotas en exceso. Basta como ejemplo la pérdida de una parte de la Grande y Felicísima Armada —llamada por sus enemigos la Armada Invencible— debido a un fuerte temporal, que fue transformada en una victoria inglesa.
Su reinado se caracterizó por la exploración global y la expansión territorial a través de los océanos Atlántico y Pacífico, llevando a la Monarquía Hispánica a ser la primera potencia de Europa y alcanzando el Imperio español su apogeo, convirtiéndolo en el primer imperio mundial ya que, por primera vez en la historia, un imperio integraba territorios de todos los continentes habitados del planeta Tierra.
Hombre austero, profundamente religioso y perfectamente preparado para las labores de gobierno, a las que consagró todas sus energías, «el Rey Prudente» asumió como deber insoslayable la defensa de la fe católica, y combatió tanto la propagación de la Reforma protestante en Europa como los avances del Imperio Otomano en el Mediterráneo. De este modo, aun sin aquella aspiración a formar un Imperio cristiano universal que guió los pasos de su padre, Felipe II hizo de nuevo frente a los turcos, a los que derrotó en la batalla de Lepanto (1571), y extendió hasta dimensiones nunca vistas los dominios del Imperio español con la incorporación de Portugal y de sus colonias africanas y asiáticas.
Pero los designios de consolidar la hegemonía en Europa toparon, como ya había ocurrido en el reinado de Carlos V, con la expansión del protestantismo y la oposición de las potencias rivales: las campañas militares para frenar las revueltas protestantes de los Países Bajos desangraron la hacienda española, y el intento de someter a Inglaterra se saldó con la derrota de la «Armada Invencible» (1588), fracaso en el que suele situarse el inicio de la posterior decadencia española.

Biografía.

Sus maestros le inculcaron el amor a las artes y las letras, y con Juan Martínez Silíceo, catedrático de la Universidad de Salamanca, el futuro soberano aprendió latín, italiano y francés, llegando a dominar la primera de estas lenguas de forma sobresaliente. Juan de Zúñiga, comendador de Castilla, lo instruyó en el oficio de las armas. A los once años quedó huérfano de madre, lo que lo afectó hondamente y marcó para siempre su carácter taciturno.
El joven Felipe participó personalmente en la defensa de Perpiñán con sólo quince años, y a los dieciocho había tenido su primer hijo, Carlos, y había quedado viudo de su primera esposa, su prima doña María Manuela de Portugal. Durante el reinado de su padre asumió varias veces las funciones de gobierno (bajo la tutela de un Consejo de Regencia) por ausencia del emperador, en ocasiones en que la atención de Carlos V era absorbida por conflictos en los Países Bajos (1539) o en Alemania (1543), adquiriendo de esta forma una experiencia directa que complementó los valiosos consejos de su progenitor.
En 1554, el rey y emperador Carlos V le transfirió la corona de Nápoles y el ducado de Milán. Ese mismo año, la boda con María Tudor convirtió a Felipe II en rey consorte de Inglaterra. Finalmente, el fatigado emperador resolvió abdicar en favor de Felipe II, que entre 1555 y 1556 recibió las coronas de los Países Bajos, Sicilia, Castilla y Aragón. Austria y el Imperio Germánico fueron entregados al hermano menor de Carlos V, Fernando I de Habsburgo, quedando separadas las ramas alemana y española de la Casa de Habsburgo.


El Imperio español bajo Felipe II.

Felipe II modernizó y reforzó la administración de la monarquía hispana, apartándola de las tradiciones medievales y de las aspiraciones de dominio universal que habían caracterizado el reinado de su padre. Los órganos de justicia y de gobierno sufrieron notables reformas, al tiempo que la corte se hacía sedentaria (capitalidad de Madrid, 1560). Desarrolló una burocracia centralizada y ejerció una supervisión directa y personal de los asuntos de Estado. Pero las cuestiones financieras le sobrepasaron, dado el peso de los gastos militares sobre la maltrecha Hacienda Real; en consecuencia, Felipe II hubo de declarar a la monarquía en bancarrota en tres ocasiones (1560, 1575 y 1596).
Alrededor del rey se disputaban el poder dos «partidos»: el de Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, y el que encabezaron primero Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, y más tarde Antonio Pérez. Las luchas entre ambas redes se exacerbaron a raíz del asesinato del secretario Juan de Escobedo (1578), culminando con la detención de Antonio Pérez y el confinamiento del duque de Alba. Desde entonces hasta el final del reinado dominó el poder el cardenal Granvela, coincidiendo con la época en que, gravemente enfermo, el rey se alejó de los asuntos de gobierno y delegó parte de sus atribuciones en las «Juntas» de nueva creación.

La política exterior.

La división de la herencia de Carlos V facilitó la política internacional de Felipe II: al pasar el Sacro Imperio Germánico a manos de Fernando I de Habsburgo, España quedaba libre de las responsabilidades imperiales. En política exterior, Felipe II hubo de abandonar el proyecto de alianza con Inglaterra a causa de la temprana muerte de María Tudor (1558). Las victorias militares de San Quintín (1557) y Gravelinas (1558) pacificaron el recurrente conflicto con Francia (Paz de Cateâu Cambrésis, 1559); el pacto quedó reforzado con el matrimonio de Felipe II con la hija de Enrique II de Francia, Isabel de Valois. Los inicios de su reinado no podían ser más prometedores: Francia, que había sido la perpetua potencia rival de Carlos V, dejaba de ser el principal problema para España.
En consecuencia, Felipe II pudo orientar su política exterior hacia el Mediterráneo, encabezando la empresa de frenar el poderío islámico representado por el Imperio Otomano; esta empresa tenía tintes de cruzada religiosa, pero también una lectura en clave interna, pues Felipe II hubo de reprimir una rebelión de los moriscos de Granada (1568-1571), musulmanes de sus propios reinos que habían apelado al auxilio turco. Para conjurar el peligro, Felipe formó la Liga Santa, en la que se unieron a España Génova, Venecia y el Papado. La resonante victoria que esta alianza cristiana obtuvo sobre los turcos en la batalla naval de Lepanto (1571) quedó reafirmada en los años posteriores con las expediciones al norte de África.

La batalla de Lepanto.

A finales de la década de 1570, distraída la atención de los turcos por la presión persa en el este, disminuyó la tensión en el Mediterráneo. Ello permitió a Felipe II reorientar su política hacia el Atlántico y atender a la grave situación creada por la sublevación de los Países Bajos contra el dominio español, alentada por los protestantes desde 1568; a pesar del ingente esfuerzo militar que dirigieron, sucesivamente, el duque de Alba, Luis de Requeséns, don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, las provincias del norte de los Países Bajos se declararon independientes en 1581 y ya nunca serían recuperadas por España.

La orientación atlántica de la Monarquía dio como fruto la anexión del reino de Portugal a España en 1580. Aprovechando una crisis sucesoria, Felipe II hizo valer sus derechos al trono lusitano mediante la invasión del país, sobre el que reinó como Felipe I de Portugal, sometiéndolo a la gobernación de un virrey. Con la incorporación de Portugal y, en consecuencia, de sus numerosas posesiones en África y Asia, el Imperio español alcanzó su mayor expansión territorial: la península, los dominios europeos y mediterráneos y las colonias españolas y portuguesas en América, África, Asia y Oceanía componían aquel vasto imperio en el que nunca se ponía el sol.
Aprovechando las guerras de religión, el monarca español se permitió también intervenir entre 1584 y 1590 en la disputa sucesoria francesa, apoyando al bando católico frente a los protestantes de Enrique de Navarra (el futuro Enrique IV de Francia). Felipe II intentó sin éxito poner en el trono francés a su hija Isabel Clara Eugenia, nacida de su matrimonio con la hija de Enrique II de Francia, Isabel de Valois, pero consiguió que Enrique IV abjurase del protestantismo (1593), quedando Francia en la órbita católica.
La mayor presencia española en el Atlántico acrecentó la tensión con Inglaterra, manifestada en el apoyo inglés a los rebeldes protestantes de los Países Bajos, el apoyo español a los católicos ingleses y las agresiones de los corsarios ingleses (con el célebre Francis Drake a la cabeza) contra el imperio colonial español. Todo ello condujo a Felipe II a planear una expedición de castigo contra Inglaterra, para lo cual preparó la «Grande y Felicísima Armada», que, a raíz de su fracaso, fue burlescamente rebautizada como la «Armada Invencible» por los británicos.
Compuesta por ciento treinta buques, ocho mil marineros, dos mil remeros y casi veinte mil soldados, la Armada zarpó del puerto de Lisboa en mayo de 1588 con destino a Flandes, donde las tropas habían de engrosarse aún más. En su primer encuentro con el enemigo en el mes siguiente se demostró fehacientemente la superioridad técnica de los ingleses, cuya artillería aventajaba de manera notoria a la española. Tras algunas desastrosas batallas en el mar del Norte, la Armada regresó, pero en el camino de vuelta halló fuertes galernas que provocaron numerosos naufragios y terminaron de malbaratar la expedición. Es fama que, enterado de este descalabro, compungido y contrariado, Felipe II exclamó:

 «No envié mis naves a luchar contra los elementos».
Con la derrota de la Invencible se iniciaba la decadencia del poderío español en Europa. Tal declive coincidió con la vejez y enfermedad de Felipe II, cada vez más retirado en el palacio-monasterio de El Escorial, construido bajo su impulso entre 1563 y 1584. Al morir le sucedió Felipe III, hijo de su cuarto matrimonio (con Ana de Austria). El primer heredero varón que tuvo (el incapaz príncipe Carlos, hijo de su primer matrimonio con María Manuela de Portugal) había muerto muy joven encerrado en el Alcázar de Madrid y, según la «leyenda negra» que alentaban los enemigos de Felipe II, por instigación de su padre.



Semblanza.

En 1554, según el observador escocés John Elder, Felipe II era de estatura media, más bien pequeña, y continúa:

... de rostro es bien parecido, con frente ancha y ojos grises, de nariz recta y de talante varonil. Desde la frente a la punta de la barbilla su rostro se empequeñece; su modo de andar es digno de un príncipe, y su porte tan derecho y recto que no pierde una pulgada de altura; con la cabeza y la barba amarillas. y así, para concluir, es tan bien proporcionado de cuerpo, brazo y pierna, y lo mismo todos los demás miembros, que la naturaleza no puede labrar un modelo más perfecto.
Desde el annus horribilis de 1568, el monarca renacentista acentuó su severidad, y con el tiempo se fue asimilando al estereotipo de la leyenda negra, tan grave de gesto como de palabra. Era de carácter taciturno, prudente, sosegado, constante y considerado, y muy religioso, aunque sin caer en el fanatismo del que le acusaban sus enemigos. En 1577 se lo describe así:
... de estatura mediocre, pero muy bien proporcionado; sus rubios cabellos empiezan a blanquear; su rostro es bello y agradable; su humor es melancólico (...) Se ocupa de los asuntos sin descanso y en ello se toma un trabajo extremado porque quiere saberlo todo y verlo todo. Se levanta muy temprano y trabaja o escribe hasta el mediodía. Come entonces, siempre a la misma hora y casi siempre de la misma calidad y la misma cantidad de platos. Bebe en un vaso de cristal de tamaño mediocre y lo vacía dos veces y media. (...) Sufre algunas veces de debilidad de estómago, pero poco o nada de la gota. Una media hora después de la comida despacha todos los documentos en los que debe poner su firma. Hecho esto, tres o cuatro veces por semana va en carroza al campo para cazar con ballesta el ciervo o el conejo.
Su carácter psicológico era reservado y ocultó su timidez e inseguridad bajo una seriedad que le valió una imagen de frialdad e insensibilidad. No tuvo muchos amigos, y ninguno gozó completamente de su confianza, pero no fue el personaje oscuro y amargado que se ha transmitido en la historia a través de la leyenda negra.

Fue un hombre considerado inteligente, muy culto y formado, aficionado a los libros, a la arquitectura y al coleccionismo de obras de arte: pintura, relojes, armas, curiosidades, rarezas. Muy riguroso en la defensa del Catolicismo, descartó a El Greco en El Escorial por considerar que su estilo no se ajustaba a la ortodoxia religiosa, pero atesoró numerosas obras extravagantes de El Bosco y mitologías de Tiziano de evidente erotismo. Felipe II era además un gran aficionado a la caza y la pesca.


Legado.

Bajo Felipe II, España alcanzó la cúspide de su poder. Sin embargo, a pesar de las grandes y crecientes cantidades de oro y plata que fluían a sus arcas procedentes de las minas americanas, las riquezas del comercio de especias portugués y el entusiasta apoyo de los dominios de los Habsburgo a la Contrarreforma, nunca logró reprimir el protestantismo ni derrotar la rebelión holandesa. A principios de su reinado, los holandeses podrían haber depuesto las armas si él hubiera desistido de intentar reprimir el protestantismo, pero su devoción al catolicismo no se lo permitió. 
Era un católico devoto y exhibió la típica antipatía del siglo XVI por la heterodoxia religiosa; afirmó: 
«Antes de sufrir el más mínimo daño a la religión al servicio de Dios, perdería todas mis propiedades y cien vidas, si las tuviera, porque no pretendo ni deseo ser gobernante de herejes».

En su afán por imponer la ortodoxia católica mediante la intensificación de la Inquisición, se prohibió a los estudiantes estudiar en otros lugares y se prohibieron los libros impresos por españoles fuera del reino. Además de la prohibición de libros, Felipe II autorizó la quema de al menos 70.000 volúmenes. Incluso un clérigo muy respetado como el arzobispo de Toledo Bartolomé de Carranza fue encarcelado por la Inquisición durante 17 años por publicar ideas que parecían simpatizar en cierto grado con el protestantismo. Esta estricta imposición de la creencia ortodoxa tuvo éxito, y España evitó los conflictos de inspiración religiosa que desgarraron otros dominios europeos (como Francia, Países Bajos o Alemania, entre otros).

Aunque se dedicó profundamente a erradicar los títulos heréticos, recopiló libros prohibidos para su propia biblioteca real en El Escorial. Su biblioteca contenía 40.000 volúmenes (1.800 de los cuales eran títulos árabes) y varios miles de manuscritos.​ Los libros prohibidos se resguardaban en una sala en la planta superior de la biblioteca. Le apasionaban los libros raros que coleccionaba personalmente de todas partes e investigaba y registraba información sobre sus antiguos propietarios.

