La administración central de la monarquía hispánica. |
Los válidos. |
Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, por Velázquez, 1624. Aparece el valido como burócrata, apoyado en una mesa y exhibiendo la llave que le caracteriza como hombre que disponía de la confianza absoluta del rey Felipe IV. Sus cargos formales en la corte fueron Sumiller de Corps y Caballerizo mayor (desde 1622), lo que le capacitaba para acompañar al rey en todo momento, tanto en Palacio como si salía de caza, y le obligaba a dormir en sus aposentos. Luego fue también camarero mayor (desde 1636). |
Aldo Ahumada Chu Han |
El valido fue una figura política (el valimiento) propia del Antiguo Régimen en la Monarquía Hispánica, que alcanzó su plenitud bajo los llamados Austrias menores en el siglo XVII. No puede considerarse como una institución, ya que en ningún momento se trató de un cargo oficial, puesto que únicamente servía al rey mientras éste tenía confianza en la persona escogida. Aunque no es un cargo con nombramiento formal, el de valido era el puesto de mayor confianza del monarca en cuestiones temporales. Es importante el matiz, porque las cuestiones espirituales eran competencia del confesor real, figura de importancia política nada desdeñable. Las funciones que ejercía un valido eran las de máximo nivel en la toma de decisiones políticas, no limitadas a las de consejero sino al control y coordinación de la Administración, con lo que en la práctica gobernaba en nombre del rey, en un momento en el que las monarquías autoritarias han concentrado un enorme poder en su figura. Si el rey no puede o no quiere gobernar por sí mismo, es imprescindible el valido. Características. El reinado de Felipe III trajo una transformación institucional con la aparición del valido, puesto que la falta de dedicación de los monarcas a los asuntos públicos exigía la presencia de una persona que coordinara la política gubernamental, que tuviera la confianza del monarca y la autoridad sobre los Consejos, del mismo modo, la caída del valido se producía por la pérdida de confianza del rey. Este puesto no lo podía desempeñar un secretario a causa de su baja extracción social, sino alguien de la aristocracia, pero no de la más alta nobleza, aunque son engrandecidos por el cargo. Como tal, el valido ejerció a través de una delegación de poderes la intervención en los asuntos políticos, como la resolución de las consultas o supervisión de las instituciones, sin ser un mero transmisor de las órdenes del monarca. Al mismo tiempo, el distanciamiento de los monarcas respecto de los asuntos públicos les supuso mantener intacta su popularidad en tanto que las responsabilidades del ejercicio del poder recaía en el valido, y por ello en caso de fuertes oposiciones, el monarca tenía la posibilidad de reemplazarlo por otro. Dado que el secretario del Consejo de Estado tenía acceso a los secretos la monarquía, los validos evitaron su competencia y limitaron su influencia controlando el Consejo de Estado mediante su intromisión en la elección de los secretarios, como manifiesta el ejemplo de Pedro Franqueza. Esto permitió al valido controlar el Consejo y a la misma vez, el despacho del secretario del Consejo de Estado será con el valido en vez de con el monarca, y sea el valido el que despache «a boca» con el rey los asuntos políticos en curso; de este modo el secretario de Estado quedó limitado a tareas burocráticas dentro del Consejo de Estado y a entregar y recibirla ya elaborada, mientras que el valido quedó como el único intermediario entre el rey y el resto de instituciones. A través del despacho «a boca» el secretario elaboraba dictámenes y resúmenes las consultas emitidas por el Consejo, transmitía al monarca esos asuntos que requerían respuesta, y después plasmaba a los papeles la comunicación a las personas e instituciones afectadas por esa decisiones, pero cuando los validos suplantaron en el despacho «a boca» lo hicieron en la comunicación verbal, pero los validos al no ser burócratas no se hicieron cargo del despacho escrito, que fue asumido a través de personal de confianza, dado que el despacho directo del valido con el rey supuso la desaparición del secretario privado del monarca. El desajuste con la desaparición del secretario privado del rey vino a ser remediada en el reinado de Felipe IV. El control del valido sobre las instituciones se conseguía no solo ubicando a familiares o personas de confianza en puestos claves, sino también creando juntas temporales para atender a un determinado asunto urgente para sustraerlos del control de los Consejos. En los inicios del reinado de Felipe IV, su nuevo valido, Gaspar de Guzmán, va a procurar una mejor imagen del monarca, evitando una imagen de un monarca gobernado por su favorito, es por ello, para dar al rey una mayor visibilidad en la participación del gobierno y a la misma vez seguir manteniendo el valido la exclusividad en la intermediación entre el rey y el resto de instituciones, va a retomar la figura del secretario privado que impulse la labor burocrática que los validos no hacían respecto al manejo de papeles, como la elaboración, enmiendas o resoluciones a cartas o documentos. Para lograr esto, el Gaspar de Guzmán encargó la labor de despachar con el rey a un único secretario para evitar contactos indeseables, y que su elección estuviera controlada por el propio valido, por lo que el valido podía controlar y filtrar la información que debía conocer el rey.6 La asignación de este cometido, en vez de crearse un puesto nuevo, se va a escoger a uno de los dos secretarios del Consejo de Estado para adscribirlo también a una secretaría con entidad propia dedicada a atender al despacho de papeles del monarca, sin mezclar ambas, será la Secretaría del Despacho Universal. Con el cambio a la dinastía Borbón en el siglo XVIII desaparece el uso del término válido, aunque hubo personajes de gran ascendencia sobre los reyes, comenzando con la Princesa de los Ursinos en tiempos de Felipe V y terminando con Manuel Godoy en tiempos de Carlos IV ambiciosísimo personaje que es sin duda la figura más próxima al concepto, cuando ya el Antiguo Régimen tocaba a su fin. La madurez de la administración de la monarquía hacía que incluso en periodos de incapacidad de los reyes (la mayor parte de los reinados de Felipe V y Fernando VI) funcionase el sistema de Secretarías de Estado y del Despacho y el Consejo de Castilla, único que quedó con funciones importantes en el sistema político. La figura más importante de la administración era el Secretario de Estado y del Despacho de Estado. Personajes de la talla de Orry (impuesto a su nieto por rey Luis XIV), Patiño, Campillo, el Marqués de la Ensenada, el Marqués de Esquilache, el Marqués de Grimaldi, el Conde de Aranda, Pedro Rodríguez de Campomanes, el Conde de Floridablanca y Gaspar Melchor de Jovellanos, tenían cargos formales por sí mismos en el conjunto de una Administración que funcionaba institucionalmente y no pueden considerarse válidos. Otra cosa fue la presencia en la corte de personajes cuya influencia sobre el rey era incluso superior a la de los más altos funcionarios, como ocurrió con embajadores extranjeros (Michael-Jean Amelot o Giulio Alberoni) o damas influyentes, como la princesa de los Ursinos o la reina Isabel de Farnesio. Válidos por reinado Felipe III de España (1598-1621) Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma (1598-1618) Cristóbal Gómez de Sandoval y de la Cerda, duque de Uceda (1619-1621) Felipe IV de España (1621-1665) Baltasar de Zúñiga (1621-1622) Gaspar de Guzmán y Pimentel, el Conde-Duque de Olivares (1622-1643) Luis de Haro (1643-1661) Los validos de Felipe III y Felipe IV pertenecían a dos familias rivales: los Sandoval y los Zúñiga, y las conspiraciones para deponerlos actuaban también dentro de las mismas familias. Carlos II de España (1665-1700) El jesuita padre Juan Everardo Nithard (1666-1669) Fernando de Valenzuela (1671-1676) Luis Fernández Portocarrero Juan José de Austria (1677-1679), el Duque de Medinaceli (1679-1685) y el Conde de Oropesa (1685-1691), no fueron validos sino primeros ministros. |
Aldo Ahumada Chu Han |
Secretarios de Estado y del Despacho Universal.
Rey Felipe IV (1621-1665)
1621-24 de febrero de 1623 • Antonio de Aróstegui. Secretario de Estado en el negociado de Italia desde 1610.
10 de marzo de 1623-diciembre de 1626 • Pedro de Contreras. Secretario de la Cámara de Castilla.
diciembre de 1626-agosto de 1627 • Juan de Insausti
1627-1643 • Jerónimo de Villanueva. Secretario de Estado en el negociado de España desde el 27 de septiembre de 1630.
1643-1648 • Andrés de Rozas. Secretario de Estado en el negociado de Norte desde el 27 de noviembre de 1630.
30 de marzo de 1648-27 de julio de 1660 • Fernando Ruiz de Contreras. Secretario de Estado en el negociado de España.
1660 • Pedro Coloma
septiembre de 1660-1661 • Antonio Carnero Trogner. Secretario de Estado en el negociado de España desde octubre de 1660.
1661-8 de septiembre de 1665 • Luis de Oyanguren. Secretario de Estado en el negociado de Norte entre enero de 1660 y octubre de 1661, y desde entonces en el negociado de Italia.
Rey Carlos II (1665-1700)
septiembre de 1665-14 de octubre de 1669 • Blasco de Loyola. Secretario de Estado en el negociado de Italia desde abril de 1662.
18 de octubre de 1669-4 de octubre de 1676 • Pedro Fernández del Campo. Secretario de Estado en el negociado de Italia.
1677-5 de abril de 1682 • Jerónimo de Eguía y Grifo.
abril de 1682-10 de mayo de 1685 • José de Veitia y Linaje.
julio de 1685-junio de 1691 • Manuel Francisco de Lira y Castillo. Secretario de Estado en el negociado de Italia desde 1679.
1691-marzo de 1694 • Juan de Angulo
1694-enero de 1695 • Alonso Gaspar Carnero López de Zárate. Secretario de Estado en el negociado de Italia desde 1691.
junio de 1695-agosto de 1697 • Juan de Larrea.
agosto de 1697-8 de febrero de 1698 • Juan Antonio López de Zárate. Secretario de Estado en el negociado de Italia desde septiembre de 1694.
enero de 1698-enero de 1705 • Antonio de Ubilla, marqués de Rivas. Confirmado por Felipe V el 18 de febrero de 1701. Entre septiembre de 1703 y agosto de 1704, los asuntos de Guerra fueron atendidos por Manuel de Coloma y Escolano.
Rey Felipe V (desde 1700)
enero de 1705-11 de julio de 1705 • Pedro Cayetano Fernández del Campo. El 8 de febrero de 1705 obtuvo el cargo de secretario del Consejo de Estado en Italia.
1705-1714 • José de Grimaldo y Gutiérrez de Solórzano, secretario de Despacho para Hacienda y Guerra - Pedro Cayetano Fernández del Campo, secretario de Despacho para todo lo demás.
1714 • Manuel de Vadillo y Velasco, secretario de Despacho para todo lo demás
El año 1714 se produjo la muerte de la reina María Luisa Gabriela de Saboya en febrero y la vuelta de Jean Orry a España a final de abril, lo que trajo unos cambios administrativos: El secretario de Despacho Pedro Fernández del Campo fue sustituido por Manuel Vadillo y el Real Decreto de 30 de noviembre de 1714 implantó el sistema ministerial francés, estableciendo las secretarías de Despacho específicas.
