Aldo Ahumada Chu Han |
no figura Diccionario filosófico marxista · 1946 |
no figura Diccionario filosófico abreviado · 1959 |
Hinduismo Conjunto de representaciones y conceptos dominantes en la religión, en la ética y filosofía de la India desde los comienzos de la Edad Media hasta la época contemporánea. Entran en la esfera del hinduismo la mayor parte de los sistemas de culto y religiosos basados en la adoración de los dioses Vishnú y Shiva. La aparición del hinduismo estaba relacionada con la crisis ideológica general que se produjo en la India en los siglos VI-IV a. n. e. Las fuentes escritas hinduistas comprenden gran parte de los textos religiosos, filosóficos y jurídicos en sánscrito, antiguos y de la Edad Media. Entre las categorías generales religioso-filosóficas del hinduismo las más importantes son el atmán, alma individual, y el brahmán, alma universal. Según la concepción idealista objetiva hinduista, estas categorías no se hallan vinculadas al tiempo ni al espacio, ni tampoco a las relaciones de causa y efecto; el atmán y el brahmán se contraponen a la naturaleza (prákriti), que se desarrolla en el tiempo y en el espacio según las leyes de las relaciones de causa y efecto. Considera el hinduismo que el fin último de todo progreso estriba en que el atmán se libere de la naturaleza y se funda con el brahmán. El lazo entre el alma y la naturaleza se regula por la ley del karma, cuya esencia se reduce a lo siguiente: el atmán, convertido en alma “viva” encarnada en el cuerpo de algún ser vivo, realiza acciones buenas o malas. El karma (literalmente “asunto”) es la influencia que tales acciones ejercen; deja el alma sujeta a nacimientos y muertes (samsara) y la condena a la siguiente reencarnación, con la particularidad de que el estado (riqueza, pobreza, honores, humillación, &c.) en que se produzca la reencarnación constituirá una recompensa o un castigo por la conducta observada durante las reencarnaciones anteriores. En las representaciones y conceptos del hinduismo se reflejaba y reforzaba el conservador régimen de castas. Entre las representaciones religioso-mitológicas hinduistas, las que desempeñan un papel más importante son la avatara y la manifestación. La avatara es la encarnación de un dios en otro dios, en un hombre o en un animal. Una vez surgida, esta nueva encarnación sigue existiendo junto a la divinidad “inicial” y a sus otras encarnaciones. La manifestación es la aparición del dios Shiva en cualquier forma que éste desee tomar; puede subsistir desde unos instantes hasta la eternidad. Diccionario filosófico · 1965:216 |
Hinduismo Conjunto de representaciones, usos, costumbres, ritos religiosos e instituciones socio-existenciales típicos de la mayoría de la población de la India (se considera hinduista toda persona, cuyo padre o madre, por lo menos, es indio y no profesa otra religión). Las raíces del hinduismo se remontan a la religión antigua india: el brahmanismo, la ligazón genética con él se manifiesta, por ejemplo, en que entre las divinidades más veneradas del hinduismo figuran la trinidad del brahmanismo; Brahma (creador), Vishnu (guardián) y Shiva (creador, guardián y destructor al mismo tiempo). El hinduismo se distingue por la multiplicidad de las manifestaciones concretas y la diversidad de los nexos con los distintos aspectos de la vida y la actividad humanas. Al faltar un sistema doctrinario armónico y obligatorio para todos, la organización eclesiástica, un centro dirigente único o institución facultada para resolver las cuestiones vinculadas con la actividad religiosa y al haber cierta tolerancia hacia las desviaciones de los dogmas religiosos, en el hinduismo son excepcionalmente fuertes las exigencias de las tradiciones socio-existenciales. El hinduismo no tolera en absoluto las infracciones de un conjunto de limitaciones y prohibiciones que prescribe a las esferas de la vida social, familiar e individual diferentes para los numerosos grupos, castas y subcastas, en que el hinduismo divide a la población y de las divisorias entre dichos grupos, consideradas inconmovibles hasta el presente. Es propia de los que profesan el hinduismo la noción de que el alma individual eterna (atmán) aspira a fundirse con el alma mundial (brahmán). Esta fusión la impide un torrente de manifestaciones finitas, en constante cambio, del ser natural material. En el camino hacia la “salvación” final el atmán experimenta continuas rencarnaciones, cada una de cuyas formas es determinada por el karma, por el destino que el hombre mismo crea con sus actos. Las tendencias fundamentales del hinduismo son el vishnuismo, el shivaísmo y el saktismo (Sakti es la manifestación femenina del Brahma). Gozan de prestigio entre los creyentes los denominados “santos profesionales” que a menudo proclaman sus sistemas de “salvación”. En el marco de dichos sistemas, R. Tagore, Gandhi y otros líderes del movimiento de liberación nacional de la India intentaban reformar el hinduismo y crear sobre su base una religión “depurada” del fanatismo y el oscurantismo. A pesar de que la legislación prohíbe la discriminación de casta, en el país persisten aún las supervivencias del antagonismo entre las mismas. Diccionario de filosofía · 1984:208 |
Voluntarismo
(Del latín: “voluntas” voluntad). El voluntarismo es una de las tendencias idealistas subjetivas en filosofía que niega la existencia de leyes objetivas y necesarias en la Naturaleza y en la Sociedad, atribuyendo el valor decisivo, primario, a la voluntad. Los representantes del voluntarismo son Schopenhauer, Nietzsche, Hartmann y otros. Las fuentes de esta tendencia emanan del profundo medioevo; las hallamos en las doctrinas de los padres de la iglesia: San Agustín (354-430), que consideraba la fuerza de la voluntad como el fundamento de la persona y que unió esta teoría con la doctrina de la predestinación divina; el conocido escolástico de la Edad Media, Duns Escoto, que reconocía abiertamente la primacía de la voluntad sobre la razón, de la casualidad sobre la necesidad, y veía en la voluntad activa el fundamento, y el objetivo de la perfección humana y la dependencia del hombre respecto a la voluntad divina. El carácter reaccionario del voluntarismo se manifestó ya en sus mismos orígenes. Habiendo sido dirigido contra la teoría de las leyes materiales objetivas, el voluntarismo se acomodó con las teorías fatalistas de la predestinación y de la voluntad divinas. En la filosofía moderna, el voluntarismo está vinculado, como lo señaló Lenin en Materialismo y Empiriocriticismo, con la línea de Kant y Hume, con la negación de la existencia de leyes objetivas en la Naturaleza y en la Sociedad, con la fórmula kantiana de que “la razón impone las leyes a la Naturaleza”. Un ejemplo manifiesto de tal “voluntarismo idealista” es, según Lenin, el machismo que niega las leyes objetivas de la Naturaleza y que “reconoce el mundo de la voluntad”. Para los populistas, anarquistas, social-revolucionarios, el voluntarismo fundamenta filosóficamente las teorías sociológicas subjetivas de las “personalidades vigorosas” como fuerzas orientadoras del proceso social. Para los neokantianos (la escuela de Windelband, Rickert), el voluntarismo sirve para disimular lo inevitable de la muerte del capitalismo, sirve a las teorías de la eternidad del régimen capitalista. Para Nietzsche, el voluntarismo supone la justificación de la violencia de las clases dominantes, la esclavización de los oprimidos. Una difusión particularmente amplia obtuvieron las diversas teorías voluntaristas en la ciencia y en la filosofía burguesas contemporáneas. El miedo a la revolución proletaria en marcha y la inevitabilidad del colapso del capitalismo, obligan a la burguesía a buscar en las diversas teorías del libre albedrío, de la independencia del libre arbitrio, &c., una salvación contra las leyes inexorables del desarrollo social.
Diccionario filosófico marxista · 1946:318
Voluntarismo
(lat. voluntas). Una de las variedades del idealismo subjetivo en filosofía; niega las leyes objetivas y la necesidad tanto en la naturaleza como en la sociedad, y atribuye a la voluntad humana un papel primordial y decisivo. Principales representantes: Schopenhauer (Ver),Nietzsche (Ver), Hartmann, &c. Esta tendencia hunde sus raíces en las profundidades de la Edad Media. Aparece ya en los escritos de los “Padres de la Iglesia”: San Agustín (354-430) asignaba a la voluntad una importancia muy grande, y unía el voluntarismo a la doctrina de la predestinación divina; el filósofo medieval Duns Scotus sostenía la primacía de la voluntad sobre la razón, de la contingencia sobre la necesidad y la sumisión del hombre a la voluntad divina. El carácter reaccionario del voluntarismo se manifestó, pues, desde sus orígenes. El voluntarismo se adaptaba a la doctrina fatalista de la predestinación y de la voluntad divina. En la filosofía moderna, el voluntarismo se vincula, coma lo ha demostrado Lenin en su Materialismo y empiriocriticismo (Ver), con la doctrina de Kant (Ver), deHume (Ver), con la fórmula kantiana: el entendimiento dicta sus leyes a la naturaleza. El machismo (Ver), que niega las leyes objetivas de la naturaleza y considera el mundo como la creación de la voluntad, es un ejemplo notable de “idealismo voluntarista”. Para los populistas, los anarquistas y los “socialistas revolucionarios” rusos, el voluntarismo constituía la base filosófica de teorías subjetivistas, pseudocientíficas, según las cuales, las “personalidades fuertes” orientarían el progreso social. Entre los neokantianos (escuela de Windelband-Rickert) el voluntarismo sirve para enmascarar las contradicciones del capitalismo. El voluntarismo de Nietzsche constituye la justificación de la violencia de las clases dominantes, del avasallamiento y de la opresión de las masas. El voluntarismo es la filosofía de los reaccionarios belicistas, que se esfuerzan a todo precio por detener la marcha de la historia y por apartar a las masas de la lucha revolucionaria. El voluntarismo acompaña al aventurerismo político. Así, la filosofía fascista alemana consideraba la voluntad (sobre todo la del “Führer”) como la fuerza determinante de los acontecimientos sociales.
El materialismo filosófico marxista combate al voluntarismo. Ni la “voluntad”, ni una personalidad eminente determinan el curso de la historia: lo determinan las leyes sociales objetivas. La verdadera libertad de la voluntad humana, la libertad de obrar, no es posible sino a condición de apoyarse en el conocimiento de las leyes objetivas del desarrollo, y de obrar no oponiéndose a esas leyes, sino de acuerdo con ellas. La tesis marxista sobre el carácter objetivo de las leyes sociales, que existen y actúan independientemente de la voluntad humana, es enteramente valedera para la sociedad socialista también. Cuando ciertos economistas, filósofos y juristas soviéticos estimaban pues, que el Estado Soviético podía aniquilar tales o cuales leyes económicas y crear otras nuevas, abolirlas y transformarlas a voluntad, sus concepciones eran profundamente erróneas y, en resumen, de esencia voluntarista. Ellos identificaban las leyes económicas objetivas con las leyes jurídicas promulgadas o anuladas por el Estado. En la U.R.S.S., toda la actividad del Estado y todo el desarrollo de la sociedad están determinados por leyes objetivas que reflejan los procesos económicos, independientes de la voluntad humana. La interpretación voluntarista de las leyes es peligrosa porque impide prever los acontecimientos de la vida económica y asegurar la dirección económica más elemental. La política del Partido Comunista de la Unión Soviética constituye una poderosa palanca de la edificación comunista porque se apoya en las leyes económicas objetivas del socialismo, porque aplica estas leyes y moviliza a las masas con el propósito de realizar las tareas planteadas por el curso objetivo del desarrollo histórico. (Ver igualmente Libertad y necesidad; Ley; Método subjetivo en sociología).
