Jorge Edwards (1931-2023): Memoria, clase y época.
El autor de Persona non grata, Adiós, poeta y El peso de la noche se paseó por distintos géneros literarios —el cuento, la novela, el ensayo, la crónica, los diarios, las memorias, la ficción y la no-ficción— y precisamente porque quiso no privarse de ninguno, terminó mezclándolos todos. Hoy viernes, en Madrid, murió un testigo que estuvo donde había que estar en los momentos más críticos de la literatura latinoamericana y un escritor que no transó su autonomía.
Héctor Soto
17 Marzo 2023
Si se quiere, Jorge Edwards fue el último gran representante y también el último rehén de esa mixtura tan latinoamericana de escritores que ejercen la carrera diplomática o de diplomáticos que se tientan con la literatura. En un momento esa fue la quilla con la cual se abrió camino en las letras chilenas y, después de un tiempo, ese fue también su estigma, el que le negó reconocimientos que merecía y lectores que lo hubieran apreciado.
Como era un personaje comedido, sociable, gran conversador, lo que se llama un hombre de mundo y buenas maneras, fueron muchos los que se confundieron y creyeron hasta el final que la literatura de Edwards era un juego de salón. Mal por ellos, porque o no lo leyeron o, habiéndolo leído, nunca lo entendieron. La verdad es que, a pesar de las cordiales apariencias y a pesar de los civilizados alcances de su producción, en los mejores escritos de Edwards hay más filo, coraje y atrevimiento que en muchos escritores que, estando identificados desde siempre con la insumisión o el rupturismo, se dedican a escribir autobiografía de cabros chicos. Hasta ahí llegan: se quedaron pegados de Papelucho.
Edwards no fue por la vida, en cualquier caso, cobrando eventuales dividendos en la caja del arrojo o la independencia. Nunca posó o militó como escritor engagé, aunque cuando lo tuvo que hacer no eludió el bulto y se la jugó, como cuando durante la dictadura de Pinochet integró el Comité de Elecciones Libres, entre otras agrupaciones cívicas. Tampoco escribió para cambiar el mundo, aunque sí —movido por una mirada curiosa y casi siempre intrigada— para observarlo, estudiarlo, conocerlo, admirarlo o desmitificarlo. Lo que mejor supo hacer era eso: mirar a la gente, a su país, a su época. Mirar y mirarse con distancia.
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Vargas Llosa cree que Edwards fue un escritor que se ganaba la vida como diplomático y no un diplomático que escribía. Su afirmación es mucho más que un juego de palabras, pues no deja de ser una ironía que haya sido él, arquetipo según muchos del escritor acomodado e inofensivo, quien terminó por dividir radicalmente las aguas de la literatura latinoamericana al publicar Persona non grata, el más contundente memorial de cómo la Revolución cubana había devenido en una dictadura totalitaria y feroz. Es cierto que para entonces —año 1973— el rey estaba desnudo y lo estaba desde hacía bastante tiempo. Curiosamente, eso sí, nadie desde las veredas de la simpatía a la revolución, que eran las suyas y de sus amigos, se había atrevido a decirlo públicamente. Los valientes preferían callar, entre otras cosas, porque siempre pueden existir buenas razones para hacer la vista gorda: comodidad, vasallaje, acostumbramiento, temor a enemistarse con el poder, cálculo y sensatez para no entregarle supuestamente municiones al enemigo. Cuento viejo e indecoroso: es el consabido discurso de los mandarines que nunca faltan y que prefieren “dar la pelea por dentro”.
Después de Persona non grata nada volvió a ser igual en el debate cultural latinoamericano. Las aguas se dividieron irreversiblemente y Edwards terminó pagando con vetos, con ataques, con ninguneos y subestimaciones, el valiente testimonio que entregó. Desde la izquierda, porque era un traidor; desde la derecha, porque no era confiable. No solo había sido un observador privilegiado del caso Padilla, que es el escándalo a raíz del cual buena parte de la intelectualidad mundial rompe con Castro en 1971, sino también un actor de primera mano. Fue en sus aposentos en el hotel Habana Riviera, donde se alojaba como encargado de negocios y el hombre llamado a abrir la embajada chilena en La Habana, donde el poeta Heberto Padilla y muchos de sus amigos sueltos de lengua se reunían a conversar, a quejarse o a recriminarse, en un distendido clima de confianza y amistad, de los fatídicos humores totalitarios que habían capturado a la revolución.