Aldo Ahumada Chu Han |
Consejo de Estado. El rey Carlos I de España, Emperador del Sacro Imperio como Carlos V, decidió crear un consejo propio para los asuntos externos de la monarquía debido a la gran actuación exterior que marcó su reinado. Empezó a funcionar en 1526, cuando Solimán el Magnífico amenazaba Austria. Fue el único Consejo que no tenía presidente, pues era el propio Rey quien asumía esa función. Sus consejeros no eran especialistas en leyes sino expertos en relaciones internacionales, como el Duque de Alba o Nicolás Perrenot. Los consejeros eran, por tanto, miembros de la alta nobleza y del alto clero. En tiempos de Felipe II en ocasiones el monarca no presidía los consejos y, en su lugar, enviaba a su secretario Antonio Pérez. Su misión era asesorar al rey sobre la política exterior y tenía el control de las embajadas de Viena (dinastía familiar de los Austrias), Roma, Venecia, Génova, y de las principales potencias de Europa: Francia, Inglaterra y Portugal. A diferencia del Consejo de Castilla, en el que el rey escuchaba a los consejeros y ejecutaba las conclusiones que le presentaban, en el Consejo de Estado era el propio rey el que exponía los puntos a debatir, escuchaba a sus consejeros y, posteriormente, el mismo monarca tomaba las decisiones que habían de tomarse. |
Literatura. |
Isabel II: Le diable au corps. Por Isabel Burdiel, Universidad de Valencia.
Parece distraída, ensimismada, los ojos y la boca ciegos y duros, las mejillas abotargadas y flácidas. No mira sino que es mirada. No se defiende, se expone. Apenas intuyendo lo que ocurre a su alrededor. Es un retrato de busto, un grabado muy nítido que tiene la forma y el tamaño de una de esas cartes de visite que tan de moda se pusieron en el Madrid de mediados del siglo XIX. Está perfectamente conservada y se encuentra perdida, por su tamaño, entre varios papeles de dibujo en los que una mano adolescente ha trazado, con más cuidado que soltura, un potente brazo que sostiene un pergamino, un decreto quizás, y un enorme pie desnudo: todos ellos dedicados, con letra infantil, «A mi queridísima Mamá» 1. La tarjeta está ocupada completamente por el rostro de esa mujer siniestra, perdida. La dureza de los rasgos destaca más aún entre unos ejercicios de dibujo que tratan de imitar la serenidad clásica. La iconografía que rodea el rostro, y que forma parte de su composición, es rígida y brutalmente explícita en su simbolismo. Una corona de corazones sangrantes señalados con la «S» de Serrano, la «B» de Bedmar, la «A» de Ruiz de Arana y la «P» de Puigmoltó, aquellos nombres que la opinión pública reconocía como los amantes de la reina Isabel II a mediados de los años cincuenta. «AMORT» se lee en la corona y, sobre ella, indiscutible, sor Patrocinio. La cara marchita está dibujada con el cuerpo regordete y los hábitos del padre Claret que sonríe instalado en el centro de su frente. El pelo está poblado de frailes y monjas que sostienen bolsas de monedas, «Para os conventos», y el velo que le cae por detrás lleva estampada la palabra «Crueldad». Sobre el cuello desnudo las efigies muertas del general Zurbano y sus hijos. En la gran banda que recoge el traje y que cruza su pecho, «INGRATITUD», y dos grandes broches o medallas; condecoraciones malignas que contienen cada una de ellas una nueva acusación. En la primera, la escena de un agarrotamiento público y los nombres de lugares como Loja, Barcelona, Logroño, Baracaldo, Sevilla, Badajoz, Madrid, Alicante o Zaragoza. Los lugares de la memoria de las sublevaciones progresistas y republicanas y de su represión a manos de los gobiernos de la reina. En la otra medalla una Biblia arde rodeada del «Fanatismo» y la Intolerancia». Un largo collar de calaveras y tibias completa el cuadro. Es Isabel II, en todo su esplendor; el símbolo de todos los obstáculos tradicionales, de todas las crueldades e ignominias de un reinado que estaba a punto de acabar. Guardada celosamente por su madre, archivada entre sus dibujos infantiles, aquellos dedicados «a mi queridísima mamá», la pequeña carte de visite antimonárquica, probablemente producida a mediados de siglo, recoge todo aquello que compone la imagen histórica fundamental que nos ha quedado de Isabel II y de su reinado: fanatismo religioso, represión antiliberal, camarillas siniestras y amores ilícitos. Para entonces, Benito Pérez Galdós, describía la decadencia física y moral de aquella mujer que, tan sólo veinte años antes, había pintado Madrazo en toda su gloria: Las formas abultadas, algo fofas, iban embotando su esbeltez y agarbanzando su realeza. Parecía distraída, inquieta, y sus ojos, de un azul húmedo y claro, sus párpados, ligeramente enrojecidos, más expresaban el cansancio que el contento de la vida. Eran los ojos del absoluto desengaño, los ojos de un alma que ha venido a parar en el conocimiento enciclopédico de cuantos estímulos están vedados a la inocencia2. Es el icono de una cultura, la isabelina, que la España regeneracionista consideraba el epítome de todos los vicios y todos los fracasos de un país que parecía incapaz de sacudirse sus fantasmas de atraso, incultura, fanatismo y excepcionalidad. La España que una revolución, autodenominada Gloriosa, creyó barrer para siempre en 1868. Fernando Garrido, en una de las primeras historias generales del reinado de Isabel II, ya había concluido que todo en ella estaba destinado al fracaso: «Las reacciones y las revoluciones, la libertad y el compromiso, la crueldad como la clemencia, todo le ha sido funesto, todo ha contribuido a precipitarla del trono y arrojarla de la patria, a donde no volverá jamás»3. Volvió, brevemente, pero Cánovas del Castillo y su propio hijo, no la dejaron instalarse en Madrid. Tras una humillante estancia en Toledo y en la Sevilla de los Montpensier, regresó al palacio de Castilla en la avenue Kléber, en París. Al final de su vida, Isabel II era plenamente consciente de su fracaso como reina pero aún parecía perpleja respecto a sus causas. Antes de morir, Galdós estuvo con ella y quiso contribuir a exculparla, a acercarla a su propia verdad: «Ha faltado tiempo, ha faltado espacio [...] yo quiero, he querido siempre el bien del pueblo español. El querer lo tiene una en el corazón; pero ¿el poder dónde está? [...] El no poder, ¿ha consistido en mí o en los demás? Esta es mi duda»4. Ésta es exactamente también la pregunta central: ¿En qué condiciones y con qué sentido se puede hablar de poder y de ejercicio del poder personal en el caso de Isabel II? ¿Hasta qué punto fue ella culpable de la inestabilidad continua de los gobiernos de su reinado? ¿A quién, o a quiénes, convenía la imagen de caprichosa omnipotencia que los diversos grupos liberales le atribuyeron eximiéndose, así, de paso, de sus propios errores, del cainismo con que se trataron unos a otros? ¿No sería menos cierto que la profunda fragmentación interna de todos los partidos, y las luchas que los socavaron, impidieron a la monarquía elevarse como institución por encima de las luchas partidistas? A Galdós, invadido aquella tarde de principios del siglo XX, según su propia confesión, por un «alelado respeto», casi le convenció de que ella, contra toda apariencia, e incluso a riesgo de caer en el más vulgar de los juegos de palabras, nunca había tenido poder real ni, por lo tanto, culpa. Tan sólo, quizás, la culpa de la más genuina ignorancia y de la más profunda desorientación respecto al modo de usar de ese poder que nunca entendió plenamente. Isabel II fue reina a los tres años, tras morir su padre en 1833. Fue, sin embargo, una reina cuestionada desde su mismo nacimiento: «Un heredero, aunque hembra», dice Cambronero que fue la opinión unánime al saberse que, por fin, Fernando VII había tenido descendencia5. Nada más morir el último rey absoluto, su tío, el infante don Carlos, se negó a reconocer sus derechos al trono por haber nacido mujer. Comenzaba así una década de guerra y revolución. Otra mujer, su madre María Cristina de Borbón, se hizo cargo de la regencia del reino mientras ella era menor. Incapaz de sostenerse por sí misma buscó una alianza con los liberales que siempre fue un pacto a contre coueur, producto de la necesidad. A pesar de las diversas formas de resistencia de la regente, y tras sucesivas revueltas, los liberales lograron imponer un sistema constitucional pleno que recortaba sustancialmente los poderes de la Corona. Isabel II vivió su infancia en una corte absolutista, secuestrada por la revolución liberal y resistente a ella. Era un mundo de contradicciones y de sobresaltos, de pequeñas intrigas y de un gran secreto oculto. Ese gran secreto la afectaba personalmente y la alejaba de su madre. María Cristina de Borbón no guardó luto por su marido muerto. Pocos meses después de morir Fernando VII se casó secretamente con un guardia de corps, Fernando Muñoz. Aquel amor la alejó de cualquier otro cariño. Con Muñoz tuvo Cristina varios hijos que Isabel II conocería y acogería más tarde, forzada por el respeto filial que su madre no dejó nunca de exigirle e imponerle. Durante años, sin embargo, aquella «otra familia» vivió oculta y la reina niña pasó su infancia en el Palacio Real, con su hermana Luisa Fernanda, mientras su madre pasaba largas temporadas retirada en El Pardo. El coronel Saint Yon, uno de los muchos agentes franceses en España, informaba a su ministerio de que «las personas a las que su función retiene junto a la Reina menor no forman parte de la sociedad íntima de la Reina madre: la separación de vida entre ambas es casi completa». Quizás es más conveniente, añadía, que la regente no resida en Madrid, «donde su vida privada, que es como mínimo singular, por no decir algo más, acabaría por destruir el poco prestigio que le queda a la realeza en este país»6. Cuando la reina contaba apenas once años, la apuesta personal de María Cristina, y de un entorno político tan moderado que rozaba el absolutismo, por revertir buena parte de los logros de la ruptura liberal producida desde 1836, condujo a una nueva revolución. En 1840, la reina niña se quedó sola en Madrid, en manos del nuevo regente, Baldomero Espartero, un militar de carrera hijo de un carretero manchego, mientras su madre marchaba al exilio. Vivió su primera adolescencia en un mundo de verdades y mentiras contrapuestas sin saber exactamente qué había pasado, qué retenía a su madre fuera de España y cuál era su posición ante las nuevas gentes que la rodeaban. Mientras la condesa de Espoz y Mina se esforzaba por inculcarle una educación acorde con la máxima progresista de que «el rey reina pero no gobierna», María Cristina, desde París, conspiraba contra la regencia de Espartero y financiaba a los militares descontentos con la situación progresista. Por todos los conductos posibles le fue haciendo saber a su hija que aquellas «nuevas gentes», tan amables, eran en realidad enemigas suyas, de su autoridad y de sus derechos. Eran «los revolucionarios», el azote de los reyes. Su amabilidad era engañosa; el cariño que ella había llegado a tomarle a la virtuosa y enlutada condesa de Espoz y Mina era, en realidad, una traición a su madre, arrojada de España por los mismos que ahora buscaban congraciarse con su hija. Finalmente, en una oscura y desapacible noche de octubre de 1841, un grupo de jóvenes militares intentaron secuestrarla y llevarla a París, como prenda de una sublevación financiada por su madre y por su padrastro. Hubo tiros y hubo muertos, y su vida corrió peligro. Sus cuidadores, o sus guardianes, tuvieron muchas dificultades para explicarle el origen y la intención de aquellos sucesos. Las mismas dificultades que tuvo María Cristina para ganarse de nuevo su confianza cuando, una vez vencido Espartero dos años más tarde, todos los grupos liberales pugnaban por ganarse la confianza de la reina niña cuyo acceso precipitado al trono comenzaba a prepararse entonces. Nadie quería otra regencia y todas las esperanzas de paz y estabilidad se centraron en un adelanto de la mayoría de edad de aquella adolescente caprichosa y desconcertada. Isabel II comenzó a reinar efectivamente el día que cumplía trece años. Desde ese primer día, todas las instrucciones de gobierno y de comportamiento le vinieron de su madre y de sus agentes en Madrid. Una vieja dama de palacio, la condesa de Santa Cruz, y el gran líder del moderantismo más autoritario, Juan Donoso Cortés, fiscalizaban todos sus actos y ponían todas las palabras en su boca. No sabemos qué ocurrió realmente, pero un día la reina le entregó, contenta, un decreto de disolución de las Cortes al progresista Salustiano de Olózaga para que dirigiese las elecciones y el Parlamento a su antojo. Al día siguiente, la misma reina dijo que había sido forzada a hacerlo. Fue una falsedad, espontánea o inducida por su entorno, que tuvo el efecto de desplazar definitivamente a los progresistas del poder y entregárselo a los moderados. La imagen de la reina inocente, de la reina de todos los españoles, quedó para siempre hecha trizas. Nunca sabremos de quién partió aquella intriga que envolvió a una niña aterrorizada, quizás, por lo que había hecho. En todo caso fue una señal muy temprana de la impotencia de la reina, de su debilidad y del férreo nudo de intereses que los liberales moderados habían creado en torno a ella. Refugiada en una precocidad impuesta, volviendo los ojos al primero de los dos grandes retratos de Madrazo, aquel que la contempla en todo el esplendor de su adolescencia, la anciana condesa de Toledo murmura al oído de un viejo radical fascinado: «Pónganse ustedes en mi en mi caso [...]