Diccionario filosófico abreviado · 1959:526-527
Voluntarismo
Corriente idealista (sobre todo idealista subjetiva) en filosofía y psicología; supone que la voluntad constituye el fundamento primario del mundo, la contrapone a las leyes objetivas de la naturaleza y de la sociedad y niega que la voluntad humana esté condicionada por el medio circundante. El término fue introducido por el sociólogo alemán Tönnies y por el filósofo Paulsen, también alemán. Como teoría filosófica, el voluntarismo se estructuró en el siglo XIX en la filosofía de Schopenhauer, si bien existían ya elementos suyos en la obra de Kant y de Fichte. El voluntarismo desempeñó un importante papel en la filosofía de Eduard von Hartmann y, sobre todo, de Nietzsche. Constituye una de las fuentes ideológicas y un rasgo típico de la ideología del fascismo. En Rusia, el voluntarismo fue característico de los populistas, quienes contraponían la acción de los “héroes” solitarios a las leyes objetivas de la historia. A fines del siglo XIX y principios del XX, el voluntarismo penetró en la psicología (Wundt). Esa corriente es aprovechada por los ideólogos del anticomunismo para justificar una nueva guerra y la propaganda del fascismo. Al rechazar el voluntarismo, el marxismo-leninismo señala el carácter relativo del libre albedrío, examina la voluntad de las personas como derivada de las leyes objetivas del desarrollo de la naturaleza y de la sociedad (Factores objetivos y subjetivos de la historia).
Diccionario filosófico · 1965:485
Voluntarismo
(del latín voluntas, voluntad.) Corriente en la filosofía burguesa idealista cuyos partidarios niegan las leyes de la naturaleza y la sociedad y ven la esencia de la realidad, así como de la actividad humana, en la voluntad, la cual no se halla condicionada por nada. El voluntarismo se caracteriza por oponer y supeditar la razón a la voluntad “libre”, “autónoma”. Una idea parecida se encuentra ya en el filósofo de la Edad Media Duns Escoto; sin embargo, el voluntarismo se forma como una teoría desarrollada en la época moderna. Su representante típico es el filósofo alemán Schopenhauer, para quien el mundo en que vivimos “es por entero la voluntad en toda su esencia”. Siguiendo a Schopenhauer, Nietzsche trató de fundamentar la idea de que “la esencia más profunda del ser es la voluntad de poder”. Esta tesis resulta muy bien ilustrada por la imagen nietzscheana del hombre superior que aplasta inmisericordemente las normas elementales de la moral. Las ideas de Nietzsche fueron la fuente en que abrevó la ideología más inhumana de la sociedad burguesa: el fascismo. En la historia del pensamiento social ruso algunos sociólogos del populismo desarrollaron una forma peculiar de voluntarismo. El voluntarismo es típico asimismo en las teorías psicologistas que consideran la voluntad como la propiedad psíquica fundamental del individuo, a la par que reducen el pensamiento a un papel de segundo grado en la actividad vital del hombre (Wundt, Paulsen y otros). Ahora bien, si nos referimos a las corrientes idealistas contemporáneas los rasgos del voluntarismo tienen plena expresión en elintuitivismo, el pragmatismo y el existencialismo. Desde el punto de vista materialista científico el voluntarismo no resiste la menor crítica, pues evade el nexo natural, absolutiza y convierte en algo autosuficiente una de las propiedades de la psiquis humana: la voluntad; interpreta en forma distorsionada la correlación existente entre la actividad teórica y práctica del individuo. Los voluntaristas separan la práctica del conocimiento, reduciéndola de hecho a una manifestación del instinto. En la lucha ideológico-política los seguidores del voluntarismo se hallan generalmente del lado de las fuerzas conservadoras.
Diccionario marxista de filosofía · 1971:320
Voluntarismo
(latín: voluntas). Orientación de la filosofía idealista que reconoce la voluntad como base primaria de todo lo existente. Cabe distinguir dos variedades del voluntarismo: como forma del idealismo objetivo y como forma del idealismo subjetivo. Los representantes típicos de la primera forma de voluntarismo son Schopenhauer y E. Hartmann. Sometiendo el agnosticismo de Kant a la crítica desde la derecha, Schopenhauer afirma que la “cosa en sí”, que constituye la base de los fenómenos (representaciones), es la “voluntad mundial” primaria, no condicionada por nada. Según Schopenhauer, la fuerza propulsora de todos los seres vivos es la “voluntad de vida”, que reviste un carácter instintivo, espontáneo. La voluntad consciente se deriva de la fe individual ciega, instintiva. El voluntarismo de Schopenhauer predica la doctrina fatalista, sustentada por el budismo, de la renuncia a la voluntad individual de vida y la disolución de lo individual en la voluntad mundial cósmica. La forma idealista subjetiva de voluntarismo es típica de Stirner y Nietzsche. En sus doctrinas, la fuerza motriz primaria es la voluntad individual libre: “Yo”. De ese modo, se rechaza categóricamente el principio de la regularidad objetiva universal. A diferencia del voluntarismo pesimista y fatalista de Schopenhauer, el de Nietzsche reviste un carácter agresivo, poniendo por las nubes la “voluntad de poder” como máxima potencia volitiva. En forma vulgarizada, la doctrina de Nietzsche constituyó una de las fuentes teóricas de la ideología fascista. En ambas variedades, el voluntarismo es una versión irracionalista del idealismo, que interpreta el principio espiritual primario del ser no como lógico y racional, sino como lo que no se somete al conocimiento racional, científico. Aunque el propio término “voluntarismo” fue introducido en la filosofía tan sólo a fines del siglo 19 (F. Tönnies, 1883; F. Paulsen, 1892), de hecho las ideas del voluntarismo se remontan al pasado lejano, comenzando por los dogmas teológicos sobre la voluntad divina como principio creador primario del ser. Los motivos voluntaristas se expresan con particular realce en las doctrinas de Agustín y, más tarde, de Duns Escoto. El voluntarismo ejerció una gran influencia sobre la psicología burguesa del siglo 19 (Wundt, H. Münsterberg), que reconocía la prioridad de la voluntad respecto a las demás funciones psíquicas. En la lógica y la teoría del conocimiento idealistas (Pragmatismo), el voluntarismo se expresó en el afianzamiento del papel decisivo de la voluntad en el razonamiento y el conocimiento en general, considerado como función de los intereses y aspiraciones. En la teoría y la práctica socio-políticas, el voluntarismo significa la negación de la actividad social científicamente fundamentada, que se apoya en el conocimiento de las leyes objetivas de la historia, y en la reducción de dicha actividad al albedrío subjetivo de los jefes políticos. El voluntarismo político adopta distintas formas de aventurerismo anarquista, por una parte, y de agresión fascista y dictadura del fürhrer, por la otra. La comprensión científica marxista, del mundo, es incompatible con el idealismo anticientífico, indeterminista e irracionalista en la intelección de la naturaleza, la sociedad y el proceso de conocimiento. El marxismo-leninismo niega el voluntarismo, pues en todas las esferas de la práctica social se apoya en el conocimiento científico de las leyes y tendencias objetivas del desarrollo social y en los principios de una amplia democracia socialista, que son ajenos a la arbitrariedad voluntarista.
Diccionario de filosofía · 1984:447
puerta al infierno |
Contra el fascismo. Fragmento Fascismo / DOSSIER / Marzo de 2020 Umberto Eco |
Nosotros estamos aquí para recordar lo que sucedió y para declarar de manera solemne que “ellos” no deben volver a hacerlo. Pero ¿quiénes son “ellos”? Si todavía estamos pensando en los gobiernos totalitarios que dominaron Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, podemos afirmar con tranquilidad que sería difícil verlos volver de la misma manera en circunstancias históricas diferentes. Si el fascismo de Mussolini se fundaba en la idea de un jefe carismático, en el corporativismo, en la utopía del “destino fatal de Roma”, en una voluntad imperialista de conquistar nuevas tierras, en un nacionalismo exacerbado, en el ideal de toda una nación uniformada con camisa negra, en el rechazo de la democracia parlamentaria, en el antisemitismo, entonces no me cuesta admitir que Alianza Nacional es, sin duda, un partido de derechas, pero tiene poco que ver con el antiguo fascismo (al que sí se remitía, en cambio, su progenitor, el Movimiento Social Italiano, MSI). Por las mismas razones, aunque estoy preocupado por los diversos movimientos filonazis que están activos aquí y allá en Europa, incluida Rusia, no pienso que el nazismo, en su forma original, vaya a reaparecer como movimiento que involucre a toda una nación. Sin embargo, aun pudiéndole derribar los regímenes políticos, y criticar y quitar legitimidad a las ideologías, detrás de un régimen y de su ideología hay una manera de pensar y de sentir, una serie de hábitos culturales, una nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables. ¿Es que todavía queda otro fantasma que recorre Europa (por no hablar de otras partes del mundo)? Ionesco dijo una vez que “solo cuentan las palabras; lo demás son chácharas”. Las costumbres lingüísticas son a menudo síntomas importantes de sentimientos no expresados. Déjenme preguntar, entonces, por qué no solo la Resistencia sino la Segunda Guerra Mundial en su conjunto han sido definidas, en todo el mundo, como una lucha contra el fascismo. Si vuelven a leer Por quién doblan las campanas, de Hemingway, descubrirán que Robert Jordan identifica a sus enemigos con los fascistas, incluso cuando