Obligado muy poco después de eso por las autoridades policiales a dar razón de sus dichos, Padilla, después de 38 interminables días de arresto en que nadie supo nada de él (estuvo detenido en la Villa Marista), tuvo que leer en una sesión pública de la Unión de Escritores Cubanos una patética carta de autocrítica, donde se reconoce a sí mismo como “contrarrevolucionario objetivo”. Dijo que no merecía estar libre, a pesar de la alharaca internacional orquestada por sus amigos del exterior, y a partir de ese momento se convertiría primero en un cautivo y en seguida en una triste y lastimada figura fantasmal que sobrevivió por algunos años en el desempleo, el alcoholismo y encargos menores, hasta que en 1980, en gran parte gracias a la presión del senador Edward Kennedy, pudo abandonar la isla.
Jorge Edwards estuvo lo bastante cerca del caso para que las autoridades cubanas se quejaran al presidente Allende del ADN del representante chileno enviado. La queja fue directa del propio Castro al mandatario chileno. Pero hasta el final el dictador jugó el juego doble que era su especialidad. El día antes de la fecha programada para el regreso de Edwards a Chile, Padilla y su pareja ya habían sido arrestados y no es casualidad que esa misma noche, conviene insistir, esa misma noche, se haya dejado caer el propio Fidel Castro en el hotel de Edwards para darle su despedida. Lo tenía entre ceja y ceja. Le hizo creer que le había tomado simpatía, que apreciaba su profesionalismo diplomático impasible, su manejo y autocontrol. Debe haber supuesto que eran los minutos finales de la carrera diplomática del escritor y que en Santiago lo esperaba por lo menos la expulsión del servicio diplomático. No debe haber quedado muy contento cuando a los pocos días se enteró que Edwards —más como premio que como castigo— era enviado a París como ministro consejero de la embajada que encabezaba Pablo Neruda, donde permaneció hasta el día del golpe de Estado, cuando las nuevas autoridades sí lo expulsaron. En el apéndice que escribió Pilar Donoso, “El boom doméstico”, para el libro de su marido, José Donoso, Historia personal del “boom”, está el relato de una gran escena en la casa de los Donoso en Barcelona. Edwards ha llegado a la ciudad de paso, se está alojando en casa de Vargas Llosa y viene a comer donde los Donoso luego de su problemática misión en La Habana. Sabía que tenía que asumir en cosa de días sus nuevas responsabilidades en París, pero Pilar lo describe descolocado, nervioso, ensimismado y resueltamente paranoico. Recién estaba reponiéndose del peligroso juego de chismes, soplonaje, micrófonos ocultos e informes de inteligencia que cercaron sus días en Cuba. Poco tiempo después sacaría su libro, con un detalle no menor: estaba casi en prensas cuando se produjo el golpe de Estado en Chile.
¿Había que detener el lanzamiento porque las circunstancias habían cambiado o para evitar, por último, las acusaciones de hacer leña del árbol caído, que de todos modos su autor iba a recibir? ¿Era mejor esperar o no esperar? ¿Esperar qué (que era lo que le aconsejaban sus amigos, incluyendo a Vargas Llosa y el propio Pablo Neruda), teniendo en cuenta que el momento era aquel?
Al final el autor optó con su editor, Carlos Barral, por dejar el libro igual y agregarle un epílogo. Como era previsible, la publicación fue recibida como una bomba de tiempo, con silencio y frialdad. No volaba una mosca y nadie dijo una palabra en las primeras semanas, hasta que Octavio Paz instó a Vargas Llosa a publicar un histórico comentario en su revista, Vuelta, lo que le valió al autor de La ciudad y los perros el veto furioso y definitivo de la izquierda castrista. Ojo, que Vargas Llosa está en ese momento todavía lejos de estar en guerra con la revolución. Su corazón sigue estando con Cuba. Dice que el libro de Edwards es un aporte crítico para salvarla, para corregirla antes de que sea tarde. También salieron en su defensa Emir Rodríguez Monegal, gran crítico uruguayo, José Donoso, que nunca fue parte de las trenzas del castrismo y, por supuesto, Cabrera Infante, que ya llevaba años exiliado en Europa. A solo semanas de haber aparecido, estaba claro sin embargo que Persona non grata tendría una cuesta empinada por delante.