. Este me aconsejaba una cosa, aquél otra, y luego venía un tercero que me decía: ni aquello ni esto debes hacer, sino lo de más allá». Ella siempre habló de tú a todo el mundo, pero algo de su habla se adivina entre el panegírico de Galdós, conmovido por su muerte en abril de 1904: «Diecinueve años y metida en un laberinto por el cual tenía que andar palpando las paredes pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba». Era joven, muy joven, en aquellos inicios de su reinado. De ahí vienen todos los yerros, todas las culpas, todo aquel poder ciego que mira sin ver desde los ojos vacuos de una tarjeta postal producida quizás en la Italia carbonaria de los años cincuenta. Incluso Fernando Garrido es sensible al patetismo de aquella reina cuestionada como tal desde su mismo nacimiento. La reina de los tristes destinos: Un día son sus parientes, los tíos, los primos hermanos los que le disputan el trono en que aún no se había sentado, rodeando su cuna de peligros, y de ruinas y sangre la nación. Otros, son los pueblos indignados quienes la separan de su madre, entregándola en poder de gentes extrañas para ella; más tarde, apenas entrada en la pubertad, llega esa turba de vampiros, de hombres gastados, corrompidos y escépticos, que se llaman a sí mismos moderados, que tienden lazos a su virtud, comprometen su honra, trafican con su nombre y su libertad, y la precipitan en una tenebrosa noche de miserias, horrores y crímenes, en su satánico sueño que necesitaba a Espronceda como narrador 7. No tuvo a Espronceda pero tuvo a don Ramón del Valle-Inclán, el escritor que —sin conocerla— mejor ha fijado en la memoria popular el grotesco mundo de la corte isabelina. La España negra y sórdida de una corte de los milagros que necesitó crear un estilo literario propio, el esperpento, para poder ser aprehendida. Aquello que sólo la literatura es capaz de decir y que la historia ha ocultado en sus pies de página. Galdós la imagina viviendo en una perpetua infancia, «la bondad generosa, el fácil arranque para las dádivas y mercedes, el corazón abierto a los cariños y cerrado a los rencores, quedaron oscurecidos y ahogados por la insustancial beatería, por la volubilidad y la sinrazón». Las buenas cualidades de la reina, de una reina que hablaba y pensaba como una señora burguesa del Madrid castizo, eran inútiles para gobernar, ineficaces para la salud de la patria que se alejaba en una dirección que ella era incapaz de seguir. «Fuesen cuales fuesen sus méritos como individuo, era una mujer imposible como reina en las condiciones que comenzaban a prevalecer en la segunda mitad del siglo XIX. Tenía cierta capacidad para la intriga pero era absolutamente incapaz del tipo de fingimiento que ha sido definido como el homenaje que el vicio paga a la virtud»8. El mayor de sus infortunios —quiere pensar Galdós— fue haber nacido reina «y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano». Una mano que no tuvo jamás gente desinteresada que la informase y la guiase: Los que podían hacerlo no sabían una palabra de arte de gobierno constitucional: eran cortesanos que sólo entendían de etiqueta y como se tratara de política, no había quién les sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de constituciones y de todas esas cosas, no me aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome a oscuras si se trataba de algo que en mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario ¿Qué había de hacer yo, jovencilla reina a los catorce años [...] no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación, que me aturdían? ¿Qué podría hacer yo? [...] Pónganse en mi caso...9. No es posible hacerlo, no es posible ponerse en su caso. Es posible, sin embargo, seguir escuchando a los que estuvieron cerca de ella, a los que la conocieron y dejaron escritas sus impresiones ante una mujer que vivió su vida como si fuese un sueño y que hubiese querido dejar tan sólo su juventud inocente en el recuerdo de sus contemporáneos; una reina que, sin embargo, fue creciendo con los años hasta la altura de una siniestra carte de visite que su madre quiso guardar entre sus dibujos infantiles. Su primer biógrafo en sentido estricto, Francis Gribble, intentó comprender desde Inglaterra a aquella mujer que carecía absolutamente de genio y se convirtió exactamente en lo que su educación hizo de ella, y su educación fue tan mala que difícilmente hubiera podido ser peor [...]. La virtud no estaba, como dice la gente, en la familia, la virtud política menos que cualquier otra [...]. No podía por lo tanto aprender nada bueno observando el ejemplo de ninguno de sus padres y pasó sus años más impresionables bajo la influencia de cortesanos que le enseñaron que el reino era su propiedad privada, y su capricho un principio suficiente para dirigir la elección de sus ministros. Más aún, a la edad en que aún debería haber estado en la escuela, la casaron —por razones de Estado— con un marido que carecía de los atributos esenciales de un marido. ¡Y eso teniendo, en palabras de Guizot, le diable au corps! 10. A Isabel II la casaron, a los dieciséis años, contra su voluntad. Tras complejas negociaciones nacionales e internacionales, el elegido fue aquel que ella más despreciaba, su primo el infante Francisco de Asís. Era el candidato más débil y más manipulable y por eso mismo fue el elegido por el grueso del partido moderado y por el gobierno francés de Luis Felipe. Hasta María Cristina de Borbón dudaba de sus condiciones físicas para marido de una fogosa adolescente: «En fin, usted lo ha visto, usted lo ha oído. Sus caderas, sus andares, su vocecita... ¿no es eso un poco intranquilizador, un poco extraño?»11. Cuatro meses después de su boda, la separación del matrimonio era pública. La reina se había enamorado de un general progresista, Francisco Serrano, quien la empujó a entregar el poder a los enemigos de su madre. Esta y el general Narváez pusieron fin, por la fuerza, a aquella aventura política y personal secuestrando para siempre su reputación y su voluntad. Comenzó entonces el «ministerio largo» de Narváez quien ocupó al lado de la reina un nuevo papel de apoyo y guardián de la monarquía. Favoritos más discretos sucedieron a Serrano en los favores de Isabel II y el rey consorte mantuvo una apariencia de reconciliación y acomodo tan impostados que toda Europa supo por su boca, y por la de su entorno, de «las locuras de Isabel». Los constantes chantajes a los que la sometió, durante todo su reinado, convirtieron al rey consorte en uno de los grandes elementos de desestabilización de la política de Palacio. El mismo Narváez tuvo que amenazar a Francisco de Asís, en más de una ocasión, con encerrarle en el castillo de Segovia mientras éste no dejaba de conspirar ayudado por un tal fray Fulgencio, por una monja adicta a las llagas y por el poder que le otorgaba el círculo vicioso de pecado, culpa, arrepentimiento, dulces y sobresaltos varios, en que estaba envuelta Isabel II. En esas condiciones, aquella de quien no se esperaba descendencia tuvo nueve hijos. Cinco llegaron a la edad adulta, entre ellos el futuro Alfonso XII, nacido en 1857. Escribiendo en los meses de aquel embarazo, un diplomático francés informaba a su ministerio: No vacilo en colocar en la primera fila de los que quieren derribar a la Reina al rey Francisco de Asís, su marido. El resentimiento por las injurias cuyo precio ha aceptado y la falta de valor para vengarse predomina en este príncipe [...]. Quiere pues destruir lo que es, en la quimérica esperanza de que obtendrá de los principes carlistas restaurados una regencia de hecho, y de nombre, y la aplastante humillación de su mujer. El nuevo embarazo de la Reina viene a reanimar, si esto es posible, los instintos vengativos del Rey: tras escenas deplorables, con la amenaza de las más escandalosas revelaciones, ya ha obtenido de su mujer una especie de abdicación moral y después marcha resueltamente a su objeto, dirigido por algunos miembros del clero, adherentes fanáticos y reconocidos del partido carlista 12. Pocos años antes, en 1854, cuando una combinación de revuelta popular, intriga cortesana, política y militar puso en entredicho su derecho a seguir reinando, el embajador británico en Madrid, describía así a la reina de España: Es un hecho melancólico, pero incuestionablemente cierto que el mal tiene sus orígenes en la Persona que ahora ocupa el más alto puesto de la Dignidad Real, a quien la naturaleza no ha dotado con las cualidades necesarias para subsanar una educación vergonzosamente descuidada, depravada por el vicio y la adulación de sus Cortesanos, de Sus Ministros y, me aflige decirlo, de Su propia Madre. Todos y cada uno de ellos, con el objeto de guiarla e influirla de acuerdo con sus propios intereses individuales, han planeado y animado en Ella inclinaciones perversas, y el resultado ha sido la formación de un carácter tan peculiar que es casi imposible de definir y que tan sólo puede ser comprendido imaginando un compuesto simultáneo de extravagancia y locura, de fantasías caprichosas, de intenciones perversas y de inclinaciones generalmente malas 13. Felicitémonos de la ceguedad de esa mujer, escribe Fernando Garrido en su fracasada historia del reinado del último Borbón en España, acaso la desgracia devuelva el sentido moral, y haga abrir los ojos a la luz de la verdad a esa mujer, que no podía ver por estar colocada tan por encima de la sociedad, ni sentir arder en el alma el fuego de la conciencia, por creerse irresponsable, y de una casta distinta y superior a los demás hombres [...]; su corona sólo servía para apartarla de la humanidad, para extraviar su inteligencia y depravar su corazón, labrando en definitiva su desgracia y la de todo su pueblo 14. Un pueblo deshonrado por la institución que supuestamente había de encarnar su historia, su tradición nacional; gobernado por una mujer irresponsable, incapaz de representar aquel ideal moral y político al que la monarquía debía su prestigio y su justificación. La fijación de la imagen histórica de Isabel II recoge, en sus elementos esenciales, y aun contradictorios, una curiosa mezcla de los elementos presentes en todos estos esbozos. Cruel y generosa, ignorante y ladina, perversa e ingenua, sexualmente depravada y fanáticamente religiosa, incapaz de comprender ni de apreciar los sacrificios que el pueblo liberal había hecho durante las guerras carlistas a favor del trono de la «inocente Isabel». La perversa Isabel, grotesca encarnación de una grotesca monarquía constitucional que creyó poder refugiar, para siempre, el poder moderado detrás de quien no sabía ejercerlo siquiera en beneficio propio. La «mala hija» que el archivero de la reina María Cristina, Antonio Rubio, compara desfavorablemente con su hermana la infanta Luisa Fernanda, la devota esposa de un duque de Montpensier que acabó, también, conspirando contra ella. Con muchas más obligaciones políticas que su hermana, rodeada de una familia de la que jamás pudo fiarse, Isabel II acabó separada de todos, incluso de aquella madre que contribuyó tanto a hacerla y deshacerla como reina. El viejo archivero de María Cristina ni la perdona ni la entiende por haberse visto obligada a mantener a su madre en
Poco antes de ser derrocada, su primo el infante Enrique de Borbón, un antiguo aspirante a su mano, resumía en una iluminadora metáfora sexista aquello que quizás quiso apuntar Guizot, y los efectos que ello tuvo para despojarla de la inviolabilidad a la que, aun en el recuerdo, siempre creyó sentirse merecedora:
¿Quién sino la «culpable hija de la culpable María Cristina»? como la definió su propio marido, Francisco de Asís, en una carta a don Carlos en la que se ofrecía a guiar al pretendiente carlista hasta Madrid y, entre ambos, destronarla17. Quién sino aquella mujer que su mejor y más compasiva biógrafa, Carmen Llorca, definía como alguien cuyo temperamento era incapaz de responder a los anhelos liberales. Ella es una fuerza viva en constante agitación y dominada por extremo barroquismo de alma. Hay en su carácter mucho de revolucionario y caótico; naturaleza tumultuosa que no encuentra el cauce de su expresión, ni se organiza en una unidad, ni acierta a verterse, suave y paulatinamente al exterior 18.
