CONSTITUCIONES Y RECONSTITUCIONES. En una rápida ojeada, su historia aparece jalonada por catástrofes y reconstrucciones. En primer término está la derrota Lech en 955 frente al emperador alemán Oton I. En lugar de destruir a los magiares, afianzó, por reacción, la cohesión de sus pueblos en torno al linaje reinante de Arpad e hizo posible la conquista definitiva de Hungría, la conversión al cristianismo y la fundación del reino en 1000. Casi tres siglos después, la derrota de Muhi frente a los mongoles en 1241, destruyó este reino húngaro cristiano. A ella siguió, bajo los últimos Arpad, y las casas reinantes de los Anjou y los Jaguellones un renacimiento político, cultural y económico. Esta época termina en otro derrumbe tras la batalla de Mohacs en 1526, en la que el joven rey Luis II perdió la vida y el reino frente a los turcos. Para colmo en 1541, el mismo año de la fundación de Santiago y tres siglos exactos después de Muhi, la capital Buda, fue entregada a los otomanos. La situación de los Balcanes bajo los turcos recuerda a la de la península ibérica bajo la dominación árabe. Al igual que allí se formaron en Hungría dos áreas, una dominada por los musulmanes y otra bajo príncipes cristianos: la Hungría real bajo la Casa de Austria y la Transilvania con gobernantes propios. Del mismo modo que una obra jurídica privada, sin sanción oficial, el Liber Judiciorum, contribuyó en la península a preservar la unidad; aquí lo hizo el Opus Tripartitum de Itsván Werboeczy (c.1458 - 1516), que también sin promulgación, rigió en una y otra área 18. La liberación de los turcos se completó en 1699 y fue fruto de un nuevo resurgimiento, esta vez bajo la Casa de Austria. Máximo exponente de él fue el insigne humanista, cardenal Pazmany (1570 - 1637), primado del reino, consejero de Fernando II y fundador de la más antigua universidad húngara en 1635 con sede en Tyrnau, transferida posteriormente a la capital Budapest 19. Tras múltiples vicisitudes, este renacer culmina a fines del siglo XIX, en el imperio austro-húngaro, bajo Francisco José (1848 - 1916). Hungría se convierte en el país de mayor crecimiento económico en Europa 20 y en un modelo de modernización tradicional. Dirigida desde arriba, la transformación del mundo rural y agrario en urbano e industrial compagina lo nuevo con lo viejo, la técnica y el arte más avanzados con la conciencia del pasado y de la propia tradición. Símbolo de esta fue conjugación del impresionante monumento a Arpad y los siete caudillos magiares de la conquista de Hungría levantado en la plaza de los héroes de Pest, a la vez que la inauguración en 1896 del primer Metro de Europa 21. Dos décadas después, en plena guerra mundial fue coronado Carlos IV y su primogénito, entonces de cuatro años, el archiduque Otto, pasó a ser y lo es hasta ahora, el Príncipe heredero 22. LA TRAGEDIA DEL SIGLO XX Al término de la primera guerra mundial experimenta Europa central la peor catástrofe de su historia. La intervención de una superpotencia, los Estados Unidos, impone su despedazamiento. El imperio austro-húngaro es desmembrado en 1920. Entre los Estados que lo componían, Hungría fue el que más sufrió. Se le amputaron aproximadamente dos tercios de su territorio y de su población. Quedó así reducida a sus términos actuales, mientras la mayor parte de los húngaros eran bárbaramente repartidos entre los Estados vecinos: Rumania, Polonia, y algunos tan artificiales que ni siquiera tenían nombre propio, como la llamada Checoslovaquia o Yugoslavia 23 ambos disueltos después de 1989. Para mayor irrisión todo esto se hizo en nombre de la democracia, la libertad y la autodeterminación de los pueblos. Tales atrocidades trajeron otras mayores. No fueron sino el preludio del hundimiento de la Europa central entera y su caída bajo el poder de la Unión Soviética, superpotencia que compartió con Estados Unidos el dominio del mundo durante la guerra fría, desde Yalta (1945) hasta su propio derrumbe (1989). Débiles y mal asentados, los Estados sucesores de Austria-Hungría nunca más volvieron a gozar de verdadera independencia. Cayeron bajo la dominación de los totalitarismos surgidos en su vecindad, primero la Alemania del nacional socialismo (Tercer Reich) y luego la Rusia del socialismo internacional (Unión Soviética). Europa Central conoció entonces las horas más amargas de su historia 24. Símbolo de ella son el primado de Hungría y guardián del reino (Reichverwesser) Mindzenty (1892 - 1975), el alzamiento húngaro de 1956, la primavera de Praga y, por último, la Solidarnosc polaca. Ahora con el desmoronamiento de la Unión Soviética en 1989 la pesadilla parece haber llegado a su fin. Se ha visto lo que parecía imposible: cayeron el muro de Berlín y las fronteras artificiales que partían Alemania 25. Tal vez quepaver en ello un presagio de una nueva reconstitución de la Hungría, que celebra hoy su milenio sin reponerse todavía de la atroz mutilación de 1920. Sería la tercera vez que se reconstruye, que resurge de sus cenizas como el ave Fénix. HUNGRÍA EN EL UMBRAL DEL SIGLO XXI En esto está en juego la suerte de Europa que, cada vez resulta más claro, es inseparable de la de Hungría. En palabras del francés Behar, mirar a Austria-Hungría no es mirar atrás. El pretendido anacronismo de este imperio multinacional se ha convertido en los umbrales del siglo XXI, en idea de futuro 26. Sin la reconstitución de Hungría, la de Europa Central sería ilusoria, porque no podrá subsistir duraderamente entre dos gigantes como la Alemania reunificada y la Rusia restaurada. Pero reconstruir las tierras y pueblos de Hungría equivale a restablecer el juego entre las nacionalidades grandes y pequeñas que la componen, cuya clave es la dinastía. Desde San Esteban hasta Carlos IV, la casa reinante fue la piedra angular de la constitución histórica. Como un director de orquesta vela porque cada instrumento y cada músico haga su propio papel, el monarca se interpone entre las minorías y las mayorías y evita el aplastamiento de unas por otras. Este es uno de los grandes desafíos del siglo XXI. Puede decirse que sin Hungría no hay Europa Central y sin Europa Central no puede haber unión europea. |
1 Sobre la constitución histórica Mohnhaupt, Heinz y Grimm, Dieter, Verfassung, Zur Geschichtedes Begriffs von der Antike bis zur Gegenwart (Berlín 1995). Para los países hispánicos la investigación presta atención creciente a la relación entre constitución histórica y constitución escrita que se sobrepone a ella. Annino, Antonio, Der zweite Disput. Vom Naturrecht zu einer Verfassungsgeschichte Hispano.Amerikas, en Thomas, Hans (ed.), Amerika, eine Hoffnung. Zwei Visionen (Colonia 1991); El mismo, Nuevas perspectivas para una vieja pregunta, en El mismo y Buve, Raymond (ed.), El liberalismo en México (Muenster-Hamburgo 1993); El mismo, Soberanías en lucha, en El mismo y otros, De los imperios a las naciones: Iberoamérica (Zaragoza 1994); Guerra, Francois-Xavier, Modernidad e independencia. Ensayo sobre las revoluciones hispánicas (Madrid 1992); Bravo Lira, Bernardino, Portales y el Scheinkonstitutionalismus en Hispanoamérica, en Ciudad de los Césares 31 (Santiago 1993); El mismo, Entre dos constituciones histórica y escrita Scheinkonstitutionalismus en España, Portugal e Hispanoamérica, en Quaderni Fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno 27 (Florencia 1998); Coronas González, Santos, Las leyes fundamentales del antiguo régimen (notas sobre la constitución histórica española), en Anuario de Historia del Derecho Español 65 (1995); Tomás y Valiente, Francisco Génesis de la constitución de 1813. De muchas leyes fundamentales una sola constitución , Ibíd. 2 Pereira Menaut, Antonio Carlos, El ejemplo constitucional de Inglaterra (Madrid 1992). 3 Bravo Lira, Bernardino, El Estado constitucional en Hispanoamérica. Ventura y desventura de un ideal europeo de gobierno en el Nuevo Mundo (México 1992). 4 Apud Karpat, Josef, Die Idee der Heiligen Krone Ungarns in neuer Beleuchtung, en Carpatica Slovaca 1-2 (Presburgo 1943-1944), ahora en Hellmann, Manfred (ed), Corona regni (Darmstadt 1961), p. 248, nota 54. 5 Eckhart, Franz, A szent koronaeszme története (La historia de la idea de la santa corona, Budapest 1941). 6 Hartung, Fritz, Die Krone als Symbol der monarchischen Herrschaft im ausgehenden Mittelalter (1940), ahora Hellmann (ed.) nota 4; Deer, Josef, Die heilige Krone Ungarns (Viena 1966). 7 Graus, Frantisek, Die Entstehung der mittelalterlichen Staaten in Mitteleuropa, en Historica 10 (Praga 1965); El mismo, Die Nationenbildung der Westslawen im Mittelalter, en Nationes 3 (Sigmaringen 1980); Beuman, Helmut, Zur Nationenbildung in Mittelalter, en Dann, Otto (ed.) Nationalismus in vorindustrielle Zeit (Munich 1986); Garber, Joern, Trojaner-Roemer- Franken, Deutsche. Nationale Abstammungstheorien im Vorfeld der National Staatsbildung, en Garber, Klaus, Nation und Literatur im Europa der Frueher Neuzeit (Tuebingen 1989); Wolfram, Herwig, Grenze und Raeume 378-907. Geschichte Osterreich vor seiner Entstehung (Viena 1995); El mismo Reichbildungen, Kirchengruendungen und das Entstehen neuer Voelker (en prensa). Debo su conocimiento a gentileza del autor. 8 Halecki, Oskar, Europa, Grenzen und Gliederung seiner Geschichte (1950, ed. alemana, Darmstadt 1957). 9 Wolfram, Herwig, Konrad II 990-1039, Kaiser drei Reiche (Munich 2000); El mismo, nota 7. 10 Rauscher, Rudolf, Uberské a slovanské právni desiny , en Przewodmk historyczno-prawny 3 (1932); Cfr. Karpat, Josef nota 4, pp. 231 nota 21 y 255 nota 76. 