El Estatuto de Westminster de 1931 |
Estatuto de Westminster.
S. M. el Rey, con el consejo y consentimiento de los Lores espirituales y temporales y con los Comunes reunidos en el presente Parlamento y por su autoridad, resuelve lo siguiente: Artículo 1 - En la presente ley la palabra “Dominio” designa a cualquiera de los Dominios siguientes: el Dominio del Canadá, la Commonwealth de Australia, el Dominio de Nueva Zelanda, la Unión Sudafricana, el Estado Libre de Irlanda y la Isla de Terranova. Artículo 2 - 1. La “Colonial Laws Validity Act 1865” no se aplicará a ley alguna que haga el Parlamento de un Dominio a partir de la entrada en vigor de la presente ley. 2. A partir de la entrada en vigor de la presente ley, ninguna ley ni regla legal que haga el Parlamento de un Dominio será nula e inoperante en base a estar en contradicción con la ley de Inglaterra o con las disposiciones de una ley presente o futura del Parlamento del Reino Unido, o con cualquiera orden, regla o reglamentación que se dicte en virtud de tal ley; los poderes propios del Parlamento de un Dominio comprenderán el poder de abrogar a modificar todas las leyes, ordenes, reglas o reglamentaciones en la medida en que sean parte de la legislación de dicho Dominio. Artículo 3 - Se declara y resuelve que el Parlamento de un Dominio tiene pleno poder para dictar leyes con alcance extraterritorial. Artículo 4 - Ninguna ley del Parlamento del Reino Unido que se vote a partir de la entrada en vigor de la presente ley se extenderá ni se considerara extensiva a un Dominio, ni formara parte de su legislación, a menos que se declare expresamente que tal ley ha sido votada a solicitud de dicho Dominio y con su consentimiento. Artículo 5 - Sin perjuicio del alcance general de las anteriores disposiciones, los artículos 735 y 736 de la Ley de la Marina Mercante de 1894, se interpretaran en el sentido de que ninguna de sus referencias a la legislatura de una posesión británica implicara referencia al Parlamento de un Dominio. Artículo 6 - Sin perjuicio del alcance general de los anteriores artículos de la presente ley, el artículo 4 de la “Colonial Courts of Admiralty Act 1890”, que dispone que ciertas leyes estarán supeditadas a la manifestación de la voluntad de Su Majestad o que contendrán cláusula suspensiva, así como los párrafos de dicha ley que exijan el asentimiento de Su Majestad en Consejo para toda regla judicial referente a la practica y procedimiento de un tribunal colonial del Almirantazgo, dejaran de tener fuerza de ley en los Dominios a partir de la entrada en vigor de la presente ley. Artículo 7 - 1. Las disposiciones de la presente ley no implican derogación, enmienda ni modificación de la “British North America Act 1867-1930”, ni de ninguna orden, regla o reglamentación hecha en virtud de esta ley. 2. Las disposiciones del artículo 2 de la presente ley se extenderán a las leyes hechas por todas las provincias del Canadá, así como a los poderes de las legislaturas de dichas provincias. 3. Los poderes concedidos por la presente ley al Parlamento del Canadá y a las legislaturas de las provincias se limitaran al poder de dictar leyes sobre materias que sean, respectivamente, de la competencia del Canadá o de cada una de las legislaturas de las provincias. Artículo 8 - La presente ley no confiere poder para derogar o revisar la Constitución o la “Constitution Act” de la Commonwealth de Australia ni la “Constitution Act” del Dominio de Nueva Zelanda si no fuere conforme a la legislación existente antes de la entrada en vigor de la presente ley. Artículo 9 - 1. La presente ley no autoriza al Parlamento de la Commonwealth de Australia a legislar sobre materia que pertenezca a la autoridad de los Estados de Australia, y que no corresponda a la del Parlamento o Gobierno de Australia. 2. No se entenderá lo dispuesto en la presente ley en el sentido de que exija la conformidad del parlamento o del Gobierno de la Commonwealth de Australia para ley alguna elaborada por el Parlamento del Reino Unido en materias comprendidas en la competencia de los Estados de Australia, siempre que no sea de las incluidas en el ámbito de autoridad del Parlamento o del Gobierno de la Commonwealth de Australia, en cualesquiera supuestos en que hubiese sido conforme a la practica constitucional anterior a la entrada en vigor de la presente ley la elaboración del texto en cuestión por el Parlamento del Reino Unido sin la referida conformidad. 3. En la aplicación de la presente ley a la Commonwealth de Australia, se entenderá que la solicitud y el asentimiento a que se refiere el articulo 4 son la solicitud y el asentimiento del Parlamento y del Gobierno de la Commonwealth de Australia. Artículo 10 - 1. Los artículos 2, 3, 4, 5 y/o 6 no se extenderán a los Dominios a que se aplica el presente artículo, como parte de la legislación de dichos Dominios, en tanto no sean adoptados por el Parlamento del respectivo Dominio. Toda ley de dicho Parlamento que adopte un artículo cualquiera de la presente podrá estipular que esta adopción tenga fuerza legal, sea a partir de la entrada en vigor de la presente ley, sea en cualquiera fecha posterior especificada en el acta de aprobación. 