La reina generosa, españolísima, popular hasta el mismo momento de derrocamiento, la misma que aparece en las escenas pornográficas atribuidas, aún hoy con todas las dudas, a los hermanos Bécquer: «Entren todos y verán / la célebre niña gorda /que pesa quinientos quilos/sin el cetro ni corona»19. Una obra que recuerda, punto por punto, por su procacidad, por la solidez de la ancestral misoginia de sus alusiones políticas, por su enorme violencia visual, a los folletos y viñetas que circularon en la Francia prerrevolucionaria sobre María Antonieta, la reina extranjera. Forastera, extraña, aparece también Isabel II para una creciente parte de sus súbditos que cada vez más sienten la España del padre Claret, de sor Patrocinio y de su último ministro, Luis González Bravo, como un territorio extranjero. La institución que había de encarnar a la nación se convierte, con Isabel II, la reina españolísima, en la encarnación de un país ajeno, del «otro» país. Frente al españolismo populachero, sórdido y fanático que representaba Isabel II y su corte, los liberales progresistas y demócratas opusieron otra patria y otra nación, sofocada por los largos años de exclusivo imperio moderado. Frente al barroquismo tenebroso de la corte de los milagros, la sobriedad de una patria fundada en la luz de la razón; frente a la corrupción, el latrocinio y la lujuria, la virtud de una nación traicionada y degradada por una reina que, allá en su niñez, representó todas las promesas de la revolución: ¿Quién al ver, hace treinta y tantos años aclamada con tanto entusiasmo a la inocente Isabel, y al pueblo liberal haciendo por ella tan costosos sacrificios, hubiera podido prever que aquella inocente niña, símbolo de la libertad, sería el más implacable verdugo de la libertad y de los liberales, y que ella acabaría de exterminar a los patriotas que respetaron las balas carlistas? 20. A la inocente Isabel, que fue la bandera de la libertad, del progreso y de la razón, ha sucedido la Eva lasciva e informe que aparece en las viñetas de los hermanos Bécquer que circularon por los cafés de las grandes ciudades durante los años que siguieron a su derrocamiento. Lujuria, crueldad, fanatismo y avaricia compiten —en una grafía sin compasión ni freno— para despojar definitivamente a Isabel II de la magia del trono, del aura que dejó lelo a Galdós. Después de las viñetas de Los Borbones en pelota no hay vuelta atrás. No sólo la reina, sino la Monarquía como institución nacional, se han convertido para siempre en material tangible, personal, corruptible, perecedero. Cuando eso ocurre es el trono hereditario y todo el simbolismo político y moral a él asociado el que tendrá ya, para siempre, le diable au corps. Isabel II marchó al exilio con sólo treinta y ocho años. Para entonces, los vicios privados y públicos de la reina habían contaminado todo el diseño de la Monarquía constitucional en España. Aquel oficio de reinar, que Adolphe Thiers tan sólo acertó a definir como ser «la imagen más verdadera, la más alta y la más respetada del país»21, se había convertido —en sus manos— en exactamente lo contrario. «Adiós España, ¿cómo estás? Bien, ¿y tú, República? Para servirte. ¿Me llamabas? Pché... ahora no; pero no te alejes mucho» 22. Llegó un monarca nuevo, Amadeo de Saboya, y se fue. Llegó la República y se fue. Por fin, su hijo, Alfonso de Borbón, comenzó a reinar y la reina más española quiso volver a su patria. No se lo permitieron. Su imagen, su destrozada imagen, podía contaminar todo el edificio, tan laboriosamente construido, de la Restauración. Con el título de condesa de Toledo, sin poder saborear las luces y las sombras del papel de reina madre, Isabel II vivió el resto de su vida en un viejo palacio en París. Nada más llegar al exilio se separó de su marido, Francisco de Asís, y aún tuvo que conseguir que un ministro progresista, Sagasta, le devolviese las cartas más comprometedoras de sus amantes. Aquellas cartas que, guardadas en el Ministerio del Interior, habían servido a sus ministros, y a su marido, para chantajearla toda su vida 23.
En abril de 1904, convertida en una sombra elegante de sí misma, murió calladamente. Su nieto, Alfonso XIII, ocupado en defender la imagen de la Monarquía en un largo viaje por Cataluña, no acudió a París a recoger su cadáver. Lo esperó en Madrid y allí, contra todo pronóstico, una multitud curiosa y conmovida le tributó su último adiós a la reina de los tristes destinos. |
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Liberalismo y romanticismo en tiempos de Isabel II |
La literatura de la época isabelina. Por Jon Juaristi. Universidad del País Vasco. Instituto Cervanes. En 1830, España presentaba los perfiles de una sociedad fuertemente tradicional y misoneísta. Apenas una décima parte de sus habitantes sabía leer. De la exigua población alfabetizada, la mayoría se concentraba en las ciudades. La más notoria excepción a esto último la constituía el bajo clero secular y algunas órdenes religiosas, cuyo papel en la guerra contra los franceses —como agitadores populares o cabecillas de partida— preludió lo que iba a ser una actitud generalizada de los eclesiásticos rurales en los conflictos civiles de la centuria. El campo seguía inmerso en una cultura predominantemente oral, vinculada a arcaicas concepciones del mundo que el catolicismo contrarreformista, a pesar de la universal difusión de las formas de piedad barroca, no había conseguido desarraigar ni asimilar del todo. Además, el arriscado particularismo de la España campesina, sin otro horizonte que el del municipio o la comarca, había opuesto a las tentativas centralizadoras de la administración borbónica una resistencia no siempre sorda o pasiva, y aún estaba fresca la memoria de los motines contra Godoy, de la «francesada» —que tuvo mucho de revuelta antiestatal—, de las insurrecciones realistas del trienio y del levantamiento de los agraviados. El conflicto, a la vez dinástico e ideológico, que siguió a la muerte de Fernando VII agravaría aún más las diferencias y antagonismos entre la ciudad y el campo. Así, en 1833, vemos reproducirse la misma división social y geográfica que, diez años antes, había puesto fin a la segunda experiencia constitucional, aislando los focos de liberalismo urbano en un mar de contrarrevolución agraria. Nada hacía prever que, en tales circunstancias, la producción literaria recibiera nuevos impulsos. Para las letras españolas, sin embargo, los años de las regencias sucesivas de María Cristina y Espartero iban a suponer una década de relativo esplendor. Contribuyeron a ello diversos factores: la desaparición de la censura eclesiástica a la que el fallecido monarca había encomendado el control de la prensa; la correlativa aparición de un espacio público de libertad política que, aun sometido todavía a serias restricciones, suponía al menos una considerable ampliación de las posibilidades de expresión de la opinión ciudadana; el regreso de un buen número de escritores exilados y la irrupción en la vida literaria de una nueva generación, nacida en los años de la invasión napoleónica, cuyos miembros, unidos a los ya maduros emigrados liberales, contribuirían al rápido triunfo de la que sería, hasta la mitad de siglo, la tendencia dominante en las letras y en la cultura españolas. El romanticismo, en efecto, más que una corriente o movimiento literario, fue un estilo de vida que impregnó todas las manifestaciones de la cultura, configurando una época que, no por casualidad, siguió interesando a los novelistas y a sus públicos mucho después de la revolución de 1868. Todavía la generación de fin de siglo —Baroja y Valle-Inclán, desde luego, pero también el joven Unamuno— se inspiraría en personajes y acontecimientos del reinado de Isabel II para sus ficciones históricas o sus carnavalizaciones esperpénticas. La España isabelina y, en particular, sus diez primeros años, se identifican plenamente con el romanticismo. Como es sabido, este concepto tuvo diversas acepciones: una de ellas, la que quizá fue menos tenida en cuenta por los propios románticos, se cifra en la invasión de la vida por la literatura. «Romanticismo»: vivir siguiendo modelos novelescos. Sin duda, fue esta la significación del término que más sedujo a los escritores de la generación de fin de siglo, y sobre la que construyeron tanto las vidas de ficción de sus personajes puramente literarios (Bradomín o Zalacaín el Aventurero) como sus biografías novelizadas de conspiradores y caudillos (Aviraneta o Van Halen). Curiosamente, la primera noción de romanticismo que se difundió en España también estuvo asociada a una visión general de la cultura, a un estilo nacional del que la literatura constituiría sólo una manifestación más: un estilo o una forma que se querían intemporales, independientes de determinaciones cronológicas. En septiembre de 1814, un comerciante alemán establecido en Cádiz, Nicolás Böhl de Faber, inició en el Mercurio Gaditano lo que en la historiografía literaria posterior sería conocido como «la polémica calderoniana». Partiendo de las ideas sobre el teatro español del Siglo de Oro expuestas por August W. Schlegel en sus Vorlesungen über dramatische Kunst und Literatur, Böhl de Faber defendía la identificación del romanticismo con el espíritu cristiano y feudal, atribuyendo a la cultura tradicional española un arraigo acrónico en los valores de la Europa medieval que la modernidad racionalista había hecho desaparecer en el resto del continente, pero que, en España, habrían encontrado su más acrisolada expresión en el teatro de Calderón de la Barca. La desviación neoclásica de los literatos afrancesados de la Ilustración habría sido un fenómeno superficial que jamás consiguió el favor de la mayoría del pueblo español. Éste seguía recitando y cantando los viejos romances, mientras el público teatral no pervertido por la moda galicista había continuado aplaudiendo las representaciones de las obras de Calderón y su escuela a lo largo del Siglo de las Luces. Una vez desterradas las doctrinas clasicistas —lo que parecía lógico e inminente tras la derrota militar de los invasores franceses—, España podría recobrar su auténtico espíritu en un contexto europeo mucho más favorable, donde la nueva literatura romántica auspiciaba un regreso a los valores de la cristiandad medieval y hacía de España el ideal vivo a imitar. Ahora bien, el ataque de Böhl de Faber al neoclasicismo como imitación servil de las letras francesas tenía un trasfondo político evidente: iba dirigido también contra el liberalismo y el principio de soberanía nacional en que había encontrado su fundamento la Constitución de 1812. Así lo supo ver José Joaquín de Mora, un joven jurista gaditano, asiduo asistente a la tertulia de la esposa de Böhl de Faber (Frasquita Larrea), que asumió, en el mismo periódico que había publicado el artículo de