11 Karpat, Josef, Corona Regni Hungariae (Presburgo 1937), ahora en Hellmann (ed.) Corona Regni nota 4. 12 Eckhardt, Sándor, Atila a mondában (Atila en la saga), en Németh, Gy., Attila es hunjai (Atila y los hunos), (Budapest 1940). 13 Anonynmi Gesta Hungarorum, en Szenptetery, E., Scriptores rerum Hungaricarum (Budapest 1937), 1; (últimamente, ed. Silagi, Gabriel y Veszprémy, sigmaringen); Fernandy, Michel de, Almos, die Gestalt einer Gruenders in Sage und Geschichte, en Vernadsky, Georg y Fernandy, Michel de, Studien zur ungarische Fruehgeschichte (Munich 1947); El mismo Clariores Genere. 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Para esto y lo que sigue, Fried, István, Polikuturalität in Ungarn im Zeit Mozarts , en Csaky, Moritz y Pass, Walter (ed.), Europa im Zeitalter Mozarts (Viena-Colonia-Weimar 1995). 16 Csaplovics, Johann von, Gemälde von Ungarn, parte 1-2 (Pest 1829); Cfr. Csaky, Moritz, Die Hungarus-Konzeption, en Drabek, Anna M., Platschka Richard D. y Wandruszka, Adam (eds.), Ungarn und Oesterreich unter Maria Theresia und Joseph II (Viena 1982); Fried nota 15. 17 Fried, nota 15. 18 Werboeczy, István, Tripartiitum Opus iuris consuetudinari inclyti regni Hungariae (Viena 1517); Hamza, Gábor, Isvan Werboeczy and his Work , en Acta Juridica Hungarica 35 (Budapest 1994); Wolf, Armin, Gesetzgebung in Europa 1100-1500 (Munich 1996). 19 Eötvös Loránd Universitaet, Juristische Fakultaet, Budapest 1993. 20 Fink, Krisztina, Maria, Die oesterreich-ungarische Monarchie als Wirtschaftsgemeinchaft (Munich 1968); Wandruszka, Adam y Urbanitsch, Peter, Die Habsburgermonarchie 1848-1918, hasta ahora 5 tomos (en 6 vol., Viena 1973-87), tomo I; Die Wirtschaftliche Entwicklung, Good, David F., The economic Rise of the Hasburg Empire 1750-1914 (Los Angeles (California) 1984, trad. alemana, Viena-Colonia 1986). 21 Sinkó, Katalin, Die Millenniumfeier Ungarns, en Niederoesterreiche Austellung, Das Zeitalter Kaiser Franz Josephs, 2 vols. (Viena 1987), 2 pp. 295 ss. 22 Pérez-Maura, Ramón, Del imperio a la Unión Europea. La huella de Otto de Habsburgo en el siglo XX (Madrid 1997), esp. p. 384. 23 Jaszi, Oskar, The Dissolution of the Habsburg Monarchy (2ª ed., Chicago, 1929); Kann, Robert A., Das Nationalitaeten-problem der Habsburgermonarchie, 2 tomos (Graz-Colonia, 1964); Valiani, Leo, La dissoluzione dell'Austria-Ungheria (Milán, 1966); Macartney, C.A., The Habsburg Empire 1790-1918 (traducción italiana, L'impero degli Asburgo 1790-1918, Milán, 1976); Plaschka, Georg y Fellner, Fritz (ed.) Die Aufloesung des Habsburgerreiches (Viena 1970): reúne trabajos de 59 autores; Wandruzka y Urbanitsch, nota 20, tomo II; Verwaltung und Rechtsswesen, tomo III; Die Völker des Reiches, tomo IV; Die Konfessionen; tomo V; Die Bewaffnete Macht; Masson, J.M., The Dissolution of the Austro-Hungarian Empire 1867-1918 (Londres, 1983). 24 Por todos Ternon, Yves, L'Etat criminiel, les genocides du XXe siècle (París 1994, trad. castellana, Barcelona 1995); Courtois, Stéphanie y otros, Le livre noir du communisme. Crimes, terreur, represión (París 1997, trad. castellana, Madrid 1998); últimamente, Orrego Vicuña, Fernando, Crimen nefando sobre la vida humana en el siglo XX , en El Mercurio, Santiago 19 de septiembre de 1999. 25 Moraw, Peter, Uber Vereinigung und Teilung in der deustschen Geschichte. Eine Skizze , en Polivka, Miloskav y Svartás, Michael, Historia docet (Praga 1992) (Estudios en honor de Mlavacka, Ivana). 26 Béhar, Pierre, L'Autriche-Hongrie, ideé d'avenir (París 1991). Bernardino Bravo Lira de la Academia Chilena de la Historia Universidad de Chile Pontificia Universidad Católica de Chile |
Guardia de Santa Corona de Hungría. Magyar_Királyi_Koronaőrség. |
Las reinas en la Monarquía española de la Edad Moderna. María de los Ángeles Pérez Samper. |
Mujeres extraordinarias. Ser reina es un destino extraordinario para una mujer en cualquier época y también en la España de la edad moderna. Sólo hubo en la Monarquía española de ese periodo diecisiete mujeres que fueron reinas. Frente a millones de mujeres, eran un grupo muy reducido, pero alcanzaron gran poder e influencia. Con el factor añadido de que, a pesar de su excepcionalidad, constituyeron un punto de referencia para las demás mujeres. Reinas que lo eran por sí mismas, a las que se denominaba como «reinas propietarias», hubo sólo dos en la edad moderna, las dos al comienzo de dicha época, en el paso del siglo XV al siglo XVI, Isabel I (1451-1504) y su hija Juana I (1479-1555). Las demás fueron reinas consortes, quince en total. En el siglo XVI hubo cuatro reinas para dos reyes. Carlos V se casó sólo una vez, con Isabel de Portugal (1503-1539). Felipe II tuvo cuatro esposas, de las cuales sólo tres fueron reinas. La primera esposa, María de Portugal (1527-1545), murió muy joven, antes de que su esposo fuera rey. La segunda esposa María Tudor (1515-1558), que era reina de Inglaterra, nunca llegaría a conocer su reino español. La tercera esposa Isabel de Valois (1546-1568), una princesa francesa, fue reina de 1559 a 1568, apenas una década. Y la cuarta esposa Ana de Austria (1549-1580), de la rama imperial de los Habsburgo, lo fue también durante una década, desde su boda en 1570, hasta su muerte en 1580. En el siglo XVII fueron cinco las reinas, para tres reyes. Felipe III tuvo una sola esposa y reina, Margarita de Austria (1584-1611), también de la familia imperial, Felipe IV tuvo dos esposas, las dos reinas, la primera, Isabel de Borbón (1603-1644), de origen francés, compartió con su esposo muchos años antes y después de acceder al trono, la segunda, Mariana de Austria (1635-1696), de origen imperial, compartió las dos décadas finales del reinado. Carlos II tuvo dos esposas, y las dos fueron reinas, María Luisa de Orleans (1662-1689), francesa, fue reina durante una década, y Mariana de Neoburgo (1667-1740), alemana, lo fue durante la siguiente y última década del reinado. En el siglo XVIII con el advenimiento al trono de los Borbones y la introducción de la Ley Sálica, ya no sería posible la existencia de una reina propietaria, todas fueron reinas consortes, en total seis reinas para cinco reyes. Felipe V fue el único que se casó dos veces, los demás reyes sólo una vez. Carlos III al quedarse viudo a los 44 años tomó la decisión de no volver a casarse. Felipe V se casó primero con María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714), reina de 1701 a 1714, Isabel Farnesio (1692-1766), que reinó de 1714 a 1746. Luis I contrajo matrimonio con Luisa Isabel de Orleans (1709-1742), quien únicamente fue reina unos pocos meses de 1724. Fernando VI reinó con su esposa Bárbara de Braganza (1711-1758), desde 1746 a 1758. Carlos III se casó con María Amalia de Sajonia (1724-1760), pero, aunque reinaron juntos en las Dos Sicilias muchos años, en España sólo compartieron el trono durante un año, de 1759 a 1760, pues la reina murió al poco tiempo. Carlos IV y María Luisa de Parma (1751-1819) casados desde 1765, reinaron de 1788 a su abdicación en 1808. Reinas propietarias. En la edad moderna la organización del poder y de la sociedad era por excelencia la monarquía. El gobierno de uno solo, que era fundamentalmente un varón, pero que en algunos casos podía ser también una mujer, como sucedía en España en los primeros siglos modernos, donde podían reinar las mujeres hasta la introducción de la ley Sálica a principios del siglo XVIII, después abolida en el siglo XIX. En cualquier caso, la figura femenina debía existir de manera asociada, pero ineludible: como reina consorte, la esposa del rey. Si la característica de la monarquía era la continuidad, la reina desempeñaba un papel esencial como madre del futuro rey. Las reinas propietarias eran las reinas por excelencia. Eran reinas por derecho propio, su poder procedía de ellas mismas. Sin embargo, la figura de la reina siempre fue vista en la época moderna como un mal menor. Los valores de la sociedad patriarcal alcanzaban también al trono. Se prefería siempre al hombre por encima de la mujer, mucho más cuando se trataba de una posición de la más alta responsabilidad como era la realeza, encargada de gobernar y dirigir la sociedad. En las normas de sucesión se preferían los varones a las mujeres. Sólo cuando no existía un varón en la familia real para heredar el trono, los intereses dinásticos pasaban por encima del problema que suponía para la mentalidad de la época el que una mujer encarnara la Corona. En el paso de la edad media a la edad moderna existía sobre el tema una gran polémica. En los reinos españoles no existía unanimidad. En la Corona de Aragón las mujeres no podían ocupar el trono, sólo transmitir los derechos. En la Corona de Castilla podían ocuparlo, pero también se prefería a los varones. La reina por excelencia. Muy significativo fue el caso de Isabel la Católica, que reivindicó sus derechos al trono castellano tras la muerte de su hermano Alfonso. Ni la complicada situación, ni su juventud, ni su condición de mujer la hicieron vacilar ni un momento. Dejando aparte el problema de la legitimidad de Juana, también mujer, Isabel no cederá ante los derechos de Fernando de Aragón como heredero varón más próximo en la línea dinástica de sucesión al trono. Será un motivo importante para elegirlo como esposo y para compartir con él el gobierno de la monarquía, pero no para cederle la preferencia. Isabel reivindicará siempre su