La Escuela de Salamanca floreció bajo su reinado. Martín de Azpilcueta, muy venerado en Roma por varios papas y considerado un oráculo del saber, publicó su Manuale sive Enchiridion Confessariorum et Poenitentium (Roma, 1568), un texto clásico durante mucho tiempo en las escuelas y la práctica eclesiástica. Francisco Suárez, considerado generalmente el mayor escolástico después de Tomás de Aquino y considerado durante su vida como el mayor filósofo y teólogo vivo, escribió y dio conferencias, no solo en España, sino también en Roma (1580-1585), donde el papa Gregorio XIII asistió a la primera conferencia que impartió. Luis de Molina publicó su De liberi arbitrii cum gratiae donis, divina praescientia, praedestinatione et reprobatione concordia (1588), en donde expuso la doctrina que intentaba reconciliar la omnisciencia de Dios con el libre albedrío humano y que llegó a conocerse como molinismo, contribuyendo así a lo que fue uno de los debates intelectuales más importantes de la época; el molinismo se convirtió en la doctrina jesuita de facto sobre estos asuntos, y todavía es defendida hoy por William Lane Craig y Alvin Plantinga, entre otros.

Felipe era un apasionado de la arquitectura y la construcción, y buscaba mejorar las construcciones de España tras las de Italia y los Países Bajos. Al mismo tiempo, apreciaba los campos y los bosques, dedicándose con frecuencia a la caza y la pesca, y era un ávido constructor de jardines. 
En 1582, ordenó la conservación de los bosques españoles, preocupado por su posible agotamiento. Según el historiador Henry Kamen, «su amor por la naturaleza lo convirtió en uno de los primeros gobernantes ecologistas de la historia europea».

Debido a que Felipe II fue el monarca europeo más poderoso en una era de guerra y conflicto religioso, evaluar tanto su reinado como al hombre mismo se ha convertido en un tema histórico controvertido. Incluso antes de su muerte en 1598, sus partidarios habían comenzado a presentarlo como un caballero arquetípico, lleno de piedad y virtudes cristianas, mientras que sus enemigos lo describieron como un monstruo fanático y despótico, responsable de crueldades inhumanas y barbarie.
Esta dicotomía, desarrollada posteriormente en la llamada Leyenda negra española y Leyenda Rosa, fue impulsada por el propio rey Felipe. Felipe prohibió que se publicara cualquier relato biográfico de su vida mientras estuviera vivo y ordenó que toda su correspondencia privada fuera quemada poco antes de morir.
Además, Felipe no hizo nada para defenderse tras ser traicionado por su ambicioso secretario Antonio Pérez, quien publicó increíbles calumnias contra su antiguo amo; esto permitió que las historias de Pérez se extendieran por toda Europa sin oposición.
 De esta manera, la imagen popular del rey que sobrevive hasta nuestros días se creó en vísperas de su muerte, en un momento en que muchos príncipes y líderes religiosos europeos se oponían a España, considerada un pilar de la Contrarreforma. Esto significa que muchas historias representan a Felipe desde puntos de vista profundamente prejuiciosos, generalmente negativos.

Algunos historiadores clasifican este análisis antiespañol como parte de la Leyenda Negra. En un ejemplo más reciente de la cultura popular, la representación de Felipe II en Fuego sobre Inglaterra (1937) no resulta del todo insensible; se le muestra como un gobernante muy trabajador, inteligente, religioso y algo paranoico, cuya principal preocupación es su país, pero que desconocía a los ingleses, a pesar de su antigua co-monarquía allí.

Incluso en países que permanecieron católicos, principalmente Francia y los estados italianos, el miedo y la envidia por el éxito y la dominación española generaron una amplia receptividad a las peores descripciones posibles de Felipe II. 
Si bien se han hecho algunos esfuerzos por separar la leyenda de la realidad,dicha tarea ha resultado extremadamente difícil, ya que muchos prejuicios están arraigados en el patrimonio cultural de los países europeos. 
Los historiadores hispanohablantes tienden a evaluar sus logros políticos y militares, a veces evitando deliberadamente cuestiones como el catolicismo inflexible del rey.​ Los historiadores de habla inglesa tienden a mostrar a Felipe II como un gobernante fanático, despótico, criminal e imperialista, minimizando sus victorias militares (Batalla de Lepanto, batalla de San Quintín, Toma de Amberes, Invencible Inglesa, etc.) a meras anécdotas, y magnificando sus derrotas (Batalla de Los Gelves, Conquista turca de Túnez, guerra de Flandes, Armada Invencible,[55]​ etc.) aunque en su momento esas derrotas no resultaron en grandes cambios políticos o militares en el equilibrio de poder en Europa.

Puso fin a las ambiciones de los Valois franceses en Italia y propició el ascenso de los Habsburgo en Europa. Frenó el avance del protestantismo hacia el sur de Europa y el peligro de una nueva invasión musulmana de la península ibérica. Consolidó el reino y el imperio portugueses. Tenía un servicio postal y de inteligencia muy rápido y eficaz, lo que le convirtió en el hombre mejor informado de Europa en esa época. Logró aumentar la importación de plata frente a los corsarios ingleses, holandeses y franceses, superando múltiples crisis financieras y consolidando el imperio español de ultramar. Aunque los enfrentamientos continuarían, puso fin a la gran amenaza que representaba la Armada Otomana para Europa.

Tradicionalmente la historiografía española ha considerado a Felipe II como el último de los Austrias mayores, en contraposición a los Austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II), que representarían la «decadencia española».

El historiador Geoffrey Parker ofrece una explicación psicológica de la gestión del rey Felipe, tal como la resumen Tonio Andrade y William Reger:

Cabría esperar que Felipe, hombre dedicado, perseverante y trabajador, y líder del imperio más grande y rico de Europa Occidental, hubiera tenido éxito en sus objetivos. No fue así. Sus esfuerzos estaban condenados al fracaso por su propio carácter, o al menos así lo ve Parker. Basándose en estudios de ciencias de la administración y psicología organizacional, Parker argumenta que un gerente exitoso de una gran organización debe mantener la atención en el panorama general, tener una buena estrategia para gestionar la gran cantidad de información, saber delegar y ser flexible. Felipe fracasó en todos los aspectos. Era un microgestor que se empantanaba en los detalles, se negaba a delegar e intentaba leer todos los despachos que llegaban a su escritorio. Se obsesionaba y vacilaba, de modo que, para cuando tomaba sus decisiones y sus órdenes llegaban a los hombres que debían ejecutarlas, la situación sobre el terreno había cambiado. Felipe también era inflexible, reacio a abandonar políticas ineficaces. Lo más pernicioso de todo fue la tendencia de Felipe hacia el pensamiento mesiánico, la creencia de que estaba haciendo la obra de Dios y que el cielo lo apoyaría con milagros


María Manuela de Portugal.

Portugal, María Manuela de. Coímbra (Portugal), 15.X.1527 – Valladolid, 12.VII.1545. Princesa consorte de Castilla e infanta de Portugal.

María Manuela de Portugal, que nació en Coímbra el 15 de octubre de 1527, fue la primera hija de Juan III de Portugal y de Catalina de Austria. Debido al temprano fallecimiento de su hermano, el príncipe Afonso, que había nacido en Almeirim el 24 de febrero de 1526, recibió el título de princesa heredera de la Corona portuguesa; que mantuvo hasta el 13 de junio de 1535, cuando en Évora fue jurado su hermano, Manuel, que nació en la villa de Alvito el 1 de marzo de 1531.

La emperatriz Isabel y su cuñada, Catalina de Austria, reina de Portugal, trataron la posibilidad de emparentar nuevamente ambas familias a través de un doble enlace entre el príncipe Felipe y la infanta María Manuela y el príncipe Manuel con Juana de Austria; sin embargo, el fallecimiento del príncipe portugués, ocurrido el 14 de abril de 1537, y la repentina muerte de Isabel en Toledo, en mayo de 1539, frustraron de momento este acuerdo. Éste no era el único proyecto que tenía el emperador Carlos V para casar a su hijo y futuro sucesor. En 1537, se había sopesado la propuesta de un eventual enlace entre Felipe y Juana de Albret, con lo que se pondría fin a la cuestión navarra; sin embargo, Francisco I truncó esta posibilidad al casar en 1541 a Juana con el duque de Cleves. A su vez, poco después de ser nombrado regente, Carlos V, desde Bruselas, proyectaba el enlace de su hijo con Margarita de Valois, hija de Francisco I, estableciendo así la paz entre ambas coronas, y de la infanta María, hermana de Felipe, con el duque de Orleans, llevando en la dote los Países Bajos. El secretario Alonso de Idiáquez viajó a Castilla con esta propuesta, si bien a Felipe no le parecía oportuna, haciendo saber que su candidata era la infanta María Manuela.

Esta opción contó desde un principio con el apoyo de la reina Catalina y del embajador castellano en Lisboa, Luis Sarmiento de Mendoza, conscientes de las posibilidades de que en un futuro se abrían a la anhelada unión de ambas coronas. Las negociaciones matrimoniales, que fueron llevadas con el mayor sigilo, no fueron nada sencillas en ambas Cortes, aunque mucho más complicadas en Portugal. La situación en Lisboa no era muy buena. El Monarca debía de hacer frente a una mala situación económica, como señalaría en las Cortes de Almeirim en 1544, lo que dificultaría la concesión de una gran dote, y se encontraba con la oposición de un amplio sector cortesano, que quería casar a la infanta con el infante don Luis, hermano del Rey, puesto que la delicada salud del heredero y las prematuras muertes en el seno de la Familia Real (no se puede olvidar que en 1540 tan sólo quedaban vivos dos de los nueves hijos) abrían la posibilidad a una sucesión castellana: “querendo el-rei casar a princesa D. Maria, sua filha, com D. Filipe, príncipe de Castela, houve alguns dos seus conselheiros a quem nao pareceu bem, e dizem que o que mais contrariou foi o conde de Vimioso [...]”.

Con todo, el 1 de diciembre de 1542 se firmaba en Lisboa, sin duda alguna gracias al apoyo de la reina Catalina, el contrato matrimonial, que había sido elaborado por el secretario Pero Alcácova Carneiro, entre Felipe y María Manuela, que fue ratificado en Alcalá de Henares el 26 de dicho mes. Los encargados de negociar todas las cláusulas de este enlace fueron, por parte portuguesa, el conde de Vimioso, veedor de la hacienda, y por el lado castellano, Luis Sarmiento de Mendoza. Entre otras medidas acordaron que la dote tendría un valor de 4000 cruzados de oro, a razón de 375 maravedís cada cruzado (en esta cantidad se incluiría la legítima que la infanta heredaría al fallecer su madre y las joyas que la princesa llevase). Esta dote se tendría que pagar a partes iguales en los siguientes dos años a la consumación del matrimonio. Se acordó también que en el caso de que se produjese la disolución del matrimonio o la separación de los cónyuges, Carlos V se obligaba a restituir la dote y si la princesa fallecía sin hijos, el monto total de dicha dote, salvo un tercio, regresaría a las arcas de la hacienda portuguesa. Por su parte, Carlos V se comprometía a dar en concepto de arras un tercio de dicha dote, cantidad asentada sobre todo en las ciudades de Córdoba y de Écija, y a asignar anualmente la cantidad de 8.000.000 maravedís para el sustento y mantenimiento de la casa de su nuera (cuando falleciese el Emperador la cantidad se incrementaría hasta los 12.000.000). Este contrato fue confirmado por el príncipe el 26 de mayo de 1544, siendo testigos el príncipe de Ascolí, el conde de Chinchón, Diego de la Cueva, Diego de Acuña y el secretario Gonzalo Pérez.

Cinco meses más tarde, el 12 de mayo de 1543, tras obtener la dispensa de Pablo III (6 de marzo), se celebró en Almeirim la boda por poderes. Cumplimentadas todas las ceremonias, la princesa se encaminó, el 10 de octubre, con un importante séquito, en el que estaban el infante don Luis y el infante don Henrique, los duques de Bragança y Aveiro, el maestre de Santiago y el arzobispo de Lisboa, que era capellán mayor, rumbo a su nuevo reino vía Elvas. En la frontera le esperaban por orden real el obispo de Cartagena, Juan Martínez de Silíceo, y el duque de Medina Sidonia, Juan Alonso de Guzmán. En el acto de entrega se produjeron importantes desavenencias entre ambos cortejos en relación al ceremonial y al protocolo que se debía seguir en la entrega, llegando incluso a plantearse, por parte lusa, el regreso de la princesa a Lisboa; sobre todo, cuando los rumores sobre el fallecimiento del príncipe don João Manuel se hicieron más fuertes: “los unos decían que era muerto el Príncipe de Portugal y que por este no le entregaban, y otros que la princesa se había de volver a Lisboa para casar con el Infante D. Luis”.
Finalmente, se pudieron resolver las diferencias y el 23 de octubre se produjo la entrega solemne. Entonces, el séquito castellano pudo dirigirse hasta Salamanca, en donde la esperaba su esposo (antes de llegar a la ciudad, el príncipe, ansioso por ver a su futura esposa, tuvo algunos encuentros secretos con este séquito, como el que tuvo lugar en Aldea Nueva del Campo). En esta ciudad y en su Catedral, el 14 de noviembre, tuvo lugar la deseada boda, dando a los esposos la bendición nupcial el arzobispo de Toledo, Juan Pardo de Tavera. Poco después, la pareja se encaminó a Tordesillas para visitar a la reina Juana y más tarde a Valladolid (27 de noviembre), en donde les esperaba la infanta Juana y donde finalmente se instalaron en el palacio que pertenecía a Francisco de los Cobos. En esta ciudad el duque de Alba, que fue el encargado de preparar las ceremonias del enlace en la ciudad del Tormes, escribió el 4 de febrero al Emperador dándole noticias de los primeros días en común de la joven pareja: “su alteza se casó y passó su carrera muy bien y sin temblar como yo he visto temblar a otros en menores afrentas. Ahora está S.A. con un poco de sarna [...] La princesa Nuestra Señora se que contentará mucho a V.M. quando placiendo a Dios la vea”.

La organización y composición de la casa real que serviría a la princesa durante su estancia en Castilla también fue objeto de enfrentamientos y foco de problemas. Los monarcas portugueses mantuvieron el modelo de casa que tenía Catalina, muy parecida, por tanto, al modelo que tuvo la reina Isabel la Católica, y colocaron cerca de su hija a personas de su máxima confianza, así Aleixo de Meneses, hijo del primer conde de Castanhede, fue nombrado mayordomo mayor, Margarita de Mendoça, hija de Diogo de Mendoza, alcalde mayor de Moura, y viuda del montero mayor, Jorge de Melo, fue recibida como camarera mayor, Antonia de Meneses, por su camarera menor, Julián de Alva por su secretario, Gaspar de Teive como su tesorero y Manuel de Melo, entre otros, como su veedor; además, Luis Sarmiento de Mendoza recibió el cargo de caballerizo mayor, sin duda, merced a los servicios prestados.
Este modelo y esta organización, a pesar de copiar la estructura de la casa de la Reina Católica, rápidamente fue objeto de críticas, así el secretario Francisco de los Cobos, cabeza del “partido castellanista”, señaló que: “lo demás de toda la casa no paresce de la autoridad y qualidades que sería menester, y que ny saben ni tiene la manera que convenía para servir. Dizen que hay mucho desorden en todo, a lo menos el gasto es mayor de os que sufre la hazienda [...]”. Además, hubo serios enfrentamientos por los principales oficios de esta casa.