aquél, la defensa de los neoclásicos. La polémica se prolongó hasta 1820, cuando el retorno del constitucionalismo zanjó la cuestión a favor de los liberales e hizo enmudecer al picajoso divulgador de Schlegel. En la disputa en torno a Calderón intervino, en apoyo de Mora, su amigo Antonio Alcalá Galiano, abogado y diplomático, e hijo del famoso marino caído en la batalla de Trafalgar. Tanto él como Mora rechazaron con indignación la acusación de afrancesamiento que Böhl de Faber lanzaba contra los partidarios del teatro clásico (Mora había combatido contra los franceses en la pasada guerra y había sufrido prisión por ello) e insistieron en la prosapia nacional del clasicismo español, que hundía sus raíces en la gran literatura del Renacimiento patrio (Garcilaso, Fray Luis, Herrera, etc.) La restauración del absolutismo en 1823 llevó a Mora y a Alcalá Galiano al exilio, junto a un nutrido contingente de escritores liberales entre los que se encontraban Ángel Saavedra, Francisco Martínez de la Rosa, Eduardo Gorostiza, el conde de Toreno y otros, y a los que se fueron sumando, a lo largo de la década ominosa, algunos viejos autores descontentos con la tiranía fernandina y jóvenes rebeldes como Espronceda. Éste y sus amigos, discípulos, en el madrileño colegio de San Mateo, del preceptista y poeta neoclásico Alberto Lista, pertenecían a una generación mucho más reciente que la del grueso de la emigración política (nacidos entre 1775 y 1790 y adscribibles, por tanto, a lo que algunos han denominado «generación de 1808»). Los exilados más jóvenes habían visto la luz en los años de la guerra de la Independencia. Nada sabían de los tiquismiquis medievalizantes de Böhl de Faber y, en cambio, admiraban a Byron. La rebelión de Grecia contra los otomanos era su gran mito generacional. Habían aprendido a escribir a la sombra de maestros neoclásicos, pero su sentimentalidad histórica se había formado en la lectura del falso Ossián (traducido por el jesuita Montengón y el abate Marchena). No eran, como Böhl de Faber, enemigos de todo lo francés, sino sólo del absolutismo. En el exilio, Victor Hugo se convirtió en uno de sus ídolos. En efecto, tanto en Inglaterra como en Francia, la sensibilidad de los literatos desterrados evolucionó rápidamente hacia el romanticismo ruptural. En Londres, Mora y sus amigos encontraron a otros escritores españoles instalados allí desde los años posteriores a la guerra de la Independencia. Al contrario que los residentes en Francia —por lo general, antiguos exilados bonapartistas fieles a la preceptiva neoclásica—, los escritores del exilio inglés algunos de los cuales, como Telesforo de Trueba y Cossío y José María Blanco White, habían llevado su anglofilia al extremo de adoptar el inglés como lengua literaria) se habían dejado influir sin complejos resistenciales, por el romanticismo, lo que era escandalosamente evidente en Blanco White, antaño contertulio de Mora en los salones de Frasquita Larrea y defensor a ultranza del neoclasicismo (como sus compañeros de entonces los también sacerdotes Lista y Reinoso). En las revistas literarias creadas por los emigrados liberales en Londres —y fundamentalmente, en el almanaque No me olvides, que el editor londinense Ackermann comenzó a publicar en 1824 con destino al público hispanoamericano, las colaboraciones de los escritores emigrados —y en particular, las de Mora y Alcalá Galiano—, adoptan ya planteamientos claramente románticos bajo la influencia de Wordsworth, Lord Byron y Walter Scott. Como observó en su día Vicente Llorens, en la década absolutista existieron dos literaturas españolas, la del exilio y la del interior, sometida ésta a una ferocísima censura que no tardó en sofocar una industria o protoindustria editorial ya muy precaria. Sin embargo, ello no impidió que se mantuviera una discreta continuidad de la poesía de corte clásico, siguiendo los modelos formales de los epígonos de Meléndez Valdés: Lista Reinoso, Juan Nicasio Gallego, y hasta de Quintana, aunque el tono patriótico y liberal de este último estaba vedado en la España fernandina. La crítica académica y filológica reflejó débilmente las controversias europeas entre partidarios y detractores del romanticismo. Con todo, dicha crítica estuvo lastrada por una radical incomprensión de la nueva literatura: para coetáneos de Mora como Javier de Burgos, Bartolomé José Gallardo y Agustín Durán, en especial para este último, la visión del romanticismo permaneció anclada en la concepción medievalizante, cristiana y castiza que de aquél tenía Böhl de Faber, lo que condicionó decisivamente la filología entonces emergente, que no se libraría en todo el siglo de su inicial sesgo tradicionalista. Este es ya visible en el prólogo que puso Durán en 1832 a su edición del Romancero de romances caballerescos e históricos, primicia de lo que después fue su gran Romancero general, con el que aprendió a leer su sobrino-nieto, el poeta Antonio Machado. El camaleónico editor José María Carnerero, antiguo afrancesado y liberal exaltado durante el Trienio, convertido después en servil adulador de Fernando VII y de sus ministros, consiguió en 1828 la autorización real para publicar un periódico, el Correo Literario y Mercantil, que dio cabida en sus páginas a las reseñas literarias de Mariano Rementería y del comediógrafo Manuel Bretón de los Herreros, tan hostiles al romanticismo como el propio Carnerero. En 1830, éste inició la publicación de una revista literaria, las Cartas Españolas, donde vieron la luz los primeros artículos de costumbres de Serafín Estébanez Calderón y Ramón de Mesonero Romanos, bajo los respectivos seudónimos de «El Solitario» y «El Curioso Impertinente». La revolución de julio de 1830 consolidó, en Francia, la identificación entre liberalismo y romanticismo que Victor Hugo preconizaba desde años atrás. Ahora bien, en la España de la regencia de María Cristina la movilización política de los literatos tuvo una dimensión más que discreta. Los emigrados que regresaron tras la amnistía de 1830 lo hicieron, con escasas excepciones, bastante desengañados de su exaltación revolucionaria juvenil, que había desembocado en una sucesión de catastróficos fracasos (el de la experiencia constitucional del Trienio y los de las sucesivas intentonas insurreccionales organizadas desde el exilio francés). La evolución de las dos figuras más representativas de la fusión de romanticismo y liberalismo doceañista resulta, a este respecto, suficientemente ilustrativa. Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) fue un jurista precoz que, a sus dieciocho años, había obtenido ya la cátedra de Derecho Civil de la Universidad de Granada, su ciudad natal. Publicista exaltado en el Cádiz de las Cortes, estrenó allí, en 1812, su comedia Lo que puede un empleo (una festiva sátira del arribismo político) y la tragedia La viuda de Padilla, interpretación en clave liberal y revolucionaria de la sublevación de los Comuneros. En 181 3 fue elegido diputado por Granada, lo que le acarrearía, a la vuelta de Fernando VII, un confinamiento de cinco años en el peñón de Vélez de la Gomera. En 1818 compuso allí su Morayma, una tragedia de tema morisco inspirada en la crónica de Ginés Pérez de Hita. En 1820 regresa a la política como diputado, encabezando el sector constitucional moderado, que buscaba un entendimiento con los absolutistas. Presidió el gobierno durante la última etapa del Trienio, desde marzo de 1822. Marchó al exilio el año siguiente: deambuló por el sur de Francia y por Italia hasta que, en 1824, se instaló en París, donde hizo amistad con Balzac y Guizot, figurones literarios por entonces del sector más conservador y acomodaticio del liberalismo francés. Entre 1827 y 1830, publicó en París los cinco volúmenes de sus Obras literarias, que recogía las comedias Lo que puede un empleo y La niña en casa y la madre en la máscara (sátira de costumbres estrenada en 1821), las tragedias La viuda de Padilla y Morayma y dos dramas históricos escritos en la emigración, Aben Humeya y La conjuración de Venecia, así como el poema patriótico Zaragoza, una versión personal del Edipo, una traducción de la Epístola a los Pisones y una Poética en verso, de corte neoclásico. Ya en esta primera recopilación aparece con claridad el rasgo más característico de la producción de Martínez de la Rosa: su eclecticismo. Como dramaturgo, poeta y crítico, permanecía fiel a los postulados clasicistas, pero sin renunciar a atemperar la rigidez de los mismos con ciertas concesiones a la estética romántica y con una valoración, en general positiva, de la literatura medieval castellana. En política y en literatura, Martínez de la Rosa intentaba conciliar los opuestos: regla y libertad, orden y revolución. Con el tiempo, esto se iba a revelar imposible. A su regreso a España, en 1831, Martínez de la Rosa se retiró a Granada donde estrenó la tercera de sus comedias, Los celos infundados o el marido en la chimenea, y preparó la edición de sus Poesías, que reunía los escritos a lo largo de veinte años, entre 1811 y 1831. Ambos, la comedia y el poemario, fueron publicados en 1833, lo que supuso su reencuentro con el público español al comienzo de una nueva y esperanzadora situación política. Publicó ese mismo año una obra histórica sobre Hernán Pérez del Pulgar y el 15 de enero de 1834 fue nombrado jefe de gobierno por la reina regente. Durante el año y medio que pudo mantenerse en el cargo dio sobradas muestras de su evolución hacia el más acendrado conservadurismo. Frente a los liberales, que exigían la puesta en vigor de la Constitución de 1812, Martínez de la Rosa pergeñó una carta otorgada, el Estatuto Real, que reducía la función del Parlamento a la de un mero órgano consultivo, pero esta medida no fue tampoco del agrado de los carlistas. En mitad de una cruenta guerra civil, la búsqueda del justo medio en política no podía convencer a nadie y Martínez de la Rosa fue blanco común de las invectivas de los bandos beligerantes, aunque parece que mantuvo buenas relaciones con el jefe del ejército cristino, el general Fernández de Córdoba, tanto o más conservador que él mismo. Para los demás fue Rosita la Pastelera, un político quizá bienintencionado, pero oscilante e inútil. Como autor dramático, el estreno en 1834 de La conjuración de Venecia le atrajo, sin embargo, el favor del público. Sustituido al frente del gobierno, en 1835, por el conde de Toreno, reanudó su actividad literaria e historiográfica: en 1835 comenzó a publicar El espíritu del siglo, una historia diplomática de la Europa contemporánea desde la Revolución francesa. Su novela histórica Isabel de Solís (1837), cuya acción se sitúa en la guerra de Granada, se resiente de un énfasis excesivo en la reconstrucción de los acontecimientos y ambientes de la época. En 1839 publicó otra comedia, La boda y el duelo, sobre el asendereado