derecho a la Corona de Castilla. Al morir Enrique IV Isabel no dudó en proclamarse reina en ausencia de su esposo y la discusión se aplazó hasta el encuentro de la pareja. Se debatía si la reina debía asumir por sí misma el poderío real o, simplemente, transmitirlo a su marido, reconociendo la superioridad del varón; algunos antecedentes en Castilla apuntaban a la segunda solución con preferencia a la primera y más en este caso en que el marido, como miembro de la dinastía Trastámara, estaba colocado en la línea de sucesión como primer varón en ella. Los derechos femeninos al trono se hallaban avalados por el derecho y por la historia. Efectivamente, en Castilla se aceptaba que la sucesión recayera en una mujer, siempre que no hubiera varón que ostentara iguales o mejores derechos. Una mujer podía heredar el trono y gobernar como reina propietaria, pero en la práctica esta situación se dio pocas veces. La hija de Alfonso VI, Urraca I (1109-1126), y la hija de Alfonso VIII, Berenguela, que en 1217 heredó la corona, pero la transmitió inmediatamente a su hijo Fernando III, son los dos ejemplos más significativos. Los argumentos para apoyar los derechos de la reina eran varios. Por una parte, la tradición política castellana y la doctrina cristiana no admitían diferencia sustancial entre hombre y mujer, de manera que, aunque se admitiera la prelación del hombre sobre la mujer en la misma línea y grado de parentesco, no existía motivo para relegar a la mujer si su parentesco era más próximo y, así, nada debería oponerse a que las infantas a quienes correspondiese pudieran reinar y reinaran en plenitud. Por otra parte, estableciendo la costumbre de la Corona de Aragón, que admitía sólo para las mujeres la transmisión de derechos al trono, pero no su ejercicio, dado que sólo tenían entonces una hija, la infanta Isabel, y que no existían garantías absolutas de lograr un heredero masculino, declarar la preferencia del hombre suponía desheredar a su hija. Finalmente el conflicto se resolvió mediante la sentencia arbitral de Segovia, también llamada «concordia», firmada el 15 de enero de 1475. De ella nacería un concepto nuevo de monarquía, en que la figura de la reina quedaba equiparada a la del rey. El famoso «tanto monta», que se refería a otra cosa, la leyenda de Alejandro Magno y el nudo gordiano, resulta muy expresiva de la nueva realeza dual. Ratificaba a Isabel como «legítima sucesora y propietaria» de la Corona, compartiendo sus funciones con Fernando su «legítimo marido». Reinas fracasadas. Pero la reina, especialmente la reina propietaria, era una figura compleja y podía ser hasta contradictoria. Incluso aunque las reinas lograran ocupar el trono y hacerse con el poder que les correspondía legalmente, podían ejercerlo o no ejercerlo. En la España moderna se dieron los dos ejemplos extremos, Isabel y Juana. Isabel lo ejerció en plenitud y de manera ejemplar, con decisión, con energía; será el modelo de reina por excelencia en la historia de España. Juana apenas lo ejerció y su caso constituirá un modelo negativo. La hija ya hubiera tenido muy difícil resistir la comparación con la madre, grande en vida y mucho más después de muerta, pues se convirtió inmediatamente en un mito, fueran cuales fueran sus cualidades para reinar, tanto para encarnar la realeza como para ejercer el gobierno. Pero sus problemas mentales y la dura competencia que le hicieron los varones de su propia familia hicieron muy difícil su vida e imposible su reinado. Varios fueron los rivales de Juana en el seno de su propia familia. En primer lugar su propio padre, Fernando el Católico, que por encargo de Isabel y resistiéndose a abandonar el poder que había tenido en la Corona de Castilla en vida de su esposa, ejerció sobre su hija una tutela asfixiante. También su marido, el Archiduque Felipe, quien deseoso de poder, pretendió usurpar, invocando su condición de consorte, el poder que pertenecía a Juana como reina propietaria de Castilla. Muerto prematuramente Felipe, Juana, al convertirse en viuda, empeoró su situación. Sola, gravemente afectada por la pérdida de su esposo, cayó más que nunca bajo la tutela de su padre, quien se convirtió en regente y la apartó radicalmente del poder y del gobierno. Comenzó entonces su larguísimo encierro en Tordesillas. Finalmente su hijo Carlos no hizo más que continuar en la misma línea, dar a su madre por incapacitada y amparándose en la ficción legal de compartir con ella la realeza, asumir el gobierno en solitario. Juana fue sacrificada a los intereses de la dinastía y del trono. Pero ella, aunque víctima, colaboró en la medida que le permitía su nublado entendimiento, con los hombres de su familia. Sucedió así con su hijo, como demuestra su actitud ante la rebelión comunera, evitando enfrentarse a Carlos y contribuir a la división del reino. En el caso de Juana, más allá del gravísimo problema que representaba para cualquier monarquía la locura del soberano, su condición de mujer influyó con toda seguridad negativamente en sus posibilidades de encarnar la realeza y ejercerla. En una sociedad acostumbrada a situar a las mujeres en una posición secundaria, subordinada y dependiente, las reinas no lo tenían fácil, mucho menos una reina que padecía trastornos mentales y carecía de la suficiente fuerza para imponer su autoridad. Siglos después, la otra reina propietaria de la monarquía española, Isabel II, fue igualmente un modelo negativo, que contribuyó a dividir la nación y perdió el trono. Su reinado, comenzado cuando todavía era una niña, abrió grandes perspectivas y esperanzas de modernización social y política para la monarquía y para la nación, pues ella encarnaba la causa del liberalismo. Sin embargo, pronto se desvanecieron las esperanzas. El reinado de Isabel II transcurrió bajo el signo de la división y el enfrentamiento, primero las luchas entre liberales -isabelinos- y absolutistas -carlistas-, después entre liberales moderados y liberales progresistas, finalmente entre monárquicos y republicanos. Sin ser responsable de todo lo malo que sucedió en su tiempo, su conducta como reina no estuvo a la altura necesaria. No logró superar las divisiones y discordias, incluso en ocasiones contribuyó a ellas, y acabó perdiendo el trono en 1868. Tanto la causa de la monarquía como la causa de la nación padecieron un grave deterioro por su falta de acierto. Moriría exiliada en París en 1904, después de largos años de destierro. Si no estuvo a la altura como reina propietaria, cumpliría su papel asegurando la sucesión y educando a su hijo como rey. Alfonso XII recuperó el trono y contribuyó a pacificar la nación y a darle estabilidad y futuro con el sistema de la Restauración. Esposa del Rey. Reinas propietarias fueron muy pocas, la mayoría lo fueron consortes. Las reinas consortes eran reinas en cuanto esposas del rey. La reina será ante todo, como la inmensa mayoría de las mujeres de la época moderna, esposa y madre. Pero la reina no será una esposa o una madre cualquiera, será esposa del rey y madre del futuro rey. En la época moderna las mujeres se casaban generalmente muy jóvenes. En el caso de las familias reales todavía más, pues asegurar la sucesión era esencial y cuanto más joven fuera la esposa, más posibilidades existían de tener hijos, de tenerlos pronto y de tener muchos. Ser esposa amante y casta era deber primordial de una reina. De una reina se daba por supuesto una conducta intachable en temas sexuales, debía ser absolutamente fiel a su esposo el rey. Si esto era esencial en toda mujer cristiana, mucho más en el caso de una reina, por la importancia que tenía para la dinastía garantizar estrictamente que el rey sería el padre de sus hijos y también por razones de ejemplaridad moral. No hubo reproche alguno en ese sentido para las reinas de la España moderna, salvo para María Luisa de Parma, que fue acusada de infidelidad, atribuyéndole amores con el favorito Godoy. Ya en la época contemporánea, también sería gravemente censurada por su comportamiento irregular Isabel II. Aunque las razones fueron múltiples, seguramente no fue fruto de la casualidad que ambas soberanas perdieran el trono y acabaran en el exilio. Amor y fidelidad eran exigidos a toda esposa, muchísimo más a una reina que debía dar ejemplo a todas las mujeres de su reino. Pero los matrimonios reales no siempre eran acertados ni felices. Las reinas, como los reyes, debían casarse por razón de estado, no por amor. Sin embargo, en algunos casos los matrimonios acabaron por convertirse en matrimonios de amor, como el de los Reyes Católicos, el de Carlos V y la emperatriz Isabel, los dos matrimonios de Felipe V, primero con María Luisa Gabriela de Saboya y después con Isabel Farnesio, el de Fernando VI con Bárbara de Braganza o el de Carlos III con María Amalia de Sajonia; concertados por motivos políticos y diplomáticos acabaron convirtiéndose en matrimonios muy unidos. Madre del Rey. Aunque debía cumplir con el papel de compañera fiel de su marido, en su calidad de esposa del rey su deber principal era dar continuidad a la Corona, dar un hijo a su esposo, un heredero al trono, cuestión esencial porque la continuidad era característica esencial de la Monarquía. Cumplir ese deber primordial estaba por encima de cualquier otra consideración, incluso del riesgo de su salud y de su vida. Fueron varias las reinas que murieron como consecuencia de malos embarazos o malos partos, como sucedió con la emperatriz Isabel, Isabel