2. El Parlamento de cualquiera de los antedichos Dominios podrá, lícitamente, revocar la adopción de cualquiera de los artículos a que se refiere el apartado 1 del presente. 3. Los Dominios a los que aplica el presente artículo son la Commonwealth de Australia, el Dominio de Nueva Zelanda y la isla de Terranova. Artículo 11 - No obstante lo dispuesto en la Interpretation Act de 1899 la expresión “Colonia” no comprenderá, en ninguna ley del Parlamento del Reino Unido votada a partir de la entrada en vigor de la presente, ni un Dominio ni una provincia o Estado que forme parte de un Dominio. Artículo 12 - La presente ley podrá citarse como The Statute of Westminster. |
La Ciudad de Westminster,en inglés, City of Westminster, es un municipio londinense (borough) en el Londres interior (Inglaterra), que ocupa gran parte de la zona central del Gran Londres, incluyendo la mayor parte del West End. Se encuentra justo al oeste de la antigua City de Londres, directamente al este del Municipio real de Kensington y Chelsea, y su frontera sur es el río Támesis. Historia Los orígenes de la ciudad de Westminster son anteriores a la conquista normanda de Inglaterra. A mediados del siglo XI, el rey Eduardo el Confesor comenzó la construcción de una abadía en Westminster, de la cual actualmente sólo sobreviven los cimientos. Entre la abadía y el río construyó un palacio, garantizando así que la sede del gobierno se fijara en Westminster, y atrayendo, inevitablemente, el poder y la riqueza al este, fuera de la antigua ciudad de Lunden. Durante siglos, Westminster y la Ciudad de Londres fueron dos lugares geográficamente bastante diferentes. No fue hasta el siglo XVI cuando se comenzaron a construir casas en los campos adyacentes, con el tiempo absorbiendo pueblos y aldeas como Marylebone y Kensington, y creando gradualmente el vasto Gran Londres que existe en la actualidad. Westminster se convirtió brevemente en una ciudad (en el sentido de sede episcopal) en 1540, cuando Enrique VIII creó la diócesis de Westminster, de breve duración. La actual Ciudad de Westminster, como una entidad administrativa con sus límites actuales, data del año 1965, cuando se creó la Ciudad de Westminster a partir del territorio que anteriormente pertenecía a tres municipios metropolitanos: St Marylebone, Paddington y el de menor extensión, Westminster, que incluía el Soho, Mayfair, St James's, Strand, Westminster, Pimlico, Belgravia, y Hyde Park. |
LOS MANTOS EN LA HERÁLDICA ESPAÑOLA |
CAPÍTULO PRIMERO Aunque la utilización del manto como ornamento exterior de las armerías es relativamente tardía, ya que se manifiesta sobre todo en los siglos XVIII y XIX, su extraordinaria proliferación en la heráldica hispana de dicha época nos parece muy digna de mención, y de un estudio breve pero pormenorizado, hasta ahora inexistente. No compartimos, pues, del todo el parecer de nuestro admirado Michel Pastoureau, cuando en su merecidamente loado Traité d’héraldique considera, al tratar del pabellón que cubre las armas grandes de los soberanos, y de los mantos que envuelven las armerías de los reyes, príncipes, duques y pares, y de algunos altos magistrados, que tout cela est d’un interêt limité. (Michel PASTOUREAU, Manuel d’héraldique (París, 1979), págs. 214-215) Desde el mismo momento en que, en el contexto de una tendencia heráldica individualizante, el escudo de armas pasó a considerarse la representación simbólica de la persona de su propietario, se inició la costumbre de adornarlo en su parte exterior con las insignias de poder o personales de aquel -coronas, hábitos de Órdenes caballerescas, divisas, etcétera-. Una de estas insignias pudo ser, desde luego, el manto: sabido es que durante la Baja Edad Media, los príncipes y dinastas solían usar un manto, bien de rico tejido de color púrpura o bien armoriado, en las más solemnes ceremonias. Posteriormente, el uso de ese manto distintivo fue autorizado también a la más alta nobleza europea, que a veces lo adoptó por su propia voluntad -aunque este uso no se observa en la tradición española-. Para ordenar esta breve monografía, estudiaremos en primer lugar el manto como objeto ceremonial, símbolo de la realeza e insignia de dignidad, para entrar después a examinar por menor su presencia en los emblemas heráldicos. Nos serviremos para ello de un número de ilustraciones quizá crecido, pero en todo caso de interés para nuestro propósito, y de utilidad para el lector entendido en la materia. (Agradecemos a la señorita doña María Teresa de Ceballos-Escalera y Moyano su generosa y simpática ayuda a la hora de preparar estas ilustraciones). Tuvo el manto en España, es decir en los reinos hispánicos medievales, el carácter de insignia o símbolo del poder, (No ha de confundirse el manto ceremonial con