tema del matrimonio entre el viejo y la niña. Al asumir Espartero la regencia, se exilió de nuevo en París, reanudando allí su amistad con Balzac y gozando de una entusiasta acogida en los medios del liberalismo doctrinario. Volvió a España tras el golpe de estado de Narváez, pero su prestigio en las filas moderadas iba a ser muy pronto eclipsado por un orador más fogoso y combativo, Donoso Cortés. En 1846 fue nombrado embajador en París, y dos años después, en Roma, donde sostuvo los intereses del papa contra los liberales italianos. En 1849, durante una estancia en Nápoles, invitado por el duque de Rivas —a la sazón embajador de España en el pequeño reino borbónico—, escribió Amor de padre, un drama edificante ambientado en la época del terror jacobino. Vuelto a España, siguió publicando nuevas entregas de El espíritu del siglo y publicó, en 1857, su Bosquejo histórico de la política de España desde los tiempos de los Reyes Católicos hasta nuestros días. Junto a Martínez de la Rosa, Ángel Saavedra, duque de Rivas (1791-1864), encarna el destino de esta primera generación romántica que recorrió el camino entre el liberalismo revolucionario y el nacionalismo conservador. Herido gravemente en la guerra contra los franceses, comenzó durante su convalecencia a escribir poesía patriótica y amorosa en la estela de Quintana y Meléndez Valdés. En 1814 publica su primer poemario, que vuelve a editar en 1820, con el añadido de dos breves piezas dramáticas y un poema histórico, El paso honroso, sobre las hazañas del caballero Suero de Quiñones. Entre 1812 y 1823 escribió asimismo varias mediocres tragedias neoclásicas —Ataúlfo, Aliatar, Doña Blanca, Abd-el-Malek y El duque de Aquitania— bajo la influencia de Alfieri. Saavedra fue diputado en el Trienio y votó en 1823 la destitución de Fernando VII, por lo que fue condenado a muerte tras restaurarse el absolutismo. Huyó a Gibraltar y de allí a Inglaterra, donde permaneció menos de un año. De esta época datan algunas poesías sobre el exilio —«Super flumina», «El desterrado», etc.—, que denotan ya una inclinación hacia la estética y la sentimentalidad romántica. En Londres comenzó un poema histórico, Florinda, al que dio remate en Malta dos años después (1826): el tema es la pérdida de España, en tiempos del rey Rodrigo, que ya había inspirado un extenso poema de sir Walter Scott. La producción de Rivas en el exilio maltés, entre 1825 y 1828, se limita a una comedia costumbrista (Tanto tienes, tanto vales), algunos poemas líricos —entre ellos, la famosa composición titulada «El faro de Malta»— y la tragedia Arias Gonzalo, sobre la leyenda épica del cerco de Zamora. El medievalismo nacional de Ángel Saavedra es mucho más intenso y decidido que el de Martínez de la Rosa, que prefiere los temas históricos vinculados con la Granada de los Reyes Católicos y con el Renacimiento. Rivas, por el contrario, no desdeña profundizar en la tradición épica castellana. Fruto de esta dedicación es su poema histórico más extenso y conocido, El moro expósito (1829), basado en la leyenda de los infantes de Lara. Es difícil señalar un punto de arranque del medievalismo literario español: el romancero, en el siglo XVI, y el teatro del Siglo de Oro habían aprovechado de modo exhaustivo las materias épicas de Castilla, pero ni siquiera durante la época de mayor pujanza del neoclasicismo habían sido orilladas las viejas leyendas y los personajes de la epopeya medieval (como lo demuestran la Raquel de García de la Huerta y el poema de Nicolás Fernández de Moratín «El Cid en Madrid»). Jovellanos, por su parte, evocó con brillantez el mundo de la caballería bajomedieval en sus memorias del castillo de Bellver. Pero fue Rivas, sin duda, quien rescató la temática medieval con una conciencia más clara de la distancia histórica entre el mundo de la primitiva poesía heroica y la época moderna. Mudarra, el héroe de El moro expósito, no es un personaje épico sino una figura romántica fuertemente individualizada, como los héroes novelescos. Pese a deber a Scott algunos de los planteamientos narrativos esenciales del poema —la situación bélica, la amada de religión distinta, etc.—, El moro expósito se aparta del modelo del escritor escocés en un aspecto importante: Mudarra está más cercano a los héroes rupturales y desgraciados del romanticismo ruptural que al «héroe mediocre» de Scott representado por personajes como Waverley o Ivanhoe. Don Alvaro o la fuerza del sino, el primer drama romántico de la literatura española, fue escrito por Rivas en Francia, durante los últimos años del exilio y se estrenó en Madrid en 1835, a poco de regresar su autor a España. Parece innegable que se inspiró en un relato de Merimée, Les âmes du Purgatoire, ambientado en España. En el protagonista se acentúan los rasgos del héroe ruptural romántico, arrastrado por la fatalidad hacia un final trágico y en abierta discordia con la sociedad de su tiempo. Con todo, esta primera y lograda tentativa de introducir en su patria la revolución romántica es también el canto del cisne del liberalismo exaltado de Rivas. Los Romances históricos escritos entre 1836 —año de su segundo exilio, esta vez en Portugal— y 1840 representan una vuelta del autor a los valores tradicionales, decepcionado de la política de los progresistas. Su drama fantástico El desengaño en un sueño (1842), marca el punto sin retorno de esta deriva hacia un tradicionalismo ya perceptible en algunas comedias y dramas anteriores (Solaces de un prisionero o Tres noches de Madrid, La morisca de Alajuar y El crisol de la lealtad), deudoras de los dramaturgos del XVII y, más en particular, de Calderón. Tras El desengaño en un sueño, Rivas sólo publicó, en 1854, unas Leyendas en verso, de carácter acentuadamente patriótico. Las dos figuras más representativas de la segunda generación romántica (la nacida en los años de la guerra de la Independencia) son Mariano José de Larra y José de Espronceda. No se dio en ellos nada parecido al atrincheramiento crepuscular en posiciones conservadoras que caracterizó a la generación anterior. Los coetáneos de Larra y Espronceda alcanzaron la cuarentena en torno al año 1848, en cuyos estallidos revolucionarios creyeron ver el signo de que los ideales de su todavía reciente juventud exaltada iban por fin a cumplirse. Lo que para Rivas y Martínez de la Rosa aparecía como un apocalipsis del mundo que habían conocido y amaban, era para la segunda generación el comienzo de lo que siempre habían deseado. Ni Larra ni Espronceda vivieron para verlo. Larra nació en 1809. Hijo de un médico afrancesado, hizo sus primeros estudios en el exilio y los completó en Madrid tras la vuelta de su familia en 1817. A sus dieciocho años, en 1828, comenzó a publicar su propio periódico, El Duende Satírico del Día, donde publicó sus primeros artículos de costumbres y cáusticos ataques al Correo Literario y Mercantil, que gozaba de la protección del gobierno fernandino. El Duende fue cerrado el día de Nochevieja del año mismo en que se fundó. Larra se dedicó entonces a traducir y adaptar comedias y melodramas franceses. En 1834 publicó su novela histórica El doncel de don Enrique el Doliente y pocos meses después estrenaba su drama histórico Macías, basado en el mismo argumento de la novela. Pero no fue a su faceta de novelista y dramaturgo a lo que debió su renombre, sino a su actividad como autor de artículos y sátiras de costumbres en periódicos como El Pobrecito Hablador (1832-1833), del que fue el único redactor bajo el seudónimo de «Juan Pérez de Munguía»; la Revista Española, donde firmó como «Fígaro»; El Observador; El Español y otros. El costumbrismo de Larra, si de tal puede hablarse, se aleja del pintoresquismo al uso en los artículos y estampas del género. En Larra es la vena crítico-satírica lo que predomina en los corrosivos retratos de tipos sociales («El castellano viejo», «Los calaveras», «Don Timoteo o el literato») o en las descripciones de situaciones y ambientes («Vuelva usted mañana», «Una primera representación», «La fonda nueva», etc.). Defendió el teatro romántico y ejerció asimismo la crítica literaria en toda su amplitud. Sus esperanzas en la regeneración liberal de la sociedad española se fueron agotando rápidamente a medida que el país se empantanaba en la guerra civil y en la ineficaz y vacilante política de los gobiernos de María Cristina. Su artículo «El día de difuntos de 1836», que puede leerse como una alegoría del fracaso del liberalismo español, anuncia ya el carácter elegiaco y desesperanzado de su última producción. En 1837, después de la definitiva ruptura con su amante, Dolores Armijo, Larra puso fin a su vida. Espronceda vino al mundo en Almendralejo, el 24 de marzo de 1808, durante el traslado de su padre, militar, a la guarnición de Badajoz. En 1821 ingresó en el colegio de San Mateo donde, como se ha dicho, fue discípulo de Alberto Lista y forjó una estrecha amistad con otros futuros escritores de su edad como Ventura de la Vega, Mariano Roca de Togores y Eugenio de Ochoa. Dos años después, la policía fernandina lo detenía como fundador de una sociedad secreta exaltada, Los numantinos, cuyos miembros, todos de su misma edad, se habían juramentado para vengar la muerte de Riego. La condena fue leve y Espronceda pudo volver muy pronto a su casa. En 1827, después de un frustrado intento de ingresar en el ejército, abandonó España y se incorporó a los círculos de la emigración liberal. Marchó primero a Londres, donde se quedó hasta la primavera de 1829. De allí fue a París. Tomó parte, el año 1830, en la intentona de «Chapalangarra». Tras su fracaso, fue obligado a residir en Burdeos, pero se evadió de su confinamiento y en 1832, regresó a Inglaterra. Volvió poco después a París acompañado de Teresa Mancha, hija de un militar liberal exilado. Los amantes regresaron a España en 1833. Espronceda obtuvo una plaza en el cuerpo de la Guardia de Corps del Rey, pero fue expulsado a los pocos meses y confinado en Cuéllar, donde escribió su novela histórica Sancho Saldaña o el Castellano de Cuéllar. La carrera literaria de Espronceda había empezado mucho antes, en el colegio de San Mateo, donde escribió su epopeya (inacabada) Pelayo, bajo la guía de Lista. Fue incluida, junto con otras composiciones realizadas durante los años del exilio, en la primera edición de sus poesías (1835). Ésta, y la novela, lo dieron a conocer al público español como el joven adalid del romanticismo revolucionario. No fue en efecto su ocasional y mediocre faceta de dramaturgo lo que cimentó la fama literaria de Espronceda. Su tragedia Blanca de Borbón, escrita entre 1880 y 1881, no llegó a las tablas ni a la imprenta. En cuanto a la comedia El tío y el sobrino, escrita en colaboración con Antonio Ros de Olano, aguantó sólo dos días en cartel y un fracaso semejante cosechó su drama Amor venga sus agravios. Tampoco su