de Valois y Margarita de Austria. Si la reina no conseguía tener un hijo se consideraba que había incumplido su principal deber y generalmente se la culpaba a ella, independientemente de la responsabilidad verdadera del problema. María Luisa de Orleans y Mariana de Neoburgo fueron duramente criticadas por no haber tenido hijos. En el tema de la sucesión, la servidumbre de la reina respecto a la Corona -la institución- y a la dinastía -la familia-, fue máxima. La reina en este aspecto no era diferente de las demás mujeres, tenía como obligación esencial como reina la obligación esencial de una mujer en aquella época, tener hijos. Pero la obligación de la reina era infinitamente mayor que la de cualquier mujer corriente. Su maternidad estaba trascendida, iba mucho más allá del ámbito personal y familiar, afectaba no a una familia cualquiera, sino a una dinastía de siglos, no a un grupo de personas, sino a un pueblo entero. Una reina debía garantizar la sucesión, para el rey, para la dinastía y para la Monarquía española. El deber de la reina era fundamentalmente biológico, dar a luz un hijo. Pero se esperaba más de su maternidad, no sólo debía poner al hijo en el mundo, sino también criarlo, convertirlo en un hombre y en un rey. Debía ocuparse también del resto de sus hijos e hijas, como madre y como reina, para hacer de ellos hombres y mujeres de provecho, dignos príncipes de la dinastía, futuros reyes y reinas. La reina había de ser, pues, educadora de sus hijos y educadora de reyes. No bastaba con tener un hijo, el ideal era tener una familia numerosa, para asegurar la continuidad de la monarquía contra cualquier azar. La alta mortalidad infantil acosaba a todas las familias, también a las de la realeza. El resto de los hijos, especialmente las infantas, cumplían la importante misión de contribuir a extender y reforzar las redes dinásticas y diplomáticas, por lo que muchos de ellas acabaron ocupando tronos en otros países. Gracias a todos estos matrimonios de estado existían estrechos vínculos y que unían a las diferentes familias reales europeas, hasta crear un selecto y privilegiado núcleo dirigente, como una gran familia que reinaba en Europa y en gran parte del mundo. Era el deber de todas las reinas ser madres de rey, pero sólo algunas pudieron conseguirlo. Las dos reinas propietarias tuvieron varios hijos y fueron madres de reyes o reinas, Isabel de Juana, Juana de Carlos I. En el siglo XVI, dos fueron madres de reyes, Isabel de Felipe II, Ana de Austria de Felipe III. En el siglo XVII otras dos lo fueron: Margarita de Felipe IV, Mariana de Austria de Carlos II. En el siglo XVIII, María Luisa Gabriela fue madre de dos reyes de España, Luis I y Fernando VI, Isabel Farnesio fue madre de Carlos III, María Amalia de Sajonia, madre de dos reyes, uno fue Carlos IV, rey de España, el otro Fernando IV, rey de Nápoles y Sicilia, y María Luisa de Parma fue madre de Fernando VII. No lograr descendencia era una gran desgracia, que podía ocasionar graves problemas, como sucedió en 1700 a la muerte de Carlos II sin hijos, lo que desencadenó la guerra de sucesión a la corona española. Familias reales. La red de la realeza europea de donde proceden y en la que se insertan las reinas españolas se completa observando su procedencia y su linaje. Los matrimonios reales debían ser entre iguales, las reinas debían ser, por tanto, miembros de familias reales. Este principio establecido desde la época de los Reyes Católicos y seguido en la época de los Austrias y de los Borbones, será ratificado en tiempos de Carlos III en la real pragmática sobre casamientos de 1776, precisamente cuando temían que pudiera llegar a ser puesto en cuestión. Una de las consecuencias de esta norma tan estricta fueron los matrimonios entre parientes, más o menos lejanos. En el cuadro familiar de las reinas de España destacaba la consanguinidad existente, por la reiteración de matrimonios, especialmente con la Casa portuguesa de Avís y con la rama vienesa de la Casa de Austria, lo que daría ciertas ventajas, como fue la herencia de Portugal para Felipe II, pero también enormes desventajas por agotamiento genético, como sucedería con Carlos II. Fue así como reinas de origen extranjero se proponían como modelo a las mujeres españolas, como sucedió con todas las reinas consortes. Las reinas propietarias habían nacido en Castilla, una en Madrigal de las Altas Torres, un pequeño pueblo cercano a Ávila, otra en Toledo, una de las grandes ciudades de Castilla. Las dos reinas eran naturales de uno de los reinos españoles, la Corona de Castilla y además de la meseta castellana. Las demás fueron extranjeras, pues al considerarse a la monarquía como un poder único, por encima de cualquier otro, también se consideraba a la familia real como una familia única, por encima de cualquier otra familia, por lo que sólo era posible enlazar con otra familia real. La reina gobernadora. Las reinas consortes tuvieron poco o mucho poder, pero siempre de manera delegada o indirecta, gracias a su esposo el rey o a través de él. El poder de las reinas consortes procedía del rey, en cuanto esposas o en cuanto madres, era un poder compartido o delegado. Cuando ejercían el poder lo podían hacer de una manera formal e institucional, las reinas gobernadoras o las reinas regentes, o bien de una manera informal, no institucionalizada, que podríamos denominar «influencia», pero una influencia que daba mucho poder. Dejando aparte el caso de la reina propietaria, las dos formas institucionales de que una reina consorte ostentara oficialmente el poder eran como gobernadora o como regente. Muy significativo es el papel de reina gobernadora, que desempeñaron varias reinas consortes durante las ausencias del reino de sus maridos los reyes. Primera cronológicamente y una de las principales fue la Emperatriz Isabel, que actuó en varias ocasiones como reina gobernadora durante los viajes de Carlos V. Por disposición del Emperador, gobernó con prudencia Castilla durante las ausencias de Carlos, que fueron largas. En el siglo XVIII, por disposición de Felipe V, desempeñó ese papel María Luisa Gabriela de Saboya, mientras el rey acudía al campo de batalla durante la guerra de Sucesión. También ejerció como reina gobernadora Isabel de Farnesio, por disposición testamentaria de Fernando VI y por poderes de su hijo Carlos III, durante el tiempo en que el nuevo rey viajaba desde Nápoles a Madrid en 1759, para ocupar el trono español. La reina regente. Caso especial fue el de la reina regente. Además de esposa del rey, la reina era madre del rey y en algunos casos, si fallecía el monarca y el heredero no alcanzaba todavía la edad mínima para reinar personalmente, era su madre la persona destinada a hacerlo en su nombre hasta la mayoría de edad de su hijo. En la edad moderna este caso se dio a la muerte de Felipe IV, porque Carlos II era todavía un niño muy pequeño. Por tanto, la Regencia debía confiarse a su madre, Mariana de Austria, como era costumbre. Posteriormente doña Mariana ejercería como reina madre y seguiría influyendo hasta su muerte. Independientemente de que una reina ocupara los cargos de gobernadora o regente, la reina era siempre poderosa, en mayor o menor grado. El poder de la reina, propietaria o consorte, se transmitía por la sangre y el linaje, lo tenía la reina como reina o como hija de rey, esposa de rey o madre de rey. El poder estaba en la familia, en la dinastía. Pero no era sólo cuestión de sangre, sino también de ambiente. La reina no tendría sentido de manera aislada, de igual manera que no puede existir sino como eslabón de la dinastía, su entorno necesario era la sociedad cortesana. Y en la corte el poder estaba en el aire. Y en ese mundo donde el poder circulaba constantemente, la reina desempeñaba un papel trascendental, como fuente de poder si era la reina propietaria y como medianera entre el rey y todos los demás cortesanos y vasallos si se trataba de una reina consorte. La reina recibía, reflejaba, transmitía y distribuía ese poder, en forma de influencias, cargos, mercedes y gracias de todas clases. El poder corría por las venas de la reina y flotaba en el aire que respiraba. Sin rey y sin reino. Un caso especial de reina consorte sin poder ni influencia es el de la reina viuda. La reina viuda era varias veces viuda, era la mujer sin esposo y era la reina sin rey y sin reino. Sobrevivía como persona a su condición de reina. Si la reina lo era en cuanto esposa, al perder al esposo la reina dejaba de ser reina. La reina viuda era una figura excepcional, pues sólo era reina en cuanto lo había sido, pero ya no lo era. De acuerdo con el planteamiento conceptual de la época, «los reyes dos veces mueren porque dos veces viven. Viven una vez para el reino y viven otra vez para sí. Y al contrario, mueren cuando dejan de reinar y mueren cuando dejan de vivir». Era la vieja teoría medieval de los dos cuerpos del rey. Normalmente las dos muertes del rey coincidían, salvo cuando se producía una abdicación o un destronamiento. Pero en las reinas la doble muerte no coincidía. Muchas veces morían antes que el rey, pero a veces le sobrevivían y entonces morían como reinas en el momento en que moría el rey y morían como personas cierto tiempo después. Este intervalo solía ser muy penoso. Todas las reinas sentían gran preocupación y a veces auténtico temor a esa situación en que quedaban. Pasaban de ser el centro de todo a quedar más o menos marginadas y olvidadas. En