la stola usada en la consagración de los reyes de Jerusalén, Chipre, Aragón, Nápoles, Inglaterra, Polonia y Bohemia: esta procede del lorum bizantino, que a su vez trae su origen de la trabea triumphalis usada por los emperadores romanos: Percy Ernst SCHRAMM, Herrschaftszeichen und Staatssymbolik. Beiträge zu ihrer Geschichte vom 3. bis zum 16. Jh. (Stuttgart, 1954-1956), I, págs. 25-50) aunque no se contó entre los más principales -como lo fueron la corona, la espada o el pendón-. Sabemos de su presencia en las vestiduras regias de aparato o de ceremonia, llamadas entonces ropas que se dice de las fiestas, (José Manuel NIETO SORIA, Ceremonias de la realeza. Propaganda y legitimación en la Castilla Trastámara (Madrid, 1993), págs. 196-197. Álvaro FERNÁNDEZ DE CÓRDOBA MIRALLES, La Corte de Isabel I. Ritos y ceremonias de una reina (Madrid, 2002), pág. 234) como enseguida explicaremos; sin embargo, no es uno de los símbolos de la realeza que haya merecido la debida atención por parte de los especialistas en el ceremonial y la simbología regias. (Apenas lo mencionan de pasada Nieto Soria y Fernández de Córdoba, en sus obras citadas) Hay muchos testimonios iconográficos de su existencia: recordemos, de momento, las representaciones y los retratos de los Reyes de León en los tumbos catedralicios de Compostela y de Oviedo, como el de Alfonso VII, pintado hacia 1160, que viste manto de púrpura forrado de armiños (Catedral de Santiago de Compostela, tumbo A, folio 39 vuelto). Los de Don Alfonso X el Sabio, en pleno siglo XIII, con manto armoriado en el Libro del Ajedrez (Real Biblioteca del Escorial, ms. T-I-6: Libro del Ajedrez, Dados y Tablas, hacia 1283. En el mismo manuscrito existe otra representación del Rey, vistiendo de manto rojo con los bordes decorados de los casetones de castillos y leones), y con manto de púrpura en esa misma obra (Ibidem, folio 7 recto) y en las Cantigas (Real Biblioteca del Escorial, códice T-I-1: Cantigas de Santa María del Rey Alfonso X, folio 198 recto. Y Biblioteca Nazionale Centrale de Firenze, códice B.R. 20: Cantigas de Santa María del Rey Alfonso X , folio 92 recto). Los de Don Sancho IV, en el privilegio rodado de su testamento, fechado en 1285 (Madrid, Archivo Histórico Nacional, sección Clero, carpeta 3.022, número 5 bis.), y en la obra Castigos e documentos del Rey Don Sancho, datada ya a comienzos del siglo XIV. El de Don Juan I, de finales del siglo XIV (Códice Pontifical, Biblioteca Colombina de Sevilla). Los de Don Juan II, uno en el retablo de la Cartuja de Miraflores (Burgos), en que viste un manto sin duda ceremonial, sembrado de la divisa de la escama (Obra de Gil Siloé y Diego de la Cruz, fechada hacia 1496, la efigie del monarca se ha identificado con Don Fernando el Católico, pero la presencia de las escamas sugiere más bien la de su suegro Don Juan II de Castilla), y el otro con manto carmesí en la tabla vallisoletana de la Virgen con el Niño coronando al Rey y al obispo Sancho de Rojas (Madrid, Museo del Prado, cat. 1321. Procede del retablo mayor de la iglesia de San Benito de Valladolid, pintado hacia 1415). Los de Don Enrique IV, uno con vestiduras carmesíes en una bella miniatura cuatrocentista (Londres, British Museum, ms. Harley, signatura 337), y el segundo en su sepulcro del monasterio de Guadalupe (Este monumento es muy posterior a la muerte del Rey: se debe a Giraldo de Merlo y se fecha a comienzos del siglo XVII ). Los de los Reyes Católicos, con manto carmesí, en el cuadro de la Virgen de los Reyes (Madrid, Museo del Prado (obra anónima) ). O, en fin, los retratos de Don Felipe el Hermoso y Doña Juana la Loca, en el Musee Royal des Beaux Arts de Bruselas, que a pesar de su carácter foráneo son paradigma de cuanto decimos, porque de la misma época es el retrato iluminado de los Reyes Felipe y Juana -ambos con mantos ceremoniales, el del monarca forrado de martas cibelinas y de armiños-, del Devocionario de Pedro de Marcuello (Pedro de MARCUELLO, Devocionario de la Reina Juana o Cancionero de Pedro Marcuello, Museo Condé, Chantilly. Existe edición facsímil). De medio siglo más tarde, en la capilla mayor del Real Monasterio de San Lorenzo el Real del Escorial, hallamos magníficos mantos de ceremonia sobre las broncíneas efigies de Don Carlos V y de Don Felipe II, debidas al maestro Pompeo Leoni, que a juzgar por las armerías que exhiben son prendas más bien correspondientes al ceremonial del Sacro Imperio Romano Germánico. Y bien sabemos que fue precisamente el Rey Don Felipe II quien en 1561 enajenó del tesoro regio las vestiduras imperiales de ceremonia que habían pertenecido a su padre y a su abuelo, los Emperadores Carlos y Maximiliano: sin duda, porque entonces ya no eran necesarias ni tenían ningún significado simbólico en España (Percy Ernst SCHRAMM, op. cit., III, pág. 1031. Regina JORZICK, Herrschaftssymbolyk und Staat. Die Vermittlung königlicher Herrschaft im Spanien der frühen Neuzeit (Munich-Viena, 1998), pág. 86). CAPÍTULO SEGUNDO.