Así, por ejemplo, el Emperador nombró para desempeñar los cargos de mayordomo mayor y de camarera mayor a los marqueses de Lombay, Francisco de Borja y Leonor de Castro, los cuales, sobre todo ella, no se resignaron a perder dicha merced (se llegó incluso a contar con la intermediación del propio infante don Luis y de la propia Reina, que llegó a escribir, el 26 de mayo de 1544: “la condición de la duquesa es muy sabida y conocida acá y allá, quan fuerte es, y como quiere todas las cosas más por fuerza que por razón y quan mal quista es por esto y porque todo lo quiere para sy y para los suyos y quan poco respeto tiene a todos los demás que esto no es y quan poca paz y sosiego puede aver adonde ella estubiere”). Con todo, finalmente, prevaleció el deseo del Emperador y las presiones de Leonor y, en mayo de 1544, la Corte portuguesa aceptó que los marqueses de Lombay ocupasen los principales cargos de la casa (lo que finalmente no se pudo hacer debido al fallecimiento de la princesa).
Mientras estos enfrentamientos tenían lugar, la joven princesa trataba de cumplir con sus deberes dinásticos, aunque sin mucho éxito. Transcurrido casi un año del enlace, en la Corte se palpaba el nerviosismo ante la ausencia de síntomas de embarazo por parte de la princesa. Incluso se llegaron a tomar medidas que disgustaban a la reina Catalina: “para acelerar la aparición de la pubertad y la facultad de concebir en el cuerpo de la muchacha acudieron los médicos de la corte a medios rarísimos. Frecuentes sangrías en las piernas era uno de ellos [...]”. Finalmente, la princesa se quedó embarazada a comienzos del mes de septiembre de 1544, con el evidente júbilo de sus nuevos súbditos y de los miembros de la Familia Real. Tras un embarazo normal, el 8 de julio de 1545, la princesa dio a luz al príncipe Carlos en un difícil parto, del que falleció cuatro días más tarde, el 12 de julio.
La noticia causó un hondo dolor tanto en la Corte castellana (el príncipe estuvo tres semanas retirado en el Monasterio de Abrojo, próximo a Valladolid) y en la Corte portuguesa, como se desprende de la carta que Francisco de los Cobos escribió al Emperador: “han sentido mucho como es razón lo de la muerte de la Princesa, y el Rey y la Reina han hecho muy grandes extremos, aunque según escribe Lope Hurtado, ya están algo consolados”. Las exequias reales tuvieron lugar en la iglesia de San Pablo de Valladolid y fueron realizadas por el cardenal primado de Toledo, donde fue enterrada. Más tarde el féretro fue trasladado a la Capilla de los Reyes en Granada y en 1574 al panteón real del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

Fuentes

Biblioteca Nacional de Madrid, ms. 4013.


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María Tudor

María Tudor. Greenwich (Reino Unido), 18.II.1516 – Londres (Reino Unido), 17.XI.1558. Reina regente de Inglaterra y reina consorte de España.

Conocida popularmente en Inglaterra como Bloody Mary (María la Sanguinaria), esta princesa medio española es poco conocida como reina consorte de España.
Nunca visitó el país, aunque ejerció como consorte durante los cuatro años y medio que duró su matrimonio con Felipe II de España.
La princesa María nació el 18 de febrero de 1516, fruto de la unión entre dos Casas reales, los Tudor y los Trastámara. Su padre, Enrique VIII, fue el segundo monarca inglés de la dinastía Tudor, que había accedido al trono inglés en 1485 cuando el abuelo de María, Enrique VII, derrotó a Ricardo III en la batalla de Bosworth. La abuela paterna de María, Isabel de York, era la hermana del último rey Plantagenet (yorkista), Eduardo IV, lo que significaba que María descendía de dos Casas reales inglesas. Por vía materna María también heredó una doble dosis de sangre real.
Su abuelo materno, el rey Fernando de Aragón, era de la rama de la familia Trastámara que ostentó la Corona de Aragón, mientras que su abuela materna, Isabel, perteneciente a la misma dinastía, regentó la Corona de Castilla. Enrique VIII y Catalina de Aragón tuvieron otros hijos, pero María fue la única que sobrevivió más allá de unas pocas semanas.
La situación constitucional de María era, no obstante, ciertamente precaria. ¿Era en realidad la heredera de su padre? Después de todo, su abuelo Enrique VII había reclamado la Corona a través de la descendencia real de su madre, Lady Margarita Beaufort, pero a ésta sólo se la creía capaz de transmitir el derecho al trono, no de heredarlo ella misma como mujer. Sin embargo, la joven princesa María fue tratada con toda la pompa y el respeto que merecía la entonces única hija legítima del Rey, y rápidamente se convirtió en una baza diplomática.
En 1517, nació el hijo y heredero del rey de Francia, Francisco I, y al poco tiempo, el cardenal Wolsey empezó a negociar un matrimonio francés para María.

Finalmente, se acordó que María se casara con el heredero del trono francés cuando él cumpliera catorce años de edad, y que en ese momento sería enviada a Francia. Si la posibilidad de este matrimonio se tomó o no en serio es difícil de aventurar, pero Enrique VIII se enemistó pronto con los franceses y se decidió, entonces, que había que intentar un matrimonio mucho más ilustre para María. De este modo, comenzó a contemplarse el matrimonio con el emperador Carlos I de España y V de Alemania, que era primo carnal de María, ya que era el hijo mayor de Felipe de Borgoña —el Hermoso— y la reina Juana de Castilla —la Loca—, hermana de Catalina de Aragón.
Aunque Carlos era quince años mayor que María, el matrimonio era perfectamente lógico desde el punto de vista diplomático. Los Países Bajos no sólo eran el primordial socio comercial de Inglaterra, sino que a ambos países les unía una hostilidad ancestral hacia Francia, que compartían también con España.
En 1521 el cardenal Wolsey mantuvo un encuentro con los representantes del Emperador en el enclave inglés de Calais; se acordó que los primos contraerían matrimonio en seis años, cuando María hubiera alcanzado los doce años de edad. Carlos ya había visto a María cuando visitó Inglaterra por primera vez en 1520, pero entonces sólo era una niña al lado de su madre. Cuando volvió a verla, en 1522, durante su segunda visita a sus tíos ingleses, María ya se había convertido en su prometida. Aunque María ofrecería su mano en matrimonio —pasados treinta años de ese segundo encuentro— a un Emperador entrado ya en edad, el destino que le esperaba no era convertirse en su mujer sino en su hija política.
A pesar de las maniobras diplomáticas, María tuvo una infancia relativamente feliz. Enrique VIII pasaba mucho tiempo con su hija. El Rey estaba particularmente interesado en que su hija aprendiera a tocar los virginales, una especie de teclado musical pionero en su tiempo que se creía especialmente pensado para las mujeres. Cuando apenas contaba con cuatro años y medio, tres franceses le hicieron una visita en el palacio de Richmond y alabaron su talento musical. Pero sin duda fue su madre la que ejerció mayor influencia en su educación. Como hija de Isabel de Castilla, conocida por su propia pasión por aprender, no era extraño que Catalina, junto con sus hermanas, hubiera recibido la mejor de las educaciones formales. Ella le dio sus primeras lecciones de latín a María y puede que éstas fueran en español. Aunque a María no le gustaba hablar español, lo entendía perfectamente.

En 1523 el destacado humanista inglés William Lily preparó una gramática latina para ella, pero eso no fue todo; también se compuso en su honor otra obra mucho más celebrada. La reina Catalina así se lo pidió a su compatriota español Juan Luis Vives, el pedagogo principal de la época. Vives compuso una obra sobre la educación de las mujeres cristianas, De Institutione Foeminae Christianae, pensando concretamente en la princesa María. Ese mismo año, algo después, visitó Inglaterra para conocer a la Reina y a la princesa, quien le impresionó gratamente por su avidez por aprender a edad tan temprana. Vives recomendó que María estudiara de manera sistemática tanto latín como griego. Su currículo para la educación de la joven princesa se publicó en 1524 en los Países Bajos e influyó durante una generación o más en la educación de las jóvenes de buena familia. María tuvo que leer las Paráfrasis de Erasmo de Rótterdam y la Utopía de Tomás Moro. En realidad, María recibió la mejor educación humanista posible en un tiempo en el que el humanismo comenzaba a mofarse de la corrupción y la hipocresía dentro de la Iglesia Católica, pero aún no había desafiado su doctrina.
En 1527, a los once años de edad, María tradujo una de las oraciones de santo Tomás de Aquino del latín al inglés; más adelante, la reina Catalina Parr, la última mujer de Enrique VIII, entablaría amistad con ella y la animaría a continuar con su talento innato para la traducción de literatura humanista y religiosa.
A mediados de la década de 1520, el matrimonio de los padres de María tocó a su fin. Desesperado por un heredero varón y enamorado después de Ana Bolena, Enrique llegó a creer que nunca tendría que haberse casado con Catalina. La excusa que alegaba era que Catalina estuvo casada brevemente con su hermano mayor, el príncipe Arturo, que murió unos meses después del matrimonio. Catalina, por su parte, siempre mantuvo que la unión nunca llegó a consumarse, una justificación que Enrique rechazaba y que sembró la duda sobre la legitimidad de María.

La ruptura trajo doble consecuencia para la joven princesa. En primer lugar, era necesario aclarar su posición con respecto a la sucesión. En segundo lugar, se vio obligada a presenciar las humillaciones infligidas a su madre y a ella misma. En 1525 Enrique VIII ascendió a Enrique Fitzroy, hermano ilegítimo de María, al rango de duque de Richmond, un título tan prestigioso que era indicativo para muchos de que Enrique VIII acariciaba la idea de que fuera su único hijo varón el que tuviera derecho al trono. Al mismo tiempo, sin embargo, a María, que contaba sólo con diez años, la enviaron, junto con un nutrido grupo de consejeros, a la ciudad de Ludlow en Shropshire, uno de los condados fronterizos que lindaban con Gales. Ludlow era la sede histórica del Consejo de la Frontera de Gales. La intención de Enrique VIII era dar a entender que su hija era la princesa de Gales, reconociéndola así como heredera al trono. Aunque parece que a María nunca se le otorgó el cargo de manera oficial, muchos de sus coetáneos se dirigían a ella como princesa de Gales, y las Navidades de 1525 las pasó en su propio hogar en Ludlow. Su ascenso no significaba el fin de los esfuerzos de Enrique VIII por encontrarle un marido real a su hija. Aunque el emperador Carlos se casó con una princesa portuguesa en 1526, cuando María tenía sólo diez años, Enrique volvió a centrarse en encontrarle un marido francés. Existe la sospecha de que Enrique VIII esperaba contar con un heredero varón si su hija se casaba pronto, quien heredaría directamente el trono Tudor, pasando por alto cualquier derecho que María quisiera alegar, tal y como había pasado entre su abuela y su padre.
Enrique VIII estaba bastante preocupado por los peligros que entrañaría el ascenso de una mujer al trono. De hecho, uno de los episodios más extraños en la vida de María es prueba de ello. El hijo ilegítimo del Rey, el duque de Richmond, era tan impopular como queridas eran María y su madre.
Dado que Enrique no había descartado totalmente la posibilidad de que fuera su hijo, habido de su relación con Elizabeth Blount, quien le sucediera en el trono, en octubre de 1528 el Rey le pidió al papa Clemente VII que considerara conceder una exención que permitiera casar a los dos medio hermanos.

El Papa contestó que lo pensaría, pero añadió después que, de acceder a ello, Enrique tendría que desechar sus planes de divorcio.
Enrique llevaba desde 1527 intentando divorciarse de Catalina y ya se sentía muy atraído por Ana Bolena.
Mientras tanto, María regresó de los territorios fronterizos de Gales para vivir con su madre en Newhall, en Essex, donde permaneció en plena crisis de divorcio. La vida en Newhall debía de ser algo así como estar en el ojo del huracán. Los problemas llegaron a su punto más crítico en 1531. Reginald, primo de María, abandonó Inglaterra alegando que nunca aceptaría los planes de divorcio de Enrique.
María fue apartada de su madre, aunque seis meses más tarde se le permitió hacerle una visita y, después, a María nunca le dejaron volver a ver a su madre Catalina.
María nunca había gozado de una gran fortaleza física; en 1527 unos observadores franceses apuntaron que era “delgada, débil y menuda”. María no llegó a ser muy alta, pero, al alcanzar la adolescencia, muchos de los comendadores la consideraban bastante agraciada y la pelirroja de los Tudor ya comenzaba a atraer las miradas de muchos.

En enero de 1533 Enrique VIII se casó con Ana Bolena y el 7 de septiembre de ese mismo año nació la futura Isabel I. En ese momento se hizo necesario que Enrique declarara cuál de sus hijas era la presunta heredera, es decir, la siguiente en la línea de sucesión al trono, de no nacer un heredero varón. Incitado por Ana Bolena, quien tenía miedo, comprensiblemente, de la enorme popularidad de Catalina y María en el país, Enrique obligó al Parlamento a aprobar la primera de sus leyes de sucesión. María era ilegítima y, como consecuencia, sólo sus hijos con la reina Ana tenían el derecho de sucederle. Los consejeros del Rey le ordenaron a María que dejara de denominarse princesa, y en diciembre se envió a Newhall al primer aristócrata de la región, el duque de Norfolk, para informar a María de que ya no tenía derecho a tener sus propias dependencias. Desde ese momento viviría en Hatfield, en la casa de su hermanastra, la infanta.