general las reinas morían antes que el rey, pero algunas sobrevivían más o menos años. En el siglo XVI la reina viuda por antonomasia fue doña Juana, cuyo marido murió prematuramente dejando a su mujer desconsolada y agravando seriamente su situación mental. No hubo en la monarquía española más reinas viudas hasta que en el siglo XVII Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, sobrevivió a su esposo muchos años, debiendo actuar como regente y como reina madre durante casi todo el reinado de Carlos II. La reina viuda fue reina, pero dejaba de serlo. Quedaba marginada del poder y de la influencia, especialmente cuando no era madre del rey. Tenía que retirarse de la corte y pasaba incluso estrecheces económicas. Un interesante ejemplo fue el de Mariana de Neoburgo, reina doblemente fracasada, no tuvo hijos y no logró mantener la herencia dentro de la dinastía Habsburgo. Su situación empeoró por oponerse a Felipe V. Tras tener que retirarse a Toledo, acabó exiliada en Bayona durante años y sólo pudo regresar a España en 1738, poco antes de morir en 1740, cuarenta años después que su esposo Carlos II. También resultó patético el caso de Luisa Isabel de Orleans, esposa de Luis I, que tras quedar viuda en 1724, después de un reinado cortísimo de ocho meses, vivió retirada en Madrid y en 1725, al fracasar el proyecto de boda de Luis XV con la infanta española María Ana Victoria, fue devuelta a Francia, donde vivió sola, enferma y empobrecida hasta su muerte en 1742. El ceremonial. El poder no se expresaba sólo a través del mando, muy importante es también el mundo de los rituales. El papel de la reina en las ceremonias es otra perspectiva muy reveladora para entender su significado dentro de la familia real y su imagen pública en relación con el pueblo. El simbolismo tendía a destacar no a la persona individual sino a la reina como miembro de la familia real, enfatizando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía. El ritual presentaba a la reina como parte esencial e imprescindible de la monarquía, como esposa del rey, como madre del futuro rey. Pero también le reservaba papeles protagonistas, como sucedía en las entradas solemnes. Entradas reales las habían protagonizado con fuerte carga política las reinas propietarias, Isabel la Católica y Juana. También la emperatriz Isabel fue figura principal en los viajes realizados en ausencia del emperador. Pero el ceremonial cobró mayor importancia en el reinado de Felipe II, donde la llegada de la Reina a su nuevo reino, aunque sin compromiso político, se convirtió en momento propicio para la aproximación de la Corona a la sociedad. Con la introducción de la dinastía borbónica cambió el ceremonial borgoñón de los Austrias, en que el rey y la reina vivían gran parte del tiempo separados. Desde el reinado de Felipe V, el rey y la reina estarán siempre juntos, en la vida cotidiana, en el lecho, en la mesa, en los paseos y cacerías y también en las ceremonias, incluidas las de carácter político, como las entradas reales, los juramentos en las Cortes y las más diversas fiestas cortesanas. Las reinas tuvieron mayor papel en el ceremonial. El simbolismo tendía a subrayar no sólo a la persona del rey, sino la familia real, destacando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía. La pareja real, muchas veces acompañada de sus hijos, el Príncipe heredero y los infantes, participaba conjuntamente en casi todos los actos del ritual cortesano y de las ceremonias realizadas en público. Símbolos e imágenes. Además de una figura institucional, la reina era un símbolo. La imagen de la reina no era sólo trasunto de la realidad concreta, sino expresión de un modelo, que se traducía en imágenes literarias y artísticas. En el simbolismo real de la época, junto al mito solar aplicado al rey, el mito lunar se aplicaba a la reina. Mientras el sol brilla con luz propia, la luna, que no tiene luz por ella misma, sólo refleja la luz del sol. El símbolo responde al ideal, por el cual la reina era sólo un pálido reflejo del esplendor del soberano; sin embargo, en la realidad hubo reinas que brillaron con luz propia, otras llegaron incluso en algunos momentos a hacer sombra al astro rey. Los retratos de las reinas, a la vez manifestación de su personalidad individual y de su figura institucional, ofrecen a veces una imagen discreta, otras presentan la imagen oficial, pero siempre son imágenes majestuosas, bien por su misma sencillez, bien por su espectacularidad. La reina era presentada como modelo y ejemplo para sus súbditos. La ejemplaridad de la Monarquía era su capital más importante. Era algo inmaterial, pero tenía una enorme influencia. En ella radicaba su prestigio y en ella residía gran parte de su poder. Una monarquía que no fuera ejemplar, no sería respetada, ni obedecida, perdería una parte fundamental de su esencia. La imagen ideal era un referente. En ocasiones podía responder a la verdad, en otras era puro tópico. Pero se esperaba y deseaba que la Reina fuera un modelo para su familia y para todos sus súbditos. Reina santa. En una sociedad profundamente religiosa como era la de la España moderna, la reina debía ser necesariamente modelo de buena cristiana, mucho más tratándose de la reina de la Monarquía Católica. La religiosidad y la devoción se consideraban imprescindibles. Una vez más la reina Isabel constituye el ejemplo perfecto. Isabel ha pasado a la historia como «la Católica» y el sobrenombre le hace justicia. Fue una mujer de fe, una fe firme e inconmovible, y lo fue en su vida personal y en su actuación como reina. Era además muy piadosa. Todos coincidían en alabar su religiosidad. Su profunda fe y su ferviente devoción tenían traducción directa en su actuación como reina. Mostró desde comienzos de su reinado un gran celo por la defensa de la fe, por la pureza de la doctrina y un estilo de vida en coherencia. De ahí se derivaría una constante aplicación a la reforma religiosa. La imagen de la reina era como un trasunto menor de la imagen de la Virgen María, madre de Dios, coronada reina de los cielos. Si la figura de María tiene una de sus manifestaciones en la imagen real, la figura de la Reina se compara con la de María. En ocasiones se presentaba a la reina casi como una santa. Una de las imágenes preferidas de la reina ideal era la imagen de la reina misericordiosa. La reina presentada como amparo de sus súbditos, respondía a una imagen femenina, maternal, acogedora, consoladora, protectora. Con frecuencia aplicada a la Virgen María, la madre de Misericordia, esta imagen también se trasladaba a la reina. La Reina, protectora sobre todo de la fe y la religión, era la protectora de sus vasallos y la protectora del reino. La imagen de la reina era con frecuencia, significativamente, una imagen religiosa. Caso extremo es el de Isabel la Católica. La reina con su esposo y sus hijos, todos postrados a los pies de la Virgen constituye un mensaje de fe y devoción, propuesto a los ojos del público. Un buen ejemplo puede ser la tabla denominada «Virgen de los Reyes Católicos». Reina heroína, reina seductora. La imagen de la reina tenía muchas vertientes, complementarias y hasta contradictorias En la época moderna seguía plenamente vigente la imagen bíblica y clásica de «la heroína», una mujer fuerte, una reina valerosa, capaz de grandes proezas, que rige a su pueblo con voluntad firme y le conduce a la victoria. Esa sería la imagen apropiada para la reina propietaria y su mejor exponente fue sin duda Isabel la Católica, especialmente como reina victoriosa en Granada. También algunas reinas consortes encarnaron ese simbolismo, como podría ser el caso de María Luisa Gabriela de Saboya, que no sólo apoyó a Felipe V en los difíciles momentos de la guerra de sucesión, sino que ella misma hizo frente sola con gran valentía a las vicisitudes de la guerra. Pero la reina heroína era una mujer excepcional para una ocasión excepcional, se recurría con mayor frecuencia a un simbolismo más amable y suave. Reinar para una reina equivalía en la época a encarnar la institución monárquica y prestarle una imagen digna de ser amada y obedecida. Ganar el amor y la fidelidad de sus súbditos para la Corona se consideraba deber fundamental de la reina. Esta seducción de su pueblo se esperaba que la llevase a cabo de una manera «femenina», presentando una imagen atractiva, que atrajera a todos sus súbditos a través de su belleza y su afabilidad. La reina debía ser el rostro hermoso y amable de la monarquía, que completara y compensara el rostro duro y temible del poder. Mientras el rey ejercía un reinado material, el de la reina era inmaterial, espiritual, el rey reinaba sobre los cuerpos, la reina debería reinar sobre las almas. Para ello a la belleza interior se debía añadir la hermosura exterior, ambas como dos de las cualidades personales más importantes que debían adornar a la primera mujer del reino. En cuanto a la imagen exterior la belleza era fundamental. Cualidad femenina por excelencia según los criterios de la época, la Reina como modelo de mujer debía ser bella y también como Reina ideal, partiendo de la idea de que la belleza física servía para atraer los corazones de los vasallos. Era la belleza una de las cualidades más apreciadas y alabadas en una reina. Al margen de los cánones de la época, todas las soberanas eran hermosas. Era como si la realeza las rodeara de un aura especial de hermosura. La majestad daba belleza, la belleza daba majestad. Críticas