Los testimonios literarios son menos frecuentes -la búsqueda en esas fuentes escritas está aún por hacer-, pero de interés: precisamente cuando este Don Juan I de Castilla hizo Príncipe de Asturias en 1388 a su hijo primogénito y heredero Don Enrique, como símbolos o insignias de su nueva dignidad le envió un sitial, un manto de púrpura, un sombrero y un bastón de oro. (Pedro SALAZAR DE MENDOZA, Origen de las dignidades seglares de Castilla y León (1618, impreso en Madrid, 1794), págs. 334-335. Percy Ernst SCHRAMM, op. cit., III, pág. 1028. Santos M. CORONAS GONZÁLEZ, ”Evolución institucional del Principado de Asturias”, en La figura del Príncipe de Asturias en la Corona de España (Madrid, 1998), pág. 72. Sobre el mismo asunto, Manuel María RODRÍGUEZ DE MARIBONA DÁVILA, Los Herederos de la Corona Española. Historia de los Príncipes de Asturias (Madrid, 1996)). También sabemos que, cuando Fernando el Católico hizo su entrada triunfal en Nápoles, en 1505, vestía un largo manto de terciopelo carmesí. (Marqués de LOZOYA, Los orígenes del Imperio. La España de Fernando y de Isabel (Madrid, 1939), pág. 73). Finalmente, contamos también con dos valiosos testimonios monumentales: los restos del manto ceremonial de Fernando III el Santo (1201-1252), aparecido en su sepulcro de la catedral sevillana (Se conserva hoy en Madrid, Palacio Real, Real Armería); y en la capa pluvial del Infante Don Sancho de Aragón, arzobispo de Toledo entre 1266 y 1275, que por sus emblemas procede sin duda de un manto ceremonial, quizá perteneciente a Alfonso X y a su esposa Violante de Aragón -hermana por cierto del prelado toledano-. (Toledo, Cabildo de la Santa Iglesia Catedral Primada). Notemos que en ambos casos se trata de mantos armoriados, lo que añade un nuevo interés al manto considerado como elemento simbólico, que no es ya solamente un ornamento paraheráldico, sino también un soporte heráldico, lo que supone un doble valor emblemático y simbólico. Con posterioridad a la Edad Media, y aunque parece que el uso del manto como vestidura regia cotidiana decayó absolutamente en las Españas, sobre todo durante el periodo de la Casa de Austria, también es un hecho cierto que la representación iconográfica de los monarcas españoles de la Edad Moderna incluyó con mucha frecuencia ese manto ceremonial -seguramente porque los artistas seguían pautas iconográficas y simbólicas extranjeras-, y que esta costumbre se acentuó mucho a partir del advenimiento al trono de la Casa de Borbón. Ello nos indica que el manto, si bien no alcanzó jamás en la España post-medieval, de una manera oficial, la condición de insignia de poder, sí la tuvo en el acervo popular, y así la imagen del Rey de España se vinculará, entre otros símbolos como la corona y el cetro, al del manto de púrpura, forrado de pieles de armiño. El manto regio español, a partir del siglo XVIII, se describe como de terciopelo rojo, sembrado de castillos, leones y flores de lis bordadas, rematado de flecos y bordados de oro, y forrado de pieles de armiño. A partir de ese siglo XVIII, y sobre todo durante el siglo XIX, el iter del manto como mueble y como símbolo se invertirá: el manto heráldico cuyo uso se extiende por moda, que traía su origen en el manto de ceremonia bajomedieval, dará origen a un nuevo manto ceremonial que tuvo existencia real y material: a partir del reinado de Don Felipe V aparece en los retratos regios ese manto sembrado de castillos, leones y lises ( Museo del Prado, La familia de Felipe V (detalle), por Michel Van Loo), y hay testimonios de su existencia en tiempos de Don Carlos III (Museo del Prado, retrato de Carlos III con armadura, por Antonio Rafael Mengs), de Don Carlos IV (Museo del Prado, retrato de Carlos III con armadura, por Antonio Rafael Mengs) y de Don Fernando VII.