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Por más que fue el libro que, bien o mal, lo situó en las grandes ligas y lo convirtió en el invitado de piedra del panorama literario latinoamericano de las dos últimas décadas del siglo XX, Edwards es un escritor que trasciende en muchas direcciones los ejes narrativos de Persona non grata. Dicho eso, corresponde eso sí reconocer que su memorial cubano, que tiene algo de crónica, algo de memorias, algo de diario, algo de novela, algo de testimonio histórico, lleva como pocas veces en su producción estos mestizajes a un equilibrio que parece perfecto.
Edwards nunca fue un escritor de un solo registro. En la nomenclatura de José Bergamín, que él mismo alguna vez citó, no era un escritor de menú fijo (los que practican un solo género) sino un escritor de menú “a la carta”. Siempre mezcló ficción con no-ficción, novela con ensayo, impresiones personales con datos históricos, historia social con crónicas privadas o de familia, conjeturas posibles aunque improbable con datos conocidos y validados por la historia. Y todo eso mezclado con el yo. Yo lo vi, a mí me lo contaron, lo leí en tal libro, me encontré con tal persona, me di cuenta tarde, lo anticipé desde temprano… Y así, suma y sigue. El suyo era un yo narrador potente, que interviene cuando menos se espera, que es vulnerable tanto a la duda como a la digresión, una voz mandada hacer para reiterar y redondear, que se maneja con destreza en el relato paralelo y en la frase subalterna, que pareciera disfrutar más del camino que del lugar al que quiere llegar. ¿Narcisismo? Bueno, ese siempre fue el sentir dominante de la tribu. En La muerte de Montaigne, que más parece un ensayo que una novela, reivindica la figura legendaria del ilustre pensador, político y diplomático, sobreviviente de las sangrientas guerras religiosas de Francia, y allí Edwards incluso se mide, por decirlo así, con el propio Montaigne. Y, guardando todas las distancias del caso, hay que reconocer que le resulta. Tenía un ego potente, es verdad, aunque dicho eso costará encontrar en las letras chilenas un escritor que haya hablado tanto y con tanta generosidad de otros escritores y ensayistas chilenos, De los antiguos y de los nuevos. De los de su generación (Donoso, Lihn, Jodorowsky, Luis Oyarzún, Jorge Millas), pero también de los más nuevos. Hasta de Bolaño, incluso.
Es cierto que Edwards escribió cuentos buenísimos, la mayoría de los cuales son ajenos a los ensamblajes de sus textos mayores. Escribió por de pronto uno de los mejores de la literatura chilena de todos los tiempos: “El orden de las familias”, la historia de una pasión nunca muy bien asumida de un chico que está egresando del colegio por su hermana. Sí, por su hermana un poco mayor. La suya es una familia que todavía no se viene abajo, aunque está crujiendo. Edwards era un especialista en este fenotipo: ruinas, discreción, frustraciones, secretos, apariencias. Al padre le ha ido mal por años. Ella, la hermana, está siendo cortejada por un joven más bien obeso, insignificante, intercambiable, aunque de muy buena posición económica. La madre advierte antes que nadie que el matrimonio podría ser la salvación de esa casa. Pero también el fracaso del protagonista. Un relato notable.
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Edwards decía siempre que había llegado a la escritura por el camino de la lectura y a la novela por la vía del cuento. En una entrevista declaró incluso que nunca había salido del cuento, que siempre volvía a él:
“Porque, escribiendo novelas, me quedan cabos sueltos, que son cuentos”.
No obstante haber sido formado en los jesuitas en un canon más bien hispanófilo ya casi olvidado —mucho de Campoamor, bastante de Azorín, Unamuno y Baroja, aunque también de Leon Bloy y Claudel, acervo que él iría ampliando después en la adolescencia con el Joyce de Dublineses o las novelas de Paul Bourget— Edwards formó parte con Donoso, con Lafourcade, con Jodorowsky, con Enrique Lihn (en cuya figura se inspira vagamente su novela La Casa de Dostoievsky), de la avanzada de escritores que reivindicaron en los años 50 la modernidad y abjuraron de lo que se había escrito en Chile hasta entonces. No les interesaba Eduardo Barrios ni Luis Durand ni Mariano Latorre. Les interesaba Faulkner, T. S. Eliot, Neruda, Huidobro, Kafka. Salvaban, claro, a María Luisa Bombal, que venía de otra matriz. Les interesaba no el campo sino la ciudad. Rompieron con el Chile pobretón y nostálgico de las riquezas pasadas, un poco anquilosado y desencantado del presente, disociado año tras año, década tras década, entre un notorio desarrollo político que ni por un minuto dejó de sembrar expectativas de prosperidad o reparación social y un deprimente desarrollo económico que no hizo otra cosa que sepultarlas en el fracaso y la pobreza. El país pagaría caro en los años 70 esa disociación.