y censuras. Pero esta imagen ideal tenía a veces poco que ver con la realidad de unas reinas más o menos buenas y hermosas. Algunas tenían gran protagonismo en la corte y en el gobierno. No todas ni siempre se resignaban a desempeñar un papel discreto y humilde. Al ideal de una reina bella y buena cristiana, que era también el ideal de mujer, se unían algunas cualidades más propias de reinas en cuanto ostentadoras de poder. Una virtud como la prudencia, que es característica de la soberanía y del gobierno, aparecía en ocasiones en el conjunto de virtudes y cualidades de la reina, pero generalmente en tono menor. Las virtudes de la realeza, las cualidades de la mujer fuerte de la Biblia y de las heroínas del mundo clásico, no marcaban la pauta en la imagen ideal de las reinas, en contra de la actuación de algunas soberanas en la práctica como sucedió con varias de las reinas borbónicas del siglo XVIII. Existía, como siempre, enorme distancia entre ideal y realidad. Saber ser reina era un saber, que en función de su condición femenina, iba indisolublemente unido a la discreción. La reina como mujer debía ser discreta, mucho más como reina. Su conducta personal debía ser discreta, como discreto debía ser, en teoría, el papel institucional que desempeñara en la Monarquía, aunque no fue así en todos los casos. A la discreción se sumaban en la imagen ideal de una reina cualidades como la modestia, la humildad, vinculadas en la época a la feminidad. Un aspecto especialmente significativo de la discreción de la reina era su comportamiento en la corte, que debía ser siempre disciplinado, rigurosamente ceñido a la etiqueta y al protocolo. Apartarse de esa disciplina la descalificaba como mujer y como reina. Como contrapunto a la imagen ideal, no faltaron críticas contra las reinas. Muy graves fueron las que se hicieron contra Isabel Farnesio, tachándola de intrigante y ambiciosa, acusándola de haber manejado a Felipe V a su antojo y había perjudicado a España y a los españoles. Especialmente discutida fue su ambición maternal, que la llevó a la intervención en las guerras italianas para dar tronos a sus hijos. La reina debía pagar el precio de ir más allá de reinar y atreverse a gobernar, tomando decisiones políticas muy polémicas. Todavía más graves fueron las censuras contra María Luisa de Parma, acusada de mantener relaciones impropias con Godoy y de ser excesivamente caprichosa y derrochadora en una época de crisis. Aunque para valorar las críticas que se le hicieron hay que tener en cuenta el contexto histórico en que le tocó vivir, en plena crecida revolucionaria contra la monarquía, así como en pleno auge de las ambiciones de Napoleón, es cierto que su conducta poco adecuada contribuyó al desprestigio de la Corona y a la pérdida del trono. Ideal y realidad no siempre coincidían, pero ambas contribuyeron decisivamente a forjar la imagen personal e institucional de las reinas de España en la edad moderna. La hora de la muerte. La reina debía ser ejemplo en vida y también en la hora de la muerte. El valor ante la muerte se le demandaba como cristiana y como reina, igualmente para ejemplo de su familia y de sus súbditos. Así sucedió por ejemplo con Isabel la Católica, que murió en la madurez, tras una larga y penosa enfermedad, «tan cristianamente como había vivido», según dijo su esposo Fernando. La muerte y el enterramiento de las reinas también resulta significativo. El ceremonial variaba en función de las circunstancias de su fallecimiento, pero generalmente era muy solemne. Las dos reinas propietarias murieron en Castilla, Isabel en Medina del Campo, Juana en Tordesillas, y acabaron ambas enterradas en la capilla real de Granada. Muy reveladoras fueron las instrucciones dejadas por Isabel en su testamento para ser enterrada de manera muy pobre y humilde, amortajada con un hábito franciscano, en una sepultura en el suelo, con una simple lápida con su nombre, en el convento de San Francisco de Granada. Sin embargo, su condición de reina la siguió también en la muerte. Su esposo Fernando se encargó de construir para ambos una espléndida tumba renacentista en la capilla real de Granada. A partir de la Emperatriz Isabel, la mayoría de las Reinas reposan en el Monasterio de El Escorial, en el Panteón real las madres de reyes. Otras descansan en lugares distintos, como Isabel de Farnesio junto a Felipe V en el Real Sitio de la Granja de San Ildefonso y Bárbara de Braganza junto a Fernando VI en las Salesas Reales de Madrid. Reposando en sus majestuosos mausoleos, las reinas siguen reinando después de muertas. |
Isabel de Borbón. Fontainebleau (Francia), 22.XI.1602 – Madrid, 6.X.1644. Reina de España, primera esposa de Felipe IV. La futura reina Isabel era la segundogénita de María de Médicis y de Enrique IV de Francia, que, divorciado de su primera esposa, Margot de Valois, casó en octubre de 1600 con la sobrina de Fernando I de Toscana avalada por una importante dote. Aquella boda dio lugar a grandes festejos tanto en Florencia como en París y una vez instalada María en Francia, proporcionó a Enrique IV una numerosa familia, de la que Isabel fue la primera de las niñas nacidas del matrimonio. La madre de Isabel había crecido entre el Palacio Pitti, los jardines de Bóboli, la villa de Pratolino y otros lugares de la Corte Medicea que se hallaban a la vanguardia de Europa respecto al coleccionismo, la producción artística y las invenciones musicales o teatrales propias del Manierismo. Recibió una refinada educación que transmitió a su descendencia y que Rubens recreó en uno de los lienzos que decoraban el palacio de Luxemburgo, en el que aparece la diosa Minerva enseñando lectura a la reina de Francia, mientras Apolo era el encargado de instruirle en la música y Mercurio en el arte de la elocuencia. Ciertamente, a pesar de la damnatio memoriae que sobre ella ha perdurado, María de Medicis recibió una esmerada formación que incluyó, además del estudio de francés y el español, música y pintura, en un ambiente frecuentado por artistas de la calidad de Jacopo Ligozzi o Giambologna. Jugó un papel político fundamental, ejerciendo la regencia tras el magnicidio de su esposo (1610), en una situación en la que la Monarquía francesa debía defenderse de infinidad de luchas intestinas, alimentadas tanto desde el interior como desde el exterior. Supo hacer buen uso de su refinada cultura, promoviendo el arte y el espectáculo al servicio de la función política y para ello puso bajo su protección a artistas de la talla de Peter Paul Rubens, Anton van Dyck o Frans Pourbus. Una sensibilidad que intentó transmitir a sus hijas Isabel, Cristina y Enriqueta María, que llegarían a ser, todas, reinas en distintas Cortes europeas merced a una política matrimonial de diseño impecable, aunque de efectos políticos poco duraderos. Como parte de esa estrategia matrimonial, el 25 de febrero de 1612, Isabel y su hermano Luis XIII de Francia quedaron prometidos oficialmente al futuro Felipe IV y a su hermana Ana Mauricia de Austria respectivamente, después de una larga negociación entre las Cortes de París y Madrid, desarrollada en medio de una intensa actividad diplomática en la que los Médicis jugaron un papel protagonista. Con esta unión finalizaba temporalmente la política antiespañola que había mantenido Enrique IV en Flandes e Italia, para provocar la ruptura del bloque austroespañol de los Habsburgo en Europa. La negociación de las dobles bodas tuvo un itinerario largo y accidentado, tanto por la oposición de los hugonotes y de varios príncipes de la sangre (Nevers, Humena, Bouillón y Condé) en Francia, como por las reservas del Consejo de Estado en Madrid. Fue Lerma el que potenció un acercamiento hacia María de Médicis y sus ministros. El valido llegó a afirmar que aquella operación gozaba del apoyo de la “Providencia Divina” y participó activamente en las consultas, realizando entrevistas con embajadores y supervisando hasta en sus menores detalles el protocolo cortesano relacionado con el doble casamiento. También Felipe III procuró asistir personalmente a las reuniones del Consejo de Estado que trataron sobre la cuestión. Oficialmente el acuerdo matrimonial se realizó en enero de 1612, la aceptación de las capitulaciones se registró en el verano de ese año y quedó aprobado por ambos consejos reales entre el 25 y el 26 de enero de 1613. El compromiso fue seguido de una proclamación pública, festejos y el envío de embajadores para las respectivas peticiones de mano. Las ceremonias organizadas en la Place Royale de París resultaron apoteósicas. El tema escogido en los festejos fue “El Templo de la Felicidad” una construcción efímera que se erigió en medio de la plaza y por la que desfilaron carros triunfales, animales exóticos y caballeros ataviados con trajes lujosos para representar que la doble alianza ahora acordada traería a Europa una paz eterna y una felicidad sin fin. El 2 de febrero se publicaron los casamientos oficiales en Madrid y el 21 de julio fue recibido en Palacio el duque de Mayenne. Las capitulaciones matrimoniales se firmaron el 22 de agosto aprovechando el paréntesis que proporcionó el cese de las hostilidades en Italia y la firma de la controvertida Paz de Asti (21 de junio de 1615). El viaje de Isabel a España resultó complicado. Salió de París rumbo a Burdeos el 17 de agosto de 1615, con una comitiva de unas mil personas, y sufrió varios retrasos, entre otros accidentes por la enfermedad que la propia