Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Hernandez Jara; Demetrio Protopsaltis Palma; Carla Vargas Berrios; Alamiro fernandez acevedo;
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Jose Antonio Primo de Rivera |
El 20 de noviembre de 1936 José Antonio era asesinado por un piquete formado apresuradamente sin esperar a los Guardias de Asalto. Caía tras comparecer ante un Tribunal Popular, en un juicio con sentencia señalada y pactada de antemano por el propio Indalecio Prieto. La documentación es, en este punto, incontrovertible. La brillante defensa de José Antonio hizo posible que su hermano Miguel se salvara de la ejecución, pues la petición de pena de muerte era para ambos. La superioridad dialéctica de José Antonio, porque la jurídica de nada valía ante un Tribunal Popular, hizo que la deficiente redacción de la sentencia, la fragilidad de las pruebas del fiscal (varias de ellas meros recortes de periódico) y los errores dieran suficientes elementos para admitir un aplazamiento de la condena. Los plazos se cumplieron. El Consejo de Ministros trató la ejecución en la tarde del 19 de noviembre, por lo que las versiones de Largo Caballero (“nos sorprendió la noticia de la ejecución discutiendo el tema”) son falsas. En el Consejo de Ministros la confirmación fue mayoritaria. Esa fue la posición de Largo Caballero secundada por Indalecio Prieto (el erróneamente calificado de “amigo de José Antonio”). La confirmación de la sentencia y la ejecución inmediata siguieron las normas establecidas.
Piquete de ejecución. Aunque es difícil precisar el transcurso del tiempo en la noche del 19 al 20 de noviembre podemos reconstruir, hora a hora, los acontecimientos. La versión tradicional adolece de algunos errores o distorsiones. A las once de la noche se comunicó a José Antonio que iba a ser ejecutado. Según las declaraciones, aproximadamente a la misma hora, Guillermo Toscano Rodríguez, dirigente anarquista de la CNT andaluza que había llegado a la prisión como miliciano, pero que dada su posición actuaba como jefe de milicias anarquistas en la misma, que había obtenido de José Antonio una cierta confianza (quizás no tuviera otro remedio porque desde octubre estaba ante su celda), recibía o conocía, según su testimonio, la orden de ejecución del jefe de la prisión, Adolfo Crespo Orrios, que era consecuencia de la cursada por el gobernador civil. La ejecución tendría lugar al amanecer. Guillermo Toscano era el hombre designado por la CNT y la FAI para vigilar a José Antonio. A sus órdenes estaban los milicianos José Pantoja Muñoz, Luis Serrat Martín, apodado “el vaquería”, Manuel Beltrán Saavedra y Francisco Perera. La documentación indica que Toscano asumió el protagonismo de la ejecución designando los integrantes del piquete. Además de los citados, todos ellos ejecutados tras la guerra, formaron: Andrés Gallego Pozo, el portugués; Pascualet, Antonio Pastor, Becerra y varios guardias de asalto entre los que figuraba Federico Esteve Navarro. El pelotón de ejecución era básicamente anarquista. En el mismo figuraban un sargento y tres soldados del 5º Regimiento de milicias y cuatro guardias de asalto. Parece evidente que el anarquismo había decidido asumir el “honor y el protagonismo” de fusilar a José Antonio. Guillermo Toscano y sus milicianos fueron designados por la FAI para vigilar a José Antonio. Se habían instalado cerca de su celda en octubre armados con fusiles mauser y pistolas facilitados por la organización anarquista, aunque la llave de la celda estaba en poder del director de la prisión. En las horas previas a la ejecución ninguna decisión pasó por el oficial de prisiones de servicio, Enrique Araujo. El piquete, realmente, debía estar compuesto por Guardias de Asalto. A las dos de la mañana el capitán Eduardo Rubio Funes recibió la orden de formar el piquete de guardias para la ejecución y trasladarse a la prisión provincial de Alicante. La hora fijada para la misma era las seis de la mañana. A las cinco cuarenta y cinco el piquete salió con destino a la prisión. Según los testimonios, José Antonio ya había sido fusilado cuando llegaron. Existen algunas diferencias en las declaraciones; según parece la ambulancia del Ayuntamiento que debía llevar los cadáveres tardó en llegar. El capitán de las fuerzas de Asalto dio orden de escoltar la ambulancia para evitar que la asaltaran. El testimonio del guarda del cementerio avala esta posibilidad, porque tuvo que recurrir a la autoridad para evitar el despojo de los cadáveres. La responsabilidad de la forma en que se ejecutó-asesinó a José Antonio debe ser pues imputada al director de la prisión y a los milicianos anarquistas. Unas veinticinco personas estuvieron presentes; algunas fuentes elevan el número hasta cuarenta. Según algunos testimonios, el director de la prisión ordenó tomar fotos y hubo una cierta “algazara”. A pesar de todo no parece que los cadáveres fueran profanados, aunque la pluma de José Antonio acabó en manos de Toscano. Franco en persona trataría de que ésta se recuperara para entregarla a los familiares de José Antonio. La ejecución Son de sobra conocidos los detalles comunes de las últimas horas de José Antonio. Pocas dudas debían caber al fundador de la Falange sobre su suerte; los Tribunales Populares, desde el mes de septiembre, se habían pronunciado invariablemente por la ejecución de los falangistas. Dentro de la cárcel hacía tiempo que dependía de los anarquistas. El interlocutor directo, por encima del director de la prisión, era el citado Guillermo Toscano. José Antonio era consciente de que su vida pendía ya de un hilo. En torno al 10 de noviembre pidió al juez Enjuto un notario para protocolarizar su testamento. El fiscal, el secretario del juzgado y el notario, Mariano Castaños, se trasladaron a la prisión. José Antonio entregó su primer testamento (hasta la fecha ilocalizado). Por fuentes indirectas sabemos que se componía de dos partes. En las disposiciones de índole privada instituía como herederos a sus hermanos y establecía un legado para su tía. La parte política exasperó al fiscal, Vidal Gil Tirado, quien prohibió al notario registrarla: Vidal: Eso no es un testamento. José Antonio: ¿Tampoco va a permitirme eso? José Antonio insistió y entregó las cuartillas a Mariano Castaños, quien personalmente, pese al riesgo, en cumplimiento de su función, lo transcribió porque los oficiales que le acompañaban se negaron. Sin embargo se prohibió al notario su protocolarización.