piensa en los falangistas españoles. Permítanme que le ceda la palabra a Franklin Delano Roosevelt: “La victoria del pueblo norteamericano y de sus aliados será una victoria contra el fascismo y contra ese callejón sin salida del despotismo que el fascismo representa” (23 de septiembre de 1944). Durante los años de McCarthy, a los norteamericanos que habían participado en la Guerra Civil española se los definía como “antifascistas prematuros”, entendiendo con ello que combatir a Hitler en los años cuarenta era un deber moral para todo buen americano, pero combatir contra Franco demasiado pronto, en los años treinta, resultaba sospechoso. ¿Por qué una expresión como “Fascistpig” la usaban los radicales norteamericanos incluso para referirse a un policía que no aprobaba lo que fumaban? ¿Por qué no decían “Cerdo cagoulard”, “Cerdo falangista”, “Cerdo ustacha”, “Cerdo Quisling”, “Cerdo Ante Pavelic”, “Cerdo nazi”? Mein Kampf es el manifiesto completo de un programa político. El nazismo tenía una teoría del racismo y del arianismo, una noción precisa de la entartete Kunst, el “arte degenerado”, una filosofía de la voluntad de poder y del Übermensch. El nazismo era decididamente anticristiano y neopagano, con la misma claridad con que el Diamat de Stalin (la versión oficial del marxismo soviético) era a todas luces materialista y ateo. Si por totalitarismo se entiende un régimen que subordina todos los actos individuales al Estado y a su ideología, entonces el nazismo y el estalinismo eran régimenes totalitarios. El fascismo fue, sin lugar a dudas, una dictadura, pero no era cabalmente totalitario, no tanto por su tibieza como por la debilidad filosófica de su ideología. Al contrario de lo que suele pensarse, el fascismo italiano no tenía una filosofía propia. El artículo sobre el fascismo firmado por Mussolini para la Enciclopedia Treccani lo escribió o fundamentalmente lo inspiró Giovanni Gentile, pero reflejaba una noción hegeliana tardía del “Estado ético y absoluto” que Mussolini no realizó nunca por completo. Mussolini no tenía ninguna filosofía: tenía solo una retórica. Empezó como ateo militante, para luego firmar el concordato con la Iglesia y simpatizar con los obispos que bendecían los banderines fascistas. En sus primeros años anticlericales, según una leyenda plausible, le pidió una vez a Dios que los fulminara en el mismo sitio, para probar su existencia. Dios estaba distraído, evidentemente. En años posteriores, en sus discursos, Mussolini citaba siempre el nombre de Dios y no tenía reparo en hacerse llamar “el hombre de la Providencia”. Puede decirse que el fascismo italiano fue la primera dictadura de derechas que dominó un país europeo, y que todos los movimientos análogos encontraron más tarde una especie de arquetipo común en el régimen de Mussolini. El fascismo italiano fue el primero en crear una liturgia militar, un folclore e, incluso, una forma de vestir, con la que tuvo más éxito en el extranjero que Armani, Benetton o Versace. Solo en los años treinta hicieron su aparición movimientos fascistas en Inglaterra, con Mosley, y en Letonia, Estonia, Lituania, Polonia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Grecia, Yugoslavia, España, Portugal, Noruega e incluso en América del Sur, por no hablar de Alemania. Fue el fascismo italiano el que convenció a muchos líderes liberales europeos de que el nuevo régimen estaba llevando a cabo interesantes reformas sociales, capaces de ofrecer una alternativa moderadamente revolucionaria a la amenaza comunista. * * * |
Aun así, la prioridad histórica no me parece razón suficiente para explicar por qué la palabra “fascismo” se convirtió en una sinécdoque, en una denominación pars pro tot para movimientos totalitarios diferentes. No vale decir que el fascismo contenía en sí todos los elementos de los totalitarios sucesivos, digamos que “en estado quintaesencial”. Al contrario, el fascismo no poseía ninguna quintaesencia, ni tan siquiera una sola esencia. El fascismo era un totalitarismo fuzzy. No era una ideología monolítica, sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas, una colmena de contradicciones. ¿Se puede concebir acaso un movimiento totalitario que consiga aunar monarquía y revolución, ejército real y milicia personal de Mussolini, los privilegios concedidos a la Iglesia y una educación estatal que exaltaba la violencia, el control absoluto y el mercado libre? El partido Fascista nació proclamando su nuevo orden revolucionario, pero lo financiaban los latifundistas más conservadores, que se esperaban una contrarrevolución. El fascismo de los primeros tiempos era republicano y sobrevivió veinte años proclamando su lealtad a la familia real, permitiéndole a un “duce” que saliera adelante del brazo de un “rey”, al que ofreció incluso el título de “emperador”. Pero cuando, en 1943, el rey relevó a Mussolini, el partido volvió a aparecer dos meses más tarde, con la ayuda de los alemanes, bajo la bandera de una república “social”, reciclando su vieja partitura revolucionaria, enriquecida por acentuaciones casi jacobinas. Hubo una sola arquitectura nazi, y un solo arte nazi. Si el arquitecto nazi era Albert Speer, no había sitio para Mies van der Rohe. De la misma manera, bajo Stalin, si Lamarck tenía razón, no había sitio para Darwin. Por el contrario, hubo arquitectos fascistas, sin duda, pero junto a sus pseudocoliseos surgieron también nuevos edificios inspirados en el moderno racionalismo de Gropius. No hubo un Zdanov fascista. En Italia hubo dos importantes premios artísticos: el Premio Cremona estaba controlado por un fascista inculto y fanático como Farinacci, que promovía un arte propagandístico (me acuerdo de cuadros que llevaban títulos como “Escuchando por la radio un discurso del Duce” o “Estados mentales creados por el fascismo”); y el Premio Bérgamo, patrocinado por un fascista culto y razonablemente tolerante como Bottai, que difundía el arte por el arte y las nuevas experiencias del arte de vanguardia, que en Alemania habían sido proscritas como corruptas y criptocomunistas, contrarias al Kitsch nibelungo, el único admitido. El poeta nacional era D’Annunzio, un dandi al que en Alemania o en Rusia habrían fusilado. Se lo elevó al rango de vate del régimen por su nacionalismo y su culto al heroísmo (al que había que añadir grandes dosis de decadentismo francés). |
* * * Pensemos en el futurismo. Habría debido considerarse un ejemplo de entartete Kunst, igual que el expresionismo, el cubismo, el surrealismo. Pero los primeros futuristas italianos eran nacionalistas, por razones estéticas favorecieron la participación italiana en la Primera Guerra Mundial, celebraron la velocidad, la violencia y el riesgo, y, de alguna manera, estos aspectos parecieron cercanos al culto fascista de la juventud. Cuando el fascismo se identificó con el Imperio romano y descubrió las tradiciones rurales, Marinetti (que proclamaba más bello un automóvil que la Victoria de Samotracia y quería incluso suprimir el claro de luna) fue nombrado miembro de la Academia de Italia, que trataba el claro de luna con gran respeto. Muchos de los futuros partisanos, y de los futuros intelectuales del Partido Comunista, fueron educados por el GUF, la asociación fascista de estudiantes universitarios, que debía ser la cuna de la nueva cultura fascista. Estos clubes se convirtieron en una especie de hervidero intelectual, donde las ideas circulaban sin ningún control ideológico real, no tanto porque los hombres de partido fueran tolerantes, sino porque pocos de ellos poseían los instrumentos intelectuales para controlarlas. En el transcurso de aquellos veinte años, la poesía de los herméticos constituyó una reacción al estilo pomposo del régimen: a estos poetas se les permitió elaborar su protesta literaria dentro de la torre de marfil. El sentir de los herméticos era exactamente lo contrario del culto fascista del optimismo y el heroísmo. El régimen toleraba este disentimiento evidente, aunque socialmente imperceptible, porque no prestaba suficiente atención a una jerigonza tan oscura. Lo cual no significa que el fascismo italiano fuera tolerante. A Gramsci lo metieron en la cárcel hasta su muerte; Matteotti y los hermanos Rosselli fueron asesinados; la prensa libre, suprimida; los sindicatos, desmantelados; los disidentes políticos, confinados en islas remotas; el poder legislativo se convirtió en una mera ficción, y el ejecutivo (que controlaba el judicial, así como los medios de comunicación) promulgaba directamente las nuevas leyes, entre las cuales se cuentan también las de la defensa de la raza (el apoyo formal italiano al Holocausto). La imagen incoherente que acabo de describir no se debía a la tolerancia: era un ejemplo de descoyuntamiento político e ideológico. Pero era un “descoyuntamiento organizado”, una confusión estructurada. Desde el punto de vista filosófico estaba desgoznado, pero desde el emotivo estaba bien ensamblado con algunos arquetipos. Y así llegamos al segundo punto de mi tesis. Hubo un solo nazismo, y no podemos llamar “nazismo” al falangismo hipercatólico de la España de Franco, puesto que el nazismo es fundamentalmente pagano, politeísta y anticristiano, o no es nazismo. Al contrario, se puede jugar al fascismo de muchas maneras y el nombre del juego no cambia. Le sucede a la noción de “fascismo” lo que, según Wittgenstein, ocurre con la noción de “juego”. Un juego puede ser competitivo o no, puede interesar a una o más personas, puede requerir alguna habilidad particular o ninguna, puede admitir apuestas o no. Los juegos son una serie de actividades diferentes que muestran solo cierto “parecido de familia”.