princesa padeció en Poitiers. En plena “rebelión de los príncipes”, sólo la protección del ejército de los Guisa permitió que la Reina Madre pudiera efectuar el traslado de su hija con garantías. Una vez en Burdeos, tuvo lugar la ceremonia por poderes el 18 de octubre, en la que el duque de Guisa representó al príncipe Felipe. Al tiempo, desde Madrid, se preparó el séquito que debía recibirla y que se pergeñó para mayor lucimiento del valido de Felipe III que, acompañado de sus hijos, se encaminó a Burgos en un último intento por rehabilitar el declive de su posición en la Corte, que en esos momentos parecía ya irreversible. Desde Burgos y Burdeos las dos comitivas pusieron rumbo hacia la frontera para consumar las entregas de la infanta y la princesa. El intercambio se efectuó el 9 de noviembre de 1615 y para la ceremonia se habilitó un espacio artificial en medio del río Bidasoa, con dos pabellones efímeros a modo de palacios erigidos en las riberas. Este acto quedó inmortalizado con todo lujo de detalles en varios cuadros encargados por Felipe III, entre ellos un lienzo pintado por un desconocido archero de la Corte que en la actualidad se encuentra en el monasterio de la Encarnación de Madrid. Aunque la boda tuvo lugar en noviembre de 1615, sólo fue consumada en noviembre de 1620, cuando Felipe había cumplido los quince años. Reina de España desde 1621, Isabel tuvo ocho hijos, pero solamente dos, el príncipe Baltasar Carlos y María Teresa, sobrevivieron a la primera infancia. Los demás fueron Margarita María, fallecida a las veinticuatro horas de nacer (1621), Margarita María Catalina, que sobrevivió tan sólo un mes (1623), y para cuyo nacimiento ofreció la Reina una capilla en la parroquia de Santa María en honor de la Virgen de la Almudena, origen de la actual catedral madrileña, María Eugenia (1625- 1627), Isabel María Teresa, que tan sólo sobrevivió un día (1627), y María Antonia Dominica Jacinta, que falleció con diez meses (1635-1636). Tras el deslumbramiento de los primeros tiempos de convivencia conyugal plenos de alegría palaciega, después de los lutos por la muerte de Felipe III, en los que la Reina disfrutó, por ejemplo, de las famosas “fiestas de Aranjuez” (1622), donde participó activamente siguiendo la tradición de los fastos cortesanos renacentistas, bajo el personaje de “La Reina de la Hermosura” —y cuyos accidentados avatares dieron lugar a rumores sobre el platónico amor que el conde de Villamediana sentía por ella—, los siguientes años de matrimonio con Felipe IV fueron de un trato correcto, pero no caluroso. Francesco Contarini, embajador veneciano, describía su personalidad y situación en estos términos: “[...] es una Princesa de costumbres amabilísimas, de ingenio y capacidad [...] si bien el Rey la honra [...] últimamente no la ama”. Entre 1621 y 1640 la influencia de su peso político puede intuirse en algunos momentos —por ejemplo en la negociación de la Paz de Monzón (1626)—, pero no apreciarse claramente. Sin embargo, a partir de 1640, con las guerras de Cataluña y Portugal en ciernes y con la ausencia de Felipe IV ocupado en el frente de Aragón, Isabel debió asumir como regente tareas de gobierno. Cuando el Rey marchó a Zaragoza, ella comenzó a trabajar sin descanso con los consejeros que permanecieron en Madrid. Así lo recogía en un comentario inocente, pero muy gráfico, el príncipe Baltasar Carlos en la correspondencia que mantuvo con su padre en estas especiales circunstancias (23 de noviembre de 1642): “Ayer, mi madre celebró una junta que comenzó al mediodía y acabó a las tres y mientras tanto yo estuve jugando”. También se ha insistido en su responsabilidad a la hora de propiciar la caída de Olivares, hasta el punto de hablarse de la “Conspiración de las Mujeres”, operación en la que habrían intervenido, además de la Reina, la duquesa de Mantua, Ana de Guevara, sor María de Ágreda, y quizá también la que se convirtió en “secreta valida” de la Reina —según expresión del embajador de Alemania Eugenio de Carreto, marqués de la Grana—, su dueña de honor y guardamayor de las damas, Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes de Nava. Es cierto que la relación de Isabel de Borbón con el conde-duque de Olivares nunca fue fluida. Se ha señalado que la causa radicaba en que el valido era el que facilitaba las correrías del Rey y sus infidelidades, pero sobre todo, Olivares obstaculizó la influencia política de la Reina, como ilustra Hume cuando relata un episodio palaciego en el que doña Isabel emitió una opinión sobre un asunto de gobierno en presencia de Felipe IV, intervención que el conde-duque apostilló diciendo: “La misión de los frailes es sólo rezar y la de las mujeres sólo parir”. Es sin duda demasiado simple explicar la caída de Olivares por una conspiración palaciega protagonizada por las “mujeres de la Corte”; muchos otros factores y personajes intervinieron en su defenestración. Los desastres en el frente catalán, la extraordinaria crisis financiera de esos años y personajes políticos de peso como Luis de Haro o el conde de Castrillo que, de colaboradores, pasaron a engrosar las filas de los disconformes con don Gaspar. Pero es cierto que la Reina jugó un papel importante, aunque quizá magnificado inmediatamente después por los que en la sombra movían varios de los hilos de la oposición al valido, desde el confesionario de la propia Reina, por ejemplo. Al volver al frente en 1643, Felipe IV nombró de nuevo regente en Castilla a su consorte y encomendó a Chumacero (30 de junio de 1643): “[...] [le] presentaréis todos los asuntos que surjan, aconsejándola con el mayor efecto y veracidad posibles y no dejando de convocar reuniones regulares en su presencia”.
El presidente del Consejo de Castilla quedó impresionado por la capacidad de negociación que Isabel desplegó con los financieros para que éstos adelantaran fondos, mientras el propio Rey reconocía al padre Sotomayor que: “Gracias a los esfuerzos de la reina para obtener y enviar provisiones hemos podido equipar y preparar rápidamente a las tropas” (15 de septiembre de 1643). Incluso corrió el rumor de que la Reina iba a encabezar personalmente un ejército, como en tiempos hiciera Isabel la Católica, para liberar Badajoz de los portugueses. También se publicitaron otros gestos regios, como intentar que uno de los banqueros más importantes de Madrid, Manuel Cortizos, le adelantara dinero a cambio de dejar sus joyas personales en prenda. Fue una actividad intensa que sirvió para que Felipe IV la calificara, después de la caída de Olivares, como “su único valido” y que le pasó factura, ya que en medio de sus obligaciones de gobierno, en la primavera de 1644, tuvo un aborto. Era el quinto que sufría y tardó varios meses en reponerse. En el verano reanudó su trabajo administrativo, pero en octubre cayó de nuevo enferma y el día 6 por la mañana murió, con cuarenta y dos años, en medio de una gran discusión entre sus médicos que, como relataba Chumacero en carta al Rey (6 de octubre de 1644), hicieron tal variedad de diagnósticos que no se podía decir cuál era la causa verdadera del deceso. El Rey recibió la noticia en la localidad de Almadrones, cuando ya había salido de Zaragoza para estar al lado de su esposa. El 9 de octubre, desde El Pardo, y sin haber visto todavía el cadáver, escribía esta sentida carta, recogida por Pérez Villanueva, a la condesa de Paredes: “Condesa yo he llegado aquí cual vos podéis juzgar habiendo perdido en un día mujer, amiga, ayuda y consuelo en todos mis trabajos y pues no he perdido el juicio y la vida, debo de ser de bronce. He querido descansar con vos porque sé la merced y confianza que hacía la reina de vuestra persona y el amor que vos la teníais. Y por esta razón me ha parecido preguntaros si acaso os dejó dicho algo que desease se ejecutase de servicio o gusto suyo, o de obligación y descanso de su alma, para que, pues la debí tanto en vida, haga cuanto estuviere a mi mano por ella en muerte”. La desolación del Monarca quedaba reflejada también dos días antes de que se celebraran las exequias en Madrid en una misiva a sor María de Ágreda, recogida por Seco Serrano: “Me encuentro en el mayor estado de dolor que pueda existir [...]; la ayuda de Dios tiene que ser infinita si es que alguna vez voy a superar esta pérdida”. No cabe duda de que, si durante la primera parte del matrimonio la relación con doña Isabel no pasó de discreta, durante los últimos años los lazos de respeto, afecto y confianza se estrecharon intensamente hasta convertirse en “la mejor azucena de Francia” —como rezaba en los motes de su túmulo funerario—, en “el mayor tesoro de Felipe IV” y cuyo recuerdo, magnificado en los años inmediatamente posteriores a su desaparición, quedó vinculado a la imagen de la buena gobernante. Bibl.: Relacion del efecto de la iornada del Rey don Filipe nuestro señor, y del entrego de la Christianissima Reyna de Francia doña Ana Mauricia de Austria su hija, y del recibo de la serenissima Princesa Madama Ysabela de Borbon; las ceremonias que en este acto vuo de la vna, y otra parte, y su conclusión. Todo lo qual fue en Irun, lunes nueue de nouiembre deste presente año. Y de la partida a Francia, y buelta del Rey nuestro señor con su nueua hija, Sevilla, Clemente Hidalgo, 1615: P. 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Ida Fink y sus «Huellas» del Holocausto. Errata Naturae y el Centro Sefarad publican por primera vez los relatos de la escritora judía.