novela, aunque alabada por Larra, consiguió entusiasmar a los lectores habituales del género. El éxito de Espronceda se debió, en no poca medida, a su voluntad de encarnar el arquetipo byroniano del poeta de vida errática, disoluta y aventurera: no dejó de participar en cuantas conspiraciones exaltadas se organizaron durante la regencia de María Cristina, combatiendo incluso a Mendizábal, al que había ofrecido su inicial apoyo. Por el contrario, durante los años de la regencia esparterista, moderó bastante sus posiciones. Pero fue, sin duda, la poesía lo que le ganó, ya en vida, un puesto de excepción en la literatura romántica española. El «Himno al Sol» es una imitación del estilo ossiánico, aderezado con la desmesura típica del romanticismo byroniano. Enormemente populares se hicieron aquellos poemas en que da la palabra a tipos marginales o desesperados —el verdugo, el condenado, el mendigo—, entre las que destaca, por supuesto, su conocidísima «Canción del pirata». En otras composiciones como «A la traslación de las cenizas de Napoleón» o «El canto del cosaco», fustiga la decadencia de la Europa burguesa. Es, sin embargo, la expresión poética de la desesperación y el desengaño la veta de donde extrae lo más característico de su lírica, en composiciones como «A una estrella», «A Jaifa en una orgía» y, sobre todo, en «El canto a Teresa», incluido en su poema narrativo-alegórico El diablo mundo. Su obra más lograda, en opinión de la crítica, fue El estudiante de Salamanca, leyenda en verso cuyo protagonista, Félix de Montemar, se presenta ante los lectores como un trasunto del Burlador de Tirso. En los poemas de Espronceda —y, en particular, en El diablo mundo— alcanzan sus más delirantes extremos la mezcla de elementos fantásticos y realistas, así como la fusión de lo trágico y lo risible que define la estética romántica. Quizá por ello, se cifra en él la culminación de un romanticismo ruptural que no tuvo en las letras hispánicas el vigor mostrado en otras literaturas nacionales. Como Octavio Paz observara, el verdadero romanticismo hispánico corresponde, en rigor, a lo que conocemos como modernismo, que prendió antes en las jóvenes repúblicas hispanoamericanas que en la antigua metrópoli. En tal sentido, el romanticismo ruptural o revolución romántica no habría pasado, en España, de un gesto retórico entorpecido por las supervivencias del neoclasicismo en el teatro y la poesía, por el historicismo de signo tradicionalista y por la deriva costumbrista que preparaba el advenimiento del realismo. En el teatro, efectivamente, el drama romántico no consiguió imponerse sino muy parcial y tardíamente a la comedia de estirpe neoclásica, moratiniana, que acabaría enlazando con la alta comedia, en la que destacaría un condiscípulo de Espronceda en el colegio de San Mateo, Ventura de la Vega. A comienzos de la década de 1830 sólo había en Madrid dos teatros, el del Príncipe y el de la Cruz, ambos en deplorables condiciones. Sin embargo, la regencia vino a reanimar la lánguida vida social de las clases medias, y en ésta tuvo el teatro el papel de un poderoso catalizador. Las obras de Martínez de la Rosa, Rivas y Larra (La conjuración de Venecia, Don Alvaro y Macías, respectivamente) despertaron el interés de un público hastiado de las refundiciones del teatro aureosecular y crearon las condiciones para un cierto florecimiento del drama romántico. En sus comienzos, la demanda del mismo fue aprovechada por oportunistas como Bretón de los Herreros, con sus parodias del nuevo género y melodramas como Elena (1834). Pero, a partir de 1836, la nueva escuela de dramaturgos románticos, coetáneos de Espronceda y Larra, consigue revalidar el relativo éxito de sus tres precursores con obras como El trovador (1836), de Antonio García Gutiérrez (1813-1884), progresista templado, que inocula en el romaticismo teatral —como supo verlo Galdós— un discreto populismo. El trovador consiguió una calurosa acogida. No así su secuela, El paje (1837), que lo remedó sin demasiada fortuna. Ese mismo año, estrenó García Gutiérrez su tercer drama, El rey monje, sobre la figura del rey aragonés don Ramiro. Los temas históricos españoles accedían de nuevo al teatro, como había sucedido en el Siglo de Oro. El más resonante de los triunfos teatrales de García Gutiérrez fue, con todo, Venganza catalana, un drama en verso sobre la expedición de los almogávares a Bizancio, estrenado en 1865, con un trasfondo nacional-revolucionario que preludiaba ya la insurrección antimonárquica. Los temas históricos predominan en la obra de Juan Eugenio de Hartzenbusch (1806-1880), menestral y fabulista, con una tendencia a la comicidad que no fue lo más apreciado por el público. Los amantes de Teruel (1837), que recoge una leyenda ya tratada por los dramaturgos del XVII, supuso el inicio de una abigarrada producción posterior en la que destacan los dramas ambientados en la España de los primeros siglos de la Reconquista (La madre de Pelayo, Alfonso el Casto, La jura en Santa Gadea; todos ellos estrenados en la década moderada). Mariano Roca de Togores (1812-1889) traslada a su drama Doña María de Molina, estrenado en 1837, la situación de la reina regente, equiparando tácitamente los esfuerzos de María Cristina por preservar los derechos de la reina niña con los de la madre de Alfonso XI en defensa de los de su hijo. Estos autores y otros como José de Castro o Antonio Gil de Zárate allanan el camino al indiscutible triunfador de la escuela romántica española: José de Zorrilla. En 1837, a sus veinte años, éste se había dado a conocer como poeta en las exequias de Larra, publicando seguidamente una primera recopilación de sus poesías. En la década posterior, sus Leyendas o poemas narrativos eclipsarían la fama de los de su más insigne predecesor, el duque de Rivas. Zorrilla se inicia en el teatro con un drama escrito en colaboración con García Gutiérrez, Juan Dándolo (1839). Pero será a partir de El zapatero y el rey (1840) cuando de verdad se inicie su rápida ascensión que, tras los estrenos de Un año y un día y El puñal del godo (ambos en 1842), culmina en la apoteosis con Don Juan Tenorio (1844), el drama más representado del teatro español de todos los tiempos, cuyo éxito no consiguió igualar con obras posteriores como Traidor, inconfeso y mártir (1849). Versificador fácil y extraordinariamente dotado para la composición dramática, Zorrilla no fue, sin embargo, un autor de gran originalidad. Se inspiró en la Historia del jesuita Juan de Mariana y en los autores del Siglo de Oro; con él se produce la fusión del romanticismo y un patriotismo tradicionalista y castizo en una fórmula a la que, con escasas excepciones, acabarán por acomodarse los escritores de las generaciones posteriores. El historicismo, con todo, arraigó antes en la novela que en el teatro. Prescindiendo de los antecedentes dieciochescos como El Rodrigo, de Montengón, que no tuvieron demasiado eco entre los escritores románticos, puede afirmarse que la novela histórica española parte del modelo instituido por el Ivanboe de Walter Scott en 1819. Durante la década absolutista, los emigrados (pero no sólo ellos) pudieron leerlo bien en la lengua original o en traducciones francesas. Algunos exilados liberales, como Mora y Pablo de Jérica, tradujeron a Scott al español, probablemente para el público hispanoamericano, pero, como afirmara Fernández Montesinos, hacia 1830 las novelas del autor escocés eran ya conocidas para muchos lectores de la Península. Las fórmulas narrativas de Scott eran fáciles de imitar: situaciones de guerra de bandos o guerra civil, parejas de héroes (lo que Lúkacs llamaría «el héroe mediocre» o protagonista, doblado por el «héroe oscuro») y de heroínas (rubias y morenas: cristianas las primeras y moras o judías las otras), y una buena cantidad de incidentes tipificados (asaltos a castillos, torneos, incendios, etc.). Sólo en la década moderada se haría notar la influencia de otros autores como Manzoni. La novela histórica española, que surge en la emigración con las obras de Valentín Llanos (y Telesforo de Trueba y Cossío, aunque las novelas de éste se publican originalmente en inglés), alcanza carta de naturaleza en España con la aparición, en Valencia y en 1830, de Los bandos de Castilla o el Caballero del Cisne, del catalán Ramón López Soler (Ramiro, conde de Lucena, de Rafael Húmara, publicada en Madrid, en 1823, no es sino una fantasía, deudora de la tradición orientalista del XVIII y ajena a las pautas de la novela histórica romántica). Soler escribió otras novelas, alguna de ellas inspirada no en Scott sino en Víctor Hugo. En 1831, también en Valencia, se publica La conquista de Valencia por el Cid, de Estanislao de Koska Vayo, más deudora de Cervantes que de los autores británicos o franceses. Las ya mencionadas novelas de Larra y de Espronceda se sitúan claramente en la tradición scottiana. Patricio de la Escosura, amigo de Espronceda, publicó en 1835 Ni rey ni roque, sobre el mismo tema que explotaría más tarde Zorrilla en Traidor; inconfeso y mártir; la impostura del pastelero de Madrigal que usurpó la identidad del desaparecido rey don Sebastián de Portugal. Otros cultivadores de la novela histórica en los años de la regencia de María Cristina fueron Juan Cortada (1805-1868), con Tancredo en Asia (1834) y La heredera de Sangumí (1835), y José García de Villalta (1801-1846), emigrado liberal que participó en la guerra de la independencia de Grecia, y amigo de Espronceda, cuya novela antijesuítica El golpe en vago, ambientada en la época de Carlos III, difícilmente cabe en la categoría de novela histórica romántica. La cumbre del género se alcanza en 1844, con El señor de Bembibre, del diplomático Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), sin duda el más dotado de los novelistas románticos. Aunque todavía acusa la influencia de Scott, Gil y Carrasco asume también otros modelos (Manzoni), dentro de un estilo y de una imaginación poderosa y original. Afín a Espronceda, en sus ideas literarias fue, sin embargo, un conservador que admiró las ideas y la figura política de Wilhelm Humboldt, al que conoció y trató durante su estancia como embajador en Berlín. La novela histórica respondió durante toda la época isabelina, y aún después, a la necesidad de conocimientos sobre el pasado español de unos nuevos públicos burgueses que carecían de una historiografía crítica o académica moderna (es significativo que los dramaturgos y novelistas tuvieran que recurrir a la Historia de Mariana para buscar en ella temas y argumentos). Esto explica también la proliferación de novelas históricas regionales, que se publicaron a millares hasta los años finales de siglo, cuando los rezagados del realismo y del naturalismo, como Blasco, consiguieron imponer sus fórmulas más o menos adaptadas —incluso lingüísticamente— a los diferentes ámbitos