El Intruso se retrata en 1808 con un espléndido manto de terciopelo azul, sembrado de castillos y leones azul bordados en oro, y forrado de armiños (En su más célebre retrato, realizado por el barón François Gérard, hoy conservado en el Museo Napoleón I, en el Palacio de Fontainebleau). De terciopelo rojo y sembrado de castillos y leones lo lucirá Doña Isabel II durante el siglo XIX, y su hijo y heredero Don Alfonso XII. Más tarde usará otro muy similar -añadiendo flores de lis a los castillos y leones- la Reina Doña Victoria Eugenia, consorte de Don Alfonso XIII, durante el siglo XX. Esta última vestidura regia se conserva original en el Palacio Real de Aranjuez. En el terreno de los emblemas heráldicos regios, el pabellón y el manto de púrpura figuran ya en representaciones no oficiales, a la Moreau, de las Armas Reales españolas, como la que inserta el Marqués de Avilés en su divulgadísima obra publicada en 1780, y muy influida por los tratadistas franceses de la época (Marqués de AVILÉS, Ciencia Heroyca reducida a las leyes heráldicas del Blasón (Madrid, 1780), II, págs. 81-82, 155-157. Esta representación tendrá, a pesar de no ser oficial, una gran difusión a los largo de los siglos XVIII y XIX.), copiada enseguida para ilustrar el árbol genealógico de los Reyes Don Carlos IV y Doña María Luisa de Parma (Zaragoza, colección F. García-Mercadal). Pero el manto sólo alcanzará la categoría oficial de ornamento exterior de las Armas Reales desde las postrimerías del reinado de Doña Isabel II, pasando por los de Don Amadeo I y Don Alfonso XII, hasta la minoridad de Don Alfonso XIII: sólo entonces cubrirá las Armas Reales, tal y como nos muestran los sellos y las piezas numismáticas de la época, y más en particular las monedas de oro y plata de valor superior. De estas hemos de citar las isabelinas de plata de 20 reales acuñada desde 1865, y las isabelinas de oro de 40, 80 y 100 reales acuñadas desde 1863-1865; las de oro de 100 pesetas del Gobierno Provisional, acuñadas en 1870; las amadeístas de oro de 25 y 100 pesetas, acuñadas en 1871; las alfonsinas de oro de 10 y 25 pesetas, acuñadas desde 1876 a 1885; y por fin las de oro de 20 pesetas, acuñadas entre 1889 y 1904. Estas últimas, que circularon profusamente hasta bien entrado el siglo XX, fueron las últimas piezas cuyo reverso mostraba las Armas Reales bajo el manto. (Juan R. CAYÓN y Carlos CASTÁN, Monedas españolas desde los Visigodos al Quinto Centenario del Descubrimiento de América (Madrid, 1991), págs. 868-899). Ornamentos paraheráldicos distintos al manto son el pabellón -remedo simbólico de la antigua tienda de campaña militar-, y el mantelete -pequeña pieza de tela, frecuentemente armoriada, que cubría la parte trasera del yelmo caballeresco, hasta alcanzar los hombros-. Respecto del primero, su uso en la Castilla bajomedieval fue infrecuente -se usaba más bien el estrado bajo dosel, a veces armoriado, para delimitar el espacio regio-, (Álvaro FERNÁNDEZ DE CÓRDOBA MIRALLES, op. cit., págs. 235-236) pero no era desconocido del todo: bajo un pabellón aparece representada la Reina Católica en el Devocionario de Pedro de Marcuello. Y el uso del mantelete está también comprobado: los yelmos respectivos del Rey Don Enrique II y su hijo el Infante Don Juan, ornados de sendos manteletes decorados con un cuartelado de Castilla y León, aparecen a los pies de las efigies de ambos príncipes en el conocido lienzo de la Virgen de la Leche, pintado hacia 1375 (Madrid, colección Várez Fisa. Procede de la iglesia parroquial de Tobed (Zaragoza)). Algo posterior es el mantelete que adorna el yelmo y armerías de Mendoza en la fachada del vallisoletano Colegio Mayor de Santa Cruz, obra del Cardenal Mendoza datada en 1491 (Salvador ANDRÉS ORDAX, El Cardenal Mendoza y su Colegio Santa Cruz, en “El Cardenal y Santa Cruz. V Centenario del Cardenal Mendoza (†1495), fundador del Colegio de Santa Cruz” (Valladolid, 1995), págs. 16-17). Pero volvamos ya al objeto de nuestro estudio, que no es otro que el del manto paraheráldico que adorna multitud de armerías hispanas en época ya tardía. La atenta observación de las armerías utilizadas por personajes de la más encumbrada nobleza civil y militar de los siglos XVIII y XIX nos permite conocer con cierta precisión el origen del uso heráldico que estamos glosando, que según el reputado heraldista Roger Harmignies (En su inédito estudio Oú est passée la troisième dimension dans l’art héraldique?, que ha tenido la amabilidad de comunicarnos) parece haber nacido en la Francia de Luis XIII, cuando Philippe Moreau, en su Tableau des armoiries de France (1609), representó las armas del Rey Cristianísimo partiendo de la base del gran sello de majestad, en el que figuraba la efigie del Rey bajo un pabellón, pero sustituyendo esa efigie personal por su representación simbólica, el regio escudo de armas, que quedaba así cubierto por ese manto. Desde entonces, no fueron pocas las familias de la primera nobleza francesa que, por imitación, comenzaron a usar del manto en sus armerías; de ellas pasaría por imitación al Imperio, y a los Estados de Italia. Ese mismo estudio nos permite establecer y distinguir con claridad los distintos mantos utilizado por la Nobleza española durante los siglos XVIII y XIX, y que entonces eran nada menos que de diez clases diferentes: los de la Grandeza de España, los del Generalato, los de los Ministros de la Corona, los de los Próceres del Reino, los de los caballeros de las cuatro Órdenes Militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa), y los de las Órdenes del Toisón de Oro, de Carlos III, de Isabel la Católica, de la Orden de María Luisa, y de la de San Fernando. Veamos por menor el uso de estos ornamentos exteriores del escudo de armas.