El 18 de noviembre, José Antonio pide a Toscano que le faciliten un confesor. El Tribunal ha dictado sentencia y sabe que el plazo de ejecución es muy breve. El artículo 633 del Código de Justicia Militar dice que se le leerá la sentencia al ponerle en capilla; el 635 indica que la ejecución tendrá lugar en las veinticuatro horas siguientes al enterado del gobierno. Un “sacerdote viejecito”, José Planelles Marco, daría la última absolución al fundador de la Falange. Después redactaría su segundo testamento. El día 19, mediante once cartas, se despide de catorce personas. De sus familiares: Fernando, Carmen, la tía Carmen, el tío Antón, Julián Pemartín y Sancho Dávila. De sus camaradas y amigos: Serrano Suñer, Fernández-Cuesta, Ruíz de Alda, Valdes Larrañaga, Sánchez Mazas, Carmen Werner. De sus pasantes: Garcerán, Sarrión y Cuerda. Dos de ellos, Fernando Primo de Rivera y Julio Ruíz de Alda han sido asesinados por el Frente Popular. Las cartas revelan que José Antonio no cree ya en la posible conmutación de pena o aplazamiento de la ejecución. El Tribunal o la Comisión de Orden Público, o ambos, deciden que José Antonio no sea ejecutado en solitario. El porqué de esta decisión es difícil de precisar. Se podría alegar que se trataba de contribuir a diluir cualquier duda sobre la legalidad del proceso aparentando normalidad. Lo que sí parece evidente es que fue el azar el que seleccionó a los requetés Vicente Muñoz Navarro y Luis López López, y a los falangistas Ezequiel Mira Iniesta y Luis Segura Baus. Según la documentación algunos de ellos estaban en trámite de conmutación de pena. En torno a las seis de la mañana entraron en la celda de José Antonio, Guillermo Toscano y el director de la prisión. El fundador de la Falange pudo despedirse de su hermano Miguel, al que entregó algunas cosas. Según los testimonios vestía un traje negro, sobre el mismo un abrigo. El pelo rapado. Se produjo la escena de la entrega del abrigo. José Antonio se colocó en la posición. Aunque Gil Pecharromán reconstruye la escena y anota que el sargento (¿) dio las órdenes, los documentos indican que José Antonio extendió el brazo y gritó ¡Arriba España!, lo que desencadenó, sin orden previa, el fuego de los milicianos. También existe controversia sobre quién dio el tiro de gracia a José Antonio. Guillermo Toscano se autoinculpó en una de sus declaraciones, pero según el capitán Casimiro Romero fue un tal Becerra el que lo realizó. José Antonio fue enterrado en la mañana del 20 de noviembre junto con los dos falangistas y los dos requetés. Otros diez cadáveres fueron depositados en la fosa. El guardia del cementerio, José Santoja, que había conseguido que no se saqueara el cadáver, en los meses siguientes señaló como la tumba otra fosa para proteger el cadáver. Allí permaneció hasta el 4 de abril de 1939. José María Zavala, autor de «Las últimas horas de José Antonio». El fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera en la cárcel de Alicante, la mañana del viernes 20 de noviembre de 1936, fue uno de los episodios más deleznables de la reciente historia de España; de no haberse producido, sin duda el rumbo de la misma hubiera sido otro. Reconstruir lo que allí sucedió, casi ochenta años después, ha requerido una labor titánica de investigación durante casi cuatro largos años. Gracias al hallazgo de los «expedientes perdidos» de los principales protagonistas de su muerte (los miembros del pelotón de ejecución, el director de la cárcel y el auditor del Ministerio de la Guerra que denegó el indulto al líder de Falange Española presionado por Largo Caballero) estamos en condiciones de recrear ahora con relatos de testigos presenciales la carnicería perpetrada en aquel maldito patio número 5, el de la Enfermería. Felipe Ximénez de Sandoval, biógrafo de José Antonio, aludió en su día con toda honestidad y rigor a este peliagudo asunto: «Ya no sabemos más. Ya todo son noticias vagas…». Pero ahora, insistimos, parapetados en un arsenal de documentos inéditos recopilados durante las últimas horas de José Antonio, considerado por el hispanista Stanley G. Payne como «el estudio más completo sobre el proceso y la ejecución de José Antonio, que constituye una aportación fundamental e indispensable» para el conocimiento de su egregia figura, sabemos por fin lo que allí sucedió. Disponemos así, en primer lugar, de un documento desconocido de gran valor: la relación de funcionarios de prisiones que estuvieron de guardia aquel día en la cárcel provincial. Hela aquí: «Don Fernando Abadía García: Oficial de Régimen, Diligencias y Dirección; Don Trinidad Muñoz Andrés: Oficial de Economato, Gabinete y Administración; Don Telesforo Llovel Morató: Oficial de Interior, Limpieza, Sótanos y Enfermería; Don Enrique Maciá Bermejo: Oficial auxiliar de Interior y Comunicaciones; Don Enrique Alijo Longay: Oficial de Rastrillos; Don Germán Quereda Torregrosa: Oficial del Patio de Lavandería y Cuarta Galería; Don Miguel García Jiménez: Oficial del Patio de Lavaderos y Primera Galería; Don Antonio Flores Guillén: Oficial de Provisional y Patio del mismo; Don Juan José Menor Calatayud: Oficial de Provisional de 08.30 a 12.30 y de 14.30 a 18.30 horas; Don Manuel Lledó Brotóns: Auxiliar General de 08.30 a 12.30 y de 14.30 a 18.30 horas». Confusión» con los disparos ¿Acaso no resulta llamativo que todos y cada uno de los guardias declarasen no haber visto nada aquel día? ¿Obedecía tal vez su ceguera a que alguien les puso a la fuerza una venda en los ojos? Sólo el testigo Trinidad Muñoz Andrés, de 38 años, casado y natural de Toledo, aportó un dato a mi juicio relevante: «Ignoro –declaró al juez– quiénes fueron los que dispararon contra las cinco víctimas, aunque allí dentro había milicianos de la CNT y comunistas, y había llegado un piquete de asalto. Pero dada la confusión que existía es de sospechar que todos fuesen los que disparasen». «Confusión», pocas veces una sola palabra significó tanto. En su primera y extensa declaración efectuada en la Jefatura de Policía de Baza (Granada) tras su detención, el 13 de abril de 1939, el miliciano Guillermo Toscano que dio el tiro de gracia a José Antonio aludió también al desconcierto, seguido del revuelo armado en el patio de la prisión aquella madrugada. De su declaración, inédita y esclarecedora también, nos interesa ahora este pasaje: «Al llegar al patio –manifestó Toscano–, me sorprendí al ver en el mismo y ya antes en el pelotón de fusilamientos a otros tres que no sabía quiénes eran, supongo que de otra cárcel. (…) En el patio, además de la fuerza que estaba en fila de ejecución, había como espectadores hasta un número aproximado de cuarenta personas. (…) Seguidamente se dirigió José Antonio al lugar donde estaban los otros tres y yo mismo, a la fila encargada de la ejecución. No hubo voz de mando para hacer las descargas, las cuales se efectuaron a capricho, en número de cinco o seis, y al pronunciar los gritos de “¡Viva España!” y “¡Arriba España!” por parte de José Antonio. Una vez en el suelo, yo, como llevaba pistola, fui el encargado de darle el tiro de gracia a todos ellos. Después de dicho acto, en todos los asistentes se manifestó la consiguiente algaraza [algarada] en los comentarios». De ser cierto además lo declarado por Trinidad Muñoz, es indudable que reinaba la más absoluta confusión