En ese grupo, que se terminó disipando en muy distintas direcciones, Edwards mantuvo desde un comienzo una identidad que fue ratificando año a año en una dirección central que Vargas Llosa caracteriza así:
“La de un escritor realista, apasionado por la historia, la ciudad, los recuerdos, dueño de una prosa clara, de andar lento, a ratos quieta, repetitiva, memoriosa, elegante y medida, en la que curiosamente coexisten la tradición y la modernidad, la invención y la memoria, vacunada contra los desbordes sentimentales, la cursilería y la truculencia”.
Edwards mantuvo desde un comienzo una identidad que fue ratificando año a año en una dirección central que Vargas Llosa caracteriza así:
‘La de un escritor realista, apasionado por la historia, la ciudad, los recuerdos, dueño de una prosa clara, de andar lento, a ratos quieta, repetitiva, memoriosa, elegante y medida, en la que curiosamente coexisten la tradición y la modernidad, la invención y la memoria, vacunada contra los desbordes sentimentales, la cursilería y la truculencia’.
Es posible que a esos rasgos haya que agregar el factor de clase. Edwards proviene de un riñón de la antigua elite. Su clase fue una burguesía ilustrada, aunque un tanto venida a menos. La decadencia social, el tema que fue una gran herida en Donoso, es también un trauma no menor en el mundo de Jorge Edwards. En algún sentido, fue la clase lo que demarcó las fronteras de su imaginario. Tuvo perfecta conciencia al respecto y nadie diría que trató de salirse de ahí. En sus libros no está el llamado Nuevo Chile. No hay obreros ni proletarios. No está tampoco esa clase media emergente viviendo en una caja de fósforo, con un plasma enorme en la sala y con auto pagado en cuotas. La pobreza que se ve en sus libros es la otra, la de cuello blanco pero con camisas raídas, la de gente que se fue quedando atrás y le pasó la historia por encima. Puede que Los convidados de piedra, novela sobre el derrumbe de la democracia, sea la más explícita en esa conexión con la clase: son todos burgueses enfrentados unos a otros en el Chile con toque de queda de octubre del 73 y que no son capaces de soportarse ni a ellos mismos.
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Aunque le gustaban las novelas grandes, como no podía ser de otra manera siendo un lector tan apasionado de la literatura francesa (eso sí que bastante más próximo a las puntadas sin hilo de Stendhal que al constructivismo maniático de Flaubert), es posible que a veces lo abrumaran los problemas asociados a la consonancia de distintas estructuras narrativas en un solo libro. Por eso con frecuencia tendía a dar los problemas por resueltos cuando muchas veces ostensiblemente no lo estaban. No por eso, sin embargo, él se iba a bloquear. Seguía adelante y a pesar de esos lomos de toro, sus narraciones discurrían tensas, envolventes, robustas e inspiradas.
Posiblemente las dos novelas de estructuras más complejas que escribió, El sueño de la historia y El inútil de la familia, tienen pasajes que a veces hacen ruido. Pero como conjunto son relatos ambiciosos, sinfónicos, imponentes, que aparte de rescatar buenos personajes y retratos de época (de Toesca y su mujer, de Edwards Bello y de sí mismo), rescatan también mucho del país que fuimos en la colonia, del que seguíamos siendo a mediados del siglo pasado y del que fuimos en los años finales del Pinochet. En las novelas de Edwards Chile, más que un tema, es una atmósfera, un hedor engañoso, un vapor que se te pega a la piel y que, en determinadas circunstancias, te puede incluso envenenar.