La Grandeza de España, llamada al principio de Castilla, ocupó, desde la creación o la confirmación de esta dignidad por el Rey Don Carlos I (ya Emperador Carlos V) en 1520, la cúspide del sistema nobiliario español. El manto ceremonial que los usos heráldicos -porque no hubo jamás una atribución o diseño oficial- señaló a los Grandes fue el mismo que usaban los propios Monarcas, y sin duda ese modelo se tomó por imitación de los Príncipes del Sacro Romano Imperio: un manto de terciopelo carmesí, forrado de pieles de armiño, con galones, flecos y borlas de oro. En algunos modelos antiguos, aparece sembrado de castillos bordados en oro: es el caso del manto del Conde de Gelves, que enseguida citaremos, o el de don Canuto Ferrero Fieschi, Príncipe de Masserano, ya a fines del siglo XVIII (Blasones Militares (Madrid, Servicio Histórico Militar, 1987), pág. 75). Como decimos, no parece seguro que tuviera existencia real, aunque figura en los retratos de algunos Grandes, caso del busto del Conde de Aranda (Nueva York, Hispanic Society. Se trata de un busto realizado en cerámica de Alcora (Valencia), del que conocemos algún otro ejemplar en colecciones españolas). El uso de ese manto como ornamento exterior de los escudos de armas de los Grandes comienza en el siglo XVII, aunque no se generalizará hasta la siguiente centuria. El modelo heráldico más antiguo que conocemos, por cierto con los castillos bordados, es el del Conde de Gelves, y fue figurado en una serie de tapices de Bruselas confeccionados en el siglo XVII; la presencia de tres cimeras distintas sobre la corona nos indica que se trata de un modelo heráldico de neta inspiración germánica (Madrid, Palacio de Liria. Figuraron en la exposición La Heráldica en el Arte (Madrid, 1947), y constan en su catálogo, números 43 a 46). De 1707 data un escudo de armas ornado del manto de Grande, correspondiente al Duque de Uceda, que notemos era entonces embajador en Roma (También en el catálogo de la exposición La Heráldica en el Arte (Madrid, 1947), número 212, procedente de una colección particular). Del examen de las colecciones de dibujos de escudos de armas procedentes del Grefierato de la Insigne Orden del Toisón de Oro, (En Madrid, Archivo Histórico Nacional, sección Mapas, Planos y Dibujos) podemos colegir que esa moda llega a España procedente de Italia: son los escudos de armas de los príncipes y próceres italianos investidos del collar del Áureo Vellocino los que más tempranamente muestran el correspondiente manto, y sólo le imitarán los Grandes ya avanzado el siglo XVIII: entonces es cuando comienza a proliferar de una manera extraordinaria, siendo innumerables -por no decir todas-, las armerías de Grandes coetáneos adornadas del manto. Como pequeña muestra de ellas, traeremos a colación las pintadas y miniadas del Marqués de Montealegre y Conde de Oñate,
CAPÍTULO TERCERO Bien entrado ya el siglo XIX, y en plena transición del Antiguo Régimen al Constitucionalismo, la Reina Gobernadora, mediante su real decreto de 27 de julio de 1834, dotará a ese manto ceremonial de los Grandes de España -o mejor dicho de los Próceres del Reino, casi todos ellos Grandes, que eran los titulares de la Alta Cámara legislativa y consultiva según el Estatuto Real de 1834- de un modelo exacto, por cierto de color azul, bien diferente del tradicional rojo carmesí, pues el legislador quería inspirarse en presuntas tradiciones medievales (se padecía entonces el auge del romanticismo neogótico):
El traje de los Próceres del Reino en los actos más solemnes, consistirá en un manto ducal de terciopelo azul turquí con mangas anchas, como lo usaron los Ricoshombres de Castilla y de Aragón en los siglos XIV y XV, forrado de armiños, con la epitoga también de armiños, el cual arrastrará algo por detrás: por encima de la epitoga adornará el cuello del Prócer una gola, más subida por detrás que por delante. Por debajo del manto llevará el Prócer una túnica de glacé o tisú de oro que bajará hasta cubrir la rodilla, y cuyas mangas ajustarán en el puño, y estarán adornadas en este sitio por una guarnición estrecha de encage: medias de seda blanca, y zapatos de terciopelo azul con un lacito de cinta o galón de