y anarquía en el patio de la cárcel. ¿Se imagina el lector la escabechina que aquella cadena de improvisaciones representó para los cuerpos indefensos de José Antonio y de los llamados «cuatro mártires de Novelda» fusilados junto a él (Ezequiel Mira Iñesta, Luis Segura Baus, Vicente Muñoz Navarro y Luis López López), considerando que el pelotón o los pelotones de fusilamiento, si es que al final fueron dos como aseguraba Miguel Primo de Rivera, se compusieron en total de catorce individuos entre milicianos anarquistas, soldados comunistas del Quinto Regimiento y guardias de Asalto? En el expediente de Toscano se hace constar lo siguiente, el 6 de junio de 1939: «Formó parte [Toscano] del pelotón de asesinos de José Antonio, integrado por José Pantoja, Luis Serrat Martínez, José Pereda Pereda, Andrés Gallego Pozo y Francisco [Manuel] Beltrán. (…) La orden de formar el pelotón la dio Ramón Llopis, de la Comisión de Orden Público, y se integró por los citados, más un sargento y tres soldados del Quinto Regimiento de Milicias y cuatro Policías». Catorce fusileros en total. Si se efectuaron hasta seis descargas, como recordaba Toscano, resultaría entonces que las cinco víctimas fueron acribilladas con más de ochenta disparos, recibiendo cada una alrededor de dieciséis impactos. Aterrador. Aunque el fuego de los mosquetones se concentró en José Antonio, como enseguida veremos. En su primera declaración indagatoria ante la Policía, el 2 de noviembre de 1939, el sargento Juan José González Vázquez, encargado de mandar el pelotón de ejecución, dijo algo tan revelador como esto:
Adviértase cómo el testigo subrayó que el pelotón efectuó «cuarenta o sesenta disparos» a tan sólo «tres metros» de distancia de las víctimas. Hablan los forenses Estremece sólo pensar en el tremendo impacto de las ráfagas de disparos a tan escasa separación de aquellos cuerpos, cuando el alcance eficaz del Mauser modelo Oviedo 1916 como el que emplearon aquel día los fusileros era de 2.000 metros nada menos. González Vázquez confirmaba, al igual que Toscano, que no hubo orden de abrir fuego, dando a entender también que se congregó un gran gentío en el patio de la cárcel entre espectadores y curiosos. Debió ser terrible. Tanto, que ni siquiera el director de la prisión, Adolfo Crespo Orrios, facilitó un solo detalle reseñable del fusilamiento al juez en su declaración del 17 de abril de 1939. Y qué decir de los dos médicos forenses destinados aquel día en la cárcel de Alicante: en lugar de presenciar el fusilamiento, como era su obligación, ninguno de los dos lo hizo. ¿Qué motivos alegaba el primero de ellos, José Aznar Esteruelas, de 56 años, casado y natural de Zaragoza, el 3 de mayo de 1940 cuando declaró ante el juez? Sus palabras no tienen desperdicio: «Me tocó por turno, como médico forense, asistir al fusilamiento de José Antonio y de los otros ‘‘cuatro mártires de Novelda’’, fusilamiento que no presencié pues esperé en uno de los pasillos de la cárcel provincial a que se llevase a cabo, para después certificar la muerte… Puedo manifestar que a uno de los otros cuatro fusilados le tuvieron que disparar dos tiros de gracia, pues parece ser que principalmente en el momento de la ejecución se cuidaron de apuntar a José Antonio y descuidaron a los demás». Más reveladora aún, si cabe, era la versión del segundo forense, Manuel Hurtado Martínez, de 65 años, casado y natural de Murcia, quien, pese a no ser ya un novato en la materia, casi se murió de miedo: «Como médico de la Beneficencia Municipal, concurrí al fusilamiento de José Antonio y de los ‘‘mártires de Novelda’’, acto que no presencié, pues me escondí tras un recodo para no verlo». Ahora también sabemos que ninguno de los dos médicos realizó el preceptivo informe de autopsia a los cinco cadáveres. La horrible muerte de José Antonio tampoco fue inscrita como exigía la Ley. El certificado de defunción tuvo que ser expedido en Alicante, el 5 de julio de 1940, por orden del Juzgado de Primera Instancia número 2, en presencia del juez municipal Federico Capdepón Icabalceta y del secretario del Distrito del Norte, Rafael Martínez Bernabéu. El acta de la defunción se encuentra depositada en el Registro Civil, sección de Defunciones, al folio 313 del tomo 19. ¿Guardaban acaso alguna relación aquellas irregulares omisiones con la pavorosa escena que presenció el empresario uruguayo Joaquín Martínez Arboleya en el patio de la prisión, evidenciando que alguien pudo ocuparse de eliminar cualquier vestigio de la matanza? El testigo ocular rompió su silencio años después, proclamando: «Se quebró su cuerpo [el de José Antonio], cayendo doblado, empapadas en sangre sus rodillas. La chusma allí reunida gritó obscenidades». De todos los testimonios y relatos sobre la ejecución, el escritor José María Zavala ha recuperado en un libro reciente y de gran éxito (La pasión de José Antonio) el de un testigo presencial. Se trata del ciudadano uruguayo Joaquín Martínez Arboleya (1900-1984), que se encontraba en España el 18 de julio porque trabajaba en una sociedad financiera con clientes españoles. En Alicante vivía en una pensión y otro huésped le invitó a asistir a la ejecución del señorito, porque ésta fue pública, como los guillotinamientos de la Revolución Francesa y los apaleamientos de la Camboya de los jemeres rojos. Arboleya acudió para no levantar sospechas. TIROS A LAS PIERNAS En su autobiografía Nací en Montevideo, editada en 1970, Joaquín Martínez Arboleya cuenta cómo se desarrolló la ejecución. El fusilamiento lo realizó un piquete de ocho milicianos del sindicato anarquista CNT. Antes que José Antonio se fusiló a dos falangistas y dos carlistas a los que el tribunal popular había absuelto, pero a los que condenó el odio de los izquierdistas. José Antonio se enfrentó a los fusiles con un mono azul raído y unas alpargatas, como un miliciano más, aunque con las manos atadas a la espalda con grilletes. Rechazó con firmeza la venda para los ojos y cuando se dio la orden de disparar gritó con fuerza “¡Arriba España!”. Sin embargo, no concluyó ahí su sufrimiento, según el relato de Martínez Arboleya. José Antonio recibió la descarga en las piernas. No le tiraron al corazón ni a la cabeza; lo querían primero en el suelo, revolcándose de dolor. No lo lograron. El héroe cayó en silencio, con los ojos serenamente abiertos. Desde su asombrado dolor, miraba a todos sin lanzar un quejido, pero cuando el miliciano que mandaba el pelotón avanzó lentamente, pistola (a)martillada en mano y encañonándolo en la sien izquierda, le ordenó que gritase “¡Viva la República!” –en cuyo nombre cometía el crimen–, recibió por respuesta otro “¡Arriba España!”