María, más aún que su propia madre, personificaba la oposición a la nueva esposa de Enrique VIII. Amenazaron con traicionarla en más de una ocasión y probablemente le fue perdonada la vida debido al afecto que sentía su padre por su obstinada hija, pero también al respaldo que ofrecía el sobrino de Catalina de Aragón, el emperador Carlos, a su prima María.
En realidad, en los días más aciagos de 1534 el embajador del Emperador en Londres estaba preparado para atender las súplicas de María, que pedía ser llevada a los Países Bajos por seguridad. Sin embargo, María, calladamente pero de manera firme, rehusó jurar el Acta de Supremacía, que no sólo apoyaba la ruptura de Enrique VIII con el Papado, sino que reconocía también la legitimidad de su matrimonio con la reina Ana.
El 7 de enero de 1536 murió Catalina de Aragón.
Durante su última convalecencia, rogó que la dejaran ver a María, pero sus plegarias fueron rechazadas.
Unos meses más tarde Ana Bolena, ya divorciada, fue ejecutada por orden de Enrique acusada de brujería y adulterio. En junio de ese año murió también el duque de Richmond. Todo parecía indicar que la posición de María como heredera católica del Rey por fin estaba asegurada, pero María se equivocaba si creía que su padre la recibiría con los brazos abiertos.
Con una revuelta popular en el norte de Inglaterra de fondo, conocida como la Peregrinación de Gracia, que, entre otras cosas, defendía el derecho de María al trono, Enrique estaba decidido a doblegar la voluntad de su hija. Incluso el embajador imperial le aconsejó a María que era el momento de aceptar su propia ilegitimidad. Nadie —argumentaba el embajador— podría considerar que lo habría hecho voluntariamente, de no ser porque temía por su vida.
En julio de 1536 María recibió una nueva visita del duque de Norfolk y juró el Acta de Supremacía, que reconocía a Enrique VIII como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra. Al final de ese año fue recibida en la Corte por su padre y en octubre de 1537 María apadrinó al príncipe Eduardo, el hijo que la tercera mujer de Enrique VIII, Jane Seymour, tuvo doce días antes de morir.

Como en el momento en que Enrique VIII se casó con la reina Jane ninguna de sus otras esposas vivía, no había ninguna duda de que el infante Eduardo era el heredero legítimo del rey Enrique al trono, ni de que debía preceder a María, independientemente de que el matrimonio de Catalina de Aragón con Enrique VIII hubiera sido válido o no. Pero sería equivocado afirmar que la vida de María fue más tranquila a partir de entonces. Siempre le quedaba el miedo de que su padre la ejecutara por traición con el fin de proteger a su hijo. Durante el año siguiente se decía que María se describía a sí misma como “la dama más infeliz de toda la Cristiandad”. Su padre —argumentaba María— nunca encontraría un marido para ella, dado que su legitimidad se había puesto en duda. En 1543 el Parlamento se pronunció, finalmente, sobre su estatus.
Aunque técnicamente no revocó su “bastardización”, proclamó que, tras Eduardo y otros hijos que Enrique VIII pudiera tener, la línea de sucesión tendría que pasar primero a María y después a Isabel. A María esto le sirvió de bien poco.
La sexta y última esposa de Enrique VIII, Catalina Parr, se casó con él en julio de 1543. Su relación con María, así como con el resto de los hijos de Enrique, era excelente, y durante un corto período María viajó por el país con su padre y su madrastra. La reina Catalina no sólo convenció a María para que tradujera las Paráfrasis de san Juan, de Erasmo, más tarde, durante el reinado siguiente, la animó a publicarlas. Este período de relativa felicidad tocó a su fin con la muerte de Enrique el 23 de enero de 1547. Materialmente, su padre había provisto sobradamente una dote para ella: María recibiría 3.000 libras al año. Lo que no había hecho era conseguirle un marido, tal y como ella misma había pronosticado, a pesar de haber previsto que recibiría la ingente cantidad de 10.000 libras al año si se casaba con el permiso del Consejo Privado.
Era bastante poco probable que el gobierno regente de su hermanastro Eduardo VI, de nueve años de edad, le encontrara un cónyuge adecuado, como se verá a continuación.

Veinte años mayor que Eduardo, María era sin lugar a dudas el pariente vivo más cercano del pequeño Rey. La política de su reinado estuvo muy influida por la necesidad de evitar que la princesa María gobernara en su nombre. El regente, Lord Protector, era el duque de Somerset, el tío materno del Rey (quien no era, por lo tanto, de sangre real). Él y su sucesor, el duque de Northumberland, hicieron que la religión oficial de Inglaterra fuera la protestante. Enrique VIII había roto con el Papado, pero esa ruptura no había implicado un cambio doctrinal significativo. La misa aún se cantaba en latín durante todo su reinado.
La doctrina protestante se introdujo definitivamente durante el reinado de Eduardo. El duque de Somerset introdujo en 1549 el Primer Libro de la Oración Común, al que le siguió en 1552, durante la etapa del duque de Northumberland, una versión revisada y mucho más protestante. Estas y otras medidas tuvieron un efecto: separar a María de la religión oficial de la Iglesia de Inglaterra, incluso hasta el punto de que se vio privada de la posibilidad de impugnar el derecho al mando de gobiernos regentes. María contestó a estos ataques insistiendo en su derecho a oír misa, lo que le fue concedido en 1550 con ayuda del embajador imperial.
Eduardo murió tres años más tarde, el 6 de junio de 1553. En su lecho de muerte, el Monarca, que contaba sólo con dieciséis años de edad, había sancionado personalmente una alteración en la línea de sucesión, a pesar de no tener poderes para hacerlo. Era un protestante convencido y no tenía deseo alguno de ver cómo un católico le sucedía en el trono. Excluyó tanto a María como a Isabel de su derecho a sucederle, alegando que seguían siendo ilegítimas, y decretó en cambio que Lady Jane Grey debía ascender al trono incluso teniendo prioridad por encima de sus hermanas mayores. El hecho de que Lady Jane era además hija política de su ministro principal, John Dudley, duque de Northumberland, ha hecho suponer que el duque alteró algunos detalles del Procedimiento para la Sucesión, documento emitido por Eduardo. Aun así, ésa fue la única intervención del joven Rey en la política británica y también fue la última.

María se enteró de la confabulación del Consejo Privado y, en lugar de marcharse a Londres como éstos querían, se retiró a East Anglia. El 10 de julio se autoproclamó Reina en Kenninghall, Norfolk. Hubo una revuelta espontánea a su favor y tanto protestantes como católicos se unieron a su causa. Inglaterra aún no estaba tan dividida en materia religiosa como para que dejara de imperar el sentido de justicia. Tanto las costumbres existentes en cuestión de herencia como el sentido común indicaban que María era la heredera de pleno derecho. El 19 de julio el duque de Northumberland se rindió y María se proclamó Reina.
María fue coronada reina de Inglaterra, Francia e Irlanda en la abadía de Westminster el 1 de octubre de 1553. Su hermanastra Isabel, hija de Enrique VIII y Ana Bolena, fue conducida a la ceremonia de coronación en el mismo carruaje que Ana de Cleves, la cuarta esposa de Enrique VIII rechazada por él, lo que supuso una magnífica representación teatral de trasfondo político que simbolizaba el modo en que María quería restablecer la paz y la armonía quebrantadas por las sucesivas aventuras maritales de Enrique VIII y la ruptura con Roma que todo ello había desencadenado.
En su primer Parlamento, que siguió a su ceremonia de coronación, María restableció la celebración de la misa, pero falló en su intento de conseguir una alianza plena con Roma. En la década de 1530 Enrique VIII había disuelto los monasterios para vender después la tierra a la nobleza, que estaba dispuesta a aceptar la supremacía del Papa sólo si Roma le permitía conservar sus nuevas propiedades.

La cuestión de la supremacía papal coincidía felizmente con otra de las preocupaciones de María. Necesitaba contraer matrimonio. No sólo era impropio que una mujer gobernara sola, sino que tenía que garantizar la sucesión al trono. Tenía treinta y siete años y se le acababa el tiempo. Por ambas razones, era obvio que tenía que casarse con alguien perteneciente a su familia materna, los Trastámara-Habsburgo de España.
Siendo como eran la familia católica por excelencia, ellos la ayudarían a restaurar la autoridad papal en Inglaterra y, al tiempo, se restablecería el vínculo que su padre había roto cuando rechazó a su madre.
María hizo gala de sus habilidades como gobernante cuando, a finales de 1553, ella misma negoció un matrimonio Habsburgo. Evitó consultar a sus consejeros privados, dado que muchos eran partidarios de que se casara con un inglés elegido por ellos mismos. María eligió a su ayudante de cámara favorita, Susan Clarencius, para que trajera al nuevo embajador imperial, Simon Renard, ante ella, a través de la puerta de los jardines del palacio. La primera opción era revivir la charla sobre el matrimonio con su primo, el emperador Carlos, pero pronto se descartó esta posibilidad, dado que él no quería volver a casarse. El 10 de octubre Renard propuso formalmente al príncipe Felipe, mintiéndole a María sobre el avance fallido de las negociaciones para un matrimonio portugués. La tarde del domingo 29 de octubre de ese año, Renard fue convocado a una reunión secreta en la que estaban presentes sólo la Reina y la señora Clarencius. María recitó el Veni Creator para invocar al Espíritu Santo.
Inspirada por Dios —según anunció—, juró por el Cuerpo y la Sangre de Cristo que contraería matrimonio con el príncipe de España. Tras dicha reunión, informó a su Consejo Privado de su decisión.
Fue entonces cuando, audazmente, la Reina dejó que fueran sus consejeros los que llevaran a cabo las negociaciones para el tratado de la boda. Todo ello se hizo directamente entre Londres y Bruselas, y Felipe, alejado de todo en España, no participó en absoluto.
Los consejeros del Emperador hicieron gustosos numerosas concesiones en nombre del príncipe de España.
Además de satisfacer lealtades familiares, el propósito principal del matrimonio era simple y llanamente evitar el matrimonio entre María y la casa real francesa —o incluso con los Habsburgo de la casa de Austria—, en realidad eran pocos los que pensaban que Felipe y María concebirían un heredero.

Era preciso firmar un tratado de matrimonio, ya que, de no hacerlo así, Felipe podría reclamar de pleno derecho el trono de Inglaterra. El tratado se redactó conforme a las concesiones de Felipe a María, ya que accedió a restringir su función como consorte y a ayudar a la Reina. Renunciaba explícitamente a cualquier derecho en el nombramiento de ministros, a empeñar las joyas de la Corona o a llevarse a la Reina o a sus hijos fuera del reino. En el último minuto, Lord Stephen Gardiner, ministro inglés de Justicia y obispo de Winchester, añadió una restricción particularmente peliaguda: Felipe no podía arrastrar a su esposa a la guerra contra el rey francés en la que Carlos estaba envuelto.

El matrimonio de la Reina fue bastante impopular, no sólo entre los protestantes, también entre aquellos que temían que Inglaterra acabaría perdiendo su libertad.
A principios de 1554 la rebelión encabezada por Wyatt usó la excusa del matrimonio para conseguir apoyo generalizado en el sureste de Inglaterra.
Los rebeldes habrían hecho su entrada en Londres de no haber sido porque la propia reina María en persona reunió a los ciudadanos. Mientras tanto Felipe, que había contraído matrimonio por poderes con María, estaba preparando una armada de grandes dimensiones que le condujera a Inglaterra, pero ésta no era la última parada de su viaje. Él había asumido que pararía en Inglaterra para consumar su matrimonio con María y que continuaría, después, su viaje hasta unirse a su padre en la guerra contra los franceses. Felipe llegó a Southampton el 19 de julio de 1553, pero esa noche recibió la noticia de que los ejércitos de su padre habían conseguido una gran victoria y que había de quedarse en Inglaterra hasta nuevo aviso. Los consejeros de Carlos en los Países Bajos no querían ver su poder mermado por el nuevo rey de Inglaterra.
María viajó hasta Winchester y Felipe salió a su encuentro.

Se casaron el día de san Jaime en la catedral de Saint Swithun y pasaron la luna de miel en el sur de Inglaterra. Mientras tanto, se organizaron celebraciones a lo largo y ancho de España en honor de la nueva Reina; la más espléndida de ellas en Toledo. A pesar de la entrada triunfal que Felipe hizo en Londres en agosto, al nuevo Rey no le coronaron, por temor a que ello anulara sus promesas de no interferir en el gobierno de Inglaterra. En realidad, María y Felipe funcionaban como una sociedad, algo así como Isabel y Fernando. Felipe estaba interesado principalmente en la política exterior y religiosa de Inglaterra.
De inmediato, se puso a trabajar para asegurarles a las clases terratenientes que él era partidario de que conservaran las tierras antes pertenecientes a la iglesia.
También hizo uso de sus contactos familiares con Roma para conseguir el apoyo papal, y a finales de 1554 y comienzos de 1555 Felipe y María presidieron juntos las sesiones del Parlamento inglés que ratificaron el retorno de la Iglesia de Inglaterra a la obediencia papal.
María seguía conservando el control de todo lo referente a los asuntos de Inglaterra. Quizá su mayor error fue acordar una campaña de persecución a los protestantes del país. Un total de trescientos fueron quemados por herejes, aunque Felipe y sus consejeros, incluido el futuro arzobispo Carranza y el gran jurista Alonso de Castro, recomendaron cautela, argumentando que la re-educación sería mucho más importante.

María creía inocentemente que podría darle un hijo a su esposo, si bien Felipe no tenía idea de cuánto tiempo iba a vivir su esposa. En cualquier caso, la princesa Isabel aún constituía una amenaza para María y para la restauración del catolicismo. Aunque fue Felipe quien convenció a María de que liberara a Isabel de su cautiverio en la Torre de Londres, lo que le hizo quedar como pacifista, marido y mujer acordaron que sería una buena idea sacarla del país. Felipe se ofreció para arreglarle un matrimonio con Manuel Filiberto de Saboya, pero Isabel rechazó la oferta. Con la bendición papal, en mayo de 1555 María y su esposo propusieron conjuntamente una conferencia de paz cerca del enclave continental inglés de Calais con la vana esperanza de consolidar la paz entre Enrique II y el emperador Carlos.
A finales de agosto de 1555 María se quedó sola una vez más en el gobierno de Inglaterra, cuando Felipe se marchó a los Países Bajos. Tenía que estar presente en la que sería la primera de las sucesivas abdicaciones de su padre. En ausencia de su esposo, cayó víctima de nuevo de las disputas entre las distintas facciones en que se dividía su Consejo Privado. Lord Gardiner, ministro de Justicia, se enfrentó a William Paget y, tras morir aquél, Paget luchó contra el conde de Pembroke.
A pesar de que María tenía la capacidad de insistir en sus políticas, como lo hizo en el caso de su matrimonio o en el de la restauración del catolicismo, no contaba con el peso político suficiente como para poder imponerse e inspirar temor entre sus consejeros.