oro. En la cabeza llevará un gorro ducal, también de terciopelo azul, con vueltas de tisú de oro, y debajo del manto la espada pendiente de un cinturón de la misma tela que la túnica. (Colección Legislativa de España. Este manto y vestiduras son las que tantas gentes mal informadas suelen mencionar habitualmente como el uniforme de los Grandes. El estudio de la simbólica y de la parafernalia de las Cortes españolas durante la Edad Contemporánea está todavía por hacer; pero se quiere acometer por los juristas García-Mercadal y Ceballos-Escalera, que para ello ya tienen recogidos abundantes materiales documentales y bibliográficos). No sabemos lo que se quiso decir al describir y calificar este manto y su correspondiente gorro como ducales; en todo caso, estas vestiduras duraron lo que duró aquella carta otorgada que fue el Estatuto Real, es decir sólo hasta la sargentada de La Granja, ocurrida durante el verano de 1836. Ciertamente parece que esos mantos azules se usaron por los Próceres en las ceremonias parlamentarias, pero no hemos hallado testimonio alguno de que su uso trascendiera al terreno heráldico. Directamente derivado del manto ducal de los Grandes de España es el del Generalato español. Se trata de una moda introducida en España seguramente por imitación de usos heráldicos franceses, difundidos en España mediante la célebre obra del Marqués de Avilés. Quien, al mencionar las insignias de las diferentes dignidades, cargos y oficios, trata de las del Condestable, Almirante, Generales de Exército -es decir, capitanes generales- General de la Artillería y General de Galera, afirmando que timbran sus armas con una Corona de oro, y Manto Ducal de escarlata. (Marqués de AVILÉS, op. cit., II, págs. 104-106). La moda, foránea como decimos, arraigó muy pronto en España, y el uso de mantos se generalizó entre el Generalato español: durante el siglo XIX, casi todos timbraron sus armerías con este ornamento, y buenas muestras de ello nos las proporcionan las colecciones publicadas de pasaportes militares armoriados, (Anónimo, Antiguos pasaportes de la Real Armada (Madrid, 1978). Blasones Militares (Madrid, Servicio Histórico Militar, 1987). Epifanio BORREGUERO GARCÍA, Colección de pasaportes heráldicos, vol. I (Madrid, 1990) y vol. II (Madrid, 1994)) cuyos ejemplares pasan del centenar y medio. Como ejemplos de esta clase de armerías, traemos a colación las de los generales don Carlos O’Donnell, don Juan Antonio de Monet y don Baldomero Espartero. (La primera en la colección L.A. Vidal de Barnola, Madrid, a quien agradecemos de nuevo su proverbial amabilidad. El segundo, en la colección del general L. Monet, Madrid. Y el último tomado de la obra de José Segundo FLÓREZ, Espartero. Historia de su vida militar y política (Madrid, 1844), vol. II, pág. 572.) Un tercer manto heráldico hispano es más infrecuente: se trata del usado por los Ministros de la Corona, del que conocemos varios ejemplares de políticos y funcionarios que lo usaron, pues figura en sus armerías sin que exista otra razón para lucirlo. Así, los de don Agustín de Lancaster Araciel, ministro carolino; (Blasones Militares (Madrid, Servicio Histórico Militar, 1987), pág. 69) de don José García de León Pizarro, ministro de Estado fernandino (En un pasaporte de la colección L.A. Vidal de Barnola, Madrid), o de don José de Seijas Lozano, presidente del Consejo de Estado ya en 1868. (Archivo General del Ministerio de Asuntos Exteriores. Están publicadas en la obra colectiva La Insigne Orden del Toisón de Oro (Madrid, 1996), caballero número 1018). Caso también interesante es el de las armerías de don Pedro Benito Sánchez Varela, ministro de Marina en 1796, que aparecen ornamentadas de este manto gubernativo (porque no hay otra razón de dignidad, cargo o gran cruz que lo autorice), y timbradas de una corona sumada de un bonete o mortero de influencia francesa, según modelo importado por el repetido Marqués de Avilés. (Archivo General de la Marina “Álvaro de Bazán”, Viso del Marqués (Ciudad Real), sección Cuerpo General, legajo 620-181). Los caballeros de la Insigne Orden del Toisón de Oro, establecida en 1430 por Felipe el Bueno, Duque de Borgoña y Conde de Flandes, usaron