Supongamos que exista una serie de grupos políticos. El grupo 1 se caracteriza por los aspectos abc, el grupo 2 por bcd, etcétera. El 2 se parece al 1 en cuanto que comparten dos aspectos. El 3 se parece al 2, y el 4 se parece al 3 por la misma razón. Nótese que el 3 también se parece al 1 (tienen en común el aspecto c). El caso más curioso es el del 4, obviamente parecido al 3 y al 2, pero sin ninguna característica en común con el 1. Sin embargo, en razón de la serie ininterrumpida de parecidos decrecientes entre el 1 y el 4, sigue habiendo, por una especie de transitividad ilusoria, un aire de familia entre el 1 y el 4. El término “fascismo” se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos, y siempre podremos reconocerlo como fascista. Quítenle al fascismo el imperialismo y obtendrán a Franco o Salazar; quítenle el colonialismo y obtendrán el fascismo balcánico. Añádanle al fascismo italiano un anticapitalismo radical (que nunca fascinó a Mussolini) y obtendrán a Ezra Pound. Añádanle el culto a la mitología celta y el misticismo del Grial (completamente ajeno al fascismo oficial) y obtendrán uno de los gurús fascistas más respetados, Julius Evola. A pesar de esta confusión, considero que es posible indicar una lista de características típicas de lo que me gustaría denominar “ur-fascismo”, o “fascismo eterno”. Tales características no pueden quedar encuadradas en un sistema; muchas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista. Umberto Eco, Contra el fascismo, Elena Lozano (trad.), Lumen, Barcelona, 2018. |
Los 14 síntomas del fascismo eterno. El Ur-Fascismo puede volver con las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo y apuntar con el índice sobre cada una de sus formas nuevas, cada día, en cada parte del mundo. Libertad y liberación son una tarea que no acaba nunca Umberto Eco 16/01/2019 El término «fascismo» se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos, y siempre podremos reconocerlo como fascista. Quítenle al fascismo el imperialismo y obtendrán a Franco o Salazar; quítenle el colonialismo y obtendrán el fascismo balcánico. Añádanle al fascismo italiano un anticapitalismo radical (que nunca fascinó a Mussolini) y obtendrán a Ezra Pound. Añádanle el culto la mitología celta y el misticismo del Grial (completamente ajeno al fascismo oficial) y obtendrán uno de los gurús fascistas más respetados, Julius Evola. A pesar de esta confusión, considero que es posible indicar una lista de características típicas de lo que me gustaría denominar «Ur-Fascismo», o «fascismo eterno». Tales características no pueden quedar encuadradas en un sistema; muchas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista. 1. La primera característica de un Ur-Fascismo es el culto de la tradición. El tradicionalismo es más antiguo que el fascismo. No fue típico sólo del pensamiento contrarrevolucionario católico posterior a la Revolución Francesa, sino que nació en la edad helenística tardía como reacción al racionalismo griego clásico. En la cuenca del Mediterráneo, los pueblos de religiones diferentes (aceptadas todas con indulgencia por el Olimpo romano) empezaron a soñar con una revelación recibida en el alba de la historia humana. Esta revelación había permanecido durante mucho tiempo bajo el velo de lenguas ya olvidadas. Estaba encomendada a los jeroglíficos egipcios, a las runas de los celtas, a los textos sagrados, aún desconocidos, de algunas religiones asiáticas. Esta nueva cultura había de ser sincrética. «Sincretismo» no es sólo, como indican los diccionarios, la combinación de formas diferentes de creencias o prácticas. Una combinación de ese tipo debe tolerar las contradicciones. Todos los mensajes originales condenen un germen de sabiduría y, cuando parecen decir cosas diferentes o incompatibles, lo hacen sólo porque todos aluden, alegóricamente, a alguna verdad primitiva. Como consecuencia, ya no puede haber avance del saber. La verdad ya ha sido anunciada de una vez por todas, y lo único que podemos hacer nosotros es seguir interpretando su oscuro mensaje. Es suficiente mirar la cartilla de cualquier movimiento fascista para encontrar a los principales pensadores tradicionalistas. La gnosis nazi se alimentaba de elementos tradicionalistas, sincretistas, ocultos. La fuente teórica más importante de la nueva derecha italiana, Julius Evola, mezclaba el Grial con los Protocolos de los Ancianos de Sión, la alquimia con el Sacro Imperio Romano. El hecho mismo de que, para demostrar su apertura mental, una parte de la derecha italiana haya ampliado recientemente su cartilla juntando a De Maistre, Guénon y Gramsci es una prueba fehaciente de sincretismo. Si curiosean ustedes en los estantes que en las librerías americanas llevan la indicación New Age, encontrarán incluso a San Agustín, el cual, por lo que me parece, no era fascista. Pero el hecho mismo de juntar a San Agustín con Stonehenge, esto es un síntoma de Ur-Fascismo. 2. El tradicionalismo implica el rechazo del modernismo. Tanto los fascistas como los nazis adoraban la tecnología, mientras que los pensadores tradicionalistas suelen rechazar la tecnología como negación de los valores espirituales tradicionales. Sin embargo, a pesar de que el nazismo estuviera orgulloso de sus logros industriales, su aplauso a la modernidad era sólo el aspecto superficial de una ideología basada en la «sangre» y la «tierra» (Blut und Boden). El rechazo del mundo moderno se camuflaba como condena de la forma de vida capitalista, pero concernía principalmente a la repulsa del espíritu del 1789 (o del 1776, obviamente). La Ilustración, la edad de la Razón, se ven como el principio de la depravación moderna. En este sentido, el Ur-Fascismo puede definirse como «irracionalismo». 3. El irracionalismo depende también del culto de la acción por la acción. La acción es bella de por sí, y, por lo tanto, debe actuarse antes de y sin reflexión alguna. Pensar es una forma de castración. Por eso la cultura es sospechosa en la medida en que se la identifica con actitudes críticas. Desde la declaración atribuida a Goebbels («cuando oigo la palabra cultura, echo la mano a la pistola») hasta el uso frecuente expresiones como «cerdos intelectuales», «estudiante cabrón, trabaja de peón», «muera la inteligencia», «universidad, guarida de comunistas», la sospecha hacia el mundo intelectual ha sido siempre un síntoma de Ur-Fascismo. El mayor empeño de los intelectuales fascistas oficiales consistía en acusar a la cultura moderna y a la intelligentsia liberal de haber abandonado los valores tradicionales. 4. Ninguna forma de sincretismo puede aceptar el pensamiento crítico. El espíritu crítico opera distinciones, y distinguir es señal de modernidad. En la cultura moderna, la comunidad científica entiende el desacuerdo como instrumento de progreso de los conocimientos. Para el Ur-Fascismo, el desacuerdo es traición. 5. El desacuerdo es, además, un signo de diversidad. El Ur-Fascismo crece y busca el consenso explotando y exacerbando el natural miedo de la diferencia. El primer llamamiento de un movimiento fascista, o prematuramente fascista, es contra los intrusos. El Ur-Fascismo es, pues, racista por definición. 6. El Ur-Fascismo surge de la frustración individual o social. Lo cual explica por qué una de las características típicas de los fascismos históricos ha sido el llamamiento a las clases medias frustradas, desazonadas, por alguna crisis económica o humillación política, asustadas por la presión de los grupos sociales subalternos. En nuestra época, en la que los antiguos «proletarios» se están convirtiendo en pequeña burguesía (y los lumpen se autoexcluyen de la escena política), el fascismo encontrará su público en esta nueva mayoría. 7. A los que carecen de una identidad social cualquiera, el Ur-Fascismo les dice que su único privilegio es el más vulgar de todos, haber nacido en el mismo país. Es éste el origen del «nacionalismo». Además, los únicos que pueden ofrecer una identidad a la nación son los enemigos. De esta forma, en la raíz de la psicología Ur-Fascista está la obsesión por el complot, posiblemente internacional. Los secuaces deben sentirse asediados. La manera más fácil para hacer que asome un complot es apelar a la xenofobia. Ahora bien, el complot debe surgir también del interior: los judíos suelen ser el objetivo mejor, puesto que presentan la ventaja de estar al mismo tiempo dentro y fuera. En América, el último ejemplo de la obsesión del complot está representado por el libro The New World Order de Pat Robertson. 8. Los secuaces deben sentirse humillados por la riqueza ostentada y por la fuerza de los enemigos. Cuando era niño, me enseñaban que los ingleses eran el «pueblo de las cinco comidas»: comían más a menudo que los italianos, pobres pero sobrios. Los judíos son ricos y se ayudan mutuamente gracias a una red secreta de recíproca asistencia. Los secuaces, con todo, deben estar convencidos de que pueden derrotar a los enemigos. De este modo, gracias a un continuo salto de registro retórico, los enemigos son simultáneamente demasiado fuertes y demasiado débiles. Los fascismos están condenados a perder sus guerras, porque son incapaces constitucionalmente de valorar con objetividad la fuerza del enemigo. 9. Para el Ur-Fascismo no hay lucha por la vida, sino más bien, «vida para la lucha». El pacifismo es entonces colusión con el enemigo; el pacifismo es malo porque la vida es una guerra permanente. Esto, sin embargo, lleva consigo un complejo de Harmaguedón: puesto que los enemigos deben y pueden ser derrotados, tendrá que haber una batalla final, de resultas de la cual el movimiento obtendrá el control del mundo. Una solución final de ese tipo implica una sucesiva era de paz, una Edad de Oro que contradice el principio de la guerra permanente. Ningún líder fascista ha conseguido resolver jamás esta contradicción. 10. El elitismo es un aspecto típico de toda ideología reaccionaria, en cuanto fundamentalmente aristocrático. En el curso de la historia, todos los elitismos aristocráticos y militaristas han implicado el desprecio por los débiles. El Ur-Fascismo no puede evitar predicar un «elitismo popular». Cada ciudadano pertenece al mejor pueblo del mundo, los miembros del partido son los ciudadanos mejores, cada ciudadano puede (o debería) convertirse en miembro del partido pero no puede haber patricios sin plebeyos. El líder, que sabe perfectamente que su poder no lo ha obtenido por mandato, sino que lo ha conquistado con la fuerza, sabe también que su fuerza se basa en la debilidad de las masas, tan débiles que necesitan y se merecen un «dominador». Puesto que el grupo está organizado jerárquicamente (según un modelo militar), todo líder subordinado desprecia a sus subalternos, y cada uno de ellos desprecia a sus inferiores. Todo ello refuerza el sentido de un elitismo de masa. 11. En esta perspectiva, cada uno está educado para convertirse en un héroe. En todas las mitologías, el «héroe» es un ser excepcional, pero en la ideología Ur-Fascista el heroísmo es la norma. Este culto al heroísmo está vinculado estrechamente con el culto a la muerte: no es una coincidencia que el lema de los falangistas fuera «¡Viva la muerte!». A la gente normal se le dice que la muerte es enojosa, pero que hay que encararla con dignidad; a los creyentes se les dice que es una forma dolorosa de alcanzar una felicidad sobrenatural. El héroe Ur-Fascista, en cambio, aspira a la muerte, anunciada como la mejor recompensa de una vida heroica. El héroe Ur-Fascista está impaciente por morir, y en su impaciencia, todo hay que decirlo, más a menudo consigue hacer que mueran los demás. 12. Puesto que tanto la guerra permanente como el heroísmo son juegos difíciles de jugar, el Ur-Fascista transfiere su voluntad de poder a cuestiones sexuales. Éste es el origen del machismo (que implica desdén hacia las mujeres y una condena intolerante de costumbres sexuales no conformistas, desde la castidad hasta la homosexualidad). Y puesto que también el sexo es un juego difícil de jugar, el héroe Ur-Fascista juega con las armas, que son su Ersatz fálico: sus juegos de guerra se deben a una invidia penis permanente. 