MANUEL DE LA FUENTE 12/12/2012 El desgarrador y terrorífico libro del Holocausto sigue incorporando dramáticas páginas a su desolador contenido. Setenta años después de que los jerarcas nazis pusieran en marcha la Solución Final , siguen apareciendo testimonios de aquellos espantosos momentos para nuestra especie. Muchos describen con el corazón roto el espanto a través de las autobiografías, las memorias, o a través de documentados libros de historia. Igual y afortunamente, siguen surgiendo novelas y narraciones que impiden que aquellos momentos y aquellas matanzas se olviden. El dolor duele, pero más ha de doler el olvido. Muchas de estas obras recurren a lo épico, a lo trágico, al heroísmo sublime. Pero en otros, la desolación surge en la aparente sencillez de la vida cotidiana, en torno a una mesa camilla, en el salón de una casa tan común y tan corriente como cualquiera, pero que esconde en una velada en torno a un plato de keftes de espinaca terribles presentimientos, oscuros presagios, designios de muerte y dolor. En Polonia, en Hungría, en Rusia, en Salónica , los judíos querían seguir abrazados a la vida inexorablemente, a pesar de la pérdida, del espanto, de la barbarie que imponían aquellas camisas negras bordadas de calaveras. Campo de concentración En Polonia, en una pequeña ciudad llamada Zbaraz , nació en 1921 Ida Fink . A los veinte años, era internada en el campo de concentración de su misma ciudad natal. Un año después, en 1942, alguien le consiguió a ella y a su hermana unos papeles falsos que aseguraban que eran de origen ario. Consiguieron escapar huyendo a través de Europa. Aquella epopeya fue contada por Ida con enorme belleza en «El viaje» , libro publicado entre nosotros por Mondadori en 1991. Afortunadamente, ahora llega un segundo libro de este autora prácticamente desconocida entre nosotros, y que tardó mucho en serlo en su propio país (ahora es Ucrania) y hasta en Israel donde se instaló en 1957. El título del libro también es sencillo, «Huellas» , y lo ha publicado el Centro Sefarad Israel y la editorial Errata Naturae dentro de su colección Papeles de Sefarad , colección que dirige Mercedes Monmany , crítica literaria de ABC , y en la que ya se han publicado otros dos títulos: «Hemingway y la lluvia de pájaros muertos» , de Boris Zaidman, y «Susanna» , novela de Gertrud Kolmar , poetisa y prima del pensador Walter Benjamin , asesinada en Auschwitz en 1943. Apátrida literaria «Ida empezó a escribir muy tarde, a los cincuenta años, en 1971 –explica Mercedes Monmany–. Había vivido en Israel quince años, pero todavía escribía en polaco, y en Polonia no publicaba en solidaridad con los escritores censurados por el régimen comunista, lo que durante mucho tiempo la convirtió en una especie de apátrida literaria». Finalmente, Ida por fin tomó recado de escribir para fortuna de sus lectores, ahora también en castellano. Muchos la han llamado la Chéjov del Holocausto , y Monmany aporta detalles sobre la obra de esta mujer: «Estos cuentos son de una grandísima calidad. Ida es una maestra de la miniatura, del detalle, de la poesía de la pérdida, genial escritora para contarnos la historia de toda esta gente que estaba dejando atrás su mundo y su vida, pero sin nombrar, solo intuir, los campos de concentración. Como Isaak Babel es una maestra del silencio, una autora equiparable a alguien como Primo Levi , alguien que nos cuenta con precisión y concisión de adjetivos aquella estratificación de la muerte planeada por los nazis». La vida cotidiana y el horror Los personajes de Ida Fink nos transmiten a través de su vida cotidiana los espantos de aquellos días. «Las personas conversan sobre algún disparo, alguien que ha desaparecido, de algún asesinato, pero no hablan directamente de la muerte, son intuiciones, miradas, susurros, gritos lejanos... Son muchas veces relatos muy cortos, pero cuyo argumento es el de toda una novela. Son hechos vividos por la propia Ida o por gente muy cercana a ella, pero son hechos que han sucedido realmente, son estremecedores». Ida Fink murió en septiembre de 2011, a los noventa años de edad. Atrás queda una vida entregada a la música, a las palabras, al recuerdo de su gente perseguida, martirizada, asesinada y sacrificada en aquellos tiempos innombrables, pero que nadie debería olvidar. |
POR LAS FRONTERAS DE EUROPA. Ida Fink: hay que esperar a que terminen 29/04/2024 Nacida en Zbarazh, Polonia, hoy Ucrania, en 1921, y fallecida en Tel Aviv, en 2011, Ida Fink, empujada por su padre, huyó junto a su hermana menor del gueto de su ciudad natal, en la región histórica de Galitzia, donde había sido deportada por los nazis en 1941. Su padre, médico, se quedaría refugiado en casa de unos campesinos hasta el final de la guerra, consiguiendo para ellas unos papeles en los que figuraban como arias. Las dos hermanas lograron sobrevivir, regresando a Polonia al acabar la guerra. Más tarde Ida Fink se iría a trabajar a Israel al Yad Vashem, la institución, museo y centro de estudios que vela por la conservación de la memoria del Holocausto. Allí, se ocuparía de la dura tarea de recoger los testimonios de los supervivientes del genocidio judío. Muchos de ellos le servirían de inspiración para sus magníficos relatos. Con el tiempo, con libros como El viaje, Huellas o Un pedacito de tiempo, Ida Fink se convertiría en una de las más grandes maestras del relato corto que ha habido en el pasado siglo. Escritora en lengua polaca a lo largo de toda su vida, a pesar de trasladarse a vivir a Israel en 1957, su especialidad, casi de forma invariable, fue narrar el Holocausto que había vivido en su juventud. Un trauma tantas veces incomunicable para muchas víctimas en el que Fink destacaría con una literatura de una calidad excepcional, dotada de una rara, metafísica y concentrada intensidad perturbadora. |
EL VIAJE Estás aquí:Portada » EL VIAJE Título: El viaje Autora: Ida Fink Traductor: Elżbieta Bortkiewicz Número de páginas: 226 Formato: 148 x 210 Precio: 18,90 € ISBN: 978-84-947227-6-9 Otoño de 1942, dos jóvenes hermanas deciden huir del gueto de su ciudad natal en los confines orientales de la Polonia ocupada por los nazis. Tras hacerse con documentos falsos, que ocultan su condición de judías, consiguen ser aceptadas como voluntarias para trabajar en la Alemania nazi. Inician así un largo viaje, el más importante de sus vidas, que las llevará hasta la frontera con Francia. En su peligrosa y escalofriante huida se verán obligadas a cambiar constantemente de identidad, a reencarnarse una y otra vez en nuevos personajes. Todo ello en medio de un ambiente hostil, poblado de agentes de la Gestapo, confidentes y chantajistas, donde los gestos de ayuda y amabilidad son esporádicos y escasos. Basada en su propia peripecia vital, pero narrada desde la perspectiva de un tiempo distante a los hechos, esta novela ofrece una visión claramente femenina y muy alejada de los cánones e imágenes habituales que dominan la literatura del Holocausto o Shoá. Su estilo, lleno de contención y sutileza, convierte este testimonio en un viaje intimista al interior del horror, en el cual la tensión no para de crecer a medida que cambian los paisajes, el entorno, los personajes; un relato en el que los acontecimientos se suceden como secuencias de cine o como escenas contempladas desde la ventanilla de un tren en constante movimiento. COMENZAR A LEER «Fink no mitifica el Holocausto, sino que describe un mundo amenazante de manera mucho más viva y convincente que un documento histórico.» – The New York Times
– Eva Hoffman, autora de Extraña para mí |
Ida Fink. En presencia de la ausencia, por Juan Jiménez García LITERATURAS4 ABRIL, 2024 El viaje, de Ida Fink (Báltica) Traducción de Elżbieta Bortkiewicz | por Juan Jiménez García Ida Fink | El viaje Hay en El viaje la confesión de la ausencia de memoria. Esos espacios en blanco, esa inexistencia de recuerdos, esos instantes en los que no hay nada, nada en absoluto, ni tan siquiera esos falsos recuerdos, o esos otros que estamos a punto de atrapar, pero se nos escapan, sin remedio se nos escapan. Una materialización de mis propias obsesiones. Aquello que no está. Que ya no será, aunque, un día algo regresa. El viaje es una obra basada en la propia experiencia de Ida Fink, que, durante la ocupación alemana de Polonia y ante el peligro inminente para los judíos (ella, su familia), es enviada por su padre, junto con su hermana, a un incierto viaje hacia Alemania cuyo objetivo es ponerse a salvo, alejarse del gueto. Con papeles falsos y haciéndose pasar por trabajadoras voluntarias a las que esperan allá, no tarda todo en empezar a torcerse. Esa argucia ya se ha empleado demasiado. La narración se convierte en un largo camino lleno de peligros, de derrotas, pero también de una cierta esperanza. Iba a escribir en el ser humano, pero no es cierto, porque precisamente lo que demuestra el libro es, cierto, la esperanza de encontrar gente buena, pero también la constancia de que el nazismo no fue el sueño de una noche de verano de unos cuantos locos, sino una deriva colectiva. Ni tan siquiera un asunto alemán, dado que ahí estaba recogido el espíritu de una época. Pensemos en el ahora. No huyen de la muerte segura, sino de la incertidumbre o de la sospecha. Estamos en el otoño de 1942, tiempos confusos. Los alemanes están en plena campaña oriental y no va bien. A través del paso de los meses, se irá sintiendo como se acerca la derrota. Se habla del arma definitiva, pero lo único definitivo es esa involución, que aproxima más y más a los aliados y la derrota. Conforme avanza el viaje, aparecerán las bombas sobre las ciudades alemanas, señales del futuro inmediato. Pero eso aún está lejos. Lo cercano es el día a día, y cualquier gendarme o la temida Gestapo puede dar al traste con todo. En la narrativa de Ida Fink está el despojamiento y una preocupación por el temor inmediato, por el miedo que les rodea, por el desfallecimiento. La guerra está ahí, lejos aún. Es algo que discurre en países lejanos, y esa debía ser la impresión también de los propios alemanes en un principio. Por eso, estar en Alemania como trabajadores voluntarios era una buena manera de escapar de todo aquello. Sus nombres cambian. Cambian constantemente. Siempre son ellas dos, pero siempre son alguien más, otra persona tras la que se esconden, otra identidad, que implica otro pasado, otra familia, un no ser. Recuperar el alemán estudiado, recordar sus peculiaridades dialécticas, olvidar lo aprendido. No saber tocar el piano delante de ese piano, pero ser incapaz, jugarse la vida por interpretar unas notas de Chopin, porque necesitas, por un momento vivir, salir de ese cuerpo extraño, recuperar aquel viejo cuerpo. Cuerpo, pensamiento, inteligencia. Entendimiento. Sobrevivir a los demás, al azar, a las circunstancias, ser fuerte en la debilidad, sostener a la hermana pequeña, que se derrumba una y otra vez, pero una y otra vez quiere seguir. Ese enfrentamiento de nuestra necesidad de sobrevivir contra el mal, ese mal que puede ser un campo de exterminio, pero también la dueña de una granja. Que es así porque uno se sustenta en otro, uno es la materialización de la maldad del otro, de su miseria moral. Ida Fink, como escritora, como protagonista, no se hace demasiadas preguntas. No sobre todas estas cuestiones humanas. Cuando el objetivo es sobrevivir, la escala del mundo se reduce a cosas muy pequeñas. Unos zapatos, algo de comer, un parque, una puerta, el pensamiento en el padre, en la gente que se ha ido quedando por el camino en esa búsqueda de la seguridad de vivir. Cuando vuelva unos años después a los lugares de entonces, no quedará nada, pero todo sigue ahí. De nuevo esa presencia de la ausencia. Ese estar, pero no lograr atrapar. La necesidad de olvidar frente a la necesidad de recordar. Ese mecanismo que nos mueve como personas, que nos hace no detenernos. Ese ruido en nuestras cabezas, cuando estamos ahí, en silencio. Ese temor sordo, que no sabemos a qué atribuir… A los espacios en blanco. Al vacío. A la repetición. |
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