con bastante asiduidad hasta finales del siglo XVII, del vestido y manto que el artículo vigesimoquinto de los Estatutos fundacionales les señalaron en el siglo XV: el mantos o capas de lana del color de grana, las cuales por las aberturas de los lados y por el borde inferior han de tener una guarnición bordada de eslabones y pedernales, y entre ellos algunas chispas que simulan haber saltado del roce de ambos, y con algunos toisones pequeños, y forrados estos mantos de pieles de marta cibelina. Tras una etapa breve de abandono de ese uso, ya desde fines del siglo XVIII hallamos a alguno de los caballeros coetáneos retratado con el manto, desde los propios Reyes Don Fernando VII (Roma, Embajada de España ante la Santa Sede y la Orden de Malta: retrato de Fernando VII vistiendo el manto de la Insigne Orden del Toisón de Oro, por Vicente López),
Don Alfonso XII y Don Alfonso XIII, hasta simples caballeros como el doctor Cortezo (Madrid, Consejo de Estado, retrato por S. Carrillo) o el anterior Duque de Alba. (Madrid, Palacio de Liria (Fundación Casa de Alba)). Un uso meramente retratístico -porque no se reunía ya el Capítulo de la Orden- que se mantuvo, según vemos, hasta bien entrado el siglo XX. (Alfonso de CEBALLOS-ESCALERA GILA (dir.), La Insigne Orden del Toisón de Oro (Madrid, 2000), págs. 82 y 605). Desde el punto de vista heráldico, el manto de la Orden del Toisón de Oro fue usado como ornamento exterior de sus armerías por diversos caballeros; el caso más moderno que conocemos es el del Duque de Fernández Miranda, investido del collar en 1977. (Sus armerías, facilitadas por su hijo D. Fernando Fernández-Miranda, ilustran la obra Alfonso de CEBALLOS-ESCALERA GILA y Fernando GARCÍA-MERCADAL Y GARCÍA-LOYGORRI, Las Reales Órdenes y Condecoraciones del Reino de España (Madrid, 2002)). |
LANCASTER Y ARACIEL, Agustín. [RENOVACIÓN DE PERMISO DE ARMAS]. S/Imp. S. l., s. a. (1797). 29,5 cm. 1 h. Grabado con escudo de armas firmado por F. Boix. Formulario impreso rellenado a mano, con signatura autógrafa de Agustín Lancaster, gobernador y capitán general del ejército y principado de Cataluña. * Permiso de armas de Jaume Rofes, comerciante de Barcelona, concedido por el capitán general conde de Lacy y renovado por su sucesor Lancaster (Barcelona, 13 de agosto de 1797). Lancaster y Araciel, Agustín de. Duque de Lancaster (I). Barcelona, 8.IX.1730 – Madrid, 5.IV.1800.Militar. Hijo de Agustín José de Lancaster y Herrera (1703- 1743), hijo natural del duque de Linares, y de Jerónima Araciel y Bono (Milán, Italia, 1702), ingresó en 1743 de cadete en el Regimiento de Reales Guardias de Infantería española, donde llegó a alférez y 2.º teniente (25 de septiembre de 1753). Hecha la campaña de Portugal, se pasó, en fecha desconocida, a la Guardia de Corps, en calidad de exento. Caballero de la Orden de Calatrava el 19 de abril de 1771, fue luego teniente coronel del Regimiento de Caballería del Algarve. Era brigadier de Caballería el 10 de junio de 1779 cuando tomó parte en las operaciones del sitio de Gibraltar, y mariscal de campo el 14 de enero de 1789. Sirvió como mayor general de la Caballería en el ejército de campaña del Pirineo oriental (13 de marzo de 1793), y fue ascendido a teniente general el 6 de julio de 1793. Comandante general interino del Principado de Cataluña el 4 de mayo de 1795 y caballero de Carlos III el 27 de noviembre, fue mantenido en Barcelona a pesar de haber sido nombrado capitán general del reino de Mallorca (30 de mayo de 1796). Finalmente fue designado como capitán general en propiedad del Ejército y Principado de Cataluña, con el mando político y militar y la presidencia de la Audiencia (6 de abril de 1797). Se le concedió el título de duque de Lancester el 18 de julio de 1798. abandonó su cargo en Cataluña el 4 de abril de 1799 al encargarse del mando de capitán de la compañía italiana de la Guardia de Corps. Permaneció soltero tras habérsele denegado en 1789 licencia para casarse con María Francisca Fivaller, viuda del virrey Manuel de Amat y Junyent (1707-1782). Bibl.: D. Ozanam, Los capitanes y comandantes generales de provincias en la España del siglo xviii, Córdoba, Publicaciones de la Universidad, 2008. |