Su desesperación comenzó a jugarle malas pasadas y en noviembre de ese año, de manera casi increíble, María informó a su marido de que estaba embarazada, pero pronto se hizo evidente que era un embarazo imaginario. La salud de la Reina se deterioraba por momentos y María deseaba desesperadamente que Felipe volviera a su lado. Se mostró favorable a participar en una nueva guerra que acababa de declararse contra Francia y, finalmente, en marzo de 1557 logró convencerle para que volviera. Disfrutó de su compañía durante cinco meses, mientras él convencía al Consejo Privado inglés, aún reticente a participar en esa nueva guerra. María, con lágrimas en los ojos, se despidió de Felipe cuando éste partió de Inglaterra por última vez, en esta ocasión al mando de una armada inglesa. Aunque los soldados británicos no avanzaron lo suficientemente rápido como para que Felipe llegara a tiempo de participar en la batalla de San Quintín, desempeñaron, para agrado de la Reina, un papel fundamental en la toma de la ciudad.

La tragedia sobrevino cuando las tropas francesas, en una operación completamente independiente, entraron en la última de las posesiones inglesas —de la dinastía Tudor— en el continente: Calais. Aunque las tropas españolas no estaban presentes en Calais, y a pesar de las advertencias de Felipe a su esposa sobre la necesidad de fortalecer las defensas de la ciudad, la pérdida de Calais en enero de 1558 parecía simbolizar la futilidad del matrimonio español. Aunque las fuentes son apócrifas, parece significativo señalar que, según la tradición, María declaró en su lecho de muerte que la palabra Calais se hallaba grabada en su corazón. María volvió a anunciar en enero que estaba embarazada, lo cual fue aún más increíble que su primer anuncio, dado que no había visto a su marido desde julio de 1557. Se achacó todo a su pésimo estado de salud y, aunque la Reina organizó incursiones en la costa francesa como precursora de la recuperación de Calais, estaba claro para todos que su reinado estaba tocando a su fin.
Como ya se sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida, María recibió la visita del conde de Feria en octubre de 1558. Éste le transmitió, de manera ostensible, saludos de su esposo, si bien le habían enviado para supervisar que el traspaso de poderes se producía pacíficamente. El título de rey de Inglaterra de Felipe expiraría si María moría sin haberle dado hijos. A espaldas de la Reina, Feria informó a la princesa Isabel de que Felipe no haría nada para interferir en su ascenso al trono. Incluso llegó a ofrecerle la mano de Felipe en matrimonio, pero para el momento en que se tuvo noticia de su negativa en los Países Bajos, Felipe ya había decidido abandonar Inglaterra y casarse con una princesa francesa.
María murió el 17 de noviembre de 1558. Aunque durante toda su vida, había demostrado un valor ejemplar en su defensa del catolicismo, su reinado no logró los resultados esperados. Ella creía que había conseguido restaurar de manera permanente la antigua alianza anglo-española y que su hermanastra se había reconciliado personalmente con el catolicismo.
En realidad, la hija de Ana Bolena no podía reinar sino como Monarca protestante, e Inglaterra se vio avocada con Isabel I a una guerra sin sentido contra España. El verdadero fallo de María, no obstante, fue que no pudo engendrar un heredero. De haber podido, la historia de Inglaterra y España habría sido muy diferente. Aunque fue reina de España durante cuatro años, ni siquiera se halla entre la lista de esposas de Felipe II que figuran en el altar mayor de El Escorial.

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Isabel de Valois.

Isabel de Valois, Isabel de Francia o Isabel de la Paz - (en francés, Élisabeth de France; Fontainebleau, 2 de abril de 1545-Aranjuez, 3 de octubre de 1568), princesa francesa, la tercera esposa del rey Felipe II de España —fruto del Tratado de Cateau-Cambresis que estableció la paz entre España y Francia— y reina consorte de España desde 1559 hasta su muerte.

Ana de Austria 

Ana de Austria (Cigales, 1 de noviembre de 1549 - Badajoz, 26 de octubre de 1580), fue reina consorte de España y de Portugal, como la cuarta esposa de su tío, Felipe II, siendo además la madre del rey Felipe III.




Felipe II. Valladolid, 21.V.1527 – El Escorial (Madrid), 13.IX.1598. Rey de España y Portugal.

Primeros años. La formación de un príncipe: el nacimiento el 21 de mayo de 1527 en Valladolid del príncipe Felipe supuso un acontecimiento nacional: era el primer príncipe de Asturias destinado desde la cuna a heredar toda la Monarquía; lo que él cifró más tarde en su sello con esta inscripción: “Philippus Hispaniarum Princeps”, esto es, Felipe, príncipe de las Españas. De ese modo se hispanizaba la dinastía de los Austrias, como resultado de la política consciente de Carlos V al casar en Sevilla con la princesa Isabel de Portugal, y llevar su Corte a Valladolid al anunciarse el parto de su primer hijo.

Una hispanización que se completaba con la educación que se dio al príncipe bajo la tutela de ayos y profesores españoles: Juan de Zúñiga, como ayo, casado con una notable mujer catalana —Estefanía de Requesens—; el cardenal Silíceo, como maestro de primeras letras (y como confesor), y Juan Ginés de Sepúlveda, como humanista; sin olvidar que en los primeros años, durante su niñez, Felipe II estuvo bajo el cuidado de su propia madre, la emperatriz Isabel. Por eso, su muerte, en 1539, cuando el príncipe aún no había cumplido los doce años, supuso un duro golpe, tanto más cuanto que no hacía mucho que había visto morir a su hermano Juan, a poco de nacer. Lo que repercutió en otro acontecimiento de su vida, como se verá.
La infancia del príncipe transcurrió de una forma normal, bajo el control de su madre pero con la imagen de un padre con frecuencia ausente, dado que desde el año 1529, cuando el príncipe tenía dos años, Carlos V salió de España llamado por sus obligaciones imperiales (coronación imperial en Bolonia, defensa de Viena frente al Turco, conquista de Túnez, campaña de Provenza). De hecho, no vivió en la Corte con su padre salvo en algunas esporádicas ocasiones, hasta las Navidades de 1536.
Hay que destacar en ese período infantil la presencia de dos pajes: el portugués Ruiz Gomes de Silva, que le llevaba once años (el futuro príncipe de Éboli) y Luis Requesens de Zúñiga, el hijo de Zúñiga y Estefanía Requesens, al que el príncipe llevaba un año; ambos se convirtieron en sus amigos de la infancia y posteriormente en dos de los personajes más destacados de su reinado.

Pero hay una parte de esa formación del príncipe que don Carlos se reserva personalmente: el aspecto político. La inició el Emperador a raíz de su vuelta a España en el otoño de 1541, tras el desastre que sufre con Argel. En un principio, se trataba de íntimas conversaciones del padre con el hijo, que se mantenían regularmente, cuando el Emperador, dolido por la soledad que le había traído la muerte de la emperatriz Isabel, buscó en su hijo la ayuda que precisaba para gobernar, máxime pensando que pronto los acontecimientos internacionales lo iban a obligar a dejar nuevamente España. Y cuando eso ocurrió, en la primavera de 1543, Carlos V le mandará a su hijo desde Palamós, en la costa catalana, un conjunto de Instrucciones, algunas públicas, para que las leyera y releyera con sus principales consejeros, pero otras muy reservadas y secretas, para él sólo y que debía destruir una vez leídas. Constituyen un corpus documental del más alto valor para el conocimiento de esta etapa del príncipe; un corpus que se completó cinco años después con las Instrucciones de 1548, conocidas como el testamento político del César, pues si las primeras eran sobre todo de carácter moral y para prevenir al príncipe de cómo había de comportarse con sus ministros y consejeros (con la seria advertencia de que jamás cayese en la práctica de tener un valido “porque aunque os fuere más descansado, no es lo que más os conviene”), las de 1548 son una extensa consideración sobre política exterior, desarrollando una visión de la situación de las relaciones con los principales Estados de la cristiandad, así como con el Turco, con el que existían treguas que debían guardarse, porque el buen gobernante debía ser fiel a su palabra, la diese a cristianos o a infieles; unas Instrucciones que, como las de 1543, rezumaban sabiduría política y una fuerte carga ética, de forma que el quehacer del príncipe se supeditase siempre a principios morales.
Alter ego del Emperador: el príncipe inició su etapa de alter ego del Emperador bien asistido por los mejores ministros con que contaba Carlos V: el cardenal Tavera, al frente de todos, como gran hombre de Estado; Francisco de los Cobos, como notorio experto en los temas de Hacienda; el duque de Alba, el gran soldado, como suprema autoridad en las cosas de la guerra, y Juan de Zúñiga, el viejo ayo de los años infantiles y hombre de la confianza del Emperador, para llevar la Casa del príncipe. Y Felipe era advertido por su padre de que no debía tomar ninguna resolución sin la debida consulta con aquellos probados y experimentados consejeros imperiales. En los dos primeros años de esta andadura, de los doce que duró, Felipe II seguiría fielmente las instrucciones paternas, como propio de un muchacho que todavía no había entrado ni siquiera en la adolescencia.

Otra importante novedad le esperaba al príncipe: su matrimonio, que había de celebrarse por orden de Carlos V en aquel mismo año de 1543, pocos meses después de haber cumplido los dieciséis años. Se trataba así de forzar su mayoría de edad, pero, sobre todo, de dejar resuelto el problema de la sucesión, con la princesa adecuada. Y para ello se destinó a Felipe II una novia de su edad, María Manuela, la hija del rey Juan III de Portugal y de doña Catalina; un matrimonio arriesgado, dado el estrecho parentesco de los novios, primos carnales en doble grado y nietos los dos de Juana la Loca, pero justificado por el deseo de afianzar las relaciones con la dinastía Avis de Portugal, siguiendo la tradición marcada por los Reyes Católicos y continuada por el propio Carlos V, que apuntaba a la posibilidad de lograr la unidad peninsular por esta pacífica vía; sin faltar los motivos económicos, pues Juan III había dotado generosamente a su hija con 300.000 ducados, que eran ansiosamente esperados por las arcas siempre exhaustas de Carlos V.
La boda se celebró en Salamanca el 15 de noviembre de 1543. De allí se trasladaron los novios a Valladolid, no sin pasar antes por Tordesillas, para visitar a su abuela, la reina Juana, quien, según refieren las Crónicas, les pidió que danzaran en su presencia. Pero aquel matrimonio no duraría mucho. Aparte de que el príncipe pronto mostró un desvío, tanteando otras relaciones amorosas (y en este caso con una hermosa dama de la Corte, Isabel de Osorio), la princesa no soportó su primer parto y murió el 12 de julio de 1545, tras dar a luz a un varón al que se puso por nombre Carlos, en homenaje a su abuelo paterno, el Emperador.
Para entonces, ya Don Felipe se había iniciado en los problemas de Estado, ayudando a su padre en la guerra que sostenía en el norte de Europa, con el constante envío de hombres y dinero; eso sí, tratando de proteger los reinos hispanos de tanta sangría, en tiempos de suma necesidad y hambruna (la época reflejada en El lazarillo del Tormes).

La gran responsabilidad de gobernar España en años tan difíciles acabó de formar al príncipe, privado pronto además de sus principales consejeros: Tavera murió en 1545, Juan de Zúñiga en 1546 y Francisco de los Cobos en 1547, en el mismo año en el que Felipe tiene que prescindir del duque de Alba, llamado por Carlos V para que le ayudase en la guerra contra los príncipes protestantes alemanes.

Para entonces, a sus veinte años y tras cinco de tan intensa preparación, puede decirse que el príncipe es quien gobierna en pleno los reinos hispanos. Al año siguiente, en 1548, fue llamado por el Emperador a Bruselas; un largo viaje que llevó a Felipe por las tierras del norte de Italia, en especial por Génova y Milán, atravesó los Alpes para entrar en Innsbruck —donde pudo verse con sus primos, los archiduques de Austria—, después el ducado de Baviera y abrazó finalmente a su padre en Bruselas en abril de 1549. Se planeaba el problema de la sucesión al Imperio, en forcejeo con la Casa de Austria vienesa. El resultado fue el acuerdo de Augsburgo de 1551, por el que se aceptaba una sucesión alternada al trono imperial: a Carlos V le sucedería su hermano Fernando, a éste el príncipe Felipe y a Don Felipe su cuñado Maximiliano, ya casado con la infanta María. Pero fueron unas negociaciones muy forzadas que provocaron una fuerte tensión en la antigua alianza familiar de la Casa de Austria, situación aprovechada por los enemigos del Emperador para la gran rebelión; sería la grave crisis internacional de 1552, que tan en apuros puso a Carlos V.
Para entonces, ya Felipe II había regresado a España en 1551, con poderes muy amplios, para gobernar en ausencia del Emperador. A sus veinticuatro años quiso ponerse al frente de un ejército y llevar la guerra a Francia para ayudar a su padre, pero fue disuadido por el propio Carlos V.
La guerra no sólo era en los campos de batalla; también en la diplomacia, máxime cuando la muerte de Eduardo VI lleva al trono de Inglaterra a María Tudor, que no era ninguna niña (nacida en 1516) y muy poco agraciada; pero estaba soltera y era una Reina.
Y en la batalla diplomática desatada, Carlos V fue el vencedor.

Resultado: bodas de Felipe II con María Tudor en 1554 y su segunda salida de España para auxiliar a su segunda esposa en la restauración del catolicismo en Inglaterra; una difícil tarea, interrumpida por la muerte de María Tudor en 1558.

Para entonces, Carlos V había abdicado en Bruselas (1555), había estallado la guerra de Felipe II, ya Rey de la Monarquía Católica, contra la Francia de Enrique II, se había logrado la gran victoria de San Quintín, en presencia del nuevo Rey, pero se había perdido Calais y los diplomáticos empezaban a sustituir a los soldados, con el resultado de la Paz de Cateau Cambresis (1559).
A poco, Felipe II regresaba a España, para no salir ya de la Península hispana en el resto de su vida.
El árbitro de Europa (1559-1565): la Paz de Cateau Cambresis había cerrado una guerra, penosa herencia del Emperador, pues había sido una lucha contra la Roma de Paulo IV y la Francia de Enrique II, como si hubiera reverdecido la liga clementina de treinta años antes. El duque de Alba, entonces virrey de Nápoles, había dado buena cuenta de las tropas pontificias y obligado a Paulo IV a pedir la paz. Nivelada la lucha en el Norte, donde Felipe II contó con la alianza inglesa, se pudo firmar el tratado de paz que tanto necesitaba la Europa occidental, que venía a cerrar casi cuarenta años de guerras entre España y Francia; una paz que se mantuvo casi el resto del reinado. Se doblaba, además, con una alianza matrimonial. De ese modo Felipe II, viudo ya de María Tudor, casaba por tercera vez, con una princesa francesa (Isabel de Valois) a la que doblaba la edad: Isabel de Valois, conocida por el pueblo español como Isabel de la Paz, que cuando llegó a España, en 1560, apenas tenía catorce años y que le daría a Felipe II dos hijas, a las que amaría tiernamente: Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela.