13. El Ur-Fascismo se basa en un «populismo cualitativo». En una democracia los ciudadanos gozan de derechos individuales, pero el conjunto de los ciudadanos sólo está dotado de un impacto político desde el punto de vista cuantitativo (se siguen las decisiones de la mayoría). Para el Ur-Fascismo los individuos en cuanto individuos no tienen derechos, y el «pueblo» se concibe como una cualidad, una entidad monolítica que expresa la «voluntad común». Puesto que ninguna cantidad de seres humanos puede poseer una voluntad común, el líder pretende ser su intérprete. Habiendo perdido su poder de mandato, los ciudadanos no actúan, son llamados sólo pars pro toto a desempeñar el papel de pueblo. El pueblo, de esta manera, es sólo una ficción teatral. Para poner un buen ejemplo de populismo cualitativo, ya no necesitamos Piazza Venezia o el estadio de Nuremberg. En nuestro futuro se perfila un populismo cualitativo Televisión o Internet, en el que la respuesta emotiva de un grupo seleccionado de ciudadanos puede ser presentada o aceptada como la «voz del pueblo». En razón de su populismo cualitativo, el Ur-Fascismo debe oponerse a los «podridos» gobiernos parlamentarios. Una de las primeras frases pronunciadas por Mussolini en el parlamento italiano fue: «Hubiera podido transformar esta aula sorda y gris en un xivac para mis manipulas». De hecho, encontró inmediatamente un alojamiento mejor para sus manípulos, pero poco después liquidó el parlamento. Cada vez que un político arroja dudas sobre la legitimidad del parlamento porque no representa ya la «voz del pueblo», podemos percibir olor de Ur-Fascismo. 14. El Ur-Fascismo habla la «neolengua». La «neolengua» fue inventada por Orwell en 1984, como lengua oficial del Ingsoc, el socialismo inglés, pero elementos de Ur-Fascismo son comunes a formas diversas de dictadura. Todos los textos escolares nazis o fascistas se basaban en un léxico pobre y en una sintaxis elemental, con la finalidad de limitar los instrumentos para el razonamiento complejo y crítico. Pero debemos estar preparados para identificar otras formas de neolengua, incluso cuando adoptan la forma inocente de un popular reality-show. Después de haber indicado los posibles arquetipos del Ur-Fascismo, concédanme que concluya. La mañana del 27 de julio de 1943 me dijeron que, según los partes leídos por radio, el fascismo había caído y Mussolini había sido arrestado. Mi madre me mandó a comprar el periódico. Fui al quiosco más cercano y vi que los periódicos estaban, pero los nombres eran diferentes. Además, después de una breve ojeada a los títulos, me di cuenta de que cada periódico decía cosas diferentes y compré uno al azar, y leí un mensaje impreso en la primera página firmado por cinco o seis partidos políticos, como Democracia Cristiana, Partido Comunista, Partido Socialista, Partido de Acción, Partido Liberal. Hasta aquel momento yo creía que había un solo partido por cada país, y que en Italia sólo existía el Partido Nacional Fascista. Estaba descubriendo que en mi país podía haber diferentes partidos al mismo tiempo. No sólo esto: puesto que era un chico listo, me di cuenta enseguida de que era imposible que tantos partidos hubieran surgido de un día para otro. Comprendí, así, que ya existían como organizaciones clandestinas. El mensaje celebraba el final de la dictadura y el regreso de la libertad: libertad de palabra, de prensa, de asociación política. Estas palabras, «libertad», «dictadura» —Dios mío— era la primera vez en mi vida que las leía. En virtud de estas nuevas palabras yo había renacido hombre libre occidental. Debemos prestar atención a que el sentido de estas palabras no se vuelva a olvidar. El Ur-Fascismo está aún a nuestro alrededor, a veces con trajes de civil. Sería muy cómodo, para nosotros, que alguien se asomara a la escena del mundo y dijera: «¡Quiero volver a abrir Auschwitz, quiero que las camisas negras vuelvan a desfilar solemnemente por las plazas italianas!». Por desgracia, la vida no es tan fácil. El Ur-Fascismo puede volver todavía con las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo y apuntar con el índice sobre cada una de sus formas nuevas, cada día, en cada parte del mundo. Vuelvo a darle la palabra a Roosevelt: «Me atrevo a afirmar que si la democracia americana deja de progresar como una fuerza viva, intentando mejorar día y noche con medios pacíficos las condiciones de nuestros ciudadanos, la fuerza del fascismo crecerá en nuestro país» (4 de noviembre de 1938). Libertad y liberación son una tarea que no acaba nunca. Que éste sea nuestro lema: «No olvidemos». Y permítanme que acabe con una poesía de Franco Forfini:
-------------------- Discurso pronunciado por Umberto Eco el 24 de abril de 1995 en la Universidad de Columbia, Nueva York, recogido después en Cinco escritos morales (Penguin Random House, 2010) y en Contra el fascismo (Lumen, 2018). Traducción: Helena Lozano Miralles. |
Castelar y Ripoll, Emilio. Cádiz, 7.IX.1832 – San Pedro del Pinatar (Murcia), 25.V.1899. Orador y político. En verdad, no pudo tener el que fuera el más celebre tribuno del siglo XIX iberoamericano cuna más adecuada a su destino histórico y biografía personal. Sin embargo, su nacimiento en la trimilenaria ciudad andaluza fue, en gran medida, per accidens, ya que sus raíces familiares eran claramente levantinas. Sólo la inesperada circunstancia del destierro de su padre en la ciudad de Hércules en los comedios de la Década Ominosa a consecuencia de sus simpatías constitucionales determinó la venida al mundo en la capital gaditana de uno de los campeones más ardidos de la libertad en la España contemporánea, cantada siempre invariablemente con airón doceañista. Sin determinismo alguno, es lo cierto, empero, que ambas notas —nacimiento y familia— imprimieron rasgos indelebles en la formación de quien habría de ser el cuarto presidente de la Primera República y en la forja de su personalidad política. Desde luego, una y otra serían enaltecidas por su pluma y palabra en toda ocasión. Desaparecido misteriosamente su progenitor a los pocos meses de su alumbramiento, el inmediato regreso a la tierra solariega con su madre y su única hermana se vio seguido de la instrucción de primeras letras en Sax y en Elda y, ulteriormente, del ingreso en el flamante Instituto de Enseñanza Media de Alicante, donde destacarán ya sus formidables dotes para la oratoria: repentización, fantasía, vocabulario, dicción, mímica..., exhibidas ante los miembros de la acomodada familia materna con vanidad anotada con fuerte trazo en todas las pinturas y semblanzas que, al correr de los años, se hicieran de su vida. A tono con la mentalidad de la época era sin duda la Facultad de Derecho el destino natural del joven retórico, siendo la madrileña la que le recibiera en 1847 y en la que anudara, durante el curso preparatorio seguido en ella, algunas de las amistades que le acompañaran hasta el fin de su existencia por encima de diferencias caracterológicas y, sobre todo, doctrinales y políticas. No obstante, su resuelta inclinación por la historia y el arte le impulsó prontamente a seguir tales enseñanzas. Obtenida en noviembre de 1851 —quizá con el apoyo de su pariente Antonio Aparisi Guijarro, protector de su mocedad— una plaza de alumno en la Escuela Normal de Filosofía, enseñó desde entonces las disciplinas de Literatura latina, Griego, Literatura universal y española con el título de profesor auxiliar la oposición superada en dicha fecha. Al término del año académico siguiente era ya doctor con un estudio sobre Lucano, dado a la imprenta en 1857. Con participación entusiasta en los círculos demócratas de la capital desde un lustro atrás, la revolución de julio de 1854 cumplió algunos de sus deseos, con el ensanchamiento de las libertades y el talante palingenésico que envolviera la atmósfera predominante en el bienio esparterista. Discursos y mítines pronunciados con creciente intensidad y audiencia le abrieron las puertas para una asidua y notable colaboración periodística en diversos diarios, como El Tribuno, La Soberanía Nacional (1855), La Discusión, antes de crear en 1863 —por razones no sólo de autonomía, sino también de búsqueda de la plataforma más adecuada a la defensa de sus ardientes creencias republicanas— su propio órgano de expresión: La Democracia, llamada, como algunos de los anteriores, a marcar época en la historia de la prensa ochocentista. Para entonces, su promotor y director gozaba ya de una sólida reputación académica tras haber obtenido en 1858 la cátedra de Historia de España en la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad llamada entonces Central; y de ocupar la igualmente muy reputada del Ateneo madrileño, en la que a lo largo de un cuatrienio dictaría, con éxito arrollador, un ciclo de conferencias en torno al tema por aquellas fechas de palpitante actualidad en la acalorada controversia general de las ideas que inundaba la Europa intelectual: la historia de la civilización en los primeros siglos del cristianismo. Estaba la atmósfera cultural del momento muy cargada y penetrada de politización para esperar de Castelar la asepsia analítica requerida por la exposición rigurosa de una materia propensa de ordinario a la polémica. Los ataques, pues, a las posiciones de sus adversarios y enemigos serían continuos y acerados, hasta el extremo de provocar réplicas de extrema dureza en los medios informativos ultramontanos y conservadores, apoyados, a las veces, por los mismos unionistas. La experiencia atesorada en la ocasión antedicha reforzó sus armas para enfrentarse con otra magna quaestio de mediados del siglo XIX como era la relación entre república y socialismo. Frente a los muchos de sus correligionarios que pensaban que éste constituía la fórmula doctrinal y el sistema de organización más adecuados para un Estado articulado conforme a los principios republicanos, Castelar se alzó, en la batalla periodística que mantuviera al respecto con Pi i Margall, como ardido campeón de un republicanismo insobornablemente individualista, con primacía absoluta de la libertad sobre la igualdad. El combate dialéctico tuvo eco europeo, y proyectará largamente sus secuelas sobre la trayectoria misma del republicanismo hispano; en la que ambos contendientes liderarán, respectivamente, sus dos corrientes principales, enfrentadas tanto por su distinta concepción social como territorial, al defender inflexiblemente Castelar una visión unitaria de España en contraposición a la federal de su antagonista en la prensa madrileña de mediados de los sesenta. Calendas que recogen la aparición en La Democracia con firma de su director de uno de los artículos de mayor resonancia en la bicentenaria historia del periodismo español. Intitulado “El Rasgo”, contenía una acerada glosa de una iniciativa regia sedicentemente altruista de la corona en la que la pluma castelarina encontraba un motivo bastardo, dictado en exclusiva por razones de bajo interés económico. La sanción al autor traspasó los límites administrativos al suspendérselo en su condición académica, lo que provocará, a su vez, la dimisión del rector de la universidad y de algunos de sus claustrales, en gesto solidario con su colega. Al propio tiempo, la consiguiente protesta estudiantil se reprimió con lujo de fuerza por la Guardia Civil veterana con varios muertos y heridos —motín de la noche de San Daniel de 10 de abril de 1865—. El impacto de la jornada se reveló de enorme impacto al fallecer a consecuencia del disgusto que le suscitara el mismo ministro de Fomento, el legendario prohombre y tribuno liberal Alcalá Galiano. Estación final en la accidentada peripecia del clamoroso suceso sería el abandono del poder de Narváez en su penúltimo mandato ministerial y su reemplazo por el postrero de O’Donnell. Justamente en éste se produjo la no menos impactante asonada de los sargentos del madrileño cuartel de San Gil —22 de junio de 1866—, entre cuyos inductores civiles ocuparon lugar importante Castelar y la plana mayor de demócratas y progresistas, por lo que, como muchos de éstos, fue condenado a muerte in absentia. A raíz del fracasado pronunciamiento, tras una fuga rocambolesca al uso de las costumbres políticas de la época —el propio ministro de la Gobernación coadyuvó decididamente a la huida—, Castelar inició un largo peregrinar por varios países europeos, siendo la estadía más recordada al par que dramática la que transcurriera en la Roma de Pío IX. Pese a que expresara con gestos inequívocos sus reservas cara a la alianza con progresistas y aun más con los unionistas en la coalición antisabelina acaudillada por Prim desde las postrimerías de 1866, Castelar se integró en el movimiento, a cuyo servicio puso una pluma especialmente activa en el período que precediera a la Revolución de Septiembre. Las esperanzas albergadas respecto a que el triunfo de la Gloriosa comportara la implantación de la República no tardaron en disiparse en el ánimo de un Castelar repuesto en la cátedra de la que fuera removido en el verano de 1866. La deriva monárquica y autoritaria del régimen, facilitada por ola de anarquía que sacudió a la nación en el otoño de 1868, dio al traste prontamente con la comedida ilusión de su orador más descollante y prestigioso. Reluctante íntimamente a la fórmula federal propugnada por Pi y Estanislao Figueras, sus dos compañeros en el triunvirato directivo republicano, Castelar se entregó, no obstante, de forma agotadora, en los meses que antecedieron a la formación de Cortes Constituyentes, a la misión imposible de que el Gobierno provisional proclamase la República sin la previa anuencia y sanción del órgano legislador. Sin cumplirse en su constitución las expectativas de escaños despertadas en la opinión republicana, Castelar se consagró desde el suyo a difundir los principios de su credo político, en el que los elementos religiosos gozaban de indudable trascendencia. Y fue su defensa la que originaría —el 12 de abril de 1869— uno de los dos o tres instantes mágicos registrados en los anales del Parlamento español, convertido ese día en referencia vertebradora y seña de identidad espiritual de no pocas generaciones iberoamericanas por espacio de casi un siglo. En efecto, el párrafo con que concluyera el extenso e improvisado discurso —“Grande Dios es en Sinaí [...]”