. Volvió entonces a rugir la chusma, azuzando a la muerte. Rodeó el miliciano el cuerpo del caído y apoyando el cañón de la pistola en la nuca de su indefensa víctima, disparó el tiro de gracia. A punto estuvo de apoderarse del cuerpo del fundador de la Falange una chusma enfurecida que sin duda habría cometido las mismas mutilaciones con él que las que se cometieron con el del general López Ochoa en Madrid: decapitación y desmembramiento. El forense José Aznar Esterela, presidente del Colegio de Médicos de Alicante, no realizó la autopsia preceptiva. Tampoco se inscribió la muerte de José Antonio en el Registro Civil; el certificado de defunción se expidió en Alicante en julio de 1940, terminada la guerra. Por último, los objetos personales de José Antonio no fueron entregados a su familia, sino que Prieto se los quedó: una maleta que contenía cartas a su amor, una novela inacabada, fotos, útiles de aseo… Como con tantas cosas que no eran suyas (el tesoro del yate Vita robado en España a sus propietarios), Prieto se quedó la maleta. Al menos no la gastó, a diferencia del oro, las joyas y el dinero. Prieto, a quien muchos falangistas siguen considerando un patriota y casi un aliado, guardó la maleta en la caja de seguridad de un banco mexicano. En enero de 1977 el albacea de Prieto, el socialista Víctor Salazar, entregó a Miguel Primo de Rivera, sobrino de José Antonio, las llaves de la caja. ¡Cuarenta años de apoderamiento ilegal! Rafael Redondo Maya Eran poco más de las seis y media de la mañana, cuando en un ángulo del patio de la Prisión Provincial de Alicante sonó la descarga que abatía los cuerpos de cinco jóvenes condenados a muerte. Cuatro de ellos, dos falangistas y dos requetés, todos de Novelda, acompañaron a José Antonio en aquel trágico destino. El cuerpo de José Antonio agonizante, hasta que un disparo definitivo, lo dejó inmóvil. |
Responsables políticos de la Ejecución de Primo Rivera
Francisco Largo Caballero (1869-1946), dirigente socialista, como Presidente del Gobierno firmó el enterado del Consejo de Ministros, lo que equivalía a la denegación del indulto. Largo no quiso asumir su responsabilidad y, años después, mentirá: «Estábamos en sesión con el expediente sobre la mesa, cuando se recibió un telegrama comunicando haber sido fusilado Primo de Rivera en Alicante. El Consejo no quiso tratar de una cosa ya ejecutada y yo me negué a firmar el enterado» Cf. Mis recuerdos (México: 1954). Largo Caballero, Francisco. Madrid, 15.X.1869 – París (Francia), 23.III.1946. Dirigente político y sindical socialista. Nació en una familia humilde —su padre era carpintero—, rota al poco de su nacimiento por la separación de sus padres. A los cuatro años marchó a Granada con su madre, que había encontrado trabajo de sirvienta en una fonda. No tardaron en regresar a Madrid e instalarse en una buhardilla de la plaza de Chamberí, recogidos por un tío suyo. Fue algún tiempo al colegio de las Escuelas Pías de San Antón, que tuvo que abandonar a los siete años para ponerse a trabajar. Se empleó como aprendiz en diversos oficios, sin llegar a encontrarse a gusto en ninguno de ellos, hasta que a los nueve años empezó a trabajar como estuquista. En poco tiempo se labró una posición respetable dentro de su profesión, que ejerció siempre con gran vocación y un arraigado orgullo gremialista, aunque el carácter estacional de su trabajo le obligaba a menudo a buscar otras ocupaciones temporales y a emplearse como albañil en las obras que el Ayuntamiento y la Diputación de Madrid realizaban en parques y carreteras próximas a la capital. Incluso después de que, al cabo de treinta años, sus obligaciones políticas y sindicales le llevaran a abandonar su oficio, siempre tuvo a gala su antigua condición de estuquista, que hizo constar hasta el final de sus días, tras haber llegado a ser consejero de Estado, diputado, ministro y presidente del Gobierno, como su única profesión en su documentación oficial y en las candidaturas electorales de las que formó parte. Su vida dio un giro radical en mayo de 1890, cuando las organizaciones obreras conmemoraron por primera vez la jornada del 1 de mayo, y aunque Largo Caballero no asistió a la gran manifestación celebrada en Madrid, quedó hasta tal punto impresionado por el relato que le hicieron algunos asistentes y por las palabras pronunciadas en aquella ocasión por Pablo Iglesias, que decidió afiliarse inmediatamente a la sociedad de albañiles El Trabajo, integrada en la Unión General de Trabajadores (UGT). Desde esa fecha hasta su muerte, cincuenta y seis años después, Largo Caballero fue militante del sindicato socialista, en el que desempeñó las más altas responsabilidades. Su incorporación al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) (Agrupación Socialista Madrileña) no se produjo hasta tres años después, el 9 de marzo de 1893 (en su libro Mis recuerdos da equivocadamente el año 1894 como fecha de su ingreso). Empezó entonces su dedicación a la causa socialista, en la que se inició como seguidor y admirador de Pablo Iglesias, hombre también de orígenes modestos y formación autodidacta al que tomó como maestro y modelo. Intentó ampliar su corta cultura en la biblioteca de la Academia de Jurisprudencia y en la del Ateneo madrileño, donde asistía además a conferencias de políticos, sociólogos y juristas cuando sus ocupaciones laborales y societarias se lo permitían. En 1899, fue elegido vicetesorero de la UGT y vocal del comité nacional del PSOE, presidido por Pablo Iglesias, en los congresos celebrados aquel año por las dos organizaciones socialistas. Su ascenso en los órganos directivos del PSOE y la UGT, el paulatino crecimiento del socialismo español y la política regeneracionista del régimen de la Restauración en su intento de apertura a la realidad social del país le llevaron muy pronto a desempeñar sus primeros cargos públicos. Primero fue su nombramiento en 1904 como vocal obrero, junto a otros cuatro representantes socialistas, del nuevo Instituto de Reformas Sociales (IRS), al que perteneció por espacio de veinte años. Desde su cargo en el Instituto intervino en la elaboración de proyectos legislativos encaminados a mejorar las condiciones laborales de los trabajadores, como la jornada de ocho horas, y veló por la aplicación efectiva de las reformas sociales que se iban introduciendo. Participó asimismo en tribunales de arbitraje para la resolución de conflictos laborales, como los que se designaron a principios de 1905 para mediar en el conflicto de la construcción en Madrid y en el del puerto del Grao en Valencia (de sus intervenciones en el Instituto de Reformas Sociales dan noticia tanto el Boletín del Instituto como, con mayor retraso, el periódico El Socialista). Poco después de ingresar en esta institución y siendo ya presidente de la Agrupación Socialista Madrileña, en las elecciones municipales de 1905 fue elegido concejal del Ayuntamiento de Madrid por su distrito natal de Chamberí, cargo que desempeñó en cinco ocasiones a lo largo de su vida. En el Ayuntamiento madrileño empezó a mostrar sus dotes, unánimemente reconocidas, de administrador puntilloso y eficaz fiscalizador de los poderes públicos. Su dedicación incansable a las tareas administrativas, tanto en el Ayuntamiento como en el sindicato y luego en otros organismos, le labraron cierta leyenda negra sobre su afición al trabajo burocrático. De “burócrata laboral típico” le califica, en efecto, el historiador Gerald Meaker, quien, haciéndose eco del testimonio de personas que le trataron de cerca, presenta a Caballero como un hombre “austero, reservado, parco en palabras, muchas veces cáustico y malhumorado”. Madariaga, en cambio, prefiere poner el acento en “su formidable voluntad, su insobornable honradez y limpieza de propósito, su talento natural y eficiencia como organizador”. Destacó, asimismo —y también le fue reprochado por algunos—, por su frecuente intervención en conflictos laborales, en los que buscaba, desde posiciones