Con la paz en la mano, Felipe II regresó a España en el verano de 1559. Para entonces ya había muerto en Yuste su padre, Carlos V, que en los últimos años se había convertido en su mejor y mayor consejero.
El año 1559 estuvo marcado en Castilla por la dura represión inquisitorial contra supuestos focos luteranos; serían los sangrientos autos de fe desatados en Valladolid y Sevilla, con no pocos condenados a la hoguera, algunos incluso quemados vivos. Y entre los procesados, una figura de excepción: el arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza.
Felipe II traía unos planes de gobierno: mantener en lo posible la paz con Francia, sanear la hacienda regia, poner orden en sus reinos desde una capital fija y levantar un monumento grandioso que recordase siempre a la dinastía. De ahí que trasladara pronto a su Corte a Madrid (1561) y que iniciara a poco las obras del impresionante monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Una etapa pacífica en el exterior que se cerró con dos conflictos serios, uno en el Nuevo Mundo y otro en el Viejo: la expedición de castigo contra los hugonotes afincados en La Florida, que fueron aniquilados por Pedro Menéndez de Avilés en 1565, y la defensa de la isla de Malta contra los turcos enviados por Solimán el Magnífico, derrotados en el mismo año por los tercios viejos de Álvaro de Sande. La primera potencia de Europa, luchaba nada menos que con el Imperio turco de Solimán el Magnífico. Y, por si fuera poco, aquel mismo año de 1565 la reina madre Catalina de Médicis pidió el apoyo del Rey para salir de la crisis en que había caído Francia, con el inicio de las guerras religiosas que destrozaron el país; serían las jornadas conocidas como las Vistas de Bayona, en las que Felipe II mandó una comisión presidida por su esposa, la reina Isabel de Valois, asistida por el duque de Alba.

Fue el final de una etapa dura en el interior, pero brillante en el exterior, a la que sucedió un lustro verdaderamente terrible, con el annus horribilis de 1568.

Se rompe la bonanza: 1568, el annus horribilis del reinado: en el lustro siguiente, entre 1565 y 1570, las crónicas de los sucesos íntimos de la Corte se entrecruzaron peligrosamente con los de Estado. Surgió un triángulo amoroso en la cumbre, que pronto evolucionó con la incorporación de otros dos personajes. Estaban implicados Gomes de Silva, su esposa Ana Mendoza (dama de la más alta nobleza castellana, más conocida como la princesa de Éboli), la reina Isabel de Valois y el príncipe heredero don Carlos de Austria. Todo ello daría lugar a un tema tan novelesco que pronto entró en la leyenda e inspiró a escritores y artistas de primera fila, de la talla del poeta alemán Schiller, en el siglo XVIII, y del músico italiano Verdi, en el XIX; de ese modo, el drama Don Carlos, así como la ópera de Verdi se convirtieron en dos referencias de primer orden de aquella actualidad cultural, con el resultado de que la Literatura y el Arte trastocaron año tras año la verdadera historia de los hechos; de modo que puede afirmarse que, pocas veces, una leyenda negra ha sido más difícil de esclarecer.
Todo arrancó en 1552, cuando el príncipe Felipe decidió favorecer a su privado, Ruy Gomes de Silva, desposándolo con una de las damas de la más alta nobleza castellana. La elegida fue Ana de Mendoza, tataranieta del gran cardenal Mendoza, que entonces apenas si tenía doce años. Concertada la boda para 1554, se cruzó entonces la operación de Inglaterra, con la boda en este caso de don Felipe con María Tudor.

Al acompañar Ruy Gomes de Silva a su señor, tuvo que aplazar su casamiento hasta el regreso. Fueron cinco años de espera. Al regreso de Felipe II y de su privado a España en 1559 se encontraron con un cambio notable: habían dejado a una chiquilla, casi una niña, y se encontraban con una espléndida mujer, la más atractiva de la Corte. Y el Rey, que ya había dado muestras de sus fuertes tendencias eróticas (a esta época pertenecen los célebres cuadros de desnudos encargados a Tiziano), se vio deslumbrado; de ese modo, Isabel de Osorio y, desde luego, las damas de Bruselas fueron desplazadas por la nueva amante del Rey, en unos años —hacia 1561— en los que la reina Isabel de Valois era todavía demasiado niña.
Pero Doña Isabel existía. Y también el príncipe don Carlos. Con la agravante de que ambos habían sido los elegidos por los diplomáticos hispano-franceses en el otoño de 1558 para la alianza matrimonial que sellaría la Paz de Cateau Cambresis; sólo que al enviudar Felipe II, aquellos diplomáticos cambiaron al hijo por el padre, y fue el rey Felipe en definitiva el marido de Isabel de Valois; otro motivo de conflicto entre padre e hijo que añadir al generacional y vocacional (frente al Rey-burócrata, el príncipe ansioso de la gloria de las armas). A la llegada de Isabel de Valois a España en 1560 fue don Carlos el enamorado, y no su padre el Rey, entonces ya prendado de la futura princesa de Éboli; si bien no se pudiera decir que correspondido por la joven Reina, que sólo trató de proteger al inquieto y desventurado heredero.
En tan enmarañada situación cortesana, los graves acontecimientos surgidos en 1566 no hicieron sino complicar las cosas de un modo gravísimo; porque los calvinistas de los Países Bajos rebelados ese año contra el gobierno de Margarita de Parma en su intento de socavar el poderío del Rey, y teniendo noticia de las diferencias que había entre el Rey y el príncipe heredero, tantearon el apoyo de don Carlos.
Por otra parte, Felipe II había roto sus relaciones con la princesa de Éboli, receloso de que aquella ambiciosa mujer se entrometiese en los asuntos de Estado.
Se sabe que en 1565 el Rey estaba viviendo una auténtica luna de miel con su esposa Isabel de Valois; de ahí que la mandara como su alter ego a las jornadas de Bayona para entrevistarse con la reina madre Catalina de Médicis. Y prueba indudable de esa luna de miel, es que al año siguiente nacería la primera hija de aquel matrimonio: la infanta Isabel Clara Eugenia.

Pero una cosa hay que destacar: que los grandes asuntos de Estado se estaban entrelazando con las delicadas situaciones familiares.
Una complicación de la política exterior, porque aunque la rebelión de los calvinistas holandeses pareciera un asunto interno de la Monarquía Católica, de hecho fue la oportunidad buscada y deseada por todos los enemigos que tenía Felipe II en Europa, para coaligarse en su contra.
Máxime cuando pronto un suceso gravísimo estalló en el seno de la Monarquía: la rebelión de los moriscos granadinos que desembocó en la tremenda y dura guerra de las Alpujarras que tardó tres años en sofocarse.
Y así se llegó al año 1568, el annus horribilis del reinado del Rey Prudente. Sabedor el Rey de los contactos de su hijo con los rebeldes flamencos y teniendo noticia de que preparaba su fuga de la Corte, no vaciló en tomar una decisión severísima: la prisión de su hijo y heredero. Tal ocurrió en la noche del 17 de enero de 1568 y de la mano del propio Felipe II, que aquella noche penetró por sorpresa en las cámaras de su hijo, acompañado de su Consejo de Estado y de los guardias de palacio.
En un principio don Carlos sufrió la prisión en sus propias habitaciones de palacio; pero a poco el Rey ordenó su traslado a uno de los torreones del alcázar, para tenerlo más incomunicado y más fácilmente vigilado.

De todo ello informó el Rey por cartas autógrafas, a los familiares más importantes de la Casa de Austria, tanto en Viena como en Lisboa (una inserta en la crónica de Cabrera de Córdoba, otra existente en la Real Academia de la Historia) y, por supuesto, también al papa san Pío V; una de ellas ha estado en manos del autor de este trabajo: la enviada por el Rey a su cuñado Maximiliano II, sita en el archivo imperial de Viena.
Se inició el proceso contra el príncipe, durísima medida que tiene pocos paralelos en la Historia; pero no hubo lugar a concluirlo, porque la débil constitución de don Carlos no le permitió sobrevivir al duro encierro en la torre en el tórrido verano de aquel año, y murió en prisión el 24 de julio de 1568.
Tras un primer distanciamiento con la Reina, muy afectada por aquellos graves sucesos, lo cierto es que Felipe II reanuda pronto su vida conyugal con normalidad, de lo que también dio testimonio el parto de la Reina en otoño de aquel año de 1568; aunque fuera un mal parto a consecuencia del cual no sólo nació muerta la criatura, sino que provocó la muerte de su madre.
Gravedad sobre gravedad. ¿Cómo aclarar a la opinión pública, fuera y dentro de España, lo que estaba sucediendo? Los hechos escuetos acusaban al Rey: la muerte del príncipe heredero en prisión y a poco la muerte de la misma Reina; esto es, de los que habían sido prometidos como futuros esposos en aquellas primeras deliberaciones de los diplomáticos hispanofranceses, que dieron lugar a la Paz de Cateau Cambresis.

Todo parecía apuntar a la cólera de un Rey cruel castigando con la vida a unos jóvenes amantes.
Y eso, que constituye verdaderamente una leyenda negra, fue muy difícil de deshacer, incluso hoy día, pese a lo que prueban los documentos: que la prisión del príncipe heredero fue por una verdadera razón de Estado y pese a que se sabe que la joven Reina murió a causa de un mal parto. Sin duda, Felipe II se mostró harto severo con su hijo, pero nada se le puede achacar en cuanto a que fuera el causante de aquellas dos muertes.
Tan graves sucesos internos se doblarían con aquellas dos alarmantes rebeliones que habían estallado al norte y al sur de la Monarquía: en los Países Bajos la primera, y en el reino de Granada la segunda.
De momento, el envío del duque de Alba con un fuerte ejército (los temibles tercios viejos) pareció solucionar el primer conflicto. El duque de Alba no sólo iba como general en jefe de aquella fuerza de castigo, sino también como nuevo gobernador de los Países Bajos, relevando a Margarita de Parma. Y en principio tuvo éxito aplastando literalmente a los rebeldes calvinistas.

Pero algunas medidas tomadas iban a minar su poderío: en primer lugar, la creación de un severísimo tribunal llamado de los Tumultos, encargado de descubrir y condenar a los cabecillas de aquel alzamiento contra el Rey. Conforme a las normas de la época, tal delito era de lesa majestad, que conllevaba, por lo tanto, la muerte. De ese modo, las ejecuciones se multiplicaron hasta tal punto de que el pueblo denominó aquel Tribunal, no de los Tumultos, sino de la Sangre. Y lo que fue más grave, si cabe, que dos de los inculpados, sentenciados y ejecutados fueran dos personajes del más alto nivel de la nobleza de aquellas tierras: los condes de Egmont y de Horn. Y no se puede olvidar que el conde de Egmont había servido a la Monarquía Católica con gran fidelidad y valentía, siendo uno de los héroes de la guerra que el Rey había tenido con la Francia de Enrique II. Es más, el conde de Egmont fue el enviado extraordinario por Carlos V y para representar al entonces príncipe Felipe en la primera ceremonia de la boda simbólica del príncipe con la reina María Tudor. Tal era su categoría y tal era el aprecio en que era tenido por el Emperador.
De ahí, el estupor y la consternación con que el pueblo de los Países Bajos asistió a su implacable ejecución en la Plaza Dorada de Bruselas el 5 de junio de 1568. Y la pregunta que se hizo toda Europa fue: ¿Era aquélla la muestra de la crueldad del duque de Alba o del propio Rey? Asimismo, Felipe II tuvo que afrontar la tremenda y dura rebelión de los moriscos granadinos en esos últimos años de la década de 1560. La misma capital, Granada, estuvo a punto de caer. Los moriscos se hicieron fuertes en las fragosísimas montañas de las Alpujarras, en las que fue muy difícil derrotarlos. Para ello Felipe II tuvo que acudir a los mayores esfuerzos: nombrar a su hermanastro don Juan de Austria generalísimo de su ejército y trasladar la Corte a Córdoba en 1570, para estar él mismo más cerca del teatro de las operaciones.
Vencidos los rebeldes moriscos granadinos, don Juan de Austria recibió la terrible orden: expulsar a todos los moriscos del reino de Granada, siendo dispersados por el resto de la Corona de Castilla, en particular por Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva; si bien la documentación local prueba que también llegaron algunos de ellos a las ciudades y villas de Castilla la Vieja.

La guerra contra el Islam. Lepanto: en 1570, contenidos los rebeldes holandeses por el duque de Alba, vencidos y sometidos en el sur los moriscos granadinos, Felipe II se planteó una doble cuestión: la doméstica, de asegurar la sucesión dada la carencia de hijos varones (aunque ya para entonces tenía dos hijas, las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela), lo que implicaba su cuarta boda; y volcar su poderío en la lucha contra el Islam, incorporándose a la Liga que auspiciaba el papa Pío V.
Como nueva esposa eligió a la primogénita de su hermana María, la archiduquesa Ana de Austria, que había nacido en plena Castilla, en Cigales en 1549.
Era seguir la línea de las alianzas familiares, pero ahora fuera de la Península; a las princesas portuguesas, de los reinados anteriores, iban a suceder las archiduquesas austríacas.
Ana de Austria llegó a España en 1570. Los cuadros de la Corte la presentan muy blanca y muy rubia, casi albina, y de aspecto enfermizo. Cumplió su deber conyugal, dando numerosos hijos al Rey, pero casi todos muertos poco después de nacer (Femando, Carlos Lorenzo, Diego, María). Sólo le sobrevivió el último, el que fue después Felipe III. Solícita cuidadora del Rey, murió Ana de Austria en 1580. Felipe II intentó nueva boda con otra archiduquesa, su sobrina Margarita, que había llegado a España acompañando a su madre, la emperatriz viuda María, pero fue rechazado, prefiriendo Margarita el claustro al trono.