—, e incluso la mayor parte de los parágrafos de éste, se erigieron en Biblia de conducta, canon de belleza y modelo de la retórica de mejor ley en libros y comportamientos cívicos y políticos de hornadas enteras de los siglos XIX y XX. Pues, ciertamente, al margen de su vibración religiosa y su valor oratorio, las ideas de solidaridad y tolerancia alcanzan en él una fuerza difícilmente superable. Un diario madrileño de los de mayor ascendiente y crédito, El Imparcial, reflejaba en el siguiente juicio el sentir de la inmensa mayoría de los coetáneos: “El señor Castelar no pertenece a la minoría, ni a la mayoría, ni aun a la Cámara: el señor Castelar es una gloria nacional. El párrafo final de su discurso, la soberbia protesta contra la fatalidad invocada por el señor Monterola fue de un efecto indescriptible y de lo más artísticamente patético que hemos oído. Aquella comparación entre el Dios del Sinaí, precedido del trueno y acompañado del rayo, y el Cristo de la Cruz que, desgarrado, frío, yerto, entre dos ladrones levantaba su lívida cabeza y decía: ‘Perdónalos, Señor’, arrancó lágrimas a más de un diputado que sin preciarse de neo sabe admirar lo sublime. Quizá el entusiasmo nos arrastra a donde sólo la fría crítica debe llegar; pero con la mano sobre el pecho creemos que pocas cosas habrá en la lengua española más hermosas que este párrafo; que pocas cosas se habrán escrito en la gran lengua latina más soberanamente grandes; que ningún orador, ni griego ni romano, habrá aventajado en inspiración a esa gloria española que hoy se sienta en la Cámara soberana de la representación nacional” (Llorca, 1966: 143-144). Una vez votada en junio la Carta Magna de la Septembrina, el diputado por Zaragoza prosiguió en la Cámara Baja su labor de pedagogía política y patriótica. Por la especial proyección que en la España decimonónica prestaba el Parlamento a la socialización de idearios y pensamientos, fue desde su escaño desde donde llevó a cabo una de las más completas y, particularmente, más divulgadas definiciones del nacionalismo español. Exaltación de los valores evangélicos y de manera muy peraltada del de la libertad se erigiría en pivote de su concepción nacionalista. Con sacrificios sentimentales y alguna que otra contradicción ideológica, Castelar no vaciló en situar en la España imperial el fastigio de la nacionalidad hispana. Fue el Quinientos para él la etapa en que refulgieran más abrillantadamente las cualidades de la “raza” y la cultura hispanas, ora en las letras, ora en las artes, ora en la filosofía y el derecho, semejándole su continuidad una prolongada decadencia hasta la hora, trágica y memorable a un tiempo, de la guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz... Según elocuente y difundida confesión personal, en el cotejo de España con otros grandes países como Francia, Gran Bretaña, Italia —de singular imantación para su espíritu y sensibilidad—, le ocurría igual que en la comparación del rostro de su idolatrada madre con el de otras hermosas mujeres, en que la elección no tenía sombra de duda... Explicitada tal imagen del nacionalismo español en múltiples pasajes de sus discursos parlamentarios y textos académicos, sería en las famosas intervenciones en el Congreso de 3 de noviembre de 1869 y 20 de junio de 1871 cuando tal vez su sentimiento nacionalista ofreciera sus perfiles más característicos al entonar, a propósito de la elección y ocupación por Amadeo de Saboya el trono de España, la loanza de la monarquía de los primeros Austrias. “[...] Y váis a lanzar sobre un pueblo así un monarca extranjero? Si no lo siente, si no se remueve, si no se levanta la nación española de su indiferencia, ah! demostrará algo bien triste, bien doloroso para todos nosotros: demostrará que España ha muerto, que ha muerto en España sus más nobles, sus más antiguos, sus más característicos sentimientos. Nuestros conquistados nos conquistan. Nuestros vasallos vienen a ser nuestros dominadores. De las migajas caídas de los festines de nuestros reyes se formaron cuatro o cinco reinos en Italia. La isla de Cerdeña apenas se veía en el mapa inmenso de nuestros dominios, y la isla de Cerdeña se ha levantado, nos ha conquistado, y no tanto por su esfuerzo, cuanto por nuestra debilidad y nuestra miseria. Si España no se resiente de esta herida, vistámonos de luto como hijos sin madre, porque ha muerto, Sres. diputados, ha muerto nuestra patria [...]. Esta nación [España] de la cual eran alabarderos y nada más que alabarderos, maceros y nada más que maceros, los pobres, los obscuros, los hambrientos Duques de Saboya, los fundadores de la dinastía [...]. Digo y sostengo que los Duques de Saboya seguían hambrientos el carro de Carlos V, de Felipe II y de Felipe V”. Llegada la República, Castelar ocupó la cartera de Estado en la recomposición del gabinete presidido por Estanislao Figueras, primando una vez más su sentido del Estado y la unidad de sus conmilitones que sus opciones y gustos personales. Con íntima tristeza contempló Castelar el irrefrenable deslizamiento de la nueva situación hacia el desorden generalizado, con pulsión contenida del desencanto que ello producía en sus ensueños de juventud e ilusiones de la madurez. A causa de tal ánimo no sorprende que su presidencia se vertebrase por la defensa a ultranza del principio de autoridad como antídoto más eficaz ante el caos que padecía el país cuando, a comienzos de septiembre de 1873, fuera investido de los máximos poderes. Tras suspender las sesiones de unas Cortes transformadas de facto en Convención y con la ayuda de unos ministros que anteponían su sentimiento patriótico al de partido, el cuarto y último presidente de la Primera República drenó sus principales energías a la pacificación del país. El restablecimiento de la malparada disciplina castrense se evidenció prontamente como el instrumento más idóneo; viniendo en auxilio de ello el retorno a la institución militar de los oficiales y jefes del arma de Artillería, separados de sus funciones como resultado de la crisis acaecida en el seno del prestigioso cuerpo en las postrimerías del reinado de don Amadeo como igualmente se descubriría de importancia capital en la reforma a ultranza del ejército republicano la incorporación de cien mil hombres, conforme al procedimiento clásico de las quintas, en otra época denostado por Castelar. Y así, mientras los cantonalistas cartageneros eran doblegados por la escuadra del almirante Lobo y las tropas del general López Domínguez, las de Moriones lograban sofocar el levantamiento carlista del País Vasco. Al propio tiempo, los asuntos de una Hacienda en práctica bancarrota lograron enderezarse y las muy tensionadas relaciones con el Vaticano se encalmaron considerablemente con la presentación a Roma de una amplia y prestigiada hornada episcopal, que obtendría el correspondiente placet pontificio. Entretanto, sin embargo, el frente cubano de la “Guerra chica” comprometía gravemente la obra de gobierno castelariana con una crisis de grandes proporciones. El apresamiento del vapor Virginius con pabellón norteamericano —en realidad, un navío filibustero al servicio de los independentistas cubanos— en aguas internacionales por la corbeta El Tornado —31 de octubre de 1873— y el inmediato fusilamiento, por procedimiento militar sumarísimo, en Santiago de Cuba de cincuenta y tres de sus ocupantes, colocaron a España al borde de la guerra con los Estados Unidos. Una ardua operación diplomática en la que, en un clima enfebrecido por un chovinismo suicida, el presidente del gobierno sólo contó verdaderamente con la colaboración del representante de Madrid en Washington —Polo y Bernabé—, arribó in extremis la solución de la difícil coyuntura. Pocas horas después, con no pocos logros que exhibir en los algo de más cien días de su mandato, expirado el plazo de suspensión del Parlamento, Castelar se presentaba ante sus miembros en un clima de hostilidad universal en los sectores maximalistas del régimen, dueños de su más activa militancia y de la prensa más pugnaz. Rechazado un ultimátum de los prohombres del sistema para dar marcha atrás en su conservadurismo autoritario, e incluso desdecirse de algunas de sus iniciativas más fecundas, Castelar solicitó la confianza de la Cámara, que la recusaría por ciento veinte votos contra cien. Acto seguido, en la madrugada del 3 de enero de 1874, Castelar presentó su dimisión, que no pudo ser tramitada por la interrupción de la sesión debido a la entrada en el palacio de la Carrera de San Jerónimo de una sección de la Guardia Civil, entrada en el recinto por orden del capitán general de Madrid, el artillero Manuel Pavía, el más conspicuo ayudante de Prim y el general de mayor fidelidad a su memoria entre los muchos contemporáneos que tuvieran al marqués de los Castillejos como modelo y espejo. Un oportuno viaje por el extranjero mitigó el dolor que la frustración de su proyecto de una República de corte auténticamente presidencialista en la que la autoridad no se viese incompatible con la democracia y, de otro lado, tampoco a la libertad con la igualdad, depositara inamoviblemente en su trémulo espíritu. Con el paso del tiempo, la acción lenitiva de éste y el retorno con toda intensidad al cultivo de las Humanidades, así como una asidua actividad periodística descomprimieron grandemente su tensión política y, consiguientemente, su entrega a ella. Antes, empero, de que llegara tal momento, su indeficiente elección por Huesca en los diferentes parlamentos de la Restauración Alfonsina, propició la defensa de su obra y del credo insobornable que la alimentase. Viejos y nuevos temas a la manera de la separación de la Iglesia y el Estado, el sufragio universal o el servicio militar obligatorio se retomaron por una voz que conservaba intacto su magnetismo retórico. Conjuntamente, lecturas y experiencias decantaron en su ánimo la exactitud de la imprecación que le dirigiera en vísperas de la llegada de don Amadeo que, “si difícil era hacer una monarquía con escasa cimentación social, aun lo era más construir una república sin republicanos [...]”, corroborando su intuición de la imposibilidad de ésta por el atávico monarquismo de Castilla... Sean cuales fueren las causas verdaderas del enfriamiento, que no renuncia ni abdicación, de sus miras políticas, éstas se centraron en la plenitud del canovismo en influir intramuros a las clases dirigentes en su completa democratización, con la asunción sin restricciones de las banderas de la Gloriosa. “Mejor lista civil que guerra civil”. Tal lema del minoritario pero muy influyente partido Posibilista que fundara y dirigiese, sintetizaba palmariamente el pensamiento castelariano cara al escenario y las metas en que querría desenvolverse la corriente republicana obediente a su liderazgo. Prevalido en parte de su íntima amistad con Cánovas y diplomáticas relaciones con Sagasta, que le permitía un cierto margen de ascendencia sobre el rumbo de la Restauración, no levantó obstáculos frente al desenvolvimiento de una monarquía parlamentaria que, por la lógica del proceso histórico tal y como lo entendía Castelar, desembocaría en otra auténticamente democrática, conforme al modelo seguido por la británica, bien conocido y admirado por él. El camino recorrido en su entrañada Italia por la otra en tiempo despreciada dinastía saboyana era, a sus ojos, la prueba