pragmáticas, una salida pactada que evitara la radicalización de las posturas. Su temor a los riesgos de la huelga, tan arraigado en la cultura societaria del socialismo español, recordaba, como tantas otras cosas, la poderosa influencia que en él ejercía Pablo Iglesias. Del empeño que puso en las reformas sociales en marcha y de su dominio de los aspectos técnicos y jurídicos de la llamada cuestión social da testimonio el discurso que en octubre de 1908 pronunció ante una comisión del Senado en su calidad de vocal obrero del Instituto de Reformas Sociales sobre el proyecto de Ley de Contrato de Trabajo presentado por el Ministerio de Gobernación. Como demuestra su denodada labor en el IRS, fue durante la mayor parte de su vida un firme partidario de una política social reformista auspiciada por el Estado, así como de la intervención de los socialistas en las instituciones, a las que debían aportar —como dijo él mismo en 1911— su “oxígeno bienhechor”. Con la Semana Trágica (1909) empezó una etapa de su actividad marcada por las frecuentes detenciones y por un protagonismo cada vez mayor en el Partido y en el sindicato, favorecido por el lento, pero inexorable, declive de la salud de Pablo Iglesias. A principios de agosto de 1909, fue detenido en Madrid, junto a otros dirigentes socialistas, por haber presidido un mitin contra la Guerra de Marruecos. Liberado al poco tiempo, en julio de 1910 tuvo que viajar a Bilbao, enviado por el sindicato, para impedir que la huelga de la minería vizcaína derivara en un paro general, que la UGT quería evitar a toda costa. Un año después era elegido diputado provincial por Madrid —el primer socialista, junto a Indalecio Prieto, que accedía a tal condición—. Por esas mismas fechas, y tras el fallecimiento de su primera esposa, Isabel Álvarez —madre de su primer hijo: Ricardo—, se casó en segundas nupcias con Concha Calvo, con la que tuvo cuatro hijos. Mientras tanto, fue asumiendo nuevas responsabilidades, como la gerencia de la Mutualidad Obrera, reorganizada por él sobre bases más racionales y realistas, que dieron un considerable impulso a la actividad de esta institución emblemática en la vida obrera de la capital. En 1913 daba asistencia médica y farmacéutica a cerca de diez mil familias vinculadas a la UGT. Junto a la Mutualidad Obrera, que era “como una hija” para él, según afirma en sus memorias, y los distintos cargos que desempeñaba en el Partido y en el sindicato, tuvo un papel preeminente en las difíciles relaciones que los socialistas mantuvieron con el sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) desde su creación en 1911. Vicepresidente de la UGT desde 1908, Largo Caballero parecía en aquel momento el dirigente socialista con mayor proyección tras la generación de Pablo Iglesias. En el IX Congreso del PSOE de octubre de 1912, se declaró contrario al mantenimiento de la conjunción firmada con los republicanos en 1909, una opinión que de momento no encontró eco en las filas socialistas y que le llevó a un primer enfrentamiento con el que sería, andando el tiempo, su gran rival en el PSOE, y a la sazón defensor a ultranza de la conjunción: Indalecio Prieto. La evolución de sus opiniones puede seguirse, a partir de entonces, en sus colaboraciones en la prensa socialista, una práctica a la que se venía resistiendo por considerarse escasamente dotado para las tareas literarias y periodísticas —no sabía “hilar” los artículos, según él—. Escribió en varias ocasiones sobre la crisis de subsistencia que se desató durante la Primera Guerra Mundial y que llevó a socialistas y anarquistas a convocar una huelga general el 18 de diciembre de 1916. Tuvo un papel decisivo en las negociaciones con la CNT, tanto para la convocatoria de esta última como para la organización de la huelga general de agosto de 1917, que acabó en un estrepitoso fracaso y llevó a la detención del comité de huelga, formado por Julián Besteiro, Andrés Saborit, Daniel Anguiano y el propio Largo Caballero, convencido desde entonces de que los republicanos habían incumplido sus compromisos con los socialistas, lo que agudizó en él sus viejos prejuicios hacia el republicanismo. Un Consejo de Guerra celebrado a finales de septiembre les condenó a cadena perpetua. El 19 de octubre, Caballero y sus tres compañeros fueron trasladados en tren de Madrid a Cartagena, en cuyo penal debían cumplir la condena. La gran campaña de movilizaciones puesta en marcha por la izquierda y la integración de los condenados en la candidatura electoral del PSOE para las elecciones legislativas de 1918 prepararon el terreno para una amnistía política que fue aprobada por las nuevas Cortes el 8 de mayo. Dos días después, los cuatro miembros del comité de huelga regresaban en tren de Cartagena a Madrid, donde fueron recibidos por una gran multitud. El 16 de mayo, Francisco Largo Caballero, que había sido elegido diputado por Barcelona, tomaba posesión de su escaño. El 22 del mismo mes subía por primera vez a la tribuna del Congreso de los Diputados. Su intervención, vacilante por su inexperiencia y por las continuas interrupciones que tuvo que sufrir, giró principalmente en torno a la huelga general de agosto del año anterior. Es fama que la oratoria no era su fuerte. Un correligionario y gran admirador suyo, Arsenio Jimeno, le calificó de “mal orador y temible polemista”. Sin embargo, en la corta vida de aquellas Cortes, disueltas al cabo de un año de su constitución, Caballero mostró en sus frecuentes intervenciones un aplomo cada vez mayor y un notable dominio de los temas que trataba, especialmente los relativos a las reformas sociales pendientes o ya aprobadas. En este último caso, su reproche a las autoridades era siempre el mismo: la legislación social, afirmó en las Cortes, no se cumplía “nada o casi nada”. A su primera experiencia parlamentaria se añadió muy pronto su participación en diversos foros internacionales de carácter social creados tras la Primera Guerra Mundial, a los que acudió como secretario general de la UGT, cargo para el que había sido elegido en julio de 1918, tras desempeñar durante diez años la vicepresidencia. Su primera salida al extranjero se produjo en febrero de 1919, cuando viajó a Berna para asistir a la conferencia de la Federación Sindical Internacional, de carácter socialista. Con idéntico fin se trasladó a Ámsterdam en el mes de julio. Pero su gran cita internacional fue la reunión de la Oficina Internacional del Trabajo celebrada en Washington en octubre de aquel año, a la que llevó, según declaró a la prensa, “la representación del proletariado español”. Le acompañaron, como asesores, Fernando de los Ríos y Luis Araquistáin, que se convertiría con el tiempo en su principal consejero. Su primera intervención en aquel foro puso las bases para la fecunda e intensa colaboración que mantuvo en los años siguientes con este organismo. A su regreso a España en diciembre, recién cumplidos los cincuenta años, reanudó las negociaciones con la CNT con vistas a una posible “fusión” —era el término que solía manejarse— de los dos sindicatos, culminadas con un acuerdo entre ambos que no duró más de tres meses. Eran momentos de gran inestabilidad política y social en España, propiciada por la descomposición del régimen canovista y por el clima de violencia que presidió la vida