Y en el exterior, aprovechando el respiro que le daban las rebeliones de los calvinistas holandeses, dominados por el momento por el duque de Alba, y de los moriscos granadinos vencidos por don Juan de Austria, Don Felipe entró en la Liga que auspiciaba Roma, junto con Venecia, en los términos que recordaban los intentados por Carlos V en 1538, afrontando la mitad de los efectivos, con el derecho, a cambio, de designar al caudillo de la empresa, para el que Felipe II escogió a su hermanastro don Juan de Austria, bien asesorado por Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y por Luis de Requesens, el amigo de la infancia del Rey. A Felipe II también le movía el replicar a la ofensiva otomana, que en 1570 se había apoderado de Túnez, la antigua conquista de Carlos V; de ese modo, el Rey parecía más que nunca el continuador de la obra imperial de su padre.
La armada de la Santa Liga, con los efectivos de España y de los otros dos aliados, Roma y Venecia, tardó en estar dispuesta para el combate; de hecho, la solemne entrega del estandarte bendecido por el Papa no se hizo hasta fines de agosto en Nápoles, y la concentración de la armada no se logró hasta principios de septiembre, en el puerto siciliano de Mesina.
A mediados de ese mes, reorganizada la flota y con una altísima moral de combate, zarpó en busca de las naves turcas. En los primeros días de octubre se avistó al enemigo en las costas griegas y, tras algunas vacilaciones, don Juan decidió ordenar el ataque en aguas de Lepanto.
Era el 7 de octubre de 1571. La victoria fue aplastante, salvándose sólo del desastre un reducido número de galeras turcas mandadas por su héroe, el almirante Euldj Alí. Y entre los soldados de los tercios viejos, un personaje legendario: Miguel de Cervantes.

Pero los resultados de la victoria fueron menos espectaculares de lo que se esperaba, porque pronto surgieron diferencias entre los aliados. España deseaba la toma de Argel; Venecia pretendía más la reanudación de relaciones con Turquía, vital para su comercio en Levante y, en Roma, la muerte de san Pío V en 1572 enfriaba el entusiasmo por la empresa.
Las jornadas en los años siguientes (1572: acciones de la Armada en Modón y en Navarino; 1573: toma de Túnez) fueron poco efectivas, y se perdió de nuevo Túnez en 1574 ante la contraofensiva de la armada turca reverdecida, bajo el mando de Euldj Alí.
Graves sucesos en la Corte: asesinato de Escobedo: los últimos años de la década de los setenta el ambiente político en la Corte se fue enrareciendo. Ello en parte por la rivalidad cada vez más enconada entre Antonio Pérez, el secretario del Rey, y Juan de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria.
Para entonces don Juan de Austria había sido destinado por el Rey como gobernador de los Países Bajos. Don Juan, ambicioso, quería mucho más. Alentado por la Corte pontificia, don Juan de Austria soñó con una intervención en Inglaterra, donde por aquellas fechas la reina de Escocia María Estuardo era una prisionera de Estado vigilada por Isabel de Inglaterra.

Pero María Estuardo era católica y eso animó al Papa a un plan de altos vuelos: que don Juan de Austria invadiese la isla, liberase a María Estuardo, destronara a la reina herética Isabel, la hija de Ana Bolena, y pusiese en el trono, no sólo de Escocia, sino también de Inglaterra a la Reina cautiva. Por supuesto, el premio para tan heroica acción sería obtener la mano de María Estuardo. Pero eso, que parecía un gran bien de la Cristiandad según el punto de vista de Roma, era mirado con recelo por Felipe II. ¿No era dar demasiadas alas a su ambicioso hermanastro? ¿No habría el peligro de que don Juan de Austria quisiese incluso algo más y del calibre de hacerse con la propia España? Sospechas infundadas, porque hoy se sabe que la fidelidad de don Juan de Austria al Rey era firmísima.
Pero Antonio Pérez se encargó de hacer creer al Rey tales tramas conspiratorias, a lo que le ayudaba la misma indiscreción de Escobedo, quien, mandado por don Juan de Austria a la Corte para pedir encarecidamente a Felipe II una ayuda más eficaz en hombres y en dinero, a fin de poder concluir satisfactoriamente la rebelión de los Países Bajos, lo hizo con tan desmesurada forma que el Rey acabó teniendo por cierto que su hermano conspiraba y que quien alentaba sus planes traicioneros era Escobedo.

Hoy hay que dar por cierto, documentación en mano, que Antonio Pérez tramó el asesinato de Escobedo, movido por el temor de que su antiguo compañero de la clientela del príncipe de Éboli descubriese al Rey sus propios manejos; pues por aquellas fechas Antonio Pérez se había convertido en el confidente y acaso incluso en el amante de la princesa viuda de Éboli. Por lo tanto, se debe hacer referencia a aquella dama de la Corte que quince años antes era la amiga del Rey, con un puesto privilegiado del que se había servido para intrigar en los asuntos de Estado. Dándose cuenta el Rey de que estaba siendo manipulado la apartó de su lado (“hace tiempo que sé quién es esta señora”, confesó Felipe II años después); de forma que Ana de Mendoza se tuvo que conformar con intrigar desde un puesto inferior, pero todavía importante, como esposa del príncipe de Éboli, el privado del Rey. Al enviudar en 1573, tras un corto tiempo en que dio por recluirse en un convento, la princesa viuda de Éboli regresó a la Corte. Y la única vía que encontró abierta para volver a sus intrigas, fue la de seducir al secretario de Estado: Antonio Pérez. Acaso simplemente como socios en un turbio negocio de venta de secretos de Estado; acaso doblándolo todo con una relación amorosa (“prefiero el trasero de Antonio Pérez que a todo el Rey”, se le oyó decir).

Y eso fue lo que posiblemente descubrió Escobedo a su llegada a la Corte en 1577. Pero el imprudente secretario de don Juan de Austria dio a entender que era mucho lo que sabía, amenazando con ello a Antonio Pérez; y ésa fue su sentencia de muerte.
Para guardarse las espaldas, Antonio Pérez trató de conseguir el permiso regio para una acción violenta contra Escobedo. Con ese visto bueno, lo que se trataba era de eliminar a Escobedo sin despertar sospechas, y sin que la Justicia interviniese. Por lo tanto, el veneno.
En tres ocasiones Antonio Pérez trató de envenenar a Escobedo, la última en la propia casa de su antiguo compañero y amigo. Escobedo sobrevivió a los tres intentos de asesinato, pero la última vez cayó tan enfermo que ocurrió lo que temía el Rey: la intervención de la Justicia. Y la Justicia descubrió en la cocina de Escobedo una morisca al servicio del secretario.
Fue suficiente: ya había una culpable. Aparte de que ni el Rey ni Antonio Pérez hicieron nada por salvar a la morisca, tan inocente (“la quieren interrogar, como si ella supiera algo”, comentaría cínicamente Antonio Pérez al Rey), estaba el hecho de que Escobedo seguía vivo y, como parecía que era inmune al veneno, Antonio Pérez se decidió por encargar el asesinato a unos matones de oficio. Un paso que dio sin comunicárselo al Rey, quien al saber la noticia exclamó asombrado: 
“no entiendo nada”.
El asesinato de Escobedo produjo una gran consternación en don Juan de Austria, quien, desalentado por verse desasistido por su hermano, el Rey, acabó enfermando de muerte en los Países Bajos.
A Madrid llegaron junto con los restos de aquel gran soldado, sus papeles más íntimos; y por ellos, pudo comprobar Felipe II la inocencia de don Juan de Austria. Era el año de 1578, en unos momentos en los que la crisis de Portugal obligaba al Rey a concentrar todos sus esfuerzos de cara a la gran operación sobre Lisboa. Por lo tanto, había que poner en claro lo ocurrido y limpiar su secretaría de un sujeto tan peligroso como Antonio Pérez.
De ese modo se inició el proceso del secretario del Rey que produjo verdadero asombro en toda Europa.
Y no sólo aquel proceso, sino también la prisión nada menos que de la princesa de Éboli. Y la opinión pública se preguntaba dentro y fuera de España: ¿qué estaba pasando en la Corte del Rey Prudente? Los procesos más sonados se sucedían de una forma escalonada, provocando asombro y escándalo. Primero había sido el proceso de Carranza, arzobispo de Toledo (1559); unos años después sería el de don Carlos (1568) y diez años más tarde, el de Antonio Pérez. Por lo tanto, nada de figuras secundarias: el de la cabeza de la Iglesia española, el del príncipe heredero y el del secretario de Estado.
Operación Lisboa: incorporación de Portugal: cuando se producían esos graves sucesos en la Corte ya estaba en marcha el proceso histórico que acabaría con la incorporación de Portugal a la Monarquía Católica.
Todo había arrancado del arriesgado proyecto del rey don Sebastián por conquistar Marruecos. En diciembre de 1576, don Sebastián logró entrevistarse con Felipe II en Guadalupe para recabar su ayuda y para obtener, al menos, garantías de que Portugal nada tuviera que temer en su ausencia. Felipe II trató de disuadirle e incluso le aconsejó, conforme a sus principios, que mejor le iría mandando a sus generales.

En todo caso, le ofreció la ayuda castellana, con el duque de Alba, aunque en vano, por negativa del duque si no asumía el mando en jefe de la expedición portuguesa.
La ruina de la aventura africana, con muerte sin hijos del rey don Sebastián (batalla de Alcazarquivir, 4 de agosto de 1578), abrió el problema de la sucesión al trono portugués, de momento aplazada durante el breve reinado del anciano cardenal don Enrique, fallecido el 31 de enero de 1580. Tres eran los pretendientes al trono, los tres nietos del rey don Manuel el Afortunado: Catalina, duquesa de Braganza, Antonio, prior de Crato, y Felipe II; Catalina de Braganza como hija del infante Duarte; Antonio, como hijo del infante Luis y Felipe II como hijo de la emperatriz Isabel. Antonio era hijo ilegítimo y Catalina acabó renunciando a sus derechos, de forma que Felipe II se aprestó a tomar posesión de Portugal. Pero al no ser proclamado heredero por el cardenal-rey don Enrique y al conseguir Antonio el apoyo popular, no pudo hacerlo pacíficamente, teniendo que apelar a las armas.
Ya se ha visto que la cuestión portuguesa tuvo no poco que ver con el proceso de Antonio Pérez y con la prisión de la princesa de Éboli. En todo caso, Felipe II jugó bien sus cartas, rodeándose de un formidable equipo de ministros de Estado y de Guerra: el cardenal Granvela, traído de su virreinato de Nápoles; el duque de Alba (asistido por otro gran soldado, Sancho Dávila), Álvaro de Bazán y, como diplomático, a un portugués: Cristóbal de Moura. Y se explica porque era mucho lo que estaba en juego y porque Felipe II no podía olvidar que era el hijo de la portuguesa.
Mucho en juego: el dominio de todo Ultramar, con Brasil en las Indias Occidentales y con toda la talasocracia portuguesa conseguida en África y en las Indias Orientales, cuando ni Holanda, ni Inglaterra, ni Francia se habían incorporado al asalto de los mares.
De ahí la intervención del papa Gregorio XIII, que fue muy mal acogida por Felipe II, que dio la orden de invadir Portugal, en julio de 1580.

La pronta ocupación de Lisboa, en una operación conjunta de los tercios viejos mandados por el duque de Alba y de la marina dirigida por Bazán, fue secundada por una rápida acción en el norte de Portugal realizada por Sancho Dávila, que obligó a Antonio a refugiarse en Francia. Felipe II, superada su grave enfermedad contraída en Badajoz (curándole murió su cuarta esposa, doña Ana de Austria), entró en Portugal (diciembre de 1580) y fue proclamado Rey por las Cortes portuguesas celebradas en Tomar el 15 de abril de 1581. Todavía hubo de afrontarse dos campañas marítimas en las islas Azores, auxiliado Antonio por la Francia de Enrique III, en los años 1582 y 1583, ambas superadas por el gran marino Álvaro de Bazán.
La Armada Invencible: fue uno de los lances más destacados de la Historia del siglo XVI: la guerra naval entre la Monarquía Católica de Felipe II y la Inglaterra de Isabel, la hija de Ana Bolena.

En sus principios, Felipe II había sido el gran protector de la reina inglesa, temeroso de que Francia tratara de desplazarla del trono de Londres, relevándola por su aliada María Estuardo, en principio la esposa del rey francés Francisco II. Pero pronto, conforme se fue afianzando en el poder, Isabel de Inglaterra se convirtió en la protectora de todos los protestantes del norte de Europa, empezando por los calvinistas holandeses; de ese modo, Isabel se fue desplazando hacia una clara enemistad contra Felipe II. Una enemistad ideológica que se afianzó con la natural rivalidad en el mar entre las dos potencias, que llevaría a los corsarios ingleses a mostrarse cada vez más audaces en sus ataques a los navíos españoles que venían de las Indias; provocaciones constantes que Felipe II no sabía cómo contestar.
En 1583, Álvaro de Bazán, el vencedor de la Armada francesa en las islas Terceras, propuso al Rey proseguir aquella victoria con la invasión de Inglaterra.
Y le dio un año de plazo; propuesta orillada por el Rey porque estaba demasiado embarazado con la guerra de los Países Bajos. Pero cuando Alejandro Farnesio tomó Amberes, en 1585, el Rey creyó que era más viable la empresa contra Inglaterra y pidió a Álvaro de Bazán que le mandara un plan concreto para llevarla a cabo, cosa que hizo el marino a principios de 1586.

Otro suceso acabó de decidir a Felipe II, la ejecución en 1587 de María Estuardo ordenada por la reina Isabel. Eso daba a Felipe II la oportunidad de aparecer ante los ojos de Roma como el que castigaba tal muerte. Y, por otra parte, le permitía plantear una nueva candidata al trono inglés: su propia hija Isabel Clara Eugenia.
Todo parecía perfecto para los planes del Rey de acometer una empresa de tal envergadura; puesto que ya no se trataba de ayudar a una aliada dudosa (dados los vínculos de María Estuardo con Francia), sino a una princesa de la valía y de la confianza del Rey como era su hija Isabel Clara Eugenia.
Pero había un inconveniente y no pequeño: Isabel de Inglaterra había tenido tiempo para prepararse. Y lo aprovechó con creces. Hacía años que había ordenado la modernización de su escuadra, de tal forma que consiguió la marina más poderosa de su tiempo sobre la base de dos principios: naves más veloces y más maniobreras, y, sobre todo, con mayor potencia de fuego. Naves para una marina de guerra, no para transportar soldados. Los tiempos de Lepanto, con galeras lanzadas al abordaje, haciendo del combate naval un simulacro de combate en tierra, habían pasado. Una verdadera marina de guerra, con poderosos galeones artillados, desplazaba a las galeras medievales.

Isabel de Inglaterra estaba poniendo las bases del predominio marítimo de Inglaterra que duró casi hasta la actualidad.
Lo asombroso fue que Felipe II tuvo noticia de ello, puesto que la marina inglesa asaltó Cádiz, entrando en su bahía a todo su placer, sin que las naves hispanas surtas en el puerto pudieran hacer nada para evitarlo.
Eso ocurrió en el invierno de 1588. Pese a tener puntual noticia de ello, el Rey no hizo nada para mejorar su armada; únicamente aumentó su volumen, lo que suponía el peligro de que el desastre, en vez de ser evitado, fuera mayor. Con razón, Bazán se resistía ya a la empresa que antes había apremiado al Rey.
Había otra razón: en los planes de Felipe II, Álvaro de Bazán sólo tenía como misión permitir que Alejandro Farnesio desembarcara con los Tercios Viejos en Inglaterra.
No aceptando un papel secundario, Bazán se negó a salir de Lisboa. Poco antes de su muerte, Felipe II lo relevó por el duque de Medina-Sidonia, más dócil a sus órdenes, pero ignorante de las cosas de la mar y de la guerra.