indubitable de la viabilidad del modelo en el marco de las monarquías mediterráneas. Al encontrar que en el “quiquenio glorioso” sagastino las leyes del jurado y el sufragio universal habían encontrado acomodo en la legislación del régimen de Sagunto, licenció a sus menguadas huestes —en gran proporción, asentadas prontamente en el partido del “Viejo Pastor”— y se engolfó casi por entero en las aguas de la investigación histórica y la creación literaria, con frecuentes y, a las veces, prolongados viajes por Francia e Italia, en la que fuera recibido en dos ocasiones por el mismo León XIII, por el que sentía una viva y correspondida simpatía. En total oposición con Pi y Salmerón —por los que había anidado una ilimitada antipatía— respecto a la estrategia y táctica que debiera seguir el republicanismo finisecular, la crisis noventaochentista le arrancó de su voluntario exilio público, alarmado por el desarrollo de los nacionalismos periféricos y aún del simple autonomismo conque el partido conservador encabezado por Silvela procurara desatascar la situación de parálisis entre Madrid y aquéllos. Reingresado en el Congreso en las elecciones de abril de 1899, tras no pocas dificultades salvadas por la generosidad de su opositor Juan de la Cierva, los planes ambiciosos acariciados por Castelar respecto a un republicanismo palintocrático quedaron en el limbo de los propósitos por su tránsito acaecido en el mes siguiente. La España oficial tampoco desmintió con ocasión de su muerte su incoercible proclividad por la mezquindad. Al cantor epinicio de las hazañas de los antiguos españoles en ambos hemisferios y al restaurador de su moral y fuerza en la crítica coyuntura del otoño de 1873 se le negaron por parte del ministro de la Guerra, el “general cristiano”, C. Polavieja, los honores militares. Afortunadamente, y como también no es infrecuente en las costumbres nacionales, la noble y caballerosa figura de Arsenio Martínez Campos en unión de otros varios compañeros de armas escoltaron el multitudinario recorrido fúnebre —de unas cuarenta mil personas— hasta la madrileña Colegiata Sacramental de San Ginés, donde esperó el juicio de la Historia. Aunque su figura aún no ha tenido el estudio condigno a su importancia, la mayor parte de los especialistas de la segunda mitad del siglo XIX se muestran contestes en señalar su relevancia como introductor de una de las corrientes esenciales del republicanismo hispano, así como descubren una considerable unanimidad en ponderar su prudente y meritoria tarea gobernante en período tan breve como el que estuviera al frente del país. Menos favorable es el juicio acerca de su prolífica labor historiográfica. La escasa acribia documental, el exceso de formalismo y retórica, el artificio y gratuidad de muchos planteamientos y, en fin, su incoercible tendencia subjetivista y pathos teatral invalidan un quehacer que tiene quizá su máximo y actual valor en la atención por la vertiente artística del trabajo histórico. En punto a su menos extensa producción literaria, no se aleja mucho del citado, el juicio merecido a la crítica hodierna. Novelas y ensayos decaen mucho en la comparación con las viñetas y, sobre todo, cuadros y estampas de viaje, acreedores a una lectura reposada. Obras de ~: Ernesto. Novela original de costumbres, Madrid, Imprenta de Gaspar y Roig, 1855; Lucano. Su vida, su genio, su poema, Madrid, Marín Laviña, 1857; La Hermana de la Caridad, Madrid, Imprenta de J. A. García, 1857; Ideas democráticas: La fórmula del progreso, Madrid, I. Casas y Díaz, 1858; La redención del esclavo, Madrid, Librería de A. de San Martín, editor, 1859; Cartas a un Obispo sobre la libertad de la Iglesia, Madrid, A. Galdó, 1864; Recuerdos de Italia, Madrid, Fortanet, 1872; Vida de Lord Byron, Madrid, La Propaganda Literaria, 1873; Historia de un corazón, Madrid, Aribau y Cía, 1874; Un año en París, Madrid, Est. Tipográfico de El Globo, 1875; Estudios históricos sobre la Edad Media y otros fragmentos, Madrid, Librería de A. de San Martín, editor, 1875; Cartas sobre política europea, Madrid, Librería de A. San Martín, editor, 1876, 2 vols.; La Rusia contemporánea. Bocetos históricos, Madrid, Aribau y Cía, 1881; Las guerras de América y Egipto. Historia contemporánea, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1883; León Gambetta, Madrid, Imprenta de El Día, 1883; Historia del año 1884, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1884; Galería histórica de mujeres célebres, Madrid, Álvarez Hermanos, 1886-1888, 8 vols.; Nerón. Estudio histórico, Barcelona, Montaner y Simón, 1891-1893; Historia del descubrimiento de América, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1892; Obras Escogidas, pról. de Á. Pulido, Madrid, Imprenta Gráfica Universal, 1922-1923, 12 vols.; Discursos parlamentarios, ed. de J. Vilches, Madrid, Congreso de los Diputados, 2003. Bibl.: A. Sánchez del Real, Castelar, su vida, su carácter, sus costumbres, sus obras, sus discursos, influencias en la idea democrática, etc., Barcelona, Salvador Manero, 1873; M. González Araco, Castelar, su vida y su muerte. Bosquejo historico-biografico, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1900; G. Alberola, Semblanza de Castelar, Madrid, Ambrosio Pérez y Cía, 1904; B. Jarnes, Castelar, hombre del Sinaí, Madrid, Espasa Calpe, 1935; M. Almagro San Martín, La pequeña historia. Cincuenta años de vida española (1880-1930), Madrid, Afrodisio Aguado, 1954; A. Eiras Roel, El Partido Demócrata español (1849‑1868), Madrid, Rialp, 1961; C. Llorca, Emilio Castelar, Precursor de la Democracia Cristiana, Madrid, Biblioteca Nueva, 1966; C. A. M. Hennessy, La República Federal en España. Pi y Margall y el movimiento republicano federal, 1868‑1874, Madrid, Aguilar, 1967; J. Andrés Gallego, “La última evolución política de Castelar”, en Hispania, n.º 115 (1970), págs. 358‑393; C. Dardé, “Los partidos republicanos en la primera etapa de la Restauración”, en J. M. Jover Zamora, El siglo xix en España: doce estudios, Barcelona, Planeta, 1974, págs. 433‑462; M. Espadas Burgos, “La cuestión del ‘Virginius’ y la crisis cubana durante la I República”, en Estudios de Historia Contemporánea, I (1976), págs. 329‑354; N. Alcalá Zamora, La oratoria española, Barcelona, Grijalbo, 1976; A. Martínez de las Heras, La crisis cubana en el arranque del sexenio democrático, Madrid, Universidad Complutense, 1986, 2 vols; G. Gómez Ferrer, “Cuba en el horizonte internacional de la República de 1873”, en Quinto Centenario, 10 (1986), págs. 121‑128; N. Townson (ed.), El republicanismo en España (1830-1977), Madrid, Alianza, 1994; J. Rubio, La cuestión de Cuba y las relaciones con los Estados Unidos durante el reinado de Alfonso XII. Los orígenes del “desastre” de 1898, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1995; J. Vilches, Emilio Castelar. La patria y la república, Madrid, Biblioteca Nueva, 2001. |
CASTELAR, EL GASTRÓNOMO INSOSPECHADO. El presidente de la I República fue un gran orador y amante del buen comer, además de autor del famoso eslogan de Tío Pepe. ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA Viernes, 1 de febrero 2019, El nombre de Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899), les sonará a ustedes a historia, periodismo, oratoria y república. También a esos años convulsos, llenos de pronunciamientos y reyes destronados, que rigieron España desde la revolución de 1868 hasta la restauración borbónica en 1874. Una época confusa, esta del Sexenio Democrático, que parece que únicamente dominan los historiadores o los libros de texto de bachillerato pero que alumbró figuras y acontecimientos dignos de ser recordados hoy en día. También en el plano gastronómico, que es el que nos interesa a nosotros aquí. De don Emilio Castelar, líder de los republicanos y jefe de Estado entre septiembre de 1873 y enero de 1874, se suele destacar que fue un orador excepcional y un autor prolífico, pero no que fuera un refinado gastrónomo. Y vaya si lo fue. Su buen saque fue famoso en su tiempo y no pocos cantares le sacaron por ello. Comensal habitual en las mesas más floridas de Madrid, solía ser en ellas el centro de atención por sus dotes para monopolizar la conversación pero sobre todo por el ingenio y expresividad con que contaba las cosas. Amigo de Cánovas del Castillo, José Castro y Serrano o Emilia Pardo Bazán, Castelar cautivaba a sus contertulios entre bocado y bocado. Ángel Muro, escritor gastronómico y conocido personal del político republicano, escribió en 1890 sobre la dieta de distintos líderes como Canalejas o Sagasta, detallando acerca de Castelar que «come mucho, pero mucho, y lo come bueno y bien, porque en su posición no cabe otra cosa. Bebe en proporción y no fuma. Cuando come, habla. Tiene pretensiones culinarias y no se le indigestan más que los discursos que no puede pronunciar». Se tildaban sus tragaderas de pantagruélicas -su oronda silueta no dejaba lugar a dudas- y sus gustos de demasiado exquisitos. En una ocasión hizo Castelar servir a su mesa treinta y tantos postres, regalo de correligionarios de diferentes puntos de España y exponentes de la riqueza gastronómica nacional, con tan mala pata que el dato salió publicado en prensa y varios periódicos le censuraron gravemente, como si el tomar muchos dulces fuese delito de lesa democracia. Aparte del dulce, lo que más le gustaba era el castizo cocido. En el libro 'Volanderas' (1895) del escritor venezolano Miguel Eduardo Pardo, hay un capítulo dedicado a la faceta gastrónoma de Castelar en el que se cuenta que «su mejor distracción consiste en confeccionar un menú que le dé quince y raya a los inventados por Lúculo». Más práctico que el célebre glotón romano, don Emilio comenzaba casi siempre su lista de platos «con uno eminentemente español: el cocido [...] Al ilustre tribuno le sabe a gloria el plato de rubios garbanzos aderezado con blancas pechugas de gallina, patatas tiernas y otros ingredientes substanciosos». En uno de sus numerosos discursos públicos, Castelar llegó a decir que lo más patriota del hombre es su estómago, y en 1917 su amiga Pardo Bazán recordó que también solía decir, que «hasta el arte, la elocuencia, todo lo bello, se hace, tanto como con el cerebro, con el estómago». Pero sin duda la gran aportación del señor Castelar al mundo de la gastronomía fue el invento del que ha sido uno de los eslóganes más populares de la publicidad española. ¿Les suena lo de 'Tío Pepe, sol de Andalucía embotellado'? Pues esa frase, ya mítica en el imaginario nacional, se la debemos al político gaditano. Nacido en Cádiz por accidente, por cierto, porque sus padres eran ambos alicantinos, se ve que el gusto por los vinos andaluces y en especial por el jerez le acompañó toda su vida. El 23 de diciembre de 1875 y en relación a los productos nacionales que nos representarían en la Exposición Universal de Filadelfia (EE UU) de 1876, Castelar pronunció un discurso en el que habló de las materias que desde nuestro país importaban los americanos. Entre minerales, frutas, aceite o corcho y seguramente sin percatarse de que sus frases podrían pasar a la historia, dijo que los Estados Unidos se llevaban «los ardientes vinos que mezclan a la sangre de los hombres del Norte átomos del espléndido sol de Andalucía». Me van a decir ustedes ahora que esto está un poco traído por los pelos, pero la cuestión es que la metáfora cayó en gracia y, más importante aún, en manos de una persona que la redondearía y popularizaría. El ya mentado Ángel Muro Goiri (1839-1897) escribiría en 1892 un 'Diccionario general de cocina' en el que se referiría al vino de jerez como aquel «de quien dijo Castelar que estaba hecho con gotas de sol de Andalucía». De ahí al embotellado no quedaba nada y ese paso se produjo en 1894, año en el que salió a la venta una nueva obra de Muro, un auténtico recetario superventas titulado 'El practicón'. En su apéndice, y sobre el uso de los vinos de postres se puede leer que «sobre todos los conocidos y por conocer, el Jerez N. P. U. de González Byass y Cía, del que dice Castelar que es el sol de Andalucía embotellado». Es probable que el mismo Castelar, amigo del autor, hubiera adaptado la frase a su jerez favorito: el Non Plus Ultra, marca registrada por González Byass en 1888. |
EL TESORO ESCONDIDO O EL FORMIDABLE APETITO DE DON EMILIO CASTELAR.
por Fernando R. Quesada Rettschlag
19 febrero, 2018
Don Emilio Castelar y Ripoll nació en Cádiz porque así lo quisieron el azar y la forzosa huida de su padre perseguido por Fernando VII, pero sus dos progenitores eran alicantinos y él se crío en Elda y cursó el bachillerato en Alicante.