nacional durante el llamado Trienio Bolchevique (1918-1920). Rota finalmente la conjunción republicano-socialista, la creación en Moscú de la III Internacional provocó una profunda crisis en el seno del PSOE, que después de tres congresos extraordinarios se saldó con la escisión de los terceristas y la fundación del Partido Comunista de España (PCE). Como la mayor parte de la dirección socialista, Caballero se opuso al ingreso del partido en la III Internacional e hizo campaña activa contra los comunistas. Su socialismo se basaba entonces —y casi siempre— en lo que él llamó la revolución “de todos los días”, enfocada hacia el fortalecimiento de la organización obrera, la acción pedagógica sobre el proletariado y las reformas legales en pro de los trabajadores, todo ello con la UGT —más que el PSOE— como eje del movimiento socialista en España. Esta peculiar concepción del socialismo encontró una inesperada ocasión para su desarrollo en la política social del directorio instaurado por el general Primo de Rivera en septiembre de 1923. Caballero fue partidario de corresponder a las ofertas de colaboración que los socialistas recibieron del nuevo régimen y, en particular, de participar en los comités paritarios creados por la dictadura, cuya estructura, llegó a decir Largo Caballero en una conferencia, “se asemeja mucho a la de nuestra organización”. Como otros dirigentes socialistas, desde Julián Besteiro hasta Antonio Fabra Ribas —por entonces muy vinculado a él—, Caballero vio en la dictadura una situación similar a la que vivió Gran Bretaña durante la primera etapa de gobierno laborista. De ahí su encendida defensa del régimen corporativo español en la conferencia de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) celebrada en Ginebra en 1927. Su apuesta por la colaboración con el régimen se había solemnizado con su aceptación del cargo de consejero de Estado por Real Orden firmada por Alfonso XIII en octubre de 1924, aunque oficialmente su nombramiento como representante obrero procediera del Consejo Superior de Trabajo. El hecho derivó en nuevas tensiones internas en el socialismo español entre los partidarios de colaborar con la dictadura y la minoría, encabezada por Prieto y Fernando de los Ríos, que se oponía a tal política. La muerte de Pablo Iglesias en diciembre de 1925 revalidó, sin embargo, el poder que venían ejerciendo Julián Besteiro y Largo Caballero, ambos firmes defensores de la colaboración. En el Congreso del PSOE celebrado en 1928 —el primero tras la muerte de Iglesias—, Caballero fue elegido vicepresidente de la nueva comisión ejecutiva del partido, presidida por Besteiro. Continuaba mientras tanto como secretario general de la UGT, lo que le permitía ejercer el control efectivo del sindicato. Pero el poderoso tándem Besteiro-Caballero se rompió inopinadamente cuando en el verano de 1929, en plena agonía de la dictadura, el secretario general de la UGT y vicepresidente del PSOE abandonó la política de colaboración con el régimen, un giro estratégico que se completó un año después, ya bajo el Gobierno del general Berenguer: el 17 de octubre de 1930, en una reunión conjunta de las ejecutivas del PSOE y la UGT, Caballero sorprendió a sus compañeros al declararse partidario de sumarse al movimiento que las fuerzas republicanas se disponían a lanzar contra la Monarquía. Poco después, él mismo se incorporaba al comité revolucionario que ultimaba los preparativos del movimiento y al gobierno provisional nombrado con vistas a la proclamación de la República y en el que debía desempeñar la cartera de Trabajo. El fracaso del levantamiento republicano de diciembre le llevó a la cárcel, como a la mayoría de los miembros del comité revolucionario. En la Modelo madrileña leyó por primera vez El Capital de Marx y trabó una relación de amistad con Alcalá-Zamora, que habría de traducirse en estrecha colaboración entre ambos en los primeros tiempos de la República. Por el contrario, sus relaciones con Besteiro, opuesto al ingreso de los socialistas en el comité revolucionario y en el gobierno provisional, sufrieron un nuevo y ya irreparable deterioro. El comité revolucionario fue juzgado y absuelto por un Consejo de Guerra en marzo de 1931 y sus componentes quedaron en libertad, prestos a preparar las elecciones municipales convocadas por el Gobierno del almirante Aznar para el 12 de abril. Tras el triunfo republicano en aquellas elecciones, en las que Caballero fue nuevamente elegido concejal por Madrid, y la proclamación de la Segunda República, el 15 de abril de 1931 tomó posesión de su puesto de ministro de Trabajo del gobierno provisional. Desde su nuevo cargo desarrolló en los dos años siguientes una intensa labor reformista, plasmada en un conjunto de decretos de índole social: de términos municipales, de jurados mixtos, de contrato de trabajo, de colocación obrera, de laboreo forzoso, del seguro de maternidad, de accidentes de trabajo, etc. Muchos de estos decretos fueron convertidos en leyes por las Cortes Constituyentes elegidas en junio, y de las que Caballero formó parte como diputado socialista. No consiguió, sin embargo, que en aquellos dos años sus socios de gobierno apoyaran su proyecto de intervención obrera en las empresas, considerado demasiado innovador. Pese al rechazo que provocaron algunas de sus reformas, como la Ley de Términos Municipales, Caballero fue fiel a la imagen de sindicalista moderado y pragmático que le acompañaba desde el principio de su actuación pública. El escritor Josep Pla le atribuyó, en mayo de 1931, “todas las características temperamentales del conservador; es un hombre tenaz, frío, trabajador, gris, siempre igual”. De ahí sus pésimas relaciones con la CNT, que se lanzó a una guerra sin cuartel contra el gobierno republicano y en particular contra el ministro de Trabajo, y la acusación que le dirigieron los comunistas de ser el “verdugo máximo de la revolución española”. Sorprende, por ello, el cambio que experimentó su posición política a partir del verano de 1933 y que él mismo anunció y justificó públicamente en una conferencia en el cine Pardiñas el 23 de julio de 1933, que tuvo su continuación unos días después en una charla en la Escuela de Verano del PSOE ante jóvenes socialistas (Posibilismo socialista en la democracia). Varias son las razones que se han aducido para explicar el “giro bolchevique” que Caballero y sus seguidores imprimieron a partir de entonces a la estrategia del socialismo español. Una de ellas es su frustración ante el boicoteo que venían sufriendo sus reformas sociales, principalmente por parte de los terratenientes y de algunos cargos públicos republicanos. La imparable tendencia a la radicalización de las masas proletarias y el desprestigio sufrido ante ellas por el gobierno a raíz del episodio de Casas Viejas le hicieron temer que se produjera un corrimiento de las bases del socialismo hacia posturas más extremistas que pudieran encontrar cobijo en la CNT y el PCE. Conviene no olvidar tampoco la influencia que ejercía sobre él Luis Araquistáin, su principal consejero en aquel entonces, recién regresado de Alemania, donde había asistido como embajador español al derrumbe de la República de Weimar y a la subida del nazismo al poder ante la pasividad de la todopoderosa socialdemocracia alemana. El contundente mensaje