Así las cosas, la superior marina inglesa, mandada por marinos de la pericia de Howard, de Hawkins y de Drake, rechazó fácilmente a la Gran Armada, gracias a su poderío, a la preparación de sus oficiales y a la moral de sus marinos, frente a una escuadra cuyos mandos ya estaban derrotados de antemano.
El regreso de la Armada, tras el largo rodeo que se vio obligada a realizar bordeando el norte de Escocia y el oeste de Irlanda, acabó por destrozarla, con pérdida ingente de naves, de marinos y de soldados; sería el gran desastre de 1588, que marcó el inicio del declive del poderío español en Europa.
Los últimos años: la guerra por mar y por tierra fue la nota de los últimos años del reinado de Felipe II. Inglaterra atacó por mar a La Coruña y a Lisboa en 1589, y volvió sobre Cádiz en 1590. La Francia de Enrique IV también declaró la guerra a España, mientras seguía abierto y muy activo el frente de los Países Bajos; una difícil situación salvada en parte por la valía de los tercios viejos, mandados por uno de los mejores capitanes del siglo: Alejandro Farnesio, el que había tomado Amberes en 1585 y el que entró en París en 1591. Y en el mar, se había logrado rechazar los ataques ingleses a La Coruña, donde brilló la intervención popular, alentada por María Pita, lo mismo que en Lisboa y, en Ultramar, en Puerto Rico.
Cuando vio cercano su fin, Felipe II comprendió que debía dejar otro legado a sus sucesores y se avino a la Paz de Vervins (1598) con Enrique IV de Francia y a desgajar los Países Bajos de la Monarquía, cediéndolos a su hija Isabel Clara Eugenia.

Fueron unos últimos años oscurecidos por el proceso de Antonio Pérez, reavivado tras el desastre de 1588.
Pero Antonio Pérez, el antiguo secretario de Estado del Rey, logró fugarse al reino de Aragón, y pasar después a Francia; un duro golpe para Felipe II que se encontró con la rebelión del pueblo de Zaragoza, amotinado a favor del secretario. El Rey tuvo que mandar una expedición de castigo al mando de Vargas, con la orden de ejecutar sobre la marcha al justicia mayor de Aragón, Juan de Lanuza (1591).
Fue entonces también cuando se produjo la conjura del pastelero de Madrigal, que se había hecho pasar por el rey don Sebastián de Portugal; conjura en la que estuvo implicada doña Juana de Austria, la hija natural de don Juan que profesaba como monja en el convento agustino de aquella villa.
Otro suceso que alteró los últimos años del Rey fue la protesta general de Castilla por el durísimo impuesto de los millones, y Ávila, que fue de las más destacadas en la protesta, sufrió una severa represión.
El reino asistió, de ese modo, cada vez más empobrecido, a los esfuerzos del Monarca por mantener su poderío en Europa. Y mientras los graves impuestos acababan por arruinar al país, Felipe II agonizaba en el monasterio de El Escorial, tras una dolorosa enfermedad; penosa situación resumida por el pueblo: 
“Si el Rey no muere, el Reino muere”.

El Rey y el hombre: el entorno familiar: Felipe II tuvo ocho hijos de tres de sus esposas: don Carlos, el hijo de su primera esposa María Manuela; Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, las amadas hijas que tuvo con Isabel de Valois; y Fernando, Diego, Carlos Lorenzo, María y Felipe (futuro Felipe III) que le dio Ana de Austria. No pocos de ellos muertos en tierna edad. Don Carlos tras su prisión en 1568, como ya se ha visto, y una de sus hijas predilectas, Catalina Micaela, en 1597; muerte que sintió tanto el Rey que aceleró la suya propia.
Fueron no pocas sus amantes, desde Isabel de Osorio hasta Eufrasia de Guzmán, incluida sin duda la misma princesa de Éboli, uno de cuyos hijos —el que luego fue segundo duque de Pastrana— era hijo suyo según el rumor general de la Corte.
Pero hay que destacar, en ese entorno femenino que rodeaba al Rey, el afecto que tuvo hacia sus dos últimas esposas y el amor entrañable a las dos hijas que había tenido con Isabel de Valois; de ahí que las cartas familiares mandadas desde Lisboa por Felipe II a Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela muestren a un Rey en su intimidad, amante de la naturaleza y, sobre todo, lleno de ternura hacia sus hijas.
Juicio sobre su obra: con algunos graves errores, que ya se han señalado, en especial su actitud frente a los rebeldes calvinistas holandeses y en la empresa de Inglaterra, otros muchos aspectos son dignos de valorar positivamente, empezando por su mecenazgo cultural.
Así, por ejemplo, su protección a músicos de la talla de Antonio Cabezón. Cierto que no acabó de valorar debidamente a El Greco, lo que le llevó a adornar el monasterio de El Escorial con no pocas pinturas de artistas italianos de segunda fila.
Tampoco apreció el valor del personaje más destacado de su reinado: Cervantes; si bien en ello tuvieron más culpa sus ministros que él mismo.

Escandalizó a Europa con los procesos, y muerte en su caso, de no pocos altos personajes: de Carranza, el arzobispo de Toledo, en 1559; de don Carlos, el príncipe heredero, en 1568; en el mismo año la ejecución en Bruselas de los condes de Egmont y de Horn; el proceso del secretario de Estado Antonio Pérez y la prisión sin proceso de la princesa de Éboli, en 1579. Y, finalmente, el degüello del justicia mayor de Aragón, Juan de Lanuza, en 1591.
Pero, en contraste, no se puede olvidar que a él se debió la nueva etapa de la América hispánica, dando paso a la pacificación y superando el período de conquista propio del reinado de su padre, Carlos V. A los grandes conquistadores van a seguir los grandes virreyes. La América hispana tuvo un fantástico despliegue desde Río Grande hasta la Patagonia, con la consolidación y, en su caso, con la fundación de importantísimas ciudades: México, Santafé, Cartagena de Indias, Lima, Santiago de Chile, Buenos Aires...
También habría que recordar con toda justicia que la única nación asiática incorporada al mundo occidental es Filipinas, que por algo lleva su nombre; de modo que, en su tiempo y por su orden, Legazpi fundó Manila en 1571 y el marino Urdaneta descubrió la ruta marina del tornaviaje, siguiendo la corriente del Kuro-Shivo, que permitió a los galeones hispanos enlazar Manila con Acapulco (México).

Finalmente hay que recordar que fue el fundador del magno monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que ya por los siglos irá unido a su memoria.

 

Bibl.: M. Fernández Álvarez (ed. y pról.), Corpus documental de Carlos V, Salamanca, Universidad, 1793-1981, 5 vols. (reed. Madrid, Espasa Calpe-Fundación Academia Europea de Yuste, 2003, 5 vols.); T. González, “Apuntamientos para la historia del rey don Felipe II de España, en lo tocante a sus relaciones con la reina Isabel de Inglaterra (1558-1576)”, en Memorias de la Real Academia de la Historia, vol. VII, Madrid, Real Academia de la Historia, 1832; L. P. Gachard, Correspondance de Philippe II sur les affaires des Pays-Bas, Bruxelles, Librairie Ancienne et Moderne, 1848-1861; L. Cabrera de Córdoba, Relaciones de las cosas sucedidas en la Corte de España, desde 1599 hasta 1614, Madrid, Imprenta J. Martín Alegría, 1857 (prefacio R. García Cárcel, Valladolid, Consejería de Educación y Cultura, 1997), párr. 5; Filipe [i.e. Felipe] Segundo, Rey de España, Madrid, Aribau y C.ª, Sucesores de Rivadeneyra, 1876-1877 (ed. de J. Martínez Millán y C. J. de Carlos Morales, Valladolid, Consejería de Educación y Cultura, 1998), párr. 6; A. P. de Granvelle, Correspondance du Cardinal de Granvelle 1565-1585, publiée per E. Admond Poullet, faisant suite aux Papiers d’État du cardinal de Granvelle, publiés dans la Collection de documents inédits sur l’histoire de France, Bruxelles, M. Hayez, 1877-1896, 12 vols. (Collection de chroniques belges inédites); L. P. Gachard, Lettres de Philippe II à ses filles les infantes Isabelle et Cathérine écrites pendant son voyage en Portugal (1581-1583), Paris, Plon, Nourrit et Cie., 1884; Correspondance de Margerite d’Autrice avec Philippe II (1559-1565), Bruxelles, 1887-1891, 3 vols.; H. de Castries, Sources inédites pour l’histoire du Maroc de 1530 à 1845, Paris, 1896-1904; A. Danvila, Don Cristóbal de Moura, primer marqués de Castel Rodrigo (1538-1613), Madrid, Imprenta Fortanet, 1900; E. Herrera Oria, Felipe II y el Marqués de Santa Cruz en la empresa de Inglaterra, según los documentos del Archivo de Simancas, Madrid, Instituto Histórico de la Marina, 1946; G. Maura Gamazo, duque de Maura, El designio de Felipe II y el episodio de la Armada Invencible, Madrid, Javier Morata, 1957; C. Riba García, Correspondencia privada de Felipe II con su secretario Mateo Vázquez, 1567-1591, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1959; L. Ortiz, Memorial del Contador Luis Ortiz a Felipe II, transcr. de J. Fernández Lavilla, confrontada por A. María Vigón, Madrid, Instituto de España, 1970 (Biblioteca Nacional de España, ms. 6487, Valladolid, 1 marzo de 1558); E. Spivakovsky, Felipe II: Epistolario familiar. Cartas a su hija la infanta doña Catalina (1585-1596), Madrid, Espasa Calpe, 1975; M. Fernández Álvarez y J. L. de la Peña (eds.), Testamento de Felipe II, Madrid, Editora Nacional, 1982 (ed. facs.) (Colección Documenta); G. Parker, Felipe II, Madrid, Alianza Editorial, 1984; P. Pierson, Felipe II de España, México, Fondo Cultura Económica, 1984; F. J. Bouza Álvarez, Cartas de Felipe II a sus hijas, Madrid, Turner, 1988; P. y J. Rodríguez, Don Francés de Álava y Belmonte: correspondencia inédita de Felipe II con su embajador en París (1564-1570), San Sebastián, Sociedad Guipuzcoana de Ediciones, 1991; M. R. Casamar Pérez, Las dos muertes del rey don Sebastián, Granada, R. Casamar, 1995; J. Martínez Millán y C. J. de Carlos Morales, Felipe II (1527-1598), la configuración de la monarquía hispana, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1998; M. Fernández Álvarez, Felipe y su tiempo, Madrid, Espasa-Forum, 1998 (21.ª ed., 2005); VV. AA., La España de Felipe II, en J. M. Jover Zamora (dir.), Historia de España de Menéndez Pidal, vols. XXII y XXIII, Madrid, Espasa Calpe, 2002; M. Fernández Álvarez, Sombras y luces en la España imperial, Madrid, Espasa-Forum, 2004; Felipe II, Madrid, Espasa Calpe, 2005; G. Parker, Felipe II: La biografía definitiva, Madrid, Planeta, 2010.



La titulación variaba de unos territorios a otros, desde 1585 comprendía en su totalidad:

Rey de Castilla y de León —como Felipe II—, de Aragón, de Portugal, de las dos Sicilias (Nápoles y Sicilia) —como Felipe I—, de Navarra —como Felipe IV—, de Jerusalén, de Hungría, de Dalmacia, de Croacia, de Granada, de Valencia, de Toledo, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de  Gibraltar, de las islas Canarias, de las Indias orientales y occidentales, de las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña —como Felipe V—, de Brabante y Lotaringia, Limburgo, Luxemburgo, Güeldres, Milán, Atenas y Neopatria, Conde de Habsburgo, de Flandes, de Artois, Palatino de Borgoña, de Tirol, de Henao, de Holanda, de Zelanda, de Namur, de Zutphen, de Barcelona, de Rosellón y de Cerdaña, Príncipe de Suabia, Margrave del Sacro Imperio Romano, Marqués de Oristán y Conde de Gociano, Señor de Vizcaya y de Molina, de Frisia, Salins, Malinas, y de las ciudades, pueblos y tierras de Utrech, Overijssel y Groninga. Dominador en Asia y África.




El real ingenio de Segovia fue una de las casas de moneda más innovadora y avanzada para la época, ya que su método de acuñación se da mediante los ingenios traídos de Alemania, supliendo así la antigua moneda golpeada a martillo. 

En 1574, Felipe II mandaba a sus embajadores a la región centroeuropea en busca de fundidores y afinadores de cobre que pudieran venir a España a la fabricación de artillería y a potenciar la moneda de cobre. Pero Felipe ll insistía que fueran católicos, lo que dificultaba la búsqueda, reduciéndola a la zona de Tirol. 
El trato hacia la ceca de Hall se llevó a cabo a través del primo de Felipe II, el archiduque Fernando de Tirol. Esta Ceca de Hall, acuñaba con ingenios desde 1567. 

Para 1577, la relación entre Felipe II y su primo no era muy buena, y la negociación sobre la nueva técnica de acuñar tuvo que esperar. Felipe II, desde Portugal se mantuvo en negociaciones políticas con embajadores del archiduque en Madrid para tratar más a fondo la posibilidad de traer los ingenios a España.
El 4 de febrero de 1582 el archiduque Fernando escribió desde Innsbruck a Madrid: “En conformidad de lo que os escrivimos últimamente, embiamos por ahora los seys officiales para la obra del ingenio de la moneda…” 
Los seis técnicos alemanes recorrieron muchos sitios en busca de un lugar hidráulicamente idóneo para situar la nueva fábrica, y Sevilla era una candidata fuerte por ser el puerto donde desembarcaba la flota de las indias con su cargamento de metales; pero Segovia fue la ciudad con los sitios apropiados y se inició la construcción allí. 

Este nuevo método comenzó a fabricar moneda en 1586, mediante la laminación y acuñación a rodillo que hacía el ingenio, impulsado por ruedas hidráulicas que a su vez obtenían su energía del río Eresma. Es así, como surgen estas bellas piezas y una parte fundamental de la historia numismática con estas particularidades acuñaciones.

La marca de ceca en la moneda es representada con el iconico acueducto que existe desde el imperio romano, y que da identidad a esta hermosa ciudad: SEGOVIA 🇪🇸



Felipe II. 8 Reales (27,19 g.). 1597. Segovia.


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