Siempre se sintió eldense y, como todo buen alicantino, adoraba los arroces. Su favorito era el arroz con costra al que llamaba “tesoro escondido”. No obstante, esta denominación no fue fruto de su prolífico caletre sino de la inspiración de un músico llamado Tomás Carratalá que tocaba el trombón de varas en una banda dirigida por José Charques y llamada Música Bélica. El Ayuntamiento de Alicante la contrató en 1857 y fue precursora de la Banda de Música Municipal que no se crearía hasta 1912.
Carratalá era un personaje muy popular en el Alicante de su tiempo porque, además de amenizar con su música el ocio de sus paisanos, hacía gala de un ingenio castizo que utilizó, entre otras cosas, para rebautizar numerosos platos de la cocina alicantina tradicional; así llamaba “las once mil vírgenes” al arròs amb fesols, “un árabe en el desierto” al arroz con conejo, o “tesoro escondido” al arroz con costra, denominación que agradó tanto al insigne Castelar que la hizo propia. Hay otra versión que atribuye el apelativo “tesoro escondido” al político alpujarreño Natalio Rivas que, cuando estando en Alicante lo probó por vez primera, dijo que el verdadero tesoro no es la costra sino el sabroso arroz que se esconde discretamente bajo ella. E incluso hay una tercera versión según la cual habría sido el rey Alfonso XIII el que rebautizara este arroz como “tesoro escondido”, porque la costra oculta las tajadas que van debajo de cada ración y que halagarán el paladar de cada comensal.
Don Emilio acreditó, durante toda su vida, una bien merecida fama de tragón impenitente, aunque en atención a la elevada posición social y política del personaje, sus contemporáneos lo llamaran gastrónomo o gourmet en vez de glotón. En su tiempo, sus hazañas gastronómicas, es decir los atracones pantagruélicos a los que era capaz de sobrevivir, corrían de boca en boca. Sin embargo este aspecto de su biografía ha sido olvidado por la historia, sin duda eclipsado por su importancia política y por su genialidad retórica que lo convirtió, en opinión de muchos, en el mejor orador que ha conocido el Parlamento español.
Pero, en relación con su faceta tragaldabas, don José Guardiola y Ortiz recoge una anécdota muy significativa en su libro GASTRONOMÍA ALICANTINA, publicado en 1936 y reeditado después varias veces.
En 1880, don Emilio Castelar lo había sido ya todo en política: parlamentario, senador, ministro, presidente del senado y presidente de la nación. En ese año de gracia, fue invitado junto con otros amigos y correligionarios, a una comida que organizaba don Eleuterio Maisonnave y Cutayar en una de sus fincas próximas a Alicante. La hora de la cita era la una del mediodía y, como suele ocurrir, los invitados fueron llegando con algo de antelación para disfrutar con las libaciones que abren el apetito y acompañan la amena charla que precede al condumio propiamente dicho. Todos menos el invitado de honor que se estaba haciendo esperar más de lo que aconseja la urbanidad.
Transcurrida la primera media hora llamada “de cortesía”, la ausencia de don Emilio se fue haciendo más grandilocuente que sus bien construidos discursos, y resultaba más altisonante a medida que pasaban los minutos.
A eso de las dos, los invitados exteriorizaban ya claros signos de impaciencia y el anfitrión, que era de genio vivo y nada inclinado a la mansedumbre, manifestaba indignado su intención de ordenar que se sirviese la comida, mientras que sus más íntimos trataban de sosegarlo y disuadirlo haciéndole ver lo inconveniente que sería ofender a un personaje como Castelar.
Sobre las dos y media, se habían agotado ya tanto los argumentos de los apaciguadores como la paciencia de Maisonnave que iniciaba la marcha hacia la mesa, cuando apareció al fin Castelar, agitado, sudoroso, pidiendo mil perdones y ofreciendo mil excusas.
De inmediato se sirvió el arroz con costra que se había dispuesto para halagar el gusto del invitado de honor y, conociendo su buen apetito, se le sirvió un plato con colmo. El arroz debía de estar necesariamente pasado tras un reposo tan prolongado, pero todos tuvieron el buen gusto de alabar su excelencia, y por encima de todos destacó don Emilio que, tal vez para hacerse perdonar el retraso, pidió repetir y dio buena cuenta de un segundo plato tan colmado como el primero. Y con idéntico apetito despachó las restantes delicias, el postre, los dulces, el café y la copa.
La anécdota no hubiera tenido mayor importancia de no ser porque en España todo termina sabiéndose más pronto que tarde. Y a pesar de la absoluta discreción de don Emilio, aquella misma tarde trascendió el verdadero motivo de su retraso y sus compañeros de ágape quedaron asombrados al conocerlo: Castelar había estado comiendo previamente en casa de don Ramón Vidal, donde se había zampado ¡otros dos platos de arroz con costra!
De este sucedido, concluye don José Guardiola que aunque los arroces no admiten plazos de cortesía, el “tesoro escondido” tiene más aguante que otros y posee, además, excelentes condiciones de digestibilidad como demuestra el hecho de que don Emilio Castelar sobreviviera sin necesidad de hospitalización a los cuatro platos más el resto de ricas viandas con que los dos anfitriones surtieron sus mesas para honrar a tan ilustre invitado.
Personalmente, lamento no poder estar de acuerdo más que con el primero de los corolarios: los arroces no admiten plazo de cortesía.
Esta es la receta que nos da don José Guardiola, para diez comensales… ¡Qué menos!
Para diez comensales, kilo y medio de arroz; medio de carne de ternera y otro tanto de magro de cerdo; un kilo de pollo, gallina o pavo; dos chorizos, dos blancos, dos morcillas de las que aquí llaman de carne y un cuarto de kilo de garbanzos remojados. Hay que tener en cuenta que la prescripción de componentes para este arroz es simplemente enunciativa, no limitativa; pues; si bien es esto lo que de ordinario se pone, si se tienen menudillos de ave o langostinos, su incorporación antes mejora que perjudica al arroz. Todo esto, con excepción de los langostinos, se pone a cocer.
Se pican, bien finamente, un trozo de la ternera y otro de magro, así como la quinta parte, y un hígado de ave; con pan rallado, no mucho, un par de huevos, perejil, picado menudamente y piñones, se amasa una farsa sazonándola con sal, un polvo de pimienta y una pizca de nuez moscada; se moldean unas albondiguillas, muy pequeñitas, se pasan por zumo de limón y se fríen con mucho cuidado para que no se deshagan.
En una cazuela de barro, honda, de las aquí llamadas de Biar, se sofríe un poco de tomate y una cabeza entera de ajos. Se sofríen también los ingredientes puestos a cocer, y cortados en trozos regulares, y el arroz y los garbanzos, sazonando con sal y azafrán; se cubre con caldo que sobrepasa como una mitad más del volumen de todo el condumio y, cuando levante el hervor, pónganse, bien limpios, los langostinos y las albondiguillas. Se deja cocer a fuego regular, y pasados quince minutos, si se ha tenido acierto en el caldo, este se habrá consumido y si no se saca el sobrante con la cuchara. Por encima se vierte un batido de quince huevos y se mete la cazuela en el horno, y cuando lo hay, se cubre con tapadera metálica y encima se ponen brasas que habrá que cuidar de avivarlas.
Es obra de pocos minutos el que la cocina toda trascienda a olor de rica bizcochada.
Esta es la receta que yo hago, aprendida en Alicante de una experta cocinera de arroces:
- Usar caldo de cocido y algunos de sus garbanzos, o hacer un caldo en la olla exprés con un caparazón de pollo, huesos, un puñadito de garbanzos remojados y verduras variadas. Los garbanzos deben calcularse para que a cada comensal le toquen cuatro o cinco en su ración, no más.
- Lo tradicional es hacer este arroz en cazuela de barro, pero puede usarse perfectamente una sartén honda o un perol que puedan ir al horno.
- Cortar en trocitos regulares las carnes y los embutidos, freírlos por tandas e ir retirándolos. Pollo, cerdo, salchicha blanca y salchicha roja o chorizo. Si se dispone de ellos, lo ortodoxo es usar embutidos alicantinos: salchichas blancas y rojas, blancos y butifarras negras.
- En el mismo aceite freír ajos y pimientos muy picaditos. Añadir perejil picado, tomate rallado y, cuando esté, añadir el arroz y darle unas vueltas.
- Añadir el caldo, las carnes, azafrán, pimentón… y hacer la paella, dejando el arroz un punto entero para que se termine de hacer en el horno. Unos quince minutos escasos.
- Batir 2 huevos por persona con perejil y sal, y distribuir por encima del arroz. Hay quien también le añade a los huevos pimienta molida y un polvito de canela que refuerce el sabor de la que contienen los blancos. Yo no.
- Meter a horno precalentado a 200º hasta que cuajen los huevos y se dore la superficie. Unos cinco minutos.
En esta receta, lo más delicado es calcular la cantidad de caldo para que el arroz quede suelto y seco, ya que es algo inferior a la clásica norma “doble de caldo que de arroz”, porque el huevo batido formará una capa que impedirá la evaporación. Como regla general, se pone medida y media de caldo por cada medida de arroz. Pero si, como buen español, prefieres cocinar a ojo, debes quedarte escaso y mantener el caldo bien caliente cerca de la paella para añadir un poco si lo ves necesario. Cuando se cubra con el huevo batido, no debe quedar líquido por encima del arroz que debe estar aún un poco entero. Lo dicho, cuestión de ojo.
En todo caso, en este como en los demás arroces siempre da buen resultado aplicar el refrán alicantino: El arroz, mal cocido y bien reposado… aunque no tanto como el de Maisonnave.
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