También se le dio en términos gozosos el relato más chico, más despeinado, menos estructurado, por así decirlo. Era bueno para sugerir, para entregar trazos, para dejar cabos abiertos. De esas habilidades suyas extrajo excelentes novelas, como El origen del mundo y El museo de cera. Ambas son muy distintas, aunque las dos están cruzadas por el tema de los celos. El origen del mundo bien podría ser la mejor novela chilena de temperatura erótica en personajes ya próximos a la tercera edad. Este es otro rasgo del autor: supo ir envejeciendo con sus personajes. El museo de cera, por su parte, es una novela más rara. En un país donde tiene lugar una revolución y una contrarrevolución después, el Marqués de Villa Rica encarga a un escultor perpetuar el momento en que sorprendió a su mujer con un amante. ¿Qué movió al protagonista a inmortalizar el adulterio de su mujer? ¿Voyerismo, autocastigo, humillación? Esta es una inmersión en terrenos jabonosos y distorsionados, en los cuales Edwards —qué duda puede caber— se manejaba con sutileza. Con sutileza aunque de manera obsesiva, porque esta pulsión, que era muy suya, lo llevó muchas veces a prescindir de los equilibrios, de las explicaciones, de las historias redondas, de los desenlaces que encajan como piezas de un rompecabezas. Al diablo con esos resguardos y recatos.
El historiador y ensayista peruano Alfredo Barnechea parece tener la razón cuando dice que el modelo literario en el cual trabaja Edwards le debe mucho más a la literatura francesa del siglo XVIII que a la del siglo XIX. Es un escritor realista, por supuesto. Pero un escritor que pocas veces está en paz con el verosímil, que no tiene problemas en ambientar una historia mefistofélica en Ovalle, que se deja seducir tanto por Montaigne como por Rousseau, que se deja llevar tanto por las simetrías como por el mito del eterno retorno, que disfruta con los vuelcos filosófico-morales de sus personajes y asimismo con el tono de fábula, de moraleja un poco cruel que alcanzaron algunas de sus mejores narraciones.
En lo básico, como él mismo lo dijo, Jorge Edwards fue un escritor de la memoria. De la memoria personal y de la memoria colectiva. En su caso esto se tradujo en una fidelidad a su clase, una burguesía que tenía más pasado que futuro, no muy boyante que digamos; también a su época, el Chile de mediados del siglo XX, y desde luego a la gente que conoció.
Precisamente porque fue un escritor de la memoria, no faltaron los que se sorprendieron muchísimo cuando comenzó a publicar sus memorias el año 2012. Pero, cómo, dijeron, ¿no era justamente eso lo que había hecho toda su vida? Bueno, sí y no. El primer tomo, Los círculos morados, que llega hasta la época de la Revolución cubana, funciona con total autonomía de su obra anterior, y Esclavos de la consigna, el tomo dos, que también es un buen libro, tiene el tono desencantado de quien va absorbiendo con el tiempo golpes y desprecios, años y desilusiones, rebeldías y acomodos, amistades y rupturas, duelos y soledades. Desde luego, este segundo tomo está muy marcado por lo que fue para él la experiencia cubana.
Enrique Krauze, el editor de Letras Libres, a propósito de Persona non grata escribió:
“Edwards decía que la literatura, el periodismo literario, la edición, la cátedra, los cafés de la rivera izquierda del Sena y de las capitales de América Latina eran nidos de censores, de soplones vocacionales. Esclavos de la consigna, como había dicho Vicente Huidobro”.
Otro tanto debe decirse de Adiós, poeta, un notable rescate de la figura de Pablo Neruda en función del poeta que él leyó y admiró de joven, y con quien desarrolló una amistad larga, muy conversada, muy caminada, muy bien comida y muy tomada, que culmina en los años en que se convierte en su sombra en la embajada chilena en París. Neruda ya estaba enfermo y, porque no le gustaba lo que estaba ocurriendo, estaba preocupado por el gobierno de Allende. Adiós, poeta es por supuesto el libro donde Edwards mejor despliega la versión suya del Neruda socialdemócrata, políticamente muy moderado y cauteloso no solo frente a la revolución cubana, con la cual el poeta había caído en desgracia, sino también frente a la radicalización del gobierno de Allende. Edwards insistió hasta el final en el realismo político de Neruda, no obstante que el poeta, públicamente al menos, no se apartó en vida ni un solo milímetro de la ortodoxia del PC.
Premio Nacional de Literatura en 1994, cuatro años después de que lo obtuviera José Donoso en el momento en que Chile volvía a la democracia, Edwards también obtuvo el Premio Cervantes en 1999. En España nunca fue un suceso editorial, pero sí llegó a ser querido en pequeños círculos y respetado más ampliamente. La escena literaria es más grande y está menos contaminada. Aparentemente, lo apreciaban más que en Chile. No es extraño por lo mismo que haya preferido morir en Madrid. Hasta en eso fue consecuente porque, llegado su momento final, también supo mantener las distancias.