geográficos españoles. En el caso de autores como Benito Vicetto, Antonio de Trueba o Víctor Balaguer, por ejemplo, la novela histórica (y eventualmente la leyenda) tuvo un papel de primer orden en la aparición de movimientos regionalistas o «renacimientos culturales», tanto en Galicia y el País Vasco como en Cataluña. En algún caso —el de Trueba, por ejemplo— la vertiente de novelista complementa la del autor de estampas o cuentos costumbristas. Porque el costumbrismo nace y se desarrolla en el vacío que en otras literaturas europeas de la época cubre la incipiente novela realista (con el propio Scott o Balzac, por citar sólo algún nombre). En España, el costumbrismo combina formas breves de narrativa de imaginación con el artículo periodístico o el trazo, escena o estampa tomado de la realidad (como las «filologías» balzaquianas). Ramón de Mesonero Romanos y Serafín Estébanez Calderón inaugurarán el género en sus colaboraciones en los periódicos de Carnerero, como ya se ha dicho, en los años finales del reinado de Fernando VII. Pero todavía en 1864, José María de Pereda podía iniciar una fecunda andadura literaria con sus Escenas montañesas, e incluso el Unamuno de los años ochenta cultivaba la estampa costumbrista en los periódicos bilbaínos con más que notable audiencia. La primera novela realista, La Gaviota (1849), de Cecilia Böhl de Faber (Fernán Caballero), surge en el ámbito propio de la literatura de costumbres (sólo dos años antes había publicado Estébanez Calderón sus Escenas andaluzas, y en 1843-1844 había aparecido la compilación de «fisiologías» Los españoles pintados por sí mismos). La Gaviota podría leerse, en realidad, como un relato costumbrista ampliado. De hecho, así reza su subtítulo, novela de costumbres españolas, y de forma parecida caracterizará sus posteriores novelas: Lágrimas (1851), La familia deAlvareda (1861) y Clemencia (1862). Pedro Antonio de Alarcón (1833-1897) cultivará simultáneamente el costumbrismo a la par que la novela y el relato corto. Desde 1850, el realismo no deja de ganar terreno. La alta comedia, cuyo nacimiento podría fecharse en 1845, con el estreno de El hombre de mundo, de Ventura de la Vega, va desplazando de los escenarios el drama romántico. La disección moral de la vida y las costumbres de la nueva aristocracia del dinero se convierte en preocupación dominante en esta nueva tendencia dramática representada por Adelardo López de Ayala (1828-1879) y Manuel Tamayo y Baus (1829-1898). Del primero cabe destacar El tanto por ciento (1861) y Consuelo (1878), cuyos argumentos giran en torno a la necesidad compulsiva de enriquecerse. Tamayo y Baus aborda los conflictos entre el amor y el triunfo social en Lo positivo (1862). Su obra más conocida, Un drama nuevo (1867), juega con las propias convenciones teatrales: la disolución de los límites entre vida y representación. En 1868 estrena Los hombres de bien, agria crítica de la corrupción de la alta sociedad isabelina. Por su parte, la poesía abandona por las mismas fechas la retórica de la desesperación y la rebeldía, adoptando un tono melancólico y prosaico visible ya en el primer tomo de las Doloras (1846), de Ramón de Campoamor (1817-1901). La influencia de la lírica alemana —fundamentalmente de Heine— se hace sentir en las Rimas de Bécquer (publicadas en 1871, tras la muerte del autor), y en los poemas de sus amigos Augusto Ferrán y Gabriel García Tassara. Esta nueva tendencia, que se dio en llamar posromántica, caracteriza también la obra de juventud de Rosalía de Castro, tanto en castellano (A mi madre), como en gallego (Cantares gallegos) publicados ambos en 1863. En el Sexenio revolucionario (1868-1874) todas estas tendencias emergentes —realismo, poesía burguesa— adquirirían su madurez gracias a la nueva generación de novelistas y poetas nacida ya en pleno período isabelino. Igualmente, entre esas fechas se aceleraría la formación de los sistemas literarios regionales o regionalistas que, al socaire de los distintos renacimientos culturales, habían comenzado a dar algunos frutos a partir de 1850. Desde la floración de la gran novela realista en el Sexenio y la Restauración, el reinado de Isabel II aparece como una época de mediocridad y apocamiento mesocrático, pero es innegable que en esos treinta y cinco años la literatura española pasó por varias transformaciones decisivas: llegó a públicos extensos, verdaderamente populares, a través de nuevos soportes como el folletín periodístico, y comenzó a reflejar su realidad social, tanto la de un medio tradicional ya amenazado por la modernización política como la de las nuevas clases urbanas surgidas de la revolución burguesa. |
Liceo Artístico y Literario de Madrid. |
El Liceo Artístico y Literario de Madrid fue una institución cultural fundada en 1837 que funcionó hasta 1851. Historia. Nació, informalmente, en la primavera de 1837 como lugar de reuniones o tertulias de amigos artistas y literatos. José Fernández de la Vega y Potau (1803-1851), en cuya casa se celebraban algunas de estas reuniones, propuso formalizar la institución en 1838. En su primer año de vida el Liceo llegó a tener cuatro ubicaciones distintas: en mayo se encontraba en la calle Gorguera 13 (actual calle Núñez de Arce), en agosto se trasladó a la calle León 36, residencia de Fernández de la Vega en esos momentos; en octubre ya se ubicaba en la calle Huertas frente a la plazuela Matute número 15 y en diciembre su sede estaba en la calle Atocha 32. El Liceo se instalará definitivamente en 1839 en el Palacio de los duques de Villahermosa, actual Museo Thyssen-Bornemisza. La creación del Liceo le fue reconocida a Fernández de la Vega a través de diferentes condecoraciones: la Cruz de Caballero y Comendador de la Orden de Isabel la Católica (1838), la Cruz Supernumeraria de Caballero de la Orden de Carlos III (1839) y la Cruz de Gracia de la Orden Militar de San Juan de Jerusalén (1850). El Liceo Artístico y Literario de Madrid fue la columna vertebral del mundo cultural madrileño en los primeros años del reinado de Isabel II. Celebraba todos los jueves sus sesiones, a las que asistían pintores, escritores y artistas de la época. Las crisis y guerras continuas de mitad de siglo llevaron al cierre del Liceo en 1851, quedando en el olvido. Actividades principales En el Liceo se realizaron tertulias, actividades pedagógicas, performances (sesiones de competencia, ejercicios y conciertos). Tuvo interés en la conservación del patrimonio cultural, con la creación de una biblioteca de las obras publicadas por sus socios, la creación de un Álbum donde el profesorado dejase con una obra y su firma un recuerdo para la posteridad, y un salón público para depositar obras que el profesorado quisiera enajenar. También se organizaban anualmente exposiciones de bellas artes, que constituyeron el punto de partida de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, organizadas cada dos años a partir de 1856. La enseñanza fue muy importante para la institución, estableciéndose un cierto número de cátedras para la instrucción pública, y una sesión de competencia semanal. Para sostener la sociedad, establecieron una cuota mensual de 100 reales de vellón de entrada y 20 reales de vellón de cuota mensual; contribución que en el caso de la sección de música sería acompañada de la entrega mensual al conservador de la institución de una composición original. Durante 1838 publicó El Liceo Artístico y Literario Español. Y de 1845 a 1846 publicaron cuatro números del Boletín del Liceo. |
Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor. |
El cuadro Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor aparecía en el manual de Literatura Española Contemporánea de Preuniversitario de Lázaro Carreter y Correa Calderón (1966) con el que yo estudié. Fue concebido por su autor como un mosaico iconográfico de los círculos de poder del parnaso isabelino. El lienzo pintado en 1846 por el sevillano Antonio Esquivel se encuentra en el Museo del Prado desde 1971. Este cuadro, considerado el más famoso de Esquivel y escaparate del Romanticismo español, se presentó en 1846 en la exposición anual de la Real Academia de San Fernando. La escena se enmarca en el estudio del pintor, un salón iluminado por un gran ventanal lateral, junto al que se sitúa en un pedestal el busto de la reina Isabel II, en el reúne de forma ficticia a los literatos, pintores, músicos e historiadores más relevantes de su tiempo, pertenecientes en su mayoría al Liceo Artístico y Literario de Madrid (1831-1851) que no contó con la presencia de ninguna mujer. Las paredes aparecen cubiertas con lienzos del propio autor y otras obras de su colección privada, entre ellas destaca una Venus púdica cuya zona púbica está cubierta por una tela transparente. La composición está centrada por las dos figuras centrales: el dramaturgo José Zorrilla que lee unas cuartillas y el propio pintor que se autorretrata ante el caballete. En total, cuarenta y un personajes retratados, más dos cuadros: el duque de Rivas a la izquierda que no se encontraba en Madrid en esos momentos, y el de Espronceda a la derecha, como homenaje póstumo. Sin que haya sabido la razón, faltan llamativamente dos literatos ilustres de la época: Antonio García Gutiérrez y Mariano José de Larra, en cuyo entierro se dio a conocer Zorrilla con una elegía (1837). Los nueve personajes sentados son, de izquierda a derecha, Juan Nicasio Gallego, Antonio Gil y Zárate, Bretón de los Herreros, Antonio Ros de Olano, Francisco Javier de Burgos, Francisco Martínez de la Rosa, Ramón de Mesonero Romanos, el duque de Frías y Agustín Durán. También de izquierda a derecha, parados en pie, posan: Ferrer del Río, Hartzenbusch, Rodríguez Rubí, Gil y Baus, Rosell, Flores, González Elipe, Escosura, el conde de Toreno, Pacheco, Roca de Togores, Pezuela, Tejado, Amador de los Ríos, Carlos Doncel, el mencionado José Zorrilla leyendo, Güell y Renté, Fernández de la Vega, Ventura de la Vega, Luis de Olona, el propio pintor, el actor Julián Romea, Manuel José Quintana, José María Díaz, Campoamor, Manuel Cañete, Pedro de Madrazo y Kuntz, Fernández Guerra, Cándido Nocedal, Romero Larrañaga, Asquerino y Manuel Juan Diana. El retrato colectivo, inusual en la época por su carácter gremial, nos permite apreciar un catálogo muy completo de la moda masculina de mediados del siglo XIX: trajes oscuros compuestos por frac, pantalones y chaleco generalmente de color claro. También, la importancia del cuidado del cabello y de la barba. Destacan lacias o rizadas melenas brillantes de pomada y la mayoría porta barba, bigote y grandes patillas, pocos aparecen totalmente rasurados. Esa uniformidad en el vestir había servido para unificar a la burguesía y a la nobleza para distinguirla de las clases populares. Cuerpo de dandy y cabeza de artista, así podemos resumir los cánones de su indumentaria. |