de Araquistáin sobre la culpabilidad de los socialistas alemanes y sobre el fracaso del reformismo y la democracia hizo mella, sin duda, en el ánimo de Caballero, que en sus conferencias y declaraciones de aquel verano expresó sin ambages la que sería su nueva línea doctrinal y estratégica: “Hoy estoy convencido de que realizar obra socialista dentro de una democracia burguesa es imposible; después de la República ya no puede venir más que nuestro régimen”. El 13 de septiembre de 1933, tras la caída del Gobierno Azaña, Caballero dio posesión del cargo de ministro de Trabajo a su sucesor, el radical Ricardo Samper. Su escalada verbal, en la que no faltaron alusiones a la dictadura del proletariado, continuó tras la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones anticipadas, a las que los socialistas, coherentes con la nueva línea establecida por Caballero, decidieron concurrir en solitario, tras hacer un balance muy negativo de su colaboración con los partidos republicanos. Fue en aquella campaña electoral, entre octubre y noviembre de 1933, cuando en los mítines socialistas empezó a ser aclamado como el “Lenin español”, un sobrenombre que surgió de las propias filas socialistas, aunque a su destinatario le acabó resultando incómodo y no tardó en desautorizarlo. Elegido de nuevo diputado por la capital, la derrota de la izquierda le inclinó definitivamente por la opción insurreccional ante la previsible subida al poder de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Su radicalización le consagró como ídolo de las Juventudes Socialistas y le aproximó a los comunistas, con los que inició conversaciones con vistas a una posible fusión de las dos organizaciones en un partido marxista unificado. Tuvo un especial protagonismo en los preparativos de la Revolución de Octubre de 1934, si bien en virtud de un acuerdo tomado por las ejecutivas del PSOE y la UGT negó cualquier responsabilidad en aquellos hechos. Detenido por la policía en la madrugada del 14 de octubre, permaneció en prisión por espacio de trece meses. El 25 de noviembre de 1935 se inició la vista de su juicio en el Tribunal Supremo, que cinco días después ordenó su puesta en libertad por falta de pruebas. Enfrentado con Besteiro y con Prieto, en diciembre de 1935 presentó su dimisión irrevocable a la presidencia del PSOE, para la que había sido elegido por el XIII Congreso del Partido en octubre de 1932. Una vez más, Caballero se hizo fuerte en el sindicato, desde el que sostuvo sin desmayo su línea revolucionaria, contraria al regreso a la política reformista del primer bienio. Apoyó el pacto del Frente Popular de enero de 1936, aunque con la exigencia del ingreso en él del PCE, con el que proseguía las conversaciones para la fusión de ambos partidos y de sus sindicatos y organizaciones juveniles. En las elecciones de febrero resultó elegido nuevamente diputado por Madrid con doscientos veinte mil votos, siempre por debajo —como en las ocasiones anteriores— de Julián Besteiro. Su enfrentamiento con Prieto dio lugar en mayo de 1936 a un episodio de graves consecuencias políticas. Manuel Azaña, recién elegido presidente de la República, pensó en Prieto como su sucesor al frente del Gobierno. Cuando el dirigente socialista expuso al grupo parlamentario de su partido, presidido por Caballero, el ofrecimiento de Azaña, se encontró con el rechazo de sus compañeros de partido a la formación de un gobierno encabezado por un socialista. Poco antes, el propio Azaña había advertido con preocupación que Caballero y Prieto habían dejado de saludarse. A sus, por lo general, malas relaciones personales, se añadía la progresiva divergencia de sus proyectos políticos, que en el caso del asturiano se dirigía a la salvación de la democracia republicana y en el de Largo Caballero se encaminaba abiertamente a la dictadura del proletariado. El 1 de julio de 1936 partió de viaje a Londres para asistir, al frente de una delegación de la UGT, a la conferencia de la Federación Sindical Internacional. Según su propio testimonio, antes de partir tuvo una entrevista reservada con el presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, para advertirle del riesgo de un levantamiento militar. Regresó de Londres el 14 de julio. Ante la sublevación militar del día 18 exigió el reparto de armas entre las masas obreras. Él mismo, en los días siguientes, visitó el frente de la sierra madrileña vestido de miliciano y armado con un fusil. Tal como le había anunciado su consejero Luis Araquistáin, la precariedad del Gobierno republicano de Giral sólo podía dar paso a uno nuevo presidido por él. Y, en efecto, los reveses militares de las primeras semanas de la guerra y el caos de la retaguardia republicana llevaron a la formación de un Gobierno en el que Largo Caballero, en nombre de la UGT, asumió la presidencia y el Ministerio de la Guerra. La organización del ejército popular, el Estatuto vasco y la creación del Comisariado de Guerra fueron algunas de las medidas adoptadas por el que fue denominado el “Gobierno de la victoria” para aumentar la eficacia militar de la República, poner coto a los desmanes de las milicias y sellar la unidad de las fuerzas leales. Este último objetivo le llevó a incorporar a su gobierno, junto al socialismo y al republicanismo, a organizaciones tan dispares como el Partido Nacionalista Vasco (PNV), el PCE y la CNT. Con el envío a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), autorizado por él, del oro del Banco de España se pretendió financiar desde el exterior el enorme esfuerzo bélico de la República. La huida de las autoridades republicanas a Valencia el 6 de noviembre de 1936, cuando parecía inevitable la caída de Madrid, dañó gravemente el prestigio del Gobierno y el suyo en particular. En los meses siguientes, las malas perspectivas militares, confirmadas con la pérdida de Málaga en febrero de 1937, crearon un profundo descontento entre algunos sectores gubernamentales, así como entre los agentes soviéticos en España, uno de los cuales, Víctor Codovila, afirmaba ya a finales de 1936 que “la estrella de Caballero se apaga cada vez más”. Él, por su parte, empezó a sospechar de algunos de sus ministros, especialmente de los comunistas, para los cuales el presidente del Gobierno se había convertido en un aliado incómodo. Los hechos de mayo de 1937 en Barcelona —el enfrentamiento armado entre cenetistas y poumistas, de un lado, y comunistas y fuerzas de la Generalitat, de otro— actuaron como detonante de una crisis de gobierno que se había hecho inevitable por sus malas relaciones con el PCE, con el sector prietista del PSOE y con algún destacado colaborador suyo, como el ministro Álvarez del Vayo. El 13 de mayo de 1937 presentó su dimisión —efectiva dos días después— al presidente Azaña, que había perdido hacía tiempo su confianza en Caballero y en su proyecto de “república sindical”. A partir de entonces, llevó una vida retirada en Madrid, Valencia y Barcelona, sólo salpicada por algunos incidentes con las nuevas autoridades republicanas, pues Caballero no se recató en mostrar su oposición a la política del Gobierno Negrín, al que consideraba entregado a los comunistas. Así lo insinuó en un polémico discurso pronunciado en el cine Pardiñas de Madrid el 17 de octubre de 1937. Allí inició su “giro bolchevique” en 1933 y allí le puso punto final cuatro años después con un discurso que fue editado en Buenos Aires con el expresivo título de La traición del Partido Comunista español. Perdido el control del socialismo madrileño y de la UGT, Caballero pasó los últimos meses de la guerra en Barcelona, sin mantener actividad política alguna. Sólo su nombramiento como consejero del Banco de España en representación de la Fundación Cesáreo del Cerro le devolvió un rango oficial, más bien simbólico en aquellas circunstancias. Rechazó airadamente, en cambio, la invitación de algunos dirigentes socialistas a participar en los actos del cincuentenario del PSOE. Con su huida de Barcelona el 23 de enero de 1939, tres días antes de la entrada de las tropas franquistas, inició un largo peregrinar que no acabó hasta su llegada a París el 1 de febrero de 1939. Los meses siguientes los pasó en la capital francesa sin apenas salir de su modesto apartamento, en el que, acompañado de sus hijas, vivía dedicado a la redacción de diversos trabajos históricos y políticos, como sus Notas históricas de la guerra de España, que sólo después de muchos años se editaron parcialmente. Se negó a dejar Francia, como le aconsejaban algunos amigos, ante el peligro de una guerra en Europa, incluso después de que ésta comenzara. No obstante, la inminente entrada del ejército alemán en París le obligó, el 12 de junio de 1940, a emprender con su familia una precipitada huida por media Francia, que terminó cuatro días después cuando llegó a la casa de su amigo y correligionario Rodolfo Llopis en Albi, cerca de Toulouse. En los años siguientes sufrió una interminable persecución por parte de las autoridades de la Francia de Vichy. Un tribunal de Limoges rechazó la demanda de extradición presentada por el Gobierno español, pero ello no le libró de nuevas penalidades. Su confinamiento en Nyons, en condiciones relativamente benévolas, terminó el 19 de febrero de 1943, cuando fue conducido por la policía primero a Lyon y al día siguiente a la sede central de la Gestapo en Neuilly, en los alrededores de París. Permaneció detenido e incomunicado por espacio de cinco meses, al cabo de los cuales fue enviado a Berlín. Tras varios interrogatorios más bien rutinarios, el 31 de julio de 1943 ingresó en el campo de concentración de Oranienburg, a unos treinta kilómetros al norte de la capital. Allí permaneció hasta el 24 de abril de 1945, tras la liberación del campo por el ejército soviético pocos días antes del final de la guerra. Hubo de pasar todavía varios meses en Alemania contra su voluntad, pues pese al buen trato que le dispensaron los rusos mostró reiteradamente su deseo de viajar a París para reencontrarse con su hija Carmen. Por fin, en septiembre las autoridades soviéticas facilitaron su regreso en avión a la capital francesa, donde fijó su residencia en los meses siguientes, en los que prosiguió y concluyó la redacción de sus memorias, iniciadas, tras su liberación de Oranienburg, en forma de cartas a un amigo de nombre desconocido y publicadas ocho años después de su muerte. Participó en algún acto político del exilio, recibió innumerables visitas, incluso de adversarios políticos suyos, y elaboró una propuesta de actuación contra el régimen de Franco basada en el respaldo de la comunidad internacional, en la renuncia a cualquier política maximalista y en un proceso pactado de transición hacia la democracia. “Soy esclavo de las realidades”, escribió por entonces para justificar una posición política que algunos dirigentes de su partido no aceptaron de buen grado. Esas palabras suyas definían cabalmente uno de los principales rasgos de la trayectoria política y sindical de quien fue calificado por Salvador de Madariaga como el “dirigente más genuinamente obrero del obrerismo español”. Una trayectoria que terminó con su muerte en el hospital de Lyautey, en París, el 23 de marzo de 1946, tras haber sido ingresado de urgencia a principios de febrero por el agravamiento de la arterioesclerosis que venía sufriendo en los últimos años. Su entierro en el cementerio del Père Lachaise constituyó un acto multitudinario cargado de simbolismo, que contó con la presencia de todas las fuerzas políticas del exilio y una nutrida representación del socialismo francés y europeo. Treinta y dos años después, en abril de 1978, restablecida ya la democracia en España, se llevó a cabo el traslado de sus restos a Madrid para su entierro en el cementerio civil de la capital, cumpliéndose así lo dispuesto por él en el testamento que redactó en el exilio en 1941: “Cualquiera que sea el lugar donde yo fallezca, es mi voluntad que, en cuanto sea posible, se me traslade a Madrid [...]. Quiero volver a España, aunque sea muerto, adonde he nacido y he desarrollado todas mis actividades para hacerla grande moral y materialmente”. Obras de ~: Presente y futuro de la Unión General de Trabajadores de España, 1888-1925, Madrid, Javier Morata Pedreño, 1925 (ed. facs., Madrid, Fundación Largo Caballero, 1983 y 1997); Posibilismo socialista en la democracia, Madrid, 1933; Discursos a los trabajadores: una crítica de la República. Una doctrina socialista. Un programa de acción, pról. de L. Araquistáin, Madrid, Gráfica Socialista, 1934; La UGT y la guerra, Valencia, Editorial Meabe, 1937; Del capitalismo al socialismo. Proyecto de Gobierno, México, 1946; Mis recuerdos. Cartas a un amigo, pról. y notas de E. de Francisco, México, Alianza, 1954; Escritos de la República, ed., est. prelim. y notas de S. Juliá, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 1985; Correspondencia, 1935-1946, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 1996; Obras Completas, Madrid, Fundación Francisco Largo Caballero, 2003, 7 vols. Bibl.: M. Carlavilla (pról. y notas), Correspondencia secreta de Largo Caballero, Madrid, Nos, 1961; S. de Madariaga, Españoles de mi tiempo, Barcelona, Editorial Planeta, 1976, págs. 89-103; S. Juliá, “Socialismo y revolución en el pensamiento y la acción política de Francisco Largo Caballero”, en F. Largo Caballero, Escritos de la República, op. cit., págs. IX-LXVI; J. Aróstegui, “Largo Caballero, ministro de Trabajo”, en La II República. Primer Bienio, Madrid, Siglo XXI Ediciones, 1986, págs. 59-74; “Nuevas aportaciones al estudio de la oposición en el exterior: Largo Caballero y la política de ‘transición y plebiscito’”, en M. Tuñón de Lara (ed.), El primer franquismo. España durante la Segunda Guerra Mundial, Madrid, Siglo XXI Ediciones, 1989, págs. 309-348; J. Aróstegui, Francisco Largo Caballero en el exilio. La última etapa de un líder obrero, Madrid, Fundación Largo Caballero, 1990; J. Rodríguez Salvanés, Francisco Largo Caballero, Madrid, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social/Fundación Francisco Largo Caballero, 1996; J. Cuesta Bustillo, Francisco Largo Caballero: su compromiso internacional. Documentos, Madrid, Fundación Largo Caballero, 1997; S. Juliá, “¿Qué habría pasado si Indalecio Prieto hubiera aceptado la presidencia del Gobierno en mayo de 1936?”, en N. Townson (dir.), Historia virtual de España (1870-2004), Madrid, Editorial Taurus, 2004, págs. 175-200; J. F. Fuentes, Francisco Largo Caballero: El Lenin español, Madrid